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Perro de comida rápida

 

Jessica

 

Yo no tenía tiempo para las travesuras de Zoë. Había un millón de cosas que hacer en el Glimmerglass y todas dependían de mí. Tenía que encontrar un jefe de cocina adjunto, dar instrucciones a Naomi y asegurarme de que nuestro puesto en el mercadillo agrícola estaba preparado. El año anterior, vendimos más de cien cafés en aquel mercadillo. Y... —¡mierda, mierda, mierda!—, tenía que comprobar que volvíamos a tener electricidad.

«El estómago me arde. ¿Me habrá salido una úlcera?»

Yo quería salir de aquel cuerpo de perra, pero, de momento, esto tendría que esperar. El Glimmerglass era lo primero. Aunque, la verdad es que no creía que pudiera realizar mucho trabajo en aquel cuerpo peludo y de cuatro patas, porque no soy estúpida, pero tenía que intentarlo. Tenía que agarrarme a lo único que, en aquellos momentos, me parecía real, y esto era el trabajo. Si conseguía llegar al restaurante, al menos dejaría de sentir pánico durante unos instantes.

Utilicé las patas para abrir la puerta corredera y salí corriendo. Zoë gritó algo a mi espalda, pero no me detuve a escucharla. No tenía tiempo, así que hice trabajar a mis cuatro patas. Corrí lo bastante deprisa para levantar una brisa a mi paso y, como una flecha, tomé el atajo que conducía a la plaza. El viento soplaba en mi cara y agitaba mi pelo, lo que me resultaba delicioso y hacía que deseara correr todavía más. Entonces percibí aquel olor. ¿A qué olía? Huevos fritos..., sirope caliente..., y, ¡oh, Dios mío! ¡Beicon!

Doblé la esquina que conducía a la plaza Midshipman y casi tiré al suelo a dos niños que paseaban a un perrito lanudo. Los esquivé instintivamente y el perro intentó seguirme, pero yo seguí corriendo. Pasé volando junto a Spitz y por delante de un grupo de personas que daban galletas de zanahoria a sus perros, hasta que por fin llegué a la puerta del Glimmerglass.

Me levanté sobre las patas traseras, abrí la puerta y entré como una exhalación. ¡La electricidad funcionaba! Miré alrededor y vi que teníamos dos clientes. ¡Estupendo, el Woofinstock había empezado y teníamos la apabullante cantidad de dos clientes! Bueno, al menos esto era más de lo que tuvimos el día anterior. Y nuestros empleados parecían tranquilos. Sahara estaba al mando de la barra, y Whitney, nuestra camarera, charlaba con los dos clientes. Corrí a la parte trasera del bar para comprobar que teníamos suficientes existencias y sopesé las cajas con el hocico. Había café de sobra, pero las provisiones de nata montada empezaban a escasear. Y debíamos rellenar la lata de galletas de calabaza. De momento, todo estaba en orden, pero los problemas podían surgir en cualquier momento.

Me volví para dirigirme a la cocina cuando alguien exclamó:

—¡Mira qué perra tan bonita!

El cliente intentó acariciarme la cabeza cuando pasé por su lado, pero yo la mantuve baja, introduje el hocico entre las puertas batientes y entré en la cocina. Allí, los olores eran tan intensos que casi me caí de espaldas. Naomi estaba atareada en los fogones, volteando tortillas y friendo patatas. Yo empecé a salivar. Lo único que me salvó fue ver a Kerrie, quien acababa de cerrar el móvil.

—Sigue sin contestar —le comentó a Naomi—. Iría a su casa, pero no tengo tiempo. Si se nos acaban las galletas de calabaza, no tendremos nada para vender en el puesto del mercadillo.

Entonces giró la cabeza hacia la batidora y me vio.

—¡Ah, no, en la cocina no, perrita! De hecho, será mejor que salgas a la calle. Si Jess llega y te ve por aquí, quizá se asuste y no se atreva ni a entrar en el restaurante. —Entonces bajó la voz y me agarró por el collar—. ¡Y eso que eres preciosa!

Kerrie tiró de mí y me arrastró fuera de la cocina. Yo gemí y le toqué la pierna con una pata, pero ella no cedió. Kerrie era toda una mamá: una vez que había establecido una regla, sabía cómo hacerla cumplir. Me obligó a salir del restaurante y me dejó en la calle adoquinada.

—Quédate aquí, guapa —me dijo—. Tengo que advertir a las chicas que no dejen entrar a ningún perro esta mañana. Tenemos que ir con cuidado, al menos hasta que Jess aparezca y se haga a la idea.

¡Ah, Kerrie! ¡Qué detalle tan encantador que me protegiera de aquella manera! ¡Pero no en aquel momento!

Entonces me habló en un susurro.

—Es raro que llegue tan tarde. Ayer debió de quedar agotada después de buscar un jefe de cocina adjunto.

Un sentimiento de culpabilidad me encogió el corazón. Yo no había encontrado ningún jefe de cocina adjunto ni había resuelto ninguno de nuestros problemas, sino que me había distraído salvando a una perra y flirteando con Max el Buenorro.

Kerrie se agachó y me acarició el cuello.

—Me preocupa que se agote, ¿sabes? Trabaja muy duro. A veces creo que intenta ganarse su puesto en el restaurante. Intenta hacerse imprescindible para sentirse segura, lo que es una tontería, desde luego, aunque, si tenemos en cuenta su pasado, resulta comprensible. Su madre la abandonó. ¿Te lo imaginas? —Kerrie sacudió la cabeza—. Nunca entenderé que una madre haga algo así. Yo estuve a punto de volverme loca cuando tuve que dejar a J. J. en el parvulario.

Yo me sonrojé por debajo de mi pelaje. Kerrie tenía razón. Toda la razón del mundo. Yo intentaba resultar imprescindible en el restaurante y, probablemente, esto tenía algo que ver con el hecho de que mi madre me abandonara, aunque yo no creía que fuera tan sencillo como Kerrie creía. Yo también disfrutaba con mi trabajo y me gustaba ayudar a los demás. Si podía quitarle un peso a Kerrie y asumir parte de sus tareas, me sentía de maravilla. No todo se debía a mi desgraciada infancia.

Aun así, no pude evitar acordarme del maldito sobre lila. Estaba encima de mi escritorio, en el despacho del restaurante. Sin abrir.

Deseé haberlo quemado.

Sacudí la cabeza para aclarar mi mente. Por encima de todo, quería ponerme de pie sobre dos piernas y entrar con determinación en el Glimmerglass para hacer frente al fin de semana con energía. Tenía la vista clavada en la puerta del restaurante cuando mi visión periférica percibió que un par de alpargatas se acercaban, con paso inseguro, por la plaza.

Kerrie me soltó enseguida.

—¡Jess, por fin has llegado! ¿Dónde estabas? ¿Sabes qué hora es?

Zoë se detuvo y se dirigió tanto a mí como a Kerrie.

—No. ¿Qué hora es?

Yo resoplé con nerviosismo. Había estado tan concentrada reflexionando sobre cómo podría realizar mi trabajo en un cuerpo de perra, que no se me ocurrió pensar que Zoë podía aparecer por el restaurante. Además, iba vestida con la misma ropa que yo llevaba puesta el día anterior, la cual ahora estaba arrugada. Y..., un momento, ¿llevaba la blusa del revés? Bueno, al fin y al cabo, era una perra, así que supuse que debía alegrarme de que no estuviera desnuda.

Kerrie se subió la manga y consultó su reloj.

—¡Son las ocho y cuarto!

Zoë levantó las cejas como si aquella información fuera realmente interesante.

—Bueno, ya estoy aquí.

Entonces nos regaló una sonrisa de oreja a oreja y me guiñó un ojo. Kerrie la observó con el ceño fruncido.

—Sí, estás aquí, pero también estás muy rara —declaró—. Hummm..., ¿quieres que me lleve a esta perra lejos de aquí? ¿Te inquieta? Porque si es esto lo que te molesta, puedo hacer que se vaya.

Zoë se encogió de hombros, me miró y sacudió la cabeza.

—Está bien, no me molesta. Pero las dos tenemos hambre. ¿Ahí dentro hay galletas?

—¿A qué te refieres con que si ahí dentro hay galletas? —El ceño de Kerrie se frunció todavía más—. ¿Has encontrado a un jefe de cocina adjunto? ¿No quieres saber si volvemos a tener electricidad? Pues sí, afortunadamente, volvemos a tener electricidad. ¿Qué te dijo Bonita? ¿Alguien ha respondido a los folletos?

Zoë ladeó la cabeza, como si no entendiera nada de lo que Kerrie le estaba diciendo pero quisiera dar la impresión de que se estaba esforzando. Yo tenía que hacer algo, porque Zoë no tenía respuestas a las preguntas de Kerrie, al menos respuestas reales. Solté un ladrido breve y agudo y, cuando se volvieron a mirarme, ladré otra vez y agité la cola. Las dos me miraron fijamente. Quizá lo mejor que podía hacer era empujar a Zoë al interior del restaurante, al menos así Kerrie no se sentiría como si estuviera empuñando el timón ella sola.

Me puse detrás de Zoë de un brinco, ladré una tercera vez y empujé la parte trasera de sus rodillas con mi hocico. Kerrie soltó un respingo, pero Zoë simplemente se rio.

—¡Está bien, está bien! —exclamó.

Zoë se dirigió dando traspiés a la puerta del restaurante, pero de repente se volvió, miró por encima de su hombro y señaló el lugar donde el rayo nos había alcanzado.

—Fue allí —declaró.

Yo también me volví en aquella dirección. A la luz del sol, aquel lugar parecía totalmente inocuo, solo unos cuantos adoquines bajo el cielo de septiembre. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Resultaba inquietante pensar que algo tan perturbador y trascendental hubiera ocurrido justo allí y que nadie lo supiera salvo Zoë y yo.

¡Si pudiera volver atrás en el tiempo, aunque solo fuera un poco, y evitar aquel terrible momento! Podríamos haber tomado una ruta diferente de vuelta a casa. Podríamos haber rodeado la plaza en lugar de cruzarla. ¿Habría sido esto suficiente para cambiar las cosas o el rayo nos habría encontrado de todas maneras? Solo pensar en ello me producía rabia, así que volví a centrar mi atención en Zoë, quien acababa de ver a los dos niños con el perro lanudo.

—¡Eh! ¿Quién es ese?

Yo la empujé todavía con más ímpetu.

—¡Ya voy, ya voy, tía! ¿Por qué tenéis tanta prisa? ¡Anda, mira, una puerta!

Zoë atravesó el umbral corriendo y totalmente eufórica, tropezó, recuperó el equilibrio y dio un par de saltos con los brazos en alto, como si se tratara de una gimnasta que acabara de poner los pies en el suelo después de realizar una voltereta en el aire.

—¡Tachán!

Un cliente de la cafetería se volvió para mirarla. ¡Estupendo!

Yo la seguí, pero Kerrie cerró la puerta en mis narices dando un portazo. ¡Yo, una copropietaria, no podía entrar en mi propio restaurante! ¡Increíble! Caminé de un extremo al otro de la fachada del Glimmerglass con la cabeza repleta de imágenes de lo que Zoë estaría haciendo en el restaurante. ¿Cuántos desastres habría provocado ya? ¿Habría provocado algún fuego? ¿Habría ofendido a algún cliente o despedido a alguno de los empleados?

Después de caminar de un lado a otro durante cinco minutos, renuncié a entrar por la puerta principal y, con las patas húmedas de ansiedad, corrí hasta la puerta trasera, la que comunicaba con el Foso de la Muerte. Estaba cerrada, claro. Pegué una de mis orejas a la puerta, pero no oí nada. Durante un buen rato permanecí allí sola, escuchando mi propia respiración. Cuanto más respiraba, más ansiosa me sentía. ¿Por qué no había regresado aún a mi cuerpo? ¿Esa historia de ser una perra sería para siempre? Porque si lo era, yo quería acabar con todo. ¡En aquel mismo instante!

Inhalé hondo y me dije a mí misma que debía centrarme en el Glimmerglass. Esto me mantendría cuerda. Además, el restaurante tenía que ser mi prioridad, si no, cuando volviera a mi cuerpo, no tendría nada que fuera valioso.

 

 

Zoë

 

Este lugar huele de maravilla. He cruzado la puerta a toda prisa, tambaleándome sobre mis piernas de persona. Puede que sean inestables, pero al menos me llevan a los sitios deprisa. Nada más cruzar la puerta, me conducen directamente a una mesa que está llena de comida. ¡Comida de personas! ¡Por fin! Esto es, exactamente, lo que andaba buscando. En la mesa hay bollos, gofres, jamón, huevos, melón y grandes tazas de un líquido apestoso y marrón.

—¡Eh! —grita un hombre que también está comiendo de la mesa.

—¡Eh, tú! —contesto yo con la boca llena de gofre.

Él parece enojado, de modo que le ofrezco el bollo que tengo en la mano, pero él hace una mueca de asco y se aparta, como si le estuviera ofreciendo el pellejo de un gato. Lo normal sería que la mera competición lo empujara a comer, ¿no? Las personas son raras.

—Pero ¿qué demonios? —vuelve a gritar él dando un golpetazo en la mesa con el tenedor—. ¡Te estás comiendo mi comida!

—Si es tuya, no deberías dejarla aquí expuesta y sin vigilancia. Cualquiera puede venir y comérsela. Tienes que montar guardia.

Estoy a punto de demostrarle cómo se monta guardia adecuadamente para proteger un bollo, cuando la mujer de las gafas tira de mí. Lo hace con rudeza y siento deseos de gruñirle, pero no lo hago, porque odio provocar una pelea. Me resulta más cómodo dejarla ser la hembra alfa durante un rato que iniciar una trifulca.

Atravesamos otra puerta y entramos en otra habitación. Miro alrededor deseando que allí haya más bollos, pero no los hay, así que me concentro en comer el que tengo en la mano mientras ella me habla. Para ser sincera, preferiría comérmelo fuera con tranquilidad, pero me parece que esta no es una opción.

—¿Qué pasa contigo? ¿Estás borracha o qué?

La mujer de las gafas se inclina para olisquearme, así que yo también la olisqueo. Huele a menta y un poco a calabaza. ¿Cómo soporta oler tan bien? ¿No hace que se sienta hambrienta durante todo el día? A pesar de que tengo la boca llena de bollo, no puedo evitar olisquearla más. Huele mejor que el yogur de fresa.

Cuando empiezo a olerle el cuello, ella me aparta de un empujón.

—¡Para ya, Jess! ¡Hoy es el día más importante del año para nosotras y vas tú y te presentas borracha! ¡O colocada o... lo que sea que te pase!

Tiene el cuello cubierto de manchas rojas. Yo deseo acariciarla y tranquilizarla, pero creo que podría morderme.

—¡No me puedo creer lo que acabas de hacer ahí fuera! ¡Comer del plato de un cliente! ¡Dios mío, Jess, deberían fusilarte por esto! O al menos despedirte. ¡Él es, prácticamente, el único cliente que tenemos!

La parte de sus ojos que debería ser blanca, está roja. Yo quiero preguntarle por qué el hombre tardaba tanto en comer. ¿No es evidente que, si se hubiera centrado en comer la comida, habría evitado cualquier tipo de competencia? Nunca entenderé por qué las personas se entretienen tanto masticando. ¡Yo me puedo comer un bollo en tres bocados!

Me termino el bollo e intento comerme el envoltorio, pero no sabe bien. La tensión que despide esta mujer está empezando a afectar mi estómago. Me pongo nerviosa y deseo que ella se tranquilice para que los nudos que se me han hecho en el estómago se deshagan. No esperaba ser tan sensible a los cambios emocionales de los otros seres humanos. Cuando un perro está alterado, normalmente tiene la delicadeza de alejarse y sentarse a solas en lugar de obligar a los demás a soportar sus estados de ánimo.

—¿Conseguirás arreglártelas? —me pregunta la mujer con el ceño fruncido—. ¡Por favor! Hoy te necesito. Ya sabes que no puedo hacerlo todo yo sola. ¡Qué todo, ni siquiera podría hacer la mitad! Estoy acostumbrada a que tú realices casi el setenta por ciento del trabajo.

Yo no la entiendo. De algún modo, me está haciendo sentir responsable de su nerviosismo, lo que es una locura, porque yo no he hecho nada malo, ¿no?

—Mira —continúa ella con los hombros hundidos—, si hoy necesitas tomarte el día libre, supongo que estás en tu derecho. Te lo has ganado por todo lo que haces normalmente, pero, por favor, no desaparezcas completamente, ¿de acuerdo? Yo puedo esforzarme y hacer más si es preciso. Bueno, supongo que podré. Pero como mínimo podrías ocuparte del puesto del mercadillo. La idea estúpida de estar en el mercadillo agrícola fue tuya, ¿te acuerdas? Y seguimos necesitando un jefe de cocina adjunto.

Parece que espera que yo diga algo, pero ya la he hecho enfadar con lo que dije antes y no quiero empeorar las cosas.

Me humedezco los labios.

—Hummm... Sí —contesto.

Las aletas de su nariz se abren formando unas pequeñas y agudas crestas, y cuando habla con su voz baja y grave me hace sentir como una perrita.

—Mira, esto no es divertido. No sé de qué vas, pero déjalo ya. Y hasta que lo consigas, lo menos que puedes hacer es llevar los menús al puesto del mercadillo. No lo estropees o te juro que te estrangularé con mis propias manos.

Me deja allí y yo espero sentirme mejor ahora que se ha ido, pero no es así. Sus malas vibraciones permanecen en mí como un golpe en las costillas y, lo que es todavía peor, no sé qué he hecho para enojarla tanto. Todo esto es muy confuso. ¡Ojalá entendiera cómo funciona el mundo de los humanos!

Siento deseos de sentarme y lavarme. Lamerme las patas siempre hace que me sienta mejor, pero cuando lo hago, me resulta raro. Mi piel es lisa y suave. Y salada, y la lengua se me seca. ¡Puaj!

 

 

Jessica

 

Apoyé las patas delanteras en la puerta trasera y golpeé la maneta, pero no cedió. No podía entrar en mi propio despacho. Suspiré, me senté sobre mis cuartos traseros y esperé mientras intentaba decidir qué hacer.

¡Una perra! ¿Cómo podía ser una perra? Me incorporé de un salto y empecé a caminar de un lado a otro, estrujando mi cerebro en busca de una solución, hasta que uno de esos picores enervantes ocupó por completo mi mente. En esa ocasión, estaba alojado en lo más hondo de mi oreja izquierda. Me la rasqué con todas las patas, me la froté contra la puerta, pero nada funcionó, el picor me ardía en lo más profundo del conducto auditivo y zumbaba como un diapasón.

Justo entonces, la puerta se abrió y apareció Zoë. Me sentí aliviada al verla de una pieza —sinceramente, me resultaba desconcertante perder de vista mi cuerpo—, pero también me preocupó verla en el Foso de la Muerte y no en el restaurante. ¿La había echado Kerrie o había ido Zoë por voluntad propia?

La observé atentamente. Estaba alterada, al menos eso me pareció, porque nunca antes había visto mi cara arrugada por la preocupación. Todavía no me había acostumbrado a mirar mi propia cara desde fuera. Me fijé en los detalles: las manchas de la piel, el canino torcido. Antes, me impactó cómo resplandecía mi cara cuando sonreía. Nunca había percibido el contagioso poder de mi propia alegría y, en aquel momento, eché de menos aquel resplandor.

Dejé que Zoë me abrazara y me acariciara durante unos minutos y, mientras tanto, intenté absorber tanta tristeza de ella como pude. ¡Pobre Zoë! Ella había querido aquello tan poco como yo, y debía de asustarla tanto como a mí. No me imaginaba lo que uno podía echar de menos de ser un perro, pero fuera lo que fuese, ella debía de sentirse desesperada por recuperarlo.

Cuando su respiración se calmó y ella se enderezó, entré en el despacho. Resultaba agradable poder calmarla y, al mismo tiempo, sentirme reconfortada, pero tenía que ser práctica. Teníamos que llevar los menús y las bandas aislantes de los vasos al puesto del mercadillo y necesitaba la ayuda de Zoë, bueno, de sus manos.

En mi ordenado escritorio solo había un teléfono, una lámpara, un montón de menús y anuncios solicitando un jefe de cocina adjunto y un ordenador portátil. Me detuve un momento y contemplé con añoranza la oscura pantalla. ¡Si pudiera ponerlo en marcha, podría entrar en internet y explorar la red acerca de mi situación! ¡A lo mejor a otras personas les había sucedido lo mismo! Solo con pensar en la línea de búsqueda sentí un cosquilleo en las patas: «transformación», «experiencia extracorporal», «mujer se despierta siendo una perra».

Ansiaba hacerlo, pero mi pata nunca podría manejar la alfombrilla táctil. Quizá, si encontraba un ordenador con un ratón podría apañármelas, pero ¿dónde encontraría uno? En la biblioteca no, pensé mientras me acordaba de la rudeza con la que me habían echado de mi propio restaurante. Allí nunca me dejarían entrar. En un locutorio tampoco. Mi mirada se posó en el montón de menús y me espabilé de golpe. Ya me preocuparía por lo del ordenador más tarde. Primero tenía que llevar aquellos menús al mercadillo agrícola.

Los menús estaban impresos con una variación de nuestro logo relacionada con el Woofinstock: la cara de un perro mirando por las cuatro cristaleras del restaurante. Además, el nombre de los platos estaba relacionado con el mundo de los perros: Revoltillo Cuatro Patas, Pastel de Puerros Ladrador, Terrina Meneo de Cola... Kerrie y Guy se habían pasado semanas elaborando el menú. Ahora solo nos quedaba rezar para que Naomi supiera preparar los platos. ¡Siempre que consiguiéramos atraer a algún cliente, claro!

Empujé el montón de los menús con cuidado, agarré unos cuantos con los dientes y los presioné contra la mano de Zoë.

—¿Quieres que los coja? ¡Pero si solo son papeles! Yo esperaba que me dieras una galleta.

¡Sinceramente, Zoë era peor que una niña de tres años! Me volví para agarrar la bolsa que contenía las bandas aislantes para los vasos, pero me detuve para hurgar en la papelera. Kerrie y yo habíamos tirado allí unas galletas de calabaza medio quemadas. Una de ellas serviría para hacer callar a Zoë.

Lo que no había previsto era cómo salivaría al introducir la cabeza en una papelera y encontrar una galleta. Nada más olerla, mi mente se centró en ella. Como si fuera una drogadicta, en lo único en lo que podía pensar era en comerme aquella galleta. Empecé a jadear y mi cola se meneó de un lado a otro como si estuviera poseída. ¡Tenía que comérmela!

Dos bocados y ya no estaba.

—¡Eh! —exclamó Zoë colocándose detrás de mí con decisión—. ¿Has encontrado una galleta?

Yo levanté la vista hacia ella mientras me lamía los labios. «¡Culpable!»

—¡Eres una perra mala! Tienes que compartir, ¿no lo sabías?

Yo quería recordarle el episodio del pan del desayuno, pero, evidentemente, no pude. ¡No podía comunicar ni una maldita idea! Sin lugar a dudas, una galleta era lo menos que me merecía. Una o dos. ¡Quizás había otra allí dentro!

Nos abalanzamos sobre la papelera al mismo tiempo. Ella me apartó a un lado propinándome un golpe con la cadera. Yo intenté deslizarme entre sus piernas mientras ella lanzaba servilletas, tazas de papel y envases de yogur fuera de la papelera. Ella ganó.

—¡Ajá! ¡He encontrado una!

Zoë la sostuvo por encima de mi cabeza y la agitó como si fuera un premio. Le dio un mordisco y la masticó de una forma exagerada mientras hacía rodar los ojos en las órbitas para demostrar lo buena que estaba. Yo le lancé una mirada asesina y le di la espalda con el estómago encogido. ¡Ser un perro daba mucha hambre!

Cuando las galletas se terminaron, pude volver al trabajo. Zoë cogió los menús y yo agarré la bolsa de las bandas aislantes con los dientes. La tormenta del día anterior se había desplazado hacia el este y el aire era cálido y olía a limpio. Zoë y yo caminamos juntas hasta el mercadillo agrícola, que estaba situado en el parque Hyak, el cual estaba cubierto de hierba y sombreado en los bordes por arces y castaños de gruesas ramas. El río Kittias fluía a lo largo del límite oriental del parque, atravesaba Madrona y desembocaba en la bahía Kwemah y las aguas saladas de Puget Sound. El mes siguiente, los niños de Madrona recolectarían las nuevas castañas y las lanzarían al río para ver cómo se alejaban a gran velocidad.

Todos los edificios importantes de la ciudad daban al parque. Un puente de piedra construido en 1950 comunicaba el parque con la biblioteca, que disponía de salas de lectura que daban al río. El centro para la tercera edad, con su sala de reuniones alargada y sus edificios anexos para las clases de arte y el bingo, ocupaba el lado norte. El Ayuntamiento estaba al oeste y, al sur, el pequeño edificio de ladrillo de Correos. Al lado de este se encontraba la plaza Midshipman, donde estaba ubicado nuestro restaurante.

Conforme nos acercábamos al parque, mi ansiedad fue en aumento. Allí habría personas, personas que yo conocía, y entre ellas el comité del Woofinstock en pleno. ¿Cómo se desenvolvería Zoë entre la gente? ¿Me dejaría en ridículo? ¿Me dejaría yo a mí misma en ridículo?

Me sentía muy nerviosa, pero esto no fue nada comparado con lo que sentí cuando entramos en el parque. Fue entonces cuando me di cuenta de que este no solo estaba lleno de personas, sino también de perros.