Abre la puerta de su casa todavía dormido, con las iniciales del sueño marcadas a fuego en la mejilla.
-Vaya, yo pensaba que cuando alguien despertaba, dejaba también de soñar… –dice bostezando, como si su ingenio se hubiese despertado antes que él -¿Qué hora es?
-Son las once y cuarto –le respondo.
-Llegas tarde –refunfuña.
No me lo puedo creer, pero si todavía lleva puesto el pijama, y las marcas de las sábanas en la cara.
-Veo que estabas empezando a preocuparte por mi tardanza –contesto con sarcasmo –La inquietud te ha causado ojeras.
-Por las mañanas no quiero chistes –corta seco.
Se vuelve, apartándose de la puerta y camina hasta la cocina, donde enseguida empieza a escucharse el ruido de los cacharros al chocar unos con otros. Hay que ver que mal humor tiene cuando se levanta. Sigo sus pasos y le encuentro sentado en una silla, restregándose los ojos. Nunca me había fijado hasta ahora, pero en este momento del día es cuando más frágil y desamparado parece. Por muy artista que sea, por mucho que se sueñe y la última palabra pronunciada del día sea el verso de un poema, al despertar, el mundo acaba siendo igual para todos cada mañana. Conforme avanza el día, se disponen de al menos veinticuatro horas para que cuando termine sea otra vez nuestro, tal y como lo queríamos o soñábamos, diferente al de los demás. Una creación propia, en la medida de nuestras posibilidades, que se irá deshaciendo irremediablemente una y otra vez mientras dormimos hasta la mañana siguiente, en la que tendremos una nueva oportunidad de que llegue a ser perfecto de una vez.
-¿Quieres que te prepare el desayuno? –le pregunto con un tono de voz vacilante, entre la ironía y la amabilidad.
-Café, gracias –murmura en la lengua de los no despiertos.
Veinticuatro horas para que el día te pertenezca al terminar… La cafetera se encuentra en el fregadero, junto a las tazas que utilizamos ayer, cuando parecían humear gracias a la sonrisa con la que me recibió. Ahora se trata sólo de tazas sucias.
-¿Estaba el periódico en la puerta? –Me pregunta de repente, como si me lo hubiese comido hoja por hoja al verlo y se lo estuviera ocultando –Siempre lo dejan ahí.
-Creo que no. No lo sé, no me he dado cuenta.
Entonces, se levanta y anda arrastrando los pies hasta la puerta de casa, después viene el portazo de abrir y el de cerrar y al final, el ruido de sus pisadas echando pestes, regresando a la cocina como si siguieran a un visitante inoportuno y escurridizo que hubiera tomado la delantera.
-Me dijeron que me lo dejarían siempre en la puerta –insiste malhumorado.
-¿Quiénes? –le pregunto sin mucho interés.
-Los del periódico cuando me di de alta. Me gusta leer el periódico mientras desayuno, pero siempre me lo dejan en el buzón.
-¿Y por qué no les llamas y se lo dices?
-Ya lo hice, pero me contestaron que el repartidor se negaba a subirlo porque no hay ascensor.
Asiento divertida ante la lógica del asunto. Y no puedo evitar reírme para mí mientras imagino la escena. Seguro que le han puesto mote y todo y que los vecinos meten miedo a sus hijos pequeños con él: Ya puedes comerte la sopa o te dejo abandonado en el rellano del ático y saldrá el señor de las malas pulgas y te encerrará en un armario.
-¿Y qué les respondiste tú?
-¿Qué les voy a decir? Que lo doparan o que le despidieran, pero ellos contestaron que no podían obligarle a subir.
-Si me dejas las llaves del buzón, te lo puedo subir yo mañana. Pero no te malacostumbres –me burlo –que como pasemos a que te planche las camisas u otros menesteres, me convertiré en Cenicienta y tú de príncipe tienes poco.
Me mira pensativo, como si lo de volver mañana fuese algo bastante improbable.
-No, gracias. No te preocupes. Supongo que me daré de baja, además, ahora puedo leerlo por Internet.
Asiento con la cabeza y aprieto el botón que pone en marcha la cafetera. Un silbido comienza a cobrar fuerza y a apoderarse del ambiente pasados unos segundos, imitando la calmada sinfonía de una rutina que tan sólo ha cumplido un día. Sonrío ante la idea de imaginar de repente su alma como un huevo puesto a hervir. Suspiro y el aire parece tener matices que recuerdo de otros días. Ya he entrado en su vida, he roto las barreras, ya formo parte ¿Y ahora qué?
-Voy un momento a ducharme -dice levantándose -¿Te ocupas tú?
-Sí. No te preocupes.
Camina con aire cansado hasta el baño. Mientras, vuelvo a sentir el nudo que tengo en el estómago y que esta noche no me ha permitido pegar ojo… Ayer tuvimos tanta borrachera de ideas, de palabras, que ahora siento cierto desasosiego, cierta angustia de un aburrimiento que no tiene por qué ser tal, que puede que sólo esté en mi cabeza, junto al miedo a volar, a envejecer, a enfermar. ¿Y ahora qué, si los días a partir de ayer no van a ser todos iguales? Si fue uno de esos que dan validez a los que vienen después y hacen que al menos, gracias a la nostalgia, no pasen en vano. Sin embargo, son fechas que siempre acaban dejando esta pequeña desazón que siento ahora, esta diminuta ansiedad por buscar instantes que no pueden repetirse… Creo que no me desnudaré… No así, cuando todo lo que veo, escucho y siento lo reconozco como algo que estoy añorando… ¿Qué sentido tendría hacerlo hoy, si no lo hice ayer, tan lejos del sueño de cada mañana, de esta cafetera humeante? El leve sonido de la música que ha puesto de fondo, suena al mismo compás que el ruido de la ducha, el café comienza a gorgotear como si el aire se estuviese quemando, todo sigue dando vueltas en un circular, una noria invisible que nos mataría de vértigo si tuviésemos conciencia de ella. Sólo ayer fue distinto. Es la primera vez que me disgusta que los días sean diferentes… Suena el timbre de un teléfono, de cualquier teléfono, encima de la nevera. “Eduardo” está parpadeando en la pantalla.
-¡Diego! –grito golpeando la puerta del cuarto de baño -¡Teléfono!
La música cesa de repente.
-¿Cómo? –pregunta a través de la madera húmeda.
-¡Te llaman al móvil!
-¡Cógelo tú y pregunta qué quieren!
Obedezco con fastidio, con la misma desgana del primer día… pongo toda mi atención en cada pequeño gesto, el máximo cuidado, será lo único en repetirse, en convertirse en rutina, lo único que tendré que acostumbrarme a amar… Sin posibilidad de nada más… El tiempo en libertad, prófugo del lienzo vacío donde se detienen las cosas.
-¿Sí?
-¿Diego?
-No, perdona. Soy Alba… Diego está en la ducha y no puede ponerse.
-Ya veo, ya veo, soy Eduardo, nos conocimos en el casting –la risa suena extrañamente real para estar llegando a través de un teléfono. Suena a ojos verdes y mueca fácil, tal y como los recuerdo.
-Me ha pedido que pregunte que qué quieres.
-¿Qué tal estás? ¿Trabajando ahora?
-Sí, más o menos. Acabo de llegar y le he sacado de la cama. Supongo que en breve empezaremos.
-Bien. Pues dile por favor que me llame, que hemos tenido un problema con el de la galería de arte y es urgente que venga esta misma tarde a Zaragoza para solucionarlo.
¿Esta misma tarde? ¿Entonces yo cuándo voy a posar? Pienso, haciendo del alivio momentáneo una pequeña decepción.
-Está bien, Eduardo, se lo diré, no te preocupes, un beso.
-No te olvides, otro.
La voz de Eduardo se convierte entonces en un pitido. Quizá sea mejor así, quizá sea mejor la nada que una nueva víctima en el cementerio de cuadros. Quizá mejor que no tener que verme más adelante reflejada en un cuadro fuera del cual ya no sepa vivir ¿Por qué será que desde que le conozco tengo este temor por la pérdida y todo lo que sucede cerca de él parece más trágico, menos cotidiano? ¿Por qué ahora necesito esa extravagancia, esa forma exagerada de hacer las cosas? Y prefiero la nada, que todo se disuelva antes que se quede inmóvil, vacío… ¿Y si no le digo nada hasta después de posar? La mentira es de madera y flota en el océano. Pero no. No puedo hacer eso… puede ser urgente, urgente. Como la puerta del baño que por fin se abre, como su desnudo urgente asomando allí donde albornoz, “Gran Hotel Rómulo I, El Conquistador” bordado en el bolsillo convierte lo místico en mundano. Un segundo de risa amarga… siempre en la provisionalidad, siempre con cosas que no son suyas… Incluida yo… Sus largos cabellos chorrean sobre el charco de mi tiempo.
-¿Qué querían?
Dudo antes de responderle.
-Era Eduardo. Dice que hay un problema con algo de una galería y que tienes que estar esta tarde en Zaragoza.
-Mierda –susurra, como si tuviera miedo que la palabra entorpeciera esa búsqueda continua de belleza efímera -Dame el teléfono.
En ese momento vuelve a mi cabeza el café y corro hasta la cocina para apagar la cafetera. Está listo, pienso tristemente, intentando hacerme creer que el olor a quemado proviene de otro sitio. Vierto un poco sobre la taza mientras escucho atenta la conversación que mantiene en la otra habitación.
-¿Cómo? …Joder… ¿Y Víctor qué opina? …como siempre… vale, vale… si no hay más remedio… ¿Tú no le puedes intentar convencer? …No, no, de ninguna manera. Dile que no… ¡Me da igual lo que le haya dicho Víctor! …Pues que te lo haga…Vale, vale… Sí, no te preocupes, estoy allí antes de las siete… No lo sé, ya veré cómo… Te llamo cuando lo sepa, adiós. Ala, venga…
Viene hasta donde estoy, todavía con el albornoz puesto, y se sienta en la silla. Le acerco el café pero no parece darse cuenta.
-¿Era algo importante? -le pregunto preocupada.
-Chorradas -contesta con desdén -Pero tengo que estar en Zaragoza esta misma tarde, así que tendré que salir ya de aquí. Lo siento -se disculpa, mirándome como si estuviera muerta, no yo, mi imagen, mi contorno, mis colores… -, pero no te puedo pintar hoy.
-No te preocupes -acepto con un estruendoso susurro de decepción premeditado que suena terriblemente por toda la casa, más bajo que el silencio, para que no le haga daño -. Si tienes que irte, vete.
-No me apetece nada irme.
-¿Por qué?
Me mira a los ojos para contestarme, y tengo la esperanza de que me esté mirando a mí, a mí… ojala pudiera ser su obra ya acabada, aunque continuara respirando.
-Preferiría quedarme aquí contigo, y pintarte.
-No seas tonto -le digo lentamente, notando como pesa mi voz, negociando por puro egoísmo, por pura desidia de alejarme de su mundo después de que ayer me dejara entrar en él, sin saber qué hacer fuera de allí… –tienes que ir
-Es la verdad, créetelo.
Comienza a sorber su café y su cara se transforma en una horrible mueca, primero de estupor y luego de repugnancia. Después, se levanta de un salto y lo escupe todo en la fregadera.
-¿Pero qué es esto? -pregunta, mirando la taza.
-Es… café -le contesto avergonzada -¿Tan malo lo hago como para que tengas que escupirlo o se trata de otra de sus gracias?
-¡Pero esto es… es intragable! -exclama, mirándome inquisitivamente.
-Yo… no sé… Puse el café del bote que hay al lado de la cafetera y un poco de agua, nada más… -le digo, señalando el bote que contiene el café molido.
Coge el paquete de café con una mano y lo mira, leyendo lo que pone en el envoltorio.
-Pero… ¡Esto es café instantáneo!
-Yo… -le digo confundida -No sé… yo sólo vi que era café… y lo puse en la cafetera.
- ¿Todo?
-Sí, hasta la marca de máximo.
Comienza a partirse de risa delante de mí, y exagera un atragantamiento que le hace tener que apoyarse en la nevera, como si la risa le impidiese respirar.
-Serás una estupenda ama de casa -me dice entre carcajadas -Recuérdame que nunca te pida que me laves la ropa.
Entonces me pongo de pie yo también, haciéndole creer que estoy ofendida, y comienzo a golpearle en el pecho… Pero en realidad no lo estoy, en realidad lo único que quiero es volver a hacerle pedazos como hice ayer y que él vuelva a destruirme a mi… y después, entre las ruinas, atrapados entre los escombros, poder volver a rescatarnos, el uno al otro… tal y como somos en realidad. No es un juego en modo alguno, no, no lo es. Son golpes de verdad, golpes que hacen daño… quiero ver mis manos manchadas de rojo… Le golpeo tan fuerte que tiene que protegerse con las manos, ha dejado de reír… De repente, y sin saber cómo, me encuentro varada en sus brazos, atrapada, mi respiración y mis latidos tronchados en la misma gavilla apretada. Me lleva en voladas hasta el sillón del cuarto de estar, tan rojo en ese momento como mis manos, por fin, mis manos, donde me tira… al vacío… a su rojo…
-¿Pretendías envenenarme? –pregunta enfadado mientras su mano me inmoviliza los brazos y la otra impide que pueda levantarme -¿Y ahora qué? ¿Querías partirme en dos? ¿Has sido boxeadora o algo? Si alguna vez necesito el color morado, no te preocupes, mojaré el pincel en mi hombro…
-Sólo pretendía hacer un café a tono con el humor que tienes por la mañana -le respondo, mientras consigo zafarme de sus manos y le empujo, tirándolo al suelo.
Se incorpora y se queda sentado en el suelo. Ya está, de cada segundo una tragedia, de cada nueva bocanada de aire un motivo para buscar la belleza, de los escombros del alma, nosotros… sólo nosotros… Al caer, se le ha abierto el albornoz y puedo verle completamente desnudo delante de mi, que le miro con miedo, con el mismo que yo quería evitar… mirándonos los dos, prefiriendo la destrucción total antes que un nuevo fracaso.
-¿Por qué no te vienes conmigo a Zaragoza? –dice al fin, cubriéndose apresuradamente como si hubiera estado haciendo equilibrios sobre su propia desnudez. Cuesta estar desnudo delante de otro ¿Verdad? la debilidad de la carne es otra diferente a la del pensamiento… es más fácil añorarla, más fácil que se pudra y se eche a perder. El pensamiento en cambio, puede sobrevivirnos, es su presencia la que nos atormenta, no su falta.
-¿Para qué quieres que te acompañe? –me doy cuenta que se me ha puesto voz de barco hundido, de avión flotando en el océano.
-Para hacerme compañía, sólo estaré dos o tres días –la suya es de soldado sentado, esperando pacientemente al enemigo entre los cadáveres de sus compañeros -Así te puedo enseñar la ciudad, te gustará.
-Pero tú tienes que hacer eso por lo que te han llamado -le recuerdo.
-Sí, pero eso sólo va a llevarme un día. El resto podemos estar juntos.
¿Estar juntos? ¿Para qué quiere que estemos juntos? Hasta ahora el mundo era esta casa, esta habitación, este cansancio al subir por las escaleras, la incertidumbre… ¿Cómo será si toma posesión de lo que hay tras estas paredes? ¿Podré quizá albergar para mí un paisaje de devastación tan extenso cuando llegue el final, aunque sea en forma de pincelada? No es lo mismo esa casa que tanta distancia, añorar cuatro paredes y el cementerio de cuadros, el olor del aguarrás y la paleta de colores decrépitos, que echar en falta parques, calles y ciudades enteras… U odiarlas, o sufrirlas… Sea lo que sea lo que me deje, aunque sea alegría, será en forma de dolor.
-¿Y por qué quieres que estemos juntos? –no es una pregunta, es una llamada de auxilio, hoy nada es lo que parece ¿No es así? Hoy eres tú el que teme llegar tarde y yo la que te mira como si se hubiese bebido el café amargo de un trago y soportado los golpes, sin decir nada.
-No lo sé… Siempre es bueno que te vean con una chica tan guapa como tú, así luego hablan bien de mí las otras chicas.
Me mira con guasa, es evidente que no es por eso y acompaño sus risas aliviada… Otra vez como en los viejos tiempos ¿eh? Cómo en los viejos tiempos que comenzaron hace tan sólo tres días… Hasta que tú vuelvas a estar en el suelo y yo en el sillón, que ha dejado otra vez de ser rojo… Como dos ancianos de nosotros mismos, guardando los silencios, el pasado, los golpes y los cuadros vacíos en el cajón de los medicamentos, para cuando lo que ven los demás de nosotros mismos o nosotros mismos, los necesitemos.
-¿Puedo decir que eres mi novia? -me pregunta con cachondeo.
-No -le respondo con una carcajada rezagada, aparentando altanería.
-Es igual. De todas maneras vienes ¿Verdad?
¿Así? ¿De repente? No puedo evitar imaginar la conversación con algo de sorna. Papa, mama, me voy a Zaragoza con Diego, ya sabéis, el que está pintándome un cuadro. Sí, papá, ese que dices que sólo pretende acostarse conmigo ¿Vale? No sé dónde dormiré ni cuándo volveré. Ya os llamaré, un beso. Os quiero. Qué más da… De todas formas, es más fácil que hablarles de la nada tras las cortinas de mi habitación, del abismo invisible al otro lado de cada uno de los peldaños que llegan hasta allí, de los ojos de Diego y el tiempo circular.
-¿Y donde dormimos? -le pregunto, por decir algo.
-Yo en mi casa, y tú si quieres también, pero no es necesario si te sientes incómoda. Te prometo que no te morderé si te quedas conmigo. Además, allí podemos seguir pintando, también tengo un estudio… O si lo prefieres… puedes dormir en un hotel. Yo te lo pago, no te preocupes.
-Tendría que avisar a mis padres…
-Claro, por supuesto… Llámales si quieres desde el teléfono de casa.
Busca la intimidad del estudio mientras él conecta la tele y se acomoda en el sillón.
-¿Ana?
-¿Sí? –contesta –Hola Alba ¿Desde dónde llamas?
-¡No te lo vas a creer!
Le explico corriendo y a trompicones todo lo que acaba de pasar, y le pido consejo… Pero hoy nada es lo que parece… y en realidad, mi amiga sabe que le estoy pidiendo que abra su armario para mí y me preste unas alitas de papel.
-¡Por favor! ¿Estás loca? Te ofrecen unas mini vacaciones con todos los gastos pagados, con un tío que te gusta y que además no es el típico pijo de los que sueles rodearte… ¿Y te planteas si estás segura? ¿Segura de qué?
-No, no me gusta –me enfurruño en voz baja, para que no me oiga Diego.
-Sí, sí, ya ¿Entonces cuál es el problema?
-Que… que bueno, que en el fondo no tengo claro por qué quiere que le acompañe.
-¿Qué te ha dicho él?
-Me ha dicho que para estar juntos -respondo en un susurro. Juntos, no atrapados.
-¿Para qué?
-Para estar juntos -repito.
-¿Y nada más?
-Nada más.
Pasa un rato en silencio antes de responderme.
-Escucha Alba, me interrumpes de mi estudio para preguntarme si debes acompañar a un tío a Zaragoza porque quiere estar contigo, o pintarte, o lo que sea… ¿Qué se supone que tengo que responderte?
-No lo sé… ¿Qué hago?
-Es que yo no soy tú, no puedo decírtelo.
-Pero tú qué es lo que harías si estuvieses en mi lugar.
Se oye un suspiro a través del auricular. Como si ella acabara de saber de repente que ya no había marcha atrás, ni retorno, que en realidad he llamado para despedirme de la Alba que era antes y que ahora ha cambiado, aunque sabe sin saber a qué y a la que sólo mi amiga quiere echar de menos, porque teme por la que está ahora hablando con ella… Por la que no es como ella cuando cae, algo de ella se rompe como una bola de navidad, las nuevas esquirlas que surgen y empujan más y más adentro a las que estaban clavadas de antes.
-No estoy segura, supongo que haría lo que me apeteciese hacer en vez de darle tantas vueltas a la cabeza, así que te sugiero que hagas lo mismo, nada más.
-Pero…
-Te dejo que tengo que estudiar -me interrumpe, el aliento al otro lado huele a suerte, a ánimo, a “espero tener que echar de menos sólo a una de vosotras, Alba” -Quedamos cuando vuelvas ¿Vale? Pásalo bien en Zaragoza. Ah y gracias por el teléfono del pintor del amor.
-¡Serás.!
Clic. Es el momento de llamar a casa, de despintar el rosa de las paredes, desbordar la vainica de la colcha y romper el pequeño tocador
-¿Sí?
-¿Mama? Soy Alba.
-¿Sí? ¿Pasa algo, cariño? Este no es tu número.
-No, verás… -comienzo sin mucha confianza -Es que tengo que irme esta tarde a Zaragoza a trabajar un par de días…
-¿Cómo? ¿A Zaragoza? -me pregunta extrañada.
-Sí -titubeo -Es para un trabajo de unas fotos.
-¿Y con quién vas?
-Voy con más chicas y con Yago -le miento.
-¿Va Yago? –pregunta extrañada.
-Sí, claro. Es… para un catálogo. Llamaba para pediros permiso.
Se oye su respiración en el largo silencio que me devuelve el teléfono antes de volver a escuchar su voz. Un silencio que suena como la penumbra en el salón frente a la televisión, a dedos cansados sobre el mantel y sobre la puerta de mi habitación cuando no estoy… recuerdo en ese momento también el gorgoteo del café, el sonido de la tela cuando Diego ha vuelto a anudarse el albornoz… Ahora escucho a las cosas, los objetos, el silencio… Mañana quizá también a las formas y los colores… Lo he aprendido de él… Como todo lo invisible… Brutalmente.
-A mí no me parece mal, pero no sé qué es lo que dirá tu padre.
Su voz también suena con nostalgia, pero es diferente a la de Ana. La suya es la del viajero en tierra, que se zambulliría en la sombra del que despide para acompañarle sin ser notada. ¿Mi padre? Si ese es todo el impedimento que hay, ya está todo solucionado. A mi padre le dará un infarto de alegría, un susto de vida cuando se entere que me voy de casa tres días, y encima para trabajar. Los dos se quedan con la niña y sus lazos, con su cara de payasito que llora, adiós, adiós. Una con el fantasma. El otro con la verdadera, con la que nunca he dejado de ser y me ha arrebatado, como quien amputa un brazo o una pierna.
-Bueno, pues me paso luego por casa y me lo dices ¿De acuerdo? Y me hago las maletas.
-Vale, cuando vengas a casa lo hablamos, hasta luego.
-Hasta luego, mama.
En el cuarto de estar le encuentro atento a las noticias, se vuelve a mirarme esperando que le confirme lo que voy a hacer.
-De acuerdo, entonces… ¿A qué hora salimos…?
Él sonríe… La última despedida, la última mirada antes del viaje es para mí misma, para lo que se queda allí de mí.