-¡Diego…!

Grito de nuevo, sin obtener más contestación que la del cielo azul oscuro, que ahora parece haber volado hasta posarse en la alfombra, haciendo que amarillee la luz de las velas. Me levanto de la mesa y camino con las piernas temblorosas hasta el recibidor como si cada paso fuese el ensayo de una inmovilidad inminente que parece estar adueñándose de todo poco a poco. ¿Por qué no me contesta? ¿Qué ha sido ese estruendo? Aprieto el interruptor de la luz, y mis ojos contemplan horrorizados el rojo sobre el pecho de Diego. Tendido en el suelo, inerte e indefenso, como un niño tan joven que todavía no ha nacido…

La sangre avanza sobre la tarima de madera, dejando escapar la vida por el suelo, bajo el hueco de la escalera, la brecha que le cruza la frente, su camisa blanca y mis brazos, el papel que sostiene en las manos, alejándose de su cuerpo, hacia el salón… hacia el mar oscuro de la noche azul. Permanece inmóvil ante mi llegada…

-¡Diego! – le suplico –Diego, por favor…

Mis lágrimas caen sobre sus mejillas, para que tenga lágrimas, y mi voz se apaga junto a la suya para que pueda hablarme. Mi sangre corre por el interior de mis brazos y mis piernas a su contacto para que tenga sangre, para que el rojo no le abandone… Parece reaccionar y abre por fin sus ojos. Me mira confundido y, tras un instante de estupor inicial, me reconoce e intenta tocarme. Parece aliviado al darse cuenta de que no soy una alucinación.

-La barandilla… -Intenta decirme -. No… no… me acordaba…

Un hilo de sangre se escapa de su boca y recorre su barbilla al hablarme… Pero el rojo no puede escucharse, sólo puedes sentirlo y aceptar sus reglas, someterte a él. Siempre es el primero en recibirte al borde de las cuchillas y en el pavimento tras el vuelo errado… Siempre es el primero en abandonarte.

-No te preocupes -sollozo, intentando tranquilizarle -Voy a llamar a un médico.

-¡No! -ahoga un grito, agarrándome con fuerza del brazo, presa del pánico - Escúchame… -sus ojos pierden brillo mientras intentan vislumbrar mi lloroso rostro -Yo…Alba…

-¡Dime Diego! -exclamo, abrazándolo fuerte

-No te veo…

-¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí Diego! -le grito, con la voz entrecortada por los sollozos.

-Alba… -su voz arrastra mi nombre tortuosamente.

-Estoy aquí, Diego…

La sangre mancha mis rodillas, y siento en ella el calor de su vida escapándose. Alza su temblorosa mano, buscando mi rostro en la oscuridad de la noche en la que han caído sus ojos. La cojo, y la aprieto fuertemente contra mi mejilla, dejando que mis lágrimas la bañen, que eviten que se hiele del todo, que se vuelva azul…

-Por favor… Diego. Déjame llamar a un médico…

-¡No! -me suplica -¡No me dejes sólo!

Un espasmo sacude su cuerpo y me entrega su cabeza en el regazo como si su revolución acabara de terminar.

-¡Diego! –imploro.

-Escúchame… -dice en un finísimo hilo de voz - Quiero que sepas… que te agradezco… lo… que has hecho… por mí…

-No digas tonterías, Diego, vamos a seguir haciendo muchas cosas juntos…

-No… escucha… -casi no puedo oír sus palabras - Gracias por enseñarme… que yo también podía amar…

-¡Diego! ¡Por favor…! -sollozo.

Eleva sus ojos hasta mí, buscándome. En ellos veo cómo la sangre va también robándonos poco a poco la vida. El rojo de la vida huye, colorea sus lágrimas que no son más que las mías que han ido cayendo sobre su rostro como una lluvia estéril, que no logran llenar sus ojos vacíos de otro color, hasta que también le abandonan las palabras y sus facciones comienzan a hacerle muecas a la muerte.

-Te quiero Alba…

-¡Diego…! Por favor… -le suplico -No me abandones… Prométeme que no me vas a abandonar… por favor…

En su sonrisa torcida se refleja todo de una vez, el dolor y la burla, hasta que cede rendida a la dulzura de quien se siente flotar y abandonado de la rigidez, lamenta no poder acariciarse a sí mismo…

-Palabra… de… men…tiroso.

Su debilidad es la mía… es lo único a lo que ha podido asirse… lo único que se lleva de mí… Su cuerpo se abandona laxo sobre mi regazo, desbordado y roto como si se hubiese ahogado en sí mismo. Lo abrazo con fuerza, apretándolo contra el pecho, temerosa de que si lo suelto me abandone, implorándole en silencio, consciente ya de que ahora habita en el aire y en las sombras. Mis lágrimas buscan las últimas rosas bajo las manchas de sangre de su mejilla que comienzan a secarse, le beso en ellas repetidas veces, frenética como si me estuviese envenenando de él para hacerme su igual… Su mano cae finalmente a un lado, sobre el suelo, después de rozarme el vientre y hacer germinar en él el cimiento de un escalofrío, desdibujando lo que crearon anoche. Sus dedos sostienen todavía el papel escrito que había ido a buscar, teñido de rojo…

-Por favor… Diego… -continúo llorando abrazada a su cuerpo, mientras el rojo nos abandona para siempre -por favor… no me abandones…No me dejes sola…

 

Ya sólo nos queda el azul…

El pintor de palabras
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