-¿Me estás diciendo que ni siquiera se te insinuó?

Son las seis de la tarde y el calor asfixiante de Madrid penetra por la puerta de la cafetería cada vez que alguien entra o sale, repartiendo un sopor que obliga a que le prestes toda la atención posible, te coge de la cintura y te sopla en la oreja como si te echara encima continuamente una piel de cómo eras antes, húmeda, caliente y empequeñecida. En el metro, un anciano con pinta de profesor le decía a otro que cada vez sentía más calor y que pensaba que era porque se estaba muriendo porque llega un momento en el que el cuerpo comienza irremediablemente a enfriarse hasta que ya no queda nada de ti en él, hasta que te has quedado helado del todo, que no hacemos más que irnos un poquito cada segundo sin querer, sin darnos cuenta y acostumbrándonos al frío absoluto del último instante, y que es por eso por lo que el calor nos resulta tan extraño, tan agobiante, porque aunque sea el mismo calor de todos los veranos, cada vez vamos sintiendo menos el nuestro y tomando el de esta época del año por exagerado, por agobiante.

 

- Pero tía, que te estoy hablando ¿Que si se te insinúo? Encima que dejo de estudiar las oposiciones por verte un rato –insiste, refunfuñando, alguien delante de mi.

Y tiene razón, y además se parece a mi amiga Ana, tiene su misma voz, la misma forma de cruzar las piernas. Por un momento tengo un extraño pensamiento que me hace mirarme la piel achicharrada de los brazos, como si estuviera decolorada, pensar por un momento en Diego, en la cara de Dora Maar en su retrato, que desde el principio me pareció como de terror. Un cuadro no es como una fotografía, que se pueden hacer muchas iguales, es como quedarse en él para siempre. Todo lo que me rodea parece tener sueño, mucho sueño, estar adormilado igual que yo. Quizá Diego haya comenzado a pintarme ya en serio, quizá yo luego tampoco pueda salir.

- No. En serio –le digo, como si estuviese hablando con un despertador a las seis de la mañana -Yo creo que lo único que le interesa es pintar su cuadro.

-¿Es gay? –sonríe maliciosa mi amiga, soplando después la pajita de su refresco como si quisiera esparcir en el aire la semilla de la incertidumbre.

-¡No! ¿Qué dices? Vamos. No lo sé… No creo. No tiene pinta de serlo.

-¿Y qué pinta tiene que tener un gay? –pregunta entonces desilusionada.

-No, no lo sé… Pero él no lo es. Estoy segura.

-Ya… -sonríe con picardía -Estás segura. Primero te enrollarás con él y luego irá por ahí quitándote a los novios, ya verás. Esos son los peores.

Evito su mirada, confundida, para evitar ponerme a decirle tonterías, a hablarle del cementerio de cuadros, de la música del carboncillo cuando roza el papel, y de la sábana roja, de que ya no me gusta el color blanco y no se por qué. Para ella todo tiene una razón de ser, hasta lo más banal. Sería capaz de encontrar sentido al rostro desfigurado en colores y líneas de Dora Maar y no podría convencerla de lo que me quiero convencer también a mi misma, que Diego sólo busca pintar su cuadro y no ligar conmigo como lleva intentando meterme en la cabeza desde que le dije que iba a posar. De que el rojo es un color inofensivo, que no quema cuando lo tocas, que es incapaz de robarte el aliento.

-¿Tan feo es que no tiene a nadie que pose para él y necesita hacer un casting y pagarte? -continua interesada, mientras acerca de nuevo la pajita a los labios y le da un pequeño sorbo.

-No, no es feo. Para nada… Incluso es atractivo -le respondo apagando el tono de mi voz conforme acaba la frase.

Ella acerca más su rostro y me mira sorprendida, como si acabara de absorber uno de mis pensamientos caído por accidente en su bebida.

-¿No te estará empezando a gustar, eh Alba?

Calor, cada vez hace más calor, reclama un nombre, una actitud, una decisión, para dejar pasar el siguiente segundo helado, acogedor. Es imposible no adormecerse… Es imposible no.

-¿Qué dices? -le pregunto, como si fuese la cosa más absurda que pudiera habérsele ocurrido nunca. Sin embargo ella me conoce bien y percibe enseguida el tono de defensa, de salvaguardia  -Sabes perfectamente que yo estoy loca por Alberto desde hace bastante tiempo. Además, este es un engreído que ni siquiera me cae bien, y tiene muy mala uva.

-No me engañes -me dice maliciosa, sin dejar de mirarme fijamente, los ojos muy abiertos, media sonrisa, como si quisiera conjurar cualquier mota de polvo o una pestaña desprendida como prueba de culpabilidad.

-No lo hago -le contesto, subiendo el tono de voz -Fíjate, le pregunté que por qué había estudiado Derecho y no sé qué es lo que le pudo sentar mal, pero se enfadó y me echó de su casa.

Ana me mira entonces como si acabara de descifrar un jeroglífico.

-¿Te echó así? ¿Sin más? Algo le harías.

-Que no, que no. Sólo le dije eso. Dio la sesión por terminada y me echó de allí.

-Pues si que parece raro de verdad.

-Si ya te lo he dicho. Es engreído, desordenado y se molesta con nada.

-Hombre -me dice Ana entonces sonriendo -, alguna virtud tendrá cuando todavía sigues posando para él.

-Sí. Bueno. No sé… Es gracioso a veces –envidio la ligereza de Ana, me gustaría saber tomarme todo como ella, hablar de las cosas como si no existieran, como si fueran incapaces de herirnos  -Supongo que tiene algunas salidas ocurrentes.

-¿Y nada más? –pregunta entonces impaciente.

-No sé. Parece un chico interesante.

La imagen de Diego cuando se recuerda –me doy cuenta en ese momento -es escurridiza, como si se resistiera a ser atrapada por la memoria. Resulta más fácil recordar su olor, su voz, el tono de su piel, pero no su rostro, como si la imagen que hubiera de perdurar de él todavía no estuviera formada del todo.

-¿Por? –insiste Ana.

-No lo sé. Tiene la casa llena de libros, a rebosar. Y de cuadros. Parece un bohemio típico de las películas, como si viviera dentro de una tradición antigua, en una vida vieja, heredada de otros como él y que tuviera que devolverla a una determinada edad, como un traje prestado o un sombrero. Pero que también costara trabajo llevarla encima y tuviera que aceptar ciertas responsabilidades como la inspiración o tener que ser genial a todas horas… Joder, ni yo misma sé expresarme, perdona.

-No, no te preocupes, en serio –se sonríe tratando de comprender -Hombre. Se supone que es un pintor. Los artistas, ya sabes…

-Oye –se me ocurre de repente -¿Y si todo es una farsa? Un montaje…

-¿Para qué va a hacer eso? –se extraña Ana.

-No lo sé ¿Y si es para aparentar algo que en realidad no es?

-Pues claro tonta, es artista,. Está creando para ti, y sólo para ti, al tipo de amante que piensa que necesitas –rompe a reír triunfal -¿No ves como tengo razón?

¿Y por qué no? pienso, tampoco sería tan raro. Un joven hijo de papá mimado, que crea un mundo falso a su alrededor para parecer interesante y conseguir que le quieran por lo que ha conseguido inventar de sí mismo.

-Pues no entiendo por qué no podría ser así -le contesto, haciéndome la ofendida.

-Pues porque si lo que quisiera es ligar, pedazo de haba –comienza a decir Ana con una mueca -me habría llamado a mí y no a una amargada que en menos de tres días va a acabar con su paciencia como tú. Vamos, que ya se le deben de estar mustiando los pinceles.

Su risa me contagia, pero no logra disipar la modorra que me acompaña desde que salí de su casa. Ana se da cuenta y me observa un momento en silencio, como si acabara de darse cuenta de que en realidad no está hablando con quién pensaba.

-¿Tan raro te parece? –Falsa alarma. Ana no me da tregua, vuelve animadamente a la carga.

-No es que sea raro… -le contesto sin saber muy bien lo que voy a decir -Es que no se comporta de forma normal, no sé.

-Bueno. Los artistas siempre han sido extravagantes.

-Yo creo que lo que pasa es que es un infeliz.

-Puede ser…

-Se aburre, y por eso juega a buscar una chica que le estimule. Por eso me escogió a mí. Porque adivinó que era una persona difícil y eso le estimula más.

-Ya, pero ¿Para qué necesita estimularse?

-Pues está claro ¿No? Me parece increíble que no te des cuenta.

-Pues no chica, qué quieres que te diga –contesta con extrañeza y de repente baja la mirada y sopla su pajita para dejar salir una pequeña burbuja.

-Pues para conquistarme -afirmo con rotundidad, casi en un grito -. Para él soy su trofeo.

Ana me mira con los ojos abiertos como platos y explota en una carcajada que le obliga a sacarse la pajita de entre los labios para no provocar una tempestad de limonada.

-Baja de la nube, por favor –dice muerta de la risa -¿No crees que si lo que quisiera es  un trofeo hubiese atacado a alguien más importante y más famoso que tú?

No sé como responderle a eso. Ahora me siento como una engreída. Como una engreída confundida ¿Y si en realidad lo único que quiere es pintar un cuadro? En ese momento me doy cuenta de lo blanca que es mi piel, y a la vez, tan reseca que se podría escribir en ella, casi dibujar. De que a pesar del calor que hace, la noto fría a mi propio tacto, de lo mucho que ha cambiado desde que dejé de ser una adolescente. Me pregunto si la angustia de Dora Maar en su retrato puede ser también porque la piel de su rostro es casi blanca, sin color, porque le hubiera gustado que Picasso le hubiese pintado de azul las mejillas o de rojo.

-Se supone que habíamos quedado para que ayudaras a aclararme –. Gruño después, porque en el fondo yo tampoco soy normal, imagino demasiado. El interior de las cosas me da miedo, me empuja hacia el vacío que cobija la apariencia.

-Precisamente -me contesta Ana resoplando –Te has puesto a hablar como una zorra estirada. No puedo consentirlo.

Tiene razón, le estoy dando demasiadas vueltas a la cabeza. A fin de cuentas todo esto no es más que un trabajo sin más, en el que ni siquiera tengo que moverme o desfilar, en el que seré observada cuando ya no esté ahí, en el que el encargado de dar cuentas a quienes se me acerquen, será sólo mi contorno hecho de óleo, que ni siquiera tendrá mi color verdadero.  Y yo intento encontrarle una importancia y una trascendencia que no tiene. Miro el reloj, se hace tarde y tengo que volver a casa. Tarde. Siempre tarde.

-He de irme ya -le digo a Ana con cierto tono de derrota, mientras me levanto y cojo el bolso.

Ella asiente en silencio, y me acompaña a la puerta de la cafetería. Fuera nos está esperando el calor seco de la ciudad, como un niño malcriado que se ha quedado llorando en la puerta.

-¿Te parece que te llame mañana cuando acabe y te cuento cómo me ha ido?

-De acuerdo, me muero de ganas-. Contesta con una risilla nerviosa a la Alba de siempre, a la Alba de mirada llena y cabeza vacía que espera volver a encontrar mañana -Así sabré si ya te has enamorado de él -ríe.

-Bah, es un imbécil. A mí me gusta Alberto.

-Vaya hombre, Alberto, de repente un extraño –bromea -¿Qué ha sido de él?

-No sé nada desde hace dos semanas. El sábado no le vi por ningún bar. Y eso que estuve toda la noche pendiente. Creo que me evita.

-No… ¿Qué dices? Eso son tonterías –me dice más animada.

Es más fácil hablar de Alberto que de Diego, como también lo es entender que me pasa por mi cabeza cuando le nombro, o la forma en que arqueo los labios o parpadeo. El rojo en cambio es traicionero, salta ante ti cuando abres los ojos, destaca por encima de los demás colores, tiene las manos calientes.

-Yo creo incluso que le gustas –continúa, más relajada, cómo si acabara de encontrarme en la calle -Estoy convencida. Lo que pasa es que tiene que hacerse un poco el duro, como todos los tíos. Pero yo he visto cómo te mira y se le cae la baba.

-¿Sí? ¿De verdad? -pregunto ilusionada. Sería maravilloso que algún día se fijara en mí de esa manera.

-Te lo aseguro –contesta, posando su mano en mi brazo antes de cruzar la acera y despedirse.

Me quedo sola en la puerta de la cafetería viéndola alejarse, indecisa entre coger el metro o seguir a mi sombra sobre las baldosas calientes de la calle. Me decido por esto último, con la esperanza de que la caminata me ayude a ordenar un poco la cabeza y a poner mis pensamientos en claro. Hace tanto calor como en el desierto, pienso vagamente… d – e – s – i – e – r – t – o pronuncio embobada para mí misma. Puede que sea verdad que Madrid es un desierto, con ansiedad en vez de arena y esta angustia que todos pensamos que es calor. Mientras camino, trato de recordar una vez más el rostro de Diego. Piel morena, no, espera, roja, ojos marrones… no, espera… rojo… rojo… rojo… no hay nada más.

Al llegar al portal de mi casa, me doy cuenta de que no me apetece nada responder a todas las preguntas que debe tener preparadas mi padre. No tengo ganas en absoluto de explicar cosas que no va a entender, como me ha pasado con Ana. Quizá debería inventarme algo. Quizá todo era más fácil cuando sólo llegaba tarde, cuando mis palabras expresaban exactamente lo que yo quería decir y no hablaban, fueran cuales fueran, sobre mi piel blanca. De repente suena mi móvil y compruebo aterrada como mis gestos tampoco parecen significar ya lo mismo, son más lentos, menos ágiles, más complicados. Parecen buscar el escorzo, la postura perfecta antes de detenerse para siempre sobre el rojo, que ya no es una forma roída, el rojo que no hace más que acompañarme, como una niebla informe que no quiere mostrar su verdadero rostro.

-¡Hola Yago! ¿Qué tal estás?

-¿Qué tal? –contesta al otro lado.

-Bien. Muy bien ¿Y tú?

-Bien también… ¿Qué tal tu primer día de trabajo?

-Bien. Ha sido más fácil de lo que pensaba.

-¿Se ha portado bien contigo Diego? –su voz suena torpe, como una disculpa largamente pospuesta.

-Sí, fenomenal. Bueno, ha sido un poco soso.

-Ya, ya te entiendo… -murmura entre risas -Es que él es así, un poco rarito.

-Sí, pero no te preocupes. Ha sido simpático y amable. Me ha dicho que vuelva mañana.

-¿En serio? Vaya… -su voz se vuelve entonces más grave, más sombría, como si saliera de nuevo de aquel estudio a oscuras en el que le vi por última vez el día del casting -Precisamente te llamaba para ofrecerte otro trabajo.

-¿De verdad? –le digo llena de alegría -¿De qué se trata?

-Pues era para hacer un desfile en un centro comercial… No sé… Como sabía que a ti te interesan esas cosas.

-Oye ¿Y para cuando es? -Le pregunto.

No me lo puedo creer, precisamente ahora que ya he encontrado otra cosa, ahora que lo de menos es llegar tarde y que todas las demás muchachas sean rubias.

-Para mañana. Me ha fallado una niña y necesito a alguien para sustituirle.

-Ya…Pero es que… mañana tengo que ir a casa de Diego… -le digo resignada.

-Bueno. Si quieres le puedo llamar y decirle que no puedes ir.

Pienso que quizá no debería hacerlo, que ya estoy comprometida con él. Con lo raro que es igual se enfada y pierdo el trabajo. Yago no me había ofrecido antes nada así.

-Piénsalo Alba –insiste –es tu oportunidad para desfilar…

Su voz suena más metálica que nunca al otro lado del teléfono, incluso parece más nervioso que cuando he descolgado. Quizá sus labios se hayan vuelto rojos de tanto balbucear, al igual que sus manos sosteniendo el teléfono, su mirada, buscando mi nombre en la agenda del teléfono. Quizá ha regresado a la sala a oscuras y ha comprobado que ya no estaba allí y ahora me está buscando a tientas, sin saber que me dejó olvidada en el pasado.

-Yago.

-¿Sí? Dime, Alba.

-¿Por qué me ofreces esto precisamente ahora?

-Porque creía que era lo que tú querías hacer -balbucea.

-Ya. Pero sabes perfectamente que no puedo hacerlo.

El silencio al otro lado del teléfono parece estar cogiendo fuerzas, respirando más profundamente, transformándose en certeza.

-Yago. No me gusta que hagas esto –le digo molesta -Si quieres que deje el trabajo con Diego por alguna razón, dímelo claramente.

-No se trata de eso, Alba -responde acobardado.

-¿Entonces qué es?

-Sólo quería que no te sintieses obligada a hacer de modelo para Diego si en realidad no querías hacerlo –tartamudea -Sé que necesitas el dinero y que esa es la razón por la que lo haces. Por eso te ofrecía otro trabajo.

-Ya… ¿Y no será que no te hace ninguna gracia que pose de modelo para él?

Mi voz, de repente, suena como la del ahogado que disculpa la tardanza de su salvador y sólo piensa en seguir y seguir embriagándose de sal, aunque ni él mismo sepa por qué.

-No, en serio te digo que no. Es por lo que te he dicho.

La calma, puedo notarla… es el calor que se paraliza, el sol del atardecer suspendido tras los edificios, los ojos que se cierran agradecidos, el lento vaivén del océano.

-Bueno, Yago. Te tengo que dejar que voy a subir a casa. Ya hablaremos ¿Vale?

-Vale. Oye, Alba… Perdona si…

-No te preocupes… No pasa nada.

Me observo detenidamente en el espejo del ascensor. No puedo evitar que asome una sonrisa a mis labios al recordar la expresión ceñuda de Diego mientras anotaba los pequeños detalles de un rostro parecido al que ahora se refleja en el espejo, en su cuaderno de dibujo. Las partículas de ese instante paralizadas en los trazos negros de grafito para que no vuelvan a repetirse, existir para siempre en ese segundo, poder olvidar los que vinieron detrás y los que están por venir, su vacío, su falta de sentido. Soy consciente entonces de que posar es algo que me resulta agradable porque supone la detención total, la inercia vestida tan sólo de belleza, intacta, incapaz de corromperse con el paso del tiempo, el calor, la lentitud del metro o los gritos de mi padre. Mi sonrisa se hace entonces más expresiva, como si supiera que va a perdurar, como si en lugar de hacerlo para el espejo, estuviese dedicada a unas manos que la plasmasen con pinceles manchados de rojo, que hagan que mi piel deje de ser blanca.

El pintor de palabras
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