24
Eran las cuatro de la tarde cuando entró presuroso un dependiente en el despacho de don José Gordon portando un oficio. El político lo tomó y se puso a leerlo. Procedía de Plasencia y lo enviaba Landero. Según avanzaba en su lectura, Gordon iba dando muestras evidentes de satisfacción, esbozando una sonrisilla y exclamando, al fin, ante su asistente de mesa:
—Hoy es un gran día para la causa liberal. ¡Cayó Eugenio Rosales!
En el escrito, Landero daba cuenta puntual de la operación: los hermanos Yusta, con el concurso de la milicia voluntaria de Tornavacas, habían apresado a Eugenio Rosales, malherido en el acto de su detención. Fue llevado a lomos de una caballería a Tornavacas, llegando aún con vida. Se llamó al cirujano, que nada pudo hacer por salvarlo. Luego acudió el cura párroco para imponerle el santo óleo. Unas mujerucas de la casa donde lo habían depositado intentaron aliviar sus sufrimientos. Tuvo una larga y penosa agonía.
Lo que no podía narrarle Landero era el maremoto interior que removió la conciencia final del malherido Rosales. La confusa mente del levantisco coronel, lastrada por un sopor indigesto, intentaba formar los trazos difusos del peculiar rostro de Ramón. ¿Qué habría sido de su hermano?
En medio de ese barullo mental del moribundo, las inconexas imágenes del tuerto Ramón se solapaban con el perfil candoroso de Amelia. Se esforzaba para que no se le borrara y reservar su emoción postrera para la dulce muchacha que conoció en Bonilla, a la que había amado tan breve como intensamente en la serranía. ¿Qué sería de su vida?
No le dio tiempo para más evocaciones ni recuerdos. La gravedad de las heridas le fue anulando cualquier atisbo de actividad cerebral. Eugenio falleció sin recobrar plenamente el conocimiento, a las tres de la madrugada del 3 de febrero.
En el registro de sus pertenencias se había encontrado una serie de objetos personales que se enumeraban: dos escapularios, un rosario y un puñado de castañas pilongas en un bolsillo de la guerrera.
—Cosas propias de un meapilas absolutista —murmuró para sí Gordon.
Pero lo curioso era que el difunto coronel servil portaba, además, un pañuelo de seda y una enagua, ocultos bajo la casaca… Aquel detalle descolocaba a Gordon.
Ensimismado y recorriendo a nerviosas zancadas el gastado suelo de su despecho, don José no cesaba de repetirse: un pañuelo de seda, un pañuelo y enagua, un pañuelo de seda…
En su cabeza pronto se fue abriendo una enorme brecha por la que su pensamiento se precipitaba tumultuosamente. Don José movía la cabeza de un lado a otro, como queriendo espantar una posibilidad que pugnaba por materializarse. En pocos segundos había cambiado la alegría de la noticia por un rictus preocupante. Y su tez fue cobrando una creciente lividez, que acabó tiñendo de tonos cerúleos las descarnadas mejillas del político.
Uno de los oficiales se atrevió a preguntarle:
—¿Le ocurre algo, don José? Está usted muy pálido.
La pregunta del subordinado le despabiló. Recobró el sosiego y se sentó en su oscuro sillón de cuero. Replicó:
—No es nada. Se me pasará. Voy a echar un sorbo de agua.
Tomada conciencia plena de dónde estaba, Gordon hizo un esfuerzo por disimular el súbito revuelo de su corazón. Debía seguir manifestando la misma y bien fundada euforia del principio. Aquel era un gran día. Se había abatido a uno de los más latosos y pertinaces guerrilleros de la serranía de Gredos. Lo demás no importaba por ahora.
Todavía un tanto demudado, se dirigió al despacho de Gasco. El señor ministro se hallaba ausente. Dejo dadas órdenes de que se le avisara cuando regresase.
Gordon deseaba estar solo. Encomendó diversas tareas a los dependientes con el propósito de que dejaran libre el despacho. Sin observadores ajenos, don José se ensimismó en sus cavilaciones.
Releía una y otra vez el párrafo del oficio en que se enumeraban los objetos personales del coronel Rosales. Seguía sorprendido de que un hombre de la talla y hombría de su enemigo llevase ocultas en su casaca un pañuelo bordado y una enagua.
Sin testigos, en la soledad fría de su despacho ministerial, podía formularse la pregunta turbadora: ¿Quién sería la dueña de aquellas prendas? ¿Por qué las guardaba el coronel con tanto esmero? ¿Qué podían significar? ¿Serían amuletos de buena suerte o delicadas muestras de amor?
Aquel chorro de preguntas ofuscaba su cerebro, incapaz de procesarlas. Algo en su interior le impedía reflexionar con el necesario sosiego y frialdad con que solía analizar los asuntos ministeriales más graves. Las posibles respuestas se le atragantaban apenas iniciada su enunciación.
Su pensamiento –abrupto y sincopado– se movía al trepidante ritmo emocional que le dictaba su dolido corazón.
A su mente acudía de forma inexorable un nombre y una cara: la de su esposa. No podía disociar aquellas prendas personales de la imagen de Amelia. A ella debían pertenecer la enagua y el pañuelo.
Luego le invadía un flujo de sensatez que le empujaba a rechazar esa posibilidad. Antes de establecer una relación directa entre las prendas y Amelia, debía cerciorarse. Lo sensato sería verlas, examinarlas. Para ello, se puso a redactar un propio dirigido a Landero con el fin de que le enviase con la mayor celeridad los objetos personales que se hallaron en poder del cabecilla. Aunque los pedía todos, en verdad, su interés se centraba exclusivamente en las ropas de mujer.
Al poco de escribirlo, un portero vino a avisarle de que el ministro se encontraba ya en su gabinete. Gordon se armó de valor y se fue derecho a enseñarle el oficio remitido desde Plasencia. Cuando se le franqueó la puerta, Gordon se dirigió entre sonriente y halagador a su superior:
—Señor ministro, gran día hoy para los constitucionales de buena ley. Le traigo la mejor noticia que podíamos imaginar: hemos eliminado a Eugenio Rosales. ¡Por fin!
Viéndole tan risueño, Gasco se alzó de su asiento, abandonó la mesa y salió a fundirse en un abrazo con su subordinado.
—¡Enhorabuena, don José! Bien me sé que esto es mérito suyo y nada más que suyo. Supongo que habrán sido esos hermanos de los que me habló los que han acabado con ese mal nacido.
—En efecto, señor ministro. Aquí lo deja bien claro el oficio de Landero. Los hermanos Yusta son los que lo han exterminado y los que se han hecho acreedores a la recompensa.
—Un acierto, eso de recurrir a enemigos viscerales. El odio y la sed de venganza, bien canalizados, constituyen el mejor arma para combatir a nuestros adversarios. A las pruebas me remito.
—Por lo que me explicó el alcalde de Tornavacas, esos hermanos Yusta son personas muy bragadas, que no le tenían miedo alguno al cabecilla.
—Pues mire que estoy pensando en aplicar esta misma estrategia a otros puntos en que hay partidas. Seguro que nos podría valer para exterminar al cura Merino, a Isidoro Mir y a otros servilones de esos que pululan por Castilla. ¿No le parece, amigo Gordon?
—Estoy de acuerdo, señor ministro. La iniciativa me parece oportuna. Si es su deseo, puedo comunicárselo a los jefes políticos para que, de acuerdo con las diputaciones, vayan buscando fondos con que pregonar las cabezas de los revoltosos a buen precio…
Gasco le pasó uno de sus puros especiales y ambos se lo fumaron mientras comentaban detalles de la operación. Acordaron en que se mandaría una felicitación a los hermanos Yusta, a la milicia voluntaria y al señor alcalde de Tornavacas. Gasco le encargó redactar una nota para dar a conocer al público esa gran noticia. La Gaceta oficial la recogería en su portada.
Gordon se reincorporó a su despacho lleno de satisfacción por los cumplidos del señor ministro. Luego, trató de convencerse de la inutilidad de andar elucubrando sobre las prendas femeninas. Tocaba celebrar la muerte de su peor enemigo. Al fin, se había conseguido la eliminación de Rosales. Le hubiera agradado más que hubiese caído cuando él se desplazó a Plasencia. Pero hasta el propio Gasco reconocía que el mérito era suyo. Y no era gratuita la atribución. Él fue quien aprobó y dio el visto bueno al plan de los hermanos Yusta. En el plano político, nadie podía usurparle triunfo tan sonado, pues.
Tras abandonar el despacho a horas tardías, se embozó en la pañosa y enfocó sus pasos en la incipiente noche hacia la tertulia habitual. Las calles estaban casi vacías, tal vez por el frío cortante de febrero. La luz de las candilejas, oscilante al vaivén del vientecillo, daba apariencia grotesca a los pocos paseantes con que se tropezó el antiguo juez.
En el café aguardaban sus amigos del club liberal. Entre ellos volvía a figurar de forma estable Francisco Golfín. Había abandonado definitivamente la jefatura política de Alicante, un tanto decepcionado por ciertos asuntillos calumniosos, que supo acallar mediante un oportuno y contundente manifiesto, difundido por toda la provincia. Andaba Golfín vacante, a la espera de un destino, acogido a la sombra protectora de su ilustre paisano, Calatrava, al que trataba desde los ya lejanos años de la invasión napoleónica.
Nada más verlo aparecer por el vestíbulo del establecimiento, sus amigos le reprocharon la tardanza. Uno de ellos, colega en la judicatura y de ideas carbonarias, le espetó:
—Creíamos que ya no vendrías. Golfín lo achacaba al embarazo de tu señora. Las mujeres saben buscar pretextos para tenernos bien amarraditos…
Don José se excusaba ante sus correligionarios. No era el por una cuestión doméstica. El motivo era más trascendente: Había tenido que aguardar a que regresara Gasco para informarle de algo que ni ellos iban a creer. Los amigos estaban intrigados y Gordon quiso mantenerlos en ascuas.
—Suelta ya, hombre. Dinos de una vez de qué se trata. No será nada bueno, porque tu cara no lo refleja. Se te ve lacio, sin brillo.
Aquel amigo –de bigote tan saliente que casi le tapizaba la boca– había intuido la tristeza que fluía de la desangelada faz de Gordon, quien había hecho no escasos esfuerzos por retraer de su mente pensamientos negativos. Al parecer, no lo había logrado del todo, cuando los presentes eran capaces de descubrir el trauma que le desgarraba.
Se sobrepuso al comentario. Tenía que hacer ostensible su regocijo. Nadie debía adivinar sus angustiosas dudas.
—¡Cayó el coronel Rosales, señores!
—¿Cómo? Si hace poco que tú mismo decías que resultaba imposible exterminarlo.
—Pues, ya veis. La cosa es como es. Ha muerto Rosales y punto. Si no lo creéis, esperad a la próxima Gaceta, donde se recogerá la noticia. Yo mismo acabo de redactarla.
Golfín y los demás abrazaron y dieron parabienes a Gordon. Eso sí que merecía celebrarse con una ronda nocturna por colmados y cafetines de la capital. No se opuso don José a la propuesta, y estuvieron hasta bien entrada la noche libando y comiendo. Se brindó por el sistema constitucional y se dieron mueras al absolutismo fernandino. Se habló de la torpe decisión del jefe político Palarea de cerrar la Landaburiana, con pretexto tan fútil como que el edificio se hallaba en ruinas. La crisis del movimiento comunero resultaba evidente. Se criticó la desafortunada extinción del batallón sagrado, que tanto había contribuido a retener a los malvados. Golfín temía que, a ese paso, acabarían pronto con la milicia nacional.
Mentar las ocupaciones del día siguiente puso fin a la parranda liberal. Se despidieron en un tugurio infame, próximo a la calle Carretas.
Encaminose don José con andares vacilantes a su casa. Llevaba el aliento y el corazón calientes. Su turbiedad emocional se intensificaba con los efluvios del alcohol. Volvía a enredarse en la maraña de las dudas y los celos, al pensar en las prendas femeninas cogidas a Rosales.
Se las imaginaba ajustadas al tamaño y al gusto de su esposa. Serían tan delicadas y hermosas como las que lucía Amelia en la intimidad de la alcoba.
Entró en su casa sin hacer demasiado ruido. No tenía el más mínimo deseo de despertarla. Si se le ponía delante Amelia, igual no podía contenerse y le escupía toda la mala sangre que tenía dentro. Mejor esperar a examinar esa ropa íntima. Quizás fuera de otra mujer. Rosales era apuesto y probablemente habría tenido más de una aventura amorosa.
Le preocupaba, asimismo, el estado de su esposa. Con el embarazo, no convenía provocarle desazones. Iba ya muy avanzada la gestación. Una discusión acalorada o un disgusto fuerte podrían repercutir en su salud y afectar a la criatura que esperaban. ¿Sería suya esa criatura o sería del hijo puta de Rosales? Ahora ya empezaba a dudar de todo. Aunque daba igual, porque el difunto coronel ya no podría saberlo ni disfrutarlo. Estaba muerto y bien muerto. De eso se alegraba. Aunque se corrigió al instante: Rosales seguía amargándole la existencia aun después de desaparecer de este mundo.
El alegrón de su exterminio quedaba velado, una vez más, por las sospechas –¿fundadas o infundadas?– que aquellas ropas de mujer habían sembrado en su alma. Era una especie de desquite póstumo del cabecilla realista.
¡Ah! Debía tener precaución extrema para que su esposa no conociese por ahora la muerte de Eugenio Rosales. De tamaño disgusto probablemente podrían seguirse consecuencias fatales. Convenía prevenir a don Leoncio, para que tampoco mencionase a su hija la muerte del coronel pelirrojo.
Durante algún tiempo estuvo maldiciéndose el tuerto Ramón por haber dejado solo a su hermano en el campamento. Si él no se hubiese marchado aquella mañana a Castilla, Eugenio no hubiera caído en manos de los liberales. Cuando recibió aviso por boca de un emisario de Santiago León, ya era demasiado tarde. Habían pasado demasiadas horas desde el traslado el cuerpo malherido de Eugenio a Tornavacas.
Ramón dio órdenes de desmontar el campamento y de cambiarse a otro refugio de la umbría, más incómodo y húmedo, al amparo del risco de Peña Negra.
La muerte de su jefe sumió a la partida en el mayor desconsuelo. Hubo hombres, grandes y de aspecto montaraz, que lloraban al coronel, apartándose pudorosamente del grupo. Otros maldecían la negra suerte de Eugenio y su inmerecida muerte. Repetían algunos:
—¿Ahora qué vamos a hacer sin el coronel?
Pregunta que expresaba el desconcierto de los partidarios. El abatimiento se iba apoderando de ellos. Ramón, Sindo y un franciscano descalzo adherido a la facción se emplearon a fondo en levantar la moral de los hombres. Una de esas tardes gélidas y brumosas allá en la montaña inverniza, el fraile ofició –sobre un canchal liso que hizo las veces de altar– una misa de difuntos en sufragio del alma del coronel. El vehemente Santiago León soltó un exabrupto al terminar el responso, exigiendo un pronto desquite.
Ramón era consciente de que no podía continuar la situación así. Las ansias de venganza que mostraba la partida servirían para canalizar la rabia contenida, a punto de reventar como charca colmada de lluvia resignada. Actuar sacaría a los hombres del letargo nocivo, de la corrosiva pesadumbre.
Todos al unísono clamaron para que lo pagasen caro y sin tardanza los causantes de la muerte del cabecilla.
Por temor a la llegada de nuevas tropas, la facción anduvo oculta. Motivo por el que Ramón no conoció, hasta varios días después, ciertos detalles sobre los momentos finales de su hermano. Supo por boca de varios confidentes que Eugenio llegó moribundo a Tornavacas, y nada pudo hacerse por salvarlo. Supo también que sus padres habían reclamado el cuerpo de Eugenio y lo habían conducido hasta Cabezuela, donde se celebraron las exequias y lo inhumaron en la capilla mayor de la parroquia. Y aunque los Gómez y los Bajo pretendieron asustar a sus paisanos y tocaron marchas militares por las calles durante la ceremonia, la iglesia estuvo a reventar y se contaron por cientos las personas que lloraron al difunto coronel. Los comentarios vecinales ponían de relieve el final indigno que había recibido un paisano tan valeroso. Compadecían a los desolados progenitores y la casa de los Rosales fue un hervidero de gentes que acudían a acompañarles en esas horas bajas. La entereza de los padres era comentada con admiración. Su desolada madre se consolaba en voz alta:
—Nuestro hijo era un buen creyente y Dios lo tendrá acogido en su regazo. ¡Ay, mi pobre Eugenio!
Ramón no pudo visitar a sus padres hasta transcurridas dos semanas, cuando las cosas se iban calmando y la vigilancia se relajaba progresivamente. Permaneció con ellos unas horas tan sólo. Las suficientes para prometer a sus padres que quienes le habían dado muerte a su hermano iban a enterarse de cómo se las gastaba él. Y comprometió su palabra, besándose los dedos en forma de cruz. Su madre intentaba disuadirlo:
—Déjalo ya, hijo. Tú eres el único varón que nos queda. No te expongas más. Aprende a perdonar.
Pero el ofuscado corazón del Tuerto estaba teñido por el intenso color de la venganza. Desde el primer momento supo que habían sido los hermanos Yusta los que planearon y ejecutaron la muerte alevosa de su hermano. Y todo por embolsarse un puñado de monedas. ¡Maldito dinero! Pero les iba a salir el tiro por la culata. Iban a lamentar el día en que idearon hacerlo. Ramón recordaba vagamente a los hermanos Yusta. Nunca se los había vuelto a tropezar en Tornavacas, pese a frecuentar tanto aquella villa. Casualidad o premeditada ocultación.
Perder a su querido hermano le conducía inexorablemente a la desesperación. Eugenio había sido su mentor, su acicate en la vida castrense, en la guerrilla, en las aventuras que ambos emprendieron juntos. Seguía los pasos marcados por él. Ya nunca más escucharía sus recomendaciones ni sus prudentes consejos. Tenía, empero, que mostrar suficiente entereza ante la facción, la cual quedaba ahora bajo su mando como segundo comandante que siempre había sido.
Cuando se aseguraba de que nadie lo veía, gemía Ramón y del lagrimal de su lacia cuenca brotaba un reguerillo que se filtraba por el parche y se esparcía por la mejilla. Ramón se secaba con la bocamanga de la casaca y entre sollozos nombraba a su hermano. Esos momentos, que él conceptuaba de debilidad, le servían para descargar tensión emocional. Buscaba el apartamiento y se internaba, sin apenas protección contra el frío, por senderos escabrosos que conducían derechos a la cumbre.
En horas de triste reflexión el Tuerto se replanteaba la estrategia de la partida. Llevaban inactivos demasiado tiempo. Y eso había que remediarlo. Pero lo verificaría una vez vengado su hermano. Tenía que impedir que los desalmados Yusta disfrutasen de la recompensa. Ya se encargaría él.
Reunido con sus colaboradores –Sindo y Santiago– se abordó el asunto. La venganza tenía que estar a tono con la gravedad de la ignominia. Y efectuarse sin dilaciones. Santiago León propuso que de inmediato bajase la facción en busca de los mal nacidos asesinos. Pero Sindo y Ramón lo desestimaron. Podían estar esperando una reacción así las autoridades y estar copada la villa por tropas.
Resultaba más conveniente informarse y tomar venganza menos ruidosa. En verdad, los que tenían que pagarlo eran los dos hermanos. Se informarían sobre los hábitos de vida de los Yusta a través de confidentes, tan numerosos en Tornavacas.
Una vez que estuvieron al tanto de la rutina de los Yusta, se pasó aviso a Faustino, cuñado del albéitar, para que concretase el día.
No tardó en presentarse la oportunidad y por partida doble. Faustino supo que el hermano mayor, Manuel, subiría el lunes a la feria de Barco para vender una vaca vieja. Se lo notificó su propia esposa, Clementina. Esta lo había escuchado de labios de la mujer de Manuel Yusta, quien lo dejó caer cuando el estanquero se interesó por su marido. Reproducía Clementina las palabras exactas que pronunció la esposa de Manuel:
—Anda mu atareao el mi hombre. Le tengo sentío que subirá al mercao del lunes, a ver si endilga una vacucha jorra a algún serrano…
Faustino se enteró un sábado por la mañana y esa tarde ya había llegado al campamento la noticia. La trajo, jadeante, un tal Golondrino, un criado del albéitar, quien seguía preso en Plasencia.
La estrategia del desquite no parecía complicada: Santiago León se encargaría del menor de los Yusta, al que iría a buscar a una huerta que tenía a media legua de Tornavacas, al sitio de Llano-Cadozo, dentro de la propia umbría en que la facción acampaba ahora. Ramón y Sindo se ocuparían del mayor, al que consideraban el instigador y principal responsable de la muerte de Eugenio. El confidente Golondrino serviría de enlace entre ellos. Les acompañaría también Germán Silva el Portugués, que vigilaría para seguridad de sus jefes. Todo esto lo harían con la mayor reserva, sin que el resto de la partida se enterase.
El impetuoso Santiago León bajó esa misma tarde con el criado del albéitar para que este le señalase la heredad de los Yusta y así no errar cuando fuera en su busca.
Quiso Santiago actuar en solitario. Sabiendo lo que madrugaban los esforzados labriegos de Tornavacas, bajó siguiendo el curso de la garganta de la Serrada, que venía embravecida y ruidosa. La mañana era cruda. Iba embozado en una anguarina parda, simulando ser un rústico más. No se tropezó con nadie, aunque sintió hablar con elevadas voces a dos labriegos de heredades colindantes. Ya en las cercanías de la huerta de los Yusta, el guerrillero se plegó a la pared de piedra. Desde allí reconoció enseguida al menor de los hermanos, pues ambos habían servido en el escuadrón de patriotas.
José Yusta cavaba doblado sobre la dura gleba. Jadeaba al ritmo de los movimientos del azadón. Tan concentrado estaba en su tarea que no se percató que se aproximaba por detrás el guerrillero, quien lo sujetó por la cabeza, poniéndole la mano en la boca. Lo derribó sobre los terrones endurecidos por las heladas. El otro apenas opuso resistencia, paralizado por el sorpresivo ataque. Sacó Santiago de entre la faja una cabritera, la abrió y se la colocó entre los dientes. Lo mantenía volteado y con la boca tapada, para que no gritase. De esa guisa, empezó a asestarle navajazos por el costado, al tiempo que le decía:
—Te pago con la misma moneda. A traición te mato, como tú hiciste con Eugenio.
La última pinchada se la dirigió al corazón. El labriego quedó atravesado sobre los surcos, que iban empapándose con la abundante sangre que vertía aquel cuerpo yerto. Santiago limpió la navaja en la ropa de su víctima. Luego volteó el cuerpo y le clavó un cartelito en la pechera, donde el franciscano de la partida había escrito con artística caligrafía abacial.
«Esta es tu recompensa. ¡Viva el rey Fernando!».
Con idéntica precaución con que había llegado, ascendió diligente garganta arriba el guerrillero. Iba muy orgulloso de su acción. Había vengado a su jefe, a Eugenio, quien tantas atenciones le había dispensado siempre. Y ahora quedaba su hermano, el Tuerto, para disponer de él. Con el pequeño de los Rosales tenía más confianza, pues era casi de la misma edad.
Santiago se presentó en el campamento con la sonrisa trazada de un extremo a otro de la cara. Se dirigió a la choza de Ramón:
—Ya está vengado tu hermano. Cuando lo echen de menos en su casa, lo encontrarán en la huerta a ese cabrón, en medio de un charco de sangre.
No dijo más. Se retiró con la voz medio sofocada por la emoción de su gesta. Ramón se puso en pie y siguió tras él. Le pidió detalles. El otro le contó la forma en que lo había ejecutado y las palabras que le dijo mientras lo mataba.
En breves instantes partirían Sindo y Ramón hacia el Aravalle para dar buena cuenta del otro hermano.
Manuel Yusta, vestido de paisano, se paseó ese lunes por el teso ganadero de la villa de Barco, llevando la vaca vieja sujeta de un corto cordelillo. Eran más de las doce cuando pudo enjaretar a un serrano de San Lorenzo su averiada mercancía. No era mucho lo que sacó. Pero al menos se había desembarazado de la horra res. Le quedaban varias horas antes de salir.
Era mediodía: buen momento para echar un trago por las tabernas y despachar la merienda que traía en el fardel. Luego iría despacito, de regreso a Tornavacas. Alternó en los mesones con otros paisanos que estaban mercadeando por Barco, un pueblo que prestaba servicio a la comarca y disfrutaba de un animado ambiente cada lunes. Se topó en una fonda, donde se puso a despachar la merienda, con un antiguo conocido barcense. Era un tratante, llamado Isabelino, que le había comprado en más de una ocasión algunas reses vacunas. Con él pegó hebra y ambos bebieron a satisfacción. Le propuso venderle –a no mucho tardar– todo el hato. Le explicó al serrano que estaba cansado de la lata que daba el ganado. No quería tantos enredos ya. Pero la razón oculta no era otra que la generosa recompensa, cuyo cobro estaba ya tramitando el alcalde constitucional de Tornavacas. Con esos proyectos, se despidió Manuel, lamentándose de lo tarde que se le había hecho. Tenía que ir a su pueblo, a ser posible antes de que oscureciera del todo.
Ignoraba Manuel que, a lo largo de la mañana, no le había quitado ojo un tipo insignificante, pequeñito, que sabía camuflarse hábilmente entre el paisanaje ajetreado que colmaba las frías calles de aquella villa castellana. Era Golondrino. Su misión consistía en seguir a Manuel hasta que tomase el camino de regreso. Y así lo ejecutó, observándole merodear por el teso, hablar con los serranos, cerrar el trato de la vaca mansurrona con un apretón de manos, echarse buenos tragos en las cantinas con un trajinero hasta bien avanzada la tarde.
Cuando lo vio cruzar el puente y dirigirse a la venta, donde Manuel había dejado estabulada la yegua por la mañana, partió el flaco Golondrino en busca de Germán el Portugués, quien le aguardaba en el cruce de un villorrio llamado la Carrera. Golondrino dejó descritas las señas de la jaca que montaba y la ropa que vestía Manuel. Luego prosiguió su ruta hasta Tornavacas.
Al instante de darle el recado, Germán montó en su caballo y, retirado del camino real, se internó por la vega del Escobar a dar aviso a don Ramón de que se aproximaba Manuel Yusta. Estaba anocheciendo. El Tuerto le mandó regresar con la partida. Sindo y él se bastaban. Aguardarían a las afueras de las Casas del Puerto, la última aldea del camino real.
Apenas pasada media hora de aguardo sintieron ruido. Los dos guerrilleros se ocultaban entre unos castaños linderos a la cañada. Sindo se aproximó y pudo distinguir a un sujeto que montaba en una burra y entonaba un cantarcillo animoso. Ese no era el mal nacido que aguardaban. Era un rezagado de los de Tornavacas.
A los pocos minutos se escucharon de nuevo cascos de caballería. Sindo salió al camino, empuñando un arma. Era una yegua de la alzada y estampa indicada por Golondrino. Sobre ella iba en estirada posición un hombre que por sus trazas no era otro que Manuel. Sindo pegó un salto y se plantó delante, con un fusil inglés recortado a modo de carabina. Echó el alto al sujeto con voz tajante.
Al poco apareció el tuerto cabecilla con una tea encendida, con la que inspeccionó al jinete, paralizado sobre la montura. Ambos se reconocieron. Manuel se sintió perdido. Nunca se hubiera imaginado que le estaría esperando el hermano del difunto coronel. Su vida no valía nada desde ese momento. De sobra sabía cómo se las gastaba el del parche, cuya grotesca fisonomía se volvía más terrorífica aún a la luz titubeante de la tea.
Ramón ni pió. Fue Sindo quien le mandó arrimarse a una pared cercana, encañonándole todo el tiempo. Le hizo descabalgar y procedió a registrarlo. Le encontró un puñal escondido en la bota derecha. Mientras, Ramón trajo los caballos. Luego le ataron las manos y le ayudaron a montar de nuevo. Detrás de Manuel se encaramó el Tuerto sobre la grupa del animal.
Apagaron la tea y los tres se pusieron en marcha. Sindo llevaba las dos caballerías del ramal e iba detrás, sosteniendo el arma. Insultaba con términos gruesos al subteniente de milicia, tildándolo de traidor, asesino, canalla y desalmado. Cuando se hubo despachado, llegó el turno de Ramón. Extrajo de la guerrera una faca portuguesa de ancha hoja. Se la colocó por detrás al asesino de su hermano, al tiempo que musitaba:
—Te iré matando poco a poco en la legua que queda hasta Tornavacas. Así tendrás la misma agonía larga que le diste a mi hermano. Te desangrarás lentamente como él.
A cada traspié que daba la caballería, se le clavaba más la punta del navajón al miliciano. Cuando empezaron a descender por el puerto, en un recodo del camino, cerca de una charca, intentó Manuel arrojarse de la caballería. Pero le sujetó reciamente Ramón, hincándole más el arma blanca. El guerrillero colocó un saco sobre la grupa para que absorbiera la sangre. Le susurró al oído:
—No quiero mancharme con tu negra sangre, canalla.
Manuel no respondía a las provocaciones de Rosales. El metal frío hendía sus entrañas y su cabeza empezaba a enmarañarse. Pensó, dentro de su confusión, que no resultaba excesivamente doloroso el boquete cada vez más profundo que labraba aquella incisiva hoja de metal.
Antes de perder el sentido, se le oyó decir al miliciano:
—Lo único que lamento es no haberte pillado a ti también, puto tuerto, que te hubiese convertido en un coladero a tiro limpio.
Eso enervó al cabecilla. Extrajo la faca de la holgada brecha y con un ritmo frenético se puso a asestarle cuchilladas por los costados, por el vientre, por el pecho, por la entrepierna, por los muslos, por el antebrazo… Así, con mecánico movimiento de émbolo, metía y sacaba la cuchilla en aquella vulnerada masa carnal.
Avanzaron otro trecho. El enloquecido cabecilla continuaba en su rencoroso empeño, dejando el cuerpo del miliciano literalmente cosido a puñaladas. Por indicación de Sindo, saltó ágilmente el Tuerto de la grupa del animal.
La yegua del miliciano, que era extremadamente mansa, se sabía la ruta y siguió avanzando hacia la entrada del pueblo. Sobre sus lomos aún se sostenía un burujo de carne ensangrentada, que no acababa de desplomarse.
—Jefe, vámonos deprisa, antes de que se alarme el pueblo.
—Adelante, Sindo, ya hemos vengado al coronel. ¡Pobre hermano mío!
Y enfilaron hacia la sierra los dos guerrilleros, sin dignarse mirar hacia atrás.