Sesenta y cuatro, sesenta y cinco, sesenta y seis… Sólo a alguien tan excéntrico se le puede ocurrir vivir en un ático sin ascensor. No me puedo creer que le guste subir y bajar todas estas escaleras a diario. Los peldaños me parecen más empinados que ayer, el techo y las paredes de la casa más desconchados, como si hubiera pasado un siglo y hubiesen envejecido de repente, cómo si llegar hasta él fuera cada día más difícil y cansado. Parece que incluso costara respirar conforme voy acercándome hacia él. Sesenta y siete… sesenta y ocho… sesenta y nueve… A ver de qué humor se encuentra hoy, sólo faltaría que le dé otra rabieta y tenga que irme con cajas destempladas de nuevo. Noventa y siete… noventa y ocho… noventa y nueve… ¿Me habré arreglado demasiado? Es igual, no creo que se fije siquiera en si voy vestida. Parece que vea a través de mí, o que esperase ver algo que en ese momento no alcanza a descubrir.
Por fin. La puerta de su casa se encuentra abierta y se escucha música desde el otro lado de la estancia, sin embargo él no aparece por ninguna parte.
-¡Pasa! ¡Pasa! Estoy trabajando -le oigo gritar.
Cierro cuidadosamente la puerta y al mirar a mi alrededor, me parece percibir que el recibidor ha cambiado en algo. No sé muy bien de qué se trata, pero tengo la impresión de que los montones de cuadros parecen haber sido dispuestos en un orden que no seguían. Lo mismo sucede en el cuarto de estar. Allí, el escenario que me encuentro es también muy diferente a cómo lo recordaba. Todo se encuentra completamente en orden y no puedo evitar reírme sola pensando en Monsieur Picasso ordenando sus cuadros cubistas hasta que adquirieran una forma coherente, incluido el rostro de Madeimoselle Dora Maar. La estancia parece mucho menos cargada que la víspera. Descubro el tambor africano que adiviné enterrado entre los libros, aparcado delante de uno de los sofás ¿A qué viene todo este orden? ¿Pretenderá agradarme? Hasta la música que viene del otro lado parece calmarse al entrar ahí, buscar un sitio donde apenas se note. Polvillo dorado revoloteaba apaciblemente en los rayos de luz que descansan sobre las sillas vacías y cuidadosamente ordenadas en torno a la mesa. Los libros y todos los trastos que se apiñaban también han desaparecido. En su lugar hay un jarrón cargado de rosas.
Rojas, cómo no…
Sin embargo dentro del estudio todo continúa siendo el oasis de surrealismo y desorden que ya era. No hay indicios de la aparente posesión demoníaca a manos de Míster Propper que parece haber sufrido mi extravagante jefe. Ni siquiera se ha molestado en extender la sábana roja sobre la que me senté para posar.
-Disculpa –dice entonces, apareciendo de repente por una puerta que hay al fondo del estudio -estaba ordenando mi dormitorio.
Se detiene enfrente y sonríe. Parece que se alegra de verme al menos, más que yo. Entonces regresa esa desagradable sensación que hace que sea más fácil recordarle que tenerle delante, más sencillo hablar de él que con él. Le devuelvo una sonrisa que parece más una pequeña confrontación que simple cortesía. Sin embargo él no parece notarlo.
-Estaba preparando café ¿Quieres uno? -me pregunta.
-No. Gracias. Ya he desayunado –contesto cortante, pero no a él, sino a quien estaba ahí ayer, a quién me echó de casa, a quien no quería responder.
-Pruébalo –insiste, sonriendo con una facilidad inesperada -Hago un café estupendo. De verdad.
-De acuerdo, está bien…
Me siento molesta conmigo misma por haber cedido tan pronto. Desconcierta tener un enemigo diferente cada día, que el campo de batalla haya cambiado tanto.
-Acompáñame a la cocina. Ven, es por aquí –me dice mientras avanza hasta la puerta que hay al lado de la cama donde poso. ¿Estás exagerando Alba? Quizá seas tú la que retuerce habitaciones unas dentro de otras, dentro de ese piso sin pasillo, enrevesándolo todo por no extrañar el camino que te trazas día a día. Mientras le sigo, trato de relajarme, me pregunto si el fervor higiénico que ayer le invadió, tuvo la suficiente fuerza como para envalentonarle frente a un fregadero que imagino, será fiel reflejo de la idea de soltería masculina que tengo en la cabeza. Sin embargo mis temores se ven infundados. Al parecer, la dominante pasión pudo también con los platos, el detergente y el resto de. Cuando entramos, Diego me invita a sentarme en una silla que hay en la esquina, en torno a una mesita pequeña. Seguidamente, saca un par de tazas de café de un armario que hay a mi lado y las instala ceremoniosamente sobre la mesa. La cafetera protesta entonces con vapor y un silbido apagado. Cuando me sirve, el café humea tanto que parece un trocito mutilado del calor inmisericorde que hace, un día más, en Madrid.
-¿Leche? –me pregunta, levantando la vista y mirándome fijamente, como si esperara de mí una respuesta trascendental.
-Sí. Gracias.
-¿Azúcar?
-¿Tienes mejor sacarina?
Me mira con sorna y pregunta.
-¿Es que quieres que en vez de un cuadro te pinte una radiografía?
No puedo evitar sonrojarme. ¿Qué le importará a él lo que yo haga o deje de hacer?
-Entonces, me echaré azúcar -. Le contesto con toda la indiferencia de la que soy capaz sin que parezca percibirlo lo más mínimo. Después, duda por unos instantes y me lo acerca, se gira para abrir la nevera como si de todas formas no importara, ni su trabajo, ni su falta de inspiración, ni cualquier cosa que vaya a decir, ni el café, ni él mismo.
-No tengo leche desnatada. Vas a tener que usar un cinturón en vez de la correa del reloj.
Hago como que no le he oído y entonces sí parece impacientarse durante unos segundos y se queda mirándome como si fuese una musa perezosa que, al contrario de todo el orden y la luz que entra por las ventanas, no estuviera haciendo nada por él.
–Antes de comenzar a trabajar –carraspea -me gustaría hablar contigo de un asunto.
-¿De qué se trata?
-Es sobre lo que te dijo ayer Yago por teléfono.
-¿Te lo ha dicho él? –le pregunto extrañada, me parece raro que Yago haya hecho algo así.
-Sí. Bueno. Más o menos –contesta serio, sentándose en la silla.
Todo parece entonces más grave, la luz y el aire más profundos, el fondo de la taza de café, inabarcable, de lo que me siento en cierta medida responsable, como si llevara encima un aura extraña que lo fuera manchando y deteriorando todo a mi paso.
-Espero que no te haya sabido mal-. Comienza a decir.
Bajo la voz, la mirada, la expresión, no quiero tocar nada más, ni siquiera el silencio que había antes de que yo llegara. Sin saber por qué, siento un miedo atroz a herirle, a ser un rostro más de colores en el cementerio de cuadros.
–De todas formas, no he aceptado -me apresuro a decir.
-Yago no tiene la culpa –dice muy serio –Fui yo el que le dijo que te ofreciese el trabajo de modelo.
No puedo evitar sorprenderme y sin saber cómo, comienzo a temer la extraña luz que hay ese día en casa de Diego. Más que luz parece una especie de blancura. Blancura de lienzo vacío.
-¿Qué pasa? ¿No estás contento conmigo? ¿No soy buena modelo?
-Quería saber si de verdad deseabas posar para mí o solamente lo hacías por el dinero.
-Bueno –le contesto entonces enojada, como un peón que mueven contra su voluntad, al que obligan a morir por la voluntad de un rey a quien no ama -¿Y ya lo has descubierto?
-Pues la verdad es que no. Yago me dijo que descubriste sus intenciones.
Le miro furiosa. Me parece increíble. Qué ideas más estúpidas puede llegar a tener este tío. No sé quién se ha creído que es. Me dan ganas de volver al recibidor y desordenar todos los cuadros, tirar los libros al suelo, desgarrar la sábana roja, bajar las escaleras y retornar todo a su estado primitivo. Volver a tener constancia de mí misma, en la calle reflejada en un escaparate, lamentándome por estar llegando tarde a algún sitio, por no haber sido elegida una vez más, sin necesidad de que mi tiempo se detenga para siempre en su pintura. Quizá después de todo, sea más fácil desaparecer al otro extremo de una pasarela. Me levanto de la silla con intención de marcharme de allí. Al darse cuenta, también se levanta y se interpone en mi camino.
-¿Qué te pasa? –me pregunta preocupado.
-¡Me pasa que no me gusta que jueguen con mi trabajo, y menos conmigo! –le contesto furiosa.
-Yo no he jugado contigo. El trabajo era verdad, y yo necesitaba saberlo.
-¿Sí? ¿Y se puede saber qué narices te importa?
-Entiéndeme. Yo no podría pintarte si la única razón por la que posabas para mí era el dinero.
-¡Pues entonces haz un casting en una ONG de modelos! ¡Las demás cobramos por trabajar, como todo el mundo!
-Intenta comprenderme –me doy cuenta de que no puede disimular una sonrisa ante lo que acaba de escuchar, y que no está dando a esto la trascendencia que tiene –. Por favor…
-Eres un egoísta –le digo gritando, apartándolo de un empujón -sólo piensas en tus cosas, sin importarte el daño que puedas hacer a los demás.
Él me mira atónito. Daño. No era lo que esperaba escuchar. El rojo nunca recuerda que también es el color de la sangre, de las heridas inexplicables que no sabemos cuándo ni por qué nos las hacemos y que no cicatrizan de una noche para otra. El mismo color que reflejan ahora sus párpados, la comisura de sus labios, la sombra de la barbilla en el cuello y que ya no es de pasión, ni de enfado, sino de debilidad y miedo. El rojo tomando conciencia de sí mismo, el rojo que ojala no me afectara ni tuviera ese extraño poder sobre mi y me dejara marchar para no tener que pagarle un tributo en lágrimas, en hastío, en enfado.
-Perdóname. Tienes razón -se disculpa.
¿Qué? Pero no me contesta. No puede oírme tras la puerta cerrada de su piso, en lo alto de las escaleras, el estruendo de mis pasos sonando con furia escaleras abajo, tras la puerta del portal. ¿Cómo has dicho.? Repítelo por favor… Salgo a la calle y me detengo en la acera, esperando que pase un taxi para pararlo. El peón ha elegido el destierro, pero paga igualmente su tributo con las últimas monedas del reino que le quedan y sin embargo, tal y cómo intuía, la liberación queda todavía tan, tan lejos a pesar de todo, a pesar de pensar cosas como… No pienso volver. ¡A la mierda él, con su cuadro y con su color rojo! Palabras que suenan como una declaración de guerra a uno mismo. Todos los semáforos están en verde, todos los coches que pasan son blancos. Al blanco se le ha escapado un color y es un color avaricioso. ¿Cómo has dicho? ¿Me lo puedes repetir, por favor? ¿Por qué me has seguido hasta aquí?
-Alba. Por favor, espera –me dice, cogiéndome del brazo con resolución.
Al blanco se le ha escapado un color y ahora no quiere dejarle que vuelva. El peón nunca pensó en convertirse en sicario.
-Por favor. Suéltame.
-Sólo quiero hablar contigo un momento –otra vez delante de mí, otra vez entorpeciendo un nuevo jaque –. Sólo un momento.
-Creo que no te lo mereces.
-¿Me dejas por lo menos intentar explicártelo?
Le miro a los ojos y me sobrecoge encontrar en él la misma tensión de ayer cuando le pregunté por qué había dejado la carrera, la misma determinación a hacer de cada momento un trozo de vida exagerado, como una furiosa creación fuera de control.
-De acuerdo –no es que ceda, no estoy cediendo, todo ha cambiado, me podría destrozar con sus propias manos como a un mal boceto -está bien, te escucho.
-¿Te importa si damos un paseo mientras te lo explico?
-¿Es necesario? –le pregunto con cara de que en realidad sí que me importa.
-Es bastante largo…
Ensayo de calma, de piel rosácea, de sus pasos queriendo borrar el estruendo de los míos en las baldosas de la calle, de la presión de sus dedos en mi brazo amortiguándose poco a poco, convirtiéndose en un intento de caricia.
-Además, así relajamos un poco la tensión ¿No te parece?
-De acuerdo –me resigno -¿A dónde quieres ir?
-Súbete a mi moto y vamos a tomar algo ¿Te apetece?
-¿Es la roja?
-Sí –escamotea una sonrisa -¿Cómo lo has adivinado?
-Da igual…
-Sube, cógete a mí.
Nos subimos en la moto y Diego se incorpora al denso tráfico de Madrid, acelerando suavemente. El viento se revuelve en mi rostro cuando aumenta la velocidad y es una sensación agradable en medio del calor sofocante de la ciudad; hace que el peón olvide su color, se lleva el rojo volando. Todo lo que se parece a volar acaba creando una sensación momentánea de libertad que al desear que se prolongue, hace que se acabe olvidando todo lo demás al menos durante unos instantes. Al agarrarme a él siento que soy yo la que estoy conduciendo la motocicleta con el pensamiento, evitando que ese niño fastidioso y malcriado se caiga, apaciguando su corazón bajo mi mano con la fuerza contenida de quién acaba de superar una prueba.
-¿Te gustan las motos? –me pregunta, volviendo la cabeza.
-Sí. Mucho –grito, mi voz contra el aire -¿De cuánto es esta?
-Poco, es una Vespa de ciento veinticinco centímetros cúbicos ¿Te gusta?
-Sí. Aunque es bastante ruidosa.
Pasamos veloces rodeando la Puerta de Alcalá como una saeta que busca el punto vital de su oponente. Los árboles del Retiro llamean a la derecha como si fuesen las velas de otro cementerio, diferente al que Diego tiene en su casa, o yo en los vagones de metro que llegan tarde; un cementerio del tiempo de los demás, paseantes, niños y rostros sobre el agua verde que esperan pacientes que los rompan los remos de tantos domingos e infancias a la deriva.
-¿Te apetece que demos una vuelta por el parque?
-Vale, de acuerdo -. Contesto con mi voz de aire, agarrándole con la melancolía que no puedo darle a mis palabras y que se hace inevitable cuando aparece ante ti un escenario inesperado, de tantas y tantas horas muertas en una ciudad que no hace más que devorarse a sí misma.
Diego tuerce a la derecha y sube la acera para aparcar. Me indica que me baje y él también lo hace. Con un suave empujón coloca el caballete y apaga el motor. Caminamos sin intercambiar palabra a la entrada del parque. Supongo que todavía se siente incómodo por la discusión que hemos mantenido.
-Cuando de pequeño venía a Madrid, siempre me escapaba de mis padres para venir al Retiro –dice mientras paseamos -Me gustaba el ambiente que había aquí, gente haciendo malabares, pintores con sus caballetes y sus pinturas, músicos…
Se detiene un momento y me mira poniendo cara de bobo, como si se dispusiera a representar algo.
-En Zaragoza no hay nada parecido. Al ser una ciudad pequeña todo el mundo se conoce y habla de todo el mundo ¿Te imaginas? –continúa poniéndose a gesticular como si fuese un monstruito al que le da asco su presa –lenguas viscosas y malolientes persiguiéndose unas a otras para devorarse, ñam, ñam, ñam. Aquí parece que existe una verdadera libertad y a nadie le importa lo que digan o dejen de decir de él. Yo jamás había visto a nadie pintando en la calle hasta que vine por primera vez al Retiro.
-¿Es que en Zaragoza no hay nada digno de ser pintado? -Le pregunto extrañada. Escrutándole con la mirada, en realidad me da igual lo que vaya a responderme, sólo me gustaría saber con quién exactamente estoy ahora, si con el artista pretencioso o con el apasionado, si con el ladrón del rojo o con el pobre seductor abandonado. Y poder tener, además, la certeza de saber quién soy cuando estoy a su lado. Quizá no me quiera acostumbrar a ser algo diferente a la inseguridad sentada en un bar frente a Ana, a la inconstancia que se sienta a comer con mi padre, a la belleza que presiente que se le acaba el tiempo en manos de Yago, al cansancio en el vagón de metro…
-Sí, sí que lo hay -. Admite resignado, como si estuviese más pendiente de contar sus pasos que de lo que me está respondiendo. Tiene problemas con el pasado, igual que ayer, cuando le pregunté por su carrera de derecho. Quizá la permanencia que yo intuía en las obras de arte no sea tal y una última pincelada sea como un telón bajando, como las salvas en un funeral, como querer confiar ingenuamente en la memoria. O quizá, más bien, el pintor no desee nada más que ser pintado, poder liberarse del tiempo por delante y por detrás, y descansar para siempre.
-Lo que pasa es que a la gente le da vergüenza que le vean hacerlo sus vecinos o sus amigos –prosigue mirando el suelo con desencanto, como si la cáscara de la que está cubierta el mundo fuera siempre la misma -. Por eso me figuro que no lo hacen. Además, en Zaragoza el arte no se lleva demasiado. La gente es más práctica. Por eso me mudé aquí.
-¿Te mudaste porque la gente no pinta en la calle? –bromeo.
-No –ríe -. En realidad lo hice porque mi marchante me dijo que tenía que hacer vida de artista y relacionarme con los que me compran los cuadros porque si no, nunca iba a evolucionar en este mundillo.
-¿Y no te arrepientes de haberlo hecho?
-Últimamente no mucho. Pero los dos primeros meses fueron horribles, no conseguía pintar nada.
-¿Y cuándo conseguiste volver a pintar?
Se detiene en seco y se vuelve para mirarme con expresión seria.
-Todavía no lo he conseguido.
Su contestación parece más bien un reproche. Me quedo helada ante la metedura de pata que acabo de tener. No sé qué es lo que debería decir ahora. Supongo que tampoco pasa nada por habérselo preguntado, a fin de cuentas, sólo pretendía interesarme por él.
-Por eso Eduardo y Yago –el tono de voz parece ahora sincero, como si sólo quisiera que le escucharan colores y formas básicas de por ahí, las hojas secas y las piedras –me propusieron que realizase el casting para encontrar una musa que me devolviese la inspiración. Si no, yo jamás hubiese sido capaz de organizar semejante tinglado.
-¿Y por qué hiciste que Yago me ofreciera otro trabajo entonces? –le pregunto, mirándole directamente, forzándole a enfrentarse a mi complejidad, a la incertidumbre que siento cuando estoy cerca de él.
-Verás –contesta echando a andar de nuevo, evitando pisar su propia sombra, como si se tratara de un charco de desilusión –La culpa es enteramente mía. Supongo que soy una persona muy idealista y poco realista, ya te lo dije el día del casting. Me esperaba… no sé… Me esperaba que realmente a ti te apeteciese posar para mí incluso más que desfilar. Tenía que descubrir en ti ese ansia para poder reflejarte en el cuadro tal y como a mi me gustaría captarte, con el deseo de entregarte a mí en ese íntimo acto. Es difícil de explicar… Quería que fuese un momento muy especial para ti, más especial que cualquier otro. Quería sentir que podía hacerte feliz haciendo lo único que sé hacer bien, pintar. Salvarte de cualquier cosa que pudiera atormentarte, convirtiéndote en obra de arte. Supongo que todo esto no me sirve como excusa, claro… pero es que, agradecí tu sinceridad, aunque no pude evitar sentirme frustrado cuando dijiste sólo ibas a posar por el dinero.
Le miro pensativa y permanezco en silencio, confundida… Fue por mi sinceridad por lo que me eligió ¿No es así? ¿Qué más quiere ahora? Me gustaría que me hubiese visto ayer, en el ascensor de casa, después de la llamada de Yago, observando como mi piel blanca se alimentaba vertiginosamente de los segundos, añorando la permanencia, recién conocida en el estudio, el olor de los pinceles y la pintura, la mirada desnuda de Dora Maar observando al espectador, contándole sin palabras cómo el pintor fue trasladando los pequeños misterios que escondían sus vestiduras a la tela donde se impregnaba de colores y texturas, la representación de los tonos de su piel… Que a partir de entonces busco en cada matiz, en cada fragmento de aire, en cada expresión de forma y color que veo a mi alrededor, lo que quiera que en ese momento debía bullir en la cabeza de su creador, los sentimientos que como artista supo captar y reflejar ¿Cómo decirle que tiemblo al pensar que pronto será mi turno, que una parte de mí, elegida por él, podría pervivir, sobrevivirnos a los dos?
-Si, tienes razón. -titubeo sin saber cómo expresarle todo ello con palabras –Pero ahora que te conozco y que ya hemos empezado, no sé, es diferente. Creo que hasta me hace ilusión y todo.
-¿Simplemente te hace ilusión?
-No, no es eso. Me gusta mucho que me pintes –contesto torpemente, para enseguida hacer que mi voz cambie de tono, que sea casi un reproche, para que deje de complicar tanto las cosas y se resigne de una vez a la simplicidad de mis respuestas –Joder, tío, de todas formas me vas a pintar a mi ¿Y si luego no me gusta la imagen que das de mi? ¿Qué garantías tengo yo? ¿Es eso lo que necesitabas oír? ¿Es lo suficientemente profundo para ti?
-Sí – responde alto antes de que termine de hablar, como si el sonido de su voz quisiera neutralizar el de la mía antes de que todo se eche a perder otra vez –supongo que has dado en el clavo.
-¿Es eso lo que te decían todas las que antes que yo han posado para ti? –insisto, sin darme cuenta que mi pie está pisando el cuello de su sombra y por alguna razón, me alegro de que esté ahí –O no sé, se ponían a hablar de la pintura rusa del siglo XIX o algo parecido.
-Sí, así es –afirma con rotundidad, estoy segura de que no le está agradando este cambio de papeles.
-¿Y entonces por qué no pintas de nuevo a alguna de ellas? –pregunto refunfuñando, disfrutando de mis treinta segundos de superioridad.
-Si alguna de ellas me inspirase ya la habría llamado, pero son inviernos –responde con retintín, a pesar de que lo que acaba de decir parece hecho para ser dicho con otra voz, con otro tono, en otras circunstancias.
-¿Que son qué…? –pregunto sin comprender, sintiéndome de repente completamente fuera de lugar.
-Son inviernos… todas… Es igual –se rinde, misterioso -Yo ya me entiendo. Además, hay otra poderosa razón.
-¿Sí? ¿Cuál? –pregunto ansiosa.
-¡Que desde que entraste por la puerta del salón de actos me gustaste tú, joder! ¿Es eso lo que querías oír? Pues ya está, vuelve a posar para mí, por favor –ruega –y vamos a dejarnos de tonterías ¿vale?
En ese momento asiento como una boba, totalmente alucinada por lo que acaba de decirme. Después me detengo un momento, tropezando torpemente con el silencio que se acaba de originar, sin saber si reírme como una colegiala estúpida o sentir pena por él, arrojado ahí, delante de mí, lejos de su estudio, como un pez de pintura que boquea extrañando los vapores narcotizantes del medio en el que suele nadar. Sin saber qué decir, ni qué hacer, invoco a nuestra presencia el estanque que se adivina a lo lejos, en la siguiente curva, en cuyas sucias aguas el cielo de Madrid ya no se quiere mirar, porque un día el agua le engañó y le dijo que era verde. Allí, parejas y grupos de jóvenes reman subidos en las barcas de alquiler, con entusiasmo, como si su pequeño Trafalgar particular acabara de estallar bajo el deslumbrante sol.
-¿Alguna vez has paseado en barca? –pregunto por decir algo.
-Alguna –contesta con desgana -cuando era pequeño.
Justo en el momento en el que abro la boca para responder una vaguedad, nos sorprende una voz conocida a nuestras espaldas.
-¡Alba! ¿Qué tal estás? ¿Cómo va todo?
Me doy la vuelta para ver a quién pertenece. Se trata de Alberto y por un momento no sé si estoy más colorada que nerviosa o al revés ¿Y si piensa que Diego es mi novio? Si llego a saber que me lo voy a encontrar me hubiese arreglado… Ni siquiera me he pintado los labios. Imagínate que me ve subida en una barca con Diego, hubiese pensado que ya estaba pillada y que no tenía ninguna oportunidad conmigo. No entiendo cómo puedo ponerme tan nerviosa. Se acerca hasta donde estamos, sonriendo, está tan increíblemente guapo como siempre, con sus rizos, su sonrisa y sus maravillosos ojos azules, como si lo hubiese pintado con mi pensamiento en un descuido de un día de verano ¿Qué le digo?
-¿Qué tal estás? -me pregunta dulcemente, haciendo que los dos besos que me da en las mejillas suenen más fuerte que su voz –Que alegría volver a verte. Hace mucho tiempo que no nos encontrábamos.
-Sí… –le contesto aturullada, sin saber qué más decir.
A mi lado, Diego observa divertido la escena. Estoy segura que se ha dado cuenta de lo nerviosa que me he puesto, y que encima está disfrutando. Parece un niño al que le han quitado un juguete y no le importa lo más mínimo.
-Bueno ¿Adonde ibais? –continua, después repara en Diego y le estrecha la mano sonriendo cortésmente -Soy Alberto ¿Qué tal?
-Yo soy Diego –no es él quien lo dice, son sus manos cerrándose sobre las de su interlocutor como unas tenazas –Encantado.
Les observo unos instantes, incómoda; como si de repente sus rostros, sus cabellos, la forma de moverse de ambos, mientras uno sujeta la mano del otro, estuvieran pidiendo mi intervención en silencio para no destruirse el uno al otro, al menos en mi pensamiento, en el descuido de una contradicción.
-Disculpad –me apresuro a decir atropelladamente –Te presento a Diego, mi jefe. Alberto, un amigo.
-¿Eres su jefe? ¿De verdad? Caray, que joven. ¿A qué te dedicas ahora? –me pregunta con interés.
-Pues ya sabes –balbuceo, antes de que a Diego se le ocurra la desastrosa idea de explicárselo -Pases de modelo y esas cosas…
Diego me mira extrañado, pero no comenta nada.
-Genial. No me extraña con lo guapa que eres –dice Alberto, aumentando varios tonos el rojo de mis mejillas - Cualquier día te veremos en Cibeles.
-Sí, o en el Museo del Prado –apunta Diego, rumiando su sarcasmo.
Alberto ríe sin entender exactamente a qué se refiere. Yo en ese momento estoy tan colorada que Diego si quisiera, podría untarse los dedos en mi mejilla y pintar el parque entero de rojo. ¡Se va a enterar cuando estemos a solas!
-Pues nada –se despide Alberto, aliviando la tensión que se respira en ese encuentro -. Os dejo para que continuéis hablando de vuestras cosas. Ya nos veremos.
-Hasta pronto –contesto con una exagerada sonrisa.
Diego se despide también, con un gesto, y continuamos paseando por la orilla del lago, cuya suciedad refleja aún más turbia la sonrisa triunfal y un tanto desagradable de mi acompañante. Si en ese momento se posara un insecto sobre la superficie, estoy segura de que sería capaz de atraparlo con la lengua y tragárselo mientras me mira satisfecho.
-¿Te gusta? –me pregunta burlón.
-Casi le dices qué es lo que hago para ti –le digo enfadada.
-Pues sí –me contesta divertido -No veo que hay de malo en ello.
-Pues que se puede imaginar cualquier cosa.
-Pues si se imagina cualquier cosa de ti, es un gilipollas y ya está ¿No?
-Pues no, fíjate –subo la voz –resulta que no es un gilipollas. Y si pensara algo sobre nosotros dos, por ejemplo, sería del todo normal. Cualquiera podría hacerlo, joder, estamos paseando por el parque, no en una oficina delante de un ordenador.
-¿Te avergüenzas entonces de posar para mí? -pregunta ofendido.
No se entera de nada. Para él todo es blanco o negro, sólo parecen regir las leyes de la proporción, del encuadre, de la perspectiva, cualquier cosa o sentimiento que se pueda reflejar plásticamente, que sea susceptible de crear arte para él, aunque luego sirva únicamente para formar parte de su cementerio de cuadros. Lo demás, la realidad, lo que sucede estéril e infructuoso ante sus ojos, no tiene importancia alguna. No puede entender que las cosas que a él no le importan, a mí puede que sí me importen.
-Está bien… No –le contesto más relajada, algo cansada también, como si recitara un guión de memoria para dar pie a otro actor que continúe la trama –Lo que sucede es que no quiero que él se entere y punto. Es así de simple.
-¿Por qué?
-Porque me gusta.
Se queda un rato en silencio, mirando al suelo, como si lo que termino de decirle acabara de descubrirle un nuevo sendero por el que solamente él puede cambiar el rumbo.
-¿Te gusta? –pregunta interesado.
-Sí –sonrío tontamente -Estoy loca por él.
-¿Estás enamorada?
-Sí, creo que sí -. Admito con rubor y después no puedo evitar enfadarme conmigo misma ¿Pero por qué le estoy contando esto a él? A él, que de lo único que parece capaz es de destrozarlo todo con su rojo, con su pasión, con sus malos modos que parecen empujarle a torturar la belleza y después arrojarla al vacío.
-¿Lo crees o lo estás? –insiste impaciente.
-Lo estoy –afirmo, tratando de parecer decidida -desde hace por lo menos un año.
-¿En serio? –se sorprende -Pues parece como si no os conocierais mucho.
-Es que él no lo sabe… -contesto como una niña que no se sabe la lección –Y tampoco me hace mucho caso.
-Pues entonces es tonto –resuelve con un convencimiento que me deja pasmada -¿Te apetece montar en barca?
-No. En realidad no tengo muchas ganas. Gracias.
Continuamos nuestro camino en silencio y antes de que nos demos cuenta, estamos junto a al Palacio de Cristal, que ciega a los paseantes bajo la violenta luz del mediodía, mirando dentro de ellos, ofreciéndoles guardar lo que puedan llevar dentro a cambio de olvido.
-¿Por qué empezaste a pintar? –le pregunto rompiendo insignificantemente el espeso silencio.
-No lo sé… - duda –No sabría decirte la razón. Creo que en realidad la culpa la tuvo una novia de hace algunos años. Me regaló una caja de óleos por mi cumpleaños para que le pintase el cuadro de un boceto a lápiz que tenía colgado en la pared de mi cuarto… Y el resto ya lo conoces.
-¿Eso es todo?
-No –se sonroja –bueno, más bien sólo el principio. Cuando terminé el cuadro, lo miré y me quedé asombrado ¿Eso lo he hecho yo? recuerdo que me dije entonces. A partir de ese momento comencé a pintar más y más cuadros y acabé montando mi primera exposición, y sin querer, me di cuenta de que cada cuadro que había ahí colgado era yo en realidad. Yo mismo hablando de una forma que hasta entonces no había sido capaz, como gritar y estar callado al mismo tiempo. Cada cuadro mío es como una carta que no sé escribir o como un discurso que nunca me atrevería a pronunciar. Cuando iba al colegio escribía poesía para desahogarme de las penas del amor. Pero hubo un día en el que no pude volver a escribir.
-¿Por qué?
-No lo sé –su voz es cada vez más grave, más pausada, parece que la esté recogiendo del suelo, moribunda, con la mirada -Supongo que se me agotarían las palabras de tanto usarlas. Además, me parecía que ninguno de mis escritos lograba reflejar lo que sentía de verdad. Me limitaban demasiado. Eran sólo palabras.
-Para mí la poesía no son sólo palabras –le interrumpo aturdida, intentando unirme a él y sin lograr siquiera tantear el aire que está respirando.
-No, no lo entiendes. -prosigue sonriendo tímidamente -a ver si consigo explicártelo. Tú lees en la carátula de un disco la letra de una canción y te hace sentir bien ¿Verdad? Te expresa lo que te dice su autor ¿No? Pues para mí la letra de una canción es como una poesía. Te dice su mensaje simplemente con leerla. Pero si a esa poesía le pones la música es una canción. Es mucho más que una poesía ¿Ves? La letra te dice mucho, sí. Pero cuando la canta su autor, cuando le pone sentimiento y ritmo a cada palabra, a cada frase, cuando le pone tonos y pausas, cuando es su voz la que te la está cantando… Se convierte en algo diferente a lo que antes era, podrías incluso escuchar sus pequeños latidos si prestaras tan sólo un poco de atención. Eso es precisamente lo que me pasaba a mí. A mi poesía le faltaba la música, necesitaba completarla de alguna forma.
-¿Y qué tiene eso que ver con tus pinturas? Haberte hecho cantante -. Bromeo entonces, antes de comenzar a sentirle lejos sin remedio, en un territorio que parece vedado, donde sólo soy capaz de imaginarle a él, bebiendo pintura, sangrando pintura, soñándola, luchando contra su momentánea falta de significado, de forma.
-A eso voy –dice riendo al tiempo que acompasa su paso al mío -Imagínate una poesía escrita sobre un papel ¿La ves?
-Sí, creo que si… –contesto, haciendo el esfuerzo mental para representarla en mi imaginación.
-Pues imagina que esas palabras que forman la poesía y que tienen todas el mismo color de la tinta, las vamos coloreando de diferentes maneras, una por una. –Siento un estremecimiento al escucharle. Ahora, por primera vez, parece que esté hablando el artista y sólo el artista, se han quedado en el camino el malhumorado, el payaso, el seductor burlón -Por ejemplo, a la palabra amor la pintamos de un rojo suave, y a la pasión le ponemos un rojo fuerte. Imagina que cuando estoy describiendo la piel de una muchacha, utilizo la misma tonalidad que veo en sus muslos o en sus pechos, para representarla en las letras que se refieren a ella. Imagínate escribir lo maravillosos que son sus ojos, y que la tinta pase de ser de color negro sin más, para convertirse en un azul luminoso conforme lo estoy haciendo.
Le estoy escuchando embelesada, no hay forma de bromear, de escapar de sus palabras, de todo lo que está diciendo. Sin embargo, tampoco es posible llegar del todo hacia donde está. No lo permite, quizá tenga miedo de lo que puedas encontrar dentro. Lo único que puedes hacer es eso, observarle en silencio desde fuera, y agradecer estar ahí por lo que pudiera pasarte.
-¿Entiendes ahora por qué empecé a pintar? Lo hice porque no podía poner color a las palabras. Y porque estas no me bastan para expresar lo que siento. Y en ese momento fue cuando me di cuenta de lo que realmente era yo.
-¿El qué? –mi pregunta suena como si acabara de despertar, como si extrañara el silencio -¿Un pintor?
-No –me responde sonriendo –Un mal poeta.
Echamos a reír e intento pellizcarle en el costado de broma. Eso es lo que quiero que piense, pero no es así. Lo único que quiero es romper del todo su superficie, contemplar por mí misma todo lo que todavía no me ha contado, quizá por miedo a que no lo haga nunca, no lo sé… Él se aparta de mí con un salto y empiezo a perseguirle. Comienza una huida de mis manos que luchan por atraparle. Finalmente consigo alcanzarle y el ímpetu con el que me abalanzo sobre él hace que ambos tropecemos y caigamos abrazados sobre el césped. Nuestras risas se hacen más fuertes ante el golpe que recibimos contra el suelo. Sí, mejor así, quizá sea mejor no pensar más, jugar y nada más, ser como dos niños perdidos uno del otro. Nos quedamos así unos segundos, pero enseguida aparta su cuerpo del mío, como si temiera algo y se sienta a mi lado. Yo, tumbada, me estiro sobre el césped para mitigar el leve dolor que me ha producido la caída en el costado. No quiero preguntarme nada más, ni pensar en nada, ni siquiera contemplar la expresión de su rostro, que seguramente, no entenderé ¿Y qué si no puedo seguirle ni entrar en su mundo? Sólo quiero seguir jugando, reír de nuevo, conformarme con lo que ya he visto, no tener nada más que temer ni por lo que enfadarme. Se está tan bien allí… Vuelvo mis ojos al cielo y me abandono completamente boca arriba, extendiendo los brazos.
-¿Ves el sol? –me pregunta mientras se tumba a mi lado.
-Sí, claro –le contesto.
-Todos los días cuando nos levantamos, el sol está ahí arriba iluminándonos y haciendo que este mundo sea posible. Pero nosotros sólo nos fijamos en él cuando hay un eclipse. ¿Sabes esto a qué es debido? Es por la propia naturaleza del hombre. Nos acostumbramos pronto a lo que tenemos, y no sabemos apreciarlo hasta que nos lo quitan ¿Y sabes a qué sentimiento conduce este hecho entre otros?
-¿A cuál?
-A los celos –contesta míseramente, como si hubiese provocado con ese pensamiento que el sol se apagara y no lo hubiera notado nadie más que él -Nos acostumbramos pronto a lo que tenemos y nos olvidamos de ello cuando lo tenemos seguro. Pero si un día hay un eclipse, o estamos a punto de perder lo que creíamos que íbamos a tener para siempre, nos fijamos en ello y volvemos a apreciarlo con más ímpetu si cabe.
-Ya…
-Pues eso es lo que debes hacer con Alberto.
-¿Cómo?
Me reincorporo y me quedo mirándole sorprendida, como si de repente se hubiera convertido en un intruso.
-No te estoy dando la fórmula secreta de una poción de amor ni nada parecido -. Responde como si me estuviera disculpando, como si para él lo natural fuera hablar de lo que pasa por dentro de mí.
-Te estoy diciendo el truco más viejo que existe para lograr conquistarle, nada más: Los celos.
-Sí. Pero yo quiero que él me quiera por mí misma, no por celos -. Le digo con aspereza, volviendo a tumbarme otra vez, forzando la escena para que vuelva a ser como hace unos pocos minutos, para que no avance más en la dirección contraria.
-Los celos y el amor son dos cosas complementarias –prosigue con un tono paternal que me exaspera -Si no hay amor, no hay celos. Y si hay celos, es que hay amor, aunque sea poco el que se siente por la otra persona, es evidente. Si no, los celos no tendrían razón de ser. Cuando yo salgo con una chica y no me pone celoso verle hablar con otro chico, es que algo no funciona bien. Parece una estupidez ¿Verdad? Pero no. Es lo normal. Si no me pongo celoso es que no me importa y por tanto que no la quiero.
-Entonces por esa regla de tres. Si yo veo a un ex novio mío con otra, y me pongo celosa aunque sepa que ya no me gusta ¿Significa que le quiero?
-Estas confundiendo el amor con minúscula con el Amor con mayúscula –me contesta lenta, pausadamente, como dándome a entender que no pasa nada, que todo está en orden.
-¿Qué diferencia hay, pues? –refunfuño.
-Se puede amar a una persona sin que por ello sea el amor de tu vida –me dice entonces, como si yo no supiera siquiera que dos y dos suman cuatro - El Amor con mayúscula es el ideal absoluto que tú tienes de la idea del amor, es el chico o chica que te imaginas perfecto para ti; por eso la mayúscula. Y se lo aplicas a cada chico con el que estás, para compararlo y así hacerte una idea de la capacidad o concordancia que tiene con la imagen de lo que para ti es el amor de tu vida. Pero el amor con minúsculas es el que surge del roce… sin que tú lo pretendas. Es el que sientes por ese chico con el que estás por ser tal y como es. Aunque sigas esperando que se amolde a tu ideal del Amor con mayúsculas. Cuando diferencias entre estos dos amores y aceptamos al que está escrito con minúscula, es cuando aprendemos lo que es el amor verdadero.
-Entonces. Me estás diciendo que el Amor con mayúscula nunca lo voy a encontrar.
-Te estoy diciendo que cuando ames a alguien de verdad, será porque te has dado cuenta de que a pesar de que no es el amor idealizado que tenías en tu mente, le amas ¿Lo comprendes? A pesar de ser diferente a ese amor que tú buscabas, le quieres y no encuentras las razones. Entonces comprenderás que el amor con minúsculas es el que se siente con el corazón y no el que pensamos con la cabeza.
Cuando termina de hablar, me vuelvo a tumbar sobre el césped y me pongo a pensar en todo lo que ha dicho. Mientras contempla el horizonte pensativo, no puedo evitar mirar furtivamente sus manos, que descansan pesadamente sobre el césped como si fueran lo único que consiguiera clavarlo al suelo, impedirle que eche a volar para darle forma a las nubes. Tengo la vaga esperanza de que empiecen a moverse, a escribir en mayúsculas. No entiendo por qué me ha insinuado que lo intente con Alberto si de verdad piensa todo lo que ha dicho ¿Y si dejara que mis dedos se movieran sobre la hierba del mismo modo que deseo que hagan las suyas? Quizá tenga miedo a no recordar como es una “A” mayúscula.
-¿Entonces qué se supone que debo hacer con Alberto? –le pregunto al fin.
-Ponle celoso –me responde volviendo a la realidad, despidiendo al artista diluido en el cielo, dando la bienvenida otra vez al muchacho práctico, cortante, casi silencioso, cuya presencia impone, ante todo, soledad –ya sabes, es lo típico.
-Pero… ¿Y si no es amor? ¿Cómo lo sé?
-Si no lo intentas, nunca lo sabrás –concluye.
-Pero también es necesario que ponga algo de su parte.
-A él le gustas.
-¿Cómo lo sabes? –le pregunto sorprendida.
-Eso se nota, joder. ¿No viste cómo te miraba? Si me doy cuenta yo en un momento viéndoos hablar, no sé cómo tú no lo has hecho hasta ahora.
-¿Tú crees? -Le pregunto algo molesta otra vez. Me fastidia cuando se pone así. Parece como si quisiera dominar cualquier tipo de lógica, por pequeña que esta sea, siendo incapaz de contentarse tan solo con poner orden en su paleta. Sería muy fuerte si así fuese y yo hubiese estado todo este tiempo suspirando por él como una idiota.
-Estoy convencido. De estas cosas siempre me doy cuenta. Inténtalo…
De repente, su expresión cambia y se abalanza hacia donde estoy, cuerpo a tierra, como si su piel la formaran saltamontes y se le hubiera escapado uno.
-¡Un momento! ¡No te muevas! –grita.
-¿Qué sucede? –le pregunto asustada.
-Permanece en esa postura, por favor –me pide, sacando un pequeño bloc del bolsillo trasero de su pantalón -Por favor, aguanta así un momento, tienes la pose.
Así que lo he conseguido. Me quedo quieta, tal y como dice, mientras observo cómo sus ojos van perforando cada centímetro de mi cuerpo sobre el que se posan, y cómo sus manos traspasan la frontera física del delgado papel para convertirlo en arte. Sus ojos se deslizan con alegría de un extremo a otro de mi cuerpo y sus manos se agitan frenéticamente en un éxtasis de creatividad. El sol va adormeciendo mis sentidos y mis párpados caen pesados mientras recuerdo con agrado el paseo que acabamos de dar y las palabras que han salido de su boca acerca del amor con mayúscula y con minúscula. Parece no importarle la hora que es, ni el que todavía no hayamos comido. Me encuentro muy a gusto allí, bajo el sol y en su compañía, embriagada como estoy de luz, de la hierba que se arremolina junto a mis pies descalzos, en torno a mi pose, interrumpiendo su pesado vacilar para él. Diego me parece un tipo de esos que dicen de si mismos que no se les sabe apreciar. Quiero paladear su presencia con intensidad, agradeciendo todo lo que hace que sea posible; desde el césped que movido por la brisa acaricia mis brazos, hasta la fragancia de las flores que dividen la zona de hierba en la que nos encontramos, no quiero que su inspiración lo sea sin mí. Cierro los ojos lentamente…
El césped se vuelve poco a poco de papel, para después volver a ser la sábana roja y roída en el estudio.
-¿Qué tal vas? -Le pregunto todavía adormilada, como si me hubiera tele transportado hasta el estudio y la sábana roída con solo un parpadeo, y los árboles y la hierba me estuvieran engañando, haciéndome creer que son pinceles y estanterías llenas de libros. Ni siquiera el viaje de vuelta en moto ha conseguido acabar con esa sensación.
-Mejor –contesta, su ceño fruncido por la concentración se relaja y le permite levantar los ojos para mirarme sonriente -creo que ya tengo una idea clara de lo que voy a hacer.
Se acerca hasta donde me encuentro con el bloc en la mano y me enseña lo que ha estado haciendo.
-Mira -dice, sentándose en la cama conmigo -¿Qué te parece?
El dibujo representa a una muchacha joven cuyo cuerpo logra que la oscuridad de los trazos del lápiz quede interrumpida y no sea capaz de avanzar hacia el corazón del papel. Soy yo… tengo que ser yo… me veo como si me mirase en un espejo cuyo reflejo hubiera sido dictaminado por él con el fin de mejorarlo… Me parece increíble. Diego pasa de página y vuelvo a verme, esta vez de cuerpo entero en la postura sobre la que hemos estado trabajando todo el día. Casi sin darme tiempo a apreciar más detalles, vuelve a pasar otra página y me veo en un nuevo retrato exactamente igual que el anterior, pero esta vez estoy completamente desnuda…
-Yo no soy así -le digo, ruborizada, como si fuese la representación de una verdad oculta puesta a la vista de todos -¿A qué viene esto?
-Ya. Pero yo te imagino así –responde dulcemente, pero no a mí, sino a la muchacha del dibujo, a su Alba imaginada.
-Yo no tengo esos pechos… -Le contesto, sabiendo que de todo lo que ha surgido de su imaginación es lo que más parecido tiene con la realidad, para así poder negar también el resto, renunciar a ello antes de que me duela descubrir lo que también haya podido ser inventado por él. Ha traspasado una frontera más de mí sin yo quererlo y cada vez me siento con más miedo, más indefensa y a la vez más débil. Como quien espera dormido a su oponente cuando ya ha dejado de serlo, con la esperanza de que pase de largo, sabiendo que será algo más fácilmente soportable que probar la sangre por primera vez, aunque suponga el abandono.
-Me lo figuro –dice entonces, dándome la razón con descaro -Pero como eso yo no lo puedo saber, me lo tengo que imaginar.
-¿Y por qué no me has pintado vestida como estoy y ya está?
-Porque me gustas más desnuda –sonríe.
-Eso no lo sabes porque nunca me has visto…
Entonces, deja su bloc sobre la cama y viene lentamente hacia mí. Sin apartar sus ojos de los míos, acerca su boca hasta detenerla a una minúscula distancia de mi piel. Sigue mirándome fijamente como si en el mundo no existiera nada más. Como si la habitación en la que nos encontramos estuviese a oscuras y mis pupilas fuesen el faro que le conduce a tierra. Sólo con acercarnos unos milímetros nuestros labios se fundirían en un beso. Noto como mi cuerpo avanza despacio sin entender qué fuerza es la que lo está dirigiendo. Siento su cálido aliento sobre mis labios y un escalofrío despierta mi cuerpo por completo. Su mano se posa suavemente en el cuello de mi blusa y noto como lentamente comienza a desabrochar el primer botón con delicadeza y sin rozar mi piel. Empiezo a sudar, y acerca sus labios un poco más. Su mano termina de desabrochar el botón y baja hasta el segundo, recorriendo el camino de tela que los separa con la yema de sus dedos, interrumpiendo la mágica música de la incertidumbre que hasta entonces había impuesto el silencio, con el sonido del roce de la piel contra la tela.
-Lo siento -le interrumpo apartándome de él y cubriendo mi escote con el brazo -. No puedo hacerlo.
No sé por qué me resisto, pienso mientras noto como el deseo me empuja a estrecharme entre sus brazos y caer rendida bajo el ataque de sus besos. Esto es precisamente lo que quería evitar que pasara, pero ya ha comenzado y no se puede hacer nada más. Amar el rojo con todas sus consecuencias, aunque acabe manando de mis labios cortados al sonreírle, de mi pensamiento cuando no entienda lo que me dice… Supongo que así está bien, que así es como debe ser cuando se está dispuesto a amar el dolor del otro, su rabia.
-Discúlpame. Tienes razón -. Contesta azorado mientras se levanta y camina hasta el fondo de la habitación rascándose la cabeza con nerviosismo. Se vuelve con la decepción marcada en su rostro y dice:
-Perdóname. Siento lo que acaba de suceder, te prometo que no se volverá a repetir. Me he dejado llevar por el momento.
Está tan incómodo como yo. Vamos a olvidar lo que ha pasado, de momento, si es lo que quiere, si le va a hacer sentir aliviado… Pero sucederá, sucederá… El armisticio de mi piel ha dado lugar a la auténtica guerra, a la verdadera posibilidad de morir de amor.
-No te preocupes -le tranquilizo, intentando aparentar naturalidad -Es normal que ocurra. Supongo que estarás acostumbrado a que se acuesten contigo todas las que posan.
-No. No te confundas –contesta nervioso -Yo no quería acostarme contigo.
-¿Y por qué me querías quitar la ropa entonces? -le pregunto, haciendo ver que comprendo perfectamente todo lo que ha pasado.
-Porque quería verte desnuda para pintarte. Nada más.
-¿Y el beso?
-Yo no te he besado –susurra confundido.
-No – sonrío -pero poco te ha faltado a la distancia a la que te has puesto.
Comienza a dar vueltas por la habitación enfadado, consiente de que le estoy acorralando sin quererlo, con el calor de mi piel, con mi voz firme y la manera en que le digo las cosas, sin un atisbo de titubeo.
-Verás -me interrumpe -Creo que es mejor dejar las cosas claras.
-Yo no soy quien tiene que hacerlo -le interrumpo.
-Sí. Lo sé. Admito mi culpa -. Dice aturullado. Después, se acerca hasta donde estoy y se sienta a mi lado. El sudor ha hecho que su colonia vuelva a oler como si se la acabara de echar y me da la sensación de que si el miedo o el nerviosismo olieran, su aroma sería ese.
-A ver si soy capaz de explicártelo para que lo entiendas… Bien, si he de ser sincero, admito que sí que deseaba besarte. Pero solamente porque me he dejado llevar por el momento.
¿Por el momento? ¿Solamente porque se ha dejado llevar por el momento? pienso para mi. Hago una mueca y vuelvo a tumbarme otra vez sobre la cama. Estamos de nuevo como en el parque, cuando él miraba al cielo y yo permanecía en tierra. Sólo que ahora es al revés. Soy yo la que ha comprendido lo que está pasando antes que él. Es él quien tiene que alcanzarme ahora a mí, tendida, sobre el rojo.
-Bueno. Y también porque me siento atraído por ti -concluye, sin que asome a su rostro ningún atisbo de vergüenza al decirlo -Es normal. Si no fuese así, no podría pintarte.
-¿Y eso qué significa?
-Eso no significa nada. Sólo quería besarte, tú me has dicho que no y ya está. No volverá a repetirse -concluye, como si hubiese pisado un pájaro moribundo por casualidad y el imprevisto fuera más explicable que la agonía del animal.
-También querías desnudarme -le recuerdo.
-Eso no tienen nada que ver.
-¿Y entonces por qué lo has intentado?
-Pues para pintarte –me responde con la mayor naturalidad.
-Y debo suponer que en realidad no deseabas acostarte conmigo.
-Eso es algo imposible.
-¿El qué?
-Que tú y yo nos acostemos.
-¿Por qué? –pregunto desconcertada, sin entender nada de lo que me está diciendo, para variar.
-Porque entonces ya no podría pintarte –concluye triunfal, como si fuese algo tan rematadamente lógico que no admitiese argumentación en contra.
-¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
-Pues que si tú y yo nos acostásemos, yo perdería toda la inspiración para seguir pintándote y no podría acabar mi cuadro. Y eso es ahora mismo lo que más me importa.
Sus razonamientos me parecen absurdos y sin sentido. Da igual. Le esperaré, para cuando surja otra vez de su mar de palabras, para cuando las ideas, todas esas cosas raras que dice y la inspiración y el ideal artístico y todo eso, dejen de atosigarle y no tenga más que piel, cabello y sentidos. Como yo.
-Te lo voy a explicar… -Comienza a decir, sabiendo que en realidad tendría que ser yo la que dijese esas palabras, sabiendo que soy yo la que debería estar tratándole como a un niño ignorante, perdida en mi propia charlatanería como está él ahora de nuevo.
-Verás, cuando yo estudiaba Derecho, comencé a salir con una chica por la que estaba loco, rematadamente loco. Antes de que empezásemos nuestra relación, ella me inspiraba montones de cuadros, bocetos… un sinfín de obras diferentes. Estaba realmente enamorado de ella. Más tarde empezamos a salir… y todo era maravilloso. Era muy guapa, una musa en todo su esplendor. Pero como en todas las relaciones, el tiempo pasó y el enamoramiento fue dejando paso poco a poco al amor, hasta que este ocultó completamente al anterior. Ese fue el principio del fin.
-Pues a mí me parece mucho más importante el amor sincero que el simple enamoramiento.
-Sí, es lógico. Pero no para un pintor ¿Entiendes? Un artista no necesita un amor sincero, sosegado, y aburrido. Sino el apasionamiento más visceral y profundo con el que plasmar en sus cuadros el desbordante torrente de sentimientos que brota desde su interior.
-¿Es que no eras capaz de pintar el amor?
-No - responde seco -Para mí, el amor por ella era algo sincero, pero que no estimulaba la pasión que yo necesito para crear. Poco a poco, comencé a pintar otras cosas… Me fijé en otros aspectos de la vida que colmasen a mi espíritu. Busqué otros temas para mis cuadros, como la pobreza, la amistad y todo aquello que me inspirase cualquier tipo de sentimiento. Pero un día en clase, sentado junto a ella, vi a una chica que me deslumbró con su enorme belleza, e inmediatamente mis manos comenzaron a pintarla en los folios que tenía para coger apuntes como si tuviesen vida propia. No podía parar de reflejar la hermosura de su cuerpo, de plasmar sus sensuales labios con una pasión que no admitía otro impulso que la simple excitación que me provocaban. Alejé los pensamientos de culpa y los remordimientos que sentía por mi novia y me entregué al acto de crear como cuando solamente ella era capaz de inspirarme. Cuando terminé de dibujar a mi nueva musa y vi el resultado, me sorprendí por la belleza sucia de sexo y deseo que había conseguido expresar en aquella embriaguez creadora.
-O sea. Que te enamoraste perdidamente de ella -le interrumpo.
Me mira extrañado como si no comprendiese.
-No. Yo quería a mi novia -responde.
-¿Entonces por qué pintaste a la otra chica? -insisto fastidiada.
-Porque ella excitaba mi lado más irracional, que es donde se encuentra mi capacidad creadora ¿No lo entiendes?
-Sinceramente, no.
-A ella le podía pintar como la veía o más bien como la deseaba. Para mí era simple belleza y puro misterio. No sabía nada de ella y eso me excitaba. Podía imaginármela como quisiera. Dibujarla en el papel como a mí más me gustase, complaciente y sumisa o agresiva e independiente, romántica o materialista. Podía imaginar las líneas de su cuerpo que intuía a través de las telas que lo cubrían, y este ejercicio me inspiraba más que la simple reproducción de su verdadero cuerpo.
-¿Y qué hiciste con tu novia?
-Nada ¿Qué voy a hacer? Seguir con ella. Yo le quería.
-¿Y no se dio cuenta de nada?
-No. Continué con ella mientras pintaba a la otra.
-¿Estabas enamorado de otra y seguías saliendo con ella?
-Si por enamorarse entiendes la concepción que todos conocemos del verbo como tal, no. Yo hablo de algo que nada tiene que ver con el amor, y que es el que a mí me inspira. Un enamoramiento que no es sino el reflejo de la pasión más absoluta, de la sumisión al dominio de los impulsos sobre los pensamientos. Hablo de esa excitación que te domina el cuerpo y que te impide razonar. Que te obliga a poseer y que te incendia las tripas con un calor que nos hace morder, despedazar, derribar, clavar nuestras garras y hacer oídos sordos a los gritos de piedad del otro. Eso es enamorarse ciegamente para mí.
-Ese me parece el pensamiento de un maníaco -le suelto con un bufido de hastío.
-Es el pensamiento de un maníaco si das rienda suelta a tus deseos. Yo los plasmaba en un lienzo para liberarme y regodearme en ellos sin hacer mal a nadie. Es algo que no puedes entender si no pintas. Parte de esos sentimientos eran provocados por mí de forma intencionada. Sabía que sólo la más pura entrega, liberada de los pensamientos y tabúes que llenan la culpa de los demás, impidiéndoles alzar el vuelo, podía dar lugar al arte más absoluto, más visceral. A una forma de expresión que pudiese reflejar la parte más instintiva de nosotros mismos. Aquella que permanece aún cuando perdemos la capacidad de hablar correctamente o de comprender lo que se nos dice.
-Entonces lo que tú pintabas era tu propia excitación…
-Te equivocas. Yo pintaba lo que ella me inspiraba. No me dedicaba a plasmar todas las realidades que me rodeaban ni simples impulsos sin más. Trataba de reflejar en el lienzo lo que ella era para mi, todo lo que me provocaba su presencia. Como si yo fuese un colador que filtra la realidad y dejara pasar solamente su reflejo en mi interior.
-Entonces, estabas engañando a tu novia -insisto, sin poder dejar de darle vueltas a lo mismo.
-No -contesta irritado, como si yo no entendiese nada, como si me estuviese cogiendo de la mano para llevarme a dar un nuevo paseo a través de un túnel oscuro donde tendría que buscarle de nuevo, una y otra vez, hasta que encontrara lo que él quería de sí mismo, y no lo que yo me empeñara en percibir -Lo que yo estaba haciendo era crear, yo no sentía nada por la otra chica. Y nunca intenté nada con ella mientras salía con mi novia.
-No hace falta que te líes con ella para estar engañando a tu novia –protesto -basta con que te guste otra.
-Pero a mí no me gustaba la otra, ni siquiera la conocía ni había hablado con ella.
-Ya, pero le pintabas a ella en lugar de pintar a tu novia. Creo que está más que claro…
-Pero ella no me inspiraba más cuadros, sólo era capaz de pintar el enamoramiento que sentía por la otra.
-Pues entonces no eres un artista. Eres un pintor que plasma lo que sus ojos ven, de una manera diferente. Ya sea belleza o erotismo, que por lo que me parece, para ti son lo mismo.
En ese momento me mira como si le molestara que sea yo la que está tumbada y no él, yo la que ruboriza, la que incordia, la que es capaz de bailar sobre el rojo cuando ya no es capaz de hacer que sea nada más que sangre.
-Yo pinto lo que siento al ver algo, no lo que veo –gruñe -Es diferente ¿no?
-¿Y entonces por qué no pintaste el amor que dices que sentías por tu novia?
-No lo sé… -contesta meditabundo -Supongo que es porque ella no me inspiraba.
-O porque no sabías pintarlo.
Me mira furioso, como si quisiera fulminar con la mirada cualquier rastro de mis palabras que hubieran podido quedar en el ambiente. Después, me da la espalda buscando consuelo en el vacío que parece haberse hecho en su estudio. No pienso flaquear, a pesar del silencio. Sólo quiero cuestionarle, como ha hecho él conmigo, iniciar una pequeña revolución contra sí mismo que le permita contemplarme desde el suelo, como he hecho yo con él, odiarme, como llegué a hacer nada más conocerle… Y a pesar de todo se decida también a alzar su mano, sin saber bien lo que le puede esperar, pero asumiendo ese riesgo como la única cosa vital en ese momento, tal y como he hecho yo.
-Puede que estés en lo cierto –dice de repente alzando la voz, haciendo público su lamento -Tal vez no soy capaz de pintar el amor y por eso sólo pinto la excitación que me produce el cuerpo de una mujer. Yo pensaba que lograba captar su esencia cuando las retrataba, pero resulta que no soy mejor que un fotógrafo.
-No seas tonto ¡Pero mira que te gusta comerte la cabeza! –digo burlándome, tratando de que se anime, sintiendo piedad al verle en mi terreno, desfallecido, subyugado -Lo que tú haces es muy bonito. Pintas lo que sientes, como acabas de decir. Y eso no lo puede hacer un fotógrafo.
-Sí, pero soy incapaz de crear arte, tienes razón. Sólo soy un simple voyeur que no logra adivinar las líneas de los sentimientos y las confunde con las curvas de un torso desnudo.
-Tú no haces eso -le digo molesta ante su abatimiento -Si hicieras eso no me habrías escogido a mí, sino a otras muchísimo más guapas que yo.
-Te equivocas, me estás dando la razón sin saberlo. Te pinto a ti porque al no querer acostarte conmigo has provocado lo mismo que mi musa sin nombre: que quiera usar el arte para apaciguar mi deseo. De otra manera no sería capaz. Y eso es lo que sabía que iba a pasar cuando te entrevisté en el casting.
O sea, que en el fondo me eligió porque sabía que iba a pararle los pies, casi me hace gracia y todo. Parece como si estuviese constantemente girando ante mí, retorciéndose, enredándose en la forja de la cabecera de la cama, en la lámpara, en el borde de mi escote. Le es imposible permanecer inerte dentro de sí mismo durante unos pocos segundos sin cambiar, sin evolucionar, sin que yo descubra un nuevo pasaje dentro de su laberinto interno, como es imposible repetir un trazo igual que el anterior.
-¿Y qué pasó con tu novia? ¿Sigues con ella? -le pregunto entonces con cierta ansiedad, como si me urgiera encontrar un final que quizá pueda ser un reflejo del mío, del que he decidido hace rato no tratar ya de escapar.
-No. Lo dejamos hace algún tiempo
Ahí está ¿Quién más se ha dado cuenta? Siempre volviendo y regresando de sí mismo, naciendo y muriendo a cada instante, siempre igual y siempre diferente… Las estrías de pintura de una segunda mano devorando a las antiguas, extendiéndose sumisas sobre éstas sabiendo que muy pronto también les llegará la hora y siempre serán un color distinto…
-¿Qué sucedió?
-No podía seguir con ella, me impedía pintar.
-¿Te impedía pintar a otras? Pero si no tuviste ningún miramiento para dibujar a la otra…
-Sí -admite -. Ella no comprendía que no tenía nada que ver mi amor por ella con la pasión que sentía por pintar.
-¿No entendía eso o más bien no entendía que no le pudieses pintar a ella?
Él me mira otra vez con ojos de patíbulo. Pero esta vez parece más calmado, como un revolucionario francés calculando con la mejilla la aspereza del suelo de madera en la distancia, antes del cántico de la cuchilla.
-No lo sé, supongo que serían las dos cosas.
-¿Y por eso te dejó?
-No me dejó ella, fui yo.
-¿Y por qué? -me sorprendo –Si has dicho que la querías…
-Sí, joder, pues claro que sí. La amaba. Pero yo no podía pintarle sólo a ella. Es más, tampoco podía pintarle a ella… era incapaz… Así que lo dejé.
-Pero le amabas -digo, repitiendo sus palabras.
-Sí, en efecto.
-Elegiste entonces a la pintura en vez de al amor –concluyo resignada.
-Así es… -admite compungido.
-¿Y no te arrepientes entonces?
-No lo sé… -contesta, mirándome con tristeza en sus ojos.
-Yo hubiera elegido el amor.
-Tú no pintas -responde con fastidio.
-Ya lo sé. Y ahora tú tampoco -. Pero te digo cosas que te hieren, aunque ni yo misma las comprenda.
Él parece molestarse ante mi contestación y se levanta de la cama, despacio, muy despacio, reservando fuerzas para destruir el mundo a lo largo del segundo siguiente a que sus movimientos vuelvan a detenerse. Parece que me voy a volver a mi casa otra vez antes de la hora, me sonrío amargamente. Se detiene ante el lienzo en blanco y el albor de la tela se refleja en su rostro como un mal presagio. Después, alza sus ojos hasta mí y contesta sin muestra alguna de titubeo:
-Ya lo sé. Por eso estás tú aquí.
-¿Y no sería mejor que probaras a pintar a tu ex novia? –sugiero tímidamente, sintiendo que está en mis manos contra su voluntad.
-No serviría de nada. Ya no la amo. Dejé de amarle cuando lo dejamos, y comprendí que en realidad no le quería de verdad, comprendí que era amor con Mayúscula, el que al final es falso.
-¿Y cómo llegaste a esa conclusión?
-Supongo que porque si fuera amor con minúscula y de verdad la amase, no le habría dejado.
-¿De verdad piensas eso o lo dices para justificarte?
-Hubo un tiempo en que la amé con locura. Pero cuando no pude pintarla por ello, empecé a dejar de quererle. Fue como si pusiera un límite a las dos cosas más importantes de mi vida, la pintura y ella. Era como si se enfrentasen en una batalla y no pudieran convivir juntas. Tenía que elegir.
-Me parece que has sido cruel con ella.
-No, no lo fui, no te engañes. Si la hubiese elegido a ella, hubiera sido un infeliz toda la vida, y eso no sería justo si tenía que permanecer a su lado. Le hubiese hecho pagar por algo de lo que no tenía la culpa.
-Supongo que algo de razón tienes… ¿Y qué es lo que pasó con la chica de clase a la que pintabas?
-Llegué a creer que a ella también le quería. Así que un día le pregunté si quería posar para un cuadro.
-¿Y qué te respondió?
-Me miró como si estuviese loco –ríe, por fin, ríe -Por aquella época yo no era tan conocido como ahora y muy poca gente sabía que pintaba. Supongo que pensó que estaba tratando de ligar.
-No llegó a posar para ti, entonces.
-Al final sí –sonríe maliciosamente -pero no pude acabar el cuadro, porque antes de terminarlo me acosté con ella y perdió todo el interés para mí.
No puedo evitar reírme con él, como si estuviera en un carrusel que acabara de ponerse en marcha por sorpresa y no supiera, una vez más, a qué caballito abrazarme, porque todos tienen su mirada triste mirando al suelo, su sonrisa maliciosa, su cabello cabalgando a contracorriente, su mirada astuta, o su sonrisa tierna… y así, una vuelta y otra más, y otra, y otra más…
-Pero… ¿Cómo fue que al final posó?
-Bueno… Yo continué pintándole con más fervor incluso, y realicé una exposición con todos los cuadros que había hecho. Tuvo un éxito de crítica tremendo y la gente comenzó a hablar de mí. Salía en los periódicos y en algún programa de televisión, “El abogado artista” me llamaban. Vendí todos los cuadros y empecé a cotizarme. Y eso supongo que le impresionó.
-¿Y qué te dijo?
-Un día a la salida de clase–se echa a reír –, se acercó con una deslumbrante sonrisa. Imagino que ella se reconocería en alguno de mis cuadros, y me pidió dinero por los derechos de imagen… ya ves lo que pasa por pintar a una futura letrada.
-¿En serio? -le pregunto con los ojos abiertos como platos.
-No. Es broma -ríe -. Me dijo que le había encantado mi exposición y que le fascinaba cómo pintaba. Estuvo muy amable y extraordinariamente simpática.
-¿Y qué hiciste?
-Le reiteré mi oferta de pintarle.
-¿Y accedió?
-¡Claro que accedió! -exclama -¿Cómo no va a acceder? -me pregunta, volviendo a sentarse en la cama, volviendo a admitirme en su mundo -Era lo que deseaba desde que se vio reflejada en mis obras.
-¿Y cómo lo sabes?
-Es igual. El caso es que posó ¿No? Imagínate como estaba yo… Por fin… Mi musa va a posar para mí. Tenía que ser todo perfecto, temía desilusionarle. Alquilé un estudio y trasladé allí todos los bártulos, la pintura, los cuadros, ¡todo! Tenía que ofrecerle la imagen bohemia que ella deseaba ver en mí, y eso era lo que se iba a encontrar ¡Sí! ¡Por supuesto!
-Entonces hiciste como con esta casa -le digo, observando alrededor.
-No. Esta casa no es bohemia –me dice entonces, más divertido que extrañado, con un tono tan cercano que me parece estar escuchando sus labios encarnados en mi mejilla -esta casa es así porque paso de arreglarla, si todo este caos y desorden te parece bohemio, estás majareta. Bueno, a lo que íbamos. Alquilé un estudio antiguo en una zona del casco viejo de Zaragoza. Allí colgué mis cuadros y lo amueblé con reliquias que compré en un rastro. La elección de la cama resultó difícil, no quería algo tan moderno como para robarle el encanto al lugar, ni tan viejo como para que se me desmoronase bajo el embiste de mi pasión. Finalmente opté por una cama de madera clara que encontré en una tienda de bricolaje, de esas que te montas tú mismo en casa. Pero la dejé a medio construir, decidí no barnizarla ni añadirle los adornos, ni le terminé el cabezal, dejando al aire toda la estructura de madera. Esa es la cama que tengo ahora aquí en mi dormitorio -me dice, señalando la puerta -. Y por fin, llegó el gran día… Apareció radiante. Con un ligero vestido blanco bajo el abrigo que llevaba para protegerse del frío cierzo de Zaragoza. Le hice pasar al recién estrenado estudio por el que incluso había tirado pintura en el suelo y manchado las paredes para que no se notase que estaba preparado para ese momento. Ella se sentó encima de la cama que acababa de terminar y que todavía impregnaba el aire con el aroma de la virginidad de la madera, y que el fuerte olor de mis óleos y acrílicos no lograba disimular. Para mí, ese momento era un sueño palpable que tenía miedo que se me cayera de las manos. Por eso, quizá, no me atrevía a pedirle que se desnudase. Pero no fue necesario decir nada. Antes de que me diera cuenta, había empezado a desabrocharse los botones que el vestido tenía en la espalda, y un escalofrío me recorrió, acompañando al sonido de la tela mientras se bajaba. Así, desnuda, se mostró ante mí cual Venus ante un mortal. Sus hermosos pechos, su cintura y la línea de su cuello me provocaban un mareo del que no sabía si iba a ser capaz de reaccionar. Comencé a impregnar el lienzo de color frenéticamente, mientras con los ojos devoraba el cuerpo que tantas veces había imaginado. Cada centímetro de su piel morena me parecía la cosa más hermosa que hubiesen contemplado jamás… Mis ojos no me parecieron siquiera tan jóvenes en ese momento… Habían envejecido… ¿Cómo decirlo? Como si después de ver algo tan hermoso, fuera imposible apreciar la belleza de nada más y la premonición de que todo lo que pudiera contemplar a partir de entonces, fuera tan sólo un espectáculo tedioso…
Interrumpe el relato con los párpados entornados, deleitándolos ante el recuerdo de la imagen. Le miro impaciente, esperando a que prosiga, secretamente emocionada ante el candor con que cuenta la historia. Por un momento, me parece sentir con él la excitación que le produce la evocación de ese momento tan intenso. Tengo que agarrarle de la camiseta, y zarandearle para sacarle de su ensimismamiento, camuflar mi tonta ansiedad con retazos de curiosidad…
-Vamos, ¡No seas tonto, va! Cuéntame lo que pasó después.
Él parece reaccionar y muestra una sonrisa mientras se inclina hacia atrás y se recuesta a mi lado, bajando la voz, como si sólo quisiera que su aliento y una pequeña parte de mí misma, conozcamos su secreto.
-Antes de terminar el cuadro no pude aguantarme más, me lancé sobre ella y comencé a besarle como un loco…
-¿Y qué sucedió?
-Pues que hicimos el amor. Fue el momento más erótico de todos los que he vivido hasta hoy.
-No me digas –le digo cómplice -¿Y después?
-Pues después… Creo que lo volvimos a repetir varias veces -ríe.
-Te digo que qué pasó con ella, mira que eres bobo -insisto impaciente.
-Intenté que posara otras veces para acabar el cuadro.
-¿Y no quiso?
-No, lo que sucedió es que siempre que se quitaba la ropa, yo no podía controlarme y me lanzaba sobre ella -responde con la voz entrecortada por la risa.
-¡Oh! –Exclamo, pegándole un bofetón de mentiras en el hombro-¡Pero que cerdo!
Él ríe y se gira sobre un costado para mirarme.
-Yo lo intenté, te lo juro. Pero era superior a mí.
-¿Y os hicisteis novios?
-No -contesta -yo seguía pensando todavía en mi ex novia.
-Pero eso no te impidió acostarte con la otra.
-Y dale, otra vez con lo mismo…No, no lo impidió.
-Mira que sois cerdos, los tíos.
-No lo entiendes, era el momento…
-Eso del momento es una tontería -le digo haciendo que me enfado -No es más que una excusa barata para justificar que te acostaras con ella.
-No es una excusa. Además, luego me arrepentí de hacerlo.
-¿Por qué?
-Porque nunca pude acabar el cuadro –el carrusel da otra vuelta, su voz se vuelve otra vez grave, su expresión, meditabunda.
-¿Y qué hiciste con ella?
-Nada, nos acostamos durante una temporada. Luego, dejamos de vernos cada vez más y al final dejamos de llamarnos. Supongo que para ella también perdió el encanto a partir del momento en que no pude seguir pintándola. Desde entonces jamás me he vuelto a acostar con ninguna de las que han posado para mí hasta terminar el cuadro que les estaba pintando.
-¿Y han sido muchas?
-Algunas –admite sonriendo.
-¿Y siempre terminas acostándote con ellas?
-Antes sí. Luego dejé de hacerlo.
-¿Por qué?
-Prefiero pintarlas a acostarme con ellas. Para mí es como si realmente les diera lo mejor que puedo ofrecerles sin esperar nada a cambio. Y además, prefiero acordarme de ellas por el cuadro que me inspiraron, que por la noche que vivimos.
Me dan ganas de bromear un poco, de preguntarle si tan malas eran en la cama o algo así. Sin embargo, no voy a hacerlo. Creo que hasta me ha parecido bonito lo que acaba de decir. Ahora soy yo la que mira el lienzo en blanco, pero no con pena como ha hecho él, sino con cierta intriga esperanzada, tratando de imaginar un retrato mío que se hace distinto en cada parpadeo, distinta posición, distintos colores, pero siempre desnuda, del todo, hasta de pudor y de miedo, de razones que no lo son, y cuyo resultado final no ha tenido por qué dejar de ser un misterio todavía.
-Entonces, si mañana yo me desnudase –digo entonces divertida -¿Te lanzarías encima de mí igual que hiciste con esa chica?
-No, no lo haría, prefiero tener un cuadro tuyo y recuperar mi inspiración. Siento decepcionarte –contesta guiñándome un ojo.
Los dos empezamos a reírnos, y entonces me decido a plantearle la idea que desde hace un rato bulle por mi cabeza.
-De acuerdo, tú ganas. ¿Qué te parece si mañana poso para ti desnuda?
-¿Por qué quieres hacerlo? –me pregunta sorprendido.
-No estoy segura, pero creo que es porque después de todo lo que me has contado, me apetece hacerlo. Te conozco más y te has abierto a mi… –le contesto con una risilla alterada.
-¿Y por qué mañana y no ahora? –tartamudea, todavía sin creérselo.
-Necesito tiempo para poder mentalizarme –respondo, dejando escapar un par de suspiros nerviosos –Pero prométeme que no intentarás devorarme ni nada parecido ¿eh?
-Palabra de mentiroso –bromea levantando la mano.
Siento a partir de ese momento un nudo en el estómago ante la decisión que acabo de tomar ¿Por qué lo he hecho? ¿Eh? ¿Por qué ha sido…? ¿Por qué ahora no puedo recordarlo y vuelvo a sentir miedo, indecisión, duda…? No puedo evitar excitarme al recordar lo que he sentido mientras me contaba cómo se desnudó ante él esa chica con la que tanto había soñado ¿Era la historia o eran sus palabras lo que me han hecho cambiar de opinión? Indudablemente, de lo que estoy segura es que lo quiero hacer, meterme en la piel de la chica del relato y vivir una historia de amor, de sexo, o de lo que sea, tan apasionante como la suya. Con él, con mi pintor. Aunque sea un orgulloso y un testarudo. Solamente él puede darme un momento así, sólo él puede darme la respuesta a todas las preguntas que me plantea su arte, los destellos rojos.
Sólo él puede enseñarme qué es lo que hay detrás de un cuadro. De mi cuadro.
Sólo él, mi pintor.