8
Parque canino
Jessica
Nada más entrar en el parque, Zoë dejó caer los menús y echó a correr. «¡Estupendo! —pensé yo—. ¿Y ahora qué hago?» No lograba decidir si dejarlos allí, donde todo el mundo los pisaría, o intentar cogerlos. Como ya tenía la boca ocupada con la bolsa de las bandas aislantes, corrí en círculo alrededor de los menús y después salí disparada hacia el puesto del Glimmerglass. Dejé allí la bolsa con las bandas, agarré a la estudiante que habíamos empleado por el delantal y tiré de ella hasta donde estaban los menús. Ella se rio, llamó a sus amigas para que se fijaran en mí y todas me encontraron divertidísima. Afortunadamente, dejó de reírse el tiempo suficiente para coger los menús. Después, me dio una palmadita en la cabeza y me dijo que era una perra muy lista, lo que, evidentemente, era quedarse corta.
Yo me alejé del puesto para contemplar el parque con perspectiva y parpadeé varias veces intentando evitar que la luz del sol me deslumbrara. En cuestión de segundos, una multitud de perros se agolpó a mi alrededor. De repente estaban por todas partes, con las lenguas colgando y los ojos desorbitados. Su aliento me quemaba el hocico y sus uñas arañaban mis patas. Me daban golpes, me empujaban, frotaban sus hocicos contra mi vientre y los metían por debajo de mi cola.
Yo jadeé presa del terror. Los perros me acosaban desde todas las direcciones. Me volví varias veces con rapidez intentando librarme de ellos, pero cada vez que me movía, mi cola se levantaba y quedaba expuesta a un nuevo ataque.
Enseñé los dientes y mordí en la cara a un pastor alemán, y después a un retriever. Un gruñido se formó en mi garganta y salió por mi boca. Entonces ladré; solté una serie de ladridos tan altos que hirieron mis propios oídos. Todos los perros que se atrevían a mirarme, aunque solo fuera de soslayo, recibían una descarga de ladridos. Un chihuahua se acercó ladrando con voz aguda y me mordisqueó las patas, y yo, como si fuera Hulk, me enderecé sobre mis patas traseras y proferí un potente bramido en su puntiaguda cara.
Aquella situación me pareció surrealista y, en cierto sentido, maravillosa. Los perros siempre me habían dado miedo y no sabía cómo comunicarme con ellos, cómo decirles que me dejaran en paz, pero ahora, cuando les ladraba, me hacían caso, se alejaban y volvían a ocuparse de sus asuntos. ¡Increíble!
Aquella fue, por supuesto, una pequeña victoria, diminuta en comparación con problemas como el de estar atrapado en un cuerpo que no es el tuyo, pero aun así, me alegré de que, por una vez, me entendieran. Si además encontraba la manera de comunicar a los humanos que el Glimmerglass era un restaurante maravilloso, todo iría bien.
Aquel fin de semana no solo significaba para nosotras la posibilidad de salvar el restaurante de una situación crítica, sino la de contar con un nuevo comienzo. Docenas de articulistas acudían a Madrona durante el Woofinstock y todos escribían acerca de sus tiendas y restaurantes favoritos. El año anterior, cuando Leisl Adler pronunció el discurso de clausura, su restaurante, Eggs About Madrona, fue objeto de un artículo de media página en la revista Woof! y su nombre apareció en dos periódicos de California. El Seattle Times publicó en la portada de su suplemento, Life and Arts, una fotografía de Leisl con los brazos cruzados sobre el pecho, como si se tratara de una potentada de Wall Street, junto a la estatua de Spitz. Las tortillas del restaurante de Leisl parecían de cartón, pero gracias a aquella publicidad, durante todo el año se formaron colas de turistas en la puerta. No se podía subestimar el poder de aquel fin de semana y mi única tarea consistía en conseguir que el nombre del Glimmerglass estuviera en boca de todos.
¡Lo que constituía un gran reto teniendo en cuenta que no podía hablar!
Contemplé la anticuada glorieta blanca que había al otro lado del parque. Allí era donde, supuestamente, tenía que pronunciar mi discurso el domingo por la tarde. Un discurso..., al cabo de solo treinta y dos horas. ¿Cómo lo haría? ¿Con ladridos y aullidos? ¿Con un código de señales canino? Una cosa estaba clara: no permitiría que Zoë lo pronunciara por mí.
Mientras contemplaba la glorieta y hurgaba en mi cerebro buscando una forma de ayudar al Glimmerglass, mis ojos vislumbraron unos Timberland que me resultaron familiares. Me acerqué a ellos al trote y mi hocico percibió un penetrante olor a cebolla, pimiento y... ¡ah, sí!, tomate. Antes incluso de llegar a su puesto, supe que había encontrado a Theodore.
Hacía casi un año que no lo veía, pero tenía el mismo aspecto de siempre: la barba rubia y corta y la cabeza afeitada y cubierta con una gorra de pana. Como era habitual en él, también llevaba puesta una falda escocesa y un brazalete con la inscripción: LA BELLEZA SALVARÁ EL MUNDO. Theodore nunca había sido partidario de los uniformes.
Theodore fue nuestro jefe de cocina adjunto durante años, en los días gloriosos del Glimmerglass, cuando Kerrie era la jefa de cocina y Naomi, la jefa de comedor. El aspecto de Theodore podía ser poco convencional, pero se trataba de un hombre eficiente, hábil y centrado, exactamente las cualidades que debía tener nuestro jefe de cocina adjunto. Ahora que Naomi estaba al cargo de la cocina, teníamos que encontrar con urgencia a alguien con las facultades de Theodore para que la respaldara.
Theodore estaba ocupado vendiendo su salsa Salish, un acompañamiento que prometía llevar «la chispa del sudoeste al noroeste». Fue esta salsa o, mejor dicho, la posibilidad de dirigir su propio negocio, lo que lo apartó del Glimmerglass. Él quería trabajar en su casa, establecer sus propios horarios y alejarse del calor de las cocinas industriales. Kerrie y yo lo comprendimos. Theodore tenía todo lo que tenía que tener un empresario y se merecía ser su propio jefe.
Yo corrí hacia su mesa, sin acordarme en absoluto de que no me reconocería. Él ni siquiera se fijó en mí porque estaba demasiado ocupado vendiendo tubos de 850 gramos de salsa, lo que hizo que el corazón se me cayera a los pies. Su negocio iba viento en popa. ¿Por qué habría de querer fichar con nosotras cuando se estaba forrando con la venta de su salsa?
Me dejé caer, desanimada, debajo de su mesa, que estaba llena de tubos de salsa, y apoyé la barbilla en mis patas. Traté de imaginarme cómo iban las cosas en el restaurante: o no habían entrado más clientes y Kerrie estaba a punto de entrar en crisis mientras miraba fijamente el comedor vacío o el comedor estaba hasta los topes y Kerrie estaba en crisis por la acumulación de pedidos y el estrés que padecían en la cocina. Fuera lo que fuese, mi socia estaba teniendo un día horrible y, mientras tanto, ¿qué hacía yo para ayudarla? Nada. Un nada total y absoluto.
—¡Hola, Theo! ¿Cómo te va?
Me senté tan deprisa que casi me golpeé la cabeza con la mesa. Yo conocía esa voz, sobre todo por su forma de pedir cafés americanos cortos en una taza grande.
—¿Qué tal, Max? —contestó Theodore—. ¿Cómo te va la vida?
Se produjo una pausa durante la cual me imaginé a Max encogiendo los hombros. Me encantaba verlo encogerse de hombros. ¡Se deslizaban tan bien por debajo de su camisa!
—Ya sabes. Como siempre. Estaba buscando a tus antiguas jefas. ¿El Glimmerglass no tiene un puesto por aquí?
—Normalmente sí. Espera.
Theodore llamó a alguien, a una persona que calzaba unos botines rosa de una talla treinta y seis y que se hizo cargo del puesto en su lugar.
—¡Gracias, cariño! —declaró Theodore, y salió de detrás de la mesa.
Yo asomé la nariz por debajo del mantel para observar.
Theodore se protegió los ojos del sol con una mano y miró alrededor.
—Normalmente se ponen cerca de la tribuna. Qué pasa, ¿necesitas un café con leche?
Max volvió a encogerse de hombros de esa forma tan adorable.
—Algo parecido. ¿Cómo te va el negocio de la salsa?
—Bueno, ya sabes, es trabajo. —Theodore realizó su propia versión de encogerse de hombros, que, sinceramente, no tenía punto de comparación con la de Max—. Si quieres que te diga la verdad, es bastante aburrido.
¿Aburrido? Mis orejas se volvieron hacia él.
—¿Ah, sí? —Max tenía los pulgares metidos en los bolsillos traseros de los tejanos—. Creí que te gustaba ser tu propio jefe.
—Sí, me gustaba, pero siempre es igual, ¿sabes? Me levanto, pico los ingredientes, como, pico los ingredientes... No hago otra cosa. La receta es siempre la misma y yo siempre huelo a cebolla. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el puesto, señalando a su novia, la de los botines rosa—. Ariel dice que está hasta las narices.
Max sonrió ampliamente.
—Así que echas de menos el Glimmerglass, ¿no?
—Sí, supongo que sí. Allí había mucha variedad y siempre me dejaban experimentar con platos nuevos.
Yo no podía creer lo que estaba oyendo. ¡Aquella era la mejor noticia que había oído en todo el día! Pero ¿cómo podía arrastrar a Theodore hasta el restaurante? ¿Cómo podía llevarlo hasta allí? ¿Tirando de él? Sin quererlo, empecé a salir de debajo de la mesa mientras mi cola se meneaba a toda velocidad.
—¿Tus jefas te caían bien? —preguntó Max escudriñando, de nuevo, la multitud.
Quizás estaba buscando a alguien en concreto. Probablemente, a su novia. O a su prometida. Dejé de menear la cola.
—Eran maravillosas. —De repente, la cara barbuda de Theodore se iluminó con una sonrisa y le propinó un codazo a Max—. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Estás interesado en alguna de ellas en particular?
Max tuvo que dar un paso para recuperar el equilibrio y, cuando se volvió hacia Theodore, me vio.
—¡Eh, Zoë! No esperaba verte aquí. ¿Dónde está tu dueña?
Max alargó la mano para cogerme y yo me dirigí directamente hacia él. No tenía orgullo, lo único que quería era estar cerca de él.
—¿Qué haces suelta por aquí?
Max sacó una correa azul de su bolsillo y la enganchó a mi collar. ¡Como si fuera necesario! ¡Yo lo seguiría adonde fuera!
—Bueno, tío —declaró Theodore volviéndose hacia su puesto de salsa—, tengo que irme. Hay mucha clientela. Nos vemos.
—¡Adiós!
Max saludó a Theodore con la mano y así, sin más, me alejé de nuestro antiguo y futuro jefe de cocina adjunto. ¡Ese Max hacía que me olvidara de todo!
Max me condujo, con paso rápido, hacia la tribuna mientras observaba la muchedumbre en busca de Zoë. Entonces me di cuenta de que había estado tan concentrada pensando en Theodore que me había olvidado de preguntarme qué estaría haciendo la perra en mi cuerpo humano. ¿Qué haría una perra en una multitud como aquella? ¿Mearse en el césped? ¿Robarle las galletas a una niñita?
Mientras Max y yo cruzábamos el parque, no pude evitar darme cuenta de que las mujeres lo seguían con la mirada. Por lo visto, yo no era la única a la que le gustaban los pómulos bonitos. Cuando llegamos al puesto del Glimmerglass, donde los estudiantes no eran conscientes de nada salvo de los clientes y de lo que estaban haciendo, me sentí aliviada. Parecían haber encontrado su ritmo, y tomaban pedidos y los servían tan deprisa como la cafetera se lo permitía.
—Hummm..., aquí no está. —Max se puso en cuclillas junto a mí—. ¿Adónde crees que ha ido?
«Tengo tan poca idea de dónde está como tú —pensé yo—. Pero daría lo que fuera por saberlo.»
Max alargó la mano hacia mi oreja y yo me acerqué a él. No me había dado cuenta de que me picaba tanto y el contacto con su mano envió escalofríos por todo mi cuerpo. Cuanto más me rascaba Max, más me apoyaba yo en él. Una oleada de felicidad me invadió. ¡Aquello era mejor que un bizcocho bañado en chocolate! Sin embargo, el sentimiento de éxtasis estaba atenuado por la tristeza que me causaba saber que nunca podría tener lo suficiente. Por mucho que me rascara, el picor no desaparecería, como si se tratara de un arrepentimiento eterno. Además, aquello no era lo que yo realmente deseaba. Lo que yo quería era recuperar mi cuerpo humano y sentir la piel de Max en contacto con la mía, como cuando nos dimos la mano el día anterior. ¿Por qué no podíamos repetir aquel momento indefinidamente?
—¡Allí está! —exclamó Max levantándose repentinamente.
Yo quería ver a Zoë, pero el roce de su mano en mi oreja me había inducido un estado de sopor y lo único que pude hacer fue mirar con somnolencia hacia la multitud, donde solo distinguí chaquetas, chalecos de lana y..., a Guy, nuestro antiguo jefe de cocina, quien estaba teniendo una conversación privada con Leisl en el puesto de Eggs About Madrona. ¿Estaba intentando ligar con ella? ¿Iba a la caza de un nuevo empleo? A mí no me daba la impresión de que Leisl fuera del tipo de personas que les quitan los empleados a los demás, ni siquiera cuando los acaban de despedir.
—Te llevaré con Jessica —declaró Max tirando de mí—. Y le recordaré que no deberías andar suelta por ahí. Si te metes en problemas, ¿con qué cara le pido que salga conmigo?
«¿Pedirle para salir? ¿Pedirme a mí para salir? ¿En serio?» Casi di un traspié. ¿Lo había oído bien? ¿Max Nakamura, el Buenorro, quería pedirme para salir? Volví a acomodarme al paso de Max y lo observé de cerca. Él alargaba el cuello para distinguir a Zoë entre la multitud. ¡Increíble! ¡Maravilloso!
Esto me tomó totalmente por sorpresa. ¿Era posible que a alguien como él, el adorado veterinario de la ciudad, le gustara alguien con mi historial de odio hacia los perros? ¿Aparte de Kerrie, era él la única persona de la ciudad que veía más allá de eso?
Mientras me deslizaba, flotando, a su lado, me acordé de cuando me rascó la oreja. ¡Era tan amable! ¡Tan considerado! ¿Significaba esto que la convivencia con él sería fácil? ¿Existía alguna correlación entre la forma en que un hombre interactuaba con los perros y su forma de comportarse en el día a día? ¿Podía deducir que Max era un amante considerado por la forma en que me había rascado la oreja?
Aquello empezaba a ser realmente raro.
Zoë
¡Este es el día más increíble de toda mi vida! ¡Nunca había visto, hecho y sido tantas cosas distintas en tan poco tiempo! Normalmente, el simple hecho de desayunar pan, por no hablar de un bollo (incluso sin envoltorio) ya habría sido algo extraordinario, pero además ahora estoy en un parque que está abarrotado de perros de todos los tipos: perros altos, perros bajos, perros que juegan al frisbee, perros que juegan a la pelota..., y yo soy diferente de todos ellos.
Nada más llegar, un bulldog se acerca a mí.
—¡Hola! —lo saludo.
Deseo olisquear su hocico como bienvenida, pero soy tan alta que no lo consigo. Incluso agachándome mi cuerpo no acaba de encajar: las caderas quedan demasiado altas, y la cabeza todavía más. El bulldog olisquea la pernera de mi pantalón y se va. Evidentemente, no lo he impresionado. ¡Como si yo no oliera bien! ¡Como si ni siquiera le importara lo que he tomado para desayunar!
Después intento jugar con unos perros de Terranova, pero ellos simplemente me miran con la mirada perdida y babean. El labrador color chocolate se va dando brincos. Yo corro detrás de los pastores australianos y casi toco la cola de uno de ellos, pero ellos no se dan ni cuenta y, cuando me pongo a su lado y salgo corriendo en otra dirección, nadie me sigue.
Ahora siento una pesadez en el pecho, como si me hubiera tragado una criatura marina y gelatinosa. Lo sé por la vez que me comí una medusa en la playa. Después vomité cinco veces. Siempre he pensado que, si me tropezara con otra medusa en la playa, no me la comería. ¡Mira si me sentí mal! Aunque la verdad es que probablemente lo haría. En cosas como esta no consigo controlarme. Cuanto más fuerte es el olor de algo, más impulsada me siento a comérmelo. Aunque después me encuentre fatal. Me pregunto por qué me ocurre esto.
Ahora, mientras observo cómo retozan los perros en el césped y me ignoran, siento el estómago revuelto como cuando me comí a aquella criatura marina. Lloro en silencio, para mí misma.
Pero..., espera. ¡Espera! Lo veo incluso antes de olerlo. ¡Es mi papá! ¡Mi papá de verdad! Está de pie junto al coche. ¡Ha venido a buscarme!
Corro a toda velocidad, me lanzo sobre él y le lamo la cara. Los dos caemos al suelo. Él chilla como una niña pequeña e intenta apartarme, pero yo tengo que demostrarle mi sumisión, así que sigo lamiéndolo. Mi lengua está sumamente seca, pero yo no dejo de lamerlo. Tiene que saber cuánto lamento haberme perdido. Tiene que saber lo mucho que lo respeto.
Mi papá me aparta a un lado, se pone de pie y se sacude la hierba de los pantalones.
—¿Qué demonios hace usted? ¿Se ha vuelto loca? ¿Se trata de una especie de broma?
—No. —Después de tanto correr y lamer, yo estoy jadeando—. ¡No, no es ninguna broma! ¿No me reconoces? ¿No me has echado de menos?
—¿Quién demonios es usted? —Mi papá se limpia la cara—. ¿Está usted drogada?
—Soy Z... —empiezo yo, pero me interrumpo justo a tiempo.
¡Claro que no me reconoce, porque estoy en otro cuerpo! De repente me pregunto qué impresión debo de dar al actuar según mi habitual ser perruno pero con un cuerpo humano. Yo nunca he visto a una persona lamer a otra. Mi cara se pone caliente mientras me doy cuenta de que, probablemente, una persona nunca actuaría así.
Me pregunto si es demasiado tarde para rectificar. Papá tiene una mirada enloquecida. Lo he asustado. Ladeo la cabeza para parecer menos amenazadora.
—Tengo tu perra —le digo poniéndome muy derecha y hablando con cautela—. Tu perra Zoë. La que se perdió, pero lo siente mucho y no volverá a hacerlo nunca más. Nunca. Desea volver a casa con todas sus fuerzas. ¿Puedes llevártela ahora? ¿Por favor?
«Y a mí también», deseo decirle, pero no lo hago. No estoy segura de cómo conseguir que me lleve a mí también con él. De repente, estar en otro cuerpo me resulta increíblemente confuso. ¡Si al menos siguiera siendo una perra, sabría qué hacer para conseguir que él y mamá me quisieran más! Me quedaría callada y sería muy cuidadosa. Mamá siempre me dice que no estropee su bonita casa. A ella le gustan las cosas bonitas.
Papá mira alrededor con los ojos entrecerrados, pero yo soy la primera en ver a Jessica, que viene hacia nosotros con el doctor Max. Me encanta el doctor Max, pero no me abalanzo sobre él. Quiero volver a casa con mi papá, así que me quedo donde estoy. Pero utilizo mi nuevo dedo de señalar.
—¡Allí está! ¿La ves? Es Zoë. —Me inclino hacia él—. ¡A que es guapa!
Papá me mira de una forma que no comprendo. Sus ojos parecen tristes, como si se hubiera portado mal, pero sus cejas están enfadadas.
—Nosotros no tenemos ningún perro —declara con voz aguda.
Entonces vuelve a sacudirse los pantalones y entra en el coche.
—¡Espera! ¡Ya está aquí! —grito yo.
Corro hasta el coche y golpeo la ventanilla con las manos, pero él no me mira a mí ni a Jessica, solo se aleja de allí.
Jessica
Llegamos demasiado tarde. Cuando alcanzamos a Zoë ya había causado algún tipo de equívoco y perseguía a un pobre hombre que intentaba alejarse en su coche. Él parecía bastante agradable, aunque su traje y su corbata resultaban sumamente formales para alguien que va a pasar el día en el parque. En aquella ciudad en la que todo el mundo vestía confortablemente, él no acababa de encajar.
Puede parecer una paranoia, lo sé, pero juraría que me lanzó una mirada extraña desde el coche, una mirada angustiada. Después volvió a fijar la vista en la calle y aceleró.
Max se dirigió directamente a Zoë.
—¿Te encuentras bien?
La cara de Zoë era un poema de dolor y confusión, pero no nos contó qué le preocupaba. Tenía los ojos clavados en la tarima, que estaba preparada para el Concurso de Belleza de Perros y Dueños. Delante del escenario había varias cámaras de las emisoras locales y una multitud de niños estaban sentados en la hierba esperando a que empezara el espectáculo. Desde donde estábamos, vi que Leisl y Foxy, su caniche de pura raza, se estaban acicalando para el concurso. La voz del maestro de ceremonias se oyó por los altavoces:
«¿Tu perro es el más bonito del mundo? Entonces acércate a la tarima y elige uno de nuestros disfraces. Estamos buscando al perro más guapo del Woofinstock y necesitamos tu ayuda. ¡Daremos premios al más simpático, al mejor peinado, a la mejor sonrisa, y el premio principal será para el equipo formado por el perro y el dueño más guapos! ¡Vamos, amigos, animaos y apuntaos al sexto Concurso Anual de Belleza de Perros y Dueños!»
Antes de que pudiera parpadear, Zoë había agarrado mi correa.
—El equipo más guapo. ¡Ese lo formamos nosotras! Vamos, perrita —me animó—, tenemos que ganar ese concurso.
Entonces lanzó una mirada en la dirección en la que había desaparecido el coche y murmuró:
—Le demostraremos lo perfectas que somos. ¡Vamos!
Yo la seguí dando traspiés con mis cuatro patas. Ella seguía tambaleándose al tener que caminar sobre dos piernas, pero, a base de fuerza de voluntad, parecía llegar adonde quería ir. Yo quise quejarme, hundir mis talones en el suelo y alegar que el Concurso de Belleza de Perros y Dueños no nos ayudaría a volver a la normalidad, así que no debía importarnos, pero, por lo visto, a ella sí que le importaba, porque tiró de mí con la fuerza de dos docenas de perros de trineo. Al cabo de pocos segundos, yo estaba a su lado, delante de la mesa de inscripción, frente a Malia Jackson y Alexa Hinkey.
—Aquí tengo a la perra más bonita del mundo entero —soltó Zoë—. ¿Es demasiado tarde para apuntarse al concurso?
—¡Ooohhh! ¡A que es una monada! —Alexa se inclinó por encima de la mesa—. ¿Cómo está hoy nuestra amiguita perdida? Mucho más tranquila que ayer, ¿verdad? —Alexa alargó la mano y yo, diligentemente, fingí que se la olisqueaba—. ¿Te sientes mejor después de un buen desayuno?
Me lo estaba preguntando a mí, pero fue Zoë quien contestó.
—Sí, estoy mejor —declaró con satisfacción. Entonces se volvió a mí y me dijo, sin sonido pero articulando los labios—: Bo-llo.
Malia debió de verla, porque la miró extrañada por encima de la montura de sus gafas de lectura.
—Si ganas el concurso podrás llevarte ese enorme cesto de delicias del horno Clover Leaf.
Entonces señaló con la cabeza un cesto de mimbre repleto de galletas de melaza grandes como tortas, galletas de canela y azúcar y galletas de chocolate y menta. Nada más verlo, empecé a salivar, pero, un segundo después, mi mente racional me advirtió que, si permitía que Zoë se comiera todo aquello, cuando recuperara mi cuerpo pesaría veinte kilos más. ¡Si es que conseguía recuperarlo algún día! Así que decidí centrar mi atención en Zoë. Si soltaba mi correa aunque solo fuera un segundo, me lanzaría sobre ella como un cohete.
Malia le tendió un montón de folletos y prospectos.
—Sé que lo sabes todo acerca del fin de semana, pero tengo que dártelos. —Entonces se volvió hacia mí y me guiñó un ojo—. Si lo necesitas, no olvides llamar al Comité de Perros Perdidos. Nuestro número está en la parte frontal del mapa de Madrona.
—Ahora encuentra un disfraz para tu perrita —le indicó Alexa a Zoë, y las dos me acompañaron hasta el rincón de los disfraces—. Después sube al escenario y haz que Madrona se trague sus palabras. Muéstrale a todo el mundo el vínculo tan especial que os une a ti y a esta preciosa perrita. Si consigues arrebatarle la corona a Leisl y a Foxy, nadie volverá a acusarte de odiar a los perros. Acuérdate de lo que te digo. —Entonces se acuclilló delante de mí y, de repente, su ropa informal me pareció perfecta: cómoda y natural—. ¡Dios mío, mira que eres guapa! Tú saca pecho y demuéstrales que eres una ganadora. Toda la ciudad os estará mirando. ¡Representad al Glimmerglass!
Sus palabras me dejaron petrificada. El Glimmerglass..., toda la ciudad estaría mirando... ¡Claro! ¿Cómo no me había dado cuenta de que aquella sería una forma de hacer propaganda del Glimmerglass frente a cientos de personas? De repente me puse muy nerviosa. Ahora sí que quería ganar, por el restaurante. Si conseguíamos treinta comensales más para la comida y la cena, podríamos pagarle a Naomi otra mensualidad y, por esta razón, merecía la pena inscribirse en cualquier concurso.
De todos modos, cuando vi los disfraces estuve a punto de cambiar de idea. Delante de nosotras, una mujer estaba introduciendo a su carlino en un disfraz de abeja con antenas de muelle que se balanceaban alrededor de sus ojos como si fueran dos pompones, y delante de ellos, esperando para subir al escenario, un bóxer iba disfrazado con una peluca de la princesa Leia y una túnica que colgaba de su cuello y estaba rematada con unos brazos de felpa y un cinturón cartuchera negro. ¡Santo cielo! Aquellos perros no tenían ni idea de lo humillados que deberían sentirse. Eran tan inconscientes de su aspecto que subirían al escenario con una sonrisa bonachona en la cara sin darse cuenta de que los espectadores se reirían a carcajadas de ellos. ¡Pues bien, eso no me pasaría a mí! Puede que exteriormente yo fuera una perra, pero en el interior todavía era consciente de mí misma. Me pondría el disfraz, no tenía otra opción, pero nadie conseguiría que me gustara.
Zoë se lanzó sobre los disfraces y hurgó entre ellos sin miramientos, ignorando lo ordenados que estaban. Yo aparté la mirada de la princesa Leia y contemplé la hilera de disfraces. ¿Qué instrumento de tortura me obligaría a ponerme Zoë? ¿El disfraz de cangrejo? ¿La peluca de princesa de tirabuzones dorados y gorro en punta? ¿O la cabeza de Scooby Doo gigante?
Me sorprendió cuando eligió uno de la Mujer Maravilla.
—Me gusta este color —declaró mientras deslizaba un dedo por el corpiño rojo—. Ojalá yo tuviera que ponerme un disfraz. Eres afortunada.
¿Yo afortunada? Intenté asimilar esta idea mientras un voluntario me vestía y me abrochaba el disfraz en la espalda con cintas de velcro. Zoë me puso la diadema encima de las orejas y después los dos retrocedieron un paso e inhalaron al unísono en señal de admiración.
—A tu lado, Lynda Carter quedaría en ridículo —declaró el voluntario.
—¡Preciosa! —aplaudió Zoë.
No pude evitarlo, esbocé una amplia sonrisa y me puse a jadear.