—¿Por qué no nos cuenta cosas de los cosacos? —sugirió.
Karpenko se ruborizó de satisfacción. Comprendía muy bien lo que quería y le alegraba poderle ser útil a Olga y a Serguéi, las dos personas a quienes quería, de modo que accedió de inmediato.
Estaba muy orgulloso de su ascendencia cosaca. Enseguida todos quedaron prendados del relato que hizo de los viejos tiempos, cuando los cosacos cabalgaban desenfrenadamente por la estepa y, desde el campamento de Zaporozhie, dirigían incursiones surcando el caudaloso Dniéper. Tatiana escuchaba maravillada; Ilia dejó a un lado el libro que estaba leyendo; Pinegin asentía y, de vez en cuando, murmuraba con aprobación: «Ah, sí. Así es». Ni siquiera Alexéi se dio cuenta de cuándo Serguéi había acercado más la silla para oír mejor.
Qué mundo más alegre y apasionante abría ante ellos el cosaco… ¡Qué arrojadas hazañas, qué compañerismo sin tacha, qué libertad sin traba!
Olga se felicitó por haber tenido aquella idea. No veía ningún peligro en que el joven se dejara llevar un poco por la exaltación. Sus relatos tenían, además, otra vertiente: rezumaban una belleza opresiva, un aire de nostalgia y de melancolía que se podía percibir en su tono, como sucede siempre que se habla de un mundo que ha entrado en su ocaso.
—La antigua siech de los zaporogos ya no existe —dijo en un momento dado—. Catalina la Grande la destruyó. —Luego, con un deje de tristeza, observó—: Ahora no se distingue a los cosacos de los demás rusos.
A Olga le parecía comprensible aquel asomo de añoranza por el pasado. Pese al prestigio de los disciplinados regimientos zaristas de los cosacos de entonces, su posición no tenía nada que ver con la libertad de la que habían gozado en épocas anteriores.
—Jesús —exclamó Ilia, a quien había cautivado en especial la narración de Karpenko—, narra tan bien los acontecimientos que, si le interesa el campo de la literatura, debería ponerlos por escrito. ¿Se lo ha planteado alguna vez?
Entonces comenzaron las complicaciones, pues tras admitir, ruborizado, que ese era su propósito, Karpenko agregó una curiosa e imprevista afirmación:
—De hecho —confesó—, lo que quiero es escribirlo en ucraniano. Los relatos suenan mejor en la lengua de la región.
La observación, aunque sorprendente, no tenía nada de provocativa.
—¿Ucraniano? —inquirió Ilia—. ¿Está seguro?
Olga también se quedó desconcertada, ya que, pese a su proximidad con el ruso estándar, el dialecto ucraniano carecía de expresión literaria, exceptuando algunos poemas cómicos. Al propio Serguéi, siempre dispuesto a apoyar a su amigo, no se le ocurrió nada que decir en favor de aquella extravagante idea.
Entonces Alexéi se decidió a hablar.
Aun cuando resultaba evidente que había disfrutado de la narración del cosaco, Olga había advertido que su semblante se tornaba cada vez más pensativo. No le había concedido mayor importancia, pese a que en las ocasiones en que el ucraniano había aludido a Rusia, su hermano mayor había fruncido el entrecejo.
—Discúlpeme —dijo en tono firme—, pero Ucrania forma parte de Rusia y, por lo tanto, debe escribir en ruso. Además, solo los campesinos hablan ucraniano.
Se produjo un momento de silencio, durante el cual Olga observó con ansiedad a Karpenko. Luego Serguéi tomó la palabra:
—Qué ofensivo.
Olga se puso a temblar, temiendo que aquello fuera el desencadenante de la pelea.
El cosaco, con solo ver su cara, se hizo cargo de la situación.
—Es verdad que el ucraniano es un dialecto campesino —se apresuró a corroborar—, pero por eso mismo me gustaría utilizarlo para escribir sobre la vida del pueblo.
Si creyó, no obstante, que así había salvado la situación, se precipitaba.
—Será un gran acierto —apoyó Serguéi—. Al fin y al cabo, nuestra literatura rusa existe solo desde hace una generación. ¿Por qué no iban a sentar los ucranianos las bases de la suya? ¿O acaso sería otro beneficio del Gobierno del zar el que su literatura se viera sofocada antes de nacer por un ruso iletrado?
Olga contuvo el aliento al oír aquel insulto gratuito. Alexéi palideció, pero se esforzó en no darse por aludido.
—¿Provoca rechazo en el pueblo de Ucrania —preguntó, sin embargo, a Karpenko— el Gobierno del zar?
El cosaco esbozó una afable sonrisa. Podría haber contestado que los campesinos ucranianos no sentían un especial aprecio por Rusia; podría haber señalado que, a raíz del programa de rusificación, las ciudades estaban perdiendo las libertades de que disfrutaban antes. Podría incluso haber mencionado que su propia familia recordaba con amargura que Pedro el Grande mandó encadenado a uno de sus antepasados, un orgulloso terrateniente cosaco, a su capital del norte, y que nunca volvieron a saber nada de él. Aun así, Karpenko optó por responder con tacto.
—Cuando se produjo la invasión napoleónica —le recordó con calma a Alexéi—, no hubo tropas más leales al zar que los cosacos. Y en el lado oriental del Dniéper, de donde soy yo, los propietarios de tierras valoran la protección de Rusia desde los tiempos de Bogdán. En el lado occidental, en cambio, donde es más acusada la influencia polaca, se acepta al Gobierno ruso aunque no sea muy popular.
Era una exposición veraz y equilibrada, que no daba pie a una réplica por parte de Alexéi, de modo que este guardó silencio.
En ese momento, con objeto de desviar la conversación hacia un tema menos espinoso y sin pensarlo demasiado, el joven Karpenko continuó hablando.
—¿Sabían —señaló— que a unos quince kilómetros de donde vivimos nosotros hay un pueblo donde mi familia tuvo en otros tiempos una granja? Ahora le han puesto otro nombre, pero en la época de Pedro el Grande se llamaba Russka.
Aquello sirvió, tal como esperaba, de distracción, pues nadie estaba al corriente.
—Muchos nombres de lugares del norte provienen del sur —observó Ilia—. Los Bobrov eran originarios de una población cercana a Kiev, de modo que el pueblo del que habláis pudo haber sido nuestro. Al menos, tenemos eso en común, amigo mío —añadió con una sonrisa.
Ambos ignoraban que un antepasado del cosaco había huido de la propiedad de los Bobrov del norte y había descubierto aquella Russka en el sur.
—¿Qué clase de lugar debe de ser ahora? —se preguntó Olga.
Entonces Karpenko cometió un grave error.
—En este momento, es una colonia militar —reconoció, incómodo.
Se dio cuenta enseguida de que había sido una metedura de pata. Alexéi se puso tieso como una vara y Serguéi esbozó una mueca. Luego Alexéi sonrió, viendo que se le presentaba la oportunidad de ponerlos a todos en su sitio.
—Una colonia militar —repitió con ademán triunfal—. Eso sí que es una espléndida mejora.
Involuntariamente, el cosaco se crispó. No pudo evitarlo, pues, de todos los cambios propiciados por el gobierno del zar, el más detestado era el de las colonias militares. Había veinte, de grandes dimensiones, capaces de albergar y mantener a todo un regimiento. Como no se le ocurría nada que decir en favor de aquellos terribles lugares, Karpenko se mordió el labio y calló.
Serguéi, que se contenía desde hacía rato, no tenía en cambio las inhibiciones de su amigo.
—Si Alexéi pudiera —declaró en voz baja—, convertiría toda Rusia en una única colonia militar. Como Iván el Terrible y su opríchnina, ¿eh, Alexéi?
—Valdría más que los jóvenes hablasen de los asuntos de los que entienden —replicó Alexéi en tono seco y con el semblante pétreo—, como la manera de componer versos, por ejemplo —remató con aspereza.
Después desplazó su silla para situarse de espaldas a Serguéi y, buscando a alguien de confianza, dirigió sus siguientes palabras a Pinegin.
—Si todo el imperio estuviera gobernado como una colonia militar, las cosas funcionarían con mucha más eficacia.
Pinegin asintió en silencio.
Era el momento de poner fin a la discusión, inmediatamente. Olga miró, indecisa, a unos y a otros, y al final detuvo la mirada en su madre.
—Bueno —dijo con placidez esta, haciendo ademán de levantarse—, ha sido una conversación muy agradable…
Antes de que terminara la frase, la voz de Serguéi sonó como un restallido:
—No estarás sugiriendo, Alexéi, que los militares son eficientes.
¿Por qué demonios no podía mantener la boca callada? Olga vio que a Alexéi le temblaba un músculo de la mejilla. Pero no se volvió. Hizo como si no hubiera oído la pregunta indirecta de Serguéi. Olga se dispuso a levantarse.
—Te he preguntado —repitió Serguéi con un aplomo que indicaba que ya estaba enfadado— si crees que los militares son eficientes.
Por el silencio que siguió a su interpelación, se habría podido deducir que Alexéi no lo había oído. Pero entonces se volvió hacia Pinegin y le dijo en un tono frío:
—Me parece, amigo mío, que he oído ladrar a un perro.
Serguéi se puso rojo como la grana. Entonces Olga supo que no había nada que hacer. Serguéi estalló.
—¿Sabes cómo les enseñan a disparar una descarga cerrada a nuestros desdichados soldados? —preguntó a voz en grito—. Yo te lo diré. Todos a la vez, en perfecta sincronía. Solo hay una pega, y es que no los entrenan para que apunten hacia algo. Lo he visto con mis propios ojos. A nadie le importa adónde disparen, con tal de que lo hagan juntos. ¡Las posibilidades de que los rusos le den al enemigo en una descarga cerrada son prácticamente nulas! Pero esa —remató con desdén— es la eficiencia militar que tanto aprecia mi hermano.
A Alexéi se le había acabado la paciencia. Parecía que estaba a punto de volverse para contraatacar cuando Pinegin intervino. Olga nunca lo había visto así. Estaba sereno, pero tenía los ojos encendidos y en su voz se adivinaba una especie de amenaza.
—¿Está insultando al Ejército ruso?
—Oh, es mucho más que eso —replicó Serguéi—. Estoy criticando al Imperio ruso en pleno, que piensa que imponiendo el orden en el espíritu humano ha conseguido algo, por más absurdo o cruel que sea ese orden. Critico al zar y a ese sabueso de Benkendorf con sus estúpidos gendarmes y su censura. A mí me merecen desprecio sus colonias militares, donde tratan de convertir a los niños en máquinas, y la institución de la servidumbre, que hace de un hombre la simple propiedad de otro. Y sí, estoy insultando al Ejército, que está dirigido por los mismos incompetentes que se hallan al frente de este vasto mar de imbecilidad y corrupción al que llaman Gobierno ruso.
»¿Sabrías decirme, mi muy eficiente hermano —prosiguió, volviéndose hacia Alexéi—, cuántas balas por año se proporciona a los soldados rusos para prácticas de tiro? ¿Cuántas, eh? —En vista de que Alexéi estaba demasiado furioso para hablar, continuó—. Yo te lo diré. Tres balas al año, tres. Así se entrenan nuestros hombres antes de partir a luchar contra los turcos. —Soltó una salvaje carcajada—. ¡Sin duda debe de ser la organización militar lo que con tanta eficiencia aplicas para llevar a la ruina la propiedad, ahora que ya no están los Suvorin para apuntalarla!
Olga profirió una exclamación ahogada. Parecía que Alexéi iba a abalanzarse contra Serguéi. Le dirigió a Pinegin una mirada desesperada, suplicante.
Y el soldado de blanco uniforme esbozó una sonrisa.
—Vaya, Bobrov —observó con una breve carcajada—, si mi hermano me hubiera dicho eso a mí en nuestro regimiento, creo que habría hecho prácticas de tiro con su cabeza. Pero no le haremos caso. Vámonos a jugar a las cartas. —Y sin dar tiempo a reaccionar a Alexéi, se lo llevó de allí.
«Gracias a Dios —pensó Olga—, gracias a Dios que Pinegin está aquí.»
A la mañana siguiente, Alexéi anunció que tenía que ir a Vladímir a ver al gobernador y que confiaba en estar de regreso al cabo de una semana.
Le pidió a Pinegin que vigilara a su hermano.
A mediodía, Alexéi ya se había marchado. Llevaba consigo una carta que había escrito la noche anterior y que iba dirigida al conde Benkendorf.
¿Quería todavía a Serguéi? Le tenía cariño, desde luego, pero no estaba segura de que se pudiera querer a un hombre tan egocéntrico. La discusión con Alexéi había sido tan innecesaria como imperdonables habían sido sus insultos. A la mañana siguiente, cuando Serguéi se llevó a Misha a pescar, se volvió de espaldas para no hablar con él.
Estuvo toda la mañana ocupada con sus dos hijos. La vieja Arina no se encontraba bien aquel día, pero contó con la ayuda de la joven del mismo nombre.
A la hora de la siesta, mientras esta acostaba a los dos pequeños, Olga percibió el uniforme blanco de Pinegin, que se alejaba hacia el bosquecillo de abedules situado más arriba de la casa. Sintiendo que debía hablar con él, lo siguió y pronto llegó a su altura.
—Le debo mil gracias, Fiódor Petróvich —le dijo.
Él dirigió un instante la mirada hacia ella. Bajo las vacilantes motas de los rayos de sol que se colaban entre el ramaje de los árboles, sus ojos tenían un azul más intenso del habitual.
—Me tiene siempre a su servicio —dijo, antes de dar una calada a la pipa.
Siguieron caminando a paso lento por la avenida de abedules. Pese a que se hallaban ya en pleno verano, la hierba que crecía a su sombra estaba aún verde y lozana. Soplaba una leve brisa.
—Estoy muy enfadada con Serguéi —confesó Olga, que exhaló un suspiro.
Pinegin tardó un momento en responder.
—Sin ánimo de ofender —declaró por fin con calma, quitándose la pipa de la boca—, todavía es un niño.
—Sí, supongo que tiene razón.
—Pero incluso los niños, Olga Alexándrovna —agregó, clavando de nuevo la vista en ella—, pueden ser peligrosos.
¿Peligroso? ¿Serguéi? Precisamente eso mismo había dicho Alexéi de aquel hombre. Caminaron un rato en silencio. No sabía qué pensar de él. Si había que juzgar a las personas por sus actos, debía tener un buen concepto de él. Sin duda, su tranquila presencia resultaba balsámica. Observando su rostro, duro e impasible, recordó la manera en que había bailado con ella y esbozó una sonrisa. Mantenía un control perfecto: no le costaba imaginarlo cazando, aguardando el momento oportuno para atacar a la presa.
De todos modos, seguía percibiendo algo distante en él, algo que no lograba desentrañar.
—Un día me habló un poco de su vida, Fiódor Petróvich —dijo de repente, animada por el clima de intimidad que compartían—. Me gustaría preguntarle, si no lo considera una intromisión, en qué cree. ¿Cree en Dios, por ejemplo? ¿A qué se encomienda cuando está en peligro? —Calló, un poco asombrada por su audacia.
Él aspiró la pipa y exhaló el humo, y luego se encogió de hombros.
—En el destino —repuso—. Cuando uno vive con la amenaza constante de que los individuos de esas regiones salvajes le traspasen en cualquier momento la cabeza con una bala, comienza a creer en el destino. Es tranquilizador —sentenció con una sonrisa.
—Usted no es como mis hermanos, ¿verdad?
—No, es cierto. —Inclinó la cabeza con ademán pensativo—. Sus hermanos siempre esperan algo. Si no pueden concebir expectativas, se ponen furiosos… o renuncian, como Ilia.
—¿Usted no espera?
—Como he dicho, yo creo en el destino. Las cosas siguen su curso predeterminado. Lo único que tenemos que hacer nosotros es reconocer nuestro destino.
Olga notó que la observaba con sus claros ojos azules. Sí, confirmó, a su lado tenía una extraña sensación de seguridad y, al mismo tiempo, de peligro, y esa mezcla le producía cierta fascinación.
—Me parece que ahora le comprendo un poco —dijo.
—Sí, Olga Alexándrovna —asintió en voz baja él—, creo que nos comprendemos el uno al otro.
Intuyendo que se trataba de un cumplido y no sabiendo cómo corresponderle, alargó la mano y le apretó levemente el brazo.
Después continuaron andando.
¿Y por qué no, bien mirado? Pinegin estaba solo. Tras dejar a Olga en la casa, había decidido tomar el camino de Russka, y entonces se hallaba sentado en uno de los túmulos funerarios contiguos a este, disfrutando de la vista del monasterio, cuyas doradas cúpulas resplandecían bajo el sol de la tarde. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, él era un caballero. Y aquella mujer era especial. No era como las demás.
No habían faltado mujeres en su vida. Había estado aquella muchacha judía, cuando estuvo destinado en Ucrania, y la circasiana, allá en las montañas, que era una auténtica belleza. Allí había vivido al margen de la pegajosa escoria de la civilización. Había tenido otros romances, pero, debido a su extrema pobreza, siempre se había sentido incómodo con las hijas de los aristócratas. Se decía a sí mismo que eran superficiales e insulsas, y que carecían de interés. «¿Qué pueden decirme a mí, que he estado tantas veces al borde del abismo, entre la vida y la muerte», pensaba a menudo. Olga era, sin embargo, un ser singular. «Ha sufrido y podría entenderme.» Tenía la impresión de que seguramente no volvería a encontrar a otra como ella.
Él era pobre, claro. De todas formas, se había fijado en que cuando otros hombres sin recursos se casaban con mujeres ricas, se ganaban el beneplácito de la gente y hasta su admiración. Además, él tenía otras cosas que ofrecer. No era un joven idiota con un millar de siervos por único bagaje. Era un hombre capaz de cuidar de sí mismo, que había resistido solo. Y había algo más, algo que constituía un secreto y una fuente de extraño orgullo para él: jamás había conocido el miedo.
Aspiró con calma el humo de la pipa. ¿Por qué no?
Alexéi estaría de vuelta al cabo de unos días. Si no había cambiado de parecer, entonces le presentaría su petición.
El joven Karpenko miraba a Serguéi con cara de desconcierto: algo raro le ocurría a su amigo.
Karpenko advertía en él una especie de honda crispación e inquietud cuya causa ignoraba. Sabía que detrás de la fachada —detrás del Serguéi que gastaba bromas pesadas, detrás incluso del moralista que con tanta furia denunciaba el mal funcionamiento de Rusia— había un alma apacible y poética. Ese era el Serguéi al que quería, y era precisamente ese hombre oculto el que, según intuía, había caído presa, por algún misterioso motivo, de un estado de nerviosismo.
Y ahora le había formulado aquella estrafalaria demanda. ¿Qué estaría tramando su amigo? ¿Por qué se mostraba tan insistente?
—Haré lo que pueda —prometió el cosaco—, aunque no estoy seguro de que funcione —añadió, dirigiéndole a Serguéi una mirada de perplejidad—. Es que no entiendo…
Serguéi suspiró. ¿Cómo iba a entenderlo nadie?
—No te preocupes —lo tranquilizó—. Es muy sencillo. Tú limítate a hacer lo que te he dicho.
Ni él mismo lo comprendía del todo. Sin embargo, sabía una cosa con una certeza mayor de la que había tenido en toda su vida.
—Tiene que producirse —murmuró—. Es preciso.
Así tenía que ser, después del meticuloso cuidado con que lo había preparado.
Era el 24 de junio, el día de San Juan. La semana anterior, tras la pelea y la partida de Alexéi, no había sido fácil. Todo el mundo había mantenido las distancias y él se había sentido marginado. Ilia se quedaba con sus libros; Pinegin salía con frecuencia a cazar solo; su madre apenas le dirigía la palabra; hasta el pequeño Misha parecía rehuirlo. Y Olga, al cabo de tres días, lo había reprendido con tristeza.
—Yo me esforcé mucho en mantener la paz, Seriozha, y tú lo echaste a perder. Me has hecho daño.
No obstante, la proximidad de la fiesta había alegrado el ambiente. Todos estaban más animados, y cuando, dos días antes, Serguéi había expresado su propuesta, esta había hallado una entusiasta acogida.
—Le había prometido que lo llevaría allí —le dijo Olga a Pinegin.
—Ilia y yo también iremos —anunció Tatiana—. Hace años que no he estado en ese sitio.
Así pues, acordaron que, después de las celebraciones que tenían lugar en el pueblo, harían una excursión hasta las antiguas fuentes sagradas.
—También llevaremos a las dos Arinas —dijo Serguéi—. Así la mayor podrá contarnos cuentos.
Era una idea estupenda, en aquel marco tan delicioso y en un día como aquel, ya que era costumbre que en la noche de San Juan la gente fuera al bosque.
La festividad de San Juan el Bautista, o el Bañista, como solían llamarlo los rusos, era un día especial, lleno de magia. Como todo el mundo, ese día las dos Arinas se vistieron con sus mejores galas. Qué precioso y majestuoso era el traje tradicional de la campesina rusa, pensó Serguéi al verlas aparecer ante ellos a media mañana. Aquel día, en lugar de la blusa y la falda habituales, que eran muy sencillas, la vieja niñera y su sobrina lucían blusas bordadas con mangas abombadas. Encima llevaban una larga bata roja sin mangas —el famoso sarafan—, bordada, según el estilo propio de ese pueblo, con pájaros geométricos de aire oriental. Completaba aquel magnífico atuendo el alto tocado, semejante a una tiara —el kokoshnik—, con una diadema recamada con hilos de oro, plata y perlas de río. La única diferencia entre ambas era que la joven Arina, al ser soltera, llevaba el pelo recogido en una sola trenza, muy larga y atada con cintas. Con aquel traje era imposible no caminar con un porte regio, lo cual era lógico, dado que, como todas las campesinas rusas, iban ataviadas —aunque no lo supieran— igual que las damas que vivían en la corte de Constantinopla hacía ya mil años.
A mediodía bajaron a la falda de la colina para ver los festejos. El día de Juan el Bautista presentaba una curiosa e inextricable combinación de fiesta cristiana y pagana. En el pueblo de Bobrovo, los campesinos hacían unos muñecos que representaban a Yarillo, el viejo dios de la fertilidad, y a su vertiente femenina, Kupala. Después de exhibirlos por el pueblo, los hundieron en el río en una ceremonia que era mitad bautismo, mitad sacrificio ritual, y que en ambos casos simbolizaba un renacer.
Luego, cuando el sol ya calentaba con fuerza, volvieron a la casa, donde los aguardaba una exquisita comida compuesta de pirozhi de carne, shchi frío —variante veraniega de la sopa de col—, trucha, pavo y blinis. Había pasteles de cereza, manzana y frambuesa, acompañados de montañas de crema agria. Para beber había kvas, vino y seis variedades de vodka de distintos aromas.
El clima de armonía alcanzó su punto álgido cuando un rato después, ataviadas con sus magníficos vestidos, llegaron varias mujeres que, dispuestas en círculo, cantaron las más bellas melodías populares rusas, las antiguas canciones Kupala.
Era perfecto, concluyó Serguéi. Todo era como debía ser. Y mientras las sombras se alargaban cruzando el umbral del atardecer, él esperaba.
Misha y los dos pequeños ya estaban acostados, y el disco rojo del sol despedía sus últimos rayos sobre el bosque cuando todos se pusieron en camino hacia las fuentes.
Tatiana e Ilia iban en un carruaje conducido por un siervo. Los demás, caminando. Tomaron el sendero que discurría entre los bosques hasta más allá de los antiguos túmulos funerarios, para desembocar cerca del monasterio. Luego cruzaron el río. Poco después, Tatiana e Ilia tuvieron que bajar del vehículo para seguir a pie por el tortuoso camino que serpenteaba, paralelo al cauce, hasta el paraje de las fuentes.
En la sosegada oscuridad, solo se oía el sonido del agua que lamía la orilla. En el firmamento estrellado del estío, la luna creciente se desplazaba hacia el sur.
Caminaban por parejas: Olga y Pinegin delante; después, Karpenko y la joven Arina; a continuación, Serguéi y la vieja Arina; y, cerrando la comitiva, a paso lento, Ilia y Tatiana.
El aire era tibio y casi no soplaba brisa alguna. Un par de veces, Serguéi captó el delicado perfume de las fresas de bosque, ocultas entre las sombras. En una ocasión, en un claro, a la luz de la luna vieron un montón de flores azules y amarillas, de la especie que los rusos conocen con el nombre de flores de Juan y María.
El brillo de la luna era suficiente para iluminarles el camino. Serguéi lo aprovechaba para observarlos a todos. Advirtió la manera en que Pinegin caminaba al lado de Olga, sin acercarse demasiado ni tampoco distanciarse mucho. Reparó en los ágiles y rítmicos pasos de Olga. Vio que Karpenko rodeaba a escondidas el talle de la joven Arina. Se fijó en que Ilia tropezaba en una raíz que su madre había evitado sin problemas. Cada cual albergaría sus pensamientos propios esa noche, sus esperanzas secretas, pero, sin duda, ninguna se parecería a la suya.
Serguéi no se había sentido nunca como entonces. También cabía la posibilidad de que no se hubiera dado cuenta.
Durante su infancia, ella había sido siempre su amiga, su confidente, su compañera del alma. Cómo amaba su pálido y vivaracho rostro, su largo pelo castaño y su risa ligera y amable. Era como si ella formara parte de él, y él de ella: ambos sabían siempre lo que pensaba el otro, sin necesidad de hablar. Pero luego, como era de prever, los habían separado.
La vida había sido dura para Serguéi. Su carrera literaria progresaba con lentitud y andaba escaso de dinero. A menudo se sentía solo. «Pero ella está ahí», se decía; y sus jocosas cartas expresaban solo la mitad de la verdad.
Noche tras noche, se sentaba a escribir. Los versos tardaban en tomar forma, y muchas veces se rendía al desánimo. Las expectativas de alcanzar la fama se le presentaban remotas.
Inventó, no obstante, un método para componer. Olga se convirtió en su público: en su imaginación, ella constituía una presencia constante delante de él. Si escribía algo conmovedor, ella se conmovía; si el texto era alegre, significaba que la había hecho reír. En un par de ocasiones vio que la había hecho llorar. Así, sin que Olga lo supiera, durante aquellos años fue la compañera constante de Serguéi, quien, en la soledad de su pensión, exclamaba: «¡Olga mía, al menos tú me comprenderás!».
¿Supondría una decepción, se había preguntado, volver a vivir con ella en la casa familiar? Casada, luego viuda, con hijos… A la fuerza tenía que haber cambiado. Lo que sucedió en junio, sin embargo, lo pilló completamente desprevenido.
La revelación se produjo el primer día. Fue tan arrolladora, tan absoluta, que a veces lo hacía temblar; otras veces le daban ganas de reír. Hendió el cielo con la muda violencia de un relámpago. Era tan natural, tan inevitable…, como si estuviera predestinado, dictado por los dioses desde el comienzo de los tiempos. Ella presidía sus pensamientos. Su existencia entera parecía desarrollarse bajo la gentil mirada de sus ojos azules. Todo lo hacía para ella. Las adaptaciones de Shakespeare que tanto le habían gustado las había escrito, palabra por palabra, para ella. El resto de sus acciones —las bromas pesadas, los enfrentamientos con Alexéi— eran tan solo un juego malsano que practicaba para distraerse a sí mismo y distraerla a ella desde su realidad de hombre obligado a llevar una máscara porque su auténtico amor le estaba vedado.
Ahora comprendía que hasta entonces nunca había experimentado la pasión. No podía continuar así. Se había prometido que aquella noche tenía que producirse un desenlace.
Las fuentes no habían cambiado en nada con los siglos. Sus aguas seguían cayendo en plateadas cascadas para luego desembocar en el río. La oscuridad era completa. El pequeño claro iluminado por la luna componía un lugar perfecto para sentarse sobre la hierba, escuchando el arrullo que producía el agua al precipitarse en cascada unos metros más allá.
—Vamos, Arina —invitó Serguéi a la anciana—, cuéntales un cuento a tus niños.
La vieja Arina comenzó a hablar en voz baja y musical. Les habló de las fuentes sagradas y de los espíritus que las habitaban. Y de los mágicos helechos y las flores del bosque. Les habló de las almas de las muchachas abandonadas por sus amados —las rusalki— que vivían en el río. Les relató una vez más la historia del pájaro de fuego, la de Ilia de Múrom y otras más. Todos la escuchaban embelesados, contentos de compartir juntos aquella noche, la más mágica del año ruso.
Cuando hubo acabado y todos quedaron satisfechos, aunque tampoco les hubiera importado seguir escuchándola, el cosaco propuso:
—Recítanos alguno de tus poemas, Serguéi. Últimamente ha escrito algunos extraordinarios —explicó a los demás.
Serguéi mostró cierta reticencia.
—Sí, Seriozha —le pidió Olga en un tono que daba a entender que lo había perdonado—. Queremos oírlos.
Serguéi se había preparado con minuciosidad. Cuando empezó, entre el auditorio reinaba un clima propicio. El primer poema narraba un antiguo cuento popular de la bruja Baba Yaga que arrancó carcajadas. El segundo era un canto al otoño. El tercero era un poema de amor.
No era muy largo; tenía solo cinco estrofas cortas. Pero él sabía que era lo mejor que había escrito. Expresaba el reencuentro del poeta, tras una larga ausencia, con una amiga de infancia y el descubrimiento de que su amor por ella se había transformado en pasión.
Recordaré hasta el fin de mis días
la primera vez que vi a mi amor, mi fuego,
cuando la oscuridad todo lo envolvía,
cual ángel vaporoso recortado en el cielo.
Exponía cómo, en aquellos años de desdicha en que habían estado separados, lo había sostenido su recuerdo:
Tu espíritu me calmaba en vela, y si dormía,
era tu cara lo que veía.
Y que entonces, al volver a ver a su ángel, se había despertado una pasión en él que le había hecho volver a nacer, colmándole el corazón:
De divinidad e inspiración,
vida, lágrimas y amor.
Nadie miraba a Olga. No se habían dado cuenta. Cuando, al cabo de un poco, Tatiana le preguntó quién era aquella dama, contestó que una mujer que había conocido en San Petersburgo.
—Hermoso, querido Seriozha, exquisito —oyó murmurar a Ilia—. Qué corazón más apasionado tienes.
Y todavía, gracias a Dios, a nadie se le había ocurrido mirar a Olga.
Estaba sentada un poco más atrás de Tatiana. Le bastaba mover un par de centímetros la cara para situarla en la sombra, cosa que acababa de hacer al tiempo que inclinaba la cabeza. Él lo había captado, sin embargo. Incluso a la luz de la luna había percibido su rubor y luego las lágrimas que rodaron por sus mejillas. Lo sabía, Dios bendito. Por fin comprendía.
Continuaron sentados un momento.
—La noche es joven —dijo Serguéi—. ¿Por qué no vamos hasta el skit donde viven los monjes?
La ermita quedaba al final del camino. Karpenko apoyó de inmediato la idea y Pinegin no parecía mal dispuesto. En cambio, Ilia y las dos mujeres mayores se mostraron contrarios.
—Nosotros volveremos a casa en el carruaje —anunció Tatiana—. Que los jóvenes sigan si quieren.
De este modo, el grupo se separó.
Serguéi encabezó la marcha por el sendero. Arina y Pinegin iban cerca de él. Olga, ensimismada, caminaba detrás con Karpenko. Serguéi avanzaba a paso vivo, mientras le contaba a Pinegin la historia de la ermita a la que se dirigían. Tan absorto estaba en ello, al parecer, que después de doblar unos cuantos recodos le sorprendió que el cosaco y Olga se hubieran rezagado tanto que ni siquiera se les veía.
—Seguid adelante —le indicó a Pinegin—. Yo iré a decirles que se apuren un poco.
Al cabo de unos minutos, el cosaco llegó a la altura de Pinegin y, mirando hacia atrás como si los demás estuvieran justo por llegar, señaló:
—Olga está hablando con su hermano. Ya nos alcanzarán. Por aquí —dijo, asumiendo las funciones de guía.
Unos cien metros más allá, el camino se bifurcaba.
—Serguéi ha dicho que era este —aseguró el cosaco.
Caminaron más de un kilómetro, hasta donde se perdía el sendero.
—¡Por todos los diablos! —exclamó Karpenko—. Debo de haberme equivocado.
Serguéi y su hermana estaban juntos. Habían abandonado el camino para sentarse en la orilla del río, en cuyas aguas se reflejaban la luna y las estrellas. Olga estaba muy pálida, con su largo vestido blanco. Permanecieron en silencio un rato.
—¿El poema se refería a mí?
—Por supuesto.
—Yo… no tenía ni idea —dijo, clavando la mirada en el agua. Luego calló y Serguéi creyó adivinar una sonrisa en sus labios—. Querido Seriozha, ha sido muy bello, pero las palabras… no eran las que se dicen a una hermana.
—No.
Olga exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.
—Seriozha…, tu poema habla de una clase de amor…
—De pasión.
Ella le tomó la mano y, por un instante, posó la mirada en él, antes de volver a dirigirla al agua.
—Yo soy tu hermana.
Serguéi guardó silencio un minuto.
—Lo más probable es que nunca más volvamos a hablar de esto —dijo al fin—. De todas formas, para saberlo, cuando muera…, quisiera que me dijeses si podrías quererme como te quiero yo.
Olga tardó tanto en responder que cuando lo hizo Serguéi tenía la impresión de que la luna se había movido en la superficie del río.
—Y si pudiera, ¿qué? Yo te quiero como a un hermano. —Le apretó la mano y volvió la cara hacia él—. ¿Qué es lo que quieres, Seriozha, mi hermano poeta? ¿Qué es lo que quieres?
—Apenas lo sé —reconoció con una sonrisa algo triste—. Todo. El universo. A ti.
—¿Me quieres a mí?
—El universo y a ti. Para mí sois lo mismo.
—¿Me has traído aquí, querido Seriozha, para seducirme? —preguntó con una sonrisa casi juguetona.
—Sabes que sí.
—Sí, ahora sí —admitió ruborizada—. Es imposible… Aunque estuviera dispuesta a acceder a algo así, no lo haría con mi hermano.
—¿Sabías —observó él en voz baja— que soy solo tu hermanastro?
—Sí. —Olga dejó escapar una queda carcajada que se fue flotando por el río—. ¿Reduciría eso la falta a la mitad?
—No sé. Quizás. Es un impulso casi más fuerte que yo.
—Podemos resistir nuestros impulsos.
—¿Sí? —dijo Serguéi con genuina sorpresa.
Olga no hizo ademán de querer marcharse, sin embargo, y al cabo de poco él la rodeó con el brazo. Se quedaron inmóviles contemplando la noche estrellada. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero al final a ella la sacudió un leve estremecimiento que él aprovechó para plantear en voz baja su demanda.
—Deja que te bese una sola vez en mi vida, una vez tan solo.
Ella fijó la vista en el suelo y sacudió despacio la cabeza. Luego suspiró y alzó la cabeza con una extraña y triste sonrisa, antes de rodearle el cuello con las manos.
Cuando llegaron a la bifurcación de caminos, la irritación de Pinegin comenzaba a ser patente.
—Mejor será que continuemos hacia el skit —dijo Karpenko—. Deben de habernos adelantado.
A Pinekin algo, no sabía qué, le decía lo contrario.
—Voy a retroceder —anunció.
—Han dicho que siguiéramos por aquí —adujo con nerviosismo el cosaco.
Pinegin no le hizo caso. Karpenko vio, alarmado, cómo se alejaba por el camino.
—Será mejor que vayamos tras él —dijo tras un instante de vacilación.
Tal vez Pinegin no habría reparado en ellos a través de la pantalla de árboles si no se hubieran movido, pero, de repente, identificó una forma vacilante cuando los dos se fundieron en un abrazo. Justo entonces se separaron y así pudo verles la cara. Al cabo de un segundo se movieron y desaparecieron del alcance de su vista.
Permaneció petrificado casi un minuto. Olga, cuya mano estaba a punto de pedir, estaba con otro hombre…, su maldito hermano. Aguardó, alterado, sin saber qué hacer. Una fría rabia se abría paso en su interior. ¿No era, al fin y al cabo, casi suya? ¿Por qué debía permitir que ocurriera aquello? Se dispuso a salir del sendero para ir a su encuentro.
No obstante, enseguida desistió. ¿De qué serviría ya? Aquella mujer, a la que había amado, ahora estaba muerta para él. Mientras se hacía tal reflexión, llegó Karpenko.
—¡Pinegin! —lo llamó—. ¿Qué hace aquí?
—Nada.
—Vayamos a las fuentes y esperémoslos allí —propuso en voz intencionadamente alta.
Así lo hicieron. Pinegin, muy calmado, se dedicó a contar los minutos. Si llegaban hasta cierto número, significaría que Serguéi la había poseído; si eran menos, quizá no.
Justo cuando estaba a punto de llegar a la conclusión de que tenía que haberse producido aquel horror, los dos aparecieron por el camino. Olga estaba muy pálida.
—Os hemos buscado por todas partes —dijo, prudentemente, Serguéi.
Pinegin asintió con la cabeza.
—Es tarde —murmuró entonces Olga—. Volvamos a casa. Arina, tú ven con nosotros —ordenó al tiempo que se situaba al lado de Pinegin—. Los dos jóvenes irán detrás.
Apenas hablaron durante el largo recorrido de regreso. Al cabo de un rato, Pinegin encendió su pipa. Serguéi y su amigo se habían rezagado. Cuando por fin llegaron a los alrededores de la casa de Bobrovo, rayaba ya el alba y Pinegin notó un rastro de rocío en la cara.
Durante el camino había estado barajando varias posibilidades. Durante un breve espacio de tiempo, se había planteado incluso olvidar el incidente, considerando que tal vez hubiera sido un momento de locura pasajera. Pero enseguida se puso a pensar: «Si ahora me casara con Olga, ese joven pensaría toda la vida al mirarme… ¿Qué pensaría? “Ahí está Pinegin, un pobre don nadie, haciendo las veces de marido de mi hermana y amante”». Herido en su orgullosa naturaleza, rebosaba de ira. Fuera cual fuera el grado de culpa de Olga, y teniendo en cuenta que todas las mujeres eran débiles, el que se había burlado de él era Serguéi. «Él ha tenido que adivinarlo —se decía—. Se ha dado cuenta de mi interés y ha hecho esto.»
La opción más simple sería retar a Serguéi, pero los duelos siempre dan pie a muchas habladurías y el honor de Olga quedaría mancillado.
«Eso sería impropio de mí —concluyó—. De todas formas, tengo que hacer algo. Me vengaré.»
Pinegin era, en efecto, muy peligroso.
Mientras se abría paso el amanecer, la joven Arina aguardaba.
Después de dejar a Olga en casa, se había ido deambulando a solas, incapaz de dormir. Aquella había sido una noche mágica. Apenas había podido dar crédito a su buena fortuna cuando las habían reclamado a ella y a su tía para ir con el grupo. Después, al quedarse con los más jóvenes, su alborozo había sido inmenso.
La muchacha consideraba a Olga la más hermosa criatura que hubiera visto nunca. En cuanto a los dos jóvenes, los había estado observando con fascinación desde que habían llegado. Para ella eran seres celestiales, distintos de los demás.
Entonces, después de aquella noche tan especial, tenía la sensibilidad a flor de piel. Sentía aún el brazo del cosaco en torno a su cintura mientras evocaba el beso que le había dado en el porche el día del baile. No había entendido lo que había ocurrido en el bosque esa noche, ni había sospechado nada. Lo único que sabía era que tenía dieciséis años y que notaba un ardor desconocido causado por el hechizo de aquella noche.
Se encontraba junto a la caseta de baño cuando vio a dos hombres que llegaban por el sendero y se detenían al pie de la pendiente. Arina los miró con atención. Los dos hombres se separaron. Serguéi se quedó junto a la orilla del río mientras el cosaco se encaminaba hacia la casa.
La muchacha sonrió. La situación no podía ser mejor. El hombre al que amaba…, solo.
Al cabo de unos minutos, al levantar la vista, Serguéi vio acercarse a la chica, con el cabello encendido por los primeros rayos de sol. No tardó en comprender lo que quería. Poco después, en un agradable claro del bosque situado no lejos de la casa, aunque la muchacha no era Olga, consiguió casi convencerse de lo contrario.
La vieja Arina estaba furiosa. Los había visto salir furtivamente de entre los árboles a primera hora de la mañana para dirigirse a la casa. No necesitaba siquiera interrogar a su sobrina para adivinar lo ocurrido.
Era mediodía y la anciana se encontraba a solas con Serguéi en el porche. Era una sierva, sí, pero también había sido su niñera y no le temía. Le estaba dando, sin reprimirse, una buena regañina.
—No tienes vergüenza. Por más bonitas que sean tus poesías, eres un monstruo egoísta. Dios te castigará, Serguéi Alexándrovich, juro que lo hará. ¡Y te estará bien empleado! —remató, asestándole una mirada furibunda.
—Perdóname —se disculpó débilmente él—. Seguro que no tendrá mayores consecuencias.
—La voy a casar ahora mismo con alguien del pueblo, por si acaso —replicó la vieja Arina—. Le pediré permiso a tu madre y podrás darte por satisfecho si no se lo cuento a tu hermano Alexéi. Ojalá encuentre a un joven bien dispuesto. No se mueren de ganas de hacer de padres de tus hijos, entérate…
Continuó rezongando hasta que se dio cuenta de que Serguéi estaba pendiente de otra cosa.
—Mira —le dijo en voz baja.
El espacioso carruaje enfiló el camino de la casa. En lugar de detenerse frente a la puerta principal, lo hizo delante de los establos. Serguéi y la anciana miraron salir a sus ocupantes. Primero apareció su hermano Alexéi con una expresión de triunfo. Después vieron a un soldado de torvo semblante.
Luego Serguéi se quedó blanco como el papel.
Del fondo del vehículo sacaron, esposado, a un hombre barbudo que al erguirse los superó a todos en estatura.
Habían capturado a Savva Suvorin.
Serguéi sabía que el culpable era él.
La causa estaba en aquel momento de descuido que había tenido en una calle de Moscú.
Le había sorprendido tanto ver la alta figura de Savva Suvorin que, sin pensarlo, lo llamó por su nombre, y cuando este no dio señales de haberlo oído cometió la imprudencia de acudir corriendo a su lado y tomarlo del brazo. Solo entonces, al notar que Suvorin se tensaba, recordó que el siervo era todavía un fugitivo.
—No te preocupes, no te denunciaré —se apresuró a asegurarle Serguéi, a quien siempre había repugnado el injusto trato que habían recibido los Suvorin.
De todos modos, Savva no quería correr riesgos.
—Está en un error —murmuró—. Yo no me llamo Savva.
A continuación, le dio la espalda y desapareció por un portal.
Serguéi desistió de seguirle. Permaneció un minuto inmóvil, mirando a un lado y a otro de la calle. Mientras tanto, cayó en la cuenta de que se encontraban a escasos metros de la tapia que rodeaba las propiedades de la secta de los teodosianos.
—Los teodosianos —musitó—. Claro, tiene que ser eso.
Había oído que aquellos viejos creyentes acogían a personas, a las que a veces proporcionaban nombres y documentación falsos. Concluyendo que ese debía de ser el caso de Savva Suvorin, le deseó suerte antes de volver sobre sus pasos.
Entonces tomó conciencia de que tenía a su criado al lado y recordó que este era uno de los siervos de Russka. ¿Habría oído algo? Por si acaso, lo amenazó con propinarle una sesión de latigazos si contaba una sola palabra de aquello.
Evidentemente, la medida no había surtido efecto.
Del carruaje bajaron también a una mujer de cara redondeada, su esposa seguramente, y a un niño de dos años, que se quedaron callados junto a él. Luego Savva Suvorin vio a Serguéi. Lo miró fijamente, con semblante inmutable. Serguéi sintió el urgente impulso de precipitarse hacia él y explicarle que no lo había traicionado. Pero ¿de qué serviría? Consciente de que su imprudencia y su estupidez lo habían llevado a aquella situación, se limitó a sostenerle la mirada, contrito.
—Mañana sufrirás el látigo, Suvorin —oyó decir a Alexéi.
A continuación se volvió y advirtió la presencia de Serguéi.
—Ah, Serguéi —lo saludó con una sonrisa que debería haber bastado para ponerlo en guardia—, tengo noticias para ti. Entra.
Serguéi pasó con aire apesadumbrado al interior de la casa.
Sin andarse con rodeos, Alexéi lo puso al corriente de las novedades.
—Como ves, hemos recuperado a un siervo fugitivo. Parece ser que lo viste en Moscú, pero no te pareció conveniente informarme. Eso te convierte, supongo, en cómplice del robo, pero dejaremos esta cuestión a un lado.
»Lo importante, Serguéi, es que, como sabes, el conde Benkendorf me pidió que te vigilara. Y siento decir que no me ha sido posible presentar un informe muy favorable de ti.
»En consecuencia, el conde Benkendorf…, ya te enseñaré su carta…, ha decidido que sería mejor para ti que te ausentaras un tiempo. Mañana te enviaré al gobernador militar de Vladímir. Él se ocupará de las gestiones para tu traslado al este…, no a Siberia, claro, solo a los Urales. Te quedarás allí tres años, según tengo entendido.
El exilio. Tres años de exilio en los Urales, a cientos de kilómetros de distancia más allá del Volga.
—Podrías realizar un estudio sobre las condiciones de las minas mientras estés allí —sugirió alegremente Alexéi.
El pequeño Misha no entendía nada. Su tío Serguéi estaba muy pálido y apenas le hizo caso cuando se acercó; Karpenko caminaba por la habitación meneando la cabeza y murmurando para sí. Incluso Pinegin, que fumaba su pipa sentado en un sillón, tenía mala cara. El tío Serguéi tenía que irse, por lo visto, pero Misha no sabía bien adónde.
Nadie reparó en el niño, que entró en el salón y se quedó detrás de una silla. Su padre estaba allí de pie, y su abuela sentada en un sofá. Misha iba a dar un paso hacia el centro de la estancia cuando su abuela tomó la palabra.
—¡Lobo! Eso es lo que eres.
Misha se quedó atónito. El improperio iba dirigido a su padre.
—Tú eres el culpable de esto, lo sé. ¡Mi propio hijo es una víbora! —espetó con furia—. No tengo nada más que decirte. Haz el favor de marcharte.
Vio que su padre daba un respingo antes de salir de allí muy erguido. Entonces, temblando, Misha abandonó su escondrijo y salió también en silencio.
¿Significaba aquello que su padre era malo?
1844
El duelo entre Savva Suvorin y la familia Bobrov entró en su fase final el año 1844. Los oponentes eran un amo que respetaba pero odiaba a su siervo, y un siervo que odiaba y despreciaba a su amo.
Savva Suvorin no se había dado nunca por vencido. El día en que huyó de Moscú tras recibir la carta en que Tatiana le ponía al corriente de la terrible suerte de su padre, se había llevado consigo solo un poco de dinero cosido a la ropa y el pequeño y renegrido icono. Durante dos años, para pasar inadvertido, había estado tirando de las barcazas del Volga. Era un trabajo extenuante, a consecuencia del cual había visto morir a muchos hombres. Dios, sin embargo, le había dado fortaleza. Todas las noches sacaba el icono y le rezaba: «Señor, ten piedad de mí y mantenme a resguardo de los malvados actos de las gentes indignas».
Al cabo de dos años había ido a la gran feria de Nizhni Nóvgorod, pero, viendo que sin documentación solo podía conseguir trabajos de la más baja condición, al final tuvo que volver a Moscú y recurrir a la comunidad teodosiana, que le dispensó una cálida acogida y le proporcionó papeles falsos.
En Moscú había sido feliz. Si bien la finalidad de la comunidad era la atención a sus miembros más necesitados, en ella había pujantes hombres de negocios que no tardaron en reparar en Savva. Se casó con la hija de uno de ellos, una pacífica muchacha de cara redondeada, nariz respingona y un asombroso sentido práctico que Savva no tardó en descubrir. Tuvieron un hijo al que llamaron Iván.
Y luego Serguéi lo había visto.
El día después de su llegada a Russka, Alexéi Bobrov mandó azotarlo. Mientras los latigazos se sucedían sobre su espalda, él se concentraba en un solo pensamiento: «Viviré, y un día seré libre». Gracias a Dios, cuando había recibido veinte, apareció alguien que gritó con voz colérica:
—¡Basta! ¡Para esto ahora mismo!
Era tanta la ira de Tatiana que ni siquiera Alexéi se atrevió a seguir.
La relación entre Savva y Alexéi estaba marcada por la hostilidad. Solo Tatiana logró impedir que el siervo acabará muerto allí mismo por la sistemática agresividad de Alexéi. Cuando este quiso poner a trabajar a Savva como siervo doméstico de la más ínfima categoría —«para darle una lección», decía él—, fue Tatiana quien lo impidió, argumentando que el mero sentido común debía dictarle que le sería mucho más útil si se dedicaba a la labor que mejor sabía realizar. Fue ella asimismo la que le prestó dinero a Savva para comenzar de nuevo.
Savva Suvorin no perdió el tiempo durante los años siguientes. Tras verse apartado de su objetivo dos veces, perseveraba con un tenaz sentimiento de urgencia. Cuando, al principio, su primo Iván Románov le ofreció su ayuda, la declinó con amabilidad porque no quería socios ni interferencias que lastraran sus planes.
En 1830, mientras Alexéi se hallaba ausente sofocando otra sublevación polaca, Savva montó un pequeño taller de estampación de telas de algodón que le reportó unos beneficios extraordinarios. Pero, a su regreso, Alexéi pretendió cobrarle un obrok tan alto que casi le habría llevado a cerrar el negocio.
—Ese necio no quiere aprovecharse de mí —le comentó con desazón Savva a su mujer—. Lo que quiere es arruinarme.
Una vez más fue Tatiana, que dirigía la propiedad cuando no estaba su hijo, quien hizo desistir a este de su propósito haciendo posible que Savva siguiera adelante. Gracias a ella, pagando un obrok razonable, en diez años logró poner en marcha una fábrica de tejidos que daba trabajo a muchas personas de Russka y que lo hizo más rico que nunca.
Aun así, pese a los ingresos que Suvorin representaba para él, Alexéi era más pobre cada año. El motivo era muy simple. Aunque, a veces, Tatiana consiguiera hacerle entrar en razón respecto a la administración de las tierras, no podía hacer nada en lo tocante a sus gastos personales y, a pesar de su severidad, a Alexéi le gustaba vivir bien. A medida que crecía su hijo Misha, destinado a ingresar en la guardia imperial, él insistía en rodearlo de lujos también a él. «Es por el honor de la familia», aducía. Como consecuencia de ello, en lugar de reinvertir en la propiedad el obrok suplementario que obtuvo con las actividades de Savva, con él creía poder incrementar los gastos, sin reparar en que estos superaban sus ingresos.
Savva, en cambio, trataba con rigor a su propio hijo. Pese a la tristeza que les producía a él y a su esposa María que Dios no les hubiera concedido más que un hijo, siempre repetía que con uno era suficiente. Aunque no tenía la imponente estatura de su padre, el joven Iván era sagaz y cantaba muy bien. Savva no puso ningún reparo, pero sabía hasta dónde podía llegar el interés de su hijo por la música. Por eso, cuando a los trece años, Iván cometió la imprudencia de presentarse en la casa con un violín que acababa de comprar, Savva se lo quitó y, tras examinarlo, lo rompió propinándole un golpe en la cabeza que lo dejó medio aturdido.
—Tú no tienes tiempo para eso —dijo; esa fue toda la explicación.
Había otra fuente de fricción entre Savva y su señor, y era que el siervo era un viejo creyente. Había mantenido su contacto con los teodosianos, y aunque no hacía nada para convertir a los demás, llamaba la atención el hecho de que, cuando comía con otras personas, lo hacía según la costumbre de los viejos creyentes, manteniéndose aparte y utilizando su propia escudilla y cuchara de madera, que tenía grabada una pequeña cruz.
En sentido estricto, las sectas de viejos creyentes no incurrían en deslealtad por aquel entonces. Pero Alexéi, de todos modos, consideraba más que vituperable aquella callada profesión de fe de Savva, en parte porque lo vivía como una especie de desafío personal, y en parte porque, en su opinión, aquella actitud era contraria al bien de Rusia.
En 1832, el Gobierno del zar Nicolás había formulado una doctrina que, de algún modo, resumía la postura que mantendría la administración rusa a lo largo de aquel siglo y en parte del siguiente. Se trataba de la célebre doctrina de la nacionalidad oficial, que se impartía en la Administración, en el Ejército y sobre todo en la escuela. De acuerdo con ella, el bien de Rusia residía en tres aspectos: la ortodoxia, la autocracia del zar y la nacionalidad. Esta última englobaba un sentimiento de pertenencia conjunta a la nación rusa.
Era una teoría muy simple que implicaba una relación paternal entre el zar y el pueblo, muy apropiada para un Estado aficionado a referirse a sí mismo con la denominación de la sagrada Rusia. Para Alexéi, no bien fue hecha pública, aquella doctrina de la nacionalidad oficial adquirió una aureola sagrada.
Así pues, el severo viejo creyente despertaba en el autoritario señor vagas sospechas de traición, deslealtad y desobediencia. «Debería haberlo azotado más —se lamentaba—, y pienso hacerlo en cuanto tenga una excusa.»
A Savva todavía parecía escapársele de las manos su auténtica meta.
En 1837 le había preguntado a Alexéi Bobrov cuánto pedía por conceder la libertad de su familia.
—Nada, porque no voy a liberaros —contestó.
Al año siguiente volvió a consultárselo, y de nuevo recibió la misma respuesta.
—¿Puedo saber por qué, señor? —indagó.
—Oh, sí —repuso, complaciente, Alexéi—. La razón es que prefiero mantenerte donde estás.
Más tarde, mientras Savva miraba a su hijo, le dijo a su esposa, sin ocultar la amargura:
—Está en las mismas condiciones que yo a su edad. Es un siervo, hijo de otro siervo.
—Las cosas cambiarán —le intentó consolar María.
—No sé cómo —murmuró él, desalentado.
Después, en 1839 vino la hambruna.
Hacía varios años que no fallaban las cosechas y, de pronto, hubo dos años seguidos de escasez. Alexéi se encontraba en Ucrania y, pese a que tenía casi sesenta años, todo el peso de la crisis cayó sobre Tatiana.
Russka sufrió de pleno el hambre provocada por el desastre en la agricultura.
—La propiedad de Riazán está en un pésimo estado —se quejaba Ilia—. El administrador me ha escrito diciendo que han matado al ganado porque no tienen con qué pasar el invierno.
Se efectuaron numerosas tentativas para comprar grano de otras zonas, pero este no llegaba nunca a su punto de destino. En el invierno de 1840, la situación era desesperada.
Tatiana bajaba al pueblo todos los días e iba de casa en casa. En la suya quedaban aún algunas reservas, pero no eran suficientes más que para socorrer los peores casos, de modo que las distribuía lo mejor que podía. Había dos domicilios a los que invariablemente llamaba. Uno era el de los Románov, porque su hijo Timoféi había sido siempre compañero de juegos del pequeño Misha; el segundo era la izba donde vivían ahora la joven Arina con su marido y sus hijos. Se lo debía a la vieja Arina, que había muerto cinco años antes. Era angustiante hacer aquella visita. Salvo la mayor, una hacendosa niña llamada Varia, los demás hijos de Arina eran enfermizos. En el espacio de cuatro semanas vio morir a tres de ellos, y lo peor era que no podía convencer a Arina para que comiera. Todo lo que le daba iba a parar a Varia. En su desesperación por conservar al menos a uno de sus hijos, la madre se estaba sacrificando a sí misma. Tatiana estaba segura de que Arina llevaba mucho tiempo subsistiendo con un nabo al día. Y si aquellas privaciones hacían sufrir a los campesinos, el padecimiento que su dolor le provocaba a ella hizo mella en su salud.
—Me ha ocurrido algo por dentro —le confesó a Ilia en el verano de 1841, cuando, gracias a Dios, la tierra volvió a mostrarse generosa—. No creo que me haga mucho más vieja ya.
A comienzos de la primavera de 1840, en el momento más terrible de escasez, había comenzado a circular un curioso rumor sobre el que la puso al corriente Iván Románov una mañana en que acudió a su izba. Tanto este como sus hijos parecían alterados.
—Es el zar —explicó, sonriendo, el hombre—. El zar va a venir y entonces todo irá bien.
—¿Dices que va a venir el zar Nicolás?
—Oh, no —respondió él—, el anterior. El zar Alejandro, el Ángel.
Se trataba de uno más de los abundantes y extraños rumores que se han ido sucediendo en la historia rusa. Ese aseguraba que el zar Alejandro no murió en 1825, sino que se fue para llevar una vida de monje errante, utilizando, por lo general, el nombre de Fiódor Kuzmich. Nadie sabe a ciencia cierta cómo se inició, pero todavía hoy en día hay quien afirma que cierta familia inglesa posee los documentos que demuestran su veracidad.
A raíz de aquella noticia, siempre que iba al pueblo, Tatiana encontraba a la gente en actitud expectante, convencida de que el anterior zar aparecería para llevarles comida. En una ocasión, pararon a un monje del monasterio para observarlo con detenimiento hasta cerciorarse de que no era el zar de incógnito.
Tatiana observaba con pesar aquella pasiva espera, que resultaba un tanto repulsiva para su sentido práctico. Un día concibió una idea y llamó a Savva Suvorin.
—Lo que necesitamos para el futuro —le dijo a aquel siervo tan emprendedor— no es al zar, sino diversificar los cultivos con un producto alternativo. Quiero que indagues cuál sería el mejor.
Suvorin tardó tres meses en llevarle la respuesta. Con una de sus raras sonrisas, le presentó un saquito que contenía un objeto de color marrón grisáceo.
—Ahí está la solución —informó—. Hace tiempo que los colonos alemanes lo cultivan en el sur, pero aquí aún no se conoce.
—¿Qué es? —preguntó Tatiana.
—Una patata, señora.
De este modo, un tiempo antes de que se convirtiera en habitual en las tierras de la provincia, en Russka se impuso uno de los cultivos que con el tiempo llegaría a ser fundamental en Rusia.
A Savva Suvorin, no obstante, aun lamentando el sufrimiento causado, le resultaba difícil no regocijarse por las malas cosechas de 1839 y 1840, pues en ellas veía su gran posibilidad.
—Esto representa dos años sin ingresos para él —les dijo a su esposa y a su hijo—. Ese maldito Alexéi Bobrov no podrá aguantar mucho más. Ha llegado el momento de hacerle una oferta que no pueda rechazar —concluyó.
En la primavera del año siguiente, solicitó un pasaporte a Tatiana para ir a Moscú.
Y, en ese momento, en mayo de 1844, Savva Suvorin se presentó delante de Alexéi Bobrov y le hizo una asombrosa oferta.
—Cincuenta mil rublos.
Hasta Alexéi se quedó aturdido. Aquello era una fortuna. ¿Cómo diablos se había hecho con tanto dinero Savva?
—Volveré mañana, señor; así le dará tiempo a pensárselo.
Luego se marchó discretamente, dejando boquiabierto a Alexéi. «Esta vez lo tengo», se felicitó el siervo.
Savva había ideado un ambicioso plan, centrado en el cuantioso préstamo que había negociado, libre de intereses durante cinco años, con los teodosianos. Además de permitirle comprar la libertad, dicho préstamo le serviría para realizar una enorme inversión que haría pasar de forma definitiva a sus manos las empresas Suvorin.
Por aquella época no había negocio más floreciente en Rusia que la manufactura del algodón a partir de la materia prima importada, hasta el punto de que a la zona del norte de Vladímir se la conocía como «país del percal». El proyecto de Savva no se reducía a adaptar su fábrica de madera al algodón, sino que pretendía aumentar en gran medida la producción con la compra de una máquina inglesa propulsada con vapor. Un par de empresarios rusos habían efectuado el cambio dos años antes y los resultados eran espectaculares.
—Pero no lo haré si no soy libre —explicó a su familia—. No pienso montar una gran empresa como esta para que esos malditos Bobrov me la roben con algún pretexto como hicieron la vez anterior.
Cincuenta mil rublos. Era una oferta extraordinaria que el señor debería tomar en cuenta.
A sus cincuenta y un años, Alexéi Bobrov parecía mayor. Tenía una apariencia impresionante: estaba gordo, llevaba muy corto el pelo, ya canoso, y tenía hinchadas las mejillas, que habían vuelto más cuadrado su aguileño rostro. La punta de la nariz, más abultada que antes, se curvaba por encima de la boca, lo que, junto con el largo bigote gris, le confería un aire de pachá turco de inquebrantable autoridad. En su uniforme se habían acumulado numerosas medallas e insignias, incluida la de la Orden de Alejandro Nevsky.
Tras enviudar por segunda vez, aquejado de una leve cojera producida por una antigua herida que recibió en Polonia, ese año le habían concedido un honroso retiro, de modo que se había instalado de forma permanente en Bobrovo.
Cuando les habló a su madre y a su hermano Ilia de la oferta, le dijeron claramente que aceptara. En el caso de Tatiana, el argumento era simple. Dejando a un lado su simpatía particular por Savva, consideraba que ese dinero era necesario.
—Con él —razonó— podrías liquidar todas las deudas que hemos contraído por culpa de las malas cosechas y financiar las mejoras que necesita la finca, y aún quedaría bastante.
Durante una generación al menos, los Bobrov estarían libres de apuros económicos.
Ilia enfocó la cuestión desde otro punto de vista. Aunque no había confesado su error en relación con el dinero robado, siempre había experimentado un vago sentimiento de culpa por la manera en que su familia había tratado a los Suvorin, pero, además, consideraba que había que tomar en cuenta otro aspecto.
—El caso es, y tendrás que perdonarme, mi querido hermano, que lo exprese así, que todos los hombres civilizados de Rusia encuentran repulsiva la servidumbre. Es sabido que hasta el zar, a quien la mayoría de la gente tilda de reaccionario, cree que debería abolirse. Ya hace años que se nombró una comisión para que estudiara el tema, y todos los años llegan de la capital rumores de que van a tomar alguna medida al respecto. Cualquier día, el rumor se convertirá en realidad. Sea como sea, se presentará una propuesta. ¿Y qué te ofrecerá entonces Suvorin, si cree que al cabo de un año o dos podría obtener de todas formas la libertad? Sin tomar en cuenta mi opinión personal sobre la servidumbre, te aconsejo aceptar esta oferta por tu propio interés.
Alexéi los escuchaba, pero no se dejó convencer.
—Desde que era pequeño se viene hablando de liberar a los siervos —contestó, desestimando la postura de Ilia—, pero nunca se hace nada en la práctica. La nobleza no lo permitirá. Mientras yo viva, seguro, y lo más probable es que ni Misha llegue a ver ningún cambio.
Había en aquello otro factor que suscitaba su rechazo. Enseguida había adivinado de dónde provenía la fuente de financiación de Savva y le daba rabia pensar que ni siquiera él podía conseguir una suma como aquella. Tenían que ser esos malditos teodosianos, pensaba. Entonces se acordó de algo que le había dicho el pelirrojo sacerdote de Russka el año anterior:
—Ya sabe, Alexéi Alexándrovich, que donde montan fábricas esos viejos creyentes, comienzan a convertir a los campesinos, de manera que la Iglesia ortodoxa se queda sin su rebaño.
A Alexéi no le costaba imaginar lo que podría ocurrir si Suvorin se veía libre de su autoridad. Todo el pueblo acabaría plagado de cismáticos. Como defensor de la doctrina de la nacionalidad oficial, le horrorizaba tal idea.
Aparte, en su decisión tuvo un peso determinante un íntimo convencimiento. «Mi madre —se decía— es admirable a su manera, pero ahora que estoy aquí para dirigir en todo momento la propiedad, las cosas van a ir de otra forma.» Lo único que se necesitaba para producir un aumento espectacular de los ingresos era aplicar lo que él llamaba «un poco más de disciplina». Por otro lado, aunque el respeto y el afecto que sentía por Tatiana le impedían ofenderla poniendo en práctica sus teorías, ella no viviría siempre. Para cuando faltara, se había prometido exprimir al máximo a aquel cismático de Suvorin. Tal vez no consiguiera obtener los cincuenta mil rublos, pero con los años le sacaría lo suficiente. «Él que haga dinero —pensaba—, que yo me encargaré de que muera pobre.»
Por todo ello, cuando Savva acudió al día siguiente, Alexéi Bobrov le respondió con una fría negativa.
—Te agradezco tu oferta, Suvorin, pero no me interesa.
Y cuando el atónito siervo, que sabía que tal decisión iba en contra de sus propios intereses, le preguntó cuándo podía volver a plantearle la cuestión, Alexéi se mostró tajante:
—Nunca —respondió con una gran sonrisa.
Esa noche, Savva le dijo a su mujer:
—Ese loco obstinado no atiende a razones.
—Quizás un día cambie de parecer —apuntó esta.
—No lo hará hasta que esté arruinado —respondió Savva.
Luego se preguntó cuánto tiempo faltaría para eso.
Fue por aquellos días cuando Ilia comenzó a comportarse de un modo raro. Nadie sabía qué le ocurría. Por lo general, cuando se avecinaba el buen tiempo permanecía sentado junto a la ventana del salón o en el porche, leyendo. En contadas ocasiones pasaba un rato largo al aire libre antes de que se instalara definitivamente el verano.
Entonces varió de manera radical sus hábitos. Pasaba muchas horas arriba, en su habitación, de donde salía con el entrecejo fruncido y con frecuencia murmurando para sí. Las más de las veces cerraba la puerta con llave, de forma que los criados no podían limpiarla. Le daba por recorrer el paseo de abedules que había arriba de la casa durante una hora seguida. Si Alexéi o Tatiana le preguntaban qué hacía, les daba respuestas sin sentido —como «¡Ajá!» o «¡Nada de particular!»—, con lo que seguían en la ignorancia de cuál podía ser su secreto.
Uno de esos días, mientras Ilia recorría a paso febril el paseo, Tatiana percibió el primer aviso. No fue gran cosa: una breve sensación de vértigo. Unas horas más tarde, sin embargo, cuando se hallaba sentada en el salón, se quedó sin conocimiento por espacio de medio minuto.
Sin decir nada a nadie, continuó con sus quehaceres. A partir de ese momento, no obstante, en su mente arraigó la insistente idea de que tenía los días contados. Una semana después, sufrió otro desvanecimiento.
Aun cuando aquellos síntomas no la pillaran de improviso, Tatiana notó que se agudizaba su miedo y su sensación de soledad. Comenzó a ir a la iglesia todos los días, pero el sacerdote de Russka no le aportó gran consuelo. Visitó el monasterio, y la conversación con los monjes la confortó un poco más. Un domingo, después del servicio, cuando ya se había bendecido y repartido el pan, una anciana a la que apenas conocía se dirigió a ella con una afable sonrisa.
—Debería ir a ver al viejo eremita que vive más allá del skit.
Había oído hablar de aquel hombre. Era uno de los monjes del pequeño skit que había cerca de las fuentes, que dos años atrás había obtenido autorización para instalarse en una ermita individual en medio del bosque. Se decía que era un hombre de gran santidad, pero sin especificar si obraba milagros. Llevaba una existencia solitaria y eran pocas las personas que lo conocían. Se llamaba Vasil.
Durante una semana, Tatiana trató de olvidar aquel consejo. La ermita quedaba lejos, y además le daba apuro presentarse ante el monje. Entonces tuvo otro desmayo, acompañado de un dolor en el pecho que la asustó. Dos días después, mandó al cochero enganchar un carruaje y se fue sin informar de adónde iba.
El desplazamiento le llevó la mañana entera. A partir de cierto punto tuvo que bajar del carruaje y continuar a pie. Cuando llegó, se llevó una sorpresa, pues se había imaginado de otro modo aquel paraje.
El claro era bastante amplio. En medio se alzaba una cabaña sencilla pero sólida. Delante había un huerto; a un lado, cerca de los árboles, dos colmenas hechas con troncos huecos. Justo delante de la puerta había una mesa con unos cuantos libros y papeles, frente a la que estaba sentado un monje. La azada que reposaba en el linde del huerto le indicó que había estado cavando no hacía mucho, aunque en ese momento se hallaba concentrado escribiendo. Al verla, levantó la cabeza con apacible gesto. Como le habían dicho que era un asceta y que tenía setenta y cinco años, la asombró ver a un individuo refinado pero de apariencia vigorosa, de barba todavía casi negra y una cara que podría haber correspondido a un hombre de cincuenta. Su mirada era limpia y franca.
—Ah, sí —dijo—, me había parecido que venía alguien.
Cuando se presentó, la saludó educadamente y le ofreció un taburete para que tomara asiento. Después, como si esperara algo, dijo:
—Confío en que no le importará quedarse aquí un momento, hasta que vuelva. —Luego desapareció en el interior de la cabaña, a rezar tal vez.
Hacía un día agradable. La ligera brisa que agitaba las hojas de los árboles apenas se dejaba sentir en el claro. Mientras aguardaba, Tatiana trató de precisar qué quería preguntarle a aquel hombre santo. De este modo transcurrieron veinte minutos.
Al ver al oso estuvo a punto de ponerse a chillar. Como salido de debajo de la tierra, avanzó pesadamente hacia ella. Acababa de levantarse para correr a refugiarse en la cabaña, cuando de esta salió el eremita.
—Ah, Misha —dijo con calma—, ¿ya has vuelto? Viene a pedirme miel —le explicó a Tatiana— porque sabe que no puede tocar las colmenas. Ahora vete, travieso —le dijo al animal, al tiempo que le acariciaba la cabeza con gesto afectuoso.
Una vez que se hubo marchado el oso, el padre Vasil volvió a sentarse e invitó a Tatiana a imitarlo. Después, sin formularle ninguna pregunta, comenzó a hablar con voz profunda y firme.
—En lo referente a la vida después de la muerte, la fe ortodoxa es muy clara y explícita. No debe pensar que en el momento de la muerte padecerá una pérdida de conciencia, pues no es así. En realidad, sucede todo lo contrario. Ni por un instante dejamos de existir. Verá a su alrededor el mismo entorno que conoce, pero no podrá comunicarse con él. Al mismo tiempo, encontrará a los espíritus de quienes dejaron este mundo, de personas a las que conoció y tal vez amó. Su alma, liberada de la hez del cuerpo, gozará de mayor vitalidad que antes. No estará, con todo, a salvo de las tentaciones, pues encontrará tanto espíritus buenos como malos, hacia los que se sentirá atraída de acuerdo con su disposición.
»Durante dos días…, hablo en términos que nos resultan familiares para los que nos hallamos aquí, en la Tierra…, podrá vagar sin traba por el mundo. Pero el tercero tendrá que pasar una vital y terrible prueba. Ya sabemos por el relato del sueño de la Virgen, que la misma madre de Dios tembló ante la perspectiva del día en que, según su expresión, el alma pasa por los peajes. Ese día inspira temor. Primero encontrará un espíritu maligno, y después otro; y el mayor o menor alcance de la lucha que mantuvo en vida con esos males le infundirá o no fuerza para superarlo. Los que fracasan, van directos al Infierno. En ese día son de gran ayuda las oraciones de quienes se quedan en la Tierra.
Tatiana observaba con aire pensativo al eremita. Aquello no le reportaba consuelo. ¿Quién rezaría por ella ese día? ¿Su familia tal vez? ¿El rígido Alexéi?
—Yo rezaré por usted, si quiere —anunció con una serena sonrisa el eremita.
—Pero quizá no se entere de mi muerte —apuntó con abatimiento Tatiana, consciente de lo aislada que quedaba la ermita.
—Me enteraré —le aseguró el anacoreta antes de reanudar su exposición—. Durante treinta y siete días más, a partir del tercero, visitará las regiones del Cielo y del Infierno, pero sin conocer su destino definitivo. Después se le adjudicará un lugar para aguardar el día del Juicio Final y la segunda venida de Dios.
»Le recuerdo todo esto —especificó con afable expresión— para que sepa que su alma no padecerá pérdida con la muerte, sino que pasará al instante a otro estado. La vida es solo una preparación del espíritu para su viaje definitivo. Prepárese, pues, sin temor. Arrepiéntase de sus pecados, que actúan en su contra. Ruegue que se le conceda el perdón. Conviene, sobre todo, que en el umbral de este viaje el espíritu se revista de humildad.
El monje se puso en pie. Tatiana hizo lo mismo.
—¿Será pronto? —le preguntó.
—Eso siempre llega en hora tardía —repuso él con calma—. Simplemente debe prepararse.
Le dio su bendición y una pequeña cruz de madera. Luego, cuando ya se iba, la detuvo con un ademán.
—Veo —dijo, pensativo— que antes de fallecer deberá pasar una prueba. —Calló un instante, con la mirada perdida a lo lejos, y, volviendo a centrarla en ella, añadió—: Rece con fervor, por lo tanto, y dispóngase a recibir una visita.
Mientras regresaba a paso lento al carruaje, Tatiana estuvo preguntándose sobre el sentido de aquellas últimas palabras.
Una semana más tarde, se detuvo junto a la casa un modesto carruaje conducido por un cochero de desaliñado atuendo. En él viajaba Serguéi, acompañado de su esposa.
A los cuarenta y dos años, Serguéi Bobrov presentaba una apariencia acorde a su situación, la de un hombre de posición más bien humilde ganada con su talento y que aspiraba a más. Los dos genios literarios de su generación —su viejo amigo Pushkin y, más recientemente, Lérmontov— habían surcado el cielo como meteoros para concluir sus vidas en la flor de la edad. La gente consideraba a Serguéi un posible continuador de lo que ellos habían iniciado en la juventud. Y tal vez la causa de la acentuación de las arrugas de su cara se debiera a que, hasta el momento, no había logrado justificar aquellas expectativas. Su pelo moreno y largo presentaba visibles entradas y en las pobladas patillas abundaban las canas. En sus ojos se advertía la tensión. Tenía una ligera barriga, que evocaba cierta irritabilidad. Iba poco a Russka, y Tatiana sabía que tenía constantes problemas de dinero; pero nunca se quejaba.
Después de entrar con su esposa en la casa e intercambiar los cumplidos pertinentes, Serguéi se llevó a su madre aparte.
—La verdad es que he venido a pediros un favor a todos —le confesó.
Su antiguo amigo Karpenko, que vivía ahora en Kiev, lo había invitado a realizar un recorrido por Ucrania. Sería un viaje incómodo, con algunas jornadas a caballo, algo poco adecuado para una mujer.
—Para producir una buena obra —le confió—, necesito un cambio de escenario, la posibilidad de tomar distancia.
Tras explicar que volvería al cabo de dos meses, le pidió si podía dejar a su mujer con ellos.
Habría parecido extraño que Tatiana se negara.
Esa noche, en torno a la mesa hubo una agradable reunión. Tatiana sentía una especial alegría por ver a Alexéi y a Serguéi juntos.
Con los años habían llegado a una especie de reconciliación y, con objeto de evitar peleas, aplicaban una norma inquebrantable que consistía en no discutir nunca sobre ciertos temas, como los militares o Savva Suvorin. Su madre tenía que reconocer que era una prueba de cariño que hicieran aquello, sobre todo por consideración a ella.
Si bien Alexéi realizaba esfuerzos por mostrarse agradable, Ilia estaba radiante de alegría. A causa de su elevado nivel cultural, le resultaba difícil compartir con ella muchas de sus inquietudes, y más aún con Alexéi. Por todo ello, la aparición de Serguéi había tenido un efecto galvanizador en él, y antes de la cena Tatiana lo había oído removiendo libros y papeles en su habitación, mientras murmuraba:
—¡Ay, Seriozha, tenemos tanto de que hablar!
Si alguien era capaz de sacar a la luz el secreto de Ilia, esa persona era Serguéi.
De entre los comensales, no obstante, la figura más misteriosa era la esposa de Serguéi, de quien no tenían un concepto claro.
Serguéi se había casado con Nadia tres años antes. Ella era una chica de buena familia, hija de un general, que, debido a su cabello rubio y a que un año causó sensación en los salones de baile, se había ganado el apelativo de «belleza etérea». Ese mismo año, Serguéi también había estado bastante de moda. Parecía como si la muchacha y el calavera se hubieran enamorado cada uno de la fama del otro durante aquella breve temporada de su lucimiento.
—Rubia sí es —había comentado Ilia después de la primera vez que la vio—, pero no veo que tenga nada de etéreo.
Habían tenido un niño, que falleció a la semana, y desde entonces no habían tenido noticias de más embarazos. Aunque daba la sensación de que se aburría un poco, en aquellos momentos la joven estaba charlando con Alexéi, con quien parecía sentirse más a gusto que con Ilia. Si iba a quedarse todo el verano, pensaba Tatiana, tendría tiempo de sobra para conocerla.
Al acabar de comer, Tatiana y Nadia se retiraron alegando cansancio y los varones se instalaron en el porche a fumar y charlar. Entre ellos reinaba un ambiente armonioso. Hasta Alexéi, después de hablar con la esposa de Serguéi, estaba de un humor excelente, y, una vez que Serguéi los hubo puesto al corriente de los últimos chismes de la capital, se decidió a formularle una pregunta directa a Ilia:
—Bueno, hermano, ahora que está aquí Seriozha, ¿vas a decirnos por fin qué demonios has estado tramando estas últimas semanas?
Entonces Ilia les contó su secreto.
—La verdad es —repuso con una plácida sonrisa— que me voy a ir de Russka. Voy a escribir un libro —añadió al ver la estupefacción con que lo miraba—. Se titulará Rusia y Occidente. Será la obra de mi vida.
Quizás el proyecto se debiera a una repentina inspiración o tal vez fuera la culminación de años de estudio. O puede que hubiera sido la visión de las medallas que Alexéi lucía en el pecho, en especial la de la Orden Nevski, lo que le había hecho tomar conciencia de que, mientras que su hermano se había retirado ya con la prueba de la culminación de una trayectoria en la vida, él no tenía absolutamente nada que mostrar de los cincuenta y cinco años que llevaba en la tierra. Fuera cual fuera la causa concreta, había decidido realizar un supremo esfuerzo: Ilia Bobrov también dejaría algo por lo que ser recordado.
Había consagrado su vida al estudio; era un europeo de tendencia progresista. ¿Qué mejor, entonces, que escribir un libro que guiara a su amada Rusia a su destino, de forma que las futuras generaciones pudieran mirar atrás y decir: «Ilia Bobrov nos mostró el camino»?
Entonces, con evidente orgullo, expuso los rasgos generales de su proyecto.
—La tesis que voy a sostener es muy simple. Rusia no ha sido capaz en toda su historia de gobernarse sola. Siempre han sido extranjeros los que han traído el orden y la cultura a nuestro país. En los días de la dorada Kiev, fueron los nórdicos quienes nos gobernaron y los griegos quienes nos dejaron su religión. Durante siglos vivimos en el oscurantismo bajo el yugo tártaro. Pero, cuando nos los sacudimos, ¿quién nos introdujo en el mundo moderno? Los científicos y técnicos ingleses, holandeses y alemanes traídos por Pedro el Grande. ¿Quién nos proporcionó nuestra actual cultura? Catalina la Grande, que trajo la Ilustración de Francia. ¿Qué filósofos nos sirven de inspiración a ti y a mí, Serguéi? Los grandes pensadores alemanes del momento.
»Es justo que así sea, pues Rusia tiene muy poco que ofrecer de su cosecha propia, y lo que tenemos peca de primitivismo. ¡Fijaos en nuestras leyes! Hace tan solo unos años que nuestro noble Speranski completó por fin la gran codificación de las leyes rusas, ¿y qué revela su labor? Un concepto de justicia que en Occidente habrían tachado de bárbaro hace mil años. El individuo carece de derechos; no hay jueces independientes, ni jurados en los juicios. No hay nada que se pueda oponer a los caprichos del zar, ni siquiera si carga contra propietarios de tierras como nosotros. Los rusos nos sometemos sin rechistar a esa clase de autoridad como si fuéramos esclavos orientales. El progreso es imposible en tales condiciones.
»Mi propósito es ir a Inglaterra, Francia y Alemania a reunir material para elaborar una propuesta de renovación de Rusia basada en el modelo occidental, lo que implicaría una reestructuración a fondo de nuestra sociedad.
—Pero, querido hermano —objetó, riendo, Serguéi—, si dices ese tipo de cosas, la gente te tomará por loco.
Era cierto que, unos años atrás, un distinguido pensador ruso que había adoptado un punto de vista similar había sido declarado oficialmente loco, víctima de la ira de las autoridades.
Ilia, no obstante, no estaba dispuesto a dejarse amedrentar.
—El fallo de ese autor fue no llevar esas ideas hasta las últimas consecuencias —afirmó—. Porque ahí —prosiguió, excitado, tabaleando con los dedos en el brazo del sillón—, ahí radica la auténtica originalidad de mi enfoque. Pienso demostrar que la clave de nuestra salvación espiritual no está en la religión, ni en la política, ni siquiera en la justicia, sino en la economía. Y en ese terreno —agregó con una plácida sonrisa—, cuento con una biblia y un profeta. Me refiero, cómo no, al ilustre escocés Adam Smith y a su libro La riqueza de las naciones.
La obra de Adam Smith, padre de la teoría económica capitalista y partidario del libre mercado, era conocida, en efecto, entre la intelectualidad rusa de la época. La primera traducción al ruso de Smith se había publicado en 1803. Ilia pasó a comentar con entusiasmo las ideas del célebre economista sobre el interés propio y la eficacia económica.
—Todo está en función de eso —declaró—, incluso la liberación de los siervos.
Alexéi, que había permanecido absorto durante buena parte de la exposición, mostró un repentino interés.
—¿La liberación de los siervos? —preguntó—. ¿Por qué?
—Porque, mi querido hermano —respondió Ilia—, a lo largo de las dos décadas anteriores numerosos economistas rusos han demostrado de manera concluyente que, dejando a un lado consideraciones de otro orden, si liberamos a los siervos saldremos ganando todos. Piensa en esto —lo animó—: el campesino libre, que recibe pago por lo que produce, tiene un incentivo. El siervo, obligado a trabajar sin compensación, hace lo mínimo que puede. Es así de sencillo. —Abrió una pausa—. Te garantizo que esta postura la comprenden muy bien en las esferas oficiales. Solo nuestra inercia rusa nos mantiene en la misma situación de siempre.
Alexéi guardó silencio un momento mientras reflexionaba sobre la cuestión, y cuando por fin expresó su parecer, no lo hizo con rabia, sino con una perplejidad sincera.
—¿De veras crees que todos los individuos de la sociedad deberían actuar para sí mismos, teniendo en cuenta por encima de todo su propio interés? ¿Quieres decir que el campesino debería esforzarse en enriquecerse todo lo posible dependiendo solo de su propio trabajo?
—Sí, así es.
—Y si el campesino que es más débil se queda atrás, ¿hay que dejar que sufra?
—Se le podría ayudar, pero, sí.
—¿Y qué hay de las familias como la nuestra? Nuestra función en la historia ha sido siempre servir al zar y a nuestro país. ¿Debería renunciar a ello y quedarme en mi casa para cuidar de mis beneficios igual que un comerciante? —Sacudió, apesadumbrado, la cabeza.
—Todos queremos servir a una causa, Alexéi —admitió Ilia—, pero yo hablo de dinero y de mercados.
—No —insistió su hermano—. Hablas de hombres y de sus acciones. Y si todos los hombres actúan pensando solo en sí mismos, como tú propones, ¿en qué quedan entonces la religión, la disciplina, la obediencia y la humildad? Yo solo veo caos y codicia en eso. —No era frecuente que Alexéi diera tales muestras de elocuencia. Se notaba que hablaba con el corazón—. Lo siento, Ilia, pero si esa es tu idea de progreso, no coincide con la mía. Ese es el enfoque egoísta de Occidente, y tienes mucha razón al decir que viene de allí. Es contra lo que Rusia viene luchando desde hace siglos. Yo, nuestra Iglesia y sospecho que hasta nuestros siervos nos opondremos a ello mientras nos quede aliento.
Luego se levantó con tristeza y, tras desearles las buenas noches, los dejó solos.
Serguéi e Ilia continuaron conversando largo rato. Hablaron del viaje que Ilia tenía previsto iniciar en otoño; hablaron de literatura, filosofía y muchos otros temas. Era ya tarde cuando Serguéi expresó por fin sus reparos:
—¿Sabes, hermano, que Alexéi no iba tan desencaminado en lo que ha dicho? Tú insultas a nuestra pobre Rusia, pero te equivocas al juzgarla.
—¿En qué?
—En primer lugar —repuso Serguéi tras exhalar un suspiro—, quieres imponer la eficiencia en Rusia. Yo, con franqueza, lo considero imposible. ¿Por qué? Porque Rusia es demasiado grande y tiene un clima demasiado malo. Este es el páramo que los romanos nunca conquistaron. En Occidente comunican sus ciudades por medio de carreteras. ¿Y qué tenemos aquí? ¡Solo una! En todo el imperio, una carretera cubierta con grava que va de Moscú a San Petersburgo…, y que planificó ya Pedro el Grande, pero que no se llevó a cabo hasta 1830, cuando ya llevaba cien años muerto. En Europa hay ferrocarriles. ¿Y qué hay aquí? Comenzaron a construir uno para comunicar la capital de Rusia con la de Austria el año pasado, y el propio zar ha declarado que considera peligroso que la gente se desplace tanto de un sitio a otro. En Rusia no hay el ajetreo del oeste, hermano mío, y nunca podrá haberlo. Rusia será lenta e ineficiente hasta el día del Juicio Final. Y, si quieres que te diga la verdad, da igual que sea así.
»Eso entronca con mi segunda objeción. Tu recomendación para Rusia surge de la reflexión cerebral. Es lógica, razonada, está bien definida, y por eso precisamente es errónea.
»Los rusos nunca hallarán un incentivo en ese tipo de cosas. Eso es lo que Occidente no comprenderá nunca. Desde nuestro punto de vista, la profunda debilidad de Occidente radica en que no sabe que para mover a Rusia hay que conmover su corazón. El corazón, Ilia, no la mente. Inspiración, empatía, deseo, energía, cuatro elementos surgidos del corazón… Nuestro sentido de lo sagrado, de la auténtica justicia, de la comunidad, son cuestiones que entran en el dominio del espíritu y no pueden codificarse en un sistema de leyes y de normas. Nosotros no somos ni alemanes, ni holandeses, ni ingleses. Formamos parte de la sagrada Rusia, que es superior a todos ellos. Te lo digo yo, que me considero un intelectual y un europeo como tú.
—¿Eres, pues, de esos que sostienen que Rusia tiene un destino especial, distinto del reservado al resto de Europa, de ese grupo al que llaman eslavófilo? —preguntó Ilia, que había leído algo al respecto.
—Sí —confirmó Serguéi—, y te aseguro, Ilia, que esa es la única salida.
Luego, con la mente llena todavía de aquellos trascendentes pensamientos, los dos hermanos se dieron un afectuoso abrazo y se fueron a dormir.
A las diez de la mañana del día siguiente, Serguéi partió hacia Ucrania.
Alexéi Bobrov se encontraba de excelente humor mientras paseaba por Vladímir esa mañana de agosto.
Justo antes de salir de viaje, había recibido una carta de su hijo Misha en la que le anunciaba que se reuniría con ellos en Russka, donde pasaría los diez días de licencia que le habían concedido a su regimiento antes de regresar a San Petersburgo. «Llegará más o menos cuando vuelva yo», pensó con satisfacción Alexéi. Sería muy agradable tenerlo en casa.
El verano había sido bastante sosegado. Ese condenado de Savva Suvorin no había dado señales de vida. En la finca, a pesar del mal año que se presentaba en algunas zonas, las perspectivas de la cosecha eran magníficas. En el pueblo se había celebrado una boda: la hija de Arina, Varia, se había casado con el joven Timoféi Románov, el compañero de juegos de Misha. A Alexéi, ambos le caían bien. Los Románov eran siempre respetuosos. Él se había tomado un interés especial en el acto, había dispensado del pago de obrok durante un año a la joven pareja y había disfrutado otorgándoles su bendición en la boda. Dijera lo que dijese Ilia, así debían ser las cosas en Rusia.
Aparte, había desplegado cierta actividad en la región. Se había convertido en ayudante del regulador de la nobleza, cuya función consistía sobre todo en mantener los registros de la aristocracia de la zona. Eso le había dado la sensación de participar en un proyecto común, de modo que, como disponía de tiempo de sobra, realizaba numerosas visitas a otros propietarios de tierras «para mantener el contacto», como decía él.
Y, por encima de todo, le había sorprendido de manera muy positiva la esposa de Serguéi. Consideraba realmente asombroso que una joven tan sensata se hubiera casado con aquel hombre. Con él coincidía en casi todo, y aunque por educación no había querido ahondar en el tema, por ciertos comentarios que ella había dejado caer, deducía que tenía también una opinión acertada en lo referente a la afición a escribir de Serguéi. «Debo confesar —le había confiado la semana anterior— que hasta que me casé no me di cuenta de que se pasa el tiempo escribiendo. Pensaba que, además, hacía otras cosas.» Debía de ser muy duro para ella, pensaba Alexéi.
Lástima que Tatiana e Ilia no se llevaban tan bien con ella. En todo caso, con él era siempre muy agradable. «La verdad es que no me parece nada bien que Serguéi me haya dejado de esta manera en el campo —se había quejado un día hablando con Alexéi—, donde no hay nada en qué pensar en todo el día. —Luego le dedicó una encantadora sonrisa—. No sabe lo que agradezco su compañía.»
Alexéi se hallaba en Vladímir esa mañana de paso, de camino a la finca de un terrateniente, en cuya casa se quedaría unos días. Acababa de ver al gobernador y se dirigía a la catedral. Ninguna persona estaba más alejada de su pensamiento que la que le hizo detenerse de repente y gritar con los brazos abiertos:
—¡Mi querido amigo! ¿Qué le trae por aquí? ¿No va a ir a visitarnos?
Era Pinegin.
La fiesta que dieron en la casa fue una maravilla. Misha estaba contentísimo de encontrarse allí. Había llegado a Bobrovo un par de días antes de lo previsto y se había alegrado de encontrar a Nadia, la esposa de Serguéi. Tenía pocos años más que él y le pareció bastante guapa.
Era fácil comprender por qué el joven Misha Bobrov era popular en su regimiento. Pese a su parecido con su padre Alexéi, había importantes diferencias entre los dos. Físicamente era unos centímetros más bajo y tenía una constitución más ancha. En el plano intelectual, tenía ideas más avanzadas. Le encantaba sentarse con su tío Ilia y discutir sobre la vida. «Aunque nunca llegue a leer ni la centésima parte de lo que ha leído él, me gusta pensar que algo se me habrá contagiado por contacto», decía, muy risueño. Tenía, por último, un carácter optimista y tolerante.
—Sinceramente —le comentó en una ocasión Alexéi a Tatiana—, es el mejor ejemplar que ha producido la familia en mucho tiempo. Soy el primero en reconocerlo.
Hacía el mismo gesto ligeramente acariciador que su abuelo cuando tocaba a alguien en el brazo o lo acompañaba hasta la puerta. Incluso los accesos de mal humor de Alexéi se disipaban a menudo en cuanto veía a su hijo. Tal como tenía por costumbre, Misha dedicó el primer día de estancia en Bobrovo a estar con las personas queridas. Dedicó una hora a su abuela y el resto de la mañana lo pasó con Ilia. Encontró a su tío en un extraño estado de excitación que atribuyó a los preparativos del gran libro que iba a escribir. También fue al pueblo, a ver a Arina y a su viejo amigo Timoféi Románov y a su esposa. En resumidas cuentas, Misha estaba en casa y todo iba de maravilla en el mundo.
El desconocido, Pinegin, despertó su curiosidad. Guardaba un vago recuerdo de infancia de aquel hombre, que entonces vestía una casaca blanca y fumaba en pipa. Pinegin debía de tener unos cuarenta y cinco años, pero apenas había cambiado. El paso del tiempo le había dejado solo unas cuantas arrugas más en torno a los ojos y un color gris metálico en el pelo, que antes tenía de un tono tostado. Saludó a Misha con una sonrisa afable, aunque con un punto de recelo. «Ah —pensó Misha—, otro de esos taciturnos y solitarios militares de los fuertes fronterizos.» Le agradó advertir que Pinegin se llevaba bien con Nadia: charlaba con ella y con Tatiana en el porche, les contaba anécdotas, o las acompañaba si querían dar un paseo. Al fin y al cabo, eso era lo que se esperaba de un huésped.
Por eso, cuando la segunda tarde fue a reunirse con ellos en el paseo de detrás de la casa, Misha se quedó atónito al verlos abrazados en el claro que se abría justo fuera del parque.
Misha guardó silencio, paralizado por la incredulidad, mientras Nadia y Pinegin seguían besándose.
Qué fácil había sido. Quizá, pensaba Pinegin, en cierto modo, habría sido mejor si la muchacha hubiera querido al menos un poco a su marido. Sin embargo, no era así, y no tenía sentido perder el tiempo lamentándolo.
Le resultaba extraño encontrarse de nuevo en Russka.
«Debe ir, querido amigo. Yo regresaré dentro de pocos días. Mientras tanto, le ruego que distraiga al menos a las damas.»
Esas habían sido las palabras de Alexéi. Pensando en ellas mientras se dirigía hacia allí, Pinegin se había encogido de hombros. Qué extraño que se hubieran encontrado en aquella calle, cuando se disponía a disfrutar de un permiso en Moscú. De todos modos, cuando se creía en el destino, nada era sorprendente.
Habían transcurrido diecisiete largos años: diecisiete largos años de remotas campañas, fortalezas y puestos fronterizos. Expuesto a menudo al peligro, había mantenido siempre la frialdad, protegido por el destino. No obstante, el hecho de que un hombre llevara una vida heroica no garantizaba que lo tuvieran en cuenta en el centro, donde se decidían las promociones. A un tipo rico, como el marido de Olga, lo habrían ascendido; pero Pinegin seguía siendo capitán. Cabía la posibilidad de que un día le concedieran un grado más. Pero había en él algo distante, una tendencia a la soledad, que lo hacía improbable. Era como si prefiriera regirse por una ley exclusiva y particular.
Diecisiete largos años. Después de la campaña turca de 1827, había perdido el contacto con Alexéi. Aun así, incluso estando en lugares recónditos, había recibido noticias. Supo que Olga se había vuelto a casar. Se enteró de que Serguéi había regresado del exilio y leyó sus obras cuando aparecieron; también se enteró de su matrimonio con la hija de un general, y un compañero suyo se las ingenió para enviarle un retrato en miniatura de la muchacha; se enteró, finalmente, de que había perdido un hijo. En toda ocasión, aquellas incidencias relativas a la familia que lo había insultado pasaban a engrosar su memoria, donde permanecían como armas de un arsenal, encerradas bajo llave pero conservadas en perfecto estado por si hubiera que emplearlas.
Creyendo como creía en el destino, Pinegin consideraba que lo único que tenía que hacer era esperar a que, a su debido tiempo, los dioses le hicieran llegar una señal. Cuando tal cosa ocurriera, él estaría preparado. Ahora la señal se había producido y, con gélida calma, Pinegin había pasado a la acción. Era algo muy simple, inevitable. Humillación por humillación. Iba a seducir a la esposa de Serguéi.
Tal como había observado tiempo atrás Alexéi, Pinegin era, en efecto, peligroso.
Misha pasó el resto de la tarde decidiendo lo que debía hacer. Quería a su tío Serguéi y no podía permitir que aquello siguiera adelante. Además, dado que Pinegin llevaba solo unos días allí, era probable que las cosas no hubieran ido aún demasiado lejos.
Por ello, esa noche, mientras los demás jugaban a las cartas en el porche, buscó una excusa para salir a caminar a solas con Pinegin por el paseo de abedules. Aunque procuró mostrarse educado y afable, cuando llegaron al punto que quedaba frente al lugar donde Pinegin había besado a Nadia, planteó la cuestión.
—Esta tarde he estado aquí, ¿sabe?
Pinegin lo miró de soslayo con aire pensativo y dio una calada a la pipa sin decir nada.
—Conozco muy poco a mi tía —prosiguió sin alterarse Misha—. Se ha tenido que quedar sola aquí todo el verano, claro. Y es probable que yo haya malinterpretado lo que he visto. De todas formas no dudo que comprenderá, capitán Pinegin, que estando ausentes mi padre y mi tío, debo pedirle que haga lo posible para que no ocurra nada que redunde en deshonor de mi familia.
Pinegin seguía fumando en silencio.
No había contado con ese joven. Para él, lo principal era el acto. De hecho, había dejado en manos del destino la cuestión de que Serguéi descubriera o no que había llevado a cabo su venganza. Si se enteraba, tanto mejor: Pinegin no temía las consecuencias. El joven Misha era un testigo que, por algún motivo, los dioses habían agregado al decorado. Le había hablado con absoluta corrección, desde luego. No podía achacarle nada y no sabía cómo reaccionar.
Se volvió despacio y comenzó a desandar el camino, con Misha a su lado.
—Por nada del mundo querría un enfrentamiento con usted, Mijaíl Alexéievich —señaló por fin—. Sus palabras han sido atinadas. No le diré si ha habido una mala interpretación por su parte o no, pero estoy convencido de que no debería preocuparse más por este asunto. Quédese tranquilo, se lo ruego.
Interpretándolo como una promesa, Misha se dio por satisfecho.
Por ello su estupefacción fue superlativa cuando, al levantarse a la mañana siguiente, vio que Pinegin salía a hurtadillas de la habitación de Nadia.
Una hora después, lo retó a un duelo.
—Me temo que no puedo aceptar su desafío.
—¿Cómo dice? —contestó, airado, Misha.
—Que me niego a luchar contra usted —replicó Pinegin sin inmutarse.
—¿Niega haberse acostado con la esposa de mi tío en esta misma casa?
—No.
—¿Puedo saber entonces por qué declina el desafío?
—No quiero luchar contra usted.
—Entonces —declaró Misha, perplejo—, tendré que llamarle cobarde.
—Por eso, Mijaíl Alexéievich, sí lucharé contra usted. —Calló un momento—. ¿Consentirá en que elija yo el momento en que se efectúe el duelo?
—Cuando quiera. Cuanto antes, mejor.
—Cuando esté dispuesto, se lo haré saber. El año que viene, tal vez. Le prometo, con todo, que el enfrentamiento tendrá lugar.
Dicho esto se alejó, dejando a Misha sumido en el más absoluto desconcierto.
«¿Y ahora qué demonios hago?», pensaba.
A las diez de esa mañana, en Bobrovo se produjo un pequeño acontecimiento que casi pasó inadvertido.
Ilia Bobrov bajó despacio la escalera, se caló un amplio sombrero de ala ancha, cogió un recio bastón y abandonó la casa sin decir una palabra a nadie. Al poco rato, los aldeanos repararon con asombro en su voluminoso cuerpo, mientras avanzaba dando bufidos, con la cara roja a causa del desacostumbrado esfuerzo pero con expresión de torva obstinación. Nadie le había visto jamás caminar de ese modo. Una vez que hubo atravesado el pueblo, tomó el sendero que conducía al monasterio. Varias veces murmuró algo, sin detenerse.
Nadie le había prestado mucha atención a Ilia en los últimos tiempos. Aunque se lo veía más abstraído de lo habitual, y a veces había como un asomo de desesperación en su semblante, Tatiana lo había achacado a lo mucho que trabajaba, sin concederle mayor importancia. Por consiguiente, no tenía conciencia de que, después de todos aquellos meses de dedicación a su gran proyecto, Ilia había llegado a un punto de absoluta crisis, rayano en la depresión. La noche anterior la había pasado en vela; si alguien se hubiera encontrado con él por el camino, habría advertido que su mirada, que por lo general observaba el mundo con infinita placidez, permanecía fija al frente, como si solo pudiera satisfacerla la visión de un único objeto. Parecía un peregrino empeñado en una febril busca del Grial.
En cierto modo, lo era.
Ese mediodía, mientras Tatiana se encontraba en Russka con Pinegin, y Misha permanecía solo con sus pensamientos, en la casa, el silencio se vio turbado de improviso por una llamada a la puerta y unas risas.
Era Serguéi, que había vuelto de Ucrania con su amigo Karpenko.
Entró como un torbellino en la sala, con la piel atezada, distendido, rebosante de vida y humor. Al ver a Misha, profirió un grito de alegría y le dio un abrazo.
—¡Mira quién está aquí! —llamó a Karpenko—. ¡Mira en qué se ha convertido el osito Misha!
Ante Misha se hallaba un hombre muy distinto del nervioso joven que antaño miraba con adoración a Olga. Karpenko era un hombre encantador próximo a los cuarenta, con una lustrosa barba negra, unos ojos magníficos que irradiaban sensibilidad y una reputación de galán irresistible. «No sé cómo se las compone para que todas sean amigas suyas cuando las deja», comentaba con admirativo asombro Serguéi. Karpenko tenía motivos para estar contento. Había visto cumplidas la mayoría de sus expectativas. Tenía en su haber tres obras de teatro y editaba un próspero periódico en Kiev. Aparte, había visto cómo su amada Ucrania lograba un puesto de honor en la literatura. Su paisano ucraniano, el genio de la sátira Gógol, se había labrado una encumbrada posición en Rusia. Y para colmar su regocijo —confundiendo a todos aquellos que relegaban el ucraniano a la categoría de habla de campesinos—, su país había hallado por fin a un escritor de primera talla, el poeta nacional Shevchenko.
Misha observaba a la alegre pareja de amigos sin saber qué decir.
—Mañana iremos a Moscú —anunció Serguéi—. Y después a San Petersburgo. Karpenko y yo tenemos muchas ideas que poner en práctica. ¡Tomaremos por asalto la capital! ¿Dónde diablos está Ilia? —preguntó, mirando en derredor—. Los dos estamos impacientes por verle.
Después de mandar a los criados a que lo buscasen, Serguéi subió a ver a su mujer y regresó desconcertado.
—Es lo más raro que he visto nunca —le comentó a Misha—. Yo pensaba que odiaba el campo, y ahora resulta que quiere quedarse aquí un par de semanas más mientras nosotros vamos a Moscú. ¿Qué te parece? —Entonces reparó en la expresión turbada de su sobrino—. ¿Y ahora qué te pasa a ti, Misha?
Entonces Misha pensó que tenía que decírselo.
Esa tarde organizaron discretamente el duelo.
El lugar elegido fue el pequeño claro contiguo a los túmulos situados junto al camino del monasterio, donde era improbable que pasara alguien al amanecer. Dado que Pinegin no tenía padrino, Karpenko aceptó de mala gana cumplir aquella función porque así se lo pidió Serguéi.
La cena transcurrió con normalidad. Serguéi, Pinegin y Karpenko se enfrascaron en una educada conversación, en la que Misha trató de participar con igual aplomo. Habían acordado que ni Tatiana ni Nadia debían tener indicio alguno de lo que ocurría.
El único misterio perceptible era, de hecho, el paradero de Ilia, que por la tarde aún no había regresado. Como lo habían visto tomar el camino de Russka, no parecía que pudiera haberle sucedido nada grave. Después de cenar, Karpenko asumió la responsabilidad de entretener a las damas mientras Serguéi se retiraba a su habitación para ultimar los preparativos.
Tenía que escribir varias cartas. Una para Olga; otra para su madre; otra para su esposa. Las redactó con calma y atención. En la de su mujer no incluyó ningún reproche. La que le llevó más tiempo fue, curiosamente, la de Alexéi.
Con la caída de la tarde, cuando el sol comenzaba a hundirse tras la alta torre de vigilancia de Russka, los aldeanos de Bobrovo fueron testigos de un suceso aún más raro que el de la mañana.
Se trataba del regreso de Ilia.
Volvía, como antes, a pie. Estaba muy cansado y arrastraba los pies, pero no parecía importarle. En su cara había una expresión que podría describirse, en la medida en que aquello era posible en alguien tan gordo, como de éxtasis religioso.
Y es que Ilia había encontrado lo que buscaba.
Esa noche, mucho después de que se hubiera puesto el sol, compartió aquel maravilloso descubrimiento con Serguéi en la habitación de este último.
Representaron una escena algo extraña: un hermano cansado, conmocionado, ansioso de quedarse a solas con sus pensamientos hasta el alba; el otro, ignorante de lo que pasaba, con la cara encendida de excitación, empeñado en exponerle a su compañero unas reflexiones que para él eran importantísimas.
—La verdad, Seriozha —decía—, no podías haber venido en un momento más oportuno.
La gran crisis que Ilia había padecido era comprensible. Había estado trabajando todo el verano en su libro. Todos los momentos del día y parte de la noche los había consagrado a él. En agosto había definido ya un proyecto para una nueva Rusia, una Rusia moderna, con leyes e instituciones inspiradas en Occidente y una vigorosa economía, «tal vez comparable a la de los comerciantes y campesinos libres de América». El plan de Ilia era, en realidad, irreprochable. Era inteligente, práctico, lógico: detallaba las medidas mediante las cuales Rusia podía transformarse en una nación igual de libre y próspera que cualquier otra.
Pero, de improviso, Ilia había sentido que el suelo cedía bajo sus pies.
Mientras escuchaba las ansiosas explicaciones de su hermano, Serguéi no dejaba de advertir el lado cómico de la situación. Imaginaba al pobre Ilia recorriendo, ceñudo, su habitación, sacudiendo la cabeza, abrumado por los problemas de Rusia y del universo. Aun así, comprendía y respetaba el conflicto de Ilia, que no tenía nada de risible, pues representaba la tragedia de su país, una tragedia que él mismo expresó en pocas palabras.
—Ahí está el inconveniente, Seriozha. Cuanto más razonable me parecía mi plan, más incisiva se hacía una voz instintiva que me decía: «Esto no tiene sentido. Esto no va a funcionar nunca». —Sacudió con pesar la cabeza—. Perder la fe en el propio país, el país que uno ama, Seriozha, sentir que precisamente por tener sentido el plan concebido está condenado al fracaso… es algo terrible, amigo mío.
No se trataba de un sentimiento infrecuente; Serguéi había conocido a muchos hombres reflexivos, algunos integrados en la Administración, que padecían exactamente la misma paradoja. Como muchos hombres que lo precedieron y como los muchos que sin duda vendrían tras él, el civilizado occidentalizante Ilia veía cómo su propia percepción instintiva de su Rusia natal socavaba, burlona, sus convicciones.
Pese a ello, había persistido en su proyecto todo el verano.
—Esa tenía que ser la obra de mi vida, Seriozha. No podía renunciar a ella sin más. No podía aceptar que era un ejercicio fútil, ¿entiendes? Era lo único que tenía.
Semana tras semana, se había aplicado para mejorar y refinar su labor sin que se disipara por ello su inquietud, hasta que al final, después de una noche en blanco, aquella mañana había llegado a un callejón sin salida. No podía continuar.
Entonces, en un estado de extremo nerviosismo, Ilia había salido de la casa y se había dirigido al monasterio, cosa que no había hecho en muchos años. Ni él mismo sabía muy bien qué lo había llevado allí, quizás un recuerdo de infancia o el instintivo impulso de recurrir a la religión que se experimenta cuando se desmorona todo lo demás.
Había deambulado por el recinto del monasterio durante varias horas sin que mejorara su estado de ánimo. Luego se le había ocurrido ir a ver el pequeño icono de Rublev que su familia había legado al centro siglos atrás.
—Al principio —contó— no he sentido nada. Era solo una pintura ennegrecida.
Pero, luego, Ilia había tenido la impresión de que poco a poco el icono ejercía un efecto sobre él. Se había quedado una hora contemplándolo, y a continuación otra más.
—Y entonces, Seriozha, por fin he tenido una certeza. —Asió con excitación el brazo de Serguéi—. He sabido qué tenía de erróneo mi propósito. Era exactamente lo que tú me habías dicho, mi querido Seriozha. Intentaba solucionar los problemas de Rusia con la cabeza, con la lógica. Debía haber empleado el corazón —reconoció con una sonrisa—. Me has convertido. ¡Soy un eslavófilo!
—¿Y tu libro? —le preguntó Serguéi.
—Ahora ya no tengo necesidad de viajar al extranjero. La respuesta a las necesidades de Rusia se encuentra aquí, en Rusia. —Con unas cuantas palabras, trazó el bosquejo de su nueva postura—. La Iglesia es la clave —aseguró—. Si la fuerza motora de Rusia no es la religión, el pueblo reaccionará con apatía. Podemos tener leyes al estilo occidental, jueces independientes y puede que incluso parlamentos, pero solo será posible si emanan de un proceso gradual de renovación espiritual. Esa es la prioridad.
—¿Y Adam Smith?
—Las leyes de la economía siguen siendo válidas, pero nosotros debemos organizar las granjas y los talleres con una base colectiva, para el bien de la comunidad y no solo del individuo.
—Entonces no será como en Occidente.
—No. Rusia nunca será como Occidente.
Serguéi esbozó una sonrisa. Ignoraba si su hermano estaba en lo cierto, pero le alegraba ver que al menos para él se había acabado la angustia. Sin lugar a dudas, el debate entre quienes miraban hacia Occidente y quienes consideraban a Rusia distinta continuaría. Tal vez nunca se resolvería.
—Es muy tarde. ¿Podría descansar un poco? —rogó.
Al final consiguió convencer a Ilia para que se fuera.
Todavía quedaban unas horas hasta el amanecer. Mientras transcurrían, a su mente volvía una y otra vez la imagen de Olga.
En el claro reinaba el silencio. La tenue capa de rocío que cubría los pequeños túmulos funerarios lanzaba destellos al recibir los primeros rayos del sol. Desde allí se divisaba, no muy lejos, el monasterio, cuyas campanas habían dejado de sonar un momento antes.
Los dos adversarios se habían quedado en mangas de camisa. El leve frescor del aire le provocó un escalofrío involuntario a Serguéi.
Karpenko y Misha, muy pálidos, les entregaron las pistolas que acababan de cargar.
«Sé que el duelo debe llevarse a cabo —no paraba de repetirse Misha—. Es el único desenlace honroso. Pero, de todas formas, es una locura. Es irreal.»
Ni siquiera los pájaros quebraron el silencio cuando los dos oponentes se alejaron el uno del otro contando los pasos. Solo se oía el quedo sonido que producía el roce de sus pies sobre la húmeda hierba.
Se volvieron y sonaron dos detonaciones.
Los padrinos se precipitaron, profiriendo un grito, hacia Serguéi.
No fue casualidad que la bala le diera de lleno en el corazón. Desde su primera juventud, no se sabía de ninguna ocasión en que Pinegin hubiera errado un disparo. En las defensas de las fronteras del sur, gozaba de una envidiable fama como tirador: por eso Alexéi había comentado años antes que era un hombre peligroso.
Cuando Alexéi regresó a Russka esa tarde y se enteró de lo ocurrido, no pudo contener las lágrimas. Pinegin partió de inmediato a petición suya.
Horas más tarde tendría lugar un acontecimiento totalmente inesperado.
La carta que Serguéi había dejado para Alexéi era sencilla y a la vez conmovedora. En primer lugar, pedía perdón por el mal que hubiera podido causar a la familia. Le confesaba lo mucho que le había costado perdonarle por haber sido el responsable de su exilio en los Urales, pero le daba las gracias por la moderación de que había hecho gala en los años posteriores. Al final le pedía tan solo una cosa.
En mi vida he sido responsable de un gran agravio. Quizá tú no opines igual porque actúas al amparo de las leyes vigentes sobre la servidumbre, pero yo considero que, cuando por mi imprudencia precipité la captura de Savva Suvorin, cometí una terrible injusticia. Ya sé que tú tienes la conciencia tranquila en ese sentido, pero yo no. No puedo evitarlo.
Sé por nuestra madre que te ha ofrecido una cuantiosa suma de dinero por su libertad. Si sientes algún afecto por mí, Alexéi, te ruego que lo aceptes y dejes libre a ese pobre hombre.
Alexéi leyó la carta dos veces seguidas. En ambas ocasiones, reparó en aquella corta frase —«Ya sé que tú tienes la conciencia tranquila en ese sentido»— y sacudió la cabeza con pesar, recordando los billetes de banco que había mantenido escondidos todos aquellos años.
Como consecuencia de ello, esa noche, tras un inútil forcejeo de décadas, Savva Suvorin se quedó atónito cuando, al acudir a la casa de los Bobrov, tal como le habían mandado, Alexéi le anunció con una fatigada sonrisa:
—He decidido aceptar tu oferta, Suvorin. Eres un hombre libre.
1855
Sebastopol. A veces, Misha Bobrov tenía la impresión de que nadie saldría de allí nunca más.
«Estamos atrapados —pensaba todos los días—, como náufragos en una isla desierta.»
Y, sin embargo, de todos los hombres que defendían la ciudad, de todos cuantos luchaban en aquella insensata guerra de Crimea, no había seguramente nadie en una posición más extraña que la suya. «Porque aunque luche por sobrevivir en Sebastopol —cavilaba—, deberé hacer frente a una sentencia casi segura de muerte si consigo salir de esta.» Casi le encontraba el lado divertido a aquella situación tan absurda y paradójica. «Al menos —se consolaba, pensando en el pequeño Nicolái, que había nacido el año anterior—, puedo dar gracias a Dios porque dejaré un hijo.»
Su sensación de hallarse en una isla desierta en Sebastopol no era tan descabellada. Aquel gran puerto fortificado quedaba rodeado por una cadena de amarillentas colinas cerca del extremo de la península de Crimea, no lejos de la antigua capital tártara de Bajchisarái. Por el sur, delante de sus imponentes murallas, estaban apostadas las fuerzas de las tres principales potencias europeas: francesas, británicas y turcas. Sebastopol llevaba once meses sometida al bombardeo de su artillería, superior en todos los sentidos a la de los rusos. Sus elegantes plazas y amplias avenidas habían quedado en su mayoría reducidas a un montón de escombros. Solo la infinita obstinación y el heroísmo de los soldados rusos de a pie habían impedido la caída de aquella plaza fuerte.
Los que llegaban a ella desde el norte cruzaban la bahía en un pontón. Por el oeste, los rusos habían hundido, en la bocana de la bahía, su anticuada flota para impedir la entrada de los barcos aliados. «Era el mejor destino que podían dar a nuestras embarcaciones —reconocía Misha—, puesto que son inútiles para luchar contra las modernas flotas de los franceses o los ingleses.» Más allá de la hilera de cascos sumergidos, en las aguas del mar Negro, los barcos aliados componían una línea en el horizonte, bloqueando sin mayor problema Sebastopol.
Qué guerra más loca era aquella. Por un lado, Misha suponía que era inevitable. Desde hacía generaciones, Rusia venía aprovechando la cada vez más acusada decadencia del Imperio otomano para ampliar su influencia en la zona del mar Negro. Catalina la Grande había soñado con apoderarse incluso de la antigua Constantinopla. Y si alguna vez Rusia lograra controlar las provincias de los Balcanes, entonces sus flotas podrían pasar sin traba al Mediterráneo por el estrecho que lo comunicaba con el mar Negro. Así pues, no era de extrañar la suspicacia creciente con que las otras potencias europeas observaban cómo Rusia iba arañando terreno a los turcos.
No obstante, la causa concreta de la guerra no fue una maniobra de poder. En el papel que había asumido como defensor de la ortodoxia, el zar Nicolás se había visto implicado en una disputa con el sultán a raíz de la supresión de algunos de los privilegios de que disfrutaba la iglesia ortodoxa en su imperio. El zar había mandado tropas a la provincia turca de Moldavia, a modo de advertencia. Turquía había declarado la guerra, y de inmediato las potencias europeas, convencidas de que el zar apuntaba mucho más alto en sus ambiciones, se sumaron al conflicto.
En realidad, fueron tres los escenarios de aquella confrontación. Uno se hallaba junto al Danubio, donde los austriacos contenían a los rusos; otro en la cordillera del Cáucaso, donde los rusos arrebataron una importante plaza fuerte a los turcos; y el último en la península de Crimea, en el mar Negro, que los aliados atacaban porque era la base de la flota rusa.
Fue una guerra confusa. Aunque tuvo sus momentos de heroísmo, como la temeraria carga de la caballería inglesa contra los rusos en Balaklava, consistió sobre todo en un prolongado punto muerto, con las fuerzas de ambos bandos atrincheradas en torno a la península y una mortandad atribuible, más que a los combates, al tifus, que se llevó muchas vidas pese a los esfuerzos de Florence Nightingale y de otras como ella que se afanaban en cuidar a los enfermos de ambos lados.
Por encima de todo, al margen de cuál fuera el desenlace final, la guerra fue una humillación para Rusia. Enseguida quedó claro que las armas y las técnicas del ejército ruso estaban desfasadas sin remedio. Su flota de barcos de madera podía vencer a los turcos, pero frente a los franceses o los británicos resultaba irrisoria. El prestigio del zar ruso cayó en picado en el extranjero. Dentro de Rusia, el apoyo a su autocracia también se resintió mucho.
—Nuestro país no funciona, eso es lo que pasa —se quejaba la gente.
—¿Sabías —le dijo en tono irritado un oficial a Misha— que a esos aliados que nos tienen bloqueados les llegan los suministros de sus países más deprisa de lo que tardan en llegarnos a nosotros de Moscú? ¡Son países modernos contra un imperio que aún está en la Edad Media!
La guerra había comenzado en 1854. A finales de ese año, hasta el más humilde de los reclutas tenía asumida una devastadora verdad: «El imperio del zar, nuestra sagrada Rusia, no funciona».
«Si salgo de esta, renunciaré a mi grado y me iré a vivir a Russka», había resuelto Misha. Su padre e Ilia habían fallecido, y se necesitaba a alguien para dirigir la finca. «De todas formas —concluía—, ya estoy harto.»
Llevaba tan solo una semana en Sebastopol cuando se encontró con Pinegin.
Prácticamente, se había olvidado de él y, de repente, ahí aparecía, casi con el mismo aspecto: capitán todavía, con el pelo de color gris metálico apenas un poco más ralo, el rostro atezado tan impasible como siempre y la pipa encajada entre los labios como de costumbre.
—Ah, Mijaíl Alexéievich —dijo, como si aquel encuentro fuera lo más previsible del mundo—, tenemos un asunto que zanjar, me parece.
¿De veras era posible, se preguntaba a veces Misha, que después de todos aquellos años Pinegin hablara en serio? De hecho, al principio se había inclinado por considerar su actitud una especie de juego macabro.
Con el correr de los meses, sin embargo, se había dado cuenta de que el rígido código de honor de Pinegin no daba margen a otra salida. Misha lo había acusado de cobarde y tenían que enfrentarse. El hecho de que hubieran transcurrido diez años antes de que el azar los reuniera de nuevo era para él un detalle accesorio, desprovisto de importancia.
Todas las normas de conducta militar prohibían los duelos en periodos de servicio activo.
—Pero cuando esto acabe, si los dos seguimos con vida, podremos dirimir nuestras diferencias —dijo Pinegin, muy sosegado.
No había nada que hacer. «De lo que se deduce que, si no media un milagro, me va a matar», pensaba.
Durante aquel terrible cerco se encontraron, de hecho, muchas veces. Allí, en aquel puerto asediado por el enemigo y la enfermedad, donde los soldados perecían por millares, aquellos dos hombres —diferenciados por su extraña empatía, según creía Misha, como dos espíritus llegados de otro mundo— seguían manteniendo un educado trato cada vez que se veían. Casi parecían amigos. Una vez, después de un bombardeo que causó cientos de bajas, se ayudaron mutuamente para retirar heridos de un edificio en llamas. En otras ocasiones, Misha veía a Pinegin desplazándose con aplomo entre los enfermos, indiferente al riesgo de contagio. Escribía en silencio cartas que le dictaban los soldados postrados en cama o permanecía sentado a su lado, fumando en su pipa mientras les hacía compañía. Era un oficial perfecto, rumiaba Misha, un hombre sin miedo.
Sin embargo, había matado a Serguéi y, sin duda, acabaría también con su vida.
Así iban pasando los meses. En marzo de aquel año, el zar Nicolás había muerto y su hijo Alejandro II lo había sucedido en el trono. Aunque corrían rumores de que la guerra estaba punto de terminar, las negociaciones no llegaban a buen puerto y el lúgubre asedio seguía prolongándose. En agosto, los aliados habían interceptado un contingente ruso de relevos. Tres semanas más tarde, los franceses habían tomado uno de los principales reductos y se negaban a devolverlo.
Era la mañana del 11 de septiembre cuando por fin llegó la noticia. Se propagó por el puerto como un quejido; este se convirtió luego en un murmullo y, a continuación, en un colosal gemido preñado de desasosiego:
—Retirada.
Iban a retirarse. De repente, comenzaron a enganchar los caballos de carga y a trasladar a los heridos a los carros. En las calles y las avenidas se instauró la confusión que acompaña al tremendo esfuerzo final que debe realizar un ejército para abandonar con un mínimo de orden el escenario del conflicto.
A media mañana se designaron varias decenas de unidades especiales que debían cumplir una importante misión: volar los muros defensivos que aún se mantenían en pie en Sebastopol.
—Si el enemigo quiere este sitio, va a encontrar solo ruinas —señaló el oficial bajo cuyo mando estaba Misha—. Me han pedido que aporte varios oficiales y hombres. Debéis presentaros ahora mismo en la novena compañía.
La casualidad quiso que a Misha le adjudicaran en aquella ocasión como superior al capitán Pinegin.
Fue una tarea arriesgada llegar hasta su primer objetivo. Mientras cruzaban una plazuela, una granada pasó silbando por encima de ellos para caer en una casa situada a cien metros; la explosión provocó un estremecimiento en el suelo. En la angosta calle por la que tenían que pasar a continuación, había dos granadas sin estallar encima de los escombros. Al final llegaron, no obstante, a su punto de destino, un sector de muralla que había sido levantada para situar allí los cañones. Para acceder a él había que pasar, sin embargo, por un trecho que, ya fuera por desidia o por simple estupidez, no había sido convenientemente protegido y constituía un azaroso trayecto, tanto más cuanto que, justo enfrente, entre las ruinas, había apostado un grupo de francotiradores franceses. Mientras realizaban ese recorrido, Pinegin lo había empujado en dos ocasiones contra el suelo para evitar la trayectoria de una bala.
La tarea concreta que debían realizar una vez llegados al lugar era sencilla. Los soldados llevaban barriles de pólvora. Misha y Pinegin lo disponían todo con cuidado, dejando una mecha. Antes de encenderla, ordenaban alejarse a los hombres con el resto de los explosivos.
En cierto momento, mientras los dos trabajaban, se instaló un extraño silencio. Los francotiradores seguían en sus puestos, no cabía duda, pero esperaban a que se dejaran ver, y se había producido una breve pausa en los bombardeos. Una tenue brisa agitaba la tibieza del aire y en el cielo azul lucía un sol radiante.
Entonces Misha cayó en la cuenta de que podía cometer un asesinato.
Estaban prácticamente solos. Sus hombres se encontraban a varios centenares de metros, fuera de la vista. No había nadie más. Pinegin no iba armado. Estaba agachado de espaldas a él, con la mecha en las manos, al amparo de las miradas de los francotiradores.
¿Quién iba a enterarse si se decidía a hacerlo? Sería muy sencillo. Solo tenía que dejar de ocultarse un instante tras el parapeto, lo justo para atraer el disparo de un francotirador. Bastaría un solo disparo para que lo oyeran sus hombres. Y después… Apoyó la mano en la pistola. Otro disparo suyo, daba igual adónde apuntara. La nuca sería un buen sitio. Dejaría a Pinegin allí, volaría el muro y diría que un francotirador había abatido al capitán. Nadie sospecharía nada.
¿Era realmente posible que él, Misha Bobrov, cometiera un asesinato? Le asombraba comprobar que sí. Quizá se debiera a que los meses de permanencia en aquel infierno le habían inoculado cierto desprecio por la vida humana, pero no creía que esa fuera la razón. No, reconoció sin tapujos, lo que lo movía era el mero instinto humano de supervivencia. Pinegin iba a matarlo a sangre fría. Él iba a hacer lo mismo, adelantándose a su disparo.
¿Y qué se interpondría para impedírselo? ¿La moralidad? ¿Qué moralidad había, al fin y al cabo, en un duelo en el que los dos contrincantes llegan al acuerdo de cometer un asesinato? ¿Acaso la vida de Pinegin valía tanto comparada con la suya? Él tenía una esposa y un hijo en casa, mientras que aquel hombre no poseía nada, aparte de su impasibilidad y su extraño orgullo. No, concluyó Misha, no había nada que le prohibiera matar a Pinegin, excepto una cosa.
La convención. Solo eso. ¿Poseía tanta fuerza la convención como para que sacrificara la vida por ella? Aquella convención en particular era un código de honor que, bien mirado, tenía mucho de locura.
Continuaba inmóvil, con la mano todavía apoyada en la culata, cuando Pinegin se volvió y lo miró. Por la forma en que sus pálidos ojos azules lo escrutaban sin perder detalle, Misha comprendió que había adivinado sus pensamientos.
Entonces Pinegin sonrió y luego volvió a darle la espalda, concentrado de nuevo en la mecha.
Al cabo de unos minutos encendieron la mecha y observaron cómo se alejaba la chispa por encima de la pared hacia su destino. Justo antes de que alcanzara los barriles, se agacharon conteniendo el aliento, pero, inexplicablemente, no sucedió nada.
—Malditos suministradores —murmuró Pinegin. Últimamente había habido problemas con todos los suministros que llegaban al ejército, desde víveres hasta municiones—. Sabe Dios qué defecto tendrá. Espere aquí —le ordenó.
Acto seguido se alejó corriendo por el muro, con la cabeza agachada. Justo antes de que llegara a los barriles, una solitaria bala de un francotirador pasó silbando, inofensiva, por encima de él.
A continuación, los barriles estallaron.
1857
Cuando a finales de 1857, Misha Bobrov regresó por fin a Russka se encontró con un hecho desconcertante.
Tenía relación con Savva Suvorin y el sacerdote.
Había, desde luego, cuestiones más trascendentales a las que dedicar el tiempo. El nuevo reinado de Alejandro II parecía traer consigo muchas transformaciones. La guerra de Crimea había concluido con unas condiciones humillantes para Rusia. El país había perdido su derecho a mantener una flota en el mar Negro, pero nadie tenía fuerzas para reanudar las hostilidades. «Primero —opinaba Misha—, el zar debe solucionar las cosas en Rusia, porque esta guerra nos ha llevado al borde de la ruina.» Todo el mundo era consciente de que debían producirse cambios.
De todas las posibles reformas que barajaba la opinión pública, ninguna era más importante ni iba a tener más repercusiones para Misha que la eventual emancipación de los siervos.
En los años 1856 y 1857, toda Rusia era un hervidero de rumores al respecto. Desde el extranjero, el escritor radical Herzen enviaba a Rusia su revista La campana, en la que reclamaba del zar la liberación de sus súbditos. En la misma Rusia, los soldados que regresaron del frente habían iniciado un rumor, que prendió como la pólvora, según el cual el nuevo zar había concedido ya la libertad a los siervos pero los terratenientes obstaculizaban la divulgación del bando.
Aun cuando personalmente consideraba deseable la emancipación, Misha Bobrov mantenía una gran calma en medio de aquel clima de efervescencia.
—La gente se equivoca con el nuevo zar —le comentó a su esposa—. Dicen que será un reformista, y quizá lo sea, pero en el fondo es una persona muy conservadora, igual que su padre. Lo que lo salva es su carácter pragmático. Hará lo que tenga que hacer para mantener el orden. Si para eso hay que liberar a los siervos, lo hará. Si no, dejará las cosas como están.
El miedo hacía mella, no obstante, en muchos terratenientes.
—Le expondré un truco muy útil —le dijo uno de ellos—. Algunos de nosotros nos tememos que, si se da la emancipación, tendremos que entregar a los siervos la tierra que trabajan. Pero hay una forma de desvincular a los siervos de la tierra, y es convertirlos por el momento en criados domésticos. Entonces, si ocurriera tan terrible acontecimiento, uno podría alegar que sus siervos no trabajan tierra alguna y quizá no tuviera que darles nada en absoluto.
De hecho, Misha descubrió a un propietario de la provincia cuyas tierras estaban sin cultivar, pero que, de repente, había incorporado a cuarenta lacayos a su servicio.
—Es una argucia tonta e impresentable —le dijo a su esposa.
Los siervos de los Bobrov siguieron realizando sus tareas habituales.
Fuera cual fuera la naturaleza de los cambios que habrían de afrontar, Misha tenía intención de permanecer en su casa. Aparte de Bobrovo, había heredado la finca de Riazán de Ilia. «Me consagraré a la agricultura y al estudio», se propuso. Cinco años antes, tras la muerte de Ilia, había descubierto el manuscrito inacabado de la gran obra de su tío. «Quizá pueda terminarlo yo», aventuró.
Ciertamente, tenía muchas cosas en que pensar, pero, aun así, le tenía intrigado aquella cuestión concerniente a Suvorin y el sacerdote.
«Darle la libertad a Suvorin traería una consecuencia que no me gusta nada —le había dicho siempre Alexéi—, y es que en cuanto pueda actuar sin traba, comenzará a traer a los viejos creyentes aquí y a convertir gente. Y yo le he prometido un sinfín de veces al párroco que no permitiría que eso ocurriera.»
Durante los años que estuvo en el Ejército, Misha se había olvidado casi de aquello. De todos modos, ahora había comenzado a hacer algunas pesquisas y no tardó en llegar a la conclusión de que se había hecho realidad lo que preveía su padre.
La empresa de Suvorin crecía como la espuma. La máquina importada de Inglaterra para la fábrica de algodón había sido un éxito rotundo. Savva Suvorin empleaba a la mitad de los habitantes de Russka. Su hijo Iván estaba al frente del negocio en Moscú. Aunque no era seguro que todos los trabajadores de los Suvorin fueran viejos creyentes, Misha no tenía duda de que había un núcleo de estos en la fábrica, y era evidente que el duro golpe que había supuesto la reciente legislación para algunos de los grupos de viejos creyentes, incluidos los teodosianos radicales, no había impedido que allí siguieran respetándose, sin apenas disimularlo, cierto tipo de observancias. Timoféi Románov, por ejemplo, no tuvo ningún inconveniente en enseñarle a Misha la casa de Russka donde se reunían a rezar.
Pese a todo ello —y ahí radicaba el enigma—, el sacerdote de la población no había expresado protesta alguna.
La primera vez que Misha le había preguntado por la cuestión, el sacerdote había negado la misma existencia de los viejos creyentes.
—La congregación de Russka es leal, Mijaíl Alexéievich. Me parece que no tenéis de qué preocuparos.
Su barba pelirroja viraba hacia el gris y estaba más gordo que nunca. «Sea nutrida o no la congregación —pensó Misha—, lo que sí salta a la vista es que está bien alimentado.»
En una ocasión, movido por la curiosidad, Misha planteó la pregunta a Savva Suvorin.
—¿Viejos creyentes? —contestó este encogiéndose de hombros, al tiempo que le dedicaba una mirada de desdén desde su encumbrada estatura—. No sé nada de eso.
La mañana de un domingo de diciembre, Misha tuvo su modesta revelación. Se encontraba en la plaza central de Russka poco después de la misa, a la que habían asistido pocos fieles. Se habría ido a casa, pero, como a esa hora solía llegar el trineo que llevaba los periódicos de Vladímir, resolvió quedarse un rato con la esperanza de ponerse al corriente de las últimas novedades.
Todavía esperaba cuando se fijó en el pelirrojo sacerdote, que había salido de la iglesia y se encaminaba pesadamente hacia su casa. Con él iba un individuo de aspecto más bien arisco, también pelirrojo, a quien Misha reconoció vagamente. Era el hijo del sacerdote, Pablo Popov, que, según tenía entendido, trabajaba de escribiente en Moscú. Era un miembro más de la ingente masa de funcionarios de categoría inferior que, por aquel entonces, complementaban su magro sueldo con todos los sobornos y corruptelas en los que les era posible participar.
Mientras observaba al padre y al hijo con un punto de desprecio, Misha tuvo ocasión de presenciar algo extrañísimo. Savva Suvorin entró en la plaza y, cuando estuvo cerca de ellos, dirigió al sacerdote una leve inclinación de cabeza, casi como la que dispensaría a un empleado. Lo raro fue que, en lugar de pasar de largo, tanto el sacerdote como Pablo Popov se detuvieron para efectuar una profunda reverencia. El significado de aquel gesto era inconfundible. No se trataba de la educada reverencia con que se saludaban el sacerdote y Misha, sino de la clase de reverencia que reserva el criado para el amo o el obrero para el patrón. Esa última era la que habían dedicado, padre e hijo, al antiguo siervo.
Entonces Misha comprendió.
En ese preciso momento, el trineo que esperaba entró por las puertas de Russka y desembocó con un cascabeleo en la plaza.
En lugar de acudir a su encuentro, Misha cedió a un impulso que acababa de adueñarse de él. Nunca había sentido gran simpatía por el sacerdote, y aquella era una oportunidad perfecta. Cruzó la plaza y, justo cuando el párroco llegaba al centro, lo interpeló en voz bien alta.
—Dígame, ¿a cuánto asciende la suma? ¿Cuánto le pagan Suvorin y sus viejos creyentes por cederles a sus fieles?
El sacerdote se puso rojo como la grana. ¡Había dado en el clavo!
De todos modos, Misha no llegó a recibir ninguna respuesta, pues en ese instante sonó un apasionado grito en el otro extremo de la plaza, donde estaban descargando los periódicos.
—¡Es oficial! ¡El zar ha ordenado la libertad de los siervos!
Entonces Misha se olvidó incluso del sacerdote y se apresuró a cruzar la plaza.