7
La tropa de caballería que partió de La Granja en busca del coronel Rosales llegó a Piedrahíta cuando tocaban el Ángelus en un convento. La plaza mayor era un hervidero de vecinos y voluntarios ruidosos. Mallén preguntó por el comandante militar, y le informaron que andaba tras los pasos de la facción. Sólo se encontraba el jefe político, quien había pasado toda la noche en vela y había dado orden de no molestarle. Un cabo identificó la graduación de Mallén y le dijo que, no obstante, lo avisaría. Media hora más tarde, Mallén se cuadraba delante de José Gordon, que tenía un aspecto desvalido, con el traje arrugado y la camisa desabotonada aún. El militar se presentó.
—Soy el comandante Francisco de Paula Mallén, al mando de una columna del regimiento de la reina. Venimos con orden superior de capturar a ese coronel que se ha levantado contra el Gobierno.
Lo último, lo dijo mostrándole la Real Orden de busca y captura. Mallén sabía disimular bien en trances como estos, donde la marcialidad y el porte eran determinantes. De todos modos, su interlocutor, flaco y somnoliento, poco podía intuir de la marejada interna que sufría aquel oficial que se había cuadrado ante él. Los saludos castrenses halagaban a Gordon, consciente de la importancia de su cargo.
—Está bien, don Francisco de Paula. Pero dada la hora de su llegada, no tiene usted muchas posibilidades de dar alcance al coronel Rosales. Ya ha salido tras él esta mañana el comandante de armas. Además, tenemos situada una compañía de milicia en el puerto de Tornavacas. Si aguarda un rato, tal vez pueda acompañarles hasta allí.
Las palabras de Gordon alegraron a Mallén. Así daba tiempo a que su amigo Rosales se alejara más y más.
Cuando quisieron emprender la marcha ya era casi la una de la tarde. Recorrida apenas una legua, Mallén le dijo al jefe político.
—Permítame, excelencia, que le diga que mis hombres llevan sin probar bocado desde las primeras luces de la mañana. Si no le parece mal, podíamos hacer un alto para que coman algo. Así recobrarán fuerzas y podrán ir luego más deprisa…
Aunque le contrariaba, Gordon no supo negarse a lo que le solicitaba el jefe de aquella columna, tan educado y profesional. Asintió e incluso aceptó la invitación que Mallén le cursaba para participar en el corto ágape cuartelero, que despacharon junto a otros oficiales. Mientras lo hacían, Gordon examinaba a Francisco de Paula. Era un hombre de modales exquisitos y conversación amena. Reparando en el oficial, sintió sana envidia. A Gordon le hubiera agradado poder lucirse como un palmito, embutido en un uniforme militar. Le dio por pensar que tal vez, si vistiese ropa militar, tan grata a ojos femeninos, nunca lo hubiera rechazado Amelia. O puede que sí, porque a la joven Pimentel la juzgaba demasiado veleidosa.
Al rato, estaban de nuevo marchando hacia Barco el escuadrón y los pocos hombres que acompañaban al jefe político. Mallén iba contento. Había dado a Rosales tiempo para distanciarse de ellos.
Al poco de adentrarse en la comarca del Aravalle, les salió al encuentro un emisario que traía un oficio del comandante militar dirigido al jefe político. Le comunicaba que Rosales había atravesado sin apenas pérdidas el puerto y se había dirigido a la montaña. Rogaba que, en caso de que hubiese llegado algún destacamento regular, acudiese urgente a lo alto del puerto para estudiar el modo de acabar con la partida realista.
Leído el oficio, Gordon le trasmitió a Mallén las órdenes que daba el comandante de la provincia. El oficial se mostró dispuesto a partir de inmediato. Se despidió de Gordon, con un saludo militar.
Por su parte, el jefe político desandaría el camino de Barco a Piedrahíta. Lo acompañaba únicamente su secretario particular, quien iba aclarando ciertos aspectos procedimentales y burocráticos sobre la persecución de los forajidos. Porque en eso y no en otra cosa se habían convertido Rosales y sus secuaces. Un vulgar forajido, un maldito servilón, un militar indecoroso que se levantaba en armas contra sus superiores y la autoridad legítimamente constituida. Ya le daría él, José Gordon, una buena lección.
Nada más alcanzar al alto del puerto de Tornavacas, Mallén se encontró con el comandante de armas de Ávila, un hombre de escasa estatura, tripa prominente y mostacho agitanado. Traía la guerrera mal abotonada, con algún leve lamparón, lo que revelaba su carácter negligente. El estirado Mallén le dirigió una mirada no exenta de censura. Siempre había minusvalorado a las tropas de infantería, mandadas frecuentemente por sujetos descuidados y ramplones, más preocupados del escalafón que de la disciplina, del rigor y de la entrega que la vida castrense lleva aparejada. Él pertenecía a otra casta militar: la honrosa caballería, la auténtica aristocracia del ejército español, la que tantos días de gloria había deparado a la patria. De hecho, Mallén tenía trato escaso con jefes y oficiales que no pertenecieran a su misma arma.
La columna de caballería de Mallén permanecía desmontada, pero en orden de formación y sin mezclarse con los voluntarios, entre quienes reinaba un evidente entusiasmo al verse reforzados por tropas regulares. Mallén extendió ante el comandante la Real Orden para perseguir a los rebeldes y este le informó sobre las medidas desplegadas hasta el momento.
—He enviado esta misma noche oficios a los pueblos de la zona, para que estuviesen alertados y con voluntarios. También he situado una avanzadilla en la sierra, con guías del país que decían conocer bien este terreno tan escabroso. Todavía no ha llegado ningún enlace con noticias.
Luego se retiraron y cada cual se acercó a sus hombres. Mallén urdía algún modo de retardar la persecución. No quería atrapar a Rosales ni freír a tiros a la partida. Se identificaba más con ellos que con la desordenada milicia que tenía delante. Quería evitar que sus hombres se viesen forzados a combatir contra un guerrillero tan desenvuelto en el medio montañés. En más de una ocasión, le había descrito Eugenio ciertas refriegas con los franceses, y parecía evidente que poseía dotes de hábil estratega. No le gustaría que su escuadrón tuviera que vérselas con alguien tan curtido en esas lides como Rosales.
Avanzaba la tarde cuando, al fin, se presentó un enlace. Traía un parte del suboficial encargado del destacamento internado por la montaña tras los pasos del coronel. Notificaba que Rosales acababa de abandonar aquellas sierras con rumbo incierto. Figuraba el testimonio de varios cabreros que lo habían visto llegar al Tejadillo y, unas pocas horas después, abandonar el sitio, sin poder precisar su dirección. El suboficial firmante añadía un detalle significativo: había observado con catalejo cómo un tropel de caballos se metía por la parte alta del monte en dirección sur. Eso le hacía suponer que los rebeldes buscaban la otra cara de la cordillera.
El comandante y Mallén comentaron el parte. El asunto parecía complejo, en palabras del regordete comandante de Ávila:
—Realmente, yo no tengo jurisdicción más allá de las lindes de este puerto, pues de aquí para abajo, todo este valle pertenece a la comandancia militar de Plasencia. Supongo que estará alertada y organizando la caza de Rosales
Mallén estaba jubiloso. Estos titubeos operativos favorecían a la facción. Así continuarían poniendo tierra de por medio. Por eso, agregó:
—Parece razonable lo que dice, comandante. Es cierto que sus atribuciones no pueden ir más allá de su jurisdicción. Sería muy expuesto sobrepasar los límites. Tampoco yo tengo claro qué debo hacer. Dudo si esta Real Orden que le he mostrado me autoriza a ir más allá del puerto. O, por el contrario, tengo que sujetarme igual que usted.
—De todos modos, aun pudiendo legalmente hacerlo, creo que ni usted ni yo lograríamos gran cosa. En estos momentos, los fugitivos nos deben sacar ya muchas leguas de ventaja. Y máxime si tenemos que cruzar unas sierras tan agrias.
—Estoy de acuerdo. Pase un oficio a la comandancia de Plasencia, notificando el previsible rumbo que ha podido tomar la partida, para que, desde allá, se responsabilicen de la persecución.
El comandante se resolvió a enviar los correspondientes partes y luego regresar a la ciudad de su mando. Estaba fatigado, sin apenas dormir, consumido en una persecución estéril. Ya habría quien echara el guante a Rosales.
Mallén se despidió del comandante, indicando que se dirigía a Piedrahíta, pues sus hombres necesitaban descanso. Durante el trayecto, estudiaba el modo de regresar a La Granja sin que su decisión levantara el más leve rumor.
El jefe político había regresado a Barco al atardecer. Ahora tenía que atender otras cuestiones. Las del corazón. Y la ocasión se le presentaba excepcional. En cuanto penetrara en Piedrahíta, se dirigiría al palacio ducal a hablar con Amelia. Y, si esta no entraba en razones, la amenazaría con desvelarle a su padre la visita nocturna al coronel.
Llegó a Piedrahíta ya tarde. Gordon mandó llamar al corregidor, a quien manifestó su intención de pernoctar en la villa. El alcalde, un liberal sano y dicharachero, propuso que el sitio más apropiado para la máxima autoridad civil abulense no podía ser otro que el propio palacio ducal.
—Bien sé yo, don José, que al señor duque, si estuviese aquí presente, no le importaría que pasase la noche en su casa el jefe político de Ávila. Seguro que se sentiría honrado de acogerlo en su palacio. Así que paso aviso ahora mismo a don Leoncio Pimentel, el administrador, para que le tenga preparada una de las habitaciones de huéspedes.
Aquella oferta del alcalde le pareció muy oportuna y de ningún modo pretendió Gordon rebatírsela. El destino le deparaba la oportunidad de estar alojado, aunque fuese por una noche, cerca de Melita. Compartirían el mismo espacio y, de este modo, tendría la oportunidad de hablar a solas con ella cuantas veces quisiese.
Tras despachar algunos asuntos puntuales, ordenó a su secretario que se adelantase para entrevistarse con el administrador y así tenerlo todo dispuesto para su acomodo en las dependencias palaciegas.
Cuando Gordon llegó, don Leoncio lo recibió con sumo respeto y lo saludó con afabilidad.
—Enhorabuena, don José, por su nombramiento de jefe político. Ya me lo había comentado Pepe Somoza. Para mí y para mis señores los duques, es un honor recibirle como huésped en palacio, aunque sólo sea por una noche. Ya me han enterado del motivo desagradable por el que anda usted de nuevo en Piedrahíta.
—Gracias, don Leoncio. Aún me acuerdo de la última vez que estuve con Somoza y otros amigos cenando aquí. Guardo un grato recuerdo de la velada musical con que nos obsequió su hija Amelia. Supongo que andará por aquí.
—Pues sí, don José, en su habitación, creo que estará. O, si no, charlando con la hija de la cocinera, que es su mejor amiga. Seguro que se las tropieza y, de lo contrario, le diré que ha preguntado por ella, para que acuda a saludarlo. De todas maneras, estará también en la cena a la que usted y su secretario nos honrarán asistiendo.
Se despidió el administrador amablemente. El secretario, precedido de un sirviente, llevó a Gordon hasta la habitación que le habían preparado. Era una estancia atractiva, adornada con cuadros de artística factura y espejos de marquetería. Apenas penetraba la luz del atardecer por una ventana estilizada, de espesos cortinajes aterciopelados, recogidos en el centro por un anclaje dorado. Esa noche iba a dormir, por vez primera en su vida, en una cama de dosel. Un lujo de la aristocracia, contra cuyos privilegios había bramado no pocas veces Gordon en largas y tensas tertulias.
Una vez acomodado, Gordon se quedó solo. Se echó sobre un mullido sillón rococó y empezó a cavilar acerca del modo en que se presentaría ante Melita. La cosa debía resultar lo más natural. En lugar de presionar, intentaría ganarse la voluntad de la joven. Tal vez de esa manera obtuviese mejores resultados. No debía forzar el encuentro. Y si Amelia no se dignaba venir a saludarlo, la vería durante la cena.
Gordon se hallaba fatigado de tanto ajetreo a lomos de caballo, durante la noche y la mañana. Se alegró de disponer de un sillón tan blando que invitaba al descanso reparador. Casi traspuesto, a Gordon le costó percibir los golpes delicados con que tocaban a la puerta. Se recompuso la ropa como pudo y se atusó el pelo. Carraspeando, alzó la voz e invitó a pasar a quien llamaba con los nudillos.
Y quien apareció en la salita fue Amelia, resplandeciente y muy cortés.
—Mi padre me dijo que estaba usted aquí y, a indicación suya, vengo a saludarle, don José.
La inesperada aparición de Amelia Pimentel lo había dejado mudo. Sus ojos no paraban de examinarla de arriba abajo, apreciando en ella los cambios favorables que se habían operado en aquella atractiva mujer que se erguía a tan sólo dos palmos de él. Qué belleza. Y qué modales tan distinguidos, a pesar de que se cubría con ropa de andar por casa. Saliendo del éxtasis contemplativo, apenas pudo balbucir:
—Agradezco mucho que te hayas acercado a saludarme. Han pasado demasiados años desde la última vez que nos vimos. Compruebo muy complacido, Amelia, que te has convertido en una hermosa mujer.
Por la mirada que le echó, Gordon dedujo que ese no era el camino más indicado. Hablaría de asuntos menos personales. Los dos seguían de pie en medio de la cámara. En la conversación mentaron a Somoza y otros tipos conocidos por ambos. Tan insubstancial charla incomodaba al jefe político. Debía aprovechar la oportunidad para plantearle el grave asunto que traía entre manos.
Comenzaría comprobando el grado de sinceridad de la joven.
Cuando Melita le felicitó por su nombramiento como jefe político de Ávila, Gordon consideró llegado el momento para abordar el espinoso tema.
—Te lo agradezco mucho, Amelia. Pero ya ves el papelón con que me encuentro. Han querido tomar la ciudad unos desalmados, a cuyo mando se encuentra el coronel Rosales. Ese guerrillero que andaba por estos contornos, al que, sin duda, tú habrás conocido y hasta tratado en más de una ocasión…
Al mentar a Rosales, se contrajo en un ligero rictus de preocupación la faz delicada de Melita. El jefe político lo advirtió, si bien continuó como si tal cosa.
—Bueno, sí, lo conozco de Bonilla, donde acudía invitado por el señor obispo…
La joven procuraba mantener un tono de voz indiferente, si bien el brillo de sus pupilas delataba un estado de tenso azoramiento. Gordon prosiguió:
—Estamos tras sus pasos. Dicen que se ha internado en la montaña buscando refugio. También he sabido que la facción durmió una noche en el pueblo de al lado, en Bonilla, donde, al parecer, tiene muchos adeptos. Parece que recibió víveres y una visita muy especial.
—Ah, ¿sí? Pues no se ha oído nada por aquí…
—Sé de muy buena tinta que la visita procedía del palacio ducal. No sabrás de quién se trata, ¿verdad?
Hubiese preferido el jefe político que la joven confesara ante él. Pero se resistía. Amelia seguía siendo una mujer de temple.
—Mucho sabe usted, don José. Tiene que tener buenos informantes por todas partes. Y si tan buenos son, ya habrá descubierto usted quién fue.
—Pues sí, lo sé. Pero preferiría que esa persona me lo dijese de manera espontánea.
—Pues yo le repito, don José, que nada conozco de ese asunto. Ni sabía lo de Ávila, ni que don Eugenio Rosales había estado en Bonilla, hasta que usted me lo ha dicho.
—Está bien, Amelia. Yo le voy a dar a esa persona que visitó por la noche a Rosales un plazo razonable. Hasta mañana por la mañana. Si esa persona no se sincera conmigo, tendré que abrir una causa sumaria en la que se verán envueltos todos los moradores del palacio, empezando por don Leoncio. Mucho sentiría tener que llegar a ese extremo. Pero si esa persona me obliga, no lo dudaré ni un instante…
Gordon había clavado su intensa mirada en la joven, quien, no obstante, seguía muy tiesa y con expresión altiva. Sólo de su boca brotaba un haz de rabia apenas contenida. Gordon se admiraba de su entereza.
Al instante, Amelia se despidió del jefe político con absoluta corrección. Como si la cosa no fuera con ella.
—Bueno, don José, nos veremos en la cena.
—Allí nos encontraremos dentro de un rato, señorita Amelia.
Gordon quedó pensativo. Con las manos atrás, recorría la estancia aristocrática. No le satisfacían los términos en que había transcurrido la entrevista. Tal vez su proceder hubiese resultado excesivamente blando para una joven tan díscola. Lo único que había conseguido era ponerla a la defensiva. Y eso esfumaba cualquier tentativa de acercamiento espontáneo a la hermosa Pimentel, tortura de su cabeza.
Aguardaría hasta la cena para comprobar el resultado del encuentro. O si no, hasta la mañana siguiente, el plazo máximo que le había dado.
Eran más de las ocho de la noche, y ya se encontraba preparada para la cena, en su dormitorio, Amelia. Resplandecía la joven en su elegante traje. De cuando en vez, la casa ducal regalaba a las esposas e hijas de sus empleados principales algunos vestidos ya usados. En vez de arrumbar esa ropa, pasaba en óptimas condiciones a la élite de su servidumbre.
Amelia quería llamar la atención aquella noche. Deseaba que el miserable jefe político, que la había estado presionando horas antes, se enterase de quién era ella.
Cuánto despreciaba al esmirriado don José. Le juzgaba petulante desde que la cortejó en su etapa de juez de Piedrahíta y su partido. Por entonces, era poco más que una chiquilla. Pero ahora se iba a encontrar a una mujer de una pieza.
Estaba en un brete. Se sentía atrapada cual inocente libélula en la telaraña tejida hábilmente por Gordon. El símil la hizo recapacitar. ¿Era ella una inocente libélula? ¿No había sido su irreflexivo proceder, guiado más por el corazón que por la cabeza, el que le estaba pasando ahora factura y comprometiendo el honor de su padre y de toda su familia? Sin duda que Gordon debía conocer muchos detalles sobre su viaje nocturno a Bonilla, de su visita furtiva a un rebelde alzado en armas contra el Gobierno.
Suponía que el ingenuo de Esteban se habría ido de la lengua, poniéndoles a ella y a su padre en tan incómoda posición. No se puede uno fiar de nadie. Y menos de los criados. Cuanto más bajo, antes te traicionan a cambio de cualquier fruslería. Lo principal era salvaguardar la dignidad de su padre. Pobrecito. Lo procesarían por la conducta inmadura de una hija que no reparaba en la honra familiar. ¿Qué haría para librarle de semejante trago? Intuía los deseos de Gordon. La quería a ella y sólo a ella. La cuestión estribaba en si estaba dispuesta a acceder o no a tal pretensión.
De las lacerantes dudas vino a sacarla un empellón que propinó a la puerta su amiga Asun. Venía de parte de su padre: las ocho y media era la hora fijada para la cena, y deseaba don Leoncio que toda la familia se hallase puntual cuando bajase el jefe político.
Había consumido Gordon las horas previas a la cena en elucubraciones sentimentales y no en el grave asunto que lo había traído hasta Piedrahíta. Su secretario particular le había leído el parte del comandante de armas, dando cuenta de la huida de Rosales. Qué suerte tenía el cabrón del pelirrojo. ¿Y para qué había servido la venida del escuadrón que mandaba aquel fatuo oficial, si Rosales había conseguido escapar con su partida?
Lo importante para Gordon esa noche era no tanto desbaratar los planes de Rosales como hallar la mejor táctica para rendir aquella plaza fuerte en que se había erigido la enriscada Amelia. Sopesaba el momento y el modo en que se dirigiría a ella. Usaría expresiones contundentes que no dejasen dudas sobre su resolución: o aceptaba su cortejo o abriría una causa sumaria en la que se vería implicada no sólo ella, sino toda la familia Pimentel. Prestar ayuda a un rebelde constituía un delito de suma gravedad. Bien lo sabía él como juez. Si quería Amelia librarse, ya sabía cómo conseguirlo. Gordon no admitiría otra respuesta que la formalización de un compromiso.
Los golpes comedidos de su secretario en la puerta de la alcoba le devolvieron a la realidad. Miró su dorado reloj de bolsillo y comprobó que marcaba la hora establecida para la cena. Se contempló en el espejo y no se vio tan feo como otras veces. El personal de palacio había recompuesto su arrugado terno y ya no desentonaba en exceso con la etiqueta que supuestamente requería la cena. Al fin y al cabo, no eran más que el administrador y su familia los que comerían con él y su secretario.
Cuando llegó a la puerta de la sala, Gordon se sorprendió al ver que le estaban esperando, perfectamente ordenados, los demás comensales: en el centro, don Leoncio Pimentel con su esposa, doña Concepción; a la derecha, su hija Amelia, luminosa y atractiva. Al fondo del salón estaban colocados los sirvientes, incluido Esteban, que lo miraba con cara embobada de gratitud y sumisión. Sin duda, habían hecho mella en él las firmes amenazas del interrogatorio.
Todos le dedicaron una reverencia al jefe político, que correspondió cortésmente a las palabras de saludo del administrador. Luego se fueron sentando según disponía la etiqueta. De frente a él colocaron a Amelia. El matrimonio Pimentel se sentó a su lado. Con ellos, estuvo departiendo de temas circunstanciales y anodinos. Antes de llegar al plato principal, entró un criado que dio un recado al oído a don Leoncio. Este se disculpó y salió precipitado fuera del comedor. Al minuto se presentó acompañado del alcalde de Piedrahíta y de un oficial.
El administrador pidió excusas al jefe político por la interrupción. El alcalde, por su parte, hizo las presentaciones:
—Señor jefe político, creo que ya conoce al comandante Francisco de Paula Mallén. Ha llegado casi de noche y he estimado que el único lugar decoroso para su alojamiento eran las dependencias anexas al palacio ducal.
El alcalde de Piedrahíta pidió disculpas y se retiró pretextando tener que arreglar algunas cosillas relacionadas con el alojamiento de los soldados de Mallén por varios edificios públicos de la villa.
Por su parte, don Leoncio ordenó a un lacayo colocar un cubierto más en la mesa para que cenara con ellos. Para todos tuvo cumplidos oportunos. Su vida de oficial mundano quedaba patente. Dirigió halagos por igual a la esposa y a la hija de su anfitrión.
A la joven, la inesperada presencia del militar la favoreció, porque así pudo escabullirse en algún momento de las garras de Gordon. Además le caía simpático ese oficial dicharachero y cortés. Qué distinto el porte erguido y bizarro del oficial con respecto al de Gordon. Reparaba a trechos en uno y en otro. Reconocía que el jefe político sabía llevar con decoro el terno. Pero el uniforme de caballería, a pesar de las arrugas de una dura jornada a caballo, daba prestancia a Mallén.
La mesa estaba bien surtida de viandas y bebidas. Los vapores del alcohol se le subieron rápido a la cabeza a la máxima autoridad civil de Ávila. Sin pretender competir con el oficial, probó Gordon a enlazar una sarta de insulsas galanterías, que sonaron a falsas, sin gracia. Pero pronto lo dejó.
Buscaba la compañía de Amelia, aunque la joven parecía inclinarse abiertamente por el apuesto oficial, algo que ofendía, si es que no encelaba, al jefe político.
Cuando se le presentó la oportunidad, pidió Gordon que le acompañase hasta un rincón de la amplia estancia, junto a un velador. Amelia accedió no sin disgusto, temerosa de lo que se le venía encima.
Don José no perdió el tiempo. Preguntó directamente a la señorita Amelia si había ya madurado su respuesta. De poco iba a servirle continuar disimulando y desentendiéndose. Gordon la presionó con total crudeza.
—Vamos, Amelia, no seas inmadura. Ya sabes la gravedad de los hechos y a lo que os exponéis tanto tú como don Leoncio. Yo poco pido a cambio. Sólo que me prestes atención, que aceptes que te corteje respetuosamente y, si la cosa cuaja, que siga adelante nuestra relación.
El mohín de desagrado de la joven no desanimó a don José a proseguir su discurso. No se andaba con ambages.
—No es mucho, comparado con el favor que os hago a ti y a tu familia. Mucho me entristecería ver pasar por un apuro tan delicado a tu padre, al que aprecio desde hace años. Supondría su absoluto descrédito y acabaría perdiendo hasta el trabajo, si consientes que le procese como colaborador con los rebeldes. El peso de la ley caería sobre vosotros con el máximo rigor. Y de poco valdría que buscaseis el amparo del duque, pues no creo que se atreviera a mover hilos, dada la débil situación de la nobleza ante el Gobierno.
No podía zafarse. Se hallaba atrapada. Tendría que acceder, finalmente, a las pretensiones ladinas de Gordon. Debía darle una respuesta afirmativa. Así salvaría el escollo y luego, tal vez, las cosas podían discurrir por otros derroteros. Ganaría tiempo, que era lo que justamente necesitaba. Con cara acongojada, Amelia planteaba su respuesta a don José:
—Bien sabe Dios que si accedo a lo que me exige es por salvar la honra de mi padre. Es inadmisible el chantaje que usted me hace. Vergüenza debiera sentir con sólo proponerlo. Además, resulta impropio de un representante gubernamental anteponer sus intereses personales a las obligaciones de su cargo público. Es una inmoralidad lo que usted hace conmigo, señor jefe político.
Las frases que sosegadamente iban saliendo de la boca airada de Amelia resbalaban sobre la conciencia laxa en ese instante de Gordon. Amelia era su obsesión. No le importaban los medios a que tuviera que recurrir con tal de conseguirla. La tenía clavada en su mente y en su corazón desde muchos años atrás. Y no volvería a disponer de una oportunidad como aquella. Allá moralidades ni reparos. Lo principal era arrancarle el compromiso a costa de lo que fuera.
—No debes juzgarme con tanta severidad. Si obro así es por el aprecio que tengo hacia tu padre y, sobre todo, por el amor tan grande que te profeso desde el primer momento en que te vi. He estado rogando al cielo poder reencontrarme contigo y parece que la suerte me ha sonreído hoy. Eso es todo, Amelia. No me malinterpretes. Un gran favor os hago no delatándoos.
—Está bien, don José. Usted gana por ahora. Pero no espere de mí nada más allá de la pura formalidad. Yo haré de novia suya, pero mi corazón no le pertenece. El amor no se puede comprar con favores de dudosa moralidad. Le repito que lo suyo es un vil chantaje. Espero que recapacite y dé marcha atrás en su innoble propósito.
—Bueno, bueno, Amelia. No es para tanto. Le pediré permiso a don Leoncio para cortejarte. Las cosas hay que hacerlas bien. Así que a partir de hoy nos veremos con frecuencia, querida.
—Le ruego que jamás de los jamases mencione a mi padre este turbio asunto. Es algo que debe quedar exclusivamente entre usted y yo. Prométame también que no tomará represalias contra la gente de Bonilla que ayudó a Rosales.
—De acuerdo. Nunca le mentaré a don Leoncio tu salida nocturna a Bonilla para verte con un forajido. Aunque estoy persuadido de que para él seguirá siendo Rosales el admirable patriota que zurraba a los gabachos. Sin duda, esa sería la razón para auxiliarle. Mucho me cuesta dejar sin su merecido a esos malnacidos servilones de Bonilla, aunque bien mirado, se limitan a cumplir lo que les dicen desde el obispado.
Acabada la frase de Gordon, Amelia se marchó sin siquiera despedirse. La rabia embellecía su semblante. Se dirigió al corro de Mallén y se agregó sonriente. Explicaba el militar los pasos que habían dado en persecución de la partida realista. El secretario de Gordon le preguntó si, al ser los dos del arma de caballería, conocía anteriormente a Rosales. Mallén no tuvo empacho en reconocer que lo había tratado en Madrid, en el regimiento donde ambos estuvieron destinados tiempo atrás.
Amelia se quedó petrificada al escuchar lo que Mallén estaba revelando. Delante de ella se encontraba un compañero de Eugenio. Aquel oficial era, por tanto, la persona más indicada para hablarle de su amado pelirrojo.
Buscaría un momento para conversar a solas con Mallén. La noche aún era larga. No faltarían oportunidades.