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Perros a la deriva

 

Jessica

 

Cuando Zoë pronunció su discurso, la Tierra dejó de girar. Desde que empezó a hablar, nadie se movió ni tosió. La pasión de su voz nos tenía a todos hechizados. Cuando habló de los perros abandonados, mi corazón latió intensamente con empatía. ¡Habíamos pasado tantas cosas juntas y teníamos tanto que aprender la una de la otra! Me sentí afortunada de haberla conocido.

Malia subió al escenario para anunciar la fecha del Woofinstock del año siguiente. «¡Como siempre, se celebrará el primer fin de semana de septiembre!», y animó a todo el mundo a asistir una vez más. Y de esta forma el Woofinstock se acabó. Malia le guiñó un ojo a Zoë y le comunicó que la ciudad estaría encantada de que presidiera el Comité de Comerciantes del Woofinstock el año siguiente. Muchas personas estrecharon la mano de Zoë y le explicaron, con los ojos humedecidos, que apoyaban completamente su postura respecto a los perros abandonados. Al menos una docena de personas se presentó voluntaria para formar parte de una organización nueva que, por sugerencia de Malia, se llamaría Familias para Siempre. Parecía un comienzo excelente.

En determinado momento, Max le quitó el extremo de la correa a Zoë y me apartó de la multitud. Nos sentamos juntos en la hierba, sin decir nada, simplemente, sentados uno al lado del otro. Era evidente que ninguno de los dos sabía qué hacer. No teníamos ninguna solución para mi problema y, aun así, presentí que no estábamos preparados para rendirnos. Era como si estuviéramos sentados en los lados opuestos de una pared invisible. Nuestros corazones estaban juntos, pero nuestros cuerpos no. Yo me moví hasta que mi cadera rozó la de él y Max alargó el brazo con indecisión y me acarició la cabeza una sola vez. Entonces se inclinó y me besó en la sien. Creo que los dos nos sentimos muy incómodos, pero para ser un primer beso, resultó muy dulce. Después se sonrojó un poco y se inclinó hacia atrás con las manos castamente apoyadas en la hierba. Yo permanecí inmóvil e intenté no jadear.

Minutos más tarde, Zoë corrió hasta nosotros con una medalla de plata. Yo la identifiqué como el premio al segundo mejor perro del Woofinstock.

—¡Mira! —exclamó Zoë—. Aquí pone, al mejor perro. Me la ha dado Malia. —Me enseñó la medalla con cara resplandeciente—. Es para nosotras, para que la compartamos, porque somos la mejor perra.

Max le sonrió.

—Lo cierto es que hoy también has estado muy bien como persona.

Ella dejó de sonreír y, de repente, se puso seria.

—Ha valido la pena ser una persona aunque solo sea para dar ese discurso. Me alegro mucho de que me escucharan.

—Además —intervino Max—, tus palabras los empujarán a actuar, lo que es todavía más importante.

En el otro extremo del recinto, Leisl paseaba a Foxy entre la multitud como si estuviera en un desfile. Del cuello de Foxy colgaba el Woofie, el primer premio al mejor perro del año, el cual consistía en un medallón dorado de un kilogramo de peso en el que estaba grabada la fecha y el perfil de Spitz. Para que le dieran el primer premio, Foxy debía de haber ganado alguno de los otros concursos, el del mejor truco, seguramente. La medalla de Zoë era de plástico y ligera como una pluma, pero la de Foxy debía de resultar muy pesada para llevarla colgando del cuello. Yo no lo envidiaba en absoluto.

—Foxy también tiene una medalla —comentó Zoë después de seguir mi mirada—, pero no es tan bonita como la nuestra. —Balanceó la medalla de plástico de atrás adelante mientras contemplaba cómo brillaba—. Su mamá cree que han ganado la mejor medalla, pero está totalmente equivocada.

Puede que Leisl estuviera equivocada, pero estaba disfrutando del primer premio al máximo. Estaba tan concentrada en quedar bien en las fotografías que le tomaban, que dejó caer el extremo de la correa de Foxy, quien le lanzó una mirada de reojo y se escabulló entre la multitud. Probablemente en busca de algún perrito caliente.

Zoë, Max y yo permanecimos sentados y en silencio mientras observábamos a la gente, hasta que Max recibió otra llamada de emergencia al móvil. Alguien le había dado a su cachorro demasiadas salchichas en el Madrona Mesquite y Max creía que podía padecer una pancreatitis aguda. Antes de irse, su mano rozó mi oreja, apenas lo bastante para que yo lo notara, como si se tratara del beso de unas alas de mariposa. Se trató, solo, de un leve roce, pero contenía una promesa. A pesar del lío en el que estábamos, volveríamos a vernos pronto.

Zoë y yo nos quedamos allí sin movernos hasta que un repentino cambio en la atmósfera hizo que levantara el hocico y olisqueara el aire. Algo había cambiado. Aunque todavía faltaba mucho para que se hiciera de noche, el cielo se oscureció hasta adquirir un denso color plomizo. No soplaba la menor brisa, pero la pesadez del aire indicaba que algo se aproximaba.

Algo grande, como una tormenta.

—Has levantado las orejas. —Zoë me estaba observando—. Y mueves el hocico. ¿Qué ocurre? ¿Te ha llegado un olor a perritos calientes? —Ella también olisqueó el aire—. Yo no huelo nada. ¡Espera! ¡Una gota de lluvia!

Yo me levanté y solté un leve gruñido para llamar su atención. Zoë enseguida se puso de pie. Si se acercaba una tormenta, era sumamente importante que llegáramos a su centro. Quizá desde la playa podríamos ver más extensión de cielo y sabríamos adónde dirigirnos.

Eché a correr y me alegré al oír los pasos de Zoë detrás de mí. Corrimos colina abajo pasando por la heladería y atravesamos el parque del muelle hasta el paseo rocoso donde estaba el muelle pesquero. Mucho antes de ver la playa, oí los gritos de las gaviotas que volaban en círculos en el cielo. Los truenos retumbaban suavemente en algún lugar hacia el oeste. Una fresca brisa que surgió de la nada agitó mi pelo e hizo que a Zoë se le pusiera la piel de gallina.

—¿Eh, qué es eso?

De repente, Zoë se detuvo mientras vislumbraba, por encima de las gaulterias y los rosales silvestres, algo que yo no podía ver, aunque sí que oí un chapoteo desesperado y unos gorgoteos frenéticos. El sonido hizo que, literalmente, se me pusieran los pelos de punta. Aunque no veía qué lo causaba, sí que identifiqué el pánico en aquellos sonidos. El miedo envolvió y oprimió mi corazón.

Los truenos retumbaban sobre nuestras cabezas provocando que el cielo mismo se estremeciera. En la parte alta del sendero, las cicutas y los pinos juntaban sus copas como si estuvieran conspirando y agitaban sus ramas, que, en la penumbra provocada por la tormenta, se veían de color negro. Las olas, que normalmente acariciaban suavemente la playa, rompían ruidosamente en la orilla y arrastraban todo lo que encontraban a su paso. Yo había presenciado muchas tormentas en mi vida, pero la costa nunca me había parecido tan amenazadora como aquel día.

Zoë y yo nos precipitamos entre los arbustos y corrimos por un sendero que conducía a la playa. A la luz del atardecer, el agua, coronada por las crestas de las rugientes olas, había adquirido una tonalidad gris metálica y, mar adentro, el viento levantaba espuma en la superficie. En medio de aquel caos, el muelle pesquero parecía el frágil esqueleto de una criatura marina extinguida en tiempos remotos.

Zoë levantó un brazo y señaló algo que chapoteaba a unos diez metros del muelle, pero yo ya lo había visto. La cabeza mojada de un perro emergía y se sumergía en medio del oleaje. ¡Un perro! Mi mente tardó unos segundos en asimilar la terrible realidad: un perro se estaba ahogando. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

Yo nunca había experimentado una necesidad tan imperiosa como la que sentí entonces de alejarme de aquel lugar tanto como pudiera. Ver y oír a aquel perro me causó tanto terror que noté un sabor metálico en la boca, se me revolvió el estómago y me costó respirar. Deseé esconder la cabeza entre las patas y hacer que todo aquello desapareciera.

Estaba asustada como si fuera yo la que se estuviera ahogando, como si fuera yo la que sintiera el ardor del agua salada en la garganta mientras luchaba desesperadamente por permanecer a flote. Sin siquiera mirar al perro, supe lo que pensaba y sentía. Su olfato estaba embotado por los oscuros olores procedentes de la playa y el frío e intenso olor del océano. Sus oídos percibían todo lo que ocurría en la playa, pero sobre todo, oían su propio chapoteo, su respiración pesada y los potentes latidos de su aterrorizado corazón. Yo sabía lo que aquel perro sentía y esto me empujaba a dar media vuelta y echar a correr.

Los truenos iban avanzando detrás de nosotras y su estruendo me pareció cálido y atrayente. Me imaginé la plaza, seca y agradablemente llena de gente, lejos del peligro de morir ahogada.

Me volví hacia Zoë y nuestros ojos se encontraron en la penumbra. Una sensación mágica flotaba en el aire. Sin hablar, las dos sabíamos que aquellos truenos representaban nuestra preciada oportunidad. Aquella noche, aquel momento, constituía nuestra única ocasión de recibir el tipo de descarga eléctrica que había provocado que cambiáramos de cuerpo. Se producirían uno o dos rayos más y, después, nuestra oportunidad se habría esfumado. En Madrona no estallaban muchas tormentas y yo solo había estado en una que se pareciera a la que estábamos viviendo en aquellos momentos, la que estalló dos días antes, cuando empezó nuestra pesadilla.

Yo quería estar en la plaza con todo mi ser. Quería estar con Zoë junto a la caseta de Spitz a la espera de que un rayo nos devolviera a nuestro estado original. Me imaginé las caras de Max y de Kerrie y pensé en lo maravilloso que sería volver a sostener un tenedor en la mano, caminar sobre dos piernas y hablar.

Deberíamos haber dado media vuelta y dirigirnos a toda prisa a la plaza, el parque o cualquier otro lugar donde fuera probable que cayera un rayo. Aquella era nuestra oportunidad esperada. Deberíamos haber sido egoístas y velar por nuestros intereses, pero el sonido de aquellos aterrorizados chapoteos me rompía el corazón. Cada vez que el perro boqueaba en busca de aire, se me encogía el estómago. No podía dejarlo allí sufriendo. Imposible. Sería como dejarme morir a mí misma o a Zoë. Si me iba en aquel momento, mi vida sería una farsa. El discurso de Zoë resonaba todavía en mis oídos y, como el resto de los habitantes de Madrona, me sentí responsable de ayudar a los perros siempre que pudiera. Aunque el precio que tuviera que pagar fuera mi futuro.

Miré a Zoë y no tardé ni un segundo en darme cuenta de que ella había llegado a la misma conclusión. Nos volvimos al unísono hacia el muelle y juntas corrimos por él mientras los tablones de madera temblaban bajo nuestros pies. Estalló un rayo y el cielo se volvió blanco. «Ya está —pensé con desánimo—. Ahí va nuestra oportunidad.»

Cuando llegamos al final del muelle, saltamos y nos sumergimos en el agua. El frío impacto hizo que mis pulmones se quedaran sin aire. Emergí a la superficie boqueando y moviendo las cuatro patas para mantener la cabeza por encima del agua. Zoë, que estaba delante de mí, se había recuperado antes que yo y ya estaba nadando hacia el angustiado perro. Mientras la seguía, vi que se trataba de Foxy. Algo pesado colgaba de su cuello y tiraba de su cabeza hacia abajo. Él luchaba con todas sus fuerzas y volvía una y otra vez sus aterrados ojos hacia nosotras mientras las olas pasaban sobre su cabeza. Yo solté un ladrido para acuciar a Zoë y moví las patas con ímpetu.

Cuando llegamos al lado de Foxy, me sentí aliviada. Zoë le rodeó el torso con un brazo y tiró de él hacia arriba consiguiendo que su cabeza emergiera totalmente del agua por primera vez. Foxy resopló y escupió emitiendo un sonido angustiado. Cuando llegué adonde estaban ellos, me coloqué al frente para que pudiéramos nadar hasta la orilla sosteniendo el peso de Foxy en parte sobre mi espalda y en parte con el brazo de Zoë. El trayecto fue terrorífico y más olas de las que pude contar cubrieron mi cabeza, pero ver la playa gris me animó a seguir nadando.

Salimos dando traspiés del agua y caímos exhaustos sobre la húmeda arena.

 

 

Zoë

 

Estamos tumbados en la playa y hace tanto frío que no puedo dejar de temblar. Al cabo de un rato, Foxy se levanta, pero está aturdido y no puede caminar recto. Da unos cuantos pasos y vomita formando un charco de agua salada, pero a mí ni siquiera se me ocurre olerla. Supongo que hace demasiado tiempo que soy una persona. Esta idea hace que me sienta agotada, pero cuando miro a Foxy me animo.

Jessica y yo nos levantamos y tosemos con fuerza. Foxy camina en círculos y sacude la cabeza hacia el suelo. No se me ocurre qué está haciendo hasta que me doy cuenta de que intenta librarse de algo que cuelga de su cuello. Me acerco a él y se lo quito mientras me siento orgullosa de ser la que tiene manos en estos momentos. Se trata de una cinta ancha y roja de la que cuelga una medalla de gran tamaño. Es el Woofie, el primer premio del Woofinstock. Me acuerdo de los desesperados chapoteos de Foxy mientras su cabeza se hundía una y otra vez en el agua y me enfado tanto que lanzo la medalla lo más lejos que puedo a pesar de que la cinta es de color rojo. Y muy bonita.

Las nubes se alejan rápidamente en el cielo y el aire está tranquilo. Ya no se oyen truenos. Jessica se acerca a mí y se apoya en mi pierna. Yo me agacho y acaricio su cabeza mojada con suavidad. Contemplamos juntas a Foxy, quien escupe agua por la nariz.

—Foxy está bien —comento en voz alta—. Está a salvo.

Jessica respira hondo.

—Aunque no consigamos recuperar nuestro cuerpo, hemos hecho una buena acción —continúo yo—. Para nosotras es triste, pero era lo correcto.

Jessica se acerca más y noto que se siente orgullosa de mí, orgullosa de las dos, y esto me hace resplandecer a pesar de lo abatida que me siento. Mi felicidad es como la salchicha de un perrito empanado: no puedes verla desde el exterior, pero es lo mejor de todo.

Cuando Foxy vuelve a respirar con normalidad, mira alrededor como si viera la playa por primera vez. Se seca varias veces la cara con una pata y después se vuelve hacia nosotras. Tras una corta carrera, se abalanza sobre nosotras y aterriza en mis brazos. Tiene medio cuerpo apoyado en el lomo de Jessica y la cabeza sobre nuestros hombros. Nosotras nos acurrucamos contra él y juntos exhalamos un suspiro. Foxy se aparta y nos lame unas cincuenta veces. Se siente contento y agradecido y esto es fantástico, como el interior de los perritos empanados.