—Vamos a dar una vuelta los dos solos —propuso.

—¿Adónde?

—A un sitio encantado —respondió en broma—. A las fuentes.

Fue un paseo delicioso. Karpenko estuvo más encantador que nunca, pródigo en contagiosas carcajadas; mientras caminaban, Dimitri reflexionó sobre lo afortunado que era por tener un amigo como él. Qué apuesto era, pensó con admiración. Aunque tenía quince años, Karpenko sufría pocos de los inconvenientes de la adolescencia. Estaba casi siempre de buen humor. Los primeros pelos de la barba eran tan suaves que apenas tenía necesidad de afeitarse y nada afeaba la lisura de su piel. Podría haber servido de modelo para un escultor renacentista como Donatello. Su leve diferencia de edad descartaba cualquier rivalidad entre ellos: Karpenko sabía más que Dimitri, pero compartía con gusto sus conocimientos, a la manera de un hermano mayor. Lo mejor de su personalidad era que, detrás de la fachada de bromas y agudezas, había una naturaleza profundamente reflexiva que Dimitri amaba y respetaba.

Aquella fue la vertiente que afloró de él después de pasar un rato descansando sobre el musgo que crecía junto a las fuentes.

—Dime, Dimitri —inquirió de improviso con grave ademán—, ¿has oído esa proposición que llaman argumento extraterrestre?

Dimitri negó con la cabeza.

—Es así —explicó Karpenko—. Imagina que llegaran unos seres de otro planeta y, al ver cómo vivimos y la injusticia que hay en nuestro mundo, te preguntaran: «¿Qué haces para remediarlo?», y tú respondieras: «Poca cosa.» ¿Qué pensarían, Dimitri? ¿Cómo podrían comprender una locura tal? «Cualquier ser racional se impondría como su primera y más urgente obligación corregir este estado de cosas», se dirían. ¿No te parece? —preguntó, mirando con seriedad a su amigo.

—Sí.

—Lo que quería decirte antes de irme, es que… ¿por qué no nos comprometemos a hacer algo por que haya un mundo mejor, tú y yo?

—Oh, sí.

—Estupendo, sabía que aceptarías. —Con lento y solemne gesto, se introdujo la mano en el bolsillo y extrajo un alfiler. Después se pinchó un dedo e hizo manar la sangre antes de entregarle el alfiler a Dimitri—. Haremos un pacto de hermanos de sangre —dijo.

El pequeño Dimitri se ruborizó de orgullo. Por entonces estaba de moda, sobre todo entre los jóvenes de los círculos revolucionarios, practicar aquella antigua costumbre de la hermandad de sangre. Sin acabar de creer que Karpenko le hiciera ese honor, Dimitri se pinchó con el alfiler. Luego mezclaron su sangre.

Hacía solo cuatro días que Karpenko se había ido cuando la señora Suvorin recibió un mensaje en el que se le comunicaba que su hermana estaba enferma, por lo que se vio obligada a ausentarse. Nadiezhda y Dimitri se quedaron, pues, en principio, con Vladímir y Arina; suficiente para tenerlos controlados. De ese modo transcurrió otra placentera semana.

Era costumbre que los mozos de cuadra llevaran los caballos al río todos los días. Si había alguien mirando, lo hacían de manera ordenada, pero, si no, los montaban a pelo y, arreándolos a gritos, bajaban a toda velocidad la cuesta. El pequeño Iván, siempre que podía sustraerse a la vigilancia de su madre, se escabullía para sumarse a ellos.

Si Nadiezhda no hubiera estado mirando, ese caluroso día de julio, quizá Dimitri no se hubiera decidido; pero viendo que Iván, con solo nueve años, se había encaramado con alborozo a lomos de un caballo en el establo, resolvió que con más motivo podía hacerlo él. Momentos después salía montado encarando la pendiente.

Primero al paso, luego a la carrera: los caballos estaban excitados. Mientras sonaban los estridentes gritos de los mozos, el suelo retumbaba bajo los cascos y tan pronto parecía acercarse como alejarse de su cara. Dimitri se aferraba a la crin del animal. Había polvo por todas partes y olía a sudor. De repente, notó que una rama le golpeaba la cara, haciéndole un rasguño, y se echó a reír. Luego perdió tontamente el equilibrio y, acto seguido, cayó de bruces. Los otros caballos pasaron raudos mientras el suelo, o quizá fuera el cielo, se precipitaba contra él.

Dimitri oyó cómo se le partía la pierna. En ese extraño momento de silencio previo a la invasión del dolor, oyó con nitidez el chasquido. Todavía no había perdido del todo el conocimiento cuando Nadiezhda llegó corriendo.

Dimitri tardó un tiempo en darse cuenta de que las cosas nunca volverían a ser iguales.

Le habían puesto la cama en la planta baja, en la espaciosa y luminosa sala donde estaba el piano. Apenas le quedaba tiempo para aburrirse. Había muchos libros. Arina iba a verlo a menudo y Nadiezhda se sentaba a su lado y se pasaba horas charlando en su peculiar e inimitable estilo. Lo que más le agradaba eran los ratos en que el tío Vladímir se quedaba a conversar o a leerle algo. Lo único que echaba de menos, por el momento, era no poder tocar el piano.

Y entonces llegó su madre.

Si había alguna consecuencia de su accidente que Dimitri no habría previsto jamás, era que transformaría la imagen que tenía de Rosa. Hasta entonces había sido para él la madre afectuosa que lo había ayudado a dar sus primeros pasos en la música, la mujer que adoraba a su padre, la persona desprendida, impregnada de una extraña tristeza, que se preocupaba sin cesar por su marido y su hijo. No tenía buen aspecto cuando llegó. Estaba demacrada y ojerosa. En su pelo negro proliferaban las canas; al tenerlo tupido y largo, daba una sensación de descuido. Dimitri la quería, pero sentía lástima por ella porque no podía ser feliz.

Fue Vladímir quien desveló otra faceta de ella.

—Ahora que estás aquí, debes descansar, Rosa —insistió con firmeza—. Y además, no podemos permitir que este jovencito esté sin música.

Dimitri se quedó atónito cuando, al día siguiente, Rosa comenzó a cumplir aquella orden.

Qué sensación más rara. Nunca la había oído tocar hasta entonces. Sabía que antes había tocado. Muchas veces, cuando era más pequeño, lo ayudaba con algunos compases o cuando tenía dificultades con algo, y por eso le constaba que poseía una técnica considerable, pero nunca se había sentado a tocar. Entonces, sin embargo, lo hizo, algo vacilante al principio. El primer día fueron piezas sencillas. Después, un par de sonatas de Beethoven. A continuación, composiciones de Chaikovski, Rimski-Kórsakov y otros autores rusos. Tocaba durante una hora, y más tarde durante dos, con el entrecejo algo fruncido en actitud divertida, mientras solicitaba de sus dedos que realizaran una labor que no habían llevado a cabo durante años. Otras veces mantenía una tenue sonrisa, y Dimitri no salía de su estupor mientras escuchaba. «Es formidable —pensaba—. Un talento como hay pocos.» Lo percibía en cada frase. Al quinto día, la transformación de Rosa era asombrosa. Era como si se hubiera despojado de su faceta triste como de una piel inservible. Se había recogido el cabello hacia atrás y ya no daba una impresión de dejadez.

El aire puro y varias noches de sueño habían relajado sus facciones y suavizado sus arrugas. Ahora echaba la cabeza hacia atrás, en un tranquilo gesto de triunfo, mientras de sus dedos brotaban como oleadas las notas de Beethoven. Vladímir permanecía a su lado muchas veces.

—No sabía que tocaras así —comentó un día Dimitri.

«Ni que fueras tan hermosa», estuvo a punto de añadir.

—Hay muchas cosas que no sabes —respondió alegremente ella antes de irse al porche, riendo, con Vladímir y Nadiezhda.

Y entonces, de manera tan repentina como había empezado, terminó. Era una soleada tarde. Rosa llevaba diez días allí. El día anterior, Vladímir le había llevado las partituras de algunos estudios de su compositor ruso predilecto, el genial Skriabin. Eran obras magníficas, tan delicadas y mesuradas como un preludio de Chopin, tan incisivas como uno de los poemas simbolistas de Alexandr Blok. Rosa las interpretaba mientras Vladímir se abandonaba con expresión de embeleso en un sillón.

En contra de su costumbre, Dimitri se quedó dormido.

Rosa había parado de tocar cuando comenzó a despertarse, y Vladímir se encontraba de pie a su lado. Era evidente que lo creían dormido, y aunque hablaban en voz baja, oyó con claridad sus palabras.

—No puedes seguir así. Te lo llevo diciendo desde hace tres años. —Era la voz grave de su tío, suave y persuasiva—. No soporto verlo.

—No se puede hacer nada. Pero, Volodia… —Dimitri nunca había oído a nadie utilizar aquel diminutivo del nombre de su tío—. Volodia, tengo tanto miedo…

—Necesitas dormir, mi paloma. Deja de atormentarte. Al menos quédate aquí conmigo una temporada. —Vladímir calló un instante, para reflexionar seguramente—. La primavera próxima debo ir a Berlín y a París. Ven conmigo. Podemos ir a un balneario para que te sometas a una cura de salud. Creo que sabes que conmigo estarás segura.

Dimitri abrió por completo los ojos. Vio que su madre tocaba con ternura la voluminosa mano de Vladímir.

—Lo sé.

Dimitri se incorporó con brusquedad y sintió una punzada de dolor. Los dos volvieron la cara hacia él: la de su tío expresaba irritación; la de su madre, angustia.

—Ah, Dimitri —dijo calmadamente su tío, como si no hubiera ocurrido nada—, te has despertado. Tomaremos el té todos juntos.

El propio Dimitri no alcanzó a discernir el sentido de lo que había oído.

A la mañana siguiente, Rosa anunció que debía regresar a Moscú.

—He estado demasiado tiempo lejos de tu padre —le dijo—. Me tiene muy preocupada.

Por su cara demacrada, se adivinaba que había pasado la noche en blanco.

Los días posteriores no se presentaron muy halagüeños para Dimitri. Además de la partida de su madre, la señora Suvorin reclamó la presencia de Nadiezhda en Moscú, y como el médico había dicho que no debían moverlo, él se quedó en Russka casi solo. Fue Vladímir quien, con mano suave y firme a la vez, se hizo cargo de las riendas de su vida.

Justo dos días después de haberse marchado Rosa, su tío se presentó con varios libros y partituras que desparramó en la mesa contigua a su cama.

—Tocas bien, amigo, y has compuesto algunas piezas preciosas por las tardes —declaró—. Ahora que estás recluido en la cama, debes aprovechar lo mejor posible el tiempo. Es hora de que empieces a entender lo que haces. Estos libros son de teoría musical y composición. Estúdialos.

Al principio fue arduo, aburrido incluso. Pero todas las tardes su tío lo obligaba a repasar los ejercicios: armonías, contrapunto, los complejos derroteros de la disciplina musical. Pese a ser solo un aficionado, Vladímir poseía una considerable comprensión de los distintos elementos y controlaba con severidad al chiquillo. «Ahora sé por qué dan tan buenos beneficios tus fábricas», comentó riendo en una ocasión Dimitri.

Con todo, tenía que reconocer que los resultados fueron excelentes. En solo seis semanas, sin tener absolutamente nada más que hacer, había realizado asombrosos progresos. Además, en sí mismo, advirtió un deseo ardiente, compulsivo, de aplicar aquellos nuevos conocimientos técnicos para componer. Por eso, cuando el médico dio por fin su consentimiento para que viajara a Moscú, le confesó a Vladímir:

—¿Sabes? Creo que voy a ser compositor.

—Por supuesto. —La simple contestación de su tío lo dejó sorprendido.

A ese periodo de estudio se referiría siempre Dimitri Suvorin mucho después de haberse hecho famoso. Su carrera tenía un origen claro: «Fue la caída de un caballo lo que me obligó».

Asimismo, la caída del caballo tuvo otro efecto. Ya fuera por el poco cuidado con que lo trasladaron a la casa los mozos de cuadra, por haber sufrido una fractura múltiple o por la insuficiente cualificación del médico de la fábrica, pero el caso fue que a Dimitri Suvorin la pierna derecha le soldó fuera de sitio y tuvo que caminar con un bastón el resto de su vida.

Septiembre de 1908

Aparte de ir de visita siempre que encontraba una excusa, Alexánder Bobrov solía pasar caminando por delante de la gran casa de Vladímir Suvorin con la esperanza de ver un instante a Nadiezhda. Pese al embarazoso incidente de Pascua, no había renunciado ni por un momento a su propósito. «Me casaré con ella», le había anunciado con contundencia a su padre.

Ese mes ya había utilizado un pretexto para ir y había encontrado a la señora Suvorin y a su hija, que le habían comunicado que Vladímir estaría aún unos días ausente de Moscú.

Ese día, no obstante, ya era tarde. Las cortinas estaban corridas y las persianas estaban bajadas, de modo que solo había utilizado esa ruta por la fuerza de la costumbre. La niebla se había adueñado de las calles, cuyas farolas aparecían como borrosos globos amarillentos, y apenas circulaban transeúntes. Lo más probable es que no hubiera dirigido siquiera una mirada a la casa de no haber oído un ruido amortiguado de pasos en esa dirección.

Miró hacia el otro lado de la calle. Al principio no vio nada; luego distinguió, de pie junto a la galería, a alguien tocado con un sombrero de fieltro. Al cabo de un instante, advirtió con asombro que la puerta se abría un poco, justo para dejarle paso. Ya se cerraba cuando se le cortó en seco la respiración: cuando el individuo se quitó el sombrero, Alexánder advirtió el inconfundible cabello rojizo de Yevgueni Popov.

«¿Qué demonios quiere de mí?» Popov se había formulado muchas veces esa misma pregunta. Ella lo tenía todo: un marido brillante, una fortuna inmensa, todo cuanto podía ofrecer el mundo burgués. Claro que, al carecer de un objetivo útil, la alta burguesía caía a veces en el aburrimiento. Era célebre el caso, relativamente reciente, de uno de los herederos de una gran fortuna mercantil que se había saltado la tapa de los sesos de un tiro en casa de su hermano, no por una razón especial, sino obedeciendo a un mero impulso que había despertado en él la visión de una pistola encima de una mesa. El tedio, así lo llaman. Decadencia burguesa, eso era, desde luego.

¿Tan solo era que se aburría? No creía. Quizá fuera infeliz, pero no era víctima del aburrimiento.

Recordó una conversación que había mantenido con Lenin. «No esperes demasiado de las mujeres —le había aconsejado su amigo—. Nunca he conocido a ninguna, salvo a mi mujer, que supiera jugar al ajedrez o interpretar una tabla de horarios de tren.» Popov sonrió, rememorando que, unos años atrás, Lenin había mantenido relaciones esporádicas con una condesa que vivía en San Petersburgo, y se preguntó si la aristócrata sabría jugar al ajedrez.

—¿Juegas al ajedrez? —le preguntó entonces a la señora Suvorin.

—Sí —respondió esta—, pero me aburre.

En cuanto a la señora Suvorin, jugara o no al ajedrez, estaba claro que era inteligente. Pese a que, según se había enterado hacía un tiempo, las autoridades tenían interés en arrestarlo, Popov se las había ingeniado para ir discretamente a la casa varias veces a lo largo de los dos años anteriores. En todas aquellas ocasiones, ella lo había sometido a un detallado interrogatorio sobre su ideología y, aunque había declinado leer a Marx, él tenía la impresión de que sentía un interés auténtico por lo que le explicaba.

También resultaba evidente que estaba interesada por él. Pero ¿por qué? Al principio, Popov supuso que Suvorin le había sido infiel. De todas formas, si su esposa deseaba vengarse, ¿no tenía un montón de candidatos de su propia clase donde elegir? A menos, claro, que lo quisiera a él porque representaba la revolución que destruiría el mundo de su marido. Ese sería, desde luego, un insulto muy refinado. No estaba seguro, no obstante, de si la idea lo divertía o si le hacía sentirse utilizado.

La casa estaba en silencio. La dueña, que había mandado acostarse al servicio hacía rato, se hallaba instalada en un sillón bajo delante del fuego, vestida con un salto de cama azul pálido. Parecía inmersa en sus propios pensamientos mientras él permanecía sentado, con las piernas separadas y los codos apoyados en las rodillas.

—Dime —preguntó—, ¿por qué vienes aquí?

Popov guardó silencio un momento antes de contestar. Tenía sus buenos motivos, por supuesto. El primero había sido que el partido bolchevique andaba escaso de fondos. Aunque no tenía ni idea de si conseguiría sacarle dinero a la esposa del industrial, valía la pena intentarlo. Recordaba que, no hacía mucho tiempo, cuando un rico simpatizante había dejado un legado al partido y sus dos hijas habían impugnado el testamento, un par de emprendedores bolcheviques, ocultando su afiliación, las habían convencido para que se casaran con ellos; de ese modo, el dinero había ido a parar al partido. Incluso Popov había quedado impresionado por aquella muestra de audacia, que consideraba un ejemplo de lo que se podía lograr.

Había, con todo, otros motivos. Lo halagaba que aquella mujer altiva e inteligente se sintiera atraída por él. Tenía que admitir, de hecho, que él sentía algo por ella; aunque su primera intención había sido humillarla, ahora se planteaba incluso si cabría la posibilidad de sacarla de su error.

—Te encuentro interesante —dijo por fin.

—¿Sientes solo curiosidad?

—¿Por qué no?

Su curiosidad era, en efecto, considerable. Suvorin lo tenía impresionado. No se trataba de un ser débil, como Bobrov, que se pudiera apartar a un lado de un manotazo. Suvorin era poderoso e inteligente, uno de los grandes capitalistas cuyo desmoronamiento propiciaría la revolución. ¿Cómo no iba a inspirarle curiosidad el mundo de ese hombre? Al entrar en su casa, Popov tomó conciencia de que representaba algo de lo que había carecido en su vida.

Pese a que había viajado y había estudiado historia y economía, Popov apenas se había interesado por las artes. Cuando estaba con la señora Suvorin, a veces evocaba con un sentimiento de ironía una conversación que había mantenido en Suiza el año anterior con su amigo Lenin. Estaban hablando de la condesa de San Petersburgo, cuando Lenin exclamó: «Un día me enseñó algo rarísimo. Una postal de un cuadro llamado la Mona Lisa. —Sacudió su cabeza, calva—. ¿Habías oído hablar alguna vez de él, Popov? Yo no. ¿De qué diablos va? En mi opinión, no tenía ni pies ni cabeza».

Aun sin llegar a los extremos de prosaísmo del gran revolucionario, Popov tenía que reconocer que muchas veces lo asaltaba una sensación de ignorancia en presencia de la señora Suvorin. Accedía a que lo llevara a una de las salas donde su marido tenía su colección de pintura moderna y observaba, fascinado, los cuadros mientras ella le daba explicaciones sobre sus autores.

—Dime algo —inquirió de improviso, mirándolo con semblante pensativo—, si supieras con plena certeza que todo va a continuar igual, que no se producirá ninguna revolución durante al menos cien años, ¿qué harías?

Era una pregunta certera.

—En realidad, creo que Stolipin podría conseguir su propósito —admitió—, y Lenin también lo cree. Cabe la posibilidad de que yo no llegue a ver la revolución. Supongo que la verdad es —reconoció con franqueza— que he sido toda la vida un revolucionario y que no sabría ser otra cosa. Es una vocación como cualquier otra.

—Pero crees que, a la larga, todo esto debe desaparecer. —Abarcó con el gesto el salón, provisto de un exquisito mobiliario.

—Naturalmente. No hay cabida para tales privilegios. Todos los hombres serán iguales.

—Y cuando llegue la revolución, destruiréis a los capitalistas y a quienes los apoyan.

—Sí.

—Entonces respóndeme a esto —prosiguió en un tono desenfadado—: si la revolución estallara pronto y yo optara por resistirme a ella, ¿me matarías?

Popov se tomó tiempo antes de responder.

Eso era lo que le gustaba de él, pensó. Por más tortuosas que fueran sus actividades, tenía una sinceridad extraña, incluso cruel, algo casi puro.

Era peligroso, no cabía duda: quizá la fascinación que sentía por él se debiera, en parte, a la excitación de un amor prohibido. En lugar de mentir, cavilaba con calma si la mataría o no.

—¿Y bien?

—No creo que fuera necesario. En realidad —agregó—, me parece que podrías enmendarte.

Ella también lo creía. A menudo pensaba que era como un pájaro enjaulado, atrapada en aquella enorme mansión y su mundo burgués, pero que tenía un espíritu libre, capaz de renunciar a todo aquello si concebía un propósito más elevado.

—Supongo que es un cumplido —observó, sonriendo.

—Sí. Así es.

Permanecieron varios minutos callados, conscientes de la proximidad del otro, aunque abstraídos en sus propias reflexiones.

Entonces, en la chimenea se produjo un chisporroteo que hizo saltar una brasa.

En el hogar ardían tan solo unas brasas cuyo resplandor traspasaba la ceniza, y el reluciente pedazo escupido podría haber caído fácilmente en el suelo, donde se habría apagado sin problema. El azar quiso, sin embargo, que fuera a parar al batín de la señora Suvorin y se reavivara con una vigorosa llama. La dama profirió un grito ahogado y, queriendo alejar de sí la tela, cometió la torpeza de trasladar la brasa encendida a su regazo.

En realidad, no corrió gran peligro. En un instante podría haberse levantado y haber extinguido la diminuta llama con el pie. Aun así, al ver el miedo pintado en su rostro, Popov pensó que el fuego prendía en ella y, sin pensarlo, se abalanzó para coger con la mano desnuda la brasa, que enseguida arrojó a la chimenea. Luego, con un cojín, sofocó el resto del fuego.

Entonces, cuando lo tenía casi entre sus brazos, la señora Suvorin lo miró a la cara y percibió con sorpresa una mirada de ternura.

—No te muevas —le dijo.

Transcurrieron otras dos horas antes de que, en medio del frío y la humedad, el joven Alexánder Bobrov renunciara a su solitaria vigilancia. No lo podía entender. Ese desalmado de Popov estaba con ella, y solo podía haber un motivo.

¿Y qué demonios, se preguntaba, debía hacer él?

1910

A primera vista, en los años 1909 y 1910, cualquiera habría pensado que en el hogar del profesor Pedro Suvorin reinaba una armonía perfecta.

Todos sus ocupantes estaban muy atareados. Dimitri tenía dos profesores de música y realizaba grandes progresos. Karpenko había ingresado en la Escuela de Arte y ya se estaba haciendo famoso en los círculos intelectuales. Siguiendo su costumbre, el amable Vladímir le había echado una mano, invitándolo con frecuencia a su casa cuando se reunían personajes destacados del mundo del arte y presentándole a varios artistas. El mismo Pedro Suvorin estaba muy ocupado, pues durante aquellos años redactó un libro de texto, Física para estudiantes, gracias al cual su nombre sería conocido por toda una generación de escolares rusos.

Aquellos fueron tiempos de sosiego también para Rusia. A menudo, al entrar en el umbroso patio de la manzana donde vivían, a Dimitri lo asaltaba la impresión de que, de los grandes acontecimientos que tenían lugar en el mundo, quedaba solo un sonido amortiguado cuando llegaban a las estrechas calles arboladas de Moscú. De las actuaciones del zar, de su esposa alemana y sus hijos y de sus palacios privados de San Petersburgo apenas oía hablar.

Asimismo, Dimitri sabía que Stolipin y la Duma proseguían su camino de lentas reformas, si bien cuando leía los periódicos sacaba la conclusión de que, a pesar de la paz y la prosperidad que propiciaba, aquel gran ministro tenía pocos amigos.

—Los liberales lo detestan por sus medidas represivas —le explicó Vladímir—, pero los reaccionarios también lo odian porque su sistema de gobierno parece debilitar la autocracia absoluta del zar. De todas maneras, se está saliendo con la suya —añadió.

Para Dimitri, el mejor momento del día era la noche, cuando la familia se reunía en torno a la mesa y cada cual hablaba de sus experiencias. Qué deliciosos eran, sobre todo en los meses de primavera y verano, aquellos ratos en que su madre preparaba el té, servido con frambuesas, y por la ventana abierta se veía el dulce cielo turquesa y se oían, apagados, los cantos de vísperas llegados de la iglesia de al lado.

Karpenko tenía una conversación siempre animada. En contraste con el carácter íntimo que tenían entonces los estudios de Dimitri, que le hacían pasar semanas enteras inmerso en las sonatas para piano de Beethoven o en una sinfonía de Chaikovski, ahondando en algo que era difícil expresar con palabras, Karpenko se hallaba en un continuo estado de ebullición intelectual y eran pocas las semanas en que no llevaba la noticia de algún nuevo descubrimiento transformador del mundo. A veces se trataba de una nueva escuela de pintura, inaugurada en una exposición con nombres tales como la Rosa Azul o el Vellocino de Oro. Un mes leyó las Confesiones, de Gorki, y algunos escritos de un nuevo grupo radicado en San Petersburgo que respondía al nombre de los Constructores de Dios, y todas las noches ilustraba a la familia: «¿No lo veis? Durante todos estos siglos, los hombres han estado como Prometeo, encadenados a una roca de superstición, pero ahora, Dimitri, el hombre ha erguido la espalda. El pueblo es Dios. El pueblo será inmortal. Fíjese, profesor, primero el pueblo hará la revolución y será libre; puede incluso que llegue el día en que nos adueñemos de otros planetas, del universo entero». Después, Dimitri y él continuaban hasta tarde aquellas trascendentes discusiones en la habitación que compartían.

Con todo, el descubrimiento de Karpenko que para Dimitri tuvo mayor alcance era algo de naturaleza más modesta. Por aquel entonces, había muchos poetas en Moscú y en San Petersburgo, y la poesía era tan popular que los poetas podían hasta ganarse la vida con su oficio. Una noche, Karpenko llegó con una antología de poemas de varios autores cuya existencia desconocía. «Son de una nueva escuela —explicó—. En lugar de emplear símbolos e ideas abstractas, escriben de forma más directa, basándose en la experiencia.» A Dimitri le gustaron dos en especial. «Siento como si escribiera sobre esta misma calle, este mismo piso y esta familia», comentó, impresionado. De este modo descubrió, justo en el comienzo de su carrera, a dos de los más grandes poetas rusos del siglo XX: Ósip Mandelstam y Anna Ajmátova.

Pese al brillante protagonismo de Karpenko, durante aquellas veladas Dimitri fue adquiriendo poco a poco conciencia, como nunca la había tenido antes, del valor de otro miembro de aquel pequeño núcleo familiar: su padre.

Pedro Suvorin hablaba poco y se pasaba horas sentado, con las gafas de montura dorada apoyadas casi en la punta de la nariz, leyendo el periódico o revisando las páginas de su manuscrito. Llevaba la cara afeitada, exceptuando una escueta perilla; pese a las canas y al aire algo cansado de su rostro, en el que se habían acumulado unas finas arrugas, aún no aparentaba los cincuenta y cinco años que tenía. Con su expresión de bondadosa serenidad, habría podido pasar por un pastor sueco.

Con esa afabilidad, lo presidía todo. «¿Sabes a quién me recuerda tu padre? —le había comentado en una ocasión, en broma, Karpenko a Dimitri—. A uno de esos ancianos de los monasterios. Todos nosotros adoramos y hacemos ruido y creemos, pero el anciano eremita permanece callado y sereno, porque, a diferencia de nosotros, él sabe. Eso mismo ocurre con tu padre y la revolución.»

En realidad, Pedro Suvorin tenía motivos para estar satisfecho de su modesta y firme trayectoria. Durante los dos años anteriores, los bolcheviques habían tenido pocas ocasiones de demostrar su extremismo. Los espías de la policía se habían infiltrado en sus filas, entorpeciendo mucho su capacidad de maniobra. Su solitario líder, Lenin, se había visto forzado a mantener un exilio que parecía permanente en Suiza, y el número de sus partidarios había bajado en picado. Los socialistas moderados, los mencheviques, habían experimentado, en cambio, una revitalización, ganándose poco a poco el apoyo en las fábricas, organizando sindicatos, educando y difundiendo publicaciones, dedicados a actividades que en su mayoría entraban dentro de la legalidad. Algunos estaban dispuestos a colaborar con la Duma. Incluso se habían planteado cambiar el nombre del partido por el de Partido de los Trabajadores. Pedro Suvorin estaba contento. «Es un progreso», le decía a su familia.

«La nueva era llegará —le gustaba afirmar—, no porque tú lo quieras, Karpenko; ni siquiera por la astucia de personas como Popov. No hay que preocuparse del cuándo ni del cómo, porque ignoramos el momento y la forma en que se producirá. Lo importante es que sabemos que es un proceso inevitable.»

En una ocasión, el profesor había comentado, sonriendo: «El otro día, mientras trabajaba en mi libro, se me ocurrió que la dialéctica marxista es como las leyes de la física. Pensad en la corriente eléctrica. Tiene una carga positiva y una negativa, tesis y antítesis, que crean una tensión, la diferencia potencial. Circulan de manera conjunta, generando una síntesis. Cuando Trotsky habla de una revolución permanente en el mundo, de un proceso continuo, yo lo imagino como una corriente eléctrica: inagotable, dinámica, capaz de impulsarlo todo». Escuchando a su padre, Dimitri tenía la maravillosa sensación de que todas las cosas del universo estaban relacionadas de manera científica, y de que su pequeña familia, con las diferentes variantes de expresión de cada cual, avanzaba por la gran vía que los conduciría a un destino magnífico y definitivo.

El profesor parecía inalterable frente a todo. Enseñaba, escribía, atendía a sus alumnos en su casa… Su vida era tan pacífica y ordenada como su mente. Sucediera lo que sucediera, las actividades de Pedro conferían a su hogar un ritmo y una idea de propósito. Era reconfortante.

Y en el verano de 1910, Dimitri necesitó mucho de ese consuelo, pues por entonces era ya evidente que Rosa Suvorin estaba enloqueciendo.

Después del accidente de Dimitri, pasaron varios meses en que la habitual ansiedad de su madre parecía haber disminuido. Era como si, habiendo temido algo peor, hubiera experimentado un alivio porque la tragedia se había abatido ya y había quedado atrás. Después, sin embargo, justo en la época en que Pedro inició la redacción de su libro, algo empezó a cambiar.

¿Por qué se empeñó en mecanografiar ella misma el libro? En más de una ocasión, él le había rogado que le dejara delegar esa labor en otra persona, pero ella siempre había reaccionado con indignada determinación, como si él tratara de violar su acto de apasionada devoción, de modo que había acabado cediendo.

Todas las noches, después de la cena, colocaba la máquina de escribir en el reducido comedor y se ponía a trabajar. Se negaba a hacerlo durante el día, alegando que no tenía tiempo. Página tras página, mecanografiaba lo que Pedro había escrito hasta quedar satisfecha del todo, convencida de que no había el más mínimo error. A veces acababa al cabo de una hora, pero a menudo continuaba hasta tarde. Entonces, de madrugada, dejaba su ofrenda de amor en la mesa de la entrada; a la mañana siguiente, aparecía con unas oscuras ojeras debido a la falta de sueño. ¿Cuántas noches, se preguntaba Dimitri, se había quedado dormido oyendo el apagado martilleo de las teclas en medio de la oscuridad?

Pero, con todo, peor que aquella conducta obsesiva que la agotaba fue la reavivación de su antigua ansiedad, que retornó como una venganza.

Su angustia revestía extrañas formas. Ante el menor signo de frío que se manifestara en el aire, Pedro debía ponerse un abrigo y un gorro de piel; si calentaba el sol, temía que sufriera una insolación; siempre que había hielo en el suelo, estaba convencida de que había resbalado y se había roto algo. Aquella preocupación pronto se amplió, prendiendo también a Dimitri. En ocasiones le hacía sentirse muy incómodo con su insistencia en que Karpenko lo acompañara al colegio por si le ocurría algo por el camino. Solo lograba tranquilizarse por la tarde, cuando su marido y su hijo habían regresado a casa sin percance.

Después comenzó a seguirlos. Al principio, ellos no se dieron cuenta siquiera, porque tenía excusas perfectamente creíbles —una amiga a la que visitar, unas compras que hacer— para acompañar a Pedro a la universidad o a Dimitri al colegio. No obstante, muy pronto aquellas excusas empezaron a sonar falsas y se hizo patente que lo único que quería era mantenerlos controlados. Pedro, que solo iba a la universidad dos veces por semana, decidió seguirle la corriente, pero Dimitri tenía que implorarle que lo dejara solo; aun así, cuando se volvía con irritación, distinguía su rostro pálido y demacrado a unos cien metros por detrás de él.

Todavía más embarazosas resultaban sus sospechas.

Aunque parecían surgidas de la nada, la torturaban sin cesar. De improviso se le antojaba que un colega de Pedro estaba dispuesto a ponerle la zancadilla o que una vecina con la que mantenía un trato amistoso era una espía de la policía que se dedicaba a vigilar a su familia. Le advertía con ansiedad a Dimitri que había una conspiración soterrada, propugnada por los Cientos Negros, para destruir a todos los judíos y los socialistas. «Cualquiera puede estar implicado —le decía—. Nunca se sabe.» Y nadie parecía hallarse, en efecto, al margen de sus sospechas.

Durante los primeros meses de 1910, Karpenko estaba un tanto nervioso porque, después de permitir cierta apertura cultural en Ucrania, el Gobierno recelaba del creciente sentimiento nacionalista que se manifestaba en la zona.

—Dicen que van a cerrar todos los centros culturales ucranianos —les explicó con desaliento—. Los cosacos deberíamos sublevarnos de nuevo igual que hicimos con Bogdán —añadió en tono irónico— y volver a adueñarnos de Ucrania.

Aunque se trató de un comentario inocente, dicho en broma, a Rosa, de repente, se le ensombreció la expresión.

—¿A qué te refieres con eso? —preguntó—. ¿Qué clase de sublevación sería?

Se pasó diez minutos interrogando con minuciosidad al joven, y luego, cuando Dimitri le preguntó qué ocurría, se volvió hacia él con cara de preocupación para contestarle:

—¿No te das cuenta de que la sublevación de los cosacos representó la mayor masacre de judíos que se ha dado en Rusia?

—Pero no irás a pensar que…

—Nunca se sabe, Dimitri. Nunca se puede estar seguro de nadie.

Dimitri se limitó a sacudir la cabeza con pesar.

Una semana después de aquello, aprovechando un momento en que ambos se encontraban a solas, Rosa le hizo sentar a la mesa de la cocina.

—Quiero que me prometas algo, Dimitri —le pidió con fervor—. ¿Lo harás por mí?

—Si puedo, sí —respondió él.

—Prométeme que serás músico. Que no te convertirás nunca en un revolucionario, como tu padre, sino que te limitarás a la música.

Dimitri se encogió de hombros. Dado que tenía centradas todas las expectativas en dedicar su vida a la música, no le pareció una promesa difícil de formular.

—De acuerdo —aceptó.

—¿Me das tu palabra?

—Sí. —Sonrió, entre irritado y enternecido, reparando en las grandes ojeras de su cara—. ¿Por qué?

Ella lo miró con tristeza, y entonces Dimitri pensó que las adivinas de la Antigüedad, como la Casandra de la tragedia griega, debían de haber tenido un aspecto parecido al de su madre, con unos enormes ojos apenados que parecían traspasar el presente y percibir un futuro terrible.

—No lo entiendes —le dijo—. Solo los judíos músicos estarán a salvo. Solo los músicos.

Dimitri se quedó mudo tras presenciar aquel signo inconfundible de locura.

En más de una ocasión, en la primavera de 1910, Pedro intentó convencer a Rosa para que fuera a ver a un médico, pero ella se negaba en redondo. Habló del asunto con su hermano Vladímir, que acudió un par de veces a la casa y le aconsejó que fuera a Russka para disfrutar de un poco de paz y tranquilidad. Pero ella también rechazó tal ofrecimiento.

—En mayo iré a Alemania —informó a Pedro—. Creo que allí hay un médico que podría ayudarla.

Pero Rosa no quiso ni oír hablar de aquella posibilidad. Ya nadie sabía qué hacer.

A principios de mayo, Dimitri oyó una conversación que lo dejó desconcertado durante mucho tiempo.

Él y Karpenko habían pasado la tarde con Nadiezhda. El tiempo había discurrido, como siempre, de manera placentera, y tras una dilatada discusión sobre música, él se había ofrecido a tocarles las Estaciones de Chaikovski. Al no encontrar la partitura en la casa, había ido a su piso con la intención de cogerla y volver corriendo.

Sabía que su madre estaba sola esa noche, pues Pedro había acudido a una reunión. Por eso al entrar le sorprendió oír voces procedentes del pequeño salón contiguo al pasillo. Eran de su madre y Vladímir. La de su madre se había reducido a un quedo murmullo, pero la de Vladímir era perfectamente audible.

—Estoy muy preocupado por ti. Esto no puede continuar así. Por el amor de Dios, querida, vente conmigo a Alemania.

Entonces sonó la voz de su madre, demasiado baja para entender algo.

—No le pasará nada a nadie.

Siguió otro murmullo.

—Te repito que el chico está mejor aquí, por el momento. En todo el mundo no hay mejores profesores que en Rusia.

Entonces se produjo una pausa más larga, tras la cual su madre dijo algo de una carta. Luego volvió a hablar su tío.

—Sí, sí. Te doy mi palabra. Por supuesto que puedo arreglarlo. Si ocurriera algo, lo sacaré del país. Sí, Dimitri irá a América si es eso lo que quieres.

A continuación hubo un prolongado silencio y luego le pareció oír los sollozos de su madre. En lugar de recoger la partitura, se marchó discretamente y les dijo a sus amigos que no la había encontrado. Esa misma noche, más tarde, tumbado en la cama, mientras oía el ahogado golpeteo de las teclas de la máquina de escribir de su madre, se preguntó a santo de qué tendría que ir él a América.

No había duda al respecto. La señora Suvorin había logrado uno de los más espectaculares golpes de efecto de su carrera social. Un triunfo personal.

A mediados de junio de 1910, recibió en su casa nada menos que a Rasputín.

Este había avisado de que, por la tarde, iría a tomar el té. Se trató, pues, de una reunión íntima que la señora Suvorin había preparado, con la asistencia de familiares, algunos de sus amigos más importantes y unas cuantas mujeres que, con los años, habían herido de forma inadvertida o a propósito su vanidad y que quedarían impresionadas por la visita de alguien que mantenía una estrecha relación con la familia imperial.

Aunque Vladímir seguía en el extranjero, tuvo el detalle de invitar a Pedro y a Rosa Suvorin, que asistieron acompañados de Dimitri y Karpenko. De este modo, los dos jóvenes se hallaron en compañía de unas cuarenta personas que aguardaban con ansiedad la llegada de aquel curioso personaje.

Pese a los cinco años transcurridos desde que Rasputín se presentó por vez primera ante el zar, se mantenía aún una aureola de misterio en torno a su persona. La gente lo tenía por un hombre santo, pero nunca fue monje, como suponían algunos. De hecho, aunque casi nunca se preocupaba por verlos, tenía esposa e hijos en la lejana región de los Urales. A despecho de las voces que se alzaban en la capital denunciando su conducta indecente, muchos le atribuían poderes sobrenaturales. «Es un auténtico eremita de los bosques rusos —le aseguró Karpenko a Dimitri—. Dicen que fue a pie hasta la capital desde Siberia, y también dicen que tiene el poder de ver más allá de las apariencias, ¿sabes? No hay más que mirarle los ojos.» Lo que todo el mundo sabía, sin embargo, y lo que hacía de él una figura codiciada en los salones de las damas de alcurnia, era que la emperatriz era una devota admiradora suya.

Poca gente tenía una idea, en realidad, de lo que había visto en él. La familia imperial vivía en un mundo aparte, segregada del resto de la sociedad por una cohorte de nobles provenientes de las antiguas familias dedicadas al servicio a la corona, que consideraban una obligación mantener lo más separada posible a la monarquía del bárbaro pueblo ruso. El zar, su esposa alemana, sus hijas y el heredero del trono, el zarévich, permanecían tan ocultos a las miradas de la gente y hasta de prominentes súbditos como la familia de un déspota oriental.

Por ello, ni la rica señora Suvorin sospechaba siquiera que el heredero del trono sufría una terrible enfermedad que suponía una amenaza para su vida y que aquel extraordinario campesino con poderes hipnóticos parecía capaz de curarla.

La señora Suvorin temió por un breve espacio de tiempo que sus esfuerzos por escenificar una memorable ocasión acabaran en nada, pues Rasputín llegó muy tarde. Al final, no obstante, las puertas se abrieron y la conversación cesó de golpe al tiempo que hacían entrar a alguien vestido de negro. Después, todos los presentes se quedaron mirando con asombro al recién llegado, pues no era lo que ellos esperaban.

—Lo imaginaba más alto —susurró Karpenko, con evidente decepción.

El hombre que era confidente de la familia imperial y que conocía el más terrible secreto médico del Imperio ruso no tenía una presencia impresionante, por así decirlo. Era de estatura media, de forma que su coronilla no superaba en altura la base del peinado de la señora Suvorin, de complexión más bien menuda, estrecho de pecho y con los hombros caídos. Su largo pelo negro estaba dividido por una raya central y la barba, que apenas le llegaba al pecho, era más bien rala. La nariz, algo achatada, presentaba una clara desviación hacia la izquierda. Vestido con una sencilla chaqueta larga de seda negra que le llegaba hasta más abajo de las rodillas, podría haber pasado por un anodino sacerdote de un pueblo cualquiera. Pese a que llevaba la ropa limpia y la barba peinada, de su cuerpo se desprendía un tenue olor acre que llevaba a sospechar que se lavaba con menos frecuencia que la mayoría de los hombres.

Tras saludar educadamente con una inclinación a todos los asistentes, dio muestras de satisfacción cuando la señora Suvorin lo condujo a un sofá y le ofreció té.

La reunión pronto tomó un cariz agradable. La señora Suvorin, más comedida de lo habitual, permanecía sentada con formalidad dando conversación a su honorable invitado. En esta no dejó de salir a colación la familia imperial, por la que se expresaron piadosos sentimientos. Diversas personas se acercaron a hablar con Rasputín, que parecía tener palabras amables y sencillas para todos. Cuando le presentaron a Nadiezhda, alabó cortésmente ante su madre el hermoso carácter de la muchacha. A Pedro Suvorin le dijo en un tono respetuoso: «Usted estudia las maravillas del universo de Dios».

—No parece que tenga nada fuera de lo normal —le comentó Dimitri a Karpenko.

Unos minutos después revisaría aquella opinión, a raíz de que la señora Suvorin lo llamara con un gesto. Entonces, cuando se halló frente a frente con Rasputín, captó el rasgo más extraordinario de aquel hombre tan extraño.

Mientras lo observaba antes, Dimitri había tenido la impresión de que tenía unos ojos como de zorro, que con curiosidad, atención y probablemente astucia, cambiaban veloces de encuadre, mirando ora aquí, ora allá. Entonces, sin embargo, al tener clavada sobre sí aquella mirada, Dimitri experimentó su efecto de pleno.

Era abrasadora: no había otra manera de expresarlo. Aquellos ojos eran como dos focos que traspasaban la oscuridad, y en cuanto uno sentía su asombrosa y primitiva fuerza, se olvidaba del resto de la persona. Solo a muy corta distancia parecía suavizarse aquella mirada hipnótica y mostrar cierta afabilidad, pese a la profusión de venillas rojas en los ojos.

—Un músico. Ah, sí.

Eso fue cuanto le dijo Rasputín. Aunque no dio muestras de sentir un interés especial por Dimitri, cuando ya había regresado a su sitio, este sintió una extraña sensación de hormigueo en la espalda.

Aparte de aquel tenue atisbo del poder de Rasputín, el resto del tiempo transcurrió con relativo sosiego, y habría permanecido en el recuerdo de Dimitri como un mero evento de carácter social, de no haber sido por dos pequeños incidentes que tuvieron lugar poco antes de que aquel se fuera. El primero lo protagonizó su madre.

A Rosa la habían presentado justo después de a Pedro; aparte de una educada inclinación de cabeza, Rasputín no dio más muestras de haber reparado en ella. En realidad, no miraba en su dirección ni siquiera cuando, de improviso, como impelido por una misteriosa fuerza, se levantó del sofá, se volvió y con rápidos pasos se acercó a ella, la tomó del brazo con una mano y se quedó inmóvil y en silencio, como un médico que le tomara el pulso, por espacio de casi un minuto. Después, sin decir palabra, la soltó con calma y volvió a su lugar, donde reanudó la conversación con la señora Suvorin como si nada hubiera ocurrido. Rosa, por su parte, pese al embarazo de los demás, no se ruborizó ni tuvo sobresalto alguno. Permaneció muy quieta y ni entonces ni más adelante hizo referencia alguna a aquello.

Pero el incidente más amedrentador se produjo cuando Rasputín se marchaba.

Por alguna razón, después de observarlo un rato, Karpenko había decidido que no quería conocer a Rasputín. Cuando parecía que la señora Suvorin iba a reclamar su presencia, se había escabullido a un rincón apartado del salón; cuando por fin aquel ilustre visitante se levantó para despedirse, Karpenko lo observaba discretamente al amparo de posibles miradas detrás de dos ancianas damas.

Rasputín se encontraba a medio camino de la puerta cuando, de repente, se detuvo, giró en redondo y se encaminó directamente hacia él.

Las dos damas le abrieron paso, ruborizadas. Rasputín se paró a unos tres metros del joven. Privado de su protección, Karpenko pareció encogerse bajo la hipnótica mirada de Rasputín. Durante varios segundos siguió mirándolo y luego sonrió.

—Ajá —dijo en voz baja—. He conocido a otros como tú en Siberia y en San Petersburgo. Qué joven cosaco más listo tiene en su casa —añadió, dirigiéndose a la señora Suvorin.

¿Qué demonios quería decir con aquello? La señora Suvorin parecía haberlo entendido, pero solo dio señales de una leve incomodidad mientras acompañaba a Rasputín a la puerta.

Karpenko, en cambio, se había quedado demudado. Cuando Dimitri llegó a su lado y Rasputín ya se había ido, estaba blanco como el papel y temblaba. Dimitri lo rodeó con un brazo y le preguntó qué le pasaba.

—Ha visto a través de mí —susurró—. Lo ha visto todo. Es el diablo en persona. —Como Dimitri ponía cara de no entender, esbozó una mueca y, tras lanzar una turbada mirada a la señora Suvorin, murmuró—: No lo comprendes. Tú no sabes nada.

Durante varias semanas, el joven cosaco estuvo melancólico y retraído, y Dimitri no logró averiguar por qué.

Septiembre de 1911

Con extrañeza, Rosa notó frío en los pechos. ¿A qué se debería? El gélido aire cargado de humedad desprendía un leve olor a humo mientras caminaba por la calle. Había anochecido hacía una hora. Aquí y allá resplandecía el brillo de una farola.

En la esquina, se detuvo para mirar atrás. El dormitorio que compartía con Pedro era la única habitación del piso que daba a la calle, y por motivos que ella misma ignoraba había encendido una vela y la había colocado en la ventana. Ahora veía su pequeña llama vacilante enmarcada por la oscura masa del edificio, como un extravagante e íntimo centinela, como un mensaje, tal vez, de amor y esperanza. Solamente había dejado una nota en la que decía que había ido a dar un paseo.

Dobló la esquina con una curiosa sensación de liviandad.

Nadie lo sabría: esa era la clave. Ese era, en realidad, el regalo de amor que les hacía: que no lo supieran nunca. Solo Vladímir lo sabría, y él estaba con su hijo en París y no regresaría hasta pasado un mes. No le había escrito: no había ningún mensaje; pero él lo sabría y guardaría el secreto.

Un destacamento de cosacos pasó a caballo de regreso a los cuarteles, protegiéndose del frío otoñal con las capas pegadas al cuerpo.

¿Cuándo había comenzado todo? Desde el mismo principio, quizá: se había casado con Pedro Suvorin cuando aún estaba deprimida. Fue un error por su parte. De todas formas, lo quería con pasión. No, pensó, podía precisar mejor el verdadero comienzo. Fue en 1900, cuando Dimitri tenía cinco años y llegó la carta de América.

Desde su boda, Rosa apenas había tenido contacto con su familia de Vilna. Cuatro años más tarde, su madre murió de repente, y entonces su hermano mayor y su familia emigraron a América. Después, en 1899, su otro hermano había seguido sus pasos. No la había sorprendido aquella decisión, pues se contaban por cientos de miles los judíos que partían. En 1914, de hecho, llegaron a dos millones los judíos que emigraron a Estados Unidos, y el Gobierno zarista se congratulaba de verlos partir. Rosa se alegró de que sus hermanos cruzaran el Atlántico en busca de un mayor bienestar, pero desde entonces sus vidas parecían muy alejadas de la suya.

Y luego llegó la carta. Era de su segundo hermano, que no tenía ninguna afición a escribir y de quien no había tenido noticias desde varios meses antes de que emprendiera el viaje. En aquella ocasión, sin embargo, se extendía haciéndole un detallado relato de este y contándole cosas de la familia. Su carta terminaba con una dilatada parte final:

Llegamos a la isla Ellis. Por un momento, sentimos miedo. Cuando vi el enorme edificio y las hileras de emigrantes que esperaban para la inspección en aquella gran sala, pensé: «Dios mío, va a ser como en Rusia, pero peor. Es una cárcel». Pero aquello terminó pronto y salimos.

Y entonces… Por eso tenía que escribirte, querida Rosa. Entonces nos hallamos libres. ¿Te imaginas lo que se siente? Es difícil de describir. Uno sabe que es libre. No hay gendarmes vigilándote en nombre del Ministerio de Interior, ni espías de la policía a la caza de enemigos del régimen. Uno puede ir a donde quiera. Todo el mundo puede votar, y los judíos tienen los mismos derechos que los demás.

Los americanos son como los rusos. Son simples y directos, y hablan con el corazón… ¡Me refiero a la cara buena de los rusos, claro! Pero a la vez son distintos de los rusos, porque son libres y lo saben.

Por eso te escribo ahora, querida Rosa, porque estando aquí no puedo dejar de acordarme de ti. Claro que tú te has convertido y vives en Moscú. Pero ¿estás segura, realmente segura, de que con eso quedas a salvo? ¿Y el pequeño Dimitri? A pesar de tu conversión, que yo sé que fue por motivos prácticos, a los ojos de los judíos, el hijo de una judía es un judío. No es que yo sea especialmente religioso, ya sabes que no. Lo único que quería decirte es que, si las cosas se ponen mal en Rusia, ven a América, por el amor de Dios. Por medios legales o ilegales, siempre podremos solucionarlo. Te lo ruego, vente con nosotros aquí, donde toda tu familia estará a salvo.

A Rosa, la carta le había causado una impresión profunda y duradera. Aun cuando en los años anteriores, con el cambio de vida y el nacimiento de su hijo, apenas había pensado en el pasado, con la carta este volvió a hacerse presente con una fuerza avasalladora. A menudo evocaba con un sentimiento de congoja a su pobre padre, y todo lo que él había tratado de hacer por ella. Pensaba en la música, que había abandonado desde que se casó. Recordaba, con tristeza ahora, el dolor que le había causado a su madre. Recordando a sus hermanos, pensaba: «Ojalá pudiera volver a verlos».

La carta también le produjo preocupación. Aunque su hermano hablaba de los judíos, no dejó de advertir su velada referencia a los espías de la policía y a los enemigos del régimen. Pedro, con sus actividades socialistas, también podía correr peligro. Había estado rumiando sobre el contenido de la carta durante un mes antes de que, una mañana, se decidiera a enseñársela a Pedro.

—¿Qué piensas? —le preguntó.

Ni siquiera ella estaba preparada para la respuesta que recibió.

—Qué terrible —contestó su marido—, querer abandonar Rusia.

Y cuando ella planteó que tal vez sería mejor para ellos trasladarse a América, se limitó a mirarla con cara de incomprensión y sugirió que quizá le conviniera acostarse. Desde ese momento, supo que sería inútil volver a hablar del asunto. Ya había descubierto que, aunque era amable y bondadoso, Pedro poseía una curiosa obstinación que lo volvía ciego a cualquier cosa que no encajara en su noción del universo. No irían nunca a América: no había nada más que decir.

Entonces no creyó que aquello le provocara resentimiento. Amaba a Pedro, que era bueno y sencillo; aunque al principio había sido casi una figura paterna, a medida que pasaban los años se iba dando cada vez más cuenta de lo mucho que dependía de ella. Y lo expresaba con una fe conmovedora. «No me imagino cómo hubiera vivido sin ti.» En una ocasión, llegó a confesarle incluso: «Ese día en que hablaste de América…, fue el peor de mi vida. Por un momento, ¿sabes?, fue como si me dieras a entender que querías volverle la espalda a todo lo que amo. Gracias a Dios que aquel desatino quedó atrás».

La necesitaba. La adoraba. ¿Cómo podía decirle entonces ella lo que le ocurría?

Fue en 1905 cuando comenzaron aquellos terribles sueños. Llegaron de repente, sin previo aviso, y el tema era siempre el mismo: el pogromo.

A menudo veía la cara de su padre, rodeada por la multitud. Después veía al fornido cosaco, sentado en su carro, compasivo pero dispuesto a abandonarlos a su destino, y le parecía que esa vez los hombres cogían a su padre y se lo llevaban a rastras. Al cabo de un tiempo, el sueño se volvió más complejo. El tiempo se desdoblaba. Se encontraba en el pueblo de Ucrania, pero era una mujer, no una niña. Su padre se transformaba de improviso en Pedro, y lo que era peor, al volverse bajo un cielo gris retumbante, veía al pequeño Dimitri.

Noche tras noche, la atormentaban los sueños y se despertaba aterrorizada, bañada en un sudor frío. Eran tan pavorosos que en ocasiones temía incluso volverse a dormir. Y durante las horas de vigilia, en su mente comenzó a tomar forma una nueva y terrible premonición, una corrosiva convicción de la que, por más que lo intentara, no lograría desprenderse: algo iba a ocurrirles a Pedro y a Dimitri.

Pocos meses después del inicio del sueño había comenzado el otro problema. Rosa no estaba segura de si había alguna relación entre ambos. ¿Era por un resentimiento soterrado o un miedo del que no sabía nada? Fuese cual fuese el motivo, la nueva angustia no solo la asaltó, sino que se quedó de manera definitiva.

No podía soportar que su marido la tocara.

Incluso entonces, cinco años después, podía enorgullecerse de algo: Pedro nunca se enteró. Lo quería, y sabía que él nunca lo entendería. A veces se había acostado con él, como era natural, y mediante un supremo esfuerzo de voluntad, había disimulado la repulsión que le provocaba el acto. De todas formas, con el transcurso de las semanas y los meses iba ideando excusas que le permitieran evitar hacer el amor por las noches, mientras que de día lo colmaba de afecto. Ya fuera porque esos subterfugios hacían que se sintiera culpable o por la recurrencia de los sueños, o por la maraña que formaba todo, comprobó que se acentuaba más y más el opresivo convencimiento de que su marido y su hijo estaban en peligro. En aquel estado se hallaba cuando Dimitri sufrió la agresión y se enteró de que era judío.

Solo Vladímir había adivinado su secreto. El querido Vladímir. De algún modo, lo había adivinado todo.

Se dio cuenta de que había llegado a la amplia avenida que rodeaba el centro de la ciudad. El viento soplaba, levantando las hojas de los arbolillos que crecían en el borde de la calle para llevárselas hacia el este. Un carruaje pasó con estrépito a su lado.

¿Había pensado en algún momento, de joven, en Vladímir como en un amante? Soltó una queda carcajada. Un amor imposible: un amor que nunca podría ser. De todas formas, incluso un amor platónico como el suyo entrañaba placeres y dolores. Porque ¿qué representaba para una mujer saber que no era su marido sino el hermano de este el que realmente la comprendía? Le gustaba estar con él; le producía alegría. Aun así, lo temía, pues él la devolvía a sí misma; la inducía a tocar otra vez; le mostraba con claridad meridiana lo que trataba de ocultarse de sí misma…, el insufrible abismo que la separaba de su marido. Por eso huía de Vladímir para volver a refugiarse en su prisión. «Debes irte, aunque solo sea para dormir —la urgía él. Y ella sabía que tenía razón, pero no podía—. Te vas a destruir a ti misma, mi pajarillo.» Qué más daba.

Vladímir le había prometido que llevaría a Dimitri a América. Eso era lo único que le importaba ahora.

Al pasar junto a una tienda donde vendían periódicos, lanzó una mirada al interior. Al lado de la puerta había un pequeño cartel con un titular. El pobre Stolipin, el leal ministro, había muerto de un disparo en Kiev ese mes. Ahora se descubría que su asesino era un agente doble: un espía de la policía que había cometido el crimen porque el grupo revolucionario en el que se había infiltrado comenzaba a sospechar de él. Rosa sacudió con ademán cansino la cabeza. «Solo en nuestra desdichada Rusia vivimos semejante locura», murmuró. ¿No sería todo el Imperio ruso una mera pesadilla?, se preguntó. Tal vez lo fuera.

Una pesadilla de la que había llegado la hora de escapar.

En la calle por la que torció había carriles de tranvía. En Moscú, desde comienzos de siglo, había tranvías, voluminosos vehículos de dos pisos tirados por un par de caballos, que se movían con pausado y placentero ritmo. Hacía un par de años, habían comenzado a sustituirlos por tranvías electrificados de un solo piso que circulaban a una velocidad mucho mayor. La nueva era estaba al caer, no había duda. Rosa advirtió, un poco más arriba, una intersección de raíles en un cruce de calles y se dirigió allí.

Dimitri iría a América y sería músico. Eso era lo que decía su padre: «Suelen perdonar a los judíos si son músicos».

Al lado del cruce, en un portal iluminado, había un corro de gente que miró distraídamente a la mujer que se acercaba. Uno de ellos reparó en que tenía una apariencia más bien alegre. «Bastante normal —como explicó más tarde—. Nada fuera de lo habitual.»

El libro de Pedro Suvorin había sido, naturalmente, el recurso al que se había aferrado durante los ocho meses previos. ¿Cuántas noches había pasado mecanografiando páginas para su marido hasta altas horas, cuando él ya estaba dormido? Ese acto de devoción la mantenía lejos de su cama sin tener que dar ninguna explicación, pero la semana anterior Pedro había acabado el libro, ya estaba listo para publicarse. Seguramente lo haría famoso, pero a ella la dejaba sin protección.

No fue difícil hacerlo. Como un amigo que la hubiera estado aguardando solo a ella, el tranvía eléctrico se aproximó veloz en medio de la noche, justo cuando llegaba al cruce. Rosa se detuvo un instante. Se había quitado los guantes, como si fuera a buscar algo en los bolsillos; entonces volvió a ponérselos con gesto desenvuelto, sin darse cuenta siquiera de que se había puesto el izquierdo en la mano derecha. Mientras se acercaba, el tranvía parecía susurrarle: «Por fin. Ven conmigo». Dos pasos, tres, no hicieron falta más.

Todos lo vieron. No hubo dudas respecto a lo ocurrido. La mujer que estaba parada en el bordillo registrándose los bolsillos alzó la vista y, al volverse, resbaló. Profirió un grito ahogado cuando, luchando por recuperar el equilibrio sobre la húmeda piedra, su pie salió disparado hacia delante. Movió los brazos como si buscara un asidero antes de caer. Entonces ya tenía casi encima el tranvía. Había sido algo absurdo.

Justo cuando el tranvía pasaba por encima de ella, Rosa vio a su padre.

Nadie sospechó ni por un momento, a pesar de las variaciones de humor que la aquejaban, que aquel desgraciado episodio no hubiera sido un accidente.

Dos meses más tarde, Dimitri Suvorin terminó los tres Estudios dedicados a su memoria, compuestos en un estilo similar al de Skriabin, que siempre se han considerado su primera obra importante, preludio de su madurez.

1913

Cuando el año 1913 casi tocaba a su fin, Alexánder Bobrov contemplaba con optimismo el futuro. Había ciertos obstáculos que superar, sí, pero había preparado con minuciosidad su campaña personal y confiaba en sus posibilidades. La muchacha había cumplido los quince años y era ya una mujer deslumbrante. Pronto llegaría la hora de pasar a la acción.

A los veintidós, Alexánder tenía una estatura superior a la media, una poderosa corpulencia y el aire saturnino y algo severo de su bisabuelo Alexéi, aunque, a diferencia de este, no llevaba barba.

Era muy consciente de su apostura, pero no se trataba exactamente de un caso de vanidad. Como último miembro de su noble familia y, pese a las tendencias liberales de su padre, representante del orden consagrado a proteger y apoyar al zar, consideraba un deber presentar una buena apariencia. Aparte de vestirse bien, procuraba mantener un porte militar —al que, por aquel entonces, se aludía con la expresión francesa de una adecuada tenue— y dejarse ver, en la medida de sus posibilidades económicas, en los lugares de más categoría. Su posición en la vida y su deseo lo llevaban a aspirar, en exclusiva, a dos cosas: una era un cargo en la corte; la otra, su matrimonio con la heredera Nadiezhda Suvorin. Eran objetivos para los que se preparaba con inalterable tesón.

Entre dichos preparativos incluía la experiencia sexual.

—Seré fiel a mi esposa —le confesó a un joven amigo, oficial de la guardia imperial—, pero antes quiero adquirir experiencia. Me he propuesto tener diez amantes. ¿Qué te parece?

—¿Y por qué no veinte?

—No —repuso con seriedad Alexánder—. Creo que con diez bastará.

Había ido cumpliendo con metódica actitud dicho objetivo. Su primera amante había sido la esposa de un médico del Ejército, una agradable mujer de unos veinticinco años a quien, más que otra cosa, divirtió la evidente determinación que tenía aquel grave muchacho de dieciocho años de acostarse con ella. Aquella relación duró tres meses. Luego había habido una encantadora bailarina de la compañía de ballet de San Petersburgo: después de todo, se suponía que todo hombre de mundo debía haber tenido un romance con una bailarina. Para asegurarse de que había cubierto todo el terreno, por así decirlo, mantuvo una breve relación con una cantante gitana de un teatro, aunque no estaba seguro de si realmente era gitana; y durante un mes acudió a visitar con regularidad a cierta joven dama a uno de los más selectos burdeles de la capital, frecuentado solo por señores de clase. Pese a aquella elitista clientela, vivía con el miedo constante a padecer infortunadas consecuencias, y además, lo encontraba muy caro. Al cabo de un mes, dejó de ir. Por el momento se encontraba enfrascado en su sexta experiencia, con una alegre viuda rubia de menos de treinta años, medio alemana, medio letona, que al parecer no veía razones para que un tipo joven como él necesitara dormir. Por el momento, se encontraba bastante satisfecho de cómo había ido todo.

Considerando el futuro de la propia Rusia, Alexánder tenía también motivos para estar esperanzado. La tercera Duma había cumplido su mandato completo de cinco años, hasta el año anterior, y ahora se había formado una nueva. El zar había culminado con relativo éxito su propósito de incrementar los elementos conservadores, aunque los izquierdistas también habían fortalecido su posición, dejando bastante debilitado el espacio del centro. No obstante, en su globalidad, la nueva cámara no era peor que la anterior. Su infatigable padre había conseguido salir elegido de nuevo. Además, había que reconocer que, en general, la situación en el campo era excelente.

«Tras la desaparición de Stolipin, han ocupado su puesto unos seres insignificantes —le había comentado Nicolái Bobrov a su conservador hijo—, pero su labor sigue viva. No hay más que mirar los resultados —había dicho. Y, acto seguido, comenzó a detallar con entusiasmo—: El comercio va viento en popa; la agricultura rinde como nunca, y en 1911 exportamos trece millones y medio de toneladas de cereales. La deuda del Estado es bajísima: en los últimos tres años hemos tenido excedentes en el presupuesto; y en el campo domina la calma.»

«El otro día —le contó en una ocasión a Alexánder— conocí a un francés que calcula que, siguiendo al ritmo actual de crecimiento económico, para 1950 nuestra economía superará a la de toda Europa occidental. Fíjate, tú seguramente vivirás para verlo.» De la revolución se hablaba poco en aquellos años. «Con un poco de suerte —solía declarar Bobrov padre—, quizá la hayamos dejado atrás.»

De hecho, solo se advertía alguna nube en el horizonte si uno miraba hacia el extranjero, pero ni los Bobrov ni ninguno de sus conocidos se preocupaban demasiado.

«La diplomacia solucionará esos problemas —le aseguraba Nicolái a su hijo—. Las grandes potencias deben convivir. Por eso tenemos todas esas alianzas.»

El vasto sistema de alianzas parecía, en efecto, favorable a Rusia. La necesidad del capital francés y de una mejor comprensión con el Imperio británico había motivado la creación de un pacto entre esos tres países: la Triple Entente. Alemania, Austria e Italia habían formado, por su parte, la Triple Alianza. «Pero se compensan una a otra —señalaba a menudo Nicolái—. Tienen una función disuasoria.»

Solo en la montañosa región de los Balcanes, situada al norte de Grecia, se atisbaban signos de peligro. Allí, Austria avanzaba posiciones en detrimento del agonizante poder del Imperio otomano. En 1908 se había apoderado de las provincias de Bosnia y Herzegovina, habitadas por una población de mayoría serbio-eslava. Otros serbios se sentían amenazados. Rusia, unida por un sentimiento de hermandad de raza con los eslavos, con marcados intereses en aquella zona tan próxima a Constantinopla y el mar Negro, seguía con atención los acontecimientos. «Pero todo esto tendrá una solución —preveía Nicolái—. A nadie le interesa iniciar una guerra». Pocos hombres de Estado europeos se habrían mostrado en desacuerdo con él.

De hecho, durante los cinco años anteriores, solo una cuestión había enturbiado la serenidad del mundo de Alexánder y le había provocado cierta desazón.

Se trataba de Yevgueni Popov. ¿Qué debía hacer en relación con él?

En cierto sentido, hasta el mismo Alexánder era consciente de que los romances de la señora Suvorin no eran asunto de su incumbencia. De todas maneras, era tanta su abominación por Popov y tal su respeto por Vladímir que la idea de la traición con Popov todavía le resultaba corrosiva. Aquella primera noche en que, entre la niebla, vio salir al bolchevique de la mansión de los Suvorin, experimentó un sentimiento casi de violación personal.

Y ni siquiera entonces, después del frío pasado en su función de centinela, quiso creerlo del todo. En un intento de desentrañar el misterio, había adoptado la costumbre de deambular por la zona a altas horas de la noche; ese mismo mes había sido testigo en un par de ocasiones de la llegada de Popov. No cabía duda posible: el hogar de su futura esposa y su futura suegra estaba siendo contaminado por aquel socialista pelirrojo.

Era terrible.

Sin embargo, no sabía qué debía hacer. Vladímir era su amigo. Si su mujer lo engañaba, su deber era avisarlo, se decía. No se trataba solo de una cuestión de honor, pues no se sabía nunca qué complicaciones podía acarrearle una persona como Popov a una familia respetable. También era posible que con ello protegiera a Nadiezhda. Con todo, era muy embarazoso decirle aquello a un marido. Además, si la señora Suvorin se enterara, se granjearía su odio eterno, lo que no propiciaría precisamente sus expectativas de llegar a convertirse en su yerno.

Si pudiera hacer desaparecer a Popov de escena… Tenía la casi entera seguridad de que la policía lo detendría si pudiera localizarlo, pero no era prudente soltar a la policía contra él cuando se encontraba cerca de los Suvorin. En dos ocasiones había aguardado hasta la madrugada y había intentado seguir al bolchevique, y en ambas este se las había arreglado para escabullirse unas manzanas más allá.

Al final se decidió por una solución intermedia. Le envió una carta anónima a Vladímir. La confeccionó utilizando recortes de periódico y con el estilo de una persona ignorante. Estaba muy orgulloso de ella. Sin mencionar el nombre de Popov, se refirió a él como «cierto revolucionario pelirrojo». Después continuó pasando siempre que le era posible por delante de la mansión de los Suvorin por la noche; al cabo de un par de meses sin ver a Popov, dio por sentado que su carta había dado resultado. Unos meses más tarde, no obstante, volvió a verlo entrando furtivamente en la casa.

De vez en cuando, entonces y en los años siguientes, le formulaba con fingida desenvoltura a Vladímir preguntas del tipo: «¿Qué fue de aquel maldito Popov, el bolchevique que estuvo una vez aquí?», o: «¿No consiguieron detener a ese condenado pelirrojo que vimos una vez en su fábrica? ¿Qué habrá sido de él?». Vladímir no daba, sin embargo, muestras de saber nada ni de que aquel individuo le importara lo más mínimo, de modo que Alexánder concluyó que ya había hecho cuanto le reclamaba el deber. «Pero un día le ajustaré las cuentas a ese criminal —se juraba en secreto—. Lo apartaré del camino.»

Aparte de aquellas guardias nocturnas, acudía a menudo a casa de los Suvorin. Y fue en parte con el fin de tener una excusa para visitar a Vladímir, y en parte para tener algo en común con Nadiezhda, por lo que durante aquellos años comenzó a interesarse por la pintura casi con la intensidad de un profesional.

Sus estudios en la universidad no eran demasiado arduos, y en su tiempo libre trabajaba con ahínco. Realizó un minucioso estudio de los principales movimientos de la pintura occidental y también comenzó a instruirse en el antiguo arte de la pintura de iconos, que le proporcionó un especial placer. Fiel a su tendencia, obró de forma metódica y seria, pero con el tiempo empezó a adquirir una auténtica afición por el tema. Su ambición lo llevó a aventurarse incluso en el dominio del arte contemporáneo. El hijo de Vladímir, que todavía pasaba más tiempo en Europa que en Rusia, había mandado hacía poco unos asombrosos cuadros de Chagall, de Matisse y de una curiosa figura que acababa de irrumpir en el panorama del arte y que parecía inaugurar una nueva tendencia en la pintura, llena de formas geométricas, distinta a cuanto se había visto: Pablo Picasso. Y tanto si le gustaban como si no, tanto si le resultaban interesantes como si no les veía ningún sentido, Alexánder Bobrov examinaba cada nueva obra como si fuera un acertijo que debía resolver, haciendo preguntas, relacionándola con otras, hasta saber más que nadie sobre el tema. También comenzó a tener buen olfato para los precios, hasta tal punto que Vladímir le comentó un día, medio en broma: «Qué curioso, para ser un noble tienes todas las trazas de un negociante».

Gracias a aquellos conocimientos y al buen concepto en que lo tenía Vladímir, Alexánder notó que Nadiezhda lo trataba con un respeto que le agradaba. No tenía reparo en dejar a Dimitri y Karpenko improvisando alegremente al piano, para realizar con él un calmado recorrido por las galerías de su padre, escuchando las explicaciones que le daba sobre algún nuevo e interesante descubrimiento que había realizado. «Sabes muchas cosas», le decía, mirándolo con sus grandes ojos, pensativa.

Ya tenía quince años y, como él observaba satisfecho, estaba culminando su desarrollo. Pronto sería una mujer. Por eso, Alexánder actuaba con una gran prudencia en su relación con ella, manteniendo una distancia de amigos, impresionándola sin aspavientos con grandes conocimientos, esperando a que fuera ella la que acudiera a él.

Por el momento solo había un problema que superar y confiaba en que se disipara pronto.

Nadiezhda estaba enamorada de Karpenko.

Para Dimitri Suvorin, el año 1913 no solo estuvo cargado de promesas, sino de una excitación desenfrenada.

La cultura rusa nunca había alcanzando tan vertiginosas alturas. Era como si todos los extraordinarios acontecimientos del siglo anterior hubieran cuajado de repente juntos, desparramándose sobre el mundo.

«Esto no es un florecimiento —solía decir Karpenko—, sino una explosión.»

Europa se había rendido ya a la música rusa, a su ópera y a la voz del legendario bajo Chaliapine. El ballet ruso de Diáguilev causaba sensación en Londres, París y Montecarlo. Dos años antes, el asombroso Nijinski había bailado la Petrushka de Stravinski; el año anterior, había representado la extraordinaria obra, de tinte erótico y pagano, titulada Preludio a la siesta de un fauno; y en mayo de 1913, en París, había presentado la coreografía de la pieza que iba a suponer un vuelco en la historia de la música: La consagración de la primavera, de Stravinski. Vladímir Suvorin había tenido la suerte de encontrarse en París en el momento del estreno.

—Fue asombroso —le contó a Dimitri— y terrorífico. El público estaba escandalizado y tuvo una reacción violenta. Después vi al pobre Diáguilev. No sabe qué hacer con Nijinski. Tiene miedo de que haya ido demasiado lejos. De todas formas, fue algo genial, créeme. Lo más estimulante que he visto en toda mi vida.

Le había llevado una copia de la partitura de Stravinski, que Dimitri ensayó durante días, fascinado por su titánica y primitiva energía, sus inauditas disonancias y sus ritmos discordantes. «Es como ver una nueva galaxia acabada de crear por la mano de Dios —declaró por fin—. Es una nueva música con nuevas reglas.»

Karpenko, en aquella ocasión, afirmó: «Rusia ya no está por detrás de Europa. Vamos en cabeza». Pocas personas habrían negado que, en aquel apasionante fermento artístico, Rusia se encontraba en la vanguardia.

Si a Dimitri le apasionaban sus descubrimientos musicales, la vida de su amigo Karpenko era ahora un perpetuo torbellino. A raíz de la muerte de Rosa, habían redistribuido las habitaciones, de tal forma que Pedro, Dimitri y Karpenko disponían cada uno de su dormitorio individual en lo que se había convertido en un piso de solteros. Gracias a la amabilidad de Vladímir, Karpenko tenía el dinero suficiente para proseguir sus estudios y alquilar un pequeño estudio; y como por entonces estaba en la cima de la vanguardia, uno nunca sabía cuándo iba a aparecer por casa.

La vanguardia, que en Rusia presentó el destacable rasgo de estar abanderada tanto por hombres como por mujeres, era un hervidero de ideas; siempre que Karpenko aparecía, ponía al corriente a Dimitri y a su padre de la última sensación: un escandaloso lienzo abstracto de Kandinski; una extraordinaria ambientación de escenario a cargo de Benois o Chagall; y, de manera indefectible, un «ismo» u otro, de modo que Pedro ya le preguntaba de antemano: «¿Qué, Karpenko, qué ismo toca hoy?».

En 1913, lo último era el futurismo.

Se trataba de un movimiento espléndido, sin duda. Los futuristas rusos, con las brillantes figuras de los jóvenes Malevich, Tatlin y Mayakovski a la cabeza, eran aficionados a combinar la pintura y la poesía, produciendo libros y panfletos ilustrados cuyos osados efectos nunca habían sido igualados. «El cubismo de Picasso fue una revolución —los aleccionaba Karpenko—, pero el futurismo va más allá.» En sus pinturas, los futuristas tomaban las formas geométricas desgajadas del cubismo y les conferían un movimiento explosivo. En sus poesías, utilizaban un lenguaje desestructurado, reducido a meros sonidos incluso; violando la gramática, creaban algo nuevo y chocante. A Dimitri, las producciones futuristas le hacían pensar en una enorme dinamo. «Este es el arte de la nueva era, la era de la máquina —declaraba con alborozo Karpenko—. El arte transformará el mundo, profesor —le decía a Pedro—, junto con la electricidad.» Él mismo había dejado a un lado sus propios experimentos en el terreno de la pintura para escribir algunos poemas para las nuevas publicaciones futuristas.

A sus veinte años, Karpenko se había convertido en un joven de extraordinario atractivo. Iba afeitado, y con su pelo negro y su esbelta figura irradiaba tal apostura que Dimitri reparaba a menudo, divertido, en que muchas respetables damas perdían la compostura en la calle quedándose con la mirada prendida de él. Dimitri lo veía a menudo en compañía de jóvenes artistas que saltaba a la vista que estaban más que encaprichadas con él. Pero Karpenko prefería guardarse su vida amorosa para sí, con lo que Dimitri solo podía hacer conjeturas sobre si aquellas jóvenes tenían algún éxito con él.

De vez en cuando, Dimitri recordaba la extraña reacción de su amigo el día que conoció a Rasputín, pero como nunca más volvió a presenciar nada comparable, poco a poco fue olvidándose del incidente. En realidad, encontraba muy pocos defectos en el carácter de Karpenko. Pese a ser guapo, no era vanidoso. A veces, durante aquellos dos últimos años, había tenido breves periodos de sombrío laconismo que Dimitri había tomado como fases de concentración creativa. El único fallo que realmente le encontraba a su amigo era que, a veces, sus ingeniosos comentarios eran un poco crueles, pero eso era comprensible en alguien dotado de una mente tan rápida y brillante como la de Karpenko.

Aunque ahora llevaban vidas más divergentes, salían juntos con frecuencia. En ocasiones iban a visitar a Vladímir Suvorin. La casa de estilo art nouveau del industrial ya estaba acabada y constituía una asombrosa obra de arte. El salón principal resultaba especialmente impresionante, con un suelo de mármol de color y granito formando dibujos en espiral, paredes de tonos lila, vidrieras de colores dignas de Tiffany y una escalera de mármol blanco cuya barandilla, tallada con elaboradas formas curvadas, daba la sensación de que podía desmoronarse con el solo contacto de una mano. Vladímir estaba adquiriendo libros contemporáneos para hacer una biblioteca especializada que había decidido emplazar en la nueva casa, y pasaba buena parte de su tiempo libre allí. Karpenko, que lo ayudaba a hacerse con una estupenda colección de publicaciones futuristas, raras veces iba a la flamante mansión sin llevar algún nuevo libro que le garantizara una cálida acogida.

Y, por descontado, iban a ver a Nadiezhda.

Pasaban ratos muy animados con ella. En ocasiones llevaban amigos, y entonces, la mayoría de las veces, se suscitaban acaloradas discusiones en las que Nadiezhda, pese a tener tan solo quince años, también participaba un poco. Los temas, en aquella época embriagadora, giraban más en torno al arte que a la política, pero siempre los trataban con una pasión extrema, como, tal vez, solo son capaces de hacer los rusos y los franceses.

—¿Habéis leído el último poema de Iván Serguéievich? ¿Qué os ha parecido?

—Es terrible. Abrumador. Tiene una pose sentimental pero carente de sentimiento real. Es falso.

—Está anticuado.

—Ha decepcionado a todo el mundo. Se ha desprestigiado por completo.

—Está muerto. Es lo único que puede decirse de él.

—No. Os equivocáis todos.

Las opiniones se sucedían a velocidad de vértigo y Nadiezhda escuchaba, mirando con ojos relucientes a Karpenko.

A veces, Alexánder Bobrov aparecía en tales ocasiones, y entonces Karpenko, si los asistentes acababan de condenar, por ejemplo, al poeta Ivánov, le preguntaba como quien no quería la cosa: «¿Qué opinión tienes de Ivánov, Alexánder Nicoláievich?», Así, cuando Alexánder respondía con algún comentario poco comprometedor del tipo: «No está mal», todos se miraban entre sí y estallaban en risitas, mientras Bobrov los observaba con aire taciturno.

«Pobre Alexánder Nicoláievich —decía Karpenko a sus espaldas—. Lo sabe todo y no entiende nada.» Y una vez llegó a espetarle a la cara: «Sigue estudiando, Alexánder. Siempre llevas un retraso de un movimiento artístico».

¿Por qué odiaba tanto Karpenko a Bobrov? «Es la viva representación de la cabezonería rusa», aducía el ucraniano. Un día, sin embargo, confesó: «No soporto el interés que tiene por Nadiezhda. Procuro hacerle quedar mal delante de ella siempre que puedo».

Lo que no estaba claro era qué quería él de la muchacha. Cada vez resultaba más evidente que ella estaba enamorada de él, aunque era difícil saber hasta qué punto. Y él no hacía nada para disuadir su afecto.

—Entonces, ¿a ti te importa de veras? —le preguntó en una ocasión Dimitri mientras volvían a casa.

—Me inspira sentimientos protectores, creo —respondió con franqueza Karpenko—. No soporto la idea de que pueda desperdiciarse con un memo como Bobrov.

—Pero ¿qué hay de ti?

—No seas tonto —respondió con una seca carcajada Karpenko—. Yo soy un ucraniano pobre.

—Al tío Vladímir le gustas.

—Pero no a su esposa.

Dimitri había observado alguna vez que, aunque nunca decía nada, los encantadores modales de Karpenko, que tan seductores resultaban para las mujeres adultas, parecían suscitar cierta altivez en la señora Suvorin.

—No creo que ella te tenga inquina —dijo. Luego, tras una pausa, añadió—: No estarás dejando que ella te quiera solo para hacer rabiar a Bobrov, ¿no?

Ante esta pregunta, Karpenko lo sorprendió exhalando un sentido gemido.

—No entiendes nada de nada. No hay otra muchacha como ella en todo el mundo.

—O sea, que la quieres.

—Sí, maldita sea, la quiero.

—Entonces hay esperanza —afirmó alegremente Dimitri.

Karpenko, sin embargo, meneó la cabeza con un abatimiento que Dimitri nunca había visto en él.

—No —declaró, muy bajo—, no hay ninguna esperanza para mí.

Una noche de diciembre de 1913, estalló de improviso el conflicto soterrado que se gestaba desde hacía tiempo entre Nadiezhda Suvorin y su madre.

La chispa que prendió el fuego fue el simple hecho de que la señora Suvorin le había advertido que tuviera cuidado con Karpenko.

¿Qué tenía él de malo?, replicó la muchacha. ¿Que era demasiado pobre? ¿Acaso su madre abrigaba ambiciones de tipo social? Esta rechazó, no obstante, tales acusaciones.

—Francamente, es su manera de ser. Y si quieres que te diga la verdad, creo que está jugando contigo. No es serio, o sea, que no pierdas la cabeza por él.

Eso fue cuanto aclaró. Nadiezhda, por su parte, decidió que la odiaba.

Estaba enamorada de Karpenko. ¿Cómo no iba a estarlo, si no había otro joven más inteligente ni más guapo? Lo admiraba desde niña, pero ahora, en plena adolescencia, sufría el arrebatado anhelo del primer amor. De todos modos, tal vez habría disculpado el ataque de su madre, de no haber sido por un detalle.

Un año atrás había descubierto su idilio con Popov.

Aquello había sucedido una noche en que despertó a altas horas y, al salir al pasillo, oyó un quedo ruido en el salón. Luego vio con asombro que su madre atravesaba la estancia para abrirle la puerta a un individuo. Agazapada en la galería, como hacía de niña, los observó subiendo juntos la escalera. Su madre y el pelirrojo, Popov.

Le costó creerlo. ¿Su madre y el socialista? Aparte del disgusto, pensó: «¿Cómo puede hacerle una cosa así a papá?». Él, sin embargo, la toleraba. Era un santo. A partir de entonces, aunque no dijo nada, consideró a su madre una secreta enemiga.

Fue una desafortunada coincidencia que Popov eligiera para volver precisamente la misma noche en que la señora Suvorin le había hecho aquel comentario sobre Karpenko.

Y de haber conocido el propósito con el que había acudido Popov, se habría quedado estupefacta. Quizá más aún de lo que se quedó la señora Suvorin al oírlo.

—¿Quieres fugarte conmigo? —le preguntó Popov sin rodeos.

Qué extraño. De más joven, aquella idea le hubiera resultado impensable, pero ahora se planteaba la posibilidad de renunciar.

Unos años antes, él aspiraba a sacarles dinero a los Suvorin para la causa bolchevique. Sabiendo todo lo que sabía, se creía capaz de conseguirlo, pero lo cierto era que no lo había hecho.

Aunque Dios sabía lo necesitado de financiación que estaba el partido. Poco tiempo atrás, había salido un nuevo periódico bolchevique en el que aparecían artículos de un curioso joven de Georgia que escribía en un estilo semejante al de las homilías. Había adoptado, a la manera revolucionaria, el nombre de Stalin, «el hombre de acero». Popov llevaba todo un año intentando conseguir fondos para el Pravda, pero nunca le había pedido nada a la señora Suvorin.

Ella se había convertido en un ser aparte. Seguramente se había enamorado de ella. Y ahora, en lugar de en las finanzas, pensaba en huir con aquella mujer.

Lo cierto era que en 1913 Popov se sentía cansado. No se veían expectativas de revolución. El intento de Lenin de unificar la izquierda socialista había dado escasos frutos. Se habían producido más detenciones, y hasta el joven Stalin había sido exiliado a Siberia. Personalmente, creía haber hecho todo cuanto podía hacer.

—Podríamos ir al extranjero —propuso.

La señora Suvorin también se asombró a sí misma tomándose un rato para reflexionar.

Él era un hombre extraordinario del que había aprendido mucho. La había motivado para pensar de manera detenida en su vida y había alterado incluso su ideología política. «Creo que debemos disponer de una democracia —concedió al final—. No se me ocurre otra cosa que haga honor a la justicia. Todavía quiero que se mantenga el zar, pero necesitamos una asamblea constituyente.» Aquella cuestión había pasado a suscitar una secreta pasión en ella.

De todas formas, también la turbaba. Hablando con él de la revolución, a veces percibía como si se hubiera armado de una capa protectora, de un caparazón, que lo hacía impermeable a cualquier sentimiento que pudiera interferir en sus objetivos. En tales ocasiones, ella pensaba: «Mataría sin ningún escrúpulo».

Y ahora el revolucionario se había rendido. Viendo su sonrisa, casi tímida, sintió ganas de abrazarlo.

Entonces la puerta se abrió de improviso y Nadiezhda entró en la habitación. Llevaba una bata larga y el pelo suelto sobre la espalda. Temblaba y sonreía a un tiempo.

—Ah, vaya —dijo en tono imperturbable—. A mi madre le preocupan mis amigos. Quizá preferiría que fueran bolcheviques.

Popov la miró sin decir nada.

—¿No es así, mamá? —preguntó con insolencia. Luego espetó, enfurecida—: Esto es para que sepas que yo sé cómo tratas al pobre papá. Usted debería estar en la cárcel —añadió, dirigiéndose a Popov—. Quizá no tarde mucho en visitarla.

—Nadiezhda, vete a tu habitación —le ordenó en el acto la señora Suvorin—. Vale más que te vayas —tuvo que decirle a Popov. Y ante la mirada interrogativa de este, solo pudo negar tristemente con la cabeza—. Imposible.

Desde ese momento, madre e hija supieron que nunca volverían a mencionar aquel incidente.

Agosto de 1914

La procesión recorría lenta y solemnemente las calles entre el polvoriento calor del verano. Al frente iban los sacerdotes ataviados con sus recargadas túnicas y pesadas mitras, transportando iconos y enormes estandartes. Un coro cantaba y, a su paso, como olas que se desplegaran a lo largo de la costa, un mar de manos se alzaba para efectuar la señal de la cruz al tiempo que se inclinaban cabezas y torsos. No en vano, aquel país era la sagrada Rusia, y entonces Rusia estaba en guerra.

Alexánder Bobrov miraba con lágrimas de emoción en los ojos. Qué verano más especial había sido aquel. Había habido una sequía y un eclipse total de sol, lo que había llevado a todos los campesinos de todos los pueblos al convencimiento de la inminencia de un desastre. No obstante, ahora que se había abatido sobre ellos, en las calles de Moscú era como si se hubiera producido una maravillosa transformación religiosa. De improviso, todas las diferencias habían quedado olvidadas; todos los rusos eran ahora hermanos y se unían para defender la patria.

Detrás de los iconos, alguien enarbolaba un gran retrato del zar. Si alguien se hubiera parado a pensarlo, tal vez habría encontrado extraño que ese hombre que apenas tenía una gota de sangre rusa en sus venas, y que guardaba un parecido tan marcado con su primo Jorge V de Inglaterra, fuera la figura en torno a la que se desplegaba aquel boato casi asiático.

Su cara grave algo insulsa, con barba corta, no presentaba la mirada de un personaje de icono, ni de los feroces gobernantes de la antigua Moscovia, sino de lo que era: un príncipe perplejo, bienintencionado y un tanto medroso, atrapado por el destino en un imperio oriental que le era ajeno. Él era, sin embargo, el zar, el padrecito de todos los rusos, y el pueblo se inclinaba al paso de su retrato.

Alexánder también le dedicó una reverencia. Iba vestido con uniforme, pues al día siguiente debía partir hacia el frente.

¿Cómo había comenzado aquella colosal movilización que estaba a punto de conmover los cimientos del mundo?

Los acontecimientos de los Balcanes habían hecho saltar la chispa que propagó el conflicto. En 1908, con la anexión de Bosnia y Herzegovina llevada a cabo con el apoyo de Alemania, Austria había dado muestras de su actitud expansionista, pero, por el momento, pareció que su amenaza podía contenerse. En el verano de 1914, tales expectativas se vieron frustradas. A raíz del asesinato del archiduque austriaco Francisco José a manos de unos terroristas bosnios, Austria había insistido en que la causa estaba en la vecina Serbia, a la cual había exigido una disculpa, imponiéndole unas condiciones humillantes. Serbia se había plegado de inmediato a la demanda, pero entonces Austria se había negado a aceptarla y se había dispuesto a atacar. «Ya no hay duda: Austria y Alemania pretenden dominar todos los Estados de los Balcanes. Eso significa que se harán con el control de Constantinopla y el mar Negro», le había comentado Alexánder a su padre. Pero, aparte de tan obvias consideraciones de carácter estratégico, había otras que pesaban aún más en el ánimo de Alexánder.

«Los serbios son hermanos nuestros, eslavos y ortodoxos como nosotros —afirmaba—. La sagrada Rusia debe ser su protectora. Debemos acudir en su ayuda.» Y eso era exactamente lo que había hecho Rusia.

¿Y no podría haberse reducido la operación a un conflicto regional tan solo? Sabido es que en los Balcanes había habido guerras intermitentes durante siglos. Durante un breve periodo de tiempo, la frenética actividad diplomática de lord Grey dio pábulo a esa esperanza. Pero no pudo ser. Una vez puesto en marcha, el alud de la guerra siguió su camino. Los rusos enviaron tropas para ayudar a Serbia; Alemania declaró la guerra a Rusia; luego Francia y Gran Bretaña se sumaron al conflicto. En agosto, este comenzaba a extenderse a todo el mundo civilizado.

Al menos sería una guerra corta, gracias a Dios. Todo el mundo estaba de acuerdo en ese punto. Aquella misma mañana, Alexánder había recibido una ponderada carta de su padre, que aún seguía como diputado de la Duma en San Petersburgo:

La cuestión crucial, querido hijo, se reduce a esto: Alemania ha apostado fuerte, creyendo poder evitar una guerra en dos frentes a la vez, contra Francia por el oeste y contra Rusia por el este.

Su tan alabado plan Schlieffen consiste en acceder con toda rapidez al norte de Francia a través de Bélgica, rodear París y obtener una fulminante victoria en el frente occidental —en menos de tres meses—, antes de que Rusia tenga tiempo de movilizarse. Luego concentrará sus fuerzas contra nosotros.

Te puedo asegurar que ciertas personas bien informadas sobre el tema me han confiado que los alemanes poseen meticulosos planes que aplicarían en nuestro caso. Piensan fragmentar el imperio en regiones: las provincias bálticas, Ucrania…, hasta dejarnos reducidos a la antigua Moscovia. ¿Te imaginas? ¡Nuestro poderoso imperio despedazado!

Sin embargo, eso no ocurrirá, porque los alemanes han cometido un error. Rusia es capaz de movilizarse más deprisa de lo que esperan. Y si nosotros atacamos sin demora, con nuestros vastos recursos en hombres, Alemania se encontrará con una misma guerra en dos frentes que no puede sostener. Tendrá que acabar capitulando.

La opinión generalizada aquí, tanto en los círculos del Gobierno como en las embajadas, es que por Navidad la guerra ya habrá terminado.

Alexánder se había presentado voluntario de inmediato. Aunque como hijo único estaba libre de la obligación, ansiaba participar en la guerra. Con el grado de oficial que su situación social le confería de entrada, iba a comenzar los entrenamientos al día siguiente. «Pero cuando se terminen las reservas que ya están en activo —le advirtieron—, se habrá acabado el conflicto. O sea, que no espere ir a luchar.»

Ya llevaba puesto el uniforme; un sentimiento de orgullo le embargaba el espíritu.

Solo le preocupaba una cosa. Pronto debería despedirse de Nadiezhda, y después de lo que había sucedido, no sabía si querría hablar siquiera con él.

¿Cómo podía haber sido tan necio? Todo había pasado dos días antes en casa de los Suvorin. Había ido a comunicarle a Nadiezhda que iba a incorporarse al ejército. Se sentía bastante ufano, pues aún entonces el uniforme de oficial confería a los hombres un especial atractivo.

El caso fue que se encontró a Karpenko.

Exhaló un suspiro. Era inútil negarlo: la fascinación de Nadiezhda por Karpenko no se había reducido ni un ápice, y en el curso de los seis meses anteriores parecía haberse enamorado del todo de él. Qué ironía. Él, Alexánder, tenía veintitrés años y había terminado sus estudios; Nadiezhda tenía dieciséis y era ya toda una mujer. Aquel era el año en el que siempre se había propuesto pasar a la acción. Ahora, no obstante, se hacía el siguiente razonamiento: «Aún es una niña; se cansará de él cuando madure. Todavía no es el momento».

Se encontraban de pie junto a la ventana cuando él entró. Karpenko debía de haber dicho algo divertido, porque Nadiezhda se reía. Qué cómodos se los veía juntos. Y, entonces, Karpenko se había vuelto y había hablado.

¿Qué era lo que había dicho? Lo más curioso era que Alexánder apenas lo recordaba. Algo del tipo:

—Ahí llega nuestro guerrero, Bobrov el bogatyr.

Algo más bien inofensivo, aunque con una leve carga de burla.

Él, de todos modos, había perdido el control.

—Siendo ucraniano, no sé qué pensarás tú de esta guerra —replicó con frialdad.

Era cierto, y ambos lo sabían, que había ucranianos residentes en el Imperio austriaco, y también una pequeña proporción de nacionalistas ucranianos, que veían el inminente conflicto como una oportunidad para liberar a Ucrania del yugo ruso. El Gobierno se planteaba la posibilidad de internar a algunos de estos elementos. También era cierto, no obstante, que ya entonces se contaban por cientos de miles los ucranianos que se habían integrado en el ejército ruso.

—Los ucranianos no somos traidores —contestó, demudado, Karpenko—. Lucharemos por el zar.

No satisfecho aún, Alexánder quiso saborear aquella rara ocasión en que había puesto a su adversario a la defensiva.

—¿Sí? ¿Y te veremos a ti con uniforme? ¿O quizá no te apetece correr ese peligro?

Se produjo un tenso silencio. La pregunta era injusta, porque la mayoría de los estudiantes estaban exentos y, de todas formas, casi todos los jóvenes que disponían de amigos influyentes se apresuraban a aprovecharlos para lograr la dispensa. Esa vez sí vio ruborizarse a Karpenko.

Pero, oh, qué estupidez la suya.

—Creo que eso es lo más horrible que podías decir —le espetó, con una mirada feroz, Nadiezhda—. También creo, Alexánder Nicoláievich, que deberías dejarnos en paz ahora mismo.

¿Qué había hecho? ¿Qué insensatez lo había llevado a hacerlo? ¿Se atrevería a volver? Debía volver.

—No puedo irme —murmuró— dejando las cosas así.

Por eso, venciendo su nerviosismo, emprendió a paso lento el camino hacia la gran mansión de los Suvorin.

Alexánder Bobrov se habría quedado muy extrañado si hubiera tenido conocimiento de la breve entrevista que había tenido lugar justo una hora antes.

Fue la señora Suvorin quien obligó a someterse a Karpenko. Lo había mandado llamar aquella mañana. Su encuentro había durado poco, pero, aunque no había estado afable, él tuvo que admirar la calma y el sentido práctico con que enfocó la cuestión.

—La chica está enamorada de ti —le dijo con concisión—, y esto ya ha llegado demasiado lejos. Tanto tú como yo sabemos lo que te corresponde hacer.

Permanecía con cierto embarazo junto a un espacioso sillón de respaldo recto, sin saber cómo atacar la cuestión. Ella estaba cerca, pero lejos de sospechar sus intenciones.

—Ya sabes, Nadiezhda, que yo te tengo mucho cariño —comenzó.

No era tan difícil. Le dijo que la quería y que deseaba protegerla. Tras explicarle lo mucho que su amistad significaba para él, dirigió poco a poco la conversación hacia el mensaje concreto que quería darle.

—Por si acaso yo te hubiera dado a entender, sin querer, lo contrario, quería dejar clara una cosa. —Calló un instante—. Nuestra amistad nunca podrá ser nada más que eso, una amistad.

Ella también lo había ayudado. Aunque había palidecido, siguió mirándolo con tranquilidad. En ese punto, sin embargo, frunció el entrecejo.

—¿Quieres decir que hay alguien más?

—Sí.

—No lo sabía. ¿Hace mucho?

—Sí.

—¿No estarás casado? —preguntó con cara de perplejidad.

—No.

—Quizá cambies de parecer.

Miró con tristeza la alfombra turca antes de negar con la cabeza.

—Mi corazón está prendido en otro lugar —declaró.

Luego se sintió ridículo por haber utilizado aquella expresión, pero ella no pareció advertirlo.

—Gracias por decírmelo —respondió con llaneza—. Ahora preferiría que te fueras.

Para Dimitri Suvorin, aquel cálido agosto tuvo un regusto de sueño.

Quizá fuera debido al polvo y al calor, o al plomizo tono gris azulado del cielo; quizá fuera el sonido, como de eco, de las campanas o los cánticos de los sacerdotes; o quizá se debiera a aquellas masas rusas que se desplazaban como salidas de la Edad Media por las calles del siglo XX. O quizá fuera la gente que las observaba desde sus casas, los miles de pálidas caras asomadas a todos los balcones y ventanas, que se veían extrañamente pequeñas y fragmentadas en aquella impresionante ciudad convertida en escenario.

Era media tarde cuando la casualidad lo llevó a las inmediaciones de la mansión de los Suvorin justo en el momento en que la procesión estaba a punto de pasar por allí. Sabía que Karpenko iba a ir ese día; creyendo que quizá todavía no se hubiera ido, decidió pasar. Encontró a Nadiezhda sola en el pequeño salón del piso de arriba.

Se hallaba de pie junto a la ventana, mirando la calle. Estaba bastante pálida y permanecía más callada de lo normal. Ambos se santiguaron, en sincronía con la multitud que recorría la calle en larga procesión, encabezada por los sacerdotes y sus iconos.

—Es extraño —dijo por fin la muchacha—. La guerra anterior, contra los japoneses, nunca me pareció real. Supongo que sería porque era muy pequeña.

—Además, se luchaba muy lejos.

—¿Había tanto patriotismo en el pueblo como ahora?

—Me parece que no.

—La sagrada Rusia… —Dejó las dos palabras en suspenso, como si no tuviera necesidad de ampliar la frase—. Cuesta creer —prosiguió— que vayan a morir personas a las que uno conoce.

Dimitri asintió mudamente. Su cojera implicaba que nunca superaría los exámenes médicos para ninguna clase de servicio militar. Aquella era una realidad ineludible, aunque no le producía ningún sentimiento de culpa.

—¿A quién conocemos que vaya a luchar? —preguntó.

—A Alexánder Nicoláievich —respondió ella.

—Es verdad. Por cierto —añadió al cabo de un instante—, ¿has visto a Karpenko?

—Sí, se ha ido.

—¿Tienes idea de adónde?

—No. —Calló un momento, antes de comentar—: Es una especie de compromiso, ¿no? Como si uno dijera: «Estoy dispuesto a entregar mi vida», y quizá la pierda.

—Supongo que sí.

Nadiezhda continuó observando un poco más la larga procesión, compuesta sobre todo por simples campesinos en mangas de camisa, antes de volver a hablar:

—Estoy bastante cansada, Dimitri. Vuelve a verme pronto.

Momentos después, una vez fuera, un simple antojo impulsó a Dimitri a comprobar si Karpenko había ido a la nueva casa de su tío Vladímir. Al dirigirse hacia allí, halló las calles secundarias casi desiertas. Aparte del patriótico repicar de campanas que se repetía de cuando en cuando, la tarde parecía haberse retraído en el silencio. No soplaba ni una pizca de brisa. Una fina capa de polvo se había asentado sobre todas las cosas, incluso las hojas de los árboles que encontraba a su paso.

Cuando llegó a la casa de estilo art nouveau, erguida en la espaciosa parcela que ocupaba en una esquina, le pareció también polvorienta y desierta, como si los yeseros hubieran acabado de trabajar en ella un momento antes. Subió los escalones de la entrada y tiró de la campanilla.

La oyó sonar, pero no obtuvo respuesta. Aguardó, extrañado; aunque Vladímir solo mantenía un personal de servicio mínimo, no era normal que no hubiera nadie.

—Estarán durmiendo —musitó antes de volver a tirar, sin mucha convicción, de la campana.

Nada. «Habrán ido a ver la procesión —se dijo con un encogimiento de hombros—. Será mejor que me vaya.»

Fue solo un impulso maquinal lo que le hizo girar la manivela de la puerta. Se llevó de hecho una sorpresa mayúscula cuando esta se abrió. Habían olvidado echar la llave. Y, como hacía calor y no tenía nada mejor que hacer, se decidió a entrar.

Qué fresco más delicioso hacía en el interior. En la sala de la entrada, de elevados techos y escalera de color crema, reinaba el silencio. La luz azul y verde que llegaba filtrada por las altas vidrieras, evocó en él la sensación de ser un pez metido en una sensacional cueva marina. El salón principal, el comedor y la biblioteca daban allí. Sin hacer ruido, se asomó a una estancia tras otra, pero no encontró a nadie.

No sabía si irse. Al final resolvió que, ya que estaba allí, miraría también arriba. Aunque no hubiera nadie, era agradable recorrer la casa de ese modo, a solas.

Si bien conocía todas las habitaciones de la planta baja, Dimitri solo había estado una vez en el piso de arriba. Sabía que había una sala de estar y un estudio, pero no recordaba dónde exactamente. Después de subir la escalera, enfiló el pasillo y fue abriendo todas las puertas. Localizó la sala de estar y un dormitorio, pero no el estudio, y ya estaba a punto de volver a bajar cuando, al final de un corto pasillo, a la izquierda, vio una puerta. Debía de ser allí. Se dirigió a ella e hizo girar la manivela.

Era una habitación bonita, de paredes azules y con una ventana cuyos cristales representaban un extraño paisaje onírico con montañas en la lejanía y árboles en primer plano, cargados de frutas rojas y doradas. En la pared de enfrente había un cuadro de Gauguin en el que se veía a dos tahitianas desnudas con una puesta de sol de fondo.

No se trataba, sin embargo, del estudio. Aunque había un escritorio a la izquierda y una chaise longue en el centro, el mobiliario lo dominaba una gran cama.

Y en esta estaban acostados su tío Vladímir y Karpenko.

Los dos estaban desnudos. Vladímir tenía su voluminoso y peludo cuerpo de espaldas, pero no había duda de que se trataba de él. Uno de sus recios brazos reposaba en el hombro de Karpenko. Este, en cambio, tenía la cabeza vuelta en dirección a la puerta, de modo que su apuesto rostro quedaba de frente a Dimitri.

Dimitri se quedó mirándolos con los ojos desorbitados. Entonces Karpenko le dirigió una sonrisa extraña, culpable, como si le dijera: «Bueno, ahora ya lo sabes».

No sabiendo qué hacer, Dimitri optó por retroceder en silencio, cerrar la puerta y, tras volver sobre sus pasos por la escalera y el silencioso salón, salir a la calle.

Durante un rato, mientras caminaba hacia su casa, no logró discernir lo que sentía, abrumado por el estupor y el horror. Cuando por fin se adentró en el patio, con su polvorienta morera, advirtió con cierta sorpresa que su amigo le inspiraba un nuevo sentimiento de protección. En cuanto al tío Vladímir, se sentía traicionado por él, y a ese sentimiento se sumó una firme resolución: Nadiezhda no debía enterarse nunca.

En ese día que se parecía tanto a un sueño, cayó asimismo en la cuenta de lo mucho que le quedaba por comprender de las personas.

A última hora de esa misma tarde, tras armarse por fin de valor, Alexánder Bobrov entró en la mansión de los Suvorin y se llevó una sorpresa cuando le dijeron que Nadiezhda accedía a verle.

Aún lo asombró más el hecho de que, antes de que comenzara a articular la trémula excusa que había preparado, ella lo acalló poniéndole un dedo sobre los labios.

—No importa —dijo.

Después lo tomó del brazo y le propuso caminar por la galería.

Observando su cara, Alexánder tuvo la impresión de que había llorado. En todo caso, fuera por ese motivo o por otro, destilaba una mansedumbre y una ternura que nunca había visto en ella.

Aquello no fue nada, sin embargo, comparado con la sorpresa y el gozo que experimentó cuando, a punto de marcharse ya, ella se volvió y le dijo:

—Bien, Alexánder, te vas a la guerra. No te olvides de volver a mí, ¿eh? —Entonces alzó el rostro y, mirándolo con una tenue sonrisa, añadió—: Quizá te apetezca besarme.

Entonces tendió los brazos hacia su cuello.

1915

Había caído un aguacero. Del suelo mojado subían vapores mientras Alexánder, bajo el sol, aguardaba con sus hombres. Ante ellos se extendía un inmenso campo polaco; detrás, una hilera de árboles.

Pronto entrarían en acción.

Alexánder Bobrov examinó a sus hombres. De los treinta y tres, todos salvo uno eran soldados rasos, reclutados ese invierno, que habían recibido las cuatro semanas de instrucción básica. Alexánder había asignado las funciones de sargento al único veterano de que disponía, un reservista de veintisiete años.

La trinchera en la que se hallaban no era muy profunda. En cuanto pasaron un poco del metro y medio, el capitán que inspeccionaba la línea los había hecho detenerse, diciendo con impaciencia: «Ya basta. Hemos venido aquí a luchar, no a cavar».

El capitán era un tipo bajo y gordo, un oficial de la vieja escuela, con pobladas patillas grises y la cara colorada. A Bobrov a veces le daba la impresión de que para él la guerra se reducía a un exasperante paréntesis en su adecuada actividad militar, consistente en calentar los sillones de su club. Aquella mañana, no obstante, había hecho gala de una enérgica actividad.

—Ya falta poco —les había dicho una hora antes—. Portaos con valentía, muchachos —los había arengado antes de desaparecer.

Alexánder contemplaba el vasto y cenagoso campo que tenían ante sí. Casi un kilómetro más allá, había una hondonada tras la cual se distinguía tan solo una loma poblada por unos cuantos árboles. ¿Surgirían de pronto unos cascos alemanes allí? ¿O espirales de humo? Alexánder no sabía qué pensar, pues era su primera acción, su primer contacto real con la guerra.

La guerra. El alto mando ruso había cumplido su objetivo principal, al tomar por sorpresa al enemigo con los inmediatos y veloces ataques lanzados en el verano de 1914. En el norte, las fuerzas rusas habían atravesado a toda prisa Polonia para abatirse sobre los alemanes en la Prusia oriental, provocando una momentánea retirada debida al desconcierto y el pánico. En el sur, otro ejército ruso partido de Ucrania se había adentrado en territorio austriaco, y había faltado poco para que penetrara en Alemania a través de Silesia.

Aquellos éxitos iniciales se habían obtenido a costa de grandes pérdidas. La ofensiva en el norte no contaba con un apoyo adecuado y el contraataque de los alemanes había producido una mortandad tremenda. Doscientos cincuenta mil hombres habían perecido en la ofensiva del norte llevada a cabo en el mes de agosto, y a finales de 1914 las bajas rusas, contando los prisioneros de guerra, alcanzaban la asombrosa cifra de un millón doscientos mil hombres.

Alemania, de todos modos, tenía que luchar en dos frentes. Su plan inicial había fracasado. El Imperio ruso, por su parte, tras las humillantes derrotas de los dos conflictos previos —la guerra de Crimea y la librada contra Japón—, se había provisto de un poderío militar nada desdeñable. A comienzos de 1915, Alemania concentraba sus principales esfuerzos contra ella, y en marzo de ese año se había hecho tan necesaria para Francia y Gran Bretaña que estos aliados tuvieron que reconocer, pese a sus reticencias, que, cuando concluyera la guerra, debía quedarse como trofeo ni más ni menos que la antigua ciudad de Constantinopla, la joya con la que soñaba desde los tiempos de Catalina la Grande.

En 1915, con todo, los alemanes comenzaban a reaccionar. Y ahora avanzaban con la potencia del trueno.

Alexánder Bobrov observó, pensativo, a sus hombres. Le caían bien y creía que ellos también le tenían aprecio. De todas formas, hubiera preferido contar con soldados mejor preparados.

La triste verdad era que, si bien la gran ofensiva de 1914 resultó espectacular, la segunda parte, llevada a cabo en 1915, había tomado un cariz muy diferente.

Nunca olvidaría la sorpresa que experimentó el día que les entregaron las armas. Cuando veinte de sus hombres habían recibido sendos rifles, el oficial encargado interrumpió el reparto.

—Ya está —dijo bruscamente.

—Pero ¿y los demás? —preguntó él con perplejidad.

—Tendrán que conseguirlas en el frente.

—¿Quiere decir que hay arsenales allí?

—Tendrán que conseguirlas de los otros soldados —explicó, con una mirada compasiva, el oficial—. De los que caigan muertos.

Alexánder no tardó en descubrir que, en algunos regimientos de su misma sección, el veinticinco por ciento de los hombres habían ido a la guerra sin armas, con instrucciones de quitárselas de las manos a los fallecidos. Personalmente, había logrado, mediante ruegos y robos, armas para todos sus hombres, pero sabía de una unidad en que la mitad de sus componentes iban armados con horcas, y se rumoreaba que, en el sur, una compañía se disponía a combatir con las manos desnudas.

La artillería que les daba apoyo disponía solo de dos tiros por cañón de campaña. Él lo sabía, pero no se lo había dicho a sus soldados.

Luego se había producido el incidente de la radio.

Dos días antes, había ido al puesto de mando, donde tenían un aparato de radio. El capitán estaba muy ocupado haciendo llegar a través de ella, con aire complacido, un detallado informe de su posición y de los preparativos, para al coronel.

—¿Transmitimos siempre así, capitán? —preguntó Bobrov, atónito, una vez que hubo acabado.

—¿A qué se refiere?

—Pues a que no estaba codificado.

—¿Y por qué debería estarlo, si puede saberse? —contestó, torciendo el gesto, el capitán.

—Se me ha ocurrido… ¿y si el enemigo capta nuestras señales? Entonces se enteraría de todas nuestras disposiciones.

—No sea tonto, Bobrov —respondió el capitán, apaciguando la expresión—. Transmitimos en ruso, hombre. Los alemanes no pueden entender ni una palabra de lo que decimos.

Su actitud no era inusual. Todo el ejército ruso realizaba sus transmisiones sin filtrarlas, lo que, tal como reconocería más tarde el Alto Mando alemán, facilitó mucho las cosas a sus enemigos en el frente oriental.

Aquella desorganización se debía, en parte, a que en el Alto Mando predominaban los militares como el capitán: antiguos soldados de infantería aficionados a los desfiles, que despreciaban el armamento y los métodos modernos. El comandante general, Sujomlínov, era de esa tendencia. Había también un cuadro de animosos oficiales jóvenes a quienes irritaba tal estado de cosas, pero que no disponían de poder suficiente para corregirlo.

El problema, con todo, no radicaba solo en los generales. El mismo capitán, en un arranque de sinceridad, se lo confesó un día a Bobrov: «Lo malo es que teníamos munición suficiente para una guerra corta, pero no para una larga. Nuestras fábricas no producen al ritmo necesario».

¿Y qué pensarían sus hombres de todo aquello?, se preguntó Alexánder. Casi todos tenían veintipocos años, y, aunque ninguno deseaba estar en el ejército, parecían entender la necesidad de defender Rusia. Tal vez la excepción la constituía un agradable joven de cara ancha, no muy espabilado, originario de un pueblecito de la provincia de Riazán. A Alexánder le caía simpático; a menudo charlaba con él por las noches. Había, sin embargo, algo que no podía hacerle entender a ese soldado.

—Lo que yo digo, señor, es que no han atacado Riazán, ¿no? —le confió una vez con genuino desconcierto en la voz—. Entonces, ¿qué quiere el Ejército de mí?

—Lo que ocurre es que si no luchamos contra ellos aquí, en Polonia, quizá más tarde llegarían a Rusia —argumentó Alexánder, aunque sin llegar a convencerle.

—Sí, señor —contestó el joven, con su mirada franca. Pero luego, esbozando una sonrisa infantil, añadió—: Pero también puede que no llegaran a Riazán.

Alexánder se preguntó cuántos individuos semejantes a aquel sencillo aldeano de Riazán habría en el Ejército ruso.

El enfrentamiento comenzó sin previo aviso, y no se pareció ni remotamente a lo que esperaba. No hubo cascos alemanes, ni escuadrones de artillería y refulgentes espadas, ni hileras de hombres empuñando rifles. Hubo solo un distante y repentino estruendo.

Después vinieron los estallidos. Al principio, los proyectiles alemanes cayeron en los bosques que tenían detrás. Después algunos aterrizaron en el campo delante de ellos, levantando surtidores de barro. El enemigo conocía bien sus posiciones. El estrépito se prolongó, renovado, mientras sus hombres permanecían encogidos, asustados y perplejos, en el exiguo refugio de sus trincheras.

Aquella era una muestra más del rigor del bombardeo orquestado que padeció el ejército ruso durante la primavera y el verano de 1915.

El capitán se presentó dos horas más tarde, asomando la cara cubierta de fango hasta las patillas. Uno de los proyectiles del enemigo había dado en el blanco, con una extraña puntería: el joven aldeano de Riazán había desaparecido por completo.

—Vamos, Bobrov, salgan —gritó el capitán—. Retrocedemos.

Salieron a rastras de la trinchera y lo siguieron, manteniéndose a cubierto de las granadas en la zona boscosa. Al cabo de un rato, llegaron al puesto de mando. Había quedado arrasado.

—¡Malditos alemanes! Hay que reconocer que saben disparar —admitió con una mueca sarcástica el capitán.

«No es tan mal tipo, solo un poco anticuado», pensó Alexánder antes de volverse para cerciorarse de que todos sus hombres estaban juntos.

En el cielo silbó un proyectil, seguido de otro.

Después se produjo una fortísima detonación, un estruendo extraordinario, y todo se volvió blanco.

Julio de 1915

Se despertó muy despacio, sumido en un sopor que penetraba el sonido de un piano.

«Qué extraño —pensó—. Debo de haberme muerto.» ¿Cómo, si no, iba a estar allí, en su propia cama, en la casa de su infancia de Russka? Observó con curiosidad cuanto le rodeaba. Aunque parecía como si los ángeles hubieran decidido introducir algunos cambios en el mobiliario, no le cabía duda sobre dónde estaba, pues por la ventana veía el mismo árbol de siempre. Paladeando el carácter celestial del sonido del piano, cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, se quedó aún más extrañado al ver a Nadiezhda, que lo miraba sonriente. La observó estupefacto y luego se le ensombreció el semblante. ¿Había muerto también ella? Era una lástima.

Después oyó su voz, impregnada de entusiasmo.

—¡Dimitri! ¡Dimitri! Ha vuelto en sí.

Entonces, la música celestial dejó de sonar.

La idea había sido de Vladímir. Cuando llevaron a Alexánder a Moscú en estado de semiinconsciencia y su padre no supo qué hacer, el rico industrial se encargó de organizarlo todo. Alexánder llevaba tres semanas en la cama, delirando, al cuidado de un médico y una enfermera.

Poco a poco se fue enterando de lo ocurrido. El estallido del proyectil que había estado a punto de matarlo era una minúscula muestra del bombardeo masivo que había obligado al ejército ruso a retirarse de Polonia y a ceder más de quinientos kilómetros.

—Es una catástrofe —le dijo Nadiezhda el tercer día, cuando ya se hallaba en condiciones de hablar—. Hemos perdido casi toda Lituania y están avanzando sobre Letonia. Han destituido al viejo general Sujomlínov. Ya era hora. Todo el mundo coincide en que el Gobierno es incompetente. ¡Dicen que solo pueden esperar ayuda de un milagro de san Nicolás!

Sin embargo, la noticia realmente fascinante se la comunicó su padre.

Aunque el zar había prescindido de la Duma a principios de año y se había puesto a gobernar por decreto, los serios reveses sufridos a causa de la guerra lo habían obligado a convocarla de nuevo, de modo que Nicolái Bobrov se encontraba en la capital. El sentimiento antigermánico se había exacerbado hasta tal punto desde el inicio del conflicto que el Gobierno había cambiado el nombre de San Petersburgo porque tenía un sonido demasiado alemán al final, y ahora la capital se llamaba Petrogrado.

Así pues, Nicolái remitía las cartas desde Petrogrado, volcando en ellas una pormenorizada información. Trazaba para su hijo breves descripciones de personajes destacados del parlamento: Rodzianko, portavoz de la Duma, gordo pero sensato; Kerenski, líder de los socialistas —«un buen orador, pero carece de cualquier plan político concreto aparte de la destrucción del zar»—, y varios más. Le contaba las habladurías que circulaban por la corte. «El amigo de la emperatriz, el tal Rasputín, causó tanto escándalo con su actitud libertina que tuvieron que mandarlo con su familia a Siberia. Ojalá se quede allí.» Y, por encima de todo, para asombro de Alexánder, su padre mantenía el optimismo.

Los alemanes no pueden derrotar a Rusia por un simple motivo: por más que sigamos retirándonos, nosotros siempre tenemos reservas. Napoleón se encontró con lo mismo. Aunque abandonemos la capital, acabaremos dejándolos sin fuerzas.

De todas formas, la delicada situación actual es nuestra última y mejor oportunidad para reformar el Gobierno. El zar no quería volver a convocar la Duma y no ha tenido más remedio que hacerlo. Lo obligaremos a realizar concesiones democráticas y con ello salvaremos a Rusia.

De la derrota nace la victoria, mi querido hijo.

Alexánder hizo votos por que su padre estuviera en lo cierto.

Pasó mucho tiempo en un estado de gran debilidad. Al parecer, la detonación le había causado lesiones internas, y las múltiples heridas exteriores todavía le producían dolor. «Pero eres joven y te recuperarás», le decía alegremente el médico. Lo pusieron en una silla de ruedas y le prepararon una habitación en el piso de abajo para que pudiera trasladarse por sí solo al porche y disfrutar de la compañía de los demás.

En la casa había una gran actividad. La querida Arina, en su función de ama de llaves, lo controlaba todo con maravillosa eficiencia y supervisaba personalmente el samovar y los magníficos pasteles que se servían en el porche todas las tardes. A pesar de la guerra, el pequeño museo y los talleres seguían en activo. El hijo de Arina, Iván, que ya tenia dieciséis años, era aprendiz de un artesano de madera y mostraba grandes dotes para el oficio.

Aunque Pedro Suvorin y Karpenko se habían quedado en Moscú, el resto de la familia se había trasladado al campo, y Alexánder observaba con interés cómo desarrollaba cada uno su propia tarea. La señora Suvorin ayudaba a una nueva organización del zemstvo a dar albergue al alud de refugiados llegados del frente. «Tenemos incluso dos familias judías en el pueblo», les informó. Vladímir había convertido las pañerías de Russka en pequeñas fábricas de armamento, dedicadas a la producción de cartuchos y granadas. En cuanto a Dimitri, tocaba y componía todos los días. Había escrito ya una docena de suites para piano y dos movimientos de su primera sinfonía, cuyas partituras estaban guardadas bajo llave en un armario que toda la familia trataba con la misma reverencia que solía reservarse para los iconos.

Aparte, estaba Nadiezhda.

Su padre había montado una pequeña casa de convalecencia para soldados en Russka, adonde ella iba todos los días, a cuidarlos. A veces, los que se encontraban en mejores condiciones los llevaba a tomar el té a la casa. Si bien Alexánder observaba a veces una ligera frialdad con respecto a su madre, creía advertir en ella una nueva dulzura: una dulzura cuyo destinatario era él en particular.

De este modo, el mes de julio transcurrió plácidamente, y a este le sucedió el de agosto. Durante ese mes, el médico lo autorizó en dos ocasiones para que lo trasladaran en carro al monasterio. Qué maravilloso era, pensó, hallarse de nuevo en medio de aquellos paisajes familiares.

En aquella sensación no pudo incluir, con todo, al pueblo.

—Es extraordinario —le comentó a Vladímir—. ¿Qué ha pasado? Nunca había visto una actividad tan floreciente aquí.

Era cierto. En el verano de 1915, aunque las grandes ciudades sufrían las consecuencias de la guerra, para las inmensas zonas rurales rusas, la primera guerra mundial llevó un periodo de prosperidad.

—Esto se da por una razón muy sencilla —le explicó Vladímir—. Al igual que hacen la mayoría de las administraciones en tiempos de guerra, el Gobierno paga los artículos y los servicios emitiendo dinero nuevo. Como consecuencia de ello, hay una inflación galopante, y lo único que necesita todo el mundo, que es el grano, lo tienen los campesinos. El precio del grano está alto, la cosecha ha sido abundante, y todos los aldeanos van ahora sobrados de ingresos. ¿Sabes? —agregó con una sonrisa—, ese granuja de Borís Románov se ha comprado un fonógrafo e incluso escucha a Chaikovski con él, según tengo entendido.

Una semana más tarde, en una visita que realizó a la acogedora casa de Borís Románov, Alexánder fue testigo de aquel fenómeno por sí mismo. ¿Podría ser, después de todo, se preguntó, que aquella guerra fuera la salvación de Rusia y que su optimista padre estuviera en lo cierto?

La conmoción se produjo a finales de agosto. El zar disolvió la Duma. Al mismo tiempo, decidió asumir personalmente la función de comandante general de los ejércitos rusos y trasladarse al frente.

La primera semana de septiembre, Alexánder recibió una larga carta de su padre que, lejos de su línea habitual, estaba llena de malos presagios y acababa así:

Todo el mundo, desde Rodzianko para abajo, ha intentado disuadirlo, pero el zar es un hombre obstinado que cree que su deber es ser un autócrata. La democracia no tiene ningún futuro bajo el régimen zarista, ahora estoy seguro. En cuanto a sus intentos de reactivar el ejército, están condenados al fracaso. No preveo más que caos.

Rasputín ha reaparecido en la corte. Dicen que vio al zar en persona. Que Dios nos ampare.

2 de marzo de 1917

Incluso entonces era difícil de creer.

El dominio del zar había tocado a su fin. Rusia era libre.

Nicolái Bobrov miraba con ansiedad por la ventana. Un resfriado lo había mantenido en casa ese día. Hacía ya tres horas que su hijo Alexánder había ido al palacio Taurida, donde se reunía la Duma, para ver si había llegado la noticia. En cualquier momento, estaría de vuelta.

La noticia tenía que haber llegado. Sin duda alguna, a aquellas alturas el zar debía haber firmado la abdicación. «Dios sabe —murmuró para sí— que el zar no puede continuar al frente.» Aquello era imposible ahora que Bobrov y sus amigos habían tomado el poder.

Al final, la Duma había depuesto al zar.

Había sido un acontecimiento extraño, aunque no del todo sorprendente en el fondo. Los temores que Nicolái había expresado aquel aciago verano de 1915 eran fundados.

El zar se había ausentado con frecuencia para ir al frente. El ejército no había tenido una mala actuación, había que reconocerlo. La gran ofensiva de Brusílov de 1916, montada al tiempo que los británicos llevaban a cabo su ofensiva masiva en el Somme, aun sin llegar a doblegar al enemigo, había reportado algunos avances en el frente occidental. En la región del Cáucaso, las tropas rusas se habían adentrado en Turquía. En el sur, no obstante, Alemania y Austria habían ampliado sus posiciones hasta la orilla occidental del mar Negro a costa de Rumanía, y los británicos habían tenido que retirarse de Gallipoli, con lo que Rusia seguía viendo interceptada su entrada al mar Negro y la posibilidad de exportar trigo.

Tanto en el frente ruso como en el occidental, la guerra se hallaba en un tétrico estado de punto muerto.

En el centro, sin embargo, había sido una pesadilla. Al evocarla, Bobrov sacudió con pesar la cabeza. La emperatriz, aquella insensata e ignorante alemana, se había quedado dirigiendo las riendas del Gobierno. Al parecer había imaginado que era una nueva Catalina la Grande, o en todo caso así se lo había comentado en una ocasión a un desconcertado oficial. Y detrás de la emperatriz —visible o en la sombra—, había estado moviendo los hilos el terrible Rasputín.

Había sido un espectáculo espeluznante. A veces, Bobrov tenía la impresión de que se había relegado a todo aquel que poseyera una mínima pizca de talento. Solo la lealtad ciega al zar había recibido recompensa. La interminable lista de nombramientos y ceses —¡más de cuarenta nuevos gobernadores de provincia en un solo año!— había hecho que en la Duma se acuñara la expresión jocosa que describía la situación como un ataque epiléptico de la Administración. La fe en el Gobierno se había disipado por completo. Hasta las tropas del frente llegaban desagradables rumores sobre la emperatriz y Rasputín. Se decía que estaban confabulados con los alemanes.

En diciembre de 1916, gracias a Dios, dos aristócratas patriotas habían asesinado al malvado Rasputín, pero para entonces el mal ya estaba hecho.

Bobrov había contemplado con sus propios ojos los indicios del desmoronamiento. Todos los partidos de la Duma, hasta los conservadores, se habían puesto en contra del zar. Aunque el ejército se mantenía firme en el frente, se había producido un millón de deserciones. Y, por si fuera poco, un terrible invierno había dejado a la capital mal abastecida de comida y combustible.

Aquello no podía continuar. La Duma llevaba varias semanas en franca rebeldía. Los allegados al zar decían que mostraba signos de depresión. Incluso algunos de sus familiares, los archiduques, opinaban que debía renunciar al trono para salvar la monarquía y hablaban de instaurar una regencia.

«Pero, personalmente —comentaría siempre con posterioridad Nicolái Bobrov—, yo creo que fue el tiempo lo que acabó precipitando la caída del zar.»

El hecho fue que en febrero de 1917, después de un crudo invierno, llegó una bonanza que en Petrogrado todo el mundo aprovechó para salir a la calle.

Las manifestaciones fueron espontáneas. El pueblo estaba harto. Comenzaron a producirse huelgas y también disturbios callejeros. La policía y los cosacos se vieron superados por la situación. Entonces las autoridades cometieron un tremendo error: recurrieron a las guarniciones.

No se trataba de tropas regulares. La mayoría de sus componentes eran reclutas recientes que, tras llegar de sus respectivos pueblos, habían permanecido hacinados durante meses en los cuarteles. ¿Qué motivos tenían para disparar contra el pueblo? Se amotinaron y se unieron a las masas de descontentos.

Luego, el 28 de febrero, todo acabó. El zar, atrapado fuera de la capital tras una visita al frente, mandó el mensaje de que la Duma debía disolverse hasta abril. «Y nosotros nos negamos —relataba Bobrov con una serena sonrisa—. Nos negamos a irnos, y, de repente, nos dimos cuenta de que nosotros éramos el Gobierno.»

Los diputados lo hicieron público y las turbas de la calle parecieron estar de acuerdo. ¿Qué quedaba, al fin y al cabo, sino la Duma? Al día siguiente, esta le pidió al zar que abdicara, y el monarca ruso se encontró con que no tenía ni un solo amigo en quien apoyarse.

¿Dónde estaba Alexánder? Nicolái se sentía muy orgulloso de su hijo. Ahora ya podía caminar. Todavía era oficial, pero, como lo habían declarado incapacitado para el servicio activo, las semanas anteriores las había pasado en la capital con su padre. Pese a que seguía siendo monárquico, por entonces toleraba las opiniones liberales de su padre con buen humor, e incluso se había escandalizado por la conducta que había tenido el Gobierno en los meses recientes. «A juzgar por lo que tarda en regresar, debe de haber alguna noticia al caer», dedujo Nicolái.

Entonces esbozó una sonrisa. «Qué extraño», pensó. Era viudo y tenía sesenta y dos años. Había perdido las propiedades familiares. Su país estaba enzarzado en una terrible guerra de la que no se entreveía el final. Su monarca acababa de ser depuesto. Y, pese a todo ello, aquel día se sentía como si su vida entera comenzara de nuevo.

Personalmente, el zar le inspiraba lástima. No lo consideraba un monstruo, sino un hombre inadecuado para una situación irresoluble. De todos modos, aunque había hecho denodados esfuerzos durante años para arrancarle algunas concesiones liberales al obstinado monarca, ahora que Nicolás había desaparecido de la escena, experimentaba alivio. Por fin podrían disfrutar de una democracia.

¿Qué era lo que le había dicho su hijo el otro día, con tan apasionado convencimiento?

—No tienes ni idea de lo que estáis haciendo, padre —le advirtió—. Todo el imperio ha sido erigido para girar en torno al zar. Todas las cosas y las personas están vinculadas a él. Es el eje de la enorme maquinaria del país; si se prescinde de él, se desmembrará toda.

¿Desmembrarse Rusia? Nicolái no veía por qué.

—La Duma está en su lugar —adujo—, y cuenta con hombres sensatos y capaces.

—Ay, cómo sois los liberales —replicó Alexánder, en tono triste y afectuoso a la vez—. Siempre pensáis que la gente va a actuar de forma moderada.

Desde el punto de vista de Nicolái, la Duma iba a desempeñar un buen papel, cuando menos por el momento. Al fin y al cabo, era lo más parecido a una cámara democrática que poseía Rusia. En ese momento, ya había elegido a un grupo para que hiciera las funciones de Gobierno provisional, y casi todos los partidos se habían comprometido a apoyarlo. El día anterior, según le habían informado, algunos de los líderes obreros y mencheviques de San Petersburgo habían formado una especie de consejo de trabajadores, un «soviet», como lo llamaban ellos. Conocía a un par de aquellos dirigentes y no eran malas personas. Sin duda, serían de ayuda para restablecer el orden en las fábricas.

Entonces se abriría la vía del progreso. La prioridad del programa del Gobierno provisional ya estaba clara: proseguir con la guerra. Todo el mundo estaba de acuerdo en eso, salvo los bolcheviques, y, en esos momentos, los bolcheviques tenían muy poco ascendente. Después, sin tardanza, habría que preparar las elecciones para una nueva asamblea constituyente que sustituyera a la Duma. Sería una cámara plenamente democrática, elegida por el sistema de un hombre, un voto. Todos los partidos, de derechas y de izquierdas, también estaban de acuerdo en eso.

—Siento la calidez de este rayo de esperanza —murmuró, sin apartar la vista de la calle.

Entonces vio a Alexánder.

El joven llegaba a toda prisa, con un papel en la mano y cara de excitación. Seguro que ya se había producido la abdicación. Con una sonrisa de alborozo, Nicolái se dispuso a recibirlo.

¿Por qué estaba tan ceñudo el chico? ¿Había tenido el zar la osadía de decir alguna inconveniencia, aun a esas alturas?

—¿Se ha desarrollado bien la abdicación? —inquirió.

—No. El zar todavía no se decide a firmarla. Pero lo hará. No tiene más remedio. Hasta los comandantes del Ejército le dicen que se vaya.

—Entonces, ¿qué es eso? —Nicolái señaló el papel.

Alexánder se lo entregó sin realizar ningún comentario, y Nicolái lo leyó.

No era un texto largo. Iba dirigido a la guarnición militar de Petrogrado y contenía varias cláusulas concisas.

Indicaba a todas las compañías que eligieran comités encargados de retirar el control de todo el armamento y los pertrechos a los oficiales. Ya no había que dispensar a los oficiales tratamiento con los títulos honoríficos ni saludos militares fuera de servicio. Los comités debían elegir asimismo representantes para el soviet de Petrogrado, que se autoproclamaba, haciendo caso omiso del Gobierno provisional, autoridad última en todos los asuntos militares.

Estaba firmado por el Comité del Soviet de Petrogrado, con fecha del día anterior. Al principio, por toda introducción, ponía: «Orden n.º 1».

Tras contemplarlo con incredulidad un momento, Nicolái se echó a reír.

—¡Esto es absurdo! El soviet de Petrogrado no es más que un organismo obrero de carácter informal. No lo ha elegido nadie y no tiene ninguna autoridad. Nadie va a hacerle el menor caso.

—Pues ya lo han hecho. He estado en algunos cuarteles y van a acatar todos las disposiciones. Algunos soldados se han reído de mí porque llevaba uniforme de oficial.

—Pero las tropas regulares, los soldados del frente…

—La orden ya está en camino y no tardarán en recibirla. La gran mayoría de las tropas la obedecerán, créeme.

Nicolái se quedó mudo y estupefacto un instante.

—Entonces, ¿quién tiene el mando? —gritó a continuación.

Alexánder se encogió de hombros.

—Solo Dios lo sabe.

Julio de 1917

Borís Románov soltó un bufido de satisfacción mientras abandonaba la sombra del porche para entrar en el salón. Solo el tictac del reloj de mármol turbaba el silencio.

Le gustaba la casa, con sus paredes verdes, su pequeño pórtico blanco y su fresco interior. Subía todas las tardes a sentarse en el porche. En un tiempo perteneció a los Bobrov, luego a Vladímir Suvorin, y ahora, a todos los efectos, era suya. Esbozó una lúgubre sonrisa al pensarlo. La revolución, su revolución, había llegado por fin.

Los últimos meses habían tenido un cariz extraño en Russka. La noticia de la abdicación del zar y de la institución del nuevo Gobierno provisional se había extendido con lentitud por las provincias. Borís, por ejemplo, no lo había sabido con certeza hasta diez días más tarde. Había conocido a un campesino de la provincia de Riazán que, aun un mes después, se negaba a creerlo.

¿Y qué repercusiones tenían aquellos acontecimientos de Petrogrado? El Gobierno provisional había prometido una asamblea constituyente. Perfecto. Había total libertad de expresión y de reunión. Eso tampoco estaba mal. Pero, sobre todo, la deposición del zar debía conllevar algo.

—Ahora —anunció a su familia— nos quedaremos con la tierra.

Todo el mundo lo sabía. El Gobierno provisional se planteaba la manera de llevarlo a cabo. A lo largo de toda aquella primavera, los soldados habían desertado del frente para volver a sus lugares de origen, para no hallarse ausentes durante el reparto. Al pueblo habían regresado dos.

Pero no había sucedido nada. Como en todas las cuestiones, el Gobierno provisional mantenía una actitud titubeante y legalista.

A finales de abril había conducido a los aldeanos a la finca. Había sido muy sencillo, ya que no había nadie para detenerlos. Cuando entró en la casa, solo Arina había protestado.

—¿Qué derecho tenéis a hacer esto?

—El derecho del pueblo —contestó él. Como ella pretendía interceptarle el paso, la apartó de un empellón—. Esto es la revolución —le dijo soltando una risotada.

La situación era muy curiosa, como si el lugar hubiera caído en una especie de limbo. En teoría, la finca pertenecía aún a Vladímir Suvorin, al igual que las fábricas de Russka. Pero Vladímir estaba ahora en Moscú. Arina seguía viviendo en la casa con su hijo Iván, que por el momento continuaba con su trabajo de artesano. Entre tanto, los aldeanos habían cortado algunos árboles de Suvorin y llevaban al ganado a pastar a la ladera de la casa. ¿Y quién iba a interponerse? Era solo una cuestión de tiempo que todo aquello recibiera una sanción legal, viniera de donde viniese.

Para Borís Románov, esta provenía de la revolución.

Para otros quizás hacían falta más requisitos. Ese mismo mes había habido un intento de derrocar al Gobierno provisional en Petrogrado. Había sido una atolondrada intentona de levantamiento armado por parte de los bolcheviques. Borís sabía algo de ellos. Eran tipos como ese condenado pelirrojo, Popov. Últimamente habían ganado partidarios con el lema «Todo el poder para los soviets» y los encendidos editoriales de su periódico, Pravda. Sin embargo, su revuelta había sido aplastada. Uno de sus cabecillas, Trotsky, se encontraba en la cárcel. Otro, Lenin, había huido al extranjero. «Y esperemos no volver a oír hablar de ellos», había dicho Borís.

Ahora había un nuevo hombre al frente del Gobierno, un socialista llamado Kerenski. Había llamado al general Korlinov para restablecer el orden. Quizás él aceleraría la formación de la Asamblea Constituyente y la legalización de la distribución de la tierra.

Borís subió despacio la escalera. Durante los tres meses previos había examinado con interés la casa y lo que esta contenía. Algunos de los libros y cuadros le parecían francamente raros, aunque el magnífico piano había despertado su admiración. Uno de sus hijos había tocado una melodía con él.

Hasta aquel día no se le había ocurrido que le quedaba por investigar una parte de la casa, el desván.

Descubrió, decepcionado, que Suvorin no lo había utilizado para nada. La larga habitación de techo bajo estaba casi vacía, con las planchas del suelo desnudas. Solo en un extremo, bajo una pequeña ventana redonda, había unas cuantas cajas polvorientas.

Con lenta deliberación, aunque sin mucho entusiasmo, las abrió, y entonces hizo una mueca de disgusto. Papeles. Viejas cartas, facturas y otras fruslerías de los Bobrov. No pensaba perder el tiempo con ellas. Ya se disponía a dejarlas cuando se fijó en un trozo de papel que destacaba del resto. En la parte de arriba ponía: «Incendio de Russka».

Lo tomó y, plegado dentro del primero, encontró otro papel. Parecía una carta.

El firmante era Pedro Suvorin.

2 de noviembre de 1917

Era la una de la mañana y estaban solos.

La noche anterior, cuando el Kremlin de Moscú ofrecía aún resistencia, se habían producido enfrentamientos en las calles, pero ahora la ciudad había recuperado la calma. Tanto en Petrogrado como en Moscú, Lenin y sus bolcheviques tenían el poder.

¿O no era así?

Popov sonrió a la señora Suvorin y, a pesar de todo lo que ocurría, ella le devolvió la sonrisa. Le parecía que estaba más joven.

—Cuéntame qué ha ocurrido en realidad —le pidió.

Entonces él se echó a reír.

La famosa Revolución de Octubre que tanto conmovió al mundo no fue, en sentido estricto, una revolución. Fue un golpe de Estado llevado a cabo por un partido minoritario, cuya existencia desconocía la mayoría de la población.

Durante todo el año 1917, desde la abdicación del zar, Rusia se había debatido entre una extraña dualidad: un Gobierno provisional, que disponía de escaso poder real, y un congreso de soviets, que contaba con una creciente red de bases locales en fábricas, pequeñas ciudades y pueblos, pero que carecía de legitimidad real. Se necesitaban unas elecciones para formar una asamblea constituyente democrática, pero el Gobierno, incluso después de que tomara sus riendas el popular socialista Kerenski, procedía con una penosa lentitud. Mientras tanto, la economía se hundía, había escasez de alimentos y los propios miembros del Gobierno sucumbían al cansancio.

Mientras el poder titubeaba, el partido bolchevique comenzó a ganar posiciones en los soviets. En julio cometieron el desatino de intentar una insurrección, que no prosperó, pero que tampoco mermó sus progresos políticos. A comienzos de septiembre, Trotsky y los bolcheviques tenían la mayoría en el soviet de Petrogrado. Unos días más tarde, los bolcheviques consiguieron también la mayoría en el soviet de Moscú. Parecía posible que, con el tiempo, se convirtieran en el partido dominante de la izquierda, pero no era seguro. Fue en esta situación más bien incierta cuando, en el mes de octubre de 1917, Lenin logró, no sin dificultades, persuadir a sus compañeros bolcheviques de que se comprometieran en un nuevo pulso para hacerse de inmediato con el poder.

Este se inició la noche del 24 de octubre y fue orquestado sobre todo por Trotsky, desde un antiguo convento y colegio de señoritas, el instituto Smolni, que se había convertido en sede del soviet de Petrogrado.

—Lo más asombroso —relató Popov— es lo fácil que resultó todo. La parte principal la llevamos a cabo con gran sigilo.

Durante toda la velada, los conspiradores habían realizado algo tan simple que podía calificarse de genial. Habían ido de una instalación vital a otra, dejando un piquete o asumiendo el mando, y pocos de los trabajadores a los que relevaron hicieron siquiera una tentativa de oposición. Ya habían hecho lo posible para controlar las guarniciones militares, pero estas no eran motivo de preocupación, pues los militares no eran muy partidarios de actuar, y el pobre Kerenski no había logrado diseñar ningún plan defensivo viable. Por la mañana, ya se habían adueñado discretamente de casi todos los puntos clave de la ciudad.

—Kerenski fue a buscar apoyo militar fuera de la ciudad —prosiguió Popov—, pero no tuvo suerte. Solo quedaban los ministros del Gobierno provisional reunidos en el palacio de Invierno, con una guardia de unos cuantos cosacos y, con perdón, el Batallón de la Muerte Femenino. ¡Había también cuarenta inválidos de guerra, benditos sean!

—Entonces, ¿irrumpisteis por la fuerza en el palacio de Invierno?

—Más o menos. En realidad, algunas de las mujeres sabían disparar, supongo, y por eso los nuestros no querían acercarse al palacio. Entonces acudieron cinco mil marineros, pero, cuando vieron que había tiroteo, también se marcharon.

—Dicen que el palacio de Invierno fue bombardeado.

—En efecto, el heroico acorazado Aurora disparó contra el edificio. Por desgracia, no tenían ningún proyectil cargado, de modo que solo efectuaron un disparo de fogueo. Luego, desde la fortaleza de Pedro y Pablo hicieron un intento, pero fallaron.

—Eso es imposible. Si la fortaleza está justo enfrente del palacio.

—Yo estaba allí, y te digo que fallaron.

—¿Y luego?

—Oh, al final lo dejaron y nuestra gente entró y saqueó el lugar. Aunque, en el futuro, seguro que relatarán la historia de una manera muy distinta —vaticinó con una risita.

La señora Suvorin observó a Popov con aire pensativo. Lo había visto muy poco durante el año anterior, pero aún sentían una atracción mutua. Comprendía que, en su momento de triunfo, le hubiera enviado un mensaje avisándola de que iría a verla esa noche.

Luego se puso a pensar en la situación y en cómo transformaría aquello el panorama político. Sabía que algunas personas estaban indignadas. La Administración pública, los bancos y determinados sectores sindicales se habían declarado en huelga como protesta contra la usurpación de la Duma. Todavía era posible que se utilizara a las fuerzas armadas para combatir a los bolcheviques. En otros sectores, en cambio, se tomaban las cosas con mucha calma. La bolsa de Petrogrado no había mostrado la más mínima reacción y los valores se mantenían estables. Un hombre de negocios le había comentado: «Esos bolcheviques no son más que un partido integrado en los soviets de obreros, y son los soviets y no Kerenski los que tienen el poder real en sus manos desde hace meses. Yo no creo que esto traiga grandes cambios».

La primera actuación del nuevo grupo había sido anunciar que se repartiría la tierra entre los campesinos, pero aquello era algo que se veía venir desde hacía tiempo. Ella sabía muy bien que los campesinos habían ocupado la finca de Russka y ya se había resignado a ello.

Luego había que tomar en cuenta el talante de los líderes. Había visto ya la lista de nuevos ministros. De Lenin sabía algo, y también de Trotsky. Los dos le inspiraban más bien temor. A Lunacharski, el ministro de Cultura, lo conocía y lo consideraba un hombre cultivado y sensible. Otros nombres apenas le decían nada. Del presidente de las Nacionalidades, apellidado Stalin, no sabía nada en absoluto.

Esto la remitió de nuevo a Popov. Incluso entonces, después de diez años, no lo conocía del todo. A veces, como en aquella ocasión de 1913, había abierto una brecha y había encontrado a una persona afectuosa, pero, en otros momentos, prevalecía la gruesa coraza del revolucionario. Intuía que mataría sin escrúpulos. Y, lo que era peor tal vez, mentiría sin dudar.

Instintivamente, sentía que él los representaba, que si lograba desentrañar su manera de ser, podría formarse una idea de cómo eran sus compañeros.

Con ese propósito de fondo, le formuló la pregunta que más desasosiego le producía.

—¿Y qué vais a hacer en relación con la Asamblea Constituyente?

Todos los partidos, incluidos los bolcheviques, venían reclamándola. Antes de su derrocamiento, el Gobierno provisional de Kerenski había fijado la fecha para las elecciones en noviembre. Ahora, a raíz del golpe, flotaba el interrogante en el aire.

—Las elecciones ya están programadas —contestó él con gesto de sorpresa.

—¿Se llevarán a cabo?

—Por supuesto.

—No hay nada seguro. ¿Cómo sé yo que ese Lenin no es un dictador?

—Te doy mi palabra. Te aseguro que se instituirá la Asamblea Constituyente —afirmó con vehemencia—. Eso forma parte de nuestro programa. Y lo que es más, todas las decisiones de este Gobierno…, el reparto de la tierra, todo…, son provisionales y están supeditadas a la ratificación de la Asamblea.

La miró directamente a los ojos; a ella le pareció que hablaba con franqueza.

—¿Lo prometes?

—Sí.

Enero de 1918

El 5 de enero de 1918, la Asamblea Constituyente se reunió en Petrogrado. Puesto que las elecciones se habían celebrado con un buen margen de tiempo después del golpe de los bolcheviques, difícilmente podía negarse que los resultados eran un reflejo veraz de la voluntad del pueblo en las condiciones dominantes. De los setecientos siete miembros, el grupo más numeroso (trescientos setenta) lo componían los representantes del partido de los campesinos, los Socialistas Revolucionarios. Entre otros partidos menos votados, los bolcheviques contaban con ciento setenta representantes. Luego estaban los mencheviques, y más de cien diputados pertenecían a distintos grupos marginales o eran independientes. Los bolcheviques en el poder estaban, por lo tanto, en clara minoría, con un veinticuatro por ciento de los votos tan solo.

La Asamblea Constituyente estuvo reunida un día. Lenin observó los debates desde una galería. La Asamblea se negó a reconocer al Gobierno bolchevique como autoridad suprema y a someterse a las decisiones de los soviets. Esa misma noche, con un alarde de fuerza militar, Lenin la disolvió.

De este modo, tras siglos de dominio zarista y tras las revoluciones de febrero y octubre, Rusia disfrutó de un solo día de democracia. «Es una lástima —comentó uno de los marineros que la disolvieron—, pero al Padrecito no le gusta», concluyó, utilizando el afectuoso término zarista que muchos soldados aplicaban por entonces a Lenin.

Al día siguiente, la señora Suvorin le envió una nota a Yevgueni Popov.

Me mentiste. Seguro que tú lo sabías de antemano.

Todo estaba planeado.

No intentes volver a verme nunca más.

Febrero de 1918

El destino de Alexánder Bobrov se decidió en una helada calle de Moscú. Fue una torpeza por su parte perder la concentración, y más cuando su partida estaba prevista para el día siguiente.

Estaba claro: había llegado la hora de marcharse.

—Parece —dijo con ironía Alexánder— que no van a necesitarnos en la era moderna.

Y la era moderna había comenzado, en efecto. Oficialmente, se inició el 31 de enero. Ese día, por decreto del Gobierno, Rusia adoptó el calendario occidental, el gregoriano, dejando de funcionar con un retraso de trece días con respecto al resto del mundo. Con independencia de la fecha, lo cierto era que la Rusia que Alexánder conocía se estaba disolviendo de una extraña forma delante de sus ojos.

No estaba ni en guerra ni en paz. Se había firmado un armisticio con Alemania, pero quedaba por llegar a un acuerdo sobre las condiciones de la paz, negociadas por Trotsky. La presunción de algunos revolucionarios idealistas de que, si se ofrecían a regresar a sus hogares, los alemanes harían lo mismo, se demostró falsa. La revolución generalizada a escala europea que esperaban algunos, incluido Lenin, no llevaba trazas de producirse.

Mientras tanto, en su alterada mitad del mundo, el viejo Imperio ruso presentaba serias amenazas de fragmentación. En el norte, Finlandia, Lituania y Letonia habían declarado la independencia. En el oeste, iba a perderse de forma irremisible Polonia. Por el sur, en Ucrania se había quebrado la cadena de poder oficial y, mientras los bolcheviques trataban de recuperar el control, los nacionalistas habían proclamado ya un nuevo Estado ucraniano.

En la Rusia central, todo parecía cambiado. La tierra pertenecía al pueblo; había en marcha un programa para nacionalizar la industria; y a la Iglesia ortodoxa se le había comunicado la confiscación de todas sus propiedades y la supresión de todos sus derechos legales. De hecho, la habían declarado ilegal. «En seis meses —había anunciado Lenin— construiremos un Estado socialista.» Todo indicaba que así iba a ser.

Pese a su situación minoritaria, los bolcheviques actuaban con gran determinación. Entre las fuerzas de la oposición cundía el desorden; Lenin había tenido la astucia de incorporar a algunos extremistas del partido de los campesinos —los terroristas— a su Gobierno para que no actuaran contra él; la Guardia Roja y otras unidades eran omnipresentes; las células bolcheviques ganaban adeptos en las fábricas; y, lo que afectaba más de pleno a los Bobrov, en los dos últimos meses había comenzado a operar una nueva organización, encabezada por un despiadado individuo llamado Dzerzhinski: la Checa.

La Comisión Extraordinaria para Combatir la Contrarrevolución, el Sabotaje y la Especulación era un organismo muy efectivo. Era, de hecho, extraordinario lo que llegaba a averiguar y deducir. Al parecer, diversos adversarios políticos de los bolcheviques, incluidos muchos de los cadetes liberales, habían sido hallados culpables de sedición y declarados enemigos del pueblo. Nicolái Bobrov acababa de enterarse de que era uno de ellos.

Alexánder Bobrov caminaba más bien despacio porque iba ensimismado. Vestía un viejo abrigo, un gorro de obrero y unas pesadas botas. Como llevaba el cuello del abrigo levantado para protegerse del frío, apenas se le veía la cara. Hacía un mes que se vestía de esa forma, como un trabajador. Su padre permanecía escondido.

Vladímir Suvorin había realizado las gestiones para su huida. La señora Suvorin iba a cruzar la frontera de Finlandia, y desde allí se trasladaría en diferentes fases a París, donde la aguardaba su hijo. Los dos Bobrov la acompañarían, disfrazados de obreros. Con la confusión reinante en todas partes, el viaje no presentaba en principio dificultades excesivas. «Lo importante es manteneros al margen de conflictos hasta que os vayáis», había recomendado Vladímir.

El industrial se hallaba en una curiosa posición personal. Si bien los bolcheviques pretendían nacionalizar toda la industria, aún no habían decidido qué hacer con los hombres como Suvorin. Si cooperaba, con sus amplios conocimientos y nutridos contactos, podría serles útil. «Saben que la industria y las finanzas deben seguir funcionando —le había explicado Vladímir a Alexánder—. Además, tengo un amigo en el Ministerio de Cultura, Lunacharski. De todas formas —añadió—, me temo que no pasarán muchos meses antes de que siga vuestros pasos.» Nadiezhda, pese a la presión familiar, se había empeñado en quedarse con su padre, y Alexánder había ido a despedirse de ella una hora antes.

Desde la temporada que pasaron juntos en Russka, mientras él se recuperaba de sus heridas, su relación se había vuelto más estrecha. Él le había propuesto matrimonio dos veces, pero, dada la agitación que había a su alrededor, ella le había rogado: «Ahora no». Alexánder no tenía ninguna duda de que ella y Vladímir se irían también a Europa en cuestión de un año. «Y entonces habrá llegado el momento», se prometía. Era curioso: entonces no serían nada ni el uno ni el otro, solo un simple par de emigrantes. A él no le importaba, con todo.

—Cuídate, Aliosha —le había dicho ella antes de darle un prolongado beso.

Precisamente, aquellos pensamientos lo habían llevado a cometer un imprudente descuido.

—¿Tienes tabaco? —El soldado se había parado delante de él—. ¿Un pitillo?

Alexánder lo miró desde su superior estatura, casi sin fijarse. Había seis o siete soldados más, de la Guardia Roja, observando. El que se había acercado a él era un individuo bajito y desaliñado. En su época de servicio activo, Alexánder le hubiera ordenado adecentarse.

—Queréis un cigarrillo, ¿eh? —contestó con irritación—. Pues no fuméis. —Luego se dispuso a marcharse.

¿Qué diablos pretendía aquel tipo? De repente, el soldado lo agarró por el abrigo. Su expresión confiada se había transformado en un rictus. Llamó a los otros guardias, que acudieron, uno de ellos empuñando el rifle.

Entonces cayó en la cuenta de lo que había hecho.

Había hablado espontáneamente, como lo habría hecho un año atrás. Había olvidado cambiar la leve pero inconfundible entonación exclusiva de la aristocracia. Se había dirigido al soldado con cierto desdén, y lo que era peor, había empleado el tratamiento que solían utilizar los oficiales con sus subordinados.

Se había delatado.

—Aquí tenemos a un oficial. ¿Cómo te llamas?

—Ivánov. No soy un oficial.

—Seguro que era severo, ¿eh? Creo que hemos localizado a un enemigo, chicos. Lleva una vestimenta muy elegante el señor. Bonito abrigo. Se cree que es un mujik, ¿eh?

De repente, Alexánder se retorció de dolor a causa del golpe de culata que había recibido en el estómago y cayó al suelo.

—¿Qué hacemos con él?

—Llevarlo a un tribunal.

—Quizá sea mejor registrarlo antes.

—Te gustará tener una agradable charla con la Checa, seguro —dijo el primero, soltando una carcajada—. Arriba, barón. Vámonos, excelencia. Eres un oficial de primera, no hay duda.

Se levantó tambaleante, felicitándose por no llevar documentación encima.

—Me llamo Ivánov —declaró con voz débil.

—Ahí viene la persona que necesitábamos —gritó entonces uno de los soldados—. Él está en el comité. Preguntémosle.

La mirada de Alexánder se topó con Yevgueni Popov, que estuvo observándolo con cierta sorpresa mientras los guardias daban cuenta de su hallazgo.

—Dice que se llama Ivánov —añadió el primero.

Entonces Popov sonrió.

Estuvo varios segundos sin decir nada. Aunque tenía los ojos verdes clavados en Alexánder, parecía que pensaba en otra cosa.

—Este hombre, camaradas, es un buen bolchevique —dijo por fin—. Es uno de los nuestros.

—Pero si habla como un noble —adujo, asombrado, el soldado que lo había descubierto—. Juro que era un oficial.

—¿Habéis oído hablar a Vladímir Ilich? —preguntó con una sonrisa Popov. El hecho de que Lenin pronunciara sus diatribas contra las clases capitalistas con el acento inconfundible de la clase media alta suscitaba no pocos comentarios jocosos—. Además, camarada, hay oficiales que sirvieron en el ejército imperial y que ahora son leales bolcheviques. —Era cierto que, incluso en el alto mando, había hombres que consideraban un deber patriótico obedecer sin rechistar las órdenes del nuevo Gobierno—. Si no lo son, los fusilamos y listos —concluyó, risueño, Popov.

—¿Estás seguro, camarada?

Los soldados no estaban del todo convencidos.

—Preguntádselo a él —dijo, encogiéndose de hombros, Popov.

Luego le sonrió a Alexánder.

Más adelante, Alexánder seguía sin saber cómo se las había ingeniado para superar airoso aquellos minutos. Probablemente, porque se estaba jugando la vida. No se había preparado y no tenía tiempo para pensar.

—Me llamo Alexánder Pávlovich Ivánov —comenzó a decir con lentitud.

No se extendió demasiado. Temía olvidarse de lo que les había contado si lo hacía. Les dijo que había sido herido en el frente, que a su regreso le había defraudado el antiguo régimen y que, inmediatamente después del golpe de octubre, había presentado sus servicios a los bolcheviques.

—No tengo dinero —explicó—, y por desgracia aún no me he recuperado del todo. —Luego se ofreció a enseñarles sus heridas.

—Viva la revolución —dijo Popov en voz baja.

—Viva la revolución —repitió Alexánder.

—Ya lo habéis oído —indicó Popov a los soldados—. Yo respondo por él.

—Está bien si eres uno de los nuestros… —dijo el primer soldado, dándole una palmada en la espalda a Alexánder—. Lástima que no tengas un pitillo —agregó, antes de marcharse con sus compañeros.

Alexánder permaneció inmóvil bajo la mirada de Popov, atenazado por una opresión física. No era solo por el golpe del rifle ni por el miedo: era la rotunda humillación de tener que jurar en aquellas patéticas circunstancias delante del hombre que más odiaba y despreciaba del mundo. Sin querer, su mirada se cruzó con la de Popov.

—¿Por qué? —preguntó.

Popov tardó un momento en responder. Parecía como si también él estuviera reflexionando.

—¿Recuerdas que una vez me llamaste mentiroso? —dijo—. Usaba un nombre falso. Eso te desagradó, ¿verdad? —Calló un instante, sin dejar de observar con frialdad a Alexánder—. Me acusaste de cobarde. ¿Y por qué acabas de mentir con tanta vehemencia tú, Alexánder Nicoláievich? Yo te lo diré. No lo has hecho por una causa, porque no tienes ninguna. Lo has hecho para salvar el pellejo.

Alexánder no pudo negarlo.

—Solo quería verlo —declaró Popov—. Ha sido algo interesante de presenciar. Mañana, o pasado, o el siguiente, te pillarán, y entonces yo no te salvaré. Tendrás que componértelas solo. Si me preguntan, les diré exactamente quién eres. —Hizo una pausa—. Pero, mientras tanto, sabrás que no eres mejor que yo —añadió, como si se estuviera refiriendo a toda una vida—. De hecho, eres peor. No eres nada. Adiós.

Acto seguido, se marchó.

Viéndolo alejarse, Alexánder Bobrov se preguntó si tendría razón.

Al día siguiente, los Bobrov partieron hacia Finlandia.

Julio de 1918

Durante los meses previos a junio de 1918, Vladímir Suvorin comenzó a experimentar una transformación bastante inesperada. Era difícil precisar si fue efecto de los acontecimientos que se habían producido a su alrededor, o si bien se trató de uno de esos cambios físicos que a veces trae de manera repentina la edad.

Los sucesos de aquella primavera habrían destrozado a un hombre menos bregado que él.

Una semana después de la partida de su esposa, la Checa lo interrogó a propósito de su paradero, a lo que él respondió sin rodeos que se había ido a Finlandia.

—Calculamos su fortuna en veinticinco millones de rublos —le dijo uno de los bolcheviques—. ¿Qué tiene que decir?

—No sabía que tuviera tanto —respondió en tono afable.

—No le va a durar mucho —le advirtieron.

En marzo le informaron de que la casa de estilo art nouveau pertenecía al Estado; dos días después, la gran mansión de los Suvorin se convirtió en un museo. En abril, le desposeyeron de las fábricas de Russka. A finales de mayo, después de solicitarle que pasara varios días explicando diversos aspectos de su funcionamiento, todas las factorías de Moscú corrieron igual suerte. Llegado el mes de junio, Vladímir había perdido el control de todo.

Era extraño. Nunca había prestado gran interés a lo que ocurría fuera de Rusia, con la excepción de lo relacionado con el mundo del arte. No había realizado inversiones en el extranjero. Las únicas cuentas bancarias que tenía, en Londres y en París, eran las que utilizaban él y su hijo para comprar obras de arte, que contenían lo justo para que la señora Suvorin viviera un tiempo. En junio, por lo tanto, Vladímir se hallaba en la pobreza.

Personalmente, aquello no lo agobiaba. Cuando convirtieron la casa en un museo, recibió la visita del ministro, Lunacharski, un hombre amable que, con su calva y sus lentes, parecía más un profesor que un revolucionario.

—Mi querido amigo, el museo necesita un conservador —le dijo sin andarse por las ramas—. ¿Quién más indicado que usted? Nadiezhda podría ser su ayudante.

De este modo, les permitieron vivir en un pequeño apartamento situado en la parte posterior de la casa, que antes ocupaba el ama de llaves.

Todos los días, Vladímir conducía con actitud solemne por las salas a los grupos de obreros que Lunacharski mandaba con fervor en camiones, mientras Nadiezhda intentaba explicar un Picasso a perplejas campesinas o barría discretamente el suelo.

La transformación física de Vladímir tuvo dos vertientes. Por una parte, adelgazó de tal forma que la ropa le colgaba. Por otra, ya fuera porque la pérdida de peso había acentuado los huesos de su cara, ya fuera por algún otro motivo añadido, comenzó a cambiarle la fisonomía. La barbilla se le veía más larga; los ojos, más hundidos; y la nariz, más prominente y tosca. A finales de junio, el parecido era asombroso: aunque no era tan alto, tenía exactamente el mismo aspecto que su abuelo, el viejo Savva Suvorin.

Y tal vez las penalidades le habían conferido asimismo algo del temperamento de Savva. Ahora, el hombre para quien no había nada imposible se había vuelto callado y cauto. Con todo, conservaba una determinación férrea.

Observaba con atención cuanto ocurría. Desde la primavera, habían tenido lugar dos hechos importantes. Primero, habían transferido la capital de Petrogrado a Moscú. Segundo, cumpliendo instrucciones directas de Lenin, se había firmado la paz con Alemania en Brest Litovsk. En ella se cedía a todas las exigencias de los alemanes. Finlandia, Polonia, Lituania, Estonia y Letonia adquirían categoría de estados independientes. Lo mismo ocurría con Ucrania, que se hallaba bajo control alemán. Aquello suponía una pérdida inmensa en lo que a la agricultura y los recursos minerales se refería. De todos modos, dado que Rusia no se encontraba en condiciones de luchar, quizás aquella renuncia fuera la salvación del régimen bolchevique. Puesto que Rusia ya no era su aliado activo, la paz hizo también que las potencias occidentales contemplaran con recelo al nuevo Gobierno socialista, cuyos líderes venían apadrinando desde hacía mucho la causa de la revolución mundial. En verano, una fuerza británica había establecido ya una cabeza de playa en el remoto norte, oficialmente para proteger el suministro de munición a los aliados; poco después, alentadas por Estados Unidos, en la costa del Pacífico, en la distante Vladivostok, desembarcaron tropas japonesas. Había otra oposición en ciernes. En el lejano sur, los cosacos del Don se preparaban para ofrecer resistencia a los bolcheviques, y también se tomaban disposiciones similares en el este, al otro lado del Volga. Lenin, visiblemente preocupado, se dedicaba con ahínco a reconstituir un nuevo Ejército Rojo, al mando del cual se hallaba Trotsky. En Moscú se ofrecían sueldos cada vez más elevados para conseguir reclutas. «Va a haber una guerra civil —le comentaba Vladímir a Nadiezhda—. Aunque solo Dios sabe quién la va a ganar.»

En silencio, con discreción, Vladímir observaba. Así transcurrió junio y comenzó julio. A finales de este mes, llegó la noticia que le hizo tomar una resolución.

Habían matado al zar.

Dimitri miró con aire pensativo a su tío Vladímir y después a su padre. Era la primera vez que percibía una tensión entre ellos. Más extraña le resultó aún la dureza casi cortante que empleó su padre, de pie en el comedor, para replicar a su tío:

—Me sorprende que se te ocurra siquiera pedirme que abandone mi país.

Llevaban media hora hablando y solo habían logrado llegar a un punto muerto. Vladímir había expuesto con paciencia sus argumentos. El creciente terror instituido por la Checa, el peligro proveniente del exterior.

—Cuando un régimen se encuentra en una posición como esta, solo hay dos posibilidades —había aducido—. O se desmorona, o se impone una tiranía. El fusilamiento del zar deja a las claras sus intenciones. Piensan resistir a toda costa. Y yo seré uno de los que saldrán destruidos.

—Al zar lo mató el soviet local de Siberia —objetó Pedro.

—No lo creo, y la historia me dará la razón.

Pero el profesor Pedro Suvorin no estaba muy interesado en el zar.

No cabía duda, pensó Vladímir mirando a su hermano, que este podía ser irritante. Se acordó, apenado, de Rosa, y después, con una triste sonrisa, de su abuelo. ¿En qué había convertido el pobre viejo a Pedro? En poca cosa, parecía. La mente despierta y abierta de Vladímir, acostumbrada tanto a ponderar causas e intenciones como a apreciar la belleza, veía superficial la inteligencia de su hermano, por más atinada que fuera a su modo. Se había tomado la molestia de interrogarlo por los distintos acontecimientos sucedidos en los meses recientes: la toma del poder por parte de los bolcheviques, el relegamiento de los socialistas moderados, como el mismo profesor. Pedro había reconocido que aquello le había provocado un gran desasosiego.

—Pero, Vladímir, ¿no ves que a la larga tiene que ser así? Lo que cuenta es la revolución.

A continuación había sonreído con una expresión dulce y cándida en los ojos.

—Puede que me equivoque —señaló, malhumorado, Vladímir—, pero creo que ves solo lo que quieres ver.

«Pero ¿por qué, después de la negativa de mi padre, sigue presionándolo tanto el tío Vladímir para que me vaya yo? La verdad es que no tengo el menor deseo de hacerlo», se preguntaba Dimitri.

Los meses anteriores habían sido muy emocionantes. En medio del fermento de la revolución, los artistas de vanguardia habían salido a la calle. Los carteles y las proclamas llevaban la firma de artistas como Mayakovski. «Todo artista es un revolucionario, y en cada revolucionario hay un artista», había afirmado un amigo suyo. En las paredes estaban apareciendo inmensos murales. Cerca de su piso, una enorme escultura hecha con vigas metálicas coronaba un edificio como si quisiera anunciar al Cielo el advenimiento de la nueva era científica. Del tejado de un teatro de la zona pendía una colosal pancarta de Tolkin que envolvía la mitad de su fachada. Él deambulaba todos los días por las calles, maravillado, en compañía de Karpenko. Este pintaba de un modo febril, y él, Dimitri, planeaba dejarlos atónitos a todos con su nueva sinfonía, un himno a la revolución. ¿Cómo iba a querer marcharse?

Solo cuando Pedro se ausentó de la habitación, Vladímir le confesó la razón de su insistencia.

—Debo rogarte que me acompañes, Dimitri, porque le prometí a tu madre que así lo haría. Eso fue lo último que me pidió.

—Pero ¿por qué? —preguntó Dimitri—. ¿Por qué tenía tanto empeño en que me fuera?

—La hacían sufrir los sueños.

—¿Y qué soñaba?

—Que te iba a ocurrir algo si te quedabas. —Abrió una breve pausa—. Los sueños se volvieron muy reales, terribles, hacia el final.

—¿Antes del accidente?

—Eso es —asintió con tristeza Vladímir.

—No podría dejar a mi padre… —adujo el muchacho—. Y, además, no quiero irme. Mi madre siempre me decía que estaría a salvo si me hacía músico —recordó con tristeza—. Y como puedes ver, lo soy.

Vladímir cedió con pesar. Solo uno de los ocupantes del piso del profesor aceptó marcharse. Se trataba de Karpenko.

—Iré con usted hasta Kiev —anunció tras escuchar la conversación—. Quiero volver a casa.

Al día siguiente, Dimitri le pidió un favor a su padre. La sinfonía dedicada a la revolución seguía un curso satisfactorio, pero en el movimiento lento quería incorporar parte del material que había escrito para toda la orquesta durante la temporada que pasó en el campo dos años atrás.

—Lo malo es —explicó— que debí de dejarlo en Russka, en la casa del tío Vladímir. Según tengo entendido, casi no la han tocado, de modo que aún seguirá allí, pero no tengo tiempo para hacer el viaje.

—Iré con gusto a buscarlo —prometió Pedro con una sonrisa.

Nadiezhda se había habituado bien a su nueva vida. Le agradaban los sencillos trabajadores a quienes acompañaba en el recorrido por la casa. Se había acostumbrado incluso a que la vieran barriendo el suelo. Por pura finalidad práctica, ahora solía vestirse como una simple campesina, con un pañuelo en la cabeza. Por encima de todo, le satisfacía saber que, en aquellas circunstancias de descalabro, se hallaba junto a su padre. «Yo, al menos —se decía con amargura pensando en su madre—, me quedo siempre a su lado.»

Había solo algo que, a veces, la enfurecía y la sumía en el silencio durante una hora o más: la presencia de Yevgueni Popov.

—¿Para qué viene aquí? —se lamentaba en voz alta—. ¿Es que quiere atormentarme? ¿Refocilarse?

Dos o tres veces por semana, Popov aparecía por allí, inspeccionaba con curiosidad la casa, acudía a su apartamento y, tras dedicarles una breve inclinación de cabeza, se iba.

—Me gustaría darle con la puerta en las narices —confesó en una ocasión con enojo a su padre.

—Nunca importunes a un hombre como ese —le advirtió con calma Vladímir—. En estos tiempos, es peligroso.

¿Sabría su padre lo de Popov y su madre? Siempre había supuesto que sí, pero nunca se lo había preguntado. ¿Cómo se atrevía ahora a presentarse de ese modo delante de su pobre padre?

Era comprensible, pues, que a medida que se acercaba el día de su partida, la regocijara la perspectiva de perder de vista a aquel intruso.

Vladímir había concebido un plan de huida muy simple.

Había reparado en que en la estación de ferrocarril Bemski reinaba, en ciertos momentos, un caos generalizado. De allí precisamente salían los trenes con destino a la frontera ucraniana. Todavía se conseguía documentación falsa con cierta facilidad. Lo principal, en su situación, era que no lo reconociera nadie. Los detalles era mejor mantenerlos en secreto. Ni siquiera Dimitri y Pedro supieron con antelación la fecha de su partida.

Todo presentaba, por lo tanto, un aspecto de normalidad la tarde anterior a aquella, cuando Popov acudió a la casa.

Después de efectuar su habitual ronda de inspección, fue al apartamento, donde encontró a Nadiezhda sola. Sin duda se habría ido sin más, de no ser por la reacción de la muchacha.

—¿Qué, ha venido a regodearse como de costumbre? —le espetó, mirándolo directamente a los ojos—. Nadie ha robado nada —señaló—, a no ser que usted se lleve algo, claro.

—Quizá deberías ser más educada con un comisario del pueblo —contestó, observándola con curiosidad—. Pero, claro, yo no te caigo bien.

Nadiezhda se encogió de hombros, consciente de que ya había hablado demasiado y de que sería una locura añadir nada más. Con todo, el hecho de saber que se iba la llevó a dar rienda suelta a su rabia.

—Estoy convencida de que es usted un ladrón. No me extrañaría que fuera un asesino. Intentó robarle a mi padre, que es un ángel, a su esposa. ¿Cómo podría inspirarme algo más que desprecio?

Popov permaneció callado por espacio casi de un minuto. ¿A qué se debía, se preguntó, que la burguesía viviera tan a menudo inmersa en una mentira? ¿Por qué tenía que seguir en la más completa ignorancia de la verdad aquella impertinente joven, que ya tenía edad suficiente para estar casada?

De modo que le dijo la verdad en lo tocante a Vladímir. Al fin y al cabo, no era tan importante. Después se fue.

Nadiezhda estuvo largo rato sin moverse. Permanecía sentada, boquiabierta por el estupor, muy pálida, como muerta.

No podía ser cierto. Había oído hablar de aquellas cosas, desde luego. Corría un rumor sobre Chaikovski que le habían transmitido entre cuchicheos el año anterior. ¡Pero su padre…, el ángel al que venía adorando como a un ser superior durante toda su vida! Estaba demasiado conmocionada para llorar.

Todavía seguía repitiéndose que no era cierto hasta que, al caer la tarde, llegó Dimitri.

—Oye, Dimitri —dijo con calculada desenvoltura—, ¿tú sabías lo de mi padre y Karpenko?

El pobre Dimitri, pillado por sorpresa, se puso rojo como la grana y solo acertó a preguntar con voz ronca:

—¿Cómo demonios te has enterado?

Se había hecho de noche. Para reducir el riesgo de levantar sospechas, entraron por separado en el ornamentado recinto de la estación Bemski.

Caminando a largas zancadas por el andén, vestido con camisa y cinturón de campesino, y asiendo con sus grandes manos el saco que cargaba a hombros, Vladímir presentaba exactamente la misma apariencia de mujik que antaño tuvo su abuelo Savva. Al cabo de unos minutos, una joven pareja de tímidos campesinos subía a otra parte del tren. El chico era moreno y guapo, pero nadie se fijó en particular en ellos.

Karpenko estaba entusiasmado. En primer lugar, la huida constituía en sí misma una aventura; en segundo lugar, iba a ver a su familia por primera vez desde hacía un año; y, además, regresaba a su amada Ucrania.

Era hora de volver a casa. La revolución estaba muy bien, desde luego. Él la había apoyado como el que más. «Y ¿quién sabe? —le había comentado aquella primavera a Dimitri—, si fuera ruso, quizá me haría bolchevique y todo.» ¿Cómo podía tolerar, no obstante, el trato que estaban dando a su tierra natal? Los bolcheviques no sentían el más mínimo afecto por la nación ucraniana ni por su lengua. A comienzos de año, el responsable de la Checa en Kiev disparaba por la calle a los transeúntes a los que oía hablar en ucraniano. ¿Cómo podía aceptar tal cosa un Karpenko? Desde la llegada de los alemanes, a los ucranianos se les había permitido elegir un atamán cosaco, como en los viejos tiempos. Además, según le habían dicho, en las escuelas volvían a utilizarse textos ucranianos, y el poeta Karpenko ocupaba de nuevo un puesto de honor. Sí, aquella revolución rusa había sido emocionante, en efecto, pero era hora de volver a casa.

Advirtió que Nadiezhda parecía tensa y preocupada, pero no le dio mayor importancia. Tampoco le molestó que, cuando fue al otro vagón para informar a Vladímir de que habían subido sin percance, ella le pidiera que se quedase con su padre, alegando que prefería pasar la noche sola. «Como quiera», pensó.

Por eso no se dio cuenta de que, unos minutos antes de la hora prevista de salida, Nadiezhda se bajó del tren.

Popov tenía prisa. Había requisado un coche para trasladarse a la casa de los Suvorin y ahora realizaba el trayecto de regreso a toda velocidad.

¿Cómo había sido tan estúpido?, se maldecía, apretando las mandíbulas. Debió de haberlo adivinado. ¿Por qué iba a correr Nadiezhda el riesgo de insultarlo, de no ser porque preveía no volver a verlo más? Había solo dos lugares a través de los cuales los Suvorin podían intentar abandonar la ciudad. Lanzó una moneda al aire y a continuación se dirigió a uno de ellos.

En el andén, Nadiezhda no veía nada a causa de las lágrimas.

Desde la tarde anterior, había mantenido un rígido control sobre sí misma. Le había dado un beso a su padre cuando regresó, como siempre. Le había preparado la cena. A la mañana siguiente, había guiado por el museo a los obreros de una fábrica; luego, por la tarde, tal como habían acordado, había cerrado con llave la mansión y, vestida de campesina, se había escabullido para reunirse con Karpenko.

Pero no pensaba irse con ellos, con su padre y su amante. No iba a compartir aquel sentimiento secreto de vergüenza y traición, que se abría como un hondo, oscuro y horripilante abismo ante ella.

Era horroroso, mucho más que la ruina económica que se había abatido sobre ellos. Todo en lo que creía se había hecho añicos.

Si Karpenko se quedaba en el vagón de Vladímir, no se darían cuenta de que se había ido hasta que llegaran a la frontera de Ucrania, a la mañana siguiente. Entonces sería demasiado tarde.

¿Qué iba a ser de ella? Quizá la mantendrían en el museo. O tal vez el tío Pedro y Dimitri la ayudaran. O hasta cabía la posibilidad de que Popov la mandara fusilar. Le tenía sin cuidado.

Había llegado al extremo del andén. Oyó vagamente unos pitidos y entonces alguien se precipitó sobre ella y la abrazó.

Era Popov.

Nunca, en los años que siguieron, acabó de comprender del todo lo que había sucedido a continuación. Popov, el odioso Popov, la rodeaba con sus brazos. Popov, con sorprendente ternura y firmeza a la vez, le hizo dar media vuelta y la obligó a caminar en medio de su aturdimiento hacia el andén, al tiempo que le susurraba al oído.

—Huías de ellos, ¿eh, bonita? Es por lo que te dije, ¿no? ¿Es por eso? Seguro que sí. No digas una palabra. ¿Qué otra cosa ibas a hacer, si no?

La joven notó una suave presión en el brazo.

—Debes creerme, créeme, por favor, hay muchas cosas peores que esa. Tu padre no es mala persona, ni mucho menos. Ya hemos llegado.

Popov la hizo subir al tren. Se encaminó a la parte delantera, mirando por las ventanillas. Iba a descubrirlos. ¡Dios santo! ¿Qué había hecho?, se preguntó, forcejeando para soltarse. Popov la retuvo sin problema.

—No te escapes, pajarillo. No te escapes. Ah, ahí están.

Abrió la puerta del vagón. Nadiezhda vio, como a través de una neblina, a su padre y a Karpenko. Popov murmuraba algo. ¿Qué decía? Le había susurrado algo sobre su madre. Dile… ¿dile qué? ¿Que la quería?

Luego se vio propulsada de improviso al interior del vagón. Cayó en brazos de su padre y la puerta se cerró de golpe. Por espacio de un segundo todo mantuvo el mismo halo de rareza. Luego notó una sacudida mientras el tren se ponía en marcha.

Popov lo miró alejarse con una sonrisa agridulce.

Llevaba meses visitando la casa para cerciorarse de que la chica estaba bien. Fue una tontería por su parte enfadarse con ella. Cuando se dio cuenta de que los Suvorin intentaban huir, su primera intención fue detenerlos. Al entrar en la estación Bemski, estaba decidido a arrestar a Vladímir.

Sin embargo, después había cambiado de parecer. ¿Por qué no admitirlo? Lo había ablandado la visión de aquella imprudente muchacha llorando. Moscú no era un lugar idóneo para ella. Que se fuera. Que su padre se la llevara al sitio que le correspondía. Junto a la señora Suvorin.

La señora Suvorin…, la solitaria isla de amor, la única que había encontrado en los muchos años de bregar en la caudalosa corriente que ahora lo transportaba de manera inexorable en lo alto de su oleaje.

Popov raras veces se permitía un momento de debilidad. Quizá nunca volvería a salir, pensó, del duro envoltorio protector que crecía, como un caparazón, a su alrededor. Se volvió. La señora Suvorin y su última conexión con ella habían desaparecido. Ahora tan solo quedaba la revolución. Después de todo, esta había sido, durante mucho tiempo, la única razón de su existencia.

Aquel era un misterio que nadie alcanzaba a explicarse.

Un día de finales de julio, Pedro Suvorin fue visto en la localidad de Russka. De allí había ido a Bobrovo, donde le había pedido al anciano del pueblo que le dejara entrar en la casa solariega.

Algunos lugareños que se encontraban cerca advirtieron que, cuando le dijo su nombre a Borís Románov, este se quedó mirándolo con absoluta estupefacción. De todos modos, seguramente se extrañó tanto porque parecía un poco raro que aquel delgado profesor fuera el hermano del corpulento Vladímir.

El anciano no pudo ser más servicial. Llevó a Pedro a la casa y localizó lo que buscaba, unas piezas de música, por lo visto, que estaban guardadas bajo llave en un armario. Después lo acompañó personalmente al camino de Russka que discurría por el bosque.

Nadie supo nunca qué fue de él. Jamás se encontró el menor rastro.

El joven Dimitri Suvorin tuvo que terminar de memoria el espléndido movimiento lento de su Sinfonía a la Revolución, que dedicó, naturalmente, a su padre.

Agosto de 1918

El joven Iván observaba con nerviosismo las tropas que se aproximaban. Eran del Ejército Rojo. Aquella mañana habían estado en Russka. Con ellas iba un comisario, un hombre bastante importante que, según acababan de informarle, iba a desplazarse al pueblo en persona.

Estaba por ver quién ganaría la pugna: el comisario o su tío Borís.

El pueblo se había preparado a conciencia. Una semana antes, en una noche sin luna, todos los habitantes habían salido de sus casas para trasladar el grano a nuevos escondrijos. Como él y su madre vivían arriba, en la casa solariega, y como además su tío odiaba a Arina, no les habían pedido que participaran. Iván, de todos modos, había bajado a espiarlos. Una parte de las reservas las habían enterrado en el linde del bosque. Más ingenio habían demostrado aún sumergiendo otras en recipientes herméticos en el río, no lejos del pueblo. Una parte de la cosecha de cereales la habían dejado, con todo, a la vista, en el amplio almacén de que disponían.

«Que los ladrones se lleven eso —había dicho el tío Borís, antes de comentar con disgusto—: Ni cuando mi padre era un siervo, vinieron nunca a llevarse el grano.»

En toda Rusia, el campo se hallaba en un estado de revuelta. En el sur, una semana antes, la gente de una aldea había echado a dos funcionarios bolcheviques persiguiéndolos con horcas y había dado muerte a uno de ellos.

El problema había comenzado el año anterior, a raíz de que el Gobierno provisional dispusiera que todo el grano sobrante debía vendérsele al Estado a un precio fijo. Lógicamente, dado que los precios eran bajos, la mayoría de los campesinos habían hecho caso omiso de la medida. Además, estaban acostumbrados a vender sus productos en el mercado desde tiempos inmemoriales. Ahora, sin embargo, los bolcheviques —o los comunistas, como se hacían llamar últimamente— decían que aquello era especulación y los funcionarios de la Checa fusilaban a los infractores. «Pero ¿habéis visto lo que pretenden pagar esos necios? —se había indignado Borís—. ¡Quieren comprar a dieciséis rublos lo que en Moscú se vende a trescientos! Que vengan y veremos lo que encuentran», remató con expresión feroz.

Ya llegaban. Eran treinta hombres armados, vestidos con unos uniformes bastante sucios. Delante iban dos individuos con abrigo de cuero. Uno era joven; el otro, de unos sesenta años, tenía el cabello gris con algunos mechones de un color entre rojo y pajizo.

—Por todos los demonios —oyó murmurar Iván a su tío, cuando se hallaron más cerca—. Si es ese maldito pelirrojo.

Popov no experimentó ninguna emoción especial por regresar a ese pueblo. De hecho, si había ido a aquella región se debía solo a que Lenin se lo había pedido personalmente.

Nunca había visto tan furioso a Vladímir Ilich. Ambos sabían, por supuesto, que el hecho de que los antiguos funcionarios del Ministerio de Agricultura ya no ocuparan sus puestos había tenido consecuencias más bien nefastas. Alguien del Comité Central había llegado incluso a proponer que se autorizara la libre venta del grano durante un tiempo. «Pero, si vamos a permitir el libre mercado, ¿qué pintamos aquí los comunistas?», había replicado Lenin. Mientras tanto, las ciudades se vaciaban debido a la escasez de alimentos. Era absurdo.

La actuación de ese día tenía un doble objetivo. El primero era obtener grano; el segundo, dar un escarmiento a los lugareños. Lenin había sido muy explícito al respecto.

«El problema, Yevgueni Pávlovich, es la clase capitalista existente entre el campesinado, los kulaks. ¡Son unos aprovechados, unas sanguijuelas! Todos ellos deben ser liquidados si es necesario. Debemos implantar la revolución en el campo —declaró con fiereza—. Debemos localizar al proletariado rural.»

Popov esbozó una tenue sonrisa evocando las experiencias que había vivido allí en el pasado. ¿Qué era un kulak? ¿Un campesino egoísta? ¿Uno al que le habían ido bien las cosas? Desde su punto de vista, todos los campesinos eran pequeños burgueses, aunque había que tener en cuenta que a él nunca le habían inspirado mucha simpatía los labriegos. Era hora de separar el grano de la paja.

—Si al menos fuera tan fácil organizar a estos condenados pueblerinos como distribuir el trabajo de una fábrica… —le comentó al joven comisario que lo acompañaba.

La mañana en la fábrica había discurrido sin tropiezos. Había un soviet, liderado por un joven bolchevique de su confianza. Durante los meses anteriores habían mantenido a uno de los capataces de la fábrica para asegurarse de su buen funcionamiento. Aquella mañana, no obstante, el comité le había dado garantías de que podían operar sin él.

—De modo que lo van a llevar a un campo de concentración —le había comunicado al estupefacto capataz a mediodía. Lenin y Trotsky tenían un especial interés en que se utilizaran más aquellos campos—. Justo ahora están poniendo en marcha uno en Múrom. Espero que le guste.

—Pero ¿por qué delito me mandan allí? —había preguntado el hombre.

—Eso se decidirá a su debido tiempo —le había espetado el joven comisario que permanecía al lado de Popov.

Divertido por la ironía de la situación, Popov dio por concluido el asunto.

El comisario y el anciano del pueblo se hallaban frente a frente. Si alguno había reconocido al otro, no lo manifestó.

—¿Dónde está el grano? —preguntó con aplomo Popov.

—¿El grano? Por allí, camarada comisario —respondió Borís, apuntando en dirección al almacén.

Popov no se tomó siquiera la molestia de mirar hacia allá.

—Registrad el pueblo —ordenó en tono perentorio a la tropa.

Qué curiosa farsa estaban representando, pensó Iván mientras los miraba. Los dos comisarios se pasearon por el pueblo, inspeccionando las cabañas acompañados de Borís, que se mostraba ansioso por enseñárselo todo. De hecho, Iván nunca había visto a su fornido y autoritario tío actuar con tanto refinamiento. Se comportaba con el servilismo rastrero de los posaderos de antaño, llamando a Popov «camarada comisario» y «señor», y en una ocasión, como si fuera producto de un momento de distracción, incluso le había dado el tratamiento propio de los funcionarios zaristas: «Muy noble señor».

Popov mantenía, con todo, el semblante impasible como una máscara.

—Nada, comisario —informó el sargento.

—No, no pensaba que lo hubiera —contestó Popov.

—¿Qué hay arriba, en la casa solariega? —preguntó de improviso a Borís.

—Poca cosa, estimado camarada comisario. Solo la madre del chico. —Borís señaló a Iván.

—Bien. Iremos a verlo.

—¿Cree que tienen grano? —preguntó en voz baja el joven comisario a Popov mientras subían la cuesta, a lo que este asintió—. ¿Qué va a hacer?

—Localizarlo y llevárnoslo todo.

—¿Todo? ¿No pasarán hambre entonces en el pueblo?

—Sí —concedió Popov—. Pero debe saber, camarada, que, a veces, el hambre es útil. Hace que la gente se agreda entre sí al principio, de modo que atacarán a los kulaks que tienen comida. Entonces se volverán sumisos. Estas cosas están bien estudiadas y hay que aprovecharlas.

Una vez en la casa, Popov realizó un breve recorrido de inspección e insistió en ver el desván, así como las dependencias y los talleres anexos. Convencido ya de que allí no había cereal alguno, salió y congregó delante del porche a la gente que se encontraba por allí.

Había unos diez o doce aldeanos, que los habían seguido movidos por la curiosidad, aparte de Borís, Iván, Arina y tres soldados rojos. Popov les dedicó a todos una tenue sonrisa antes de volverse hacia Borís.

—Usted es el anciano. ¿Jura que no tienen grano?

—Lo juro, camarada comisario —aseguró con ardor Borís.

—Muy bien. Apúntala —ordenó a uno de los soldados, señalando a Arina—. Y ahora, dime dónde está escondido —le pidió con voz amable a Iván.

El soldado rojo disparó contra Borís junto al río, no bien hubieron sacado a la luz todo el grano.

—Y ahora —anunció Popov—, ha llegado el momento de establecer un comité adecuado en el pueblo.

No era fácil trasladar la revolución al campo. El plan diseñado por la cúpula tenía, con todo, cierta lógica descarnada. Había que desatar la caza de los kulaks, los estafadores, los campesinos ricos, ¿y quién mejor para hacerlo que los campesinos pobres, es decir, la mayoría? Por tanto, había que establecer sin tardanza comités de pobres que se hicieran con el control de los pueblos.

Aquella era una de las pocas ideas de Lenin con las que Popov estaba íntimamente en desacuerdo. «El caso es —aducía— que la mayoría de los campesinos no son pobres, sino que están en la franja media. Aunque, por lo general, no pueden emplear mano de obra, cuentan con unos modestos excedentes. El campesino pobre es la mitad de las veces un campesino como cualquier otro que se ha convertido en un borracho.»

De todas formas, si Vladímir Ilich quería que hubiera comités de pobres, los tendría. Popov miró en torno a sí.

—Tú —dijo de repente, apuntando al joven Iván—, tu madre es viuda. ¿De qué tierra dispones en el pueblo?

Era cierto que, por su condición de huérfano y porque su tío no lo ayudaba, de todos los varones que entonces había en el pueblo Iván era el que tenía la parcela más pequeña.

—Te pongo a ti como responsable del comité —declaró con una sonrisa Popov—. ¿Qué te parece?

Al menos sobre el papel, habría un comité, aunque estaba por ver cuánto tiempo duraría el muchacho.

Estaba ya mediada la tarde cuando, satisfecho de su día de trabajo, Popov regresó a Russka. De camino pasó por el monasterio. Ahora estaba vacío, pues los monjes se habían visto obligados a abandonarlo tras las expropiaciones de enero. Lo extraño era que, confiando en que el Gobierno se ablandara o fuera derrocado, lo habían dejado todo en su lugar. Un viejo sacerdote que todavía residía en la localidad se ocupaba del mantenimiento.

Puesto que estaba allí, a Popov se le ocurrió que también podía inspeccionar el monasterio.

—Entremos —dijo.

El edificio estaba silencioso y solitario. La cocina y el almacén habían sido saqueados en algún momento, y había unos cuantos cristales rotos en las ventanas, pero, por lo demás, el monasterio seguía intacto. Popov lo examinó en toda su extensión, a solas; cuando hubo concluido, se congratuló por haberse tomado la molestia de hacerlo. En un cuaderno realizó una breve anotación: «El monasterio de Russka es un sitio excelente para una cárcel reducida o una casa de detención. Informar a la Checa».

El día había sido sin duda provechoso.

Al volver a la entrada, vio que los soldados habían encendido una pequeña hoguera. El joven comisario se afanaba sacando objetos de la iglesia para quemarlos. Popov lo miró con cierto asombro al advertir que lo que llevaba eran iconos.

—No sabía que fueras tan antirreligioso —señaló.

—Ah, sí. ¿Acaso no lo somos todos?

—Supongo —concedió Popov con un encogimiento de hombros.

Entonces reparó en el icono que el joven se disponía a arrojar al fuego. Le resultaba vagamente familiar.

—Creo que ese es muy bueno —apuntó.

—No existen los iconos buenos —replicó el otro.

—Puede.

Observó cómo comenzaba a arder el pequeño cuadro, admirando la gracia de la pintura.

De este modo desapareció el más preciado donativo que habían realizado los Bobrov al centro religioso: el icono del gran Rublev.

Mientras la noche de verano sustituía al día, mucho después de que se hubiera apagado la hoguera del monasterio, de los bosques de debajo del pueblo salió una persona. Arina esperaba en la orilla con una barca.

Iván había permanecido oculto desde que se fueron los soldados. Después de lo sucedido aquella tarde, no tenía alternativa. ¿Le perdonarían los hijos de Borís Románov haber precipitado la muerte de su padre? ¿Olvidarían los del pueblo que había dicho dónde tenían el grano? En cuanto al cargo que el bolchevique le había adjudicado en ese comité…, aquello podía representar por sí solo su sentencia de muerte.

—Si me quedo hasta mañana, seré hombre muerto —le había dicho a su madre, y ella había asentido.

Ahora lo ayudó a subir a la barca.

—¿Hacia dónde vas a ir? —le preguntó.

—Al sur. No me atrevo a pasar por el pueblo. Bajaré por el Oká y luego continuaré hasta Múrom, supongo.

—¿Y qué harás?

—No lo sé. A lo mejor me enrolo en el ejército. —Sonrió pese a la gravedad del momento—. ¡Parece el sitio más seguro hoy en día!

—Toma este dinero. —Arina le dio un beso—. Eres el único hijo que tengo. Si mueres, quiero saberlo. Si no, pensaré que estás vivo.

—Viviré.

De nuevo se abrazaron.

La luna, en cuarto creciente, había asomado por el sur. Alejándose de la orilla, comenzó a remar despacio por el plateado río en dirección a ella.

Octubre de 1920

Estaba refrescando, pero ya casi habían concluido su labor: una simple operación de limpieza. El camión y la pieza de artillería que tenían ante sí habían quedado reducidos a poco más que un montón de metal chamuscado. Encima yacían una docena de cadáveres y un hombre que se mantenía, al parecer, con vida. Un oficial.

Iván avanzó con cautela. A su alrededor, la estepa del sur de Rusia se extendía sin obstáculo hasta el horizonte.

La guerra prácticamente había acabado. Los blancos y sus aliados extranjeros habían estado a punto de hacerse con la victoria en un par de ocasiones. Durante un breve espacio de tiempo, pareció que la misma Petrogrado iba a caer. Denikin, Wrangel y otros habían combatido bien, pero les había faltado la coordinación de los rojos y tal vez su determinación. El último frente blanco retrocedía y los aliados capitalistas —Gran Bretaña, Estados Unidos, Japón e Italia— habían renunciado de forma unánime.

Y ahí tenía a un oficial cosaco todavía con vida. Era guapo, sí, señor, pero estaba condenado sin remisión.

Karpenko vio acercarse a Iván. Era una lástima morir. Dos años antes no habría imaginado ni por asomo que lucharía de ese modo, pero, para su sorpresa, la guerra le había deparado una especie de satisfacción. El dolor en el estómago le quemaba igual que el fuego.

Le pareció advertir un vago aire familiar en el joven rojo, pero aquello importaba bien poco.

—Valdrá más, camarada, que me liberes de este padecimiento —dijo con presencia de ánimo.

Iván así lo hizo, con el mayor tacto posible. Según resultó después, aquel fue el último disparo que tuvo que efectuar.

La revolución se había declarado victoriosa.