El ruido del timbre me despierta de repente.

Él ya no se encuentra a mi lado, y la habitación permanece a oscuras.

Mientras me desperezo, escucho el sonido de la puerta de casa abriéndose y cerrándose de golpe junto a las voces de dos hombres. Todo cuanto pasó ayer gotea en mi cabeza en fragmentos inconexos que me hacen sentir una extraña libertad. Como si en ese momento todo fuera más fácil y algo que antes era… tarde… siempre tarde… se hubiera quedado para siempre en su pintura y fuera hermoso además. Al rato, se escucha el ruido de unas pisadas al subir por las escaleras, y la cabeza de Diego asomando por la puerta de la habitación.

-¿Estás despierta? -susurra.

-No… -le contesto, envolviendo mi cabeza con la almohada. Le miro entre boba y tímida como si temiera que ya no reconociera en mí el rostro, ni el cuerpo que pintamos anoche.

-Pues no será porque yo no te he dejado dormir bien, que la de las patadas toda la noche has sido tú -. Me responde, abriendo la puerta del todo y acercándose a la cama.

-¿Qué tal has dormido? –me dice después, acariciándome el pelo.

-Bien… pero ahora necesito mimos… -le contesto melosa.

-¿Que necesitas mimos? -ríe -Yo te daré mimos.

Me besa dulce, muy dulcemente, como si se hubiera hecho los labios con papel de arroz antes de venir a despertarme y noto que le sucede como a mí, que está hecho de colores jóvenes y tenues otra vez, que ha dejado abandonada su rabia en el lienzo y que ahora, donde quiere hacerme hermosa, es fuera.

-Tengo que ir a la galería a colocar los cuadros -me dice -. Ha venido Eduardo para ayudarme, está abajo ¿Quieres desayunar? Ha traído churros.

Termino de desperezarme y me levanto de la cama, mostrándole mi nueva desnudez, blanca y transparente a la nueva luz del día.

-No tengo ropa…

-Te dejaste anoche el pijama en el estudio, sube a buscarlo que yo te espero abajo con Eduardo, y no te preocupes, no te voy a dejar salir de casa así no vayas a ir por ahí inspirando a todo el mundo a la vez–contesta riendo, todo suena a risa en él de repente, el ruido que hace por el pasillo, sus pasos rápidos escaleras abajo.

En su estudio todo se encuentra ya ordenado, y los cuadros cuelgan de la pared que hay al fondo. Me aproximo para observarlos detenidamente. Tal y como he intuido al despertar, el que representa mi figura, forma una bella y colorida composición que me resulta agradable. Pero el que me sobrecoge es el que se encuentra a su derecha, y sobre el que anoche hicimos el amor. Encima de la blancura del lienzo, se agolpan los colores siguiendo un ritmo frenético, en el que finalmente se entremezclan o se superponen, dependiendo del movimiento que realizásemos. El fuerte rojo de dos manos clavadas sobre el frío blanco, se sitúa a ambos lados de la figura de múltiples tonalidades que deriva en una línea que, deduzco, formó mi columna vertebral con el roce. Se vislumbran las huellas de pies y manos en una multitudinaria confusión de colores, así como adivino la forma de uno de mis senos, por la marca que anoche dejó sobre la tela. La pintura brilla, y no parece encontrarse todavía seca. Es como si los espesos regueros de pintura desparramada sobre él pudieran morder al tocarla y su olor fuera a sudor, calor y aliento. Descubro mi pijama tirado en un rincón de la sala, y lo recojo para ponérmelo con cierto reparo, como quien roba una mortaja porque tiene frío.

-Hola -me saluda Eduardo cuando me ve aparecer en la cocina, sonriendo como si conjurara la alegría del chocolate y los churros que han traído para desayunar -me alegro de volver a verte.

-Yo también -le respondo, todavía dormida.

-Siéntate aquí -me indica Diego, apartando una silla de la mesa.

Eduardo sonríe al vernos, y yo me pregunto un tanto avergonzada si sabrá lo que sucedió anoche, si se lo habrá contado Diego. Pero él no parece darse por entendido y actúa con absoluta normalidad.

-Bonito pijama -me dice después Eduardo con una sonrisa.

-Gracias… Es muy fresco -le contesto, sonrojada

-Ahora tengo que ir a la galería para arreglar el desaguisado que me ha montado el galerista -nos corta Diego - No creo que tarde más de una hora o dos. Si quieres, puedes quedarte aquí en casa y darte una ducha, o bien puedes dar un paseo y quedamos donde tú prefieras.

Lo medito despacio antes de darle una respuesta, sin saber muy bien qué decidir.

-Mejor te espero en algún sitio y así doy una vuelta por Zaragoza -termino escogiendo.

-De acuerdo -contesta -te llamo al móvil cuando termine con todo y quedamos ¿Te parece bien?

-Sí, lo hacemos así.

Alcanzo uno de los churros, ya fríos, y me lo acerco a la boca. Diego y Eduardo hablan mientras tanto de gente que no conozco. Me veo incapaz de seguir el elenco de nombres que enumeran en su conversación, y me abandono en los recuerdos de la noche anterior y a mi nueva nitidez, recién adquirida, de la que todavía no soy plenamente consciente. Cuando los dos se marchan hacia la calle, les acompaño hasta la puerta, y Diego se despide de mí, en los labios, como si fuera uno nuevo después de un millón anteriores.

-Tardaré poco -dice - No me eches mucho de menos.

Cierro la puerta tras de ellos y apoyo mi espalda en la pared, soltando un suspiro de satisfacción. Parecemos ya una pareja que se despide para ir al trabajo y puede que el día a día, los días repetidos tengan verdaderamente sentido cuando tienen esta cadencia.

El vapor de la ducha, cada una de sus partículas, penetra por los poros de mi piel, purificándolos. Ahora que me ha desnudado de todo con sus manos manchadas de pintura puedo sentir otra vez cada milímetro de epidermis con la intensidad de quien va recobrando sus sentidos poco a poco. Meto la cabeza bajo el agua caliente con los ojos cerrados, notando cómo el calor relaja mis músculos y los tonifica. Alcanzo el frasco de jabón y derramo una abundante cantidad en la palma de la mano, paseándola seguidamente por axilas y brazos, acariciándome los pechos y el vientre, envuelta en un fresco aroma a frutas de mentira. De tanto en cuanto, al acariciarme, detengo un momento mis manos y trato de reproducir sus caricias, hostigando a la memoria de mi cuerpo como si tuviera nostalgia del caos… del caos enamorado de anoche. Canturreo feliz, envuelta en el denso vapor que se acumula por el cuarto de baño.

Después de un rato dejando al agua caliente recorrer mi cuerpo, cierro el grifo y me envuelvo en una toalla. Saco de mi maleta un ligero vestido rojo de una pieza, que he traído a sabiendas del efecto que produce en él ese color. Me lo pongo y salgo a la calle. El sol irradia su luz a través de los dos árboles del jardín, arrancando verdosos destellos de sus hojas, y reluciendo sobre las secas hierbas del suelo. Me parece uno de los días más bonitos que nunca he visto… ¿Será verdad que estoy enamorándome, que estarlo se parece tanto a sentirse placenteramente parte de todo con cuanto se entra en contacto? Del aire, del agua o de toda esta luz.

 

Doy un paseo por el barrio donde se encuentra la casa de Diego sin una dirección determinada, dejándome llevar simplemente. Está formado de chalets bastante viejos, como el suyo, que forman pequeñas manzanas, apiñados en bloques. Sin embargo se disuelven enseguida en el paisaje urbano, a favor de altos edificios y la circulación de los coches, que se hace cada vez más espesa. El contraste entre ambos trazados hace de la casa de Diego un pequeño reducto de otra época enclavado en mitad de la ciudad, donde no sólo se hubiese quedado el tiempo, sino también la lucha por la belleza y las musas sometidas. Continúo mi camino sin prisas, y llego a una gran avenida por la que circulan montones de coches en una misma dirección. Opto por dirigirme a una calle que diviso a lo lejos, de mayor tamaño que por la que ahora transito, y en la que se perciben las copas de numerosos pinos como fuego verde ardiendo en el horizonte. Paso a paso, me voy rodeando de una marabunta cada vez mayor de árboles, y finalmente me encuentro cara a cara con las flores del parque en el que he desembocado. Allí puede escucharse la respiración tranquila de la ciudad, pasean ancianos y corren los niños, las parejas se escuchan sentadas en los bancos de madera. Junto a la naturaleza todo parece tornarse sencillo y básico, todo parece irradiar un aura de tranquilidad. A lo lejos, se divisa una alta colina por la que cae el agua de la cascada de una fuente. En su cima, una enorme estatua de color blanco que representa la figura de un hombre parece vigilar que nadie interrumpa la paz del parque, pero que no puede evitar que suene mi móvil.

-¿Sí?

-¿Dónde estás? –pregunta al otro lado la voz de Diego.

-En un parque muy grande, en el que hay una estatua enorme de color blanco en lo alto de una montaña.

-¿Es la estatua de un rey?

-Sí, lo parece.

-De acuerdo, entonces espérame cerca de la estatua que iré a buscarte en unos cinco minutos ¿Conforme?

-Vale, voy yendo hacia allí.

-Un beso.

-Adiós.

Mientras subo la pequeña colina por unas escaleras de piedra blanca que rodean la cascada, me recreo en el sonido de los pájaros de los árboles, que silban una canción que parece contener un mensaje. Es tan distinto al Retiro que recuerdo a su lado. Este parece pintado por él, después de anoche, muy de mañanas, garabateando otra vez, una vez apaciguado el rojo… Jamás me pude imaginar que Diego y yo íbamos a terminar juntos algún día. No lo entiendo, es tan… tan… soberbio, tan intransigente a veces con las opiniones de los demás. Y sin embargo me atrae todo lo que dice, aunque yo piense todo lo contrario la mayoría de las veces. Puede que sea el candor con que se expresa lo que hace que sea tan especial. La pasión que pone a sus palabras y el pleno convencimiento de lo que está diciendo, logran muchas veces contagiarme su entusiasmo.  Aparece en su coche, casi sin darme cuenta, al poco de llegar a la estatua. Me divisa a través del parabrisas y gira el volante para poner el capó del coche mirando hacia mí. Se detiene cerca de donde estoy. Después baja del coche y se acerca hasta mí sonriendo.

-Perdone, estoy buscando a una musa de increíble belleza por aquí ¿No la habrá visto por casualidad?

-Lo siento -le contesto -pero creo que por aquí sólo hay musas de una belleza normalita.

-Pues entonces ¿Usted a qué se dedica?

-Yo soy musa, pero sólo poso para un pintor.

-¿Y qué tengo que hacer para que acepte posar para mí?

-No creo que esté usted en condiciones de pujar…

Me agarra del brazo y tira de mí suavemente hasta encontrarse nuestros ojos. Comienza a besarme y a morderme los labios con pasión.

-¿Qué te apetece hacer? -me pregunta.

-Quiero conocerte más –contesto alborotada por sus besos -Quiero que me enseñes los lugares en los que has crecido, donde has pasado los momentos más felices y más tristes de tu vida. Quiero que me hables de esos momentos, y así pueda yo conocerte mejor y entenderte.

-¿Y si nos montamos en el Autobús Turístico? ¿No te sirve?

Me arrimo a su boca y le robo otro beso… otro, otro, siempre otro, cogiendo la luz que se refleja en su rostro en cada bocanada y que se evapora en cada nuevo movimiento.

-¿A ti que te parece?

-De acuerdo -se apresura, subiendo de nuevo a su coche -Primera parada: El Pilar.

-Pero si ya lo vimos.

-Por dentro no…

 

Las altas paredes de la basílica contrastan en tamaño con la imagen de la virgen, no más grande que uno de mis brazos. Su actitud es más respetuosa que en otras ocasiones, casi puedo escuchar el tono de su silencio. Siento una agradable claustrofobia, como si además de sentirme a gusto en sus brazos, me sintiera igual de bien paseando por lugares que parecen enclaustrados en su pecho.

-¿Es esa? -le pregunto extrañada.

-Sí -afirma, sentado a mi lado -esa es la Virgen del Pilar.

-Es muy pequeña -susurro.

-Lo importante no es la imagen, lo importante es el Pilar.

-¿El qué?

-La columna que la sostiene.

-¿Por qué?

-La leyenda dice que la Virgen se le apareció allí, donde está ahora la imagen, al apóstol Santiago. Y que le dejó ese Pilar de piedra, encargándole que construyese una iglesia. También se dice que el Pilar continuará siempre en ese lugar hasta el fin del mundo… Y ahí sigue, desde hace casi dos mil años.

-¿Y eso es verdad?

-No lo sé, no soy teólogo… Pero yo lo creo.

-¿Tú? -me sorprendo -Pero si tú eres la persona más escéptica que he conocido en temas religiosos.

-¿Escéptico? Yo soy una persona muy espiritual.

-Pues no te entiendo.

-¿Por qué?

-Porque me da la sensación de que tú solo crees en lo que te conviene -me sincero.

-¿Sí? -parece pensárselo -Puede ser…

-Pues a mí me parece mal -le indico-. No puedes escoger lo que más te gusta de una religión y olvidarte de lo que no te interese.

-Yo no hago eso. No soy mala persona ni nada parecido.

-Ya… Pero pecas.

-¿Cómo?

-Que pecas… Como anoche, por ejemplo.

-Para mí, eso no es pecar.

-Pero para tu religión sí que lo es.

-Disculpa, para mi religión no. Para su Iglesia querrás decir.

-Es lo mismo.

-No, no lo es.

-Pues sí, una Iglesia no es un partido político en el que podamos votar sus estatutos.

Un anciano sentado a nuestro lado en el banco nos indica que guardemos silencio, llevándose un dedo a los labios.

-Marchémonos fuera -dice en voz baja.

Salimos por una de las puertas del enorme edificio, pero en realidad, continuamos dentro de él.

-Escúchame ahora -me pide -Yo no dejo de ser cristiano por dejar de ir a misa o de cumplir las ordenanzas de la iglesia, dejo de formar parte de esa Iglesia completamente consciente de ello. Por eso mismo que tú dices que la Iglesia no es un partido político en el que sus miembros puedan votar libremente sus preferencias, sino que se basa en una estructura jerárquica piramidal, en cuya cúspide se encuentra un Papa, curiosamente elegido por votación, que ordena y dirige a su gusto o criterio, es por lo que yo, lejos de pretender discutirle a su santidad sobre temas en los que indudablemente poseerá un conocimiento mayor que el mío, opto no pertenecer a algo con lo que no estoy conforme.

-Sí, pero yo tampoco estoy de acuerdo con muchas cosas de la Iglesia y no por eso me salgo de ella. Si a todo el mundo que le pasase eso le diera por salirse, sólo quedaría el Papa.

-Eso es una decisión personal. La Iglesia es una institución bimilenaria, con una estructura muy definida y que no puede ser discutida. Si a ti no te gusta eso, en lugar de opinar o recelar, lo que debes hacer es: Uno, acatar lo que te dice la Iglesia que tú has escogido. O dos, abandonarla, ya que nadie te obliga a pertenecer a ella. Lo que no se puede hacer es estar a medias.

-Es muy fácil decirlo, pero a ver qué es lo que te dicen tus padres, por ejemplo, si les dices que ya no eres católico.

-Disculpa, pero yo no sería católico porque a mis padres les gustase que así fuese. En todo caso lo sería, si yo tomase esa decisión de cara a Dios ¿Acaso tú eres católica por tus padres?

-Pues sí, porque es lo que ellos quisieron para mí.

-También querían que estudiases Derecho y no lo hiciste.

-No es lo mismo.

-Sí que lo es, se trata de decisiones que debes de tomar tú, no tus padres -responde, sin admitir discusión.

-¿Y se puede saber la razón por la que tú estudiaste Derecho? ¿O es un secreto tan importante como para que siempre que hablemos de él, me cambies de tema o te enojes? -Le pregunto entonces, enfadada ante su siempre martilleante tengo yo la razón, buscando provocarle para que me conteste a la pregunta que desde hace tiempo ronda mi cabeza, abrir puertas silentes y ventanas secretas. Hacerle por fin asomarse a ellas. Convencerle de que también he tomado su ímpetu, no sólo la fascinación, y que tengo los brazos dispuestos a cogerle si erra el vuelo en habitaciones desoladas.

-No es asunto tuyo -me responde casi en un grito, agresivo.

-Tampoco son asunto tuyo otras cosas y yo te las cuento.

-Yo no te obligo a hacerlo.

-Ya lo sé -contesto, deteniéndome -te las cuento porque quiero que me conozcas. Pero con tu actitud, la que nunca va a llegar a conocerte soy yo –la impotencia y la rabia se vuelven en ese momento líquidas y saladas y él me mira expectante y sorprendido como si le hubiera robado unas pocas lágrimas que tuviera guardadas para otra ocasión. Enseguida se acerca hasta mí preocupado y me estrecha entre sus brazos.

-Tranquila… tranquila… ¿Por qué lloras? No me parece que sea para ponerse así.

-¡Sí que lo es! ¿Qué quieres que piense? Anoche nos acostamos ¿O es que no lo recuerdas? Puede que para ti sólo fuese una noche más, pero para mí fue algo muy importante y que significó muchísimo. Y lo hice porque te quiero. Pero no parece que por tu parte sea igual, o por lo menos no lo demuestras.

-¿Por qué dices eso?

-Sé que nos conocemos hace muy pocos días. Pero para mí, han parecido una vida a tu lado. Y me he entregado total y completamente a ti, sin dudas y sin reservas. Pero al parecer, eso no me da el derecho a exigirte que por tu parte ocurra lo mismo, a que confíes en mí de una vez, a que confíes en alguien ¿No te has dado cuenta de que en realidad no sé ni cómo eres? Sé lo que piensas, sé lo que te gusta, sé cómo vives… Pero no sé lo que sientes.

-Sabes que te quiero.

-Sí, lo sé. Eso no lo dudo. Pero aparte de eso, no sé nada más porque tú no quieres que lo sepa. Parece que pongas una barrera ante la que me tengo que detener que ponga “Hasta aquí. Lo demás es cosa mía y tú estás fuera”

-¿Y qué es lo que quieres saber? -transige, con resignación.

-No es lo que yo quiera o no quiera saber. Es lo que tú quieres contarme si te decidieses a confiar en mí.

Permanece mudo durante el camino de vuelta al coche, sumido en sus pensamientos, de vez en cuando se mira en un escaparate o en un charco del suelo, como si buscara asumir que su desnudez no fuera tan evidente como la de un cuerpo sin más. Rodamos por un vía repleta de vehículos en dirección al centro de la ciudad.

-Vamos a la Facultad de Derecho –anuncia al fin, gravemente, como quien dice que no puede moverse porque hay una paloma muerta sobre su sombra. No puedo evitar estremecerme, sentirme en parte culpable, temiendo incluso tocarle para que cada roce no se convierta en otro saqueo del que en realidad quisiera formar parte a manos de otro.

-El hombre sabio no es el que aprende de sus errores -dice -sino el que los rectifica a tiempo.

-¿Qué quieres decir?

-Es lo único que aprendí en cinco años de carrera.

-¿Lo único?

-Lo más importante.

-¿Y tú rectificaste tus errores a tiempo?

-No…

 

Llegamos hasta la Ciudad Universitaria como viajeros del silencio, el coche se resiente sobre los adoquines de su pavimento, trip, trap, trip, trap, un pequeño inconveniente más, como si Diego hubiese puesto todo eso allí de mala gana para una diva caprichosa que se empeña en escaparse detrás de los decorados una y otra vez. Aparcamos frente a la fachada de la Facultad, y subimos la escalinata que nos conduce al interior. Al entrar en el hall, Diego se detiene y mira a su alrededor como si estuviese en campo abierto y las paredes ocultasen más de lo que muestran.

-Llevaba mucho tiempo sin pisar este lugar… Sigue como siempre. ¿Crees que estará en su sitio? -pregunta en voz alta.

-¿El qué?

-Sígueme -Grita de repente, avanzando rápido hasta las escaleras que se encuentran en el lado izquierdo, como si estuviera dirigiendo la carga de la caballería. Subimos los dos pisos que tiene en total el edificio, a grandes zancadas él, yo detrás, siguiendo su paso a duras penas. Se detiene ante la puerta de cristal de una enorme habitación que debe ser la biblioteca de la facultad y que le cierra el paso.

-Sigue allí… -Dice después, adivinando a través de los cristales forrados de carteles la silueta de algo que no alcanzo a ver y que se proyecta más allá del reflejo de Diego. Empuja la puerta y me indica con un gesto que pase delante de él. La gente que está allí estudiando levanta un momento la vista de lo que están haciendo y nos miran sin mucho interés para volver a zambullirse otra vez en su neblina de sudor, olor a libros viejos y mal aliento. Frente a mis ojos se descubre un enorme cuadro que destaca sobre la frialdad de las estanterías metálicas y los libros desordenados, como si el atardecer hubiese entrado de repente a tomar un café.

-¿Te gusta? -me pregunta, a mis espaldas.

El cuadro parece concentrar toda la atención de la estancia y ser el centro de esta por su llamativa composición. En su lado izquierdo se concentran cálidos rojos, amarillos y naranjas formando un fondo que, en su lado derecho, representa un anochecer envenenado de azules.

-¿Qué es? -le pregunto.

-Es mi cuadro preferido. Lo pinté para la facultad cuando estudiaba tercero de carrera.

-¿Y por qué lo pintaste para la facultad?

-Hay una razón, que es la causa principal de… -duda antes de proseguir y yo sé que en realidad es a sí mismo a quien tiene que convencer, de quien tiene que evitar las lágrimas o ganar la comprensión -Bueno, es un cuadro decisivo. Pero también hay otras razones secundarias. Por ejemplo, odiaba tener que venir siempre a la biblioteca a estudiar, y encontrarme nada más entrar con la pared glacial en la que está colgado. Si a eso le unimos la rigidez y horizontalidad de los libros ordenados sobre las estanterías, conseguía desanimarme cada vez que tenía que quedarme aquí, horas y horas, con el derecho administrativo o con el procesal. Por eso creo que había que humanizar un poco este pequeño reducto en el que mis compañeros y yo pasábamos parte de nuestra juventud. Cada vez que entro aquí y lo veo colgado, me siento un poco como en casa.

-¿Y cómo es que te lo colgaron?

-Hablé con el Decano de la facultad y se lo propuse, así, sin más. Resultó que también era un gran amante del arte, y le sedujo la idea de darle a la biblioteca alguna seña de identidad. Así que me financió los materiales y me proporcionó un pequeño espacio en el que pudiese llevar a cabo la labor.

-¿Y qué significa?

-Es una representación de las edades del hombre –contesta bajando todavía más la voz, ante la mala cara de una chica que está estudiando junto a nosotros -Mira, la izquierda es el nacimiento y la derecha la muerte ¿Lo notas? Amanece a la izquierda, colores vivos y alegres. Y anochece a la derecha, colores fríos y apagados. Las figuras que se suceden en el primer plano representan las edades del hombre en sus momentos esenciales, por este orden: La concepción, el embarazo, el nacimiento, la infancia, el joven amando y creando una nueva vida, la madurez, la espera del final, y la muerte y vuelta a formar parte de nuevo de la naturaleza ¿Lo ves?

Mis ojos siguen cada una de las figuras, reconociendo cuál es la que corresponde a cada etapa y buscándole en el rojo del extremo.

-¿Y por qué es tu preferido?

-Bueno, ya no lo es -me responde.

-¿Y eso?

-Ahora mi preferido es uno que se está secando en mi estudio -sonríe.

-Ya… -contesto, sin creerle -¿Y cuál de los dos que se están secando es? Si se puede saber…

-Eso sólo lo responderé delante de mi abogado -ríe.

-Por aquí hay bastantes -le digo, mirando a los estudiantes que bucean entre los códigos de las estanterías -Escoge uno y responde.

-Ahora en serio -dice, volviendo al cuadro -Esta es la razón por la que no quiero hablar de mi carrera.

-¿Por el cuadro? Pero si es precioso… No lo entiendo.

-No es por el cuadro, es por todo lo que significó en su momento.

Continúo expectante, atenta a sus palabras, que por fin se atreven a revelar el secreto que tan celosamente guarda su dueño.

-Este cuadro significó un momento de ruptura en mi vida. Él fue lo que me decidió a dejar mi carrera en tercero y comenzar a pintar en serio.

-¿Dejar la carrera? Pero si me dijiste que te habías licenciado…

-En efecto, me licencié. Pero lo hice por una promesa -responde, con gesto grave.

-¿Por una promesa?

-Y por un tragedia.

-Me estás asustando…

Pero no me responde, tan solo me toma de la mano y me aparta de allí, como si no quisiera que mirara más el azul por temor a encontrar alguna silueta conocida. Yo permanezco también en silencio, pero así como el suyo parece más bien un último estremecimiento antes del llanto, el mío es como un gran hábito bajo el que protegernos los dos. Fuera del edificio, nos sumergimos en el bullente paisaje del parque universitario, donde todo, la gente sentada en el césped y los bancos, el sonido de bongos y guitarras, los malabares lanzado pelotas rellenas de arroz al sol… parece surgir y moverse al ritmo entrecortado e insistente de la fuente que llora en mitad del estanque. Paseamos cogidos de la mano entre los árboles, pero esta vez evitamos la sombra, como si bajo cualquiera de los charcos de luz que abrasan el suelo y la hierba, volviéndolo casi blanco, fuera más fácil para él retomar la palabra.

-Te voy a contar algo que nunca le he contado a nadie… -Dice al fin, y nos detenemos para sentarnos sobre el césped que rodea el estanque. Un perro bebe agua mientras su dueña lo vigila desde un banco.

-Todo empezó cuando estudiaba segundo de Derecho -comienza -. Las asignaturas que se amontonaban sobre mi pupitre, esperando a que yo me decidiese un día a estudiarlas, eran el reflejo de mi falta de entusiasmo ante la carrera. Conforme aumentaba el tamaño de las pilas de apuntes, aumentaba mi apatía. Fue por esa época en la que comencé a pintar en serio, y las clases se sucedían entre dibujos, bocetos, ideas y tareas más propias de mi verdadera vocación.

-¿Cuál? -le interrumpo.

-Pintar.

-¿Y ya lo sabías?

-Lo sabía desde antes de empezar la carrera.

-¿Y por qué no estudiaste entonces Bellas Artes?

-Porque no me dejaron hacerlo.

-¿Quiénes?

-Mi padre.

-¿Y por qué? Si era lo que tú querías…

-Sí. Pero mi padre no opinaba igual. Él decía que Bellas Artes era una carrera sin sentido, y que no servía para nada. Así que me obligó a estudiar Derecho.

-¿Por qué Derecho?

-Porque él era catedrático de Derecho Administrativo.

-¿Sólo por eso?

-Por eso, y porque pensaba que era lo mejor para mí. Porque él, con Derecho, había llegado adonde quería llegar.

-Pero no es justo…

-Díselo a mis dos hermanos.

-¿También estudiaron Derecho?

-Sí, claro. Es la carrera familiar.

-¿Y qué paso? Continúa.

-De acuerdo… Sucedió que durante el segundo curso, sufrí una depresión muy fuerte. Estudiaba y no encontraba sentido a lo que hacía. Me veía a mí mismo alienado, sucio por no tener el valor de dirigir mi propia vida. Acobardado para enfrentarme a las decisiones de mi progenitor, y a la vez con miedo a defraudarle y que se sintiese decepcionado conmigo.

-Pero no es justo que te obligase a estudiar lo que él quería.

-Ya lo sé. Pero él lo hacía porque quería lo mejor para mí… Pero eso lo entendí demasiado tarde.

-¿Por qué?

-Déjame continuar y lo comprenderás… Pues bien… Me debatía, día sí y día también, entre abandonarlo todo y lanzarme a vivir mi vida, y la duda de si hacerlo era lo correcto. Poco a poco, la depresión se fue agudizando. Me levantaba por las mañanas sin ganas, detestaba acudir a la facultad y llenar mi cabeza de leyes, odiaba desperdiciar mi juventud entre libros que no me decían nada, y veía cómo conforme pasaban los días y superaba las asignaturas, el destino que yo no había elegido se extendía ante mí. Caminaba por las calles mirando a la gente y tratando de descubrir en la expresión de su rostro si se sentían felices, si hacían lo que les gustaba o lo que debían de hacer, tratando de encontrar en los ojos de alguien la respuesta que pusiese fin a mi indecisión.

Se detiene y toma mi mano entre las suyas antes de decidirse a continuar, como si me estuviera pidiendo permiso o yo tuviera que guiarle por el resto de historia y darle esa respuesta que espera.

-Pero un día, al entrar en la biblioteca de la facultad para enfrentarme a otra tediosa tarde de códigos y jurisprudencia, mis ojos se posaron en la lisa y fría pared donde ahora descansa mi cuadro, y pude verme reflejado en ella como si me devolviese la imagen de un espejo. Mi reflejo vestía chaqueta y corbata, era viejo, portaba libros jurídicos en una mano, y en sus ojos se leía la tristeza del que un día no supo enfrentarse a su destino y cambiarlo a tiempo. Era yo dentro de unos años si no me decidía a vivir mi propia vida, era mi padre… Los libros que llevaba en la mochila se hicieron insoportablemente pesados, y los arrastraba como si fuesen las cadenas que no me atrevía a soltar por miedo a fugarme de mi propia condena. En ese instante, me di la vuelta para salir de la biblioteca y pude verme reflejado en los cristales de la puerta. A mi espalda, continuaba la imagen de mi futuro sobre la pared que mi imaginación se empeñaba en devolverme. Resolví en ese instante que la mejor manera de decidir lo que tenía que hacer, era contraponer esa triste pared, símbolo de mi destino, con uno de mis cuadros, símbolo de lo que deseaba ser… Así que le propuse al Decano pintar, darle vida y abrir una ventana a la fantasía en la biblioteca, por la que poder escapar si así lo decidiese finalmente. Representé “Las edades del hombre” para reflejar así mi vida física, su finitud sobre la pared que simbolizaba mi destino. Un día llegué a la biblioteca y mi cuadro estaba ya colgado. Cuando mis ojos se posaron sobre él, solté los libros y decidí no desperdiciar un minuto más en algo que no era lo que quería hacer. Abandoné la carrera, y comencé a recorrer el nuevo camino que había escogido seguir.

-¿Y tu padre cómo se lo tomó?

-Imagínate… Fue el disgusto de su vida. Tuvimos una pelea y discutimos como nunca, pero yo no cedí en mi empeño de dedicarme a la pintura.

-¿Y qué sucedió?

-Dejamos de hablarnos, y me fui a vivir a la casa de un amigo.

-¿Y desde entonces no os habéis hablado?

Me mira con una tristeza infinita, inabarcable, que parece flotar en el agua y permanecer junto a nosotros sobre el césped. Sus ojos brillan, bañados en lágrimas que quiere evitar derramar pero que estoy segura que ya han comenzado a manar en alguna parte, en el reverso de su pecho o tal vez en los tobillos, donde otros sueñan tener alas.

-Mi padre murió -contesta con la voz entrecortada.

Guardo silencio y siento dentro de mí una profunda tristeza por todo lo que me está contando. Ahora entiendo el por qué de su agresividad cuando le sacaba este tema y el por qué de la repentina cadencia del agua cayendo detrás de nosotros y que he extrañado al sentarnos, de los fragmentos de hierba seca y arrancada, del barro, como una pequeña gangrena que le estuviera cercando poco a poco.

-Tres meses más tarde -continúa, secando una lágrima que logra traspasar la barrera de su entereza, y surca su rostro, quebrado ya en un gesto de dolor -le dio un derrame cerebral y se quedó en coma. Acudí a verle al hospital… Pero ya era demasiado tarde. Lo único que pude hacer fue decirle lo mucho que sentía todo lo que había pasado, y prometerle que acabaría la carrera. Pero no creo que llegase a escucharme desde donde se encontrase.

-Seguro que sí –le digo torpemente, tratando de que se anime -, no te preocupes.

-Aguantó diez días en coma -prosigue, mientras las lágrimas ya liberadas, bañan su triste expresión -Yo volví a casa, con mi madre y mis hermanos. Cuando los médicos nos comunicaron que ya era irreversible y que el final era cuestión de días, me encerré en mi habitación y decidí no salir de allí hasta que su ataúd estuviese cerrado. No quería que mi último recuerdo de él, fuese el de su cadáver… prefería recordarlo lleno de vida. Durante dos días viví con el alma arrugada ante lo inevitable. Cada vez que sonaba el teléfono, mi corazón se encogía en un puño, esperando la llamada que me confirmase lo que todavía no era capaz de creer, y que me indicara que debía vestirme para acudir al entierro de la persona que me dio la vida y todo lo que soy. En esos instantes de espera, escribí la única poesía que he logrado componer desde el día que dejé de hacerlo, tal era mi dolor.

En ese momento, entorna los ojos y con la voz entrecortada por los sollozos deja escapar un verso tras otro como el canto de una despedida, que parece no haber terminado todavía.

 

“La muerte llega en el sonido de un timbre

de un teléfono, que vive sin sonar.

Corbata negra sobre la cama.

Esperando.

Un insulto a las ganas de vivir.

Un nuevo camino, vacío de ti.

Lágrimas pugnando por salir,

esperando derramarse con el pistoletazo de salida del teléfono.

(Ring)

Se acabó.

El consuelo que busco en la esperanza, frustrado.

Roto el cuerpo, viaja el alma

lejos de nosotros.

¿Hasta cuándo?

Sin segundas partes.

Corbata negra sobre la cama,

sombrío presagio.

Color liso y uniforme,

Triste.

Esperando

el timbre que no llega,

las palabras que no quiere escuchar,

la nueva realidad vacía de ti

vacía sin ti.

Vividos los momentos, son recuerdos.

Dolor de no haberlos exprimido.

Lo inevitable no es sino un insulto,

Un dejar atrás la vida.

Corbata negra, me ofendes.

Tiñes de negro la habitación,

Las noches,

Los sueños,

Los nuevos días que ya no vendrán para ti.

Corbata negra ¿Hasta cuándo?

Prenda que jamás debió abandonar su armario.

Tela que ningún sastre debió cortar.

 

Ring!”

 

Con ese último Ring acaba por fin de quebrarse del todo y me abraza con fuerza, pero yo sólo acierto a sostener fragmentos en mis brazos. Quizá mis brazos no eran tan fuertes como pensaba y ahora esté así, sobre mí porque necesita mi propia desolación para continuar, porque la suya se ha agotado a mitad de la historia.

-Esa es la razón por la que decidí acabar la carrera –continúa a duras penas, tras el manantial de su mejilla -Porque se lo prometí… Sin embargo, eso no ayudó a aliviar los remordimientos que todavía siento por el disgusto que le di, y por cómo se quedaron las cosas entre nosotros. Muchas veces me he peguntado si el disgusto que le di no fue la causa del derrame, y si soy culpable de su muerte…Durante los dos años siguientes en los que continué estudiando, cada aprobado, notable o sobresaliente, era recibido con lágrimas en mis ojos, y mi licenciatura tuvo que ser la más triste de toda mi promoción. Hice lo que debía, y sin embargo, eso no logró evitar que me sienta culpable.

-Pero tú no tienes la culpa de nada.

-Lo sé, pero sigo sintiéndome fatal.

-Sólo hiciste lo que tenías que hacer. Tú debías decidir qué es lo que querías hacer con tu vida.

-Al final ha terminado siendo así -dice con resignación -. Pero esta espina que llevo clavada, impide que sea plenamente feliz.

-Es normal, todos lo sentimos cuando perdemos a un ser querido.

Me mira con una sonrisa torcida y los ojos enrojecidos por las lágrimas.

-A él le hubieses encantado… -me dice.

Sonrío yo también, y me acerco para besarle en los labios como quien besa una herida para quitarle la sal. Me vuelve a abrazar con fuerza y permanecemos así un largo rato.

-Gracias -musito.

-¿Por qué? -se sorprende.

-Por confiar en mí-. Le respondo. Y entonces, como si fuera yo la que necesitara alivio en esos momentos, me besa haciendo renacer tímidamente su antigua fuerza.

-¿Cómo es posible que en tan pocos días te quiera tanto? –me dice mirando al infinito a través de mi.

-Debe ser el destino -le respondo, a sabiendas de que es algo más que no le sé decir -¿Te apetece que vayamos a comer algo? Se ha hecho algo tarde y comienzo a tener hambre –. Le propongo, sabiendo que la mejor manera de huir de la tristeza  es un estómago satisfecho.

-De acuerdo ¿Qué te apetece?

-No lo sé… um… ¿Un Calamar bravo? -bromeo.

-Algo más suave, por favor -me ruega, riéndose.

-Bueno, te dejo escoger a ti, esta es tu ciudad.

-De acuerdo, vamos.

Atravesamos la ciudad, que pasa por las ventanillas del coche con más calma que cuando hemos venido y los secretos permanecían ocultos, amenazantes. Llegamos hasta una estrecha carretera en las afueras en la que se suceden chalets de diferentes tamaños, que dejan paso a una arboleda deslavazada por cables de electricidad y postes telefónicos, y por fin a un restaurante de una sola planta con aire de mesón, que parece abandonado del casco urbano por su aire no ya de antigüedad sino anacrónico. Nos detenemos ante él y estacionamos el vehículo. Entramos en el recinto de pareces blancas decorado con ruedas de molino y barriles viejos, y el camarero se dirige a nosotros desde la barra:

-¿Qué va a ser?

-Mesa para dos, por favor -responde Diego.

Nos acomodamos en una pequeña mesa, sobre la que el camarero coloca un sencillo mantel blanco de papel. Pongo un momento la mente en blanco dejando que Diego escoja el menú por los dos y a la vez debilitada por la intensidad con que se vive todo cuando él está cerca.

-¿Light o normal? -me interrumpe, pasado un rato.

-¿Cómo?

-La coca cola.

-¿No puedes ser más original y pedirme un vino?

- ¿Entiendes de vinos?

- ¿Te sorprende?

- La verdad es que no, pero es un tema en el que no estoy muy puesto.

- Y eso te disgusta…

- Me disgusta cuando no sé de algo, sí.

- Te disgusta no ser el mejor en todo.

- ¿No lo soy?

- Ni mucho menos, tienes tus encantos, pero has de saber que un hombre con buen gusto debe saber escoger un vino. Estas perdiendo parte de tu atractivo.

Me mira perplejo y decide concederme una nueva victoria, poco a poco voy consiguiendo hacerle bajar del pedestal en que decidió subirse, supongo que para estar más lejos de todos. Su personalidad es extrema, pero empiezo a comprender que no es más que una coraza tras la que esconde su frágil personalidad, ese sentimiento de culpa que me ha confesado antes, y esa necesidad de demostrarse a sí mismo que es el mejor en lo que hace. Supongo que la tragedia de su padre le ha obligado a marcarse la meta del éxito como una cruzada vital, y esto ha destruido parte del placer que siente cuando pinta.

- ¿Te parece un Care blanco? Creo que es de cerca de aquí.

-Tú sabrás, confío en tu criterio.

Confianza. Ha costado llegar a esta situación, en la que me mira a los ojos y puede verme como a una igual, como alguien que le sorprende y sabe jugarle la mano, que le derrota y de la que puede aprender. El camarero llega y tomo la iniciativa pidiendo los platos y el vino, demostrándole que en el cuadro que pintamos anoche, además de mi silueta grabada, se quedaron las dudas y vacilaciones

-Tengo una curiosidad…

-Suéltala.

-¿Por qué tienes tantos libros en tu casa?

-Pues es fácil, porque me gusta leer.

-¿Tantos te has leído? -me asombro.

-Todos no… La mayoría.

-¿Y cuál es tu favorito?

-¡Buf! -resopla -No sabría decirte…

-Alguno habrá del que te acuerdes.

-Bueno… Sí. Hay uno que me parece especial.

-¿Cuál?

-“El cartero de Neruda”, de Skármeta.

-¿Por qué?

- No lo sé… Supongo que me llama la atención porque es un libro muy sencillo.

-¿Sencillo?

-Sí, sencillo. Cuenta una historia muy sencilla, cotidiana, alejada de epopeyas y grandes dramas. Con un argumento muy fácil de comprender,  y emplea un lenguaje poco rebuscado. Se parece un poco a mis cuadros, que tratan de expresar un mensaje claro y directo, pero que emocione. Creo que me gusta por eso.

-¿Y tú nunca has escrito nada?

-Sí, claro. Alguna vez.

-¿Libros?

-Sí, un libro. Pero nunca lo acabé.

-¿Por qué?

-Porque la razón por la que lo empecé a escribir, dejó de existir antes de concluirlo.

-¿Cómo es eso? -le pregunto, perdida.

-Lo empecé para darle un mensaje a una chica.

-¿Sí?

-Sí. Le quería transmitir un mensaje, envuelto en una bonita historia, para que lo entendiese.

-Que bonito -le digo, comprendiendo.

-Lo que sucedió es que antes de terminarlo, lo que sentía por ella se desvaneció, y perdí la inspiración para continuar.

-¿No lo acabaste?

-No. Fui incapaz. Sin inspiración no me salían las palabras. Ella nunca pudo leer mi mensaje.

-Que pena, me gustaría leerlo.

-Lo tiré.

-¡Oh! -exclamo, decepcionada.

-Es lógico -explica -, si ya no había mensaje que transmitir, ya no había sentido para el libro.

-¿Y de qué iba?

-Era una historia de amor. Reflejaba el sueño de lo que me hubiese gustado que pasase entre nosotros si ella y yo fuésemos dos personas en otras circunstancias… Pero no lo acabé.

-¿Y nunca más vas a empezar otro?

-Si algún día ves un libro mío terminado, Alba, significará que lo que ahora siento por ti es tan fuerte, como para conseguir que yo termine de escribir ese mensaje y tenga el valor de hacerlo llegar hasta ti.

-¿Y lo harás? -le pregunto, ilusionada.

-Lo dudo, ya sabes que hace mucho que dejé de escribir, lo siento.

-Que pena… -me entristezco.

-Bueno. En realidad… Anoche volví a escribir.

-¿El qué?

-En realidad, escribir, escribir… Eran más bien unas reflexiones. Pero estaba equivocado en todo lo que puse.

-¿Lo puedo leer?

-Me apetece enseñártelo, la verdad. Para que veas lo que pensaba antes de que anoche me hicieses cambiar de opinión.

-¡Enséñamelo!

-Está en casa.

-¿Me lo enseñarás?

-Esta noche, si me tratas bien.

Se lo agradezco con un beso. El camarero se acerca con nuestros platos y empezamos a comer, sin dejar la conversación.

-¿Y por qué decidiste escribirle un libro para darle ese mensaje?

-Verás -se detiene para tragar -. No sabía cómo demostrarle lo fuerte que era lo que yo sentía, porque ella podía pensar que lo hacía con otras intenciones. Así que se lo escribí de una manera poética: Con una novela en la que expresaba todo lo que pensaba, del mundo, del amor, de nosotros. Siempre he considerado que la literatura convierte en sueños el ansia y la imaginación en vida. El libro le daba vida a mis sueños con ella, y me incitaba a suspirar por hacerlos realidad.

Asiento con la cabeza, lamentando no poder leer nunca el manuscrito.

-¿Siempre haces cosas tan singulares?

-¿A qué te refieres?

-No sé… Escribir un libro para declarar un amor, es algo bastante inusual.

-Sí, tienes razón. Pero no lo hice por parecerle original ni nada parecido. Lo hice porque necesitaba hacerlo, dar rienda suelta a mis sentimientos y transformarlos en algo bello que poder regalarle.

Justo cuando va a terminar de hablar suena su teléfono móvil.

-Disculpa ¿Sí?

Se oye la voz de alguien al otro lado del auricular, como un zumbido impreciso.

-¿Víctor? Sí, vale. No, no… No mezcles ese cuadro con los demás… No, estropearía todo. Ponlo donde te dije al principio. De nada… Gracias Víctor.

-Era mi marchante –me dice al colgar -que quería colocar un cuadro con mucho rojo en un lugar diferente al que le dije.

-¿Por qué?

-No entiende que el rojo desentona muchísimo y que le puede robar el protagonismo a otros cuadros.

-Siempre tú y el rojo… -suspiro, como si fuera a estar celosa hasta de las piedrecillas que le quedan enganchadas al zapato.

-El rojo es un color con el que hay que tener cuidado -contesta, aparentando tener miedo -Es un color prohibido…

-¿Y eso?

-No lo sé, pero todas las señales de prohibido son de color rojo, y en los semáforos, el rojo prohíbe pasar y el verde lo permite ¿Sabías por ejemplo que la Piedra negra de La Meca es en realidad roja?

-¿Y por qué la llaman negra entonces?

-No lo sé… Siempre me lo he preguntado yo también.

-Ya empiezas a divagar sobre cosas sin importancia -le suelto algo intranquila, como si de repente, tuviera que comenzar a tener miedo de las cosas insignificantes.

-¿Y qué cosas la tienen?

-Lo nuestro, por ejemplo -. Le digo mirando al plato, revolviendo con la comida como estuviera cavando un atajo para volver otra vez al principio. Él sonríe condescendiente y se acerca un poco hasta donde estoy, como si yo sólo fuera capaz de razonar a elementos exclusivamente sensoriales, como la risa o el contacto de sus labios.

-¿Y de qué quieres que hablemos?

-Me preguntaba qué va a pasar a partir de ahora con nosotros… Y qué es lo que se supone que somos.

-¿Qué importa lo que seamos? ¿Es que tenemos que definirnos de alguna manera? ¿Hay que seguir un patrón o actuar de alguna manera según lo que decidamos ser? Yo te quiero a ti y tú me quieres a mí, y eso es más fuerte que ningún título o compromiso.

-Ya… ya… Lo que quería decir es qué se supone que vamos a hacer ahora.

-Yo sólo sé que quiero estar contigo –me dice, cogiéndome de las manos -Como novio, como pareja, como amante, o como lo que sea…

-Yo también -le contesto aliviada

-Escúchame, no pienses más en esas cosas. Te quiero proponer algo, pero tiene que ser esta noche.

-¿Esta noche? ¿Y por qué?

-Ya lo comprenderás –sonríe misterioso

Divago intrigada sobre las intenciones que pueda tener. Es igual, sea lo que sea, lo averiguaré esta noche. Me desperezo sobre la silla, arrastrando un bostezo. El cansancio de la noche anterior, de toda la actividad que genera a su alrededor, de quererle, de querer llegar hasta él del todo, se deja notar por todos mis músculos al estirarlos.

-¿Estás cansada? –me pregunta.

Asiento con la cabeza.

-Marchémonos a casa y duerme un rato -me propone.

Pedimos la cuenta y monto con él en el coche. El cansancio va venciendo a mis ojos lentamente…

 

Al llegar a casa, caigo rendida sobre su cama sin desvestirme siquiera. Las sábanas conservan todavía el olor de Diego. Mis párpados se cierran mientras me deleito en su aroma, que penetra por mi nariz y me proporciona una sensación de agradable felicidad como si estuviera otra vez dentro de mí, descompuesto en partículas… en silencio.

El pintor de palabras
titlepage.xhtml
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_000.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_001.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_002.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_003.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_004.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_005.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_006.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_007.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_008.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_009.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_010.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_011.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_012.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_013.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_014.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_015.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_016.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_017.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_018.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_019.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_020.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_021.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_022.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_023.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_024.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_025.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_026.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_027.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_028.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_029.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_030.html
CR!533MZBCXBS0XS83Z8HENCP20W8DZ_split_031.html