Me ha asustado.
Observo su rostro, sobresaltada ¿Qué le pasa? ¿Qué se le acaba de ocurrir? Ahora se encuentra cerca del lienzo, acariciando la superficie de color vainilla que acaba de pintar con las yemas de los dedos.
-Está seco -dice, volviendo donde estoy.
Respira fuertemente, y al mirarle se hace inevitable buscar en su cuerpo una lanza clavada o un manantial de sangre, alguna razón para este repentino ímpetu. Toma mi mano sin dejar de sonreír en ningún momento, tira de ella para que me levante. Me coloca otra vez de pie sobre el colchón, seguidamente desenrosca las tuercas que sujetan al lienzo en el caballete y se dirige a un espacio libre del estudio para tumbarlo allí, sobre el suelo, la superficie pintada hacia arriba. Después baja las escaleras corriendo. ¿Pero qué está haciendo? Escucho ruidos en el piso de abajo, y sube frenético los escalones de dos en dos, agitando una goma de pelo en la mano. Se acerca hasta mí y me recoge el pelo en una coleta, con el placer de un verdugo que guarda algo inesperado para su presa.
-Es para que no se te manche…
Después, llega hasta la mesa y la hace rodar hasta situarla a escasos centímetros de donde yo le observo intrigadísima.
-¡Necesito música! -exclama con un grito ahogado en jadeo desesperado, y salta hacia una estantería donde hay un equipo musical. Las notas comienzan a sonar fuertemente en toda la estancia, son tambores, ¡no! Una despedida, tal vez.
-Ahora tienes que quedarte quieta -me ordena, poniéndose enfrente, haciéndome sentir el mismo vértigo de antes.
En ese momento, coge un tubo de pintura y apretándolo, deposita una delgada línea de crema azul en el dedo índice.
-Voy a utilizar óleos -me explica -porque el acrílico seca demasiado deprisa y esto nos va a costar bastante tiempo. Espero que no estés cansada porque vas a estar de pie una hora larga como mínimo.
Asiento con la cabeza y seguidamente acerca su dedo hasta mi hombro y lo comienza a untar con el óleo, que en sus manos resulta brutalmente glacial, lo mismo que sus susurros acaban por romper los espejos en los que me busco y su risa me hace sentir un insecto mutilado.
La pasión en él es descontrolada, un atajo para quien tenga prisa por dejar de sentir el suelo bajo los pies.
-Voy a pintar encima de tu cuerpo con diferentes colores. No te preocupes porque es un óleo especial al agua que se quita sin disolventes, se te irá con una simple ducha caliente.
Su dedo acaricia mi hombro otra vez dibujado líneas de fresco aceite que me erizan el vello. Ahora la sensación es grata y placentera porque he pasado a ser su lienzo, su obra y el tiempo me es restado a cada segundo, por fin, hasta que pueda observar desafiante desde el otro lado y solo llegue a ser ideas, belleza, en la cabeza de los demás. Se arrima a la mesa y esparce diferentes colores sobre la paleta en cantidades abundantes, azul de barro, rojo amaranto y el verde extraño de los árboles quemados. Antes de decidirse por un color, lo observa detenidamente, acercándolo al foco de luz y extendiendo un poco sobre un trozo de papel. Ahora unta mi cuello con una mezcla de rosa y blanco, en una caricia en la que emplea todos sus dedos. Está concentrado únicamente en la labor que realiza en esos momentos sin prestar atención a que a mí ahora también me falta el aire y que ya sólo soy avidez que comer de sus manos.
Poco a poco va extendiendo los colores por todo mi cuerpo, incluidos los brazos y las piernas. Cuando llega al pecho, se detiene un momento para observarlo y murmura algo ininteligible mientras su expresión ceñuda se pasea de nuevo por la paleta de colores. Finalmente, hunde sus dedos en un rojo que centellea entre el resto de los colores, un rojo caprichoso y mentiroso, que jura que en realidad es verde o azul y que no debemos temerle, pase lo que pase. Suavemente, sus dedos forman círculos de diferentes tonalidades sobre mis pechos, con suma delicadeza, que van agudizándose conforme avanzan al centro, al corazón del corazón. Cuando por fin sus dedos rozan el límite de este, se detienen y toma de la paleta una pizca de color dorado que deposita con suavidad en cada uno de mis pezones. Mi cuerpo entonces se estremece y se contrae levemente como si acabara de empezar una metamorfosis orquestada por él para deleite de ambos. No sé si podré seguir soportando su tacto en mi piel mientras los colores van depositándose, y la sensación aceitosa y lubricante que ha traspasado ya mi tacto para sumirlo en una ardiente sensación de placer que recorre cada célula de mi piel cubierta por los óleos. Quizá deba hundir sus dedos más adentro, penetrar en mí con ese mismo haz de colores para que puedan entender lo mismo, poseer la misma belleza. No puedo evitar gemir de placer. Diego entonces se percata y se detiene, clavándome otra vez los ojos como si comprendiera. Después sonríe y unta de nuevo toda la palma de su mano en color dorado, dejándola caer al centro de mi ser, hacia mi sexo, mientras sus ojos no se desvían de los míos, encarando contundentes su súplica. Sus dedos me acarician entre las piernas con la delicadeza del que pinta un cuadro sobre él, resbalan relajados sobre los óleos que los cubren, untando de colorido placer su lengua caliente y sus labios húmedos. En ese momento, cierro los ojos arrastrada por el deseo desbordado, buscando asideros en el aire para no caer…
Diego se separa un momento para coger un fino pincel y lo unta de rojo tras humedecerlo en un bote lleno de agua. Lo dirige a mi pezón y comienza a acariciarlo con las suaves cerdas, dibujando círculos sobre el dorado que lo cubre. Noto cómo se pone duro, y al observarlo, se dirige al otro para colorearlo también con el mismo placer. Cuando observa que se produce el mismo efecto que en el anterior, lo deja sobre la mesa y vuelve a untar sus dedos en el óleo, para acariciarme después el rostro, masajeándolo dulcemente. En ese momento, alcanzo el éxtasis y me rompo en un mar en el que siempre había temido naufragar sin éxito. Mis piernas flaquean. Diego tiene que sujetarme… Se detiene mientras recupero la serenidad y vuelve a depositar su dedo índice sobre el color rojo cubriéndolo de óleo.
-Esto es lo último -me dice, alargando el dedo hasta mis labios y paseándolo por ellos con un suave roce que vuelve a sumergirme irremediablemente.
Con delicadeza, me acompaña hasta el lienzo que se encuentra tumbado sobre el suelo, y me coloca de pie encima de él.
-Ahora -me explica -tienes que tumbarte boca abajo sobre el lienzo, así se impregnará de los colores que llevas en tu piel como si de un sello se tratase, ten cuidado -. Dice agarrando mi brazo mientras yo me deslizo despacio sobre el lienzo y me tumbo en la posición que me indica. Los óleos se escurren a los lados debido a la presión que ejerce mi peso sobre la tela del lienzo, en una sensación sumamente agradable. Permanezco un rato deleitándome hasta que me indica que me levante. Al hacerlo, siento como se despega mi cuerpo del lienzo suavemente, y observo el efecto que ha quedado impreso sobre él. Una silueta femenina de múltiples tonalidades aparece dibujada perfectamente. ¡Que maravilla! pienso embelesada por la emoción. Me aparto del lienzo y vuelvo a posar mis pies sobre el suelo. Diego examina el resultado del cuadro satisfecho y tuerce su rostro hacia mí, sonriente.
-¿Te gusta? -me pregunta.
-¡Me encanta! -contesto con sinceridad.
-Este es un cuadro que a mí me refleja tu belleza y todo lo que ella me inspira. Pero ahora viene lo más difícil -continúa con decisión -Vamos a pintar el amor.
-¿Y cómo vamos a hacerlo? -le pregunto, sin poder imaginármelo.
-Tú sólo tienes que dejarte llevar.
Camina hasta la pared en la que se amontonan los lienzos blancos y coge el de más grandes dimensiones, abre un espacio aún mayor que el anterior sobre el suelo y lo tumba también hacia arriba.
-Ven aquí -me llama.
Me acerco y vuelve a colocarme encima del lienzo.
-Yo nunca he podido pintar el amor, no porque sea incapaz de pintarlo, sino porque el amor es imposible de reflejar sino es entre los dos que se aman. Ahora tú y yo pintaremos el amor como debe de pintarse, juntos, amándonos.
Con un gesto, comienza a desabrochar lentamente los botones de sus vaqueros mientras mi mirada le sigue con los ojos desorbitados. Se los baja inclinando su cuerpo y se desprende de ellos, primero por un pie y luego por el otro. Continúa, sacándose la camiseta por la cabeza con mayor rapidez, y finalmente abandona sus calzoncillos sobre el suelo, mostrándose completamente desnudo frente a mí. Su cuerpo ha cambiado desde que lo viera por primera vez en el estudio de Madrid, ahora parece un hombre maduro derrotado por el amor, igualmente hermoso, ansioso por alcanzarlo antes de consumirse por última vez en su propio fuego. Sin darme tiempo a reaccionar, toma mi mano y la coloca sobre la paleta de colores.
-Ahora mi cuerpo es el lienzo y tus dedos son los pinceles -dice en un susurro.
Penetro con mis dedos entre los oleos, que se entremezclan a su paso. Le miro tratando de hacerle sentir el mismo estremecimiento devastador que he sentido yo ante él, que hace que no se encuentre más razón en la piel que los colores, que la carne solo sea sombra. Quiero ante todo ser un igual para con él, tener la suficiente fuerza como para contrarrestar la suya, devolverle el privilegio. Poso mi mano firmemente sobre su torso, dibujando sobre él sin asomo alguno de delicadeza. Araño su pecho manchado de colores, dejando surcos al paso de mis uñas y mis manos comienzan a acariciar y a untar sus brazos, descubriendo su color verdadero más que impregnándolo de otros nuevos. Las piernas y el resto de su cuerpo van ocultándose poco a poco bajo un arcoíris de óleo de formas sinuosas. Acerco mis manos a su cara, extendiendo por ella más pintura, mejillas verdes, frente amarilla, el pintor renaciendo de sí mismo como obra. Impregno mi dedo de rojo en la paleta, que vuela hacia sus labios como abeja diminuta, recién liberada de un corazón desbordado. Sin embargo él me detiene…
-Píntame con tus labios –me dice.
Obedezco pero no es suficiente, faltan piel y labios, y faltarían aunque después de un rato sólo fuéramos dos calaveras rozándose, mientras el óleo parece cobrar vida al manchar nuestros labios, nuestro cuerpo, lo que se ve y lo que no se ve de nosotros… Así hasta que me levanta con cuidado y me deposita delicadamente sobre el lienzo.
-Ahora vamos a pintar el amor de la única manera que es posible hacerlo –me dice entonces casi en silencio, como para no pervertir todo ese arte, toda esa belleza, con sonidos extraños que no tienen nada que ver con todo ello -Amándonos.
Se coloca sobre mí y comienza a besarme ávidamente en el cuello, alimentándose de lo que soy desde ahora, color, sólo color deslizándose por todo su cuerpo. Abrazados, rodamos sobre el lienzo como uno solo… Nuestras pieles manchando la superficie blanca, dibujando colores que forman el paisaje arrasado de nuestro amor, de lo que éramos antes de conocernos. Después, parece estar buscando una forma de entrar en mí, como ha hecho antes con sus dedos manchados de pintura, la manera de excavar una abertura que le permita acomodarse en mi interior como si fuese un lecho en el que poder reposar por fin a salvo de todo y yo acaricio su espalda deslizando mis manos por el resbaladizo óleo impotente, quizá buscando lo mismo, luchando por lo mismo, aún sabiendo que es imposible. Sus besos cosquillean mi vientre y sus labios se pasean por todo mi torso, suben de nuevo al cuello y se refugian en mi boca. Lágrimas de felicidad surcan mi rostro y caen sobre el lienzo, confundiendo su naturaleza humana con la química de los óleos en un mismo paisaje. Después aprieta su cuerpo contra el mío con fuerza, mientras en mi oído musita unos murmullos que no necesito escuchar para comprender:
-Estaba confundido… sí que puedo llegar a amarte…
Le abrazo todavía con más fuerza y separando nuestros rostros, le digo mirándole a la cara:
- Te quiero.
Nos dejamos vencer bajo el ímpetu de otro interminable beso. Noto como lentamente penetra en mí sin causarme dolor y me llena. Le siento arder en mi interior, y eso acaba por encender irremediablemente lo poco que habíamos dejado el uno del otro. Comienza a moverse suavemente y todo en mí llora de placer a pesar de que ser una capacidad que he dejado atrás como una serpiente, en otra piel. Porque ahora sólo soy rojo, colores y texturas con las que saciarnos los dos… hasta derramarnos el uno contra el otro, como dos corrientes enemigas luchando por poseer el mismo cauce. Después, se derrumba agotado sobre mí, enredado en mi abrazo, el calor de su cuerpo consumiendo el mío en un mismo latido. A continuación, alza su cabeza para mirarse multiplicado por mil en mis ojos vidriosos.
-Creí que nunca podría querer a nadie hasta que te conocí…
-Y yo no sabía lo que era amar hasta que te besé por primera vez –contesto a todos los fragmentos de su imagen.
Continuamos así abrazados un buen rato, el uno dentro del otro, colores, solo colores mezclados…