Las doce y media, y el metro no llega.

Las doce y treinta y un minutos. ¿Me he acordado del maquillaje? Creo que al final no lo he metido en el bolso. Vaya mañana me ha dado. Así no se puede vivir. Todo el día gritándome que soy una vaga, que siempre tomo el camino fácil, que tengo que buscarme un trabajo. Lo que no logro comprender es por qué no cojo la puerta de casa de una maldita vez y me largo a vivir sola sin tener que escuchar a todas horas sus reproches.

Las doce y treinta y dos minutos… Siempre es una delicia el metro de Madrid, con su puntualidad, con esas pantallitas tan monas de letras rojas relucientes que indican cuánto hace que pasó el último tren, precisamente el que se te escapó. Parece que pongan esas pantallas para burlarse de ti, recordándote que si hubieses corrido un poquito más, o no te hubieses entretenido pintándote los labios, hubieras llegado a tiempo para pillarlo.

¿A quién se le ha ocurrido pensar que a alguien le importa saber cuánto hace que perdió el último tren?

Las doce y treinta y tres minutos. “El último tren pasó hace ocho…”  Exactamente igual que cualquier amonestación de mi padre, siempre fijándose en lo que no importa. ¿Qué más le dará a él lo que quiera hacer con mi vida? Lo único que le preocupa es que haga lo que considera que es bueno para mí, mi opinión no cuenta.

¿Cuándo llegará el tren? ¿A qué hora era el casting? ¡A las doce y media! ¡Joder! Ya no llego. Maldito despertador. ¿No puedes sonar aunque te paren? A ver… qué pone en el mensaje. Mierda, las doce y media, pero no pone ni para qué es. Yago no me ha dicho nada, solamente que no era para trabajar de azafata y nada más. Será una promoción comercial, seguro. Si es para hacer promociones voy a decir que no, que estoy harta de aguantar babosos y pesados.

 

Y treinta y cuatro… Ya no llego. ¿Y si era para desfilar? La gran oportunidad de mi vida y la desperdicio por estar un rato más en la cama, y encima este maldito letrero de ahí arriba recordándome los minutos que llevo aquí como una estúpida esperando el maldito tren. Al final va a tener la razón mi padre cuando dice que no soy más que una vaga con suerte… pero con mala suerte. Lo que no entiendo es cómo le puedo soportar, hoy ha logrado sacarme de mis casillas. ¿Qué culpa tengo yo de que esté amargado? Siempre tiene que desahogar sus frustraciones conmigo. No es capaz de entender que lo que a mí me gusta es la moda, los desfiles. Y no las leyes y los libros. A veces pienso que es así conmigo porque a él le hubiese gustado hacer lo que le diera la gana, en vez de hacer la carrera que le impusieron sus padres, y le molesta que yo no esté dispuesta a rendirme como hizo él.

¡Por ahí llega el tren! ¡Por fin! ¿Qué hora será? ¿Llego a tiempo? Creo que se me ha corrido todo el rímel, no se puede soportar el calor que hay en el metro. Me arreglaré en cuanto suba al vagón.

 

El chirrido de los frenos perfora mis oídos como el grito de un niño huérfano de atención. Elevo la palanca metálica de la puerta y se abre en dos, permitiéndonos entrar a los que esperamos en la estación.

Una vez en el vagón, vuelven a rondar por mi cabeza todas las dudas que tengo sobre este trabajo. Lo que más me importa, sin embargo, es conseguirlo como sea, no puedo volver con las manos vacías una vez más. Le rogaré a Yago si es necesario. No podría soportar escuchar a mi padre decir una vez más que no hago nada de nada. A este paso voy a verme obligada a matricularme en la universidad para que se quede contento y me deje vivir en paz.

 

Cuando el tren se detiene, bajo y ando con paso rápido hacia la salida, no he tenido tiempo de maquillarme, es igual, llego muy tarde.

El pintor de palabras
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