10
Seducción canina
Jessica
Aquello era una catástrofe. Yo corrí con frenesí entre Guy y Zoë intentando ahuyentarlo. Le mordí los tobillos y salté sobre él empujándolo tan fuerte como pude con las patas.
—¿Qué le pasa a tu perra? —le preguntó a Zoë mientras intentaba apartarme de una patada—. ¿Está loca o qué?
—Solo cree que es una persona —contestó Zoë agarrándome por el collar—. Y a veces es muy mala.
A mí no me importaba lo que dijera de mí, pero no me gustaba que tirara del collar. Me producía arcadas. Y, desde luego, tampoco me gustaba la mirada lasciva de Guy ni que tocara continuamente el hombro de Zoë. La idea de que mi cuerpo se entrelazara con el de Guy, y encima desnudo, me resultaba tan repulsiva que estaba dispuesta a soportar cualquier tipo de dolor para evitar que sucediera.
¿Cómo sabía él dónde estaba mi apartamento?
Zoë lo condujo, y tiró de mí, a través de la puerta corredera, que estaba abierta desde la mañana. Entonces soltó mi collar y yo inhalé una bocanada de aire mientras contemplaba mi impersonal apartamento. Como no podía distinguir los rojos ni los naranjas, todavía me pareció más soso de como lo recordaba. No pude evitar contemplarlo con nuevos ojos, como si estuviera de visita en la casa de otra persona. No había fotografías en las paredes, ni recuerdos de la infancia, ni tampoco había ninguna chaqueta de un novio colgada del respaldo de una de las sillas de la cocina. Los libros de las estanterías estaban ordenados alfabéticamente, como si retaran a alguien a que los tocara.
Kerrie siempre me recriminaba que no echara raíces, pero la verdad era que yo deseaba enraizarme desesperadamente, solo que no conseguía hacerlo. Lo único de la habitación que hizo vibrar mi corazón fue el libro de recetas de la abuela de Kerrie, el que me prestó mi amiga después de dejar su puesto de jefa de cocina en el Glimmerglass. A mí me encantaba revisar las viejas recetas mientras me imaginaba a abuelas desconocidas extendiendo masa con un rodillo en cocinas soleadas y dándole formas creativas para sus nietos. Si fuera posible crear familias a partir de los sueños, a aquellas alturas, yo tendría miles de abuelas.
Recorrí la habitación con la mirada y divisé un montón de correo en el suelo, junto a la puerta principal. Encima del montón había un sobre grande de color lila. Incluso desde mi posición, pude distinguir la escritura, la misma que había contemplado un millón de veces antes de lanzar los correspondientes sobres al cubo de reciclaje. Me volví de espaldas a él con determinación.
Zoë dijo algo que no entendí y al volverme vi que estaba enfrente de Guy, en medio de mi diminuto salón. Por suerte, todavía no habían encontrado el dormitorio. Nada me repelía más que la idea de ver al marchoso de Guy desnudo. ¿Qué tenía él que pudiera atraer a Zoë? Realmente no pensaría practicar el sexo con él, ¿no?
Zoë se acercó a Guy contoneando las caderas y una horrible expresión lasciva se extendió por la cara de él, lo que me puso los pelos de punta. Me coloqué rápidamente detrás de él y gruñí.
—¡Vaya, creo que tu perra me odia! —exclamó él, y me miró por encima del hombro mientras se acercaba más a Zoë.
Ella se encogió levemente de hombros, se arrimó a él y apoyó la barbilla en su hombro. La expresión de Guy se volvió todavía más lasciva.
—Siempre he sabido que te sentías atraída por mí. No sabes cómo he deseado poner las manos encima de tu precioso cuerpo. Estaba seguro de que solo jugabas conmigo. ¡Todas esas noches que te seguí hasta tu casa! Tú sabías que yo estaba ahí fuera, ¿verdad? Solo te hacías la dura.
¿Que yo jugaba con él? ¿Que me había seguido hasta casa? Sentí que el pelo se separaba de mi lomo hasta que se erizó como el de un puercoespín. ¡Por esto sabía Guy dónde vivía yo! Los escalofríos seguían haciendo que se me erizara el pelo y gruñí más intensamente. Guy deslizó las manos hacia el trasero de Zoë, pero ella lo apartó. Entonces él se volvió de cara hacia ella, pero al moverse, la barbilla de Zoë resbaló de su hombro. Ella volvió a arrimarse a él sin titubear y apoyó de nuevo la barbilla en su hombro, pero cuando él se volvió hacia ella otra vez, ella apartó la cara de golpe y se alejó contoneándose y sacudiendo la cabeza de atrás hacia delante de una forma provocativa. Yo estaba perpleja y el gruñido creció en mi garganta.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Guy a Zoë mientras retrocedía unos pasos.
Ella siguió contoneándose por la habitación y, de vez en cuando, inclinaba el cuerpo hacia delante, como si lo retara a atraparla. De repente se detuvo y se quedó totalmente inmóvil. Al cabo de unos segundos, se puso bruscamente en acción y, con los ojos chispeantes, corrió hacia Guy, apoyó la barbilla en su otro hombro y le gruñó suavemente al oído.
—¿Quién es el dominante ahora? ¿No crees que deberías reconsiderar nuestra jerarquía? —Entonces lo empujó con el hombro—. ¿Quieres pelear?
—Sí, lo que tú digas.
Guy parecía sentirse muy inseguro y se tumbó en el sofá con las piernas y los brazos extendidos. Yo volví a gruñir y me coloqué junto al apoyabrazos del sofá, desde donde podría morderlo si las cosas se ponían sexys. ¿Qué pensaría Max si viera aquello? Mi cuerpo humano estaba actuando de una forma que incluso los sadomasoquistas considerarían pervertida. Si me hubiera podido sonrojar, hasta las uñas de mis patas serían de color rosa.
Zoë se puso delante de Guy y soltó un gruñido.
—Te gusta jugar duro, ¿no? —le preguntó Guy hundiéndose todavía más en el sofá—. Tendría que haberlo adivinado con tanto ir de dura en el restaurante y despedirme como si no te importara. Siempre supe que serías una salvaje en la cama.
Mis dientes estaban a escasos centímetros de su mano, pero no podía propinarle un buen mordisco, porque tenía la mano apoyada en el brazo del sofá, aunque sí que podía hacerlo gritar. Entonces, Zoë se abalanzó sobre él y le clavó la rodilla justo en la entrepierna. Sin hacer caso de su grito de dolor y del hecho de que se dobló como si fuera un teléfono móvil, Zoë le golpeó el hombro derecho con su hombro izquierdo. Después, le agarró las manos, le extendió los brazos como si se tratara de un águila con las alas abiertas y le enseñó los dientes.
—Soy la mujer más dura que conoces, ¿verdad? Una auténtica alfa. Quizá creas que puedes vencerme, pero estás totalmente equivocado, porque yo puedo vencer a cualquiera en cualquier momento.
Me reí para mis adentros. Zoë podía ser impredecible, pero tuve que reconocer que la autoestima le salía por las orejas. Nadie podía obligarla a hacer algo que no quisiera. En aquel momento, deseé tener aunque solo fuera la mitad de su descaro.
Guy tenía la cara morada y gemía de dolor, pero en un ataque repentino de fuerza, se liberó de Zoë, se levantó y se alejó caminando como un pato y tanteando puertas hasta que encontró la del lavabo. Oí que la cerraba con llave. Mi ex jefe de cocina se encerró en mi lavabo y Zoë y yo nos quedamos solas en el salón.
Ella contempló la puerta del lavabo de una forma inexpresiva.
—Supongo que no esperaba ganarme. Me alegro, porque no quiero humillarlo, si no, no me llevará en su coche.
Yo me sentí sumamente aliviada y me tumbé en el suelo. ¡Había ido de poco! Si Guy hubiera querido pelear con Zoë, ¿ella habría copulado con él para premiarlo? ¿Era esto lo que ella pretendía? Entonces se me ocurrió una idea aterradora: si no lograba regresar a mi cuerpo, tendría que soportar aquella tortura una y otra vez. Una razón más para que volviéramos a intercambiar los cuerpos. ¡Y deprisa, antes de que me viera obligada a morder a alguien! ¿Pero cómo conseguirlo?
Zoë se dirigió al lavabo y me sacó de mis cavilaciones.
—¡Eh, tío! ¿Por qué no sales? No tenemos por qué pelear. Si estás de acuerdo con ser el beta, a mí ya me está bien. Vayamos a dar una vuelta en tu coche.
Yo oí un amortiguado no y el sonido de alguien que comprobaba el cerrojo. Zoë se encogió de hombros, se acercó a mí, se agachó y me rascó la barbilla.
—¿Me ayudas, amiga perrita? —me preguntó con voz melosa—. Tengo que dibujar algo.
Durante unos instantes, me sentí tan embelesada sintiendo cómo sus dedos aliviaban mis picores, que ni siquiera la oí. Entonces ella dejó de rascarme, nuestras miradas se encontraron y tuve la inquietante experiencia de mirarme fijamente a mí misma. En realidad, mis ojos eran bastante bonitos. Estaban cruzados por miles de sombras de color marrón y miel que se solapaban con otras de color café y roble. Y a la luz del día parecían formar remolinos. Los miré atentamente y detrás de los iris percibí a un ser compasivo. ¿Se trataba de Zoë o de una parte residual mía?
Yo me sentía completa dentro del cuerpo de perra, con todas mis facultades, mi cerebro y mi alma, si queréis llamarla así. Pero también percibía otras cosas. Además del sentido del olfato, por lo visto disponía de una amplia enciclopedia de imágenes conectadas a los distintos olores. Esto, sin duda, formaba parte de Zoë. Y en cuanto a ella... ¡sabía hablar en mi idioma y podía caminar y alimentarse ella misma, cosas que un niño humano tardaba años en aprender! Evidentemente, una parte de mis habilidades había permanecido en mi cuerpo. Me acordé de cómo me habían distraído los olores en el parque y de cómo habían embriagado mis sentidos. Sin duda esto pertenecía a mi parte de perra, y era muy potente.
Zoë inclinó la cabeza a un lado, como si quisiera levantar la oreja del lado contrario.
—¿Me ayudas a realizar un dibujo? ¡A cambio, te rascaré!
La simple mención del acto de rascar provocó que mi cola diera un golpetazo en el suelo y, antes de que me diera cuenta, estaba delante de mi escritorio empujando el cajón con el hocico. Como es lógico, no se abrió. Zoë se agachó, lo inspeccionó y abrió la mano, como si fuera un niño de la agrupación de exploradores y examinara una navaja multiuso intentando decidir cuál era la herramienta más adecuada para aquella tarea. Se decidió por el dedo índice y le propinó un golpecito al cajón. Nada. Propinó otro golpecito.
Yo exhalé un suspiro, extendí la lengua y tiré del asa del cajón con ella. Zoë me observó atentamente, se arrodilló y lamió el asa como yo había hecho. Yo reprimí una risa, agarré su mano con mis dientes y la conduje suavemente hasta el asa.
En esta ocasión Zoë lo captó y abrió el cajón.
—¡Oooh! —Lo cerró y volvió a abrirlo—. ¡Uau! Cuántas cosas hay escondidas aquí dentro. ¡Es increíble!
Abrió y cerró el cajón unas cuantas veces más e inclinó la cabeza para contemplar el funcionamiento de los rieles.
Justo en el centro del cajón estaban las hojas de papel que ella quería, además de una serie ordenada de bolígrafos y lápices de colores clasificados según su color. Al menos, solían estar combinados según los colores del arcoíris, porque en aquel momento solo distinguí distintas tonalidades de gris.
Dejé a Zoë con sus asuntos y volví a centrarme en mi prioridad, el Glimmerglass. ¡El pobre, pobre Glimmerglass! ¿Cómo podía conseguir que acudieran más clientes?
Pero ¿a quién pretendía engañar? Incluso como persona, me habría resultado difícil convencer a la gente para que entrara en el restaurante. La mayoría de las personas elegía lo que iba a comer de forma caprichosa. Si el precio o la comodidad no eran una prioridad, su elección entre uno u otro restaurante podía basarse en el menor de los detalles, como el color del toldo, el tipo de letra de la carta o el deseo repentino de comer guacamole. Eran los pormenores como el menú especial para el Woofinstock los que harían que la gente entrara o no en el restaurante, no la campaña que yo pudiera llevar a cabo como vendedora. Y allí estaba yo, en el cuerpo de una perra y sin poder llevar a cabo ninguna campaña de ventas por mucho que lo quisiera. Una perra sin cuerdas vocales, y sin pulgares. Solo era una perra grande, blanca y de patas largas que la mayoría de los ciudadanos de Madrona creían que era adorable.
«Hummm... Adorable.»
¿Qué pasaría si una perra adorable recomendara el restaurante a los clientes potenciales? Quizá la gente en general no le haría caso, pero ¿y los dueños de los perros? ¿Podía el consejo de un perro constituir el pequeño detalle que hiciera que la gente entrara en el Glimmerglass?
Corrí dando saltos a mi habitación, abrí la puerta corredera de mi armario con la pata y hurgué con el hocico en el montón de camisetas perfectamente dobladas hasta que encontré lo que buscaba, una camiseta con una reproducción impresa de las cuatro vidrieras del restaurante en la parte frontal. Yo sabía que la camiseta era de color azul cielo, aunque en aquel momento la veía de un gris claro. En la parte superior se leía: GLIMMERGLASS CAFÉ.
Utilizando los dientes, la extendí en el suelo con la parte frontal hacia arriba tan deprisa como pude. Después introduje el hocico por la parte inferior. Tuve que intentarlo once veces hasta que conseguí introducir la cabeza en la camiseta, pero el resto fue fácil. Avancé a rastras, con las patas delanteras junto a la cabeza, y saqué las primeras por las mangas y la segunda por la abertura del cuello.
Jadeando por el esfuerzo, cerré la puerta del dormitorio para mirarme en el espejo que había en la parte interior. ¡Increíble! Estaba preciosa, con mi pelo blanco, la camiseta gris y el resplandeciente logo en el lomo. Me volví en todas direcciones admirando mi nuevo vestido. «Zoë tiene que ver esto —pensé—. Es la única que entenderá lo genial que es esto.»
Corrí al salón dispuesta a llamar su atención cuando una cosa diminuta zumbó delante de mis ojos. Buzzz... Y volvió a pasar.
Yo giré la cabeza a toda velocidad, pero ya se había ido. Un segundo más tarde, volví a verla, justo encima de mí. Mi corazón latió en mi pecho como la membrana de un bafle de bajos. Fuera lo que fuese, tenía que atraparlo. Todos mis pensamientos acerca del restaurante y la camiseta se evaporaron y, antes de que consiguiera formular una sola idea coherente, sentí que mis patas se movían, mi boca se abría y mis orejas giraban a uno y otro lado.
La cosa, una mosca, volaba realizando bucles en el aire encima del sofá. Me encaramé al sofá con la agilidad de una cabra montesa y, con las cuatro patas sobre el respaldo, me proyecté hacia arriba y hacia delante con la boca muy abierta. Mientras volaba por el aire, la mosca chocó contra mi paladar. Yo cerré las mandíbulas de golpe mientras un sentimiento de satisfacción me invadía. La tenía. ¡La había atrapado! Mastiqué y un sentimiento de excitación recorrió mi cuerpo hasta la punta de mis incontables pelos. ¡La mosca era mía!
En el mismo instante en que mis patas tocaron el suelo, recordé por qué la gente no come moscas. El insecto zumbaba y chocaba contra mis dientes, lo que resultaba más enervante que el taladro de un dentista. La repugnancia que sentí hizo que se me revolviera el estómago. Abrí la boca y la mosca se alejó con un vuelo irregular, pero la sensación de asco se quedó conmigo. ¡Acababa de intentar comerme una mosca! ¡Por el amor de Dios, la había cogido con la boca! Me gustara o no, una parte de mí, definitivamente, era perruna.
Esta idea me deprimió, así que entré en la cocina, husmeé el suelo, encontré el arrugado tomate cherry y me lo comí.
Zoë
El enano de jardín se queda mucho rato en el lavabo. Me alegro, porque los bolígrafos no son fáciles de manejar. Ninguno funciona. Su tacto es metálico y resbalan por el papel. Probablemente tienen truco, como el cajón, pero no tengo tiempo para descubrirlo. Encuentro un lápiz de madera que funciona mejor. Lo muerdo unas cuantas veces para marcarlo como mío y me pongo a trabajar.
Mientras dibujo mi casa, me muerdo la lengua. Si estuviera con perros, les describiría mi casa por el olor, pero esto no funciona con las personas. Ya he aprendido que estas necesitan ver algo para creer en ello y, por extraño que parezca, por lo visto los olores no significan nada para ellas.
Cuando termino el dibujo, me dirijo a la puerta del lavabo.
—¡Sal, hombre bajito! —grito con mi potente voz alfa—. ¡Eh, tú, sal de ahí!
La puerta se abre la anchura de una pata y, al otro lado de la rendija, noto que el hombre está nervioso.
—No vuelvas a saltar sobre mí —dice gruñendo y en voz baja—. Soy cinturón verde y podría darte una buena azotaina.
Tiene las manos enfrente de la cara, hechas un ovillo, como hacen los gatos.
Yo retrocedo con los brazos colgando a los lados. Ahora que me he instaurado como miembro alfa, debo mostrarme amable y tranquilizadora.
—Nada de saltos, ¿ves? No voy a saltar sobre ti.
Ese hombre es estúpido. Como la última vez salió huyendo y se escondió, ya no tengo ninguna necesidad de pelear con él. Mi puesto es sólido.
—¿Ahora podemos ir a dar una vuelta en tu coche? —le pregunto.
Él sale del lavabo y se echa a reír.
—¿Qué vuelta? ¿Y adónde?
¡Ajá! Tengo el dibujo preparado. Se lo muestro utilizando los dedos y el pulgar. Mi aliento es cálido.
Él contempla el dibujo y resopla. Yo abro mucho los ojos. ¿Su soplido significa que está preparado para salir? Apenas consigo mantener los pies en el suelo. Observo atentamente al enano.
—¿Qué es esto? —me pregunta.
—Mi casa. Es ahí adonde quiero ir. ¿Puedes llevarme? ¿Ahora?
—¡Oh, vamos...! ¿Acabas de darme un rodillazo en las pelotas y ahora quieres que te lleve a dar una vuelta?
—¡Sí!
¡Qué alivio que me entienda! Jessica está en la cocina, lamiendo las baldosas del suelo. Espero que, cuando la llame, acuda, porque quiero que también ella dé una vuelta en coche. Nada nos gusta más a los perros que dar una vuelta en coche. Sobre todo si es para volver a casa.
Me acuerdo de cuando mi mamá me daba palmaditas en la cabeza y una sensación cálida y efervescente crece en mi pecho. A papá le gustaba acompañarme a la cama por las noches y, desde allí, yo oía sus pasos suaves y sordos subiendo las escaleras. Ese sonido hacía que mi lengua vibrara de una forma silenciosa en señal de felicidad, porque en aquel momento estábamos todos en casa. Entonces inhalaba hondo por la nariz y me dormía.
Tengo que regresar a casa. Miro al enano y siento que mi corazón es enorme, como si se tratara de una pelota que no me cabe en la boca. Me duelen las costillas.
Él se ríe y entonces tengo la certeza de que va a suceder. Estoy lista para subir al coche. Tengo la boca seca.
—No puedo llevarte ahí —comenta él—. Esto no es un mapa, sino el dibujo de una casa, de una casa vieja. Podría tratarse de cualquiera de las casas de Madrona. Un techo, una puerta y un perro. ¿De qué demonios va esto?
El enano tira el papel al suelo. Mis entrañas dan un vuelco y pasan de estar calientes a frías. Me lamo los labios.
Él se vuelve para irse, pero entonces se vuelve de nuevo hacia mí. Yo lo miro fijamente y me pregunto en qué me he equivocado. ¿Estoy demasiado cerca de él? ¿Sonrío ampliamente cuando no debería hacerlo? ¿Lo he asustado demasiado? Retrocedo un paso y cierro la boca. Una sensación de frialdad me invade mientras el calor sube por mi nuca.
—Antes me parecías muy atractiva, Jessica, con ese cuerpo tan estupendo que tienes y todo eso, pero te has convertido en un auténtico bicho raro. Me alegro de haber terminado con tu estúpido restaurante. Y es una suerte que no me hayas pedido que volviera, porque me habría negado en redondo. No me importa lo sexy que seas. Me largo.
Se aleja y cruza la puerta. Yo corro tras él y me detengo en el jardín, pero él no se para. No abre la puerta del coche y me llama. No subo a su coche. No vuelvo a casa.