Iván
1552
Lenta, muy lenta, se repetía la cadencia de los remos hundiéndose en el agua.
Por el Volga, el poderoso Volga, llegaban remontando el cauce los barcos.
Por el infinito cielo otoñal pasaban de vez en cuando unas pálidas nubes, y como los barcos, como sus sombras, cruzaban las oscuras aguas mientras el sol se escondía poco a poco en la lejana orilla. Por el Volga, el poderoso Volga, volvían desde la estepa a su lugar de origen los barcos.
A veces izaban las velas, pero con mayor frecuencia remaban. Desde la orilla del inmenso río no se oía el sonido de sus remos; solo llegaba, tenue, el lastimero eco de los rítmicos cantos de los remeros.
El Volga, el poderoso Volga.
Borís no sabía cuántos barcos había. En el este había quedado, simplemente como guarnición, una parte del ejército. El grueso de las fuerzas regresaba a la ciudad fronteriza de Nizhni Nóvgorod. Volvían victoriosas, pues los rusos acababan de conquistar la imponente ciudad tártara de Kazán.
Ahora, aquella ciudad era rusa.
Todos los días viajaban desde el alba hasta que sus sombras se alargaban tanto que unían cada embarcación con la de atrás, de tal forma que, en lugar de semejar, desde lejos, una procesión de oscuros cisnes, parecían convertirse en serpientes que reptaban sobre las aguas transformadas en fuego por la puesta de sol. En la orilla, mientras tanto, la última luz rojiza proyectada por la inmensidad del cielo producía un sobrecogedor efecto en los sotos de pelados alerces y abedules. Se hubiera dicho que eran ejércitos que, lanzas en ristre, aguardaban en las riberas para saludarlos.
Borís estaba sentado en uno de los barcos. Tenía dieciséis años. Era de estatura media y complexión aún delgada. La cara ancha con rasgos turcos, los ojos de color azul oscuro y el cabello castaño, y llevaba una barba larga y poco poblada. Como miembro de la caballería, vestía una gruesa chaqueta de lana acolchada que, en general, impedía el paso de las flechas. Se había puesto sobre los hombros un abrigo de piel para protegerse de la fría brisa del río. Llevaba colgado un corto arco turco y a sus pies reposaba, envuelta en una funda de piel de oso, un hacha.
Era un joven de alcurnia: su nombre completo era Borís, hijo de David, de apellido Bobrov, y si alguien le hubiera preguntado de dónde era, habría respondido que sus tierras se hallaban al lado de Russka.
Nadie le prestaba atención, pero de haberlo hecho habrían advertido un aire pensativo y una exaltación en su rostro, en especial cuando tendía la mirada hacia el primer barco que los guiaba de regreso al este.
En ese barco viajaba un hombre de veintidós años: el zar Iván.
Iván, el sagrado zar, autócrata de todas las Rusias. Ningún dirigente había asumido antes tales títulos. Era, además, el primero que tenía la capital en Moscú.
El ducado de Moscovia había adquirido ya un tremendo poder. Una a una, las potentes ciudades del norte de Rusia habían sucumbido a Moscú y sus ejércitos. Tver, Riazán, Smolensk y hasta la altiva Nóvgorod habían renunciado a su antigua independencia. Aquel nuevo Estado no era una federación; el príncipe de Moscú era igual de despótico que lo había sido antes el kan tártaro. Obediencia absoluta al centro: esa era la doctrina de los príncipes de Moscú.
«Solo de este modo —alegaban sus partidarios—, el Estado recuperara su antigua gloria.»
Quedaba mucho camino por recorrer para ello. La mayor parte de la zona occidental de Rusia y los territorios de la antigua Kiev en el sur estaban todavía en manos de la pujante Lituania. Más lejos, al otro lado del mar Negro, una nueva potencia musulmana, la de los turcos otomanos, se había apoderado de la vieja Constantinopla —llamada a partir de entonces Estambul—, y su imperio ganaba terreno con cada generación. Católicos por el oeste, musulmanes por el sur. Y, por el este, los tártaros venían realizando con regularidad incursiones desde las estepas. Atravesaban el Oká y llegaban más allá de la pequeña población de Russka e incluso hasta las blancas murallas de Moscú.
Para Borís, lo que hacía más odiosos a los tártaros no eran los saqueos y los incendios que llevaban a cabo, sino los raptos de niños. Recordaba perfectamente que de pequeño había permanecido temblando de miedo y de rabia dentro de los muros del monasterio mientras ellos pasaban cabalgando, con grandes cestos atados a los caballos en los que metían a los desdichados chiquillos que atrapaban. Había distintas medidas defensivas dispuestas ante ellos: el asentamiento de vasallos —tártaros que antes fueron hostiles también— al otro lado del Oká; luego estaban los fortines, las barreras de madera y las ciudades amuralladas con guarniciones. Ninguno de aquellos obstáculos había sido, no obstante, capaz de contenerlos.
Sin embargo, ese año todo había cambiado, ya que habían encontrado un adalid.
Borís esbozó una sombría sonrisa. A sus pies yacían, maniatados, dos tártaros que había capturado él mismo y a los que iba a enviar a su pobre finca de Russka. Así aprenderían los tártaros quién mandaba allí.
Pronto conseguiría más, pues aquella campaña acababa de empezar. Kazán era el más cercano de los kanatos tártaros. Más lejos, al sur, junto al delta del Volga, que en un tiempo estuvo bajo el domino de los jázaros, había otra capital tártara: Astraján. Se hallaba en una posición débil y sería la siguiente en caer.
Después sucumbiría el jefe de todos los tártaros del oeste, el kan de Crimea, instalado en las templadas tierras del mar Negro, en su fortaleza de Bajchisarái.
Era un personaje terrible. El palacio de Bajchisarái era como el famoso palacio Topkaki del sultán turco de Estambul, e incluso este monarca otomano estaba ansioso por tener al kan de Crimea como aliado. Aun así, con el tiempo conocería la derrota, y luego, a medida que avanzaran hacia el este, más allá del Volga, los kazakos, los uzbekos, la horda de Nogay —las feroces pero fragmentadas tribus que habitaban los desiertos de Asia— también irían cayendo. El poder de Moscú los aplastaría a todos.
Ese era el grandioso destino que había entrevisto el zar Iván: que un zar ruso cristiano dominaría un día el vasto imperio euroasiático del poderoso Gengis Kan. En comparación con aquello, hasta las más osadas ambiciones de las antiguas cruzadas occidentales parecían una nadería.
Por primera vez en toda la historia, los pobladores de los bosques iban a conquistar la estepa.
Antes de partir de Kazán, Borís había oído, incluso, que algunos tártaros le aplicaban a Iván el título de «blanco», que correspondía al kan occidental. No era de extrañar, pues, que mirara con tanto entusiasmo el barco en el que iba el joven zar.
A su exaltación contribuía otro hecho. Esa misma mañana, el joven zar en persona le había dirigido la palabra. Borís todavía no acababa de creérselo. El zar Iván no solo le había hablado, sino que además le había dado muestras de confianza. Desde entonces, mientras los demás charlaban a su alrededor o contemplaban el paisaje, Borís no dejaba de pensar en aquel encuentro con su héroe.
Cuán heroico era, en efecto, aquel alto y moreno zar con su grandioso destino. No había tenido un lecho de rosas ante sí, y Borís lo sabía. Había superado, sin embargo, todos los obstáculos. Tenía tan solo tres años cuando heredó la corona, y había tenido que observar, humillado, cómo los grandes príncipes y los boyardos pugnaban por dirigir Rusia en su lugar.
Había dos grupos de intereses: el de los príncipes, descendientes de la antigua casa real rusa o de los gobernantes de Lituania; y el de las grandes familias boyardas, repartidas en unos treinta y cinco clanes que constituían el eje de la Duma boyarda.
Esos eran los poderosos intrigantes a quienes había superado Iván. Odiaban a su madre porque era polaca y despreciaban a su esposa porque cuando, al igual que los antiguos kanes, había mandado que le llevaran mil quinientas muchachas casaderas, había elegido a una joven que, pese a proceder de una antigua familia, no pertenecía a ninguna de las suyas. Iván, con todo, los había sometido a su voluntad. Había gobernado mediante su propio consejo privado, compuesto de hombres de menor alcurnia pero de confianza, y se había casado con su esposa por amor.
Se llamaba Anastasia.
Borís nunca la había visto; sin embargo, pensaba a menudo en ella. Pensaba en ella porque, a su regreso a Moscú, tenía previsto casarse también, y en sus sueños había creado para su esposa el mismo papel que todo el mundo sabía que interpretaba la hermosa Anastasia.
«Es un consuelo para él en todos los momentos bajos. Es una roca —decían de ella—. Es la única persona de todo el mundo en la que sabe que puede confiar.»
Aun cuando su familia no se contara entre los más destacados magnates, era distinguida. Su apellido era por aquel entonces Zajarin. Más adelante lo cambiarían para adoptar el de Románov.
Borís no sentía simpatía por los príncipes y los magnates. ¿Por qué tenía que apoyarlos, cuando querían acaparar todos los grandes cargos y dejar solo las migajas de su mesa para los miembros de la pequeña nobleza como él? Con los príncipes autocráticos de Moscú, no obstante, las gentes de su rango tenían posibilidades de prosperar.
El gobierno de los príncipes autocráticos suscitaba, en efecto, expectativas para las familias de segunda fila como los Bobrov, puesto que, al quebrar el poder de los pujantes clanes, habían posibilitado que otros situados en posición más baja en el escalafón, como los Morozov y los Pleshcheev, labraran enormes fortunas. La pequeña aristocracia de Rusia, compuesta por personas como Borís Bobrov, en lugar de oponerse a los autócratas, como hacía la de casi toda la Europa occidental, los aprobaban como instrumentos que les brindaban posibilidades de sortear a los príncipes y magnates en su camino hacia la fortuna.
Dos años antes, Iván había elegido a un millar de sus mejores hombres —«hijos de boyardos», como eran denominados los miembros de la pequeña nobleza o incluso individuos de inferior categoría social— y había ordenado que se les concedieran propiedades próximas a Moscú para tenerlos cerca. Borís sufrió la contrariedad de ser demasiado joven por entonces, pues el servicio se iniciaba a los quince años. Le había alegrado comprobar, de todas formas, que no a todos los seleccionados se les habían asignado fincas próximas a la capital. Russka, además, aun sin ser un sitio destacado, no se encontraba muy lejos del centro.
«Mi propiedad está más cerca de Moscú que algunas de los mil elegidos —se recordaba con satisfacción a sí mismo—. No permaneceré mucho tiempo a la sombra.»
Esos eran los pensamientos que ocupaban la mente de Borís Bobrov mientras el barco lo llevaba río arriba y él rememoraba, una y otra vez, su encuentro con el zar.
En el campamento, todos dormían. Los barcos permanecían atracados en fila en la orilla mientras las sombras se solapaban y confundían en el silencio previo a la aurora. Nada se movía sobre el agua; nada surcaba el aire tampoco. Ni las pocas aves nocturnas se decidían a seguir enturbiando, al parecer, la vasta paz de las estrellas de menguante brillo.
Borís estaba en las proximidades del río. Delante de él, el agua parecía negra, aunque, más cerca de la parte central del amplio cauce, una franja plateada devolvía el reflejo de la pálida luz de los luceros. El muchacho escrutaba el horizonte por el este esperando advertir los primeros atisbos del alba, que de momento aún no se manifestaban.
Se había despertado temprano y se había levantado al instante. Hacía frío y el aire estaba impregnado de una leve humedad. Protegiéndose con un abrigo de pieles, abandonó sin hacer ruido la tienda y caminó hacia el río.
Casi siempre experimentaba una sensación particular a esa hora. Empezaba notando en la boca del estómago un punto de melancolía. Bajo la infinita oscuridad del cielo, entre el silencio, lo invadía un extraordinario sentimiento de desolación. Era como si hubiera salido del vientre del sueño para caer en otro vientre…, el del propio universo, que quizá no tenía fin, de tal forma que se hallaba al mismo tiempo atrapado para siempre y sumido en la más absoluta soledad.
Bajó hasta el agua, junto a la larga hilera de sombras que formaban los barcos. Ante sí proseguía su curso, sin hacer el menor ruido, el vasto río.
La melancolía que sentía era agridulce. Era como una conversación en la que no median palabras en voz alta. Era como si hubiera dicho: «De acuerdo. Reconozco que estoy eternamente solo… Vagaré para siempre por los solitarios caminos de la noche».
No obstante, aun tributando esa triste sumisión al universo, incluso cuando se instalaba en aquella región situada más allá de las lágrimas, como el alivio posterior al llanto, sentía una calidez en el estómago que se propagaba acompañada de una especie de hormigueo. Era una secreción, surgida de sus entrañas, de tremendo gozo y aun de amor, que se manifestaba tan solo en aquellos sosegados momentos previos al amanecer.
Envuelto en la oscuridad, dejó derivar los pensamientos hacia sus padres.
De su madre apenas recordaba una tierna presencia que desapareció de su vida. Había muerto cuando Borís tenía cinco años. Por eso su padre era sinónimo de familia para él.
Hacía un año que había fallecido, pero, hasta donde alcanzaba la memoria de Borís, había sido un personaje trágico, imposibilitado por las terribles heridas que había recibido luchando contra los tártaros poco después de nacer su hijo. Había soportado diez años de viudedad. Aún se notaba que había sido un hombre fuerte y corpulento, pero en su ancha cara de rasgos tirando a turcos, los ojos azules aparecían hundidos, rodeados de profundas ojeras. En su amplio pecho asomaban los huesos, y se debía solo a un gran esfuerzo de voluntad el que hubiera conseguido mantener activo, con cierta semblanza de dignidad, aquel cuerpo destrozado, hasta que su hijo alcanzara la mayoría de edad y pudiera valerse por sí mismo en el mundo.
Era aquella proeza de resistencia, aquel recurrir a profundas reservas, lo que había dejado una impresión indeleble en el muchacho. Más que la de cualquier vigoroso guerrero, la figura postrada de su padre representaba algo heroico para él. Era casi como si el hombre de demacrado rostro que había cuidado de él fuera a la vez un padre vivo y un antepasado salido de la tumba. Y pese a que tenía una estatura normal y era a veces bastante torpe, Borís creció con una sola y absorbente pasión: cumplir el heroico destino que le había sido vedado a su padre.
—Ahora la familia queda en tus manos —le decía su padre—. Nuestro honor depende solo de ti.
Si cerraba los ojos, alcanzaba a ver a sus antepasados: altas y nobles figuras que reposaban en sus sepulcros, figuras que se remontaban hasta la noche de los tiempos, guerreros de los bosques, las estepas y las montañas. Y, por si lo miraban, juraba no decepcionarlos. La familia de Bobrov, con su antiguo tamga del tridente, recuperaría la gloria.
«Si no lo consigo, moriré», se había prometido.
Con la mirada extraviada en el río, bajo el inmenso cielo solitario, dio rienda suelta a las preguntas: su padre ¿lo vería ahora en aquella oscuridad? ¿Sabría que habían vencido en Kazán?
—Tú estás conmigo —susurró, emocionado.
Tenía que ser así. Dios no podía negarle a su padre el conocimiento de que su hijo estaba recuperando la fortuna de la familia, cerrando el círculo que repararía su vida rota por la desgracia. Tenía que ser así. De lo contrario, el universo divino no sería perfecto.
Y el universo era forzosamente perfecto. Estaba seguro de que un día, por más pruebas que le hiciera pasar Dios, el éxito le sonreiría, lograría un respiro para su soledad y —¡ah, aquello llegaría pronto!— hallaría en su esposa el amor y la camaradería que había soñado sin conocer nunca. Iba a encontrar el amor perfecto.
Tenía que ser así. Sonrió, aspirando el fresco aire previo al amanecer.
A sus espaldas oyó unos tenues pasos y se volvió. Al principio no vio a nadie, pero después percibió un quedo roce y vio una alta silueta que surgía entre la hilera de barcos.
Frunció el entrecejo, extrañado. La sombra se acercó despacio, aunque hasta que no la tuvo a tres pasos de distancia no logró distinguir su cara; entonces contuvo un instante la respiración y luego efectuó una reverencia, pues había reconocido al zar Iván.
Iba solo. Sin decir una palabra, continuó hasta la orilla y se quedó parado delante de Borís por espacio de un minuto antes de preguntarle su nombre.
Qué suave sonaba su voz… Sin embargo, a Borís le produjo un escalofrío oírla. Le preguntó de dónde era, quién era su familia y, aunque no hizo ningún comentario, pareció satisfecho de las respuestas de Borís, quizás incluso complacido. Una vez informado, Iván guardó silencio, pero continuó de pie junto al joven guerrero contemplando la amplia masa de agua que se extendía, con un pálido destello, hacia la oscuridad.
¿Qué podía decir?, pensó Borís. Tal vez lo mejor era callar. De todos modos, se le antojaba una insensatez no aprovechar aquella extraordinaria oportunidad para causar una buena impresión al zar.
—Gracias a vos, majestad, Rusia está recuperando la libertad —se aventuró a murmurar al cabo de un poco.
¿Le había agradado el comentario? Cuando Borís se decidió a dirigir una rápida mirada al zar, que seguía con la vista fija en el agua, tan solo advirtió un leve fruncimiento en el entrecejo de su alargado rostro de nariz aquilina. No osó añadir nada más. Pese a su inmensa masa, el río discurría sin hacer ruido.
Pasó un rato antes de que Iván hablara de nuevo, y lo hizo con un hondo y quedo murmullo que solo podía distinguir Borís.
—Rusia está en una cárcel, amigo mío, y yo soy Rusia. ¿Y sabéis por qué? —Borís guardó un respetuoso silencio—. Rusia es como un oso al que mantienen enjaulado para mofarse de él. Rusia está atrapada por sus enemigos. No puede alcanzar sus fronteras naturales. —Abrió una pausa—. Las cosas no siempre fueron así. En tiempos de Monómaco no ocurría esto. —Se giró para mirar directamente a Borís—. En la época de la dorada Kiev, ¿cómo comerciaban los hombres de Rus?
—Del Báltico a las riberas del mar Negro —respondió Borís—. De Nóvgorod a Constantinopla.
—Ahora, en cambio, los turcos ocupan la segunda Roma, un kan tártaro controla los puertos del mar Negro. Y en el norte —agregó con un suspiro—, mi abuelo Iván el Grande doblegó a los mercaderes de la liga hanseática en Nóvgorod, y aun así esos perros alemanes mantienen el dominio sobre nuestras costas septentrionales.
Borís sabía cómo había puesto fin Iván el Grande a las prácticas casi monopolísticas de los mercaderes hanseáticos en Nóvgorod. Por desgracia, sin embargo, pese a su riqueza, Nóvgorod tenía que seguir comerciando con el oeste a través de los puertos del Báltico, que en su mayoría se hallaban en manos de las antiguas órdenes de caballeros o de los mercaderes alemanes. Los únicos puertos que poseía Rusia se encontraban demasiado al norte y estaban helados la mitad del año.
—Rusia está bloqueada porque no tiene acceso al mar —declaró con amargura Iván—. Por eso no es libre.
Borís quedó conmovido al oír aquellas palabras, no tanto por su contenido en sí como por el dolor que transmitía la voz del joven zar. Aquel poderoso soberano, a quien siempre había reverenciado, estaba dominado por el dolor igual que él. Lo invadía un sentimiento de indignidad —por la propia Moscovia en su caso— de la misma forma que el pobre y joven Borís sentía el aguijón de una impotente furia cuando pensaba en su penosa e insignificante heredad de Russka. El zar, afligido por su noble rabia, era un hombre como él.
—Pero estamos destinados a ser libres, a ser grandes —afirmó el muchacho con fervor, olvidando por un instante la inferioridad de su posición—. Dios ha elegido a Moscú como su tercera Roma. ¡Vos seréis nuestro guía!
La pasión que había puesto en cada una de sus palabras era sincera.
Iván se volvió y Borís sintió que lo taladraba con la mirada, pero no sintió temor.
—¿De veras creéis lo que habéis dicho?
¿Cómo no iba a creerlo?
—Sí, señor.
—Eso está bien —aprobó con aire pensativo Iván—. Dios nos condujo a Kazán y nos concedió la victoria. Respondió a los ruegos de su siervo.
Ciertamente, la campaña dirigida contra la ciudad tártara de los márgenes orientales del Volga había recordado, en ocasiones, un descomunal peregrinaje. Aparte de los iconos que llevaban delante de las tropas, habían trasladado desde Moscú el crucifijo de Iván, que contenía un pedazo de la Vera Cruz, y los sacerdotes habían rociado de agua bendita todo el campamento para ahuyentar el mal tiempo que obstaculizaba el asedio. Las oraciones de Iván habían sido escuchadas, en efecto. Había pasado tantas horas rezando en su tienda que algunos incluso habían apuntado que tenía miedo de reunirse con sus tropas, pero Borís no creía tal cosa. ¿Acaso no había sido en el preciso momento de la liturgia en que el sacerdote exclamaba: «vuestros enemigos se postrarán ante vosotros», cuando las minas rusas habían hecho explosión, abriendo brecha en las recias murallas de roble de la Kazán tártara? ¿Y no se había producido aquello el mismo día de la festividad de la Protección de la Virgen?
Él nunca había dudado ni por un momento del zar. Tampoco abrigaba dudas de que Moscú estaba destinada a abanderar la cristiandad. Sería la tercera Roma, hasta el fin de los tiempos. Dios había dado abundantes señales de ello.
Sesenta años antes, en el año 1492 del calendario occidental, los rusos tenían la certeza de que llegaba el fin del mundo. A este respecto, es un hecho histórico comprobado que la Iglesia ortodoxa no se había tomado la molestia de calcular la fecha de Pascua para el año 1493, o el 7001 según el cómputo ruso. Al no producirse el fin del mundo, el asombro fue, por lo tanto, mayúsculo. ¿Qué significado tenía aquello?
El significado era, según la conclusión a la que habían llegado ciertos miembros de la jerarquía eclesiástica, que se iniciaba una nueva era, una era en la que Moscú estaba destinada a asumir un papel principal. De este modo, durante los reinados de Iván el Grande y sus sucesores, en el Estado de Moscovia comenzó a adquirir fuerza la idea de que Moscú era la tercera Roma.
Después de todo, la ciudad imperial de Constantinopla, la segunda Roma, había caído bajo el dominio turco. Santa Sofía era ahora una mezquita. Pese a que la iglesia rusa había aguardado pacientemente a que el patriarca griego asumiera su anterior autoridad, este seguía siendo una mera marioneta de los turcos, de modo que con los años se hizo evidente que el metropolita de Moscú era, a efectos prácticos, el verdadero dirigente de la ortodoxia oriental.
Un destino imperial. El abuelo del zar, Iván el Grande, se había casado con una princesa de la antigua familia imperial de Constantinopla, y a partir de entonces la familia real rusa había asumido como propia el águila bicéfala que antaño fuera insignia de la vencida ciudad de Roma.
Borís observó con devoción al alto joven que tenía al lado. De nuevo, el zar parecía absorto en sus pensamientos.
—Rusia tiene un grandioso destino —señaló por fin, exhalando un triste suspiro—, pero son más los obstáculos que tengo que superar dentro de las fronteras de mi territorio que fuera.
Borís lo comprendía muy bien. Sabía que los osados príncipes Shuiski —descendientes de Alejandro Nevski de una rama más antigua que la de Iván— lo habían humillado de niño, y que ellos y otros habían intentado desbaratar la obra de la Casa de Moscú y sustituir el gobierno del zar por el de los magnates. Recordó que, cuando tuvo lugar aquel terrible incendio en Moscú, cinco años antes, la chusma moscovita había cargado las culpas sobre la familia polaca de la madre de Iván y había sacado a su tío a rastras de la catedral de la Asunción para lincharlo. Habían llegado incluso a amenazar con matar al propio Iván.
Sus enemigos trataban de poner trabas a cuanto él hacía. No eran pocos los que aseguraban incluso que la expedición a Kazán era malgastar el dinero.
Y entonces el joven zar se volvió hacia él, Borís Bobrov, propietario de una miserable heredad contigua a Russka, y junto a las negras aguas del Volga dijo en voz baja:
—Necesito hombres como vos.
Al cabo de un momento se había ido.
—Soy vuestro en cuerpo y alma —susurró con ardor Iván mientras intentaba distinguirlo entre las sombras, antes de agregar el más reverente de todos los títulos—: gosudar…, soberano, señor de todo.
Se quedó quieto, temblando de emoción, mientras en el este aparecía por fin la tenue aurora.
Mientras los barcos seguían remontando el gran río Volga, Borís mantenía a la caída de la tarde la misma emoción que lo había embargado por la mañana.
¿Qué consecuencias tendría su conversación con el joven zar? ¿Sería el preludio de la promoción de su familia?
Borís, hijo de David, apellidado Bobrov. En el curso de las últimas generaciones, habían cambiado los usos con respecto a los nombres de las personas. Para entonces solamente los príncipes y los boyardos más destacados utilizaban la forma completa de patronímico acabada en «vich». El zar Iván, por ejemplo, era Iván Vasílievich, pero él, que pertenecía a la pequeña nobleza, era simplemente Borís Davidov, hijo de David, no Davidovich. Para definir con mayor precisión su identidad, los rusos podían añadir un tercer nombre a aquellos dos, que solía corresponder al más utilizado por el abuelo. Como en ocasiones se trataba de un nombre bautismal, como Iván, el tercer nombre pasaba a ser Ivánova, que se abreviaba en Ivánov. También podía tratarse de un mote.
Así, de forma algo tardía, comenzaron a cuajar en el siglo XVI los apellidos, ya que en algunos casos este tercer nombre se mantenía a lo largo de generaciones. Cada individuo era, con todo, libre de elegir, y las familias, aun habiendo fijado un apellido, podían cambiarlo sin mayor problema varias veces.
La familia de Borís estaba orgullosa de su nombre porque, tal como insistían en repetir, era el sobrenombre que le había puesto Iván el Grande al bisabuelo de Borís. «Bobr» significaba castor, pero era un misterio si el imponente monarca llamaba así a aquel noble por su afición a llevar un abrigo de piel de castor, porque era muy trabajador o porque su aspecto le recordaba a un castor. De todas formas, la familia adoptó el apellido Bobrov sin discusión. El Augusto Castor, llamaban con respeto a aquel antepasado. Fue el padre de este quien regaló al monasterio de Russka su hermoso icono de Rublev, y la familia se preocupaba, con donativos cada vez menos cuantiosos, de que los monjes tuvieran presentes en sus oraciones a aquellos dos hombres.
La familia de Bobrov había ido a menos. El gradual proceso de decadencia que había padecido era muy típico entre las familias de la nobleza rusa.
En primer lugar, las propiedades habían sido divididas muchas veces en el transcurso de las generaciones, y las últimas tres no habían realizado ninguna adquisición nueva. El golpe más demoledor se produjo cuando el abuelo de Borís, que como muchos de su clase había contraído deudas imposibles de enjugar con el monasterio de la localidad, tuvo que ceder a este el pueblo entero de Russka, conservando solo las tierras del Lugar Sucio. La familia mantenía aún una casa en el recinto amurallado de Russka, que el monasterio les dejaba ocupar por un bajo alquiler; y como Borís consideraba que el nombre de Lugar Sucio carecía de dignidad, prefería decir que era de Russka.
«Un día —se prometía—, haré del Lugar Sucio un sitio presentable, y entonces quizá le cambie el nombre y le ponga el de Bobrov.»
Mientras tanto, sin embargo, era una ínfima aldea que constituía su única posesión.
En algunos aspectos podía considerarse afortunado. La finca del Lugar Sucio, aunque bastante mermada por las sucesivas particiones, se encontraba en la zona de tierra fértil, y él era su heredero exclusivo. Se trataba, además, de una votchina, lo que significa que le pertenecía por derecho de herencia. Durante la segunda mitad del siglo se había reducido mucho la tierra poseída como votchina, mientras que la que se tenía en pomestie, es decir, en condición de servicio al príncipe, iba en aumento. Aun cuando, en la práctica, la tierra pomestie pasara a menudo a la siguiente generación de la familia, el príncipe debía dar su consentimiento. Con todo, los ingresos de Borís bastaban apenas para costear caballos y armadura, y proveer a su manutención durante todo el año. Si quería recuperar la antigua situación de la familia, debía granjearse el favor del príncipe.
El encuentro con el zar había sido lo más importante que le había ocurrido en toda su vida. De todas formas, aunque el zar ya conocía su nombre, debía hacer algo más para atraer la atención de su héroe. El problema era que no sabía qué.
Mediada la tarde, pasaron por una zona, en la orilla izquierda, donde los bosques cedían terreno a una larga franja de estepa. Borís vio, a algo más de un kilómetro de distancia, una abigarrada agrupación de casas. Al observarlas más detenidamente, soltó un bufido de asco, pues advirtió que se movían.
—Tártaros —murmuró.
Los tártaros de las fronteras de Moscovia solían vivir en aquellas extrañas casas transportables, que no eran como las caravanas de los judíos del oeste de Europa, sino cabañas provistas de pequeñas ruedas. Para los tártaros, las viviendas inamovibles de los rusos, que atraían ratas y toda clase de sabandijas, eran como pocilgas. Para Borís, aquellos hogares ambulantes demostraban que sus habitantes eran volubles y nada dignos de confianza.
La visión de aquellos vagabundos desvió sus pensamientos hacia los dos tártaros que había capturado. Eran un par de individuos fornidos, de cara achatada y cabeza rapada, que hablaban con voz profunda y estridente.
«Rebuznan como asnos», pensó.
Y, para colmo, eran musulmanes.
Si bien la campaña había sido calificada de cruzada, era voluntad del zar que la población tártara conquistada se convirtiera al cristianismo mediante la persuasión y no a la fuerza. En ese sentido, para mitigar su resistencia, sus emisarios no olvidaban destacar ante los tártaros que en el Imperio de Moscovia había ya comunidades de musulmanes a quienes el zar permitía practicar sin impedimentos su culto. Por otra parte, como era lógico, el tártaro que deseara incorporarse al servicio personal del zar, debería ser cristiano, pues Iván era muy devoto.
«Para impresionar al zar —caviló Borís—, debo demostrarle que yo también soy devoto.»
Los dos tártaros se convertirían aquella noche. Y pronto, estaba convencido de ello, él pasaría a ser parte del círculo de los pocos elegidos del zar…, el de sus mejores hombres.
El cielo estaba encapotado esa tarde, pero, frente a ellos, una brecha abierta en el gris de las nubes dejó descender unos briosos rayos de sol que iluminaron una zona despejada de bosque, arrancándole un resplandor casi sobrenatural. A Borís, que contemplaba con entusiasmo el paisaje de poniente, le pareció como si, en su aspiración a escapar de la interminable y monótona parálisis de la planicie, aquel retazo de tierra alumbrada por el sol se hubiera concentrado en un estanque de fuego dorado, que, como un inmenso pilar de oración, era absorbido por el cielo.
Al día siguiente, al amanecer, uno de los sacerdotes de la comitiva bautizó a los dos tártaros. De acuerdo con la tradición rusa, fueron sumergidos tres veces en el río Volga.
El joven zar no pasó por alto el detalle.
Dos días más tarde, llegaron a la gran ciudad fronteriza de Nizhni Nóvgorod.
Aquel último bastión de la vieja Rusia se alzaba sobre una colina, desde donde presidía la confluencia del Volga y el Oká. Al este se extendían las vastas regiones boscosas habitadas por los mordvanos. Al oeste quedaba el centro de Moscovia. Las altas murallas y las blancas iglesias de la ciudad se erguían sobre la llanura euroasiática, como si pregonaran: «Esta es la tierra inquebrantable del sagrado zar».
En Nizhni Nóvgorod se encontraba el gran monasterio de Macario, con su enorme feria. Borís recorrió, sonriente, sus calles, contento de volver a estar en su país.
Los habitantes de Nizhni Nóvgorod recibieron al ejército con grandes muestras de gratitud. Los tártaros habían irrumpido a menudo en la paz de sus negocios y, por otra parte, Kazán era su rival en el comercio con el este.
Era media tarde, al concluir la jornada de trabajo, cuando encontró a la chica. Estaba en la puerta de un largo edificio de madera que albergaba unos baños públicos. Era un ejemplo típico de las muchachas de su condición. Mientras que las mujeres de las clases superiores se mantenían prácticamente recluidas, a las mujeres del pueblo les gustaba exhibirse.
Llevaba la cara pintada de blanco, y los labios, de un rojo subido. Tenía los ojos rasgados y bastante separados. Debía de tener la mitad de la sangre mordvana, dedujo Borís. Las pestañas llevaban también su correspondiente capa de pintura, negra en este caso. Vestía una larga túnica bordada que debía de haber costado una buena suma de dinero, bajo la cual asomaban unos zapatos de un llamativo color rojo. De vez en cuando, golpeaba rítmicamente el suelo, como para mantener los pies ocupados. En la cabeza llevaba un gorro de terciopelo rojo. Tenía una expresión de tedio, porque no ocurría nada, pero, cuando se dio cuenta de que Borís la observaba, se le animó la mirada. Mientras el joven se aproximaba, le sonrió, y entonces él vio que tenía los dientes negros.
Ese ennegrecimiento de la dentadura, una costumbre que según había oído Borís provenía de los tártaros, se lograba con mercurio. La primera vez que fue con una de esas mujeres, le habían repelido sus dientes negros, pero con el tiempo se había acostumbrado.
Se detuvieron un momento en un pequeño puesto de bebidas donde servían vodka. Le gustaba aquel licor que bajaba con tanta facilidad, aunque por aquel entonces lo tomara solo el pueblo llano. No se trataba de una bebida rusa, pues en realidad había comenzado a entrar en el país en el siglo pasado, a través de Polonia. El mismo nombre era tan solo un producto de la pronunciación errónea que le daban los comerciantes rusos a su designación latina: aqua vitae.
Acabaron las bebidas. Él sintió una oleada de calor en las entrañas mientras ella lo conducía a su vivienda.
Era una mujer fogosa y estaba dotada de una flexibilidad sorprendente.
Después, tras recibir el dinero, le preguntó si estaba casado, y al oír que lo estaría dentro de poco, se echó a reír con ganas.
—Mantenla encerrada —exclamó— y no te fíes nunca de ella.
Luego se alejó a paso vivo, con sus zapatos rojos, canturreando.
En ese preciso momento, al volverse, Borís vio con estupor al grupo de personas que acababa de salir de una iglesia que había enfrente. Aunque todos vestían discretamente con pieles, Borís reconoció al instante al alto joven que iba en el centro.
Sabía muy bien que el zar Iván no podía pasar siquiera cerca de una iglesia sin entrar. Aquella había sido, sin duda, otra de sus sesiones de oración. ¿Habría visto el devoto soberano a la chica?, se preguntó mientras lo miraba con nerviosismo.
Era evidente que sí. Su penetrante mirada había seguido a la muchacha para después clavarse en Borís. El joven contuvo el aliento.
Luego Iván soltó una carcajada, una áspera risa bastante nasal, antes de alejarse con premura con su comitiva.
Borís estaba seguro de que lo había reconocido, porque a Iván no se le escapaba nada. Lo que no sabía era si aquello habría alterado la opinión que de él se había formado el monarca. ¿Afectaría en algo a sus perspectivas? No tenía forma de averiguarlo.
Dos días antes de que acabara octubre, entraron en la poderosa ciudad de Moscú.
El trayecto había sido emocionante. Habían viajado por tierra desde Nizhni Nóvgorod, atravesando el corazón de Moscovia. Primero se habían detenido en la antigua ciudad de Vladímir, con sus altas murallas, donde habían recibido la noticia de que la esposa del zar Iván acababa de darle un hijo. Después, a pesar de sus ganas de llegar a la capital, Iván se había acercado, acompañado de un nutrido grupo, a Súzdal, y después al gran monasterio de la Trinidad, situado a sesenta kilómetros de Moscú, para dar gracias a Dios como se merecía en cada lugar.
Mientras seguía al zar a aquellos monasterios fortificados y antiguas ciudades, ubicados en las profundidades de los bosques y pastos de Rusia, Borís tuvo la sensación de que percibía con mayor claridad que antes los designios de Dios y el destino del joven zar.
«En verdad —pensó—, el corazón de Rusia conquistará por fin la inacabable estepa.»
Ese día, en el aire flotaba una liviana aguanieve, tan fina y desperdigada que, más que caer, parecía bailar, rozando al desgaire y sin cuajar los tejados. Apenas dejaba un tenue polvillo en el suelo.
La capital ocupaba una noble posición en la confluencia de los ríos Moskova y Yausa, con la larga hilera de los montes de los Pájaros, de escasa altura, como telón de fondo. A Borís, su extensión le pareció abrumadora.
Efectivamente, aunque él no lo sabía, Moscú era por entonces una de las mayores ciudades de Europa, tan grande como Londres o Milán. Sus afueras se aproximaban tanto a los pueblos de los alrededores que resultaba difícil distinguir dónde acababan unas y dónde comenzaban otros. Primero, el viajero encontraba grandes monasterios amurallados; después, los arrabales periféricos con sus molinos y huertas. A continuación, se llegaba al gran muro de tierra que rodeaba la Ciudad de Tierra, donde vivía la gente más humilde. Luego venían las murallas de ladrillos de la Ciudad Blanca, sede de la clase media, y finalmente, Kitái Górod, la zona rica, situada junto a los imponentes muros del Kremlin.
Ya en las afueras, la gente se apiñaba junto al camino. Las campanas repicaban por doquier, y en la grisácea neblina del cielo moteado de nieve se atisbaban las enormes siluetas de las murallas, las torres y las doradas cúpulas de los monasterios.
Luego, cuando se hallaban ya cerca de la ciudadela, como en señal de bienvenida, dejó de nevar. Ante ellos surgió entonces, bañada por el peculiar resplandor vertido por la anaranjada luz que se había colado entre las bajas nubes, la impresionante ciudad.
Borís contuvo el aliento un instante. Los soldados de caballería, con sus puntiagudos yelmos o sus largos sombreros cilíndricos de piel, cabalgaban con altivo porte hacia las puertas de la ciudad. A ambos lados de ellos marchaba el nuevo cuerpo de infantería de mosqueteros, los streltsí, y también otros alabarderos que, como advirtió Borís, tenían dificultades para contener a la nutrida y entusiasta muchedumbre que salía en tropel por las puertas de las altas murallas de Moscú.
Qué espléndido espectáculo de poder… En las murallas se erguían, a distancia equidistante, unas torres de tejados piramidales, semejantes a tiendas de campaña. A su abrigo se desparramaba el vasto mar de casas, interrumpido por pináculos y cúpulas.
Moscú, ciudad imperial de los zares. Cuando coronaron a Iván, lo tocaron con un gorro de piel y oro, asegurando que había pertenecido a Monómaco, el más glorioso de los príncipes de la antigua tierra de Rus. Los autócratas de Moscú, no obstante, habían asumido prácticas que Monómaco no habría ni soñado aplicar en los viejos tiempos de capitalidad de Kiev. Cada vez que se rendía una ciudad, doblegaban a la familia de sus príncipes y los convertían en servidores del Estado, y a los boyardos más importantes los enviaban a otras ciudades. Cuando el abuelo del joven zar tomó Nóvgorod, llegó incluso a llevarse la campana que usaban para convocar a la vieche, a fin de dar a entender a los ciudadanos que habían quedado definitivamente abolidas las libertades de que gozaban antes. La familia de Moscú había inventado una genealogía que hacía remontar sus orígenes al gran emperador romano Augusto, contemporáneo de Jesucristo. En el Kremlin, junto a las cúpulas y las torres de las viejas iglesias y monasterios, habían aparecido espléndidas catedrales proyectadas por arquitectos italianos, de tal forma que en el corazón de aquel imperio radicado en medio de bosques norteños, uno podía creer por un momento que se hallaba ante un palacio florentino.
Moscú, ciudad de Iglesia y Estado. En opinión de muchos eclesiásticos, las autoridades civiles y religiosas debían gobernar juntas en perfecta consonancia. Aquel era el ideal bizantino del antiguo Imperio romano de Oriente que había asumido Moscú. El joven Iván había emprendido ya dos programas de reformas, uno para su administración y otro para la Iglesia. El joven zar no estaba dispuesto a tolerar que los magnates que oprimían al pueblo y el clero adoptaran actitudes laxas o inmorales. Todas las leyes destacadas constaban de cien apartados, en sintonía con la afición de Iván por la grandiosidad y la simetría.
Moscú, corazón y espíritu de Rusia. En el interior de las recias murallas que rodeaban la ciudad vivían algunos mercaderes y gentes de otras profesiones venidos del extranjero, pero jamás se les permitía mancillar la vida interior de las gentes del norte. Los católicos y los protestantes podían residir en ella, pero no hacer proselitismo. Los rusos ortodoxos estaban demasiado avisados para confiar en los traicioneros pueblos de Occidente. Si bien en las tierras meridionales de Kiev había muchos judíos y otros extranjeros, aquellos tenían prohibido instalarse en el norte.
Pese al anhelo del Estado de Moscovia de poseer los puertos bálticos que les permitirían libre acceso a Occidente, en Moscú se preservarían, impenetrables, su corazón y su espíritu, protegidos por sus imponentes murallas en las que jamás nadie debía abrir brecha. Ni los tártaros a fuego y espada, ni los traidores católicos, ni los astutos judíos debían conquistar nunca esa ciudad, porque era el parapeto de Rusia frente al miedo.
Por las puertas de la ciudad, el clero acudía en larga procesión, encabezado por el metropolita. Con estandartes, iconos y resplandecientes vestiduras, salían de la inmensa ciudad amurallada, bajo el pesado cielo gris anaranjado, mientras rasgaban el aire un millar de campanadas. Salían a recibir al zar.
—Slava…, alabado. Conquistador, salvador de los cristianos.
Ese día, Borís escuchó por primera vez a los soldados aclamar al victorioso zar Iván llamándolo grozny, que significa «imponente», «temible» o, como a menudo se ha traducido con cierta inexactitud, «terrible».
Las nevadas habían comenzado ya cuando llegó el día de su boda.
Unos cuantos amigos que había conocido aquel último año fueron a buscarlo a la casita del barrio de la Ciudad Blanca. Pese a sus tentativas de alegrarlo, se sentía muy solo.
El triunfal retorno a Moscú, hacía menos de un mes, se le antojaba ya lejano.
¡Qué día más hermoso aquel! Después del discurso de bienvenida pronunciado por el metropolita Macario, Iván había correspondido con otro en el que comparó el yugo tártaro con la cautividad de los antiguos hebreos. El mismo Borís se había sentido un héroe mientras franqueaban las puertas de la ciudad para desembocar en la plaza Roja y el imponente Kremlin.
Se había sentido un héroe mientras bebía en las tabernas con sus jóvenes compañeros. Se había sentido un conquistador cuando, al salir, paseó, admirado, por la ciudadela.
La inmensa plaza Roja estaba casi desierta. En verano se llenaba de puestos de vendedores, pero en invierno el mercado se trasladaba al cauce helado del río. La gran explanada se extendía ante él como la despejada estepa. Junto a ella se alzaban las macizas e impenetrables paredes de la fortaleza del zar, con sus altas y recias torres presididas por la más elevada, que alcanzaba los sesenta metros. «Un día —pensó con regocijo— me llamarán para que traspase esos muros.»
Aquella exaltación le duró hasta llegar al barrio que quedaba justo al este del Kremlin.
Se trataba de Kitái Górod —la llamada Ciudad del Cesto—, una zona amurallada, habitada por los grandes nobles y los mercaderes de postín. Allí había grandes mansiones, no solo de madera sino incluso de ladrillo. La alta aristocracia estaba de fiesta. En las calles había un gran número de trineos tirados por magníficos caballos. Los cocheros bebían y charlaban entre sí. Aun a la luz de las antorchas, distinguió espléndidas pieles y alfombras orientales apiladas en los vacíos trineos, para la comodidad de los robustos y acaudalados individuos que, al cabo de unas horas, saldrían con paso firme al encuentro de la noche.
Entonces cayó en la cuenta de que su futuro suegro debía de encontrarse por allí. Aunque no vivía en ese barrio, sino en una amplia casa de madera de la Ciudad Blanca, sin duda habría asistido a la fiesta de algún potentado. Aquel pensamiento remitió a Borís a la verdad sobre la que giraba su vida: era pobre.
De hecho, su futuro suegro, Dimitri Ivánov, se había encargado de aclarar que si le entregaba a su tercera hija era en consideración al padre de Borís, que había sido amigo suyo en otro tiempo. No era tampoco que Borís lograra un brillante matrimonio, pero sí el mejor que su pobre padre había podido concertar.
Para Dimitri, sin embargo, suponía un sacrificio. Tener tres hijas bien parecidas era una baza para un noble como él. Según la costumbre, se mantenía a las muchachas recluidas en los aposentos destinados a las mujeres, en el piso superior de la casa, y se las utilizaba para concertar bodas en beneficio de la familia. El joven Borís era aceptable por su cuna, pero nada más. Por ello, la dote que dio Dimitri a su hija menor, Elena, era muy modesta. «Cuanto más rico es uno, más cree la gente que tiene que darle», concluyó, con un suspiro, Borís.
Sus sentimientos con respecto a Elena oscilaban entre el entusiasmo y la incertidumbre. Su padre había dispuesto la boda hacía mucho, y él no la había visto hasta que fue a Moscú antes de partir para la campaña contra Kazán.
Nunca lo olvidaría. Había entrado en la gran casa de madera a última hora de la mañana. Después de que le ofrecieran pan y sal, se había acercado, tal como dictaban las buenas formas, a los iconos del rincón rojo y se había inclinado tres veces murmurando: «Señor, ten piedad». Tras santiguarse de derecha a izquierda, se volvió, y entonces aparecieron en la habitación la muchacha y su padre.
Dimitri era bajo, gordo y calvo. Llevaba un llamativo caftán de color azul y oro. Su cara ancha y sus ojos achinados recordaban que en la familia hubo una princesa tártara varias generaciones antes, y de la que se sentía muy orgulloso. Su poblada barba rojiza se desparramaba sobre el prominente vientre, meticulosamente peinada hacia fuera en forma de abanico.
Elena estaba a su lado. Llevaba un largo vestido bordado de color fucsia. El cabello rubio le caía, recogido en una simple trenza, sobre la espalda. En la cabeza, una sencilla diadema ceñía el velo que le cubría la cara.
Con un quedo gruñido de satisfacción, Dimitri levantó el velo, y entonces Borís pudo contemplar a su futura esposa.
No se parecía en nada a su padre. Tenía unos ojos azules de mirada dulce; Borís lo percibió de inmediato. Aunque estaban algo separados y eran tal vez un poco rasgados, aquel era el único indicio de que la unían lazos de sangre a ese hombre bajito y cruel. Tenía una nariz fina, cuyas aletas ensanchaba una respiración agitada, y una boca más bien carnosa. Se la veía pálida y nerviosa. Cuando alzó la cabeza para mirarlo, en su cuello destacaron, tensos, los músculos.
«Tiene miedo de no gustarme —se percató él con un sentimiento de ternura—. No tiene conciencia de que es hermosa.» Aquello era una buena señal.
Lo mejor fue que, mientras la observaba con aire pensativo, se dio cuenta de algo más: la quería. La quería con la simple y definitiva pasión que afirma: «Será mía y acatará mis órdenes. Será hermosa gracias a mí».
—Me hicieron una buena oferta por ella el otro día —comentó con franqueza Dimitri—, pero yo besé la cruz con tu padre y no me iba a echar atrás.
Borís volvió a observarla. Sí, era preciosa, reiteró con un principio de sonrisa en los labios.
Entonces se produjo el pequeño incidente a raíz del cual surgió la incertidumbre que lo atormentó el día de la boda. Fue una nimiedad, de hecho, que no significaba nada, como él mismo se repetía. Elena había bajado la vista. ¿Qué había en aquella expresión que había cruzado su nervioso semblante? ¿Era decepción? ¿O habría sido tal vez repulsión? Aunque la había mirado atentamente, no logró discernirlo. Si le hubiera causado un desagrado absoluto, sin duda se lo habría dicho a su padre. Él no habría obligado a Dimitri a cumplir su palabra de ser así. Sin embargo, también cabía la posibilidad de que callara movida por un sentido del deber.
En las pocas ocasiones en que se habían visto desde entonces, había intentado hacerle ver que, si algo la disgustaba, debía decírselo, pero ella le había asegurado con recato que no había nada.
Todo iba bien, se decía a sí mismo mientras se aproximaba con su grupo a la casa de Dimitri Ivánov. Todo iba a salir bien.
Aquello estaba predestinado a ocurrir, se reafirmó más tarde, cuando comparecieron ante los sacerdotes.
La ceremonia de boda rusa era larga. Los altos cirios, decorados con pieles de marta, llenaban de resplandor la iglesia; un fuerte olor a cera impregnaba el aire, en el que resonaban los cánticos del coro, y los sacerdotes, con sus largas barbas, solemnes movimientos y pesadas túnicas recamadas con perlas y gemas, parecían casi presencias celestiales. Velas, incienso, horas de estar de pie: así eran todas las ceremonias de la ortodoxia.
Borís formuló sus promesas y entregó el anillo, que, según la costumbre rusa, se colocaba en el dedo anular de la mano derecha de la novia. El momento más conmovedor para él fue cuando, hacia el final del servicio, su esposa se arrodilló con aire reverente y se postró ante él, rozándole el pie con la frente en prueba de sumisión.
No se trataba de una sumisión simbólica, sino real. Como todas las mujeres de las clases altas, viviría en una reclusión casi absoluta. El honor de ambos dependía de ello. «Nunca se rebajará apareciendo en público, como una vulgar trabajadora de la calle», se prometió Borís.
De igual manera, para ella era una cuestión de amor propio obedecer al marido. Lo contrario sería una manifestación de deslealtad comparable a la desobediencia de un soldado para con su comandante. Contradecirlo delante de otras personas sería un acto de pura chabacanería.
Algunos hombres tenían por norma pegar a su mujer y, según había oído Borís, estas lo interpretaban como una demostración de amor. En este sentido, la célebre guía del comportamiento familiar, la Domostroi, escrita por uno de los consejeros más allegados al zar, daba instrucciones precisas sobre cómo había que azotar a una esposa —aunque desaconsejaba pegarle con un palo— e incluso le indicaba al marido que, después, tenía que hablarle de manera afectuosa, para no deteriorar las relaciones maritales.
Al mirar a aquella joven a la que casi no conocía, pero a la que deseaba con anhelo postrada a sus pies, Borís no sintió ningún deseo de castigarla. Solo quería fundirse con ella, tomarla en sus brazos y, aunque apenas tenía conciencia de ello, recibir de ella el cariño que nunca había conocido.
«La amaré y la protegeré», juró en muda oración, y en ese momento, ante las ardientes velas, creyó que se había convertido realmente en un hombre.
Al final de la ceremonia, el sacerdote les tendió una copa de la que bebieron los dos; después, a la manera rusa, la aplastó con el pie.
Al salir, los invitados, que venían casi todos de la parte de la novia, les lanzaron lúpulo. Ya estaban casados. Borís suspiró con alivio.
Solo hubo un pequeño percance que le impidió conservar un recuerdo inmaculado de aquel día. Se produjo en el banquete de boda.
Había muchos invitados y, como es habitual en tales ocasiones, todos trataron con amabilidad al joven. Puesto que era una reunión importante de familia, las mujeres también asistían. Borís dedicó una profunda reverencia a la anciana madre de Dimitri Ivánov que, según se rumoreaba, dirigía a la familia entera, nietos incluidos, desde su habitación del piso de arriba. La dama le correspondió con una inclinación de cabeza, pero no sonrió.
Las mesas ya estaban abarrotadas de comida. En aquella época del año había, como era previsible, ganso y cisne, sazonados con azafrán. Había también blinis servidos con nata, caviar, los pasteles de carne y huevo llamados pirozhki, salmón y un gran surtido de dulces, exponentes todos de la calórica dieta que había causado el ensanchamiento del talle de muchos de los presentes.
En una mesa lateral, Borís vio algo más que lo impresionó: vino francés, tinto y blanco.
Aun cuando los hombres de Moscú tenían prohibido viajar a otros países —y hacerlo sin permiso suponía exponerse a morir—, los nobles y mercaderes ricos estaban muy familiarizados con los productos de lujo del extranjero. Por lo demás, lo ignoraban todo del tipo de vida que se llevaba en los países de donde provenían tales artículos. Poder permitirse vinos como aquellos en la mesa: ese era el atributo de la clase alta, reflexionó Borís. Él, en su casa, solía beber hidromiel.
A despecho de su pobreza, de su orgullo y de la magra dote recibida, Borís experimentaba un sentimiento de satisfacción por haberse unido a aquellas personas que eran a todas luces tan ricas.
Los comensales se sentaron cada uno en el lugar que les correspondía, y el novio y la novia ocuparon la presidencia de honor. Enseguida, antes del inicio de la comida, se sirvió el vino. Borís bebió un poco y sintió renovado su entusiasmo. Tomó un poco más, miró a su esposa con un leve estremecimiento de emoción y sonrió a quienes tenía alrededor.
Todo estaba perfecto. O casi, pues, aunque no sentía gran aprecio por Dimitri Ivánov, había solo una persona en la sala a la que detestaba, y precisamente la habían situado frente a él.
Se trataba del hermano de Elena, Fiódor. Era un individuo extraño. Mientras que el mayor de los dos varones se parecía mucho al achaparrado y pelirrojo padre, Fiódor, que tenía diecinueve años, era delgado y rubio como Elena. Llevaba la barba corta y rizada, y corrían rumores de que se había hecho depilar todo el cuerpo. A veces se empolvaba la cara, pero en honor de la ocasión se había abstenido de hacerlo ese día; no obstante, era evidente que le habían dado un masaje en la cara con algún ungüento, y aun desde el otro lado de la mesa Borís percibía el intenso olor de su perfume.
Había muchos dandis como Fiódor en Moscú. Estaban de moda, pese a la rígida ortodoxia del zar. Buena parte de ellos, aunque no todos, eran homosexuales. No era ese exactamente el caso de Fiódor.
—Amo lo que es bello, Borís: muchachos o chicas —le había informado él mismo la primera vez que lo vio—. Tomo todo lo que me apetece.
—Y corderos y caballos también, seguro —había replicado con sequedad Borís, sabedor de que las aficiones de algunos de los amigos de Fiódor eran, por lo visto, bastante variadas.
Pero Fiódor, sin inmutarse, le había clavado una mirada dura con sus brillantes ojos.
—¿Lo has probado? —le había preguntado con burlona seriedad, para luego añadir, con una áspera carcajada—: Quizá deberías hacerlo.
Borís había percibido algo crudo y despiadado en Fiódor, a pesar de su ingenio y su sentido del humor, y desde entonces lo había evitado.
Elena, en cambio, le tenía mucho cariño. Al parecer no consideraba que fuera realmente vicioso por naturaleza…, a menos, Dios no lo quisiera, que encontrara normal su comportamiento. Borís había procurado no pensar en tal posibilidad.
Aquel era, empero, el banquete de su boda, y debía intentar congeniar con todos. Por consiguiente, alzó la copa y sonrió cuando Fiódor propuso un brindis por él.
El golpe lo pilló totalmente desprevenido.
A mitad de la comida, Fiódor lo miró con calma y comentó:
—Qué bien se os ve a los dos juntos. —A continuación, sin dejar margen a una posible respuesta, agregó—: Más vale que disfrutes del lugar que ocupas hoy, Borís. Me temo que en lo sucesivo te pondrán mucho más lejos en la mesa de cualquiera de nosotros. —Lo dijo con ironía, pero en voz bastante alta, de modo que fueron muchos los que lo oyeron.
—Creo que te equivocas —replicó Borís, asestándole una mirada asesina—. Los Bobrov estamos, como mínimo, al mismo nivel que los Ivánov.
—Mi querido Borís —contestó, riendo, Fiódor—, sin duda no ignoras que ninguno de los presentes podría estar nunca a tu servicio.
Aquello era un insulto, el más contundente y calculado insulto que podían dirigirle. No se trataba, con todo, de una pulla lanzada al azar, del tipo: «Tu madre era una puta». Borís no podía levantarse y asestarle un puñetazo. Fiódor había realizado una afirmación muy concreta sobre su familia que podía verificarse en un libro, y era posible, tal como temía Borís, que lo que había dicho fuera cierto.
La totalidad de la clase alta rusa, hasta los pequeños aristócratas venidos a menos como él, figuraba en una enorme tabla de prioridades, el mestnichestvo, que tenía una importancia capital, a pesar de las acaloradas controversias que suscitaba. No se trataba de un sistema simple, como el que todavía existe en Inglaterra, donde una estructura bien definida de ocupación, rango y título permite asignar a todos los miembros de la clase alta un lugar que no deja margen a la discusión; el procedimiento ruso no tomaba en cuenta la posición de cada individuo, sino la de todos sus antepasados en relación con los antepasados de otra persona. Así, un hombre podía negarse a ocupar una posición inferior a otro en la mesa de un banquete, o incluso a aceptar órdenes de él, aunque fuera su comandante en el ejército, si demostraba que, por ejemplo, su tío abuelo había ocupado una posición de mayor preeminencia que la del abuelo de aquel. El mestnichestvo era inmenso, pues todas las familias nobles proveían a los oficiales encargados de los más precisos e impresionantes árboles genealógicos que podían obtener. Este engorroso sistema, por el que sienten inclinación las aristocracias de buena parte del mundo, se había desarrollado a lo largo del siglo anterior y había alcanzado para entonces tal grado de absurdidad que el zar Iván había ordenado que se suspendiera cuando el ejército estaba en campaña, pues era la única manera de garantizar que se obedecieran las órdenes.
En los actos públicos, por ejemplo, se habían dado casos en los que algunos grandes magnates se habían negado a sentarse en los lugares que se les habían asignado, aun cuando lo hubiese ordenado el zar. Con ello se arriesgaban a suscitar su ira y a afrontar una posible ruina, pero, por otro lado, el hecho de que una familia cediera el lugar a otra se convertía en un precedente en el mestnichestvo que podía rebajar su posición durante varias generaciones.
Borís siempre había creído, por lo que le había dicho su padre, que, gracias a sus anteriores cargos, los Bobrov no estaban por debajo de los Ivánov aunque estos fueran más ricos. ¿Cabía la posibilidad de que su padre estuviera en un error o de que le hubiera engañado? Él lo había dado por hecho y nunca se había molestado en constatarlo.
Mientras miraba a Fiódor, tan confiado, tan burlón, comenzó a perder la confianza en su posición y se ruborizó un poco.
—Este no es momento para tales cuestiones.
Era la voz de Dimitri Ivánov, que se hizo oír entre el murmullo de las conversaciones. Por una vez, Borís se sintió agradecido a su suegro, pero durante el resto de la velada no lo abandonó aquella sensación de incomodidad, como si el suelo hubiera cedido bajo sus pies.
Más tarde, los jóvenes de la fiesta acompañaron a la pareja a casa de Borís. Era una casa pequeña que, al haber pertenecido antes a un sacerdote, estaba pintada de blanco como señal de que su ocupante no pagaba impuestos. Borís había tenido suerte de encontrarla.
Todo estaba listo. Siguiendo la costumbre, había puesto gavillas de trigo encima de la cama nupcial. Y entonces, por fin, estuvo a solas con Elena.
¿Tenía un aire pensativo, triste tal vez?, se preguntó mientras la miraba. Ella sonrió con cierto nerviosismo, y él tomó conciencia de que no tenía la menor idea de los pensamientos que ocupaban su mente.
¿Y qué pensaba aquella rubia muchacha de quince años, tímida y algo callada?
Pensaba que podía llegar a querer a aquel joven, que le parecía mejor persona que su hermano, aun cuando no fuera tan ingenioso. Temía, debido a su juventud e inexperiencia, no saber complacerle.
Era evidente que se sentía solo. No obstante, también percibía en él una cierta tendencia a la susceptibilidad. Quería consolarle, ayudarle a salir de aquel estado de abatimiento que intuía, pero el instinto le decía que, confrontado a un mundo que se le resistía, podía retraerse de nuevo en su soledad y exigirle a ella que la compartiera. Era esa sensación de peligro, esa negra nube en el horizonte, lo que le impedía someterse a él de inmediato sin ningún tipo de vacilación.
Los simples descubrimientos de la pasión en dos personas tan jóvenes bastaron, sin embargo, para llenar el inicio de su matrimonio aquella noche y las siguientes.
Tenían previsto visitar Russka al cabo de dos semanas.
Lucía una brillante mañana invernal cuando Borís y Elena, envueltos en pieles y montados en el primero de dos trineos tirados por tres caballos cada uno, se aproximaban a la pequeña localidad de Russka.
Mientras tanto, en la plaza del mercado local tenía lugar una reducida pero significativa reunión.
Nadie habría adivinado, viéndolos, que aquellos cuatro individuos —un sacerdote, un campesino, un comerciante y un monje— fueran primos. De ellos, solamente el sacerdote sabía que era descendiente de Yanka, la campesina que había matado a Pedro el tártaro.
El que estaba más nervioso era Mijaíl, el campesino del Lugar Sucio. Era ancho de espaldas y tenía una voluminosa caja torácica, ojos azules de mansa mirada y una aureola de rizados cabellos castaños. Ese día, una preocupación enturbiaba la habitual placidez de su semblante.
—¿Estás seguro de que la dote es escasa?
—Sí —repuso el sacerdote.
—Es una mala señal, muy mala —comentó con la cabeza gacha.
Esteban lo observó, apenado. Durante cuatro generaciones, desde que a su bisabuelo le pusieran el mismo nombre que al anciano monje Esteban, pintor de iconos, con quien mantenían un lazo de parentesco, los primogénitos de su familia habían llevado el nombre de Esteban y se habían consagrado al sacerdocio. Su propia esposa era también hija de un sacerdote. Esteban tenía veintidós años y presentaba un aspecto imponente, con su elevada estatura, su oscura barba cuidadosamente recortada, sus ojos azules de mirada seria y un aire de calmada dignidad que le hacía parecer mayor. La información que tenía sobre Elena era, sin duda, de fiar, puesto que disponía de contactos en Moscú; además, como era de los pocos sacerdotes que en aquel tiempo sabían leer y escribir, podía comunicarse incluso por carta con la capital.
—Una esposa sin dinero… ¡Ya os podéis imaginar lo que representa para mí! —se lamentó Mijaíl—. Me exprimirá hasta partirme el espinazo. ¿Qué otra cosa puede hacer?
No había rencor en sus palabras. Todo el mundo comprendía el problema. El Lugar Sucio era lo único que poseía Borís. Con una esposa y pronto una familia que mantener, sus únicos medios de subsistencia deberían salir de su finca y de los campesinos que la trabajaban. En tiempos de su padre, enfermo durante años, había sido poco el rigor, pero ¿quién sabía lo que iba a ocurrir ahora?
—Vosotros dos sí que tenéis suerte —dijo refiriéndose a Esteban y al monje—. Sois hombres de Iglesia. Y a ti —añadió, volviéndose hacia el comerciante con una pesarosa sonrisa no exenta de malicia— te da igual. Tú vives en Russka.
Lev, el comerciante, era un hombre corpulento de treinta y cinco años, fina cabellera peinada hacia atrás y semblante duro de rasgos tártaros. Llevaba una poblada barba. Sus negros ojos rasgados tenían una mirada astuta, aunque una leve expresión de hilaridad podía suavizarla cuando las gentes sencillas, como su primo Mijaíl, daban por supuesto que sus elementales prácticas mercantiles tenían una vertiente de cálculo diabólico.
Él comerciaba sobre todo con pieles, pero había ampliado sus actividades en varios frentes y había prosperado en especial como prestamista.
Como ocurría a menudo en Rusia, el mayor prestamista de la zona era el monasterio, que poseía con diferencia un capital mayor. La expansión experimentada por la economía en el transcurso del último siglo había proporcionado también a los comerciantes la oportunidad de prestar dinero. No era un mal negocio, pues en Rusia todas las clases sociales recurrían a los préstamos. Podía darse el caso de que un magnate, o incluso un poderoso príncipe, le debiera dinero a un próspero comerciante de una pequeña ciudad como Lev. Los intereses eran altos y había desaprensivos que hasta cargaban el ciento cincuenta por ciento. Mijaíl estaba convencido de que su rico primo iría al Infierno cuando muriera, aunque mientras tanto le inspiraba más bien envidia. Los que vivían en Russka eran todos iguales, pensaba…: ricos y despiadados.
Russka había crecido desde que pasara a manos del monasterio. Ahora había varias hileras de cabañas. Algunas de ellas eran de considerables dimensiones, lo que permitía a sus propietarios mantener las habitaciones principales en la planta superior para protegerse de la humedad durante todo el año. Vivían más de quinientas personas al abrigo de sus murallas, que habían sido reforzadas, al igual que las del monasterio ubicado al otro lado del río. Junto a la puerta había ahora una alta torre con un alargado tejado de madera acabado en punta, que servía como punto de vigilancia para que no los pillaran desprevenidos los tártaros y los bandidos que en los últimos años habían aparecido varias veces en la zona.
La localidad tenía un aire floreciente y ordenado. En la plaza del mercado, junto a la cual se alzaba ahora una iglesia de piedra, además de la antigua de madera, se montaban con regularidad numerosos puestos. La gente acudía a comprar desde los pueblos y las aldeas cercanos. Había recaudadores de tributos fijos, que cobraban los derechos arancelarios a los comerciantes, pero la pujanza primera del mercado se debía al hecho de que los bienes suministrados por el monasterio estaban exentos de impuestos. Allí se podía comprar sal, que se traía en barcazas desde el norte, y caviar. El cerdo, la miel y el pescado de la zona eran de excelente calidad. El trigo llegaba por río desde el sur, de la región de Riazán.
Russka, no obstante, era conocida ante todo por sus iconos. El monasterio mantenía un taller permanente en el que trabajaban un mínimo de diez monjes con sus ayudantes. Sus obras se vendían en el mercado de Russka. En la población vivían, además, diversos artesanos, auspiciados por el monasterio, cuya producción, de carácter religioso o profano, también se exponía para su venta en la plaza. Hasta allí acudían clientes de Vladímir e incluso de Moscú.
Lev se volvió hacia Mijaíl y le rodeó los hombros con el brazo.
—Yo, en tu lugar, no me preocuparía —le aconsejó. Después formuló de viva voz el pensamiento que subyacía en la mente de todos ellos, con excepción de Mijaíl—: ¿No te das cuenta de que si este individuo se sale con la suya —dijo señalando al monje que tenía al lado—, el joven señor Borís no conservará durante mucho tiempo su propiedad?
Con un suave y alegre susurro, los trineos se deslizaron sobre el reluciente curso helado del río Rus entre hileras de árboles cargados de nieve, hasta que, al doblar una curva, las orillas se ensancharon con la presencia de varios campos nevados.
En el primer trineo iban Borís y Elena. En el segundo, los dos esclavos tártaros, la doncella de Elena y un abultado equipaje.
Por fin apareció ante ellos Russka y, más abajo, el monasterio. Reinaba una calma absoluta. Reluciente bajo un claro cielo azul, el tejado de madera de la torre le recordó a Borís las altas gavillas de trigo o cebada que, atadas justo por debajo de las espigas, permanecen en el campo después de la siega. Estrechando la mano de Elena, exhaló un placentero suspiro, confortado por la sensación que había aprendido a apreciar desde su infancia de hallarse envuelto en la paz de la campiña rusa.
La torre le pareció un símbolo del verano y de plenitud en medio de aquel nítido cielo invernal.
Elena también sonreía. Gracias a Dios, pensaba, el pueblo no era tan pequeño como temía. Quizás encontraría a algunas mujeres con las que poder hablar.
Al cabo de nada habían subido la cuesta que llevaba a las puertas. Al entrar en la plaza principal, la joven reparó en cuatro hombres que permanecían de pie en el centro. Al ver los trineos, se volvieron y se inclinaron con respetuosa actitud. Tuvo la impresión de que la observaban con interés. Cuando el trineo se aproximó a ellos, se tapó la cara con las pieles. Entre tanto advirtió que uno de aquellos individuos era monje.
Era imposible percibir la expresión de Daniel, el monje, porque su poblada barba morena le tapaba la cara de tal modo que lo único que se distinguía en ella eran los pequeños y vivarachos ojos, que observaban con atención el mundo, y la parte superior de unas anchas mejillas marcadas por la viruela.
Era más bien bajo y achaparrado, y tenía los hombros ligeramente caídos. Su andar tranquilo, con la espalda un tanto encorvada, estaba en consonancia con la actitud sumisa propia de su vocación religiosa. Hablaba con calma, pero, de vez en cuando, se advertía cierta dureza en su mirada y una brusquedad en sus movimientos que delataban una apasionada naturaleza reprimida o cuidadosamente oculta.
Miraba con suma atención a la joven pareja.
Observándolos, Esteban, el sacerdote, sintió lástima por Borís y Elena. Había enterrado al padre del joven con una sensación de pérdida personal, pues lo apreciaba y lo admiraba por la larga pugna que había mantenido con su enfermedad. Deseaba lo mejor para Borís.
En cuanto a Daniel, el monje, Esteban no aprobaba su proceder.
—La gente dice que me encanta el dinero —le había comentado en una ocasión Lev—, pero lo mío no es nada en comparación con ese monje.
Era cierto. La rapacidad del comerciante tenía límites; en sus tratos, se producía el toma y daca normal de los negocios. El monje, por el contrario, aun sin poseer nada personalmente, parecía obsesionado por la riqueza: la quería para el monasterio.
—Es codicioso para Dios —lamentó Esteban—. Y eso es un crimen.
El gran pulso entre los que consideraban que la Iglesia debía renunciar a sus riquezas y los partidarios de que las conservara venía librándose desde hacía generaciones. Muchos eclesiásticos creían que la Iglesia debía retornar a una vida de pobreza y sencillez, en especial los seguidores de un venerable monje llamado Nil Sorski, que vivían en comunidades espartanas en los bosques que se extendían más allá del Volga. Aquella facción, alentada por los Ancianos del Transvolga, pasó a la historia con el nombre de los No Poseedores, aunque la mayoría de los habitantes de Russka y muchos de la capital se referían a ellos con el cariñoso apelativo de los No Codiciosos.
Fueron ellos, sin embargo, los derrotados. Poco después de 1500, el concilio eclesiástico, dirigido por el formidable abad José, declaró que las tierras y las riquezas de la Iglesia le conferían un poder terrenal que era conveniente. Los que sostenían la opinión contraria corrían el peligro de ser declarados herejes.
En su fuero interno, Esteban, el sacerdote, estaba a favor de la pobreza. Su primo Daniel, en cambio, había demostrado tal diligencia en todo lo relacionado con los negocios que el abad del monasterio de Pedro y Pablo lo había nombrado supervisor de las actividades comerciales que se realizaban en la localidad. Cualquiera que escuchara hablar a Daniel de la caída de Kazán, lo habría tomado por un mercader o un recaudador de impuestos.
—Podemos beneficiarnos de un aumento del comercio a través de Nizhni Nóvgorod y del sur —explicaba, entusiasmado, con su voz queda—. Seda, percal, incienso, jabón… —detallaba, enumerando los artículos con los dedos—. Quizás incluso podamos conseguir algo de ruibarbo. —Se trataba de un lujoso producto aquel, que por entonces se importaba de Oriente.
La misión secreta de Daniel en esta vida consistía, ante todo, en ayudar al abad a ampliar los terrenos del monasterio.
Era más que probable que sus esfuerzos se vieran coronados por el éxito, pues, desde hacía generaciones, la Iglesia era el único sector de la sociedad que veía aumentadas de manera constante sus posesiones de terreno.
Dos años antes, el zar Iván había intentado limitar la magnitud de aquel crecimiento reiterando que los monasterios y las iglesias debían contar con su permiso para incorporar o comprar más tierras. No obstante, seguía resultando difícil hacer cumplir aquellas normas. En las regiones centrales de Moscovia, la Iglesia poseía por aquel entonces una tercera parte del territorio.
Había dos propiedades en las que el monasterio tenía puestas las miras. Una, que se encontraba al norte y al este, había retornado a manos de los príncipes de Moscú. Cabía la posibilidad de que Iván se las cediera, pues, a pesar de sus recientes tentativas de restricción, él seguía donando grandes cantidades de terreno a la Iglesia. La otra era la finca del Lugar Sucio.
El padre de Borís se había aferrado a ella, pero no era seguro que aquel joven con esposa y una reducida dote lo consiguiera, pensó sonriendo Daniel. Cederían la tierra al monasterio a cambio de un arriendo vitalicio, como se hacía a menudo. También tenían la opción de venderla de entrada, o bien podían endeudarse cada vez más hasta que el monasterio les quitara la propiedad. Borís recibiría un buen trato, garantizado por la larga relación de su familia con el monasterio. Viviría hasta el fin de sus días con honor, y entonces los monjes rezarían por aquel noble benefactor que había cedido sus tierras al servicio de Dios.
«Nosotros cuidaremos de él», solía decir Daniel.
El monje preveía un solo inconveniente, y era que, al conocer las intenciones del monasterio, el joven intentaría por todos los medios mantener su independencia, tal como había hecho su padre. Haría todo lo posible por no tener que pedir dinero prestado al monasterio.
—Y ahí es donde intervienes tú —le había dicho Daniel a Lev, el comerciante, el día anterior—. Cuando el joven quiera un préstamo, ofrécete a hacérselo y yo lo avalaré —propuso—. Te aseguro que no sufrirás las consecuencias.
Lev se había echado a reír, con ojos chispeantes.
—Ah, demonios de monjes… —replicó.
Y ahora el joven se acercaba a ellos.
Mientras el trineo atravesaba la plaza, Elena oyó con asombro que su marido mascullaba una maldición. Qué extraño y taciturno era, pensó; pero, cuando lo miró, él le dedicó una triste sonrisa.
—Mis enemigos —susurró—. Son todos primos. —A ella, aquellos cuatro hombres le parecían bastante inofensivos—. Desconfía sobre todo del sacerdote —añadió.
El miedo que le inspiraba el sacerdote se basaba en una sola cosa: que Esteban sabía leer. Era capaz de interpretar algunas palabras. Sabía que en la corte había muchos nobles que leían, y que los monjes y los sacerdotes de los grandes monasterios e iglesias leían y escribían en su propio y estilizado lenguaje eclesiástico. Pero ¿qué necesidad tenía aquel párroco de pueblo de leer libros? A Borís le parecía un detalle raro y sospechoso. Los católicos y esos extraños protestantes alemanes que hacían negocios en Moscú seguramente leían libros… Y lo que era aún peor, también leían libros los judíos.
El peligro judío acechaba siempre: Borís era muy consciente de ello. Aquella palabra no tenía para él el sentido de la fe judía como tal, ni tampoco del pueblo judío, sino de los herejes cristianos conocidos con el nombre de judaizantes.
Este extravagante grupo, aparecido en la iglesia ortodoxa en el siglo anterior, tuvo una corta vida hasta acabar erradicado durante el reinado de Iván el Grande. Algunos de sus componentes consideraban, como los judíos, que Jesucristo no era el Mesías, sino un profeta más. No obstante, ya en tiempos del surgimiento de la herejía resultaba difícil precisar su doctrina y sus características. Lo que sí tenían claro las sucesivas generaciones de fieles rusos como Borís era que aquella gente recurría a la lógica, a los argumentos sutiles y a los libros, y no eran, por lo tanto, personas de fiar.
Borís sabía que Daniel el monje pretendía hacerse con su tierra. Eso lo podía entender, pero Esteban…, ¿quién sabía lo que tramaba el sacerdote?
Los cuatro primos saludaron con educación a los recién llegados y sonrieron respetuosamente a Elena. Después, el trineo siguió adelante hacia la casita que quedaba en el otro extremo de la plaza, donde estarían esperándolos el administrador, su esposa y las criadas.
Elena sonrió, tratando de levantar el ánimo de su esposo, pese a su propia inquietud.
Borís recorrió la finca del Lugar Sucio a la mañana siguiente.
Lo acompañaba el viejo administrador. Estaba allí desde que Borís era niño; no era un mal tipo. Bajo, discreto y callado, tenía una espesa mata de pelo cano y unas arrugas tan profundas en la frente que parecían surcadas a hachazos. Hasta donde alcanzaban los conocimientos de Borís, se trataba de una persona honesta.
—Todo está en orden, tal como lo dejó vuestro padre —le informó.
Borís miraba con ademán pensativo en torno a sí.
En cierto sentido era afortunado. Cuando los tasadores de tierra del zar habían visitado Russka, a raíz de la reciente reforma tributaria auspiciada por este, habían inspeccionado con detenimiento la propiedad de los Bobrov, que tenía poco más de trescientos chetverts, unas ciento sesenta hectáreas de tierra.
Los Bobrov habían tenido suerte por partida doble. En primer lugar, los tasadores habían determinado con holgura qué parte de la tierra era de baja calidad, lo cual suponía una reducción de impuestos. Además de eso, el área de la finca era algo mayor de lo que permitían reflejar sus métodos de medición.
Los tasadores de tierras no podían computar fracciones. Conocían algunas, como la mitad, el octavo y hasta el treintaidosavo. También conocían el tercio, el doceavo y el veinticuatroavo, pero no podían expresar, por ejemplo, la décima parte, ni podían sumar o restar fracciones con diferentes divisores. Por eso, cuando descubrieron que la tierra buena del Lugar Sucio cubría casi doscientos cincuenta y cuatro chetverts, que en términos de impuestos equivalía a un cuarto de labrantío más un quinceavo, se contentaron con un cuarto más un dieciseisavo —la fracción más próxima que conocían—, lo cual dejaba cerca de dos hectáreas libres de impuestos.
Este era uno más de los numerosos acomodos que realizaba el ingenio de los rusos allí adonde no llegaba su pericia.
En comparación con quienes tenían propiedades pomestie, otorgadas en usufructo por el zar, la situación de Borís no era mala, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de aquellos poseían solo la mitad de tierras que él. Los ingresos reportados por la finca eran, con todo, de diez rublos al año. Para ir de campaña militar debía invertir siete rublos en él y sus caballos, pese a poseer ya armadura y arnés propios. Debía pagar cuatro al año de impuestos, y había contraído algunas deudas de poca cuantía en Russka, entre las que se contaba una con Lev, el comerciante. Tal como estaban las cosas, era de prever que con los años se iría endeudando poco a poco, a menos que el zar hiciera algo por él.
Sin embargo, no se dejó vencer por el desánimo, pues estaba decidido a ganarse con el tiempo el favor de Iván. ¿Y quién sabía la riqueza que aquello podía representar para el futuro? En cuanto al presente…
—Creo que podemos doblar los beneficios que da la finca —le anunció al administrador—. ¿No opináis lo mismo? —Viendo que el anciano vacilaba, Borís añadió con sequedad—: Sabéis perfectamente que es posible.
Eso era justo lo que estaba temiendo el pobre Mijaíl, el campesino.
Los campesinos podían pagar a su señor de dos maneras distintas. Una era con un arriendo, en dinero o en especie, en la modalidad llamada obrok. La otra posibilidad, llamada barshchina, era trabajar la tierra del amo. Por lo general, se combinaban las dos.
Los labriegos del Lugar Sucio trabajaban solo uno o dos días en la tierra que Borís conservaba para explotarla personalmente. Aparte, le pagaban obrok por la tierra que cultivaban ellos. A lo largo de los veinte años anteriores, la finca había perdido tres arrendatarios: uno se había ido con otro señor, otro había muerto sin descendencia, y el tercero había sido expulsado. Al no sustituirlos, el padre de Borís había conservado cuarenta hectáreas bajo su control directo. Si bien se habían aplicado varios aumentos en las rentas, estos no habían reflejado la subida constante de los precios durante las últimas décadas.
Mijaíl pagaba ciento ochenta celemines de centeno, otros tantos de avena, un queso, cincuenta huevos, un carro de leña y un importe de ocho dengi. Tenía asimismo que trabajar algo más de una hectárea de la tierra de Borís, lo que le llevaba casi un día a la semana. En su acuerdo con el señor, no estaba estipulado cómo debían distribuirse sus obligaciones, y Borís podía cambiarlas si así lo deseaba. Lo cierto era que el precio de los cereales estaba subiendo mucho.
—Así que podemos reducir el obrok de los campesinos y aumentar su barshchina —explicó animadamente Borís.
El grano que produciría en la tierra sobrante, si los campesinos la trabajaban dos o tres días por semana, tendría un valor muy superior al arriendo que pagaban. Saldría ganando con mucho. Los campesinos, por supuesto, perderían.
—Comenzaremos con dos días de trabajo de inmediato —dispuso.
Con la labor añadida de los labriegos y con los dos esclavos tártaros, las cosas mejorarían pronto.
Dos meses más tarde, Lev, el comerciante, realizó una respetuosa visita a casa de Borís, a petición de este. Sabía de antemano cuál era el motivo de tal invitación.
El cielo estaba gris y en la calle dominaba un color pardo grisáceo. Tan solo la nieve que coronaba las cercas de madera ofrecía un pálido indicio de que no todo el mundo se hallaba inmerso en aquellas tristes tonalidades.
A Lev le extrañaba que el joven y su esposa no hubieran regresado ya a Moscú. Sospechaba que debían de aburrirse bastante allí, en el campo. De todas formas, Borís no había permanecido ocioso precisamente: había llevado a cabo una meticulosa revisión de todo cuanto había en la propiedad.
—Su padre nunca hizo tal cosa —se había lamentado su pobre primo Mijaíl—. Se diría que no se le escapa nada. Es un tártaro como tú, Lev.
Pese a la compasión que le inspiraba su primo, el comerciante admiraba aquella actitud de Borís. «Quizás acabe por darles una sorpresa a todos y conserve las tierras», pensaba, divertido.
En el fondo, aquello le tenía sin cuidado. Mientras caminaba por la calle, Lev sabía muy bien la posición que ocupaba en medio de aquellas intrigas. No tenía lazos profundos con ninguna de las dos partes ni deseaba tenerlos. Él era un superviviente. Los tiempos eran favorables para los comerciantes de su especie. Y con aquel enérgico y joven zar que tenían, ¿quién sabía qué oportunidades podían presentarse? Solo había que fijarse en aquellos Stróganov del norte, por ejemplo, una familia descendiente de campesinos, igual que él, y que, a pesar de ello, había levantado un enorme imperio mercantil y tenía acceso, según decían, al propio zar. A esa clase de personas era a las que había que tratar de emular.
La única manera de sobrevivir era mantener buenas relaciones con todos. En Russka, aquello significaba tenerlas ante todo con el monasterio. Pero incluso a ese respecto había que obrar con cautela, pues las posesiones eclesiásticas que suscitaban mayor codicia en el zar de Moscú correspondían a aquellas valiosas poblaciones de tamaño medio; y a veces el Gobierno encontraba excusas para confiscarlas. Si alguna vez ocurriera tal cosa, el joven señor del Lugar Sucio, que se hallaba al servicio del zar, podría convertirse en una influyente figura. Nunca se sabía.
Con esa cautelosa actitud llegó a la recia casa de madera de dos pisos, con su ancha escalera exterior, y entró, acompañado por una criada, a la espaciosa habitación donde lo esperaba Borís.
Este parecía pálido y algo tenso.
—Como sabréis —dijo el joven, sin perder tiempo en preámbulos—, los ingresos del Lugar Sucio aumentarán mucho este año. Mientras tanto, sin embargo, necesitaré un préstamo.
—Me alegra que recurráis a mí —repuso educadamente Lev, como si no supiera que Borís había hablado ya con otros dos comerciantes, que le habían ofrecido unas condiciones que no resultaron de su agrado.
—Necesitaré unos cinco rublos.
Lev asintió. Se trataba de una cantidad modesta.
—Os los puedo prestar. Vuestra propiedad es, por supuesto, una garantía suficiente. El tipo de interés sería, para este préstamo, de un rublo por cada cinco.
El veinte por ciento. En el rostro de Borís se reflejó la sorpresa. Eran unas condiciones muy buenas, menos de la mitad de lo que le habían pedido los otros; ese mismo invierno, en Moscú había oído hablar de un individuo al que le habían cargado un uno por ciento diario.
—Mi postura es que prefiero tener amigos que enemigos, señor —explicó Lev con una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera—. Espero que doña Elena Dimitreva se encuentre bien —añadió en un tono formal.
—Sí, muy bien.
¿Era un asomo de tensión lo que había percibido en el joven semblante que, un momento antes, se había inundado de alivio? No estaba seguro. En el pueblo corría la voz de que la joven esposa de Borís era una criatura amable y bondadosa. Pocas personas de Russka la habían visto aparte de las dos criadas y la esposa del sacerdote, que iba a visitarla. No salía y, con mucho acierto, Borís había solicitado al sacerdote que celebrara un servicio exclusivo para ella, a fin de no someterla a las escrutadoras miradas de los plebeyos en la iglesia.
Lev se retiró tras añadir unas cuantas formalidades, y pronto volvía a cruzar la plaza.
Cuando estaba por la mitad se detuvo, asombrado, al ver dos espaciosos trineos, tirados por unos hermosos caballos, que entraban con un cascabeleo en la plaza para dirigirse a la casa de la que él acababa de salir. Algo le dijo —quizá los gritos del cochero y las ricas pieles que observó— que venían de Moscú.
A Elena, la vida en Russka le parecía extraña, sobre todo la tranquilidad total que reinaba en aquel lugar. De todos modos, tampoco sabía muy bien lo que había esperado encontrar.
La esposa del sacerdote, que iba a verla, era una agradable joven de veinte años que se llamaba Ana y tenía dos hijos. Era algo regordeta, tenía la nariz puntiaguda y las mejillas bastante coloradas, y cuando hablaba de su marido lo hacía con una sonrisita que daba a entender que estaba enteramente satisfecha con las atenciones físicas del alto ministro de Dios.
Como Borís no había manifestado ninguna objeción a sus visitas, iba a menudo a hacerle compañía a Elena en la habitación de arriba, cuando comenzaba a oscurecer. Gracias a ella, Elena se formó enseguida una idea de las características de la gente del lugar y se halló incluso en condiciones de tranquilizar a Borís en lo que al sacerdote respectaba, asegurándole que sus sospechas carecían de fundamento, pues, de hecho, sentía simpatía por ellos.
Todo era tan tranquilo, sin embargo… Ella había supuesto que, al estar casada y compartir una casa con su marido, tendría los días ocupados. Tenía quehaceres que atender en la casa, por supuesto, pero Borís casi siempre estaba fuera, en la finca o en el pueblo, y el tiempo transcurría con lentitud. Había ido en tres ocasiones al monasterio que había fundado la familia de su marido, donde los monjes le habían dispensado una calurosa y respetuosa acogida. Había ido también con Borís a ver el Lugar Sucio. Allí la habían recibido con profundas reverencias y algunos regalos. Era obvio, no obstante, que los ocupantes de las cabañas de la aldea la consideraban la causa de sus nuevas cargas, de modo que no le habían quedado muchos deseos de volver.
A eso se había reducido su actividad. Qué lejanos parecían el bullicio de Moscú y la ajetreada vida de su familia. ¿Por qué no la llevaba otra vez allí su marido? Seguro que ya había acabado lo que tenía que hacer en Russka. ¿Qué podía reclamar, de todas formas, su presencia allí, en pleno invierno?
Borís la seguía desconcertando. Ella estaba acostumbrada a los frecuentes arrebatos de mal humor de su padre, en los que se mostraba taciturno y ceñudo. Sabía que casi todos los hombres estaban sujetos a esos repentinos cambios de talante, que debían ser aceptados e incluso admirados. Su propia madre acostumbraba a decir de su marido, con un punto de orgullo: «¡A veces se pone tan furioso!»; parecía que estuviera hablando de una proeza atlética. No le habría extrañado que Borís manifestara esas mismas tendencias, ni siquiera que le pegara de vez en cuando, pues era algo casi de prever. Lev el comerciante, como estaba enterada ya, pegaba a su mujer una vez a la semana, por sistema.
—Y mira cuántos hijos tienen —había comentado Ana soltando una irónica carcajada.
Los cambios de humor de Borís eran muy distintos. No era nunca agresivo. Cuando estaba abatido, se iba solo al lado de la estufa o la ventana, y si ella le preguntaba qué le pasaba, respondía apenas con una débil sonrisa. Cada vez que intentaba describir para sí misma esa clase de comportamiento, se le ocurría solo una cosa: «Es como si estuviera esperando».
Era eso, en efecto: esperaba, siempre esperaba. Pero ¿qué? ¿Algo maravilloso o algo terrible? Sabía que esperaba de ella que fuera la esposa perfecta, la Anastasia de su admirado Iván. Aunque ¿qué significaba exactamente eso? Hacía cuanto podía por complacerlo; lo rodeaba con los brazos cuando lo veía preocupado. Tenía pensado incluso ir a ver a su padre en secreto, en cuanto regresaran a Moscú, y pedirle dinero para ayudarlo.
Parecía, sin embargo, que había algo de ella que lo defraudaba; no la dejaba acercarse lo bastante para descubrir qué quería. Ni siquiera estaba segura de que él mismo lo supiera.
Además, estaba como esperando un desastre…, que las cosas fueran mal en el Lugar Sucio, que le hicieran una jugarreta los del monasterio o surgiera cualquier otro contratiempo. Cuando las cosas iban bien, volvía a casa pletórico, era cierto, desbordante de planes para el futuro, confiado en el favor del zar, pero, al cabo de unas horas, volvía a asaltarlo el temor a arruinarse o a ser traicionado. Era como si el espectro de su padre se alzara una y otra vez ante él, alentándolo un momento para mostrarle su propio declive paulatino al siguiente.
Ya entrado el invierno, algunas noticias inquietantes llegaron del este. La ciudad tártara de Kazán había quedado a cargo de una guarnición demasiado reducida y en todo el territorio que la rodeaba cundían las revueltas.
—El zar Iván ha convocado a la Duma de boyardos, pero no quieren pasar a la acción —le había dicho un mercader llegado de la capital a Borís—. La mitad de ellos eran, de entrada, contrarios a la toma de Kazán.
Aquellos sucesos provocaron la primera fricción entre Borís y su esposa.
—Esos condenados boyardos —maldijo él—. Esos magnates… Ojalá los aplaste a todos el zar.
—Pero no todos los boyardos son malos —alegó ella.
Su padre tenía amigos y protectores en esos círculos. De hecho, Dimitri Ivánov no estaba totalmente de acuerdo con el proceder del joven zar y había enseñado a sus hijas a recelar también de él.
—Sí, lo son —le espetó, desafiante, Borís—. Y un día los pondremos en su lugar.
Sabía que aquellas palabras contenían un velado insulto a su padre, pero no había podido contenerse, y al ver que Elena agachaba la vista, entristecida, se irritó aún más.
Después de aquel incidente, habían transcurrido varias semanas sin noticias definitivas, de modo que Elena dedujo que Borís se había olvidado del asunto. Ahora había solo una cuestión que la obsesionaba: ¿cuánto tardarían en volver a Moscú?
Era extraño que, pese a que comprendía muy bien la situación financiera de su marido, no advirtiera que el motivo real de la demora era económico. Él nunca se lo dijo porque no quería hablar de sus finanzas con ella; y ella, que siempre había vivido en la cómoda casa de su padre en Moscú, no caía en la cuenta de la pesada carga que podía suponer la vida social de la capital para un hombre con modestos ingresos como Borís. Cuando concluía enero para dar paso a febrero, sabía una cosa tan solo: que seguía en Russka y se sentía sola.
Esa fue la razón de que mandara un mensaje a sus padres.
Había sido bastante sencillo. Ana se había llevado la nota y se la había entregado a un comerciante que viajaba a Vladímir. Este se la había entregado a su vez a un amigo suyo que se dirigía a Moscú. Las dos mujeres ni siquiera tuvieron necesidad de recurrir a Esteban. El mensaje era bastante simple; sin quejarse de infelicidad, Elena les hacía saber que se encontraba sola y les preguntaba si podían enviarle a alguien que le hiciera compañía, como, por ejemplo, una pariente pobre que tenían.
Por eso profirió un grito, primero de alegría y luego de asombro, cuando aquel día gris de febrero en que Lev visitó la casa, delante de esta se detuvieron dos trineos y vio que en ellos no iba la pariente pobre, sino nada menos que su madre y su hermana.
Se quedaron una semana.
No se portaron de forma desconsiderada con Borís. La madre de Elena era una mujer alta e imponente, y lo trató con afable amabilidad; su hermana, una corpulenta mujer casada, con hijos, no paraba de reír y se mostraba encantada con todo lo que veía. De hecho, visitó dos veces el monasterio, y en ambas ocasiones no dejó de realizar halagadores comentarios sobre la iglesia, el icono de Rublev y los otros donativos provenientes de su familia.
Su visita comportó, por supuesto, gastos extraordinarios, pues hubo que ofrecerles vino y forraje para sus seis caballos. Borís sabía que mantenerlas una semana haría que el préstamo de Lev, el comerciante, resultara insuficiente. Aquello, de todos modos, no fue lo peor.
Lo que le resultó insoportable fue sentirse excluido.
En el plano más elemental, Elena insistió en dormir al lado de su hermana, mientras su madre ocupaba la otra habitación de arriba, y Borís se veía relegado al piso de abajo. Las dos hermanas lo encontraban, por lo visto, muy gracioso, porque se pasaban la mitad de la noche charlando. Seguramente, él podría haberlo prohibido, pero no le pareció necesario llegar hasta tal extremo. «Si prefiere la compañía de su hermana a la mía —pensaba con enojo—, pues por mí pueden quedarse parloteando toda la noche».
De día era aún peor. Las tres mujeres estaban siempre juntas, cuchicheando. Lo más probable era que hablasen de él.
Las ideas que tenía Borís sobre las mujeres diferían poco de las que sostenía la mayoría de los varones de su época. Entre los que sabían leer, circulaban muchos ensayos de autores bizantinos y rusos que corroboraban la naturaleza inferior de la mujer. Todo lo que Borís sabía provenía de hombres sometidos a tales influencias o de lo que le había dicho su padre durante su prolongada viudedad.
Sabía que las mujeres eran impuras. La Iglesia, por ejemplo, solo permitía preparar el pan para la comunión a las viudas de avanzada edad, por temor a que lo contaminaran otras manos femeninas más jóvenes y profanas. Borís siempre se lavaba meticulosamente después de hacer el amor con su esposa y hasta evitaba en la medida de lo posible su presencia los días del mes en que tenía el periodo.
Pero, sobre todo, las mujeres eran un territorio desconocido para él. Por más que, de vez en cuando, hubiera tenido sus pequeñas aventuras, como con la chica de Nizhni Nóvgorod, cuando tenía que tenérselas con ellas en grupo, sentía cierto apuro.
¿Qué hacían esas mujeres en Russka? ¿Por qué habían ido hasta allí? Cuando se lo preguntó cortésmente, la hermana de Elena había contestado con alegre tono que habían ido a ver a la flamante esposa y las propiedades de su marido, y que se marcharían «en un abrir y cerrar de ojos».
—¿Les pediste tú que vinieran? —le preguntó a Elena en una de las pocas ocasiones en que pudo hablar con ella a solas.
—No —respondió ella.
En el fondo, no mentía. Él reparó, sin embargo, en que tenía un ligero aire de turbación al decirlo. «No es mía —pensó—. Es de ellos.»
Por fin se marcharon. Cuando se despedían, tras agradecerle su hospitalidad, la madre de Elena le dijo, con toda la intención:
—Esperamos veros pronto en Moscú, Borís Davidov. Mi marido y mi madre os esperan ansiosos.
Estaba muy claro lo que quería darle a entender: una promesa de posible ayuda de Dimitri y una sugerencia de que la anciana dama consideraría una falta que no se presentara ante ella pronto. Borís esbozó una débil sonrisa. Su visita le había costado casi un rublo. Si aquello era indicativo de lo que podía suponerle la vida de casado en Moscú, no pensaba darse prisa en regresar.
Pero ¿a qué se habrían estado dedicando aquellas mujeres mientras consumían su capital y ocupaban su casa? ¿Qué le habían hecho a su esposa?
Al principio, todo parecía ir bien. Volvió a compartir la cama con ella por las noches, e hicieron de nuevo el amor con pasión. Sus esperanzas crecieron.
Dos semanas después, su humor cambió. Tenía motivos fundados para ello. Había descubierto ciertas deficiencias en los aperos de labranza y en los graneros que, al parecer, no había detectado el administrador. Al mismo tiempo, uno de los esclavos tártaros había muerto, víctima de una enfermedad fulminante. La poca mano de obra disponible en la zona estaba contratada por el monasterio, de modo que tendría que comprar otro esclavo o cultivar menos tierra ese año. Se vería obligado a solicitar otro crédito a Lev el comerciante. Se volviera del lado que se volviera, parecía que todos sus esfuerzos estaban condenados al fracaso.
—Ya se te ocurrirá algo —le dijo Elena.
—Quizá —respondió él, sombrío, antes de alejarse hacia la ventana para quedarse a solas con sus pensamientos.
Unas horas después ella se acercó.
—Te preocupas demasiado, Borís —declaró de entrada—. No es tan grave.
—Eso me corresponde calibrarlo a mí —contestó él en voz baja.
—Pero mira qué cara de pena tienes —continuó ella.
Había como un atisbo de burla en la manera en que lo dijo, como si pretendiera sacarlo del abatimiento a base de risas. ¿De dónde había sacado esa nueva intrepidez? De esas mujeres, sin duda, concluyó enfurecido.
No se equivocaba. Elena había preguntado varias veces a su madre y a su hermana qué opinaban de Borís, y su hermana le había asegurado: «Cuando mi marido se pone de mal humor, yo le demuestro que a mí me da igual. Continúo igual de alegre, y con mis risas se le pasa».
Era una joven activa, que recibió con placer su función de consejera. Olvidó tomar en cuenta, sin embargo, que Borís y su marido eran completamente distintos.
Así, cuando Elena le hizo ver a Borís que no se tomaba en serio su abatimiento y siguió, con cierto aire de suficiencia, mostrándose alegre delante de él, lo único que consiguió fue que pensara: «Le han enseñado a despreciarme».
Llevaba varias horas cavilando con enojo sobre aquello cuando ella cometió un error aún más grande. Fue solo un comentario inocente, pero no pudo elegir un momento más inoportuno.
—Ay, Borís —dijo—, es una tontería desanimarse tanto.
¡Una tontería! ¿Su propia mujer lo estaba llamando tonto? En un arrebato de frustración y de rabia, se puso en pie con los puños crispados.
—Ya te enseñaré yo a sonreír y a reírte de mí cuando estoy preocupado —tronó.
Dio un paso hacia ella sin saber muy bien qué iba a hacer; en ese momento, oyó que llamaban a la puerta. Esteban, el sacerdote, entró por ella.
Visiblemente preocupado y sin reparar en Elena ni tomarse siquiera un momento para santiguarse delante de los iconos, comunicó un mensaje que apartó cualquier otra cosa del pensamiento de Borís.
—El zar se está muriendo.
Mirara donde mirase, Mijaíl, el campesino, solo veía complicaciones.
El joven señor Borís estaba en Moscú con su esposa, aunque acudía a pasar unos pocos días en Russka de cuando en cuando. No obstante, seguro que pronto volvería y se quedaría otra temporada larga. ¿Y quién sabía lo que se le ocurriría esa vez?
La nueva barshchina era una dura carga. Además de este servicio y algunos pagos de poca cuantía a Borís, tenía que pagar los impuestos al Estado, que, por lo general, representaban una cuarta parte de su cosecha de cereales. Tenía que hacer verdaderos equilibrios para vivir. Su esposa tejía alegres y abigarradas telas decoradas con dibujos de pájaros rojos, que vendía en el mercado de Russka. Eso ayudaba un poco. Había otros procedimientos que también servían para economizar: dado que tenía permitido recoger la madera de los árboles muertos de las tierras del amo, efectuaba, como tantos otros, discretos cortes en la corteza de algunos que acabarían matándolos. Al cabo del año no habían ahorrado nada y el grano propio almacenado apenas bastaba para pasar el invierno después de una mala cosecha.
Luego estaba el problema de Daniel, el monje. En más de una ocasión, este le había insinuado que si no se esmeraba en su trabajo en la finca —o, más crudamente, si saboteaba con disimulo los esfuerzos de Borís—, tal actitud no sería vista como un mal proceder.
Él, por una parte, no sentía deseos de hacerlo, y, por la otra, sabía que si el administrador lo descubría podía costarle muy caro.
—Podríamos irnos —le recordaba su esposa—. Podríamos irnos este mismo otoño.
Se lo estaba planteando, pero, por el momento, no podía hacer nada.
Las leyes que por entonces regulaban cuándo podía un campesino abandonar a su señor, habían sido auspiciadas cincuenta años antes por Iván el Grande y ratificadas más tarde por su nieto, el actual zar.
Los labriegos ya no podían marcharse cuando se les antojara, sino en determinadas fechas estipuladas por su amo, la más común de las cuales abarcaba un periodo de dos semanas centrado en la festividad otoñal de San Jorge: el 25 de noviembre. Las labores de las cosechas estaban concluidas para entonces, pero para los campesinos era una mala época para viajar. Para quedar libre había, además, otra condición: el pago del derecho de partida, que suponía una considerable suma de dinero.
De todas formas, si habían avisado de su partida y habían pagado, el campesino y su familia podían irse, ponerse sus mejores ropas y presentarse ante un nuevo amo. De ahí proviene la irónica expresión rusa que se emplea para aludir a una empresa vana: «Endomingado para el día de San Jorge, sin tener un sitio adonde ir».
Ahí radicaba el dilema de Mijaíl. En el supuesto de que pudiera permitirse marchar, ¿adónde iba a ir?
Por aquel entonces, una gran proporción de tierras eran propiedades en régimen de pomestie o de cesión. Eran pequeñas, y los hacendados solían explotar al límite a sus campesinos y descuidaban unos terrenos que en puridad no eran suyos.
Los tradicionales propietarios en votchina, como Borís, al menos se preocupaban más por sus fincas. Otra alternativa era ir a las tierras libres del norte y del este, pero sentía incertidumbre por la clase de vida que se pudiera llevar en aquellas remotas aldeas del otro lado del Volga.
Estaba asimismo la Iglesia.
—Si el monasterio no se queda con la finca, también podríamos tomar en arriendo las tierras que ya tienen —había propuesto su mujer.
Él, sin embargo, no estaba tan seguro de salir ganando con el cambio. Le habían hablado de otros monasterios que subían las rentas e incrementaban la proporción de barshchina.
—Esperemos a ver —le dijo.
Su esposa esperaría pacientemente, lo sabía. Era una mujer corpulenta y de recias piernas que, por principio, siempre ponía mala cara a los desconocidos. Bajo su fachada arisca había, no obstante, un alma bondadosa que hasta se apiadaba de Borís y de su joven esposa, que los estaban oprimiendo.
—Dentro de cinco años estará muerto o arruinado —vaticinó—. Pero nosotros seguiremos aquí.
Mijaíl no tenía, con todo, la misma certeza en lo tocante a sus hijos. El mayor, Ivanko, era un impasible muchachito de diez años con buenas dotes para el canto; le recordaba a sí mismo. Karp, en cambio, constituía un enigma para él. Era una criatura morena y delgada, de una independencia irreductible.
—Tiene solo siete años y no puedo con él —confesaba con perplejidad—. ¿De dónde le viene esa rebeldía al pequeño mordvano? Aunque le pegue, hace lo que quiere.
No había sitio para un espíritu indómito como aquel en la propiedad del Lugar Sucio.
Una vez consideradas todas las posibilidades y sin saber aún qué hacer, Mijaíl resolvió consultar a su primo Esteban, el sacerdote.
Borís contemplaba la ciudad de Moscú desde los montes de los Pájaros. Esteban el sacerdote le había comunicado en su mensaje que iría a verlo esa noche. Tenía tiempo de sobra antes de bajar, de modo que siguió observando, sin amargura ni otra emoción definida, la gran ciudadela que se desparramaba abajo.
Moscú, el centro; Moscú, el potente corazón. Ese cálido día de septiembre, hasta los pájaros parecían haber enmudecido.
El verano había sido lento, silencioso y largo como solo pueden serlo los veranos rusos; había dorado la cebada que susurraba en todos los campos de los alrededores; había hecho brillar los blancos abedules con un resplandor de plata bruñida. En torno a Moscú, en el corazón del verano, las hojas de los árboles —de los álamos, los abedules y hasta los robles— eran tan ligeras, tan delicadas, que el tenue temblor acompasado a la brisa las volvía traslúcidas, verdes, semejantes a una miríada de esmeraldas y ópalos por los que se filtrara el sol. Solo en Rusia, sin duda, eran capaces las hojas de decir de esta manera: «Mirad, bailamos en este fuego, con infinita fragilidad e infinita fuerza, sin pesar por el constante mensaje de este inmenso cielo azul, que nos dice todos los días que debemos morir».
Ahora, al acercarse el otoño, sobre los árboles y sobre la misma ciudad iba quedando una finísima capa de polvo, al tiempo que, cual una silenciosa y reluciente nube que ha permanecido flotando una eternidad en el mismo lugar, el verano comenzaba a alejarse, dejándose llevar por aquel inmenso y omnipresente cielo que siempre se batía en retirada.
Sobre las recias murallas de Moscú, sobre el vasto Kremlin cuyas largas almenas presidían, ceñudas, el río, todo estaba en calma. ¿Quién habría sospechado que tan solo unos meses antes, dentro de aquellas mismas murallas, habían dominado la muerte y la traición?
La ciudad de la traición; la oscuridad instalada en el seno del inmenso corazón de la gran planicie rusa.
Habían traicionado al zar. Nadie lo decía, pero todo el mundo lo sabía. Había tensión y miedo en las calles, en las reuniones. Borís lo percibía en la manera en que se mesaba la barba Dimitri Ivánov, en cómo se pasaba la mano sobre la calva o pestañeaba con los ojos algo enrojecidos.
Lo entendía. Habían deseado la muerte del zar y este seguía con vida. Había faltado poco, empero. En marzo, postrado a causa de una probable pulmonía, Iván estaba moribundo y casi no podía hablar. En su lecho de muerte, había rogado a los príncipes y boyardos que aceptaran como heredero a su hijo de corta edad. La gran mayoría de ellos se habían mostrado, sin embargo, reacios.
—Entonces tendríamos otra regencia, dominada por la familia de la madre, esos condenados Zajarin —aducían.
¿Cuál era la alternativa? Desde el punto de vista de la estricta consanguinidad estaba, en los círculos externos de la corte, la inofensiva pero patética figura del hermano menor del zar, una criatura afectada de debilidad mental que se dejaba ver poco. Si bien los boyardos recordaron su existencia, en general la descartaron enseguida. Pero ¿y el primo del zar, Vladímir? De los numerosos príncipes que había, él era el que tenía un lazo de parentesco más cercano con el monarca y contaba, además, con un buen bagaje de experiencia a sus espaldas. Era un candidato mejor que aquel niño tan pequeño.
En presencia del moribundo, discutían tales cuestiones. Hasta los amigos más próximos a Iván, los consejeros que él mismo había escogido, se escondían por los rincones para murmurar. Lo traicionaban delante de sus propios ojos, mientras él oía sin poder apenas hablar. ¿Qué sería de Moscovia cuando desapareciera? Se abatiría sobre ella la anarquía, por culpa de las luchas que librarían aquellos malditos magnates para hacerse con el poder.
Al final se recuperó, sin embargo. El velo que se había levantado descendió otra vez. Sus cortesanos se postraban ante él y lo saludaban con sonrisas. No se volvió a hablar del tema de la sucesión de su primo Vladímir, como si no hubiera existido. Y el zar Iván no dijo nada.
En la corte, no obstante, reinaba un clima lúgubre. En mayo, Iván había llevado a su familia a las regiones del norte, para dar gracias por su vida en el mismo monasterio al que había acudido su madre cuando estaba embarazada de él. Era un sitio muy lejano, ubicado en los bosques lindantes con las vacías extensiones del Ártico. Y allí, en un remoto río, a la niñera se le había caído al agua el hijo de Iván y de Anastasia, que había muerto casi en el acto.
Ese verano, el sol había permanecido suspendido sobre la recalentada y polvorienta ciudadela, como un mudo acompañante para la reseca y cuarteada tristeza que guardaban sus muros. En el noroeste, en Pskov, había una plaga. En el este, en Kazán, se agudizaban los conflictos con las tribus conquistadas.
Para Borís, aquellos largos meses estuvieron también marcados por un velo de tristeza. Él y Elena habían regresado a toda prisa a Moscú en marzo y se habían instalado en sus modestos aposentos de la casita de la Ciudad Blanca.
Elena visitaba a diario a su madre o a su hermana. Todos los días les llegaban noticias de la sombría situación de la corte, ya a través del padre de Elena, o bien de la madre, que tenía amigas entre las ancianas damas que disfrutaban de aposentos en palacio cerca de las mujeres de la familia real. Borís se encontraba a menudo solo y sin nada que hacer. Para pasar el rato se acostumbró a caminar por la capital. Durante aquellos paseos entraba en muchas iglesias y, tras quedarse un rato delante de un icono, rezaba mecánicamente una oración antes de salir.
Aunque llevaban una vida tranquila, no podía evitar los gastos. Había que tener los caballos en establos, hacer regalos y comprar, sobre todo, metros y metros de brocados de seda y ribetes de pieles para los caftanes y vestidos que era imprescindible llevar para visitar a personas que, según le aseguraban otros, podían llegar a serle útiles.
Era superior a él: aquellos gastos que, en realidad, no se podía permitir le irritaban sobremanera. A veces, cuando su esposa volvía de ver a su madre y contaba alegremente las últimas noticias, sentía una especie de rabia sorda, no porque se hubiera portado mal con él en ningún sentido, sino porque siempre daba la impresión de creer que todo iba bien. Después, cuando estaba acostado a su lado por la noche, rozándola casi, contenía su deseo con la esperanza de que aquella pequeña manifestación de indiferencia suscitara en ella el grado de preocupación suficiente para abrir una brecha en la pared de seguridad familiar que la rodeaba. ¿Cómo puede quererme de verdad, si no comparte mi ansiedad?, se preguntaba.
A la joven Elena, sin embargo, aquellas manifestaciones de indiferencia le provocaban solo el temor de que su melancólico marido no se sintiera atraído por ella. Hubiera llorado con ganas, pero por orgullo se retraía o se rodeaba de una invisible barrera, cosa que a él, a su vez, le llevaba a pensar: «Está claro, no me quiere».
Fue una desafortunada casualidad que un día se encontrara por la calle a un joven amigo. Fueron a tomar un trago y, después de interesarse por su salud y la de su esposa, aquel joven soltero y hastiado del mundo sentenció: «Todos los matrimonios caen en la indiferencia, y la mayoría en el odio, según tengo entendido».
¿Sería cierto? Durante días, aquella afirmación estuvo presente en su pensamiento, carcomiéndolo. A veces hacía el amor con Elena varias noches seguidas y todo parecía arreglarse; pero entonces algún desaire imaginario interrumpía el incierto curso de su relación y, mientras yacía junto a ella lleno de contenida furia, de nuevo volvía aquella frase a su cabeza. «Sí, está claro», concluía, e incluso le complacía corroborarlo, como si se cumpliera una profecía.
El joven ruso se encontraba, pues, al borde del abismo de la autodestrucción, contemplándolo.
A veces, delante de los iconos de las iglesias en las que entraba, rezaba para que mejoraran las cosas, para que durara siempre su amor por su esposa, para que ella lo quisiera y se perdonaran mutuamente los errores. Pero, en el fondo, no se lo tomaba en serio.
En una de esas ocasiones en que se había parado frente a uno de sus iconos preferidos, en una pequeña iglesia de la zona, entabló conversación por azar con un joven sacerdote llamado Felipe. Este tenía aproximadamente su misma edad y era muy delgado, pelirrojo, con una cara de expresión intensa que siempre parecía inclinarse hacia delante, como si, a la manera de una gallina que busca comida, pudiera aprehender el tema de que se trataba con unas cuantas cabezadas rápidas. Cuando Borís expresó cierto interés por los iconos y le explicó que su propia familia había donado una obra del gran Rublev al monasterio de Russka, Felipe se mostró entusiasmado.
—Mi querido señor, yo estoy realizando un estudio especial sobre los iconos. ¿De modo que hay un Rublev en Russka? No lo sabía. Debo ir allí sin falta. ¿Tal vez me permitiríais viajar con vos un día? ¿Sí? Sois muy amable, señor.
Sin darse cuenta, Borís se había granjeado un amigo para toda la vida. Después de aquella conversación, Felipe no dejó de reunirse con él como mínimo una vez cada dos semanas. Borís lo consideraba un ser inofensivo.
Elena no le dijo que estaba embarazada hasta julio. Esperaba el bebé para finales de año.
Se emocionó, por supuesto. Toda la familia de ella lo felicitó. Parecía que aquella noticia debía aumentar hasta el frenesí el grado de actividad de las mujeres.
Cuando pensó en su padre y cayó en la cuenta de que aquel podría ser el hijo varón que continuaría su noble linaje, sintió otro arrebato de emoción. Creció en él la determinación de conseguir sus objetivos, costara lo que costara, para entregarle la propiedad en buen estado, junto con algo más.
Cuando estaba sentado al lado de Elena, la miraba y la veía sonreírle, como si dijera: «Seguro que ahora está contento». Entonces pensaba: «Me sonríe a mí y, sin embargo, lo que lleva dentro es también un tesoro suyo. Este niño completará su familia: será más suyo que mío. ¿Y si es una niña? Para mí no será bueno, y de todas formas tendré que correr con los gastos». De este modo, con frecuencia, la alegría que todos le decían que debía sentir se transformaba en secreto resentimiento.
No volvió a hacer el amor con Elena desde que supo que estaba encinta. No podía. El vientre se le antojaba de improviso algo misterioso, sagrado y vulnerable a la vez, y por consiguiente, terrorífico. Como un guisante en la vaina: así lo imaginaba a veces. ¿Y quién sino un monstruo abriría esa vaina para perturbar, o destruir, la pequeña vida que había en su interior? En otros momentos, le sugería algo oscuro, subterráneo, como una semilla que debe permanecer en la cálida oscuridad no profanada de la tierra para, en su momento, salir a la luz.
En todo caso, por aquella época, Elena solía estar como ausente. Aprovechando las últimas semanas de verano, iba muchas veces a descansar con su familia a una finca que tenía su padre cerca de la ciudad.
Mientras contemplaba la ciudad desde las colinas en aquella cálida tarde de septiembre, Borís se decía que debía aceptar lo que el destino le tenía deparado. Elena estaría de vuelta a la mañana siguiente con su madre. Sería amable con ella. La tarde se consumía. Había cierta pesadez en la dorada neblina, y, sin embargo, en el aire se atisbaba un leve indicio del frío otoñal. Al final exhaló un suspiro.
¿Qué diablos querría de él Esteban, el sacerdote? Era hora de ir a averiguarlo.
El alto y joven sacerdote se mostró educado, respetuoso incluso.
Había ido a Moscú a visitar a un erudito monje que era pariente lejano suyo, y antes de dejar la ciudad había solicitado una breve audiencia, como pomposamente decía él, con el joven señor.
Se trataba de un asunto confidencial, relacionado con el campesino Mijaíl.
Un tanto sorprendido, Borís lo invitó a seguir.
—¿Puedo pediros, Borís Davidov, que no mencionéis esta conversación con nadie del monasterio? —preguntó el sacerdote.
—Sí, supongo —respondió él, intrigado.
A continuación, con pocas palabras, Esteban expuso el dilema de Mijaíl. No especificó que alguien hubiera animado al labriego a entorpecer las labores de la finca, sino que se centró en otro aspecto.
—Es muy posible que el monasterio se sienta tentado de quitároslo. Ellos ganarían un buen trabajador y vos perderíais a vuestro mejor campesino…, con lo cual os sería aún más difícil conservar la propiedad.
—No puede irse —le espetó Borís—. Sé perfectamente que no puede pagar el derecho de partida.
Según la ley, el arrendatario que deseara marcharse por la festividad de San Jorge tenía que liquidar las deudas que hubiera contraído con el propietario y pagar, además, un derecho de partida por la casa que había ocupado. La cantidad, más de medio rublo, superaba el valor de la cosecha obtenida por Mijaíl en todo un año. Borís sabía que el campesino no podía hacerse cargo de tantos gastos.
—Él no puede, pero el monasterio sí —le recordó con voz queda Esteban.
De modo que era eso. Una manera solapada de robar campesinos era pagar por ellos los derechos de partida. ¿Le haría algo semejante el monje Daniel a él, un Bobrov? Probablemente sí.
—¿Qué me sugerís, pues, que le reduzca las cargas a mi campesino?
—Un poco, Borís Davidov. Lo justo para ayudar a Mijaíl a mantener a su familia. Es un buen trabajador y os aseguro que no tiene ganas de dejaros.
—¿Y por qué me contáis esto? —preguntó Borís.
Esteban calló un momento. ¿Qué podía responder? ¿Podía decirle a aquel joven que, como muchos clérigos, veía con malos ojos la creciente riqueza de los monasterios? ¿Podía decirle a Borís que sentía lástima por él y su joven esposa? ¿Podía decirle que, tal como estaban las cosas, le preocupaba que, si no comían lo suficiente, los hijos de Mijaíl sucumbieran de mayores a una vida de delincuentes o cometieran alguna locura? No, no podía.
—Yo solo soy un sacerdote, un espectador —señaló con una irónica sonrisa—. Digamos que es mi buena obra del día.
—Tendré en cuenta lo que me habéis dicho —contestó Borís sin comprometerse—, y gracias por vuestra preocupación y la molestia que os habéis tomado.
Luego se despidieron y el sacerdote se alejó, convencido de haber prestado un servicio de buen cristiano al campesino y a su señor.
Una vez solo, Borís se puso a caminar por la estancia, repasando con todo detalle la conversación.
¿Le había tomado por un necio acaso? ¿Creía ese sacerdote tan alto que no se había fijado en la astuta sonrisita que había curvado sus labios? En apariencia había ido a prestarle ayuda, pero él no era tan incauto para morder el anzuelo. Pensó en el zar Iván, traicionado por todos. Pensó en los cuatro primos, charlando juntos en la plaza el día de su llegada a Russka con Elena. Pensó en su esposa, que a veces se apartaba de él en la cama. No, ninguno de ellos era de fiar, ninguno.
—Debo resistir solo —murmuró—, y he de ser más listo y más despiadado que ellos.
¿Qué estaría tramando el sacerdote? Porque estaba muy claro que le había tendido una trampa, el condenado. Si reducía las cargas de Mijaíl, ¿quién saldría beneficiado? El campesino, por supuesto, que era primo de Esteban. ¿Y qué consecuencias tendría? Dejarlo a él, Borís, más falto de recursos, de tal forma que tendría que pedir prestado más dinero y adentrarse aún más por el camino que llevaba a perder la finca en favor del monasterio.
—Arruinarme, eso es lo que quieren —murmuró.
El muy ladino del sacerdote había dicho, de todas maneras, algo que podría ser cierto. Era posible que, si no conseguía quedarse con la propiedad, el monasterio intentara robarle a Mijaíl.
¿Cómo podría impedirlo?, se preguntó.
Se pasó el mes dándole vueltas al asunto; al final, de forma asombrosa, el curioso padre Felipe, con sus constantes cabeceos y su pasión por los iconos, fue quien le dio la respuesta. Esta tenía que ver con una intriga de palacio.
Aquel extraño asunto había tenido su origen en el Kremlin, en los oscuros recovecos de los círculos internos de la corte del zar, donde llevaba tiempo gestándose. La Iglesia había influido en él, y también el odio que uno de los miembros del consejo de Iván profesaba contra otro.
Debido a la creciente necesidad de propiedades pomestie para los leales seguidores de Iván, algunos de sus consejeros más próximos querían que diera su apoyo a los No Poseedores y confiscara las tierras de la Iglesia. El metropolita buscaba la manera de eliminar a los cabecillas de aquella tendencia. Y ese año la encontró.
El individuo que abanderaba aquella campaña, un sacerdote llamado Silvestre, había tenido la imprudencia de mantener amistad con un hombre que podía ser acusado de herejía. A partir de aquel pequeño núcleo, el metropolita vio que se podía montar una gran intriga. Localizaron a otros herejes, peores que el primero, y la acusación construyó una cadena en la que se demostraba que, si un hombre conocía a un segundo, el segundo a un tercero, y el tercero a un cuarto, se podía concluir sin asomo de duda que el primero y el cuarto participaban en una misma conspiración. Para acabar de rematar la operación, consiguieron localizar un eslabón a través del cual se podía establecer un vínculo entre algunos de aquellos conspiradores y la familia del príncipe Vladímir, primo de Iván y posible sucesor al trono.
El metropolita estaba encantado. Se podía denunciar al peligroso Silvestre por ser amigo de herejes y de los enemigos de Iván. Se celebraría un juicio ejemplar, que serviría de escarmiento.
Algunas de las pruebas eran poco firmes, forzoso era reconocerlo. En tanto que dos de los acusados eran herejes, cosa que resultaba evidente, había otro al que solo podían acusar de asistir a una reunión para aportar argumentos en favor de la ortodoxia frente a los católicos de Roma. Con todo, aquello bastaría.
«Pues si este hombre tuvo que dialogar sobre la cuestión —señaló la acusación—, si no conocía de antemano la respuesta, ¿cómo puede profesar la auténtica fe?»
La fecha de inicio del juicio se fijó para finales de octubre. Moscú era un hervidero de conjeturas. Se esperaba la asistencia del metropolita, del zar y de los altos dignatarios de la Iglesia y de la corte. Entre los partidarios de Silvestre y sus amigos cundía el miedo. La cuestión de la reforma de los terrenos en manos de la Iglesia había caído en un silencio nervioso.
Este aparatoso juicio habría sido suficiente para el metropolita, pero no bastó para el rival de Silvestre en el consejo. De improviso se presentaron otros cargos, que concernían aquella vez directamente a Silvestre. Iconos: ese era el objeto sobre el que giraba la acusación.
Los iconos en cuestión se encontraban en la gran catedral de la Anunciación, en el mismo centro del Kremlin. Habían sido realizados recientemente por encargo de Silvestre y, según rezaban los cargos, eran heréticos.
Aun sin comprender los pormenores de la acusación, al igual que todos los habitantes de Moscú, Borís sabía que el desenlace podía ser grave. Si decir algo herético era peligroso, ¿qué castigo podía tener expresarlo en una obra de arte? Se trataba de algo permanente, que quedaba plasmado: era como erigir un tótem, una estatua de un dios pagano de épocas antiguas delante del propio Sancta Sanctorum.
Unos días antes de la fecha prevista para el juicio, Felipe, el sacerdote, se ofreció a llevar a Borís al Kremlin para ver aquellos iconos. Este aceptó con gusto.
Hacía un día gris, opresivo. Las nubes aparecían tan densas y amazacotadas como las murallas de tierra de la ciudad mientras los dos hombres atravesaban la vasta plaza Roja. Después de trasponer la alta e imponente puerta bajo la atenta mirada de los guardias streltsí, se abrieron camino entre barracones, depósitos de armas y otros edificios hasta desembocar en la plaza central del Kremlin. Era una plaza de piedra de tamaño mediano, marcada por la presencia de sus catedrales y palacios. Las catedrales de la Asunción, del Arcángel Miguel y de la Anunciación; el palacio de las Facetas, de estilo italiano; la iglesia del Descendimiento; el campanario de Iván el Grande: allí estaban todos, con sus recias paredes y resplandecientes cúpulas, en el punto central del inmenso imperio de la llanura euroasiática.
—Venid, que primero os enseñaré el trono —dijo Felipe, al tiempo que se encaminaba hacia el más simple y a la vez más majestuoso de los edificios, la catedral de la Asunción.
Era asombrosa la capacidad que tenía para conseguir acceder a todas partes. Intercambiaba unas cuantas palabras con el sacerdote de la puerta y, al cabo de un momento, les dejaban pasar.
La magnífica catedral había sido erigida en tiempos del abuelo del zar. Pese a ser obra de un arquitecto italiano, estaba inspirada en la espléndida y vieja catedral de Vladímir, y era un edificio de piedra clara y sencillo estilo bizantino, con cinco cúpulas. Allí enterraban a los metropolitas. Borís contempló, admirado, las enormes y altas paredes desnudas y las esbeltas columnas, con sus capas de extensos frescos que contemplaban los etéreos espacios que contribuían a crear. Aquella catedral albergaba el más venerado de todos los iconos rusos, la Virgen de Vladímir, Nuestra Señora de los Dolores, que había concedido a las huestes de Moscú su gran victoria sobre los tártaros en Kulikovo, allá en tiempos del gran san Sergio.
Borís, sin embargo, encontró menos interesante aquel sagrado icono que el estrecho trono dorado que había a un lado.
—Aquí es —murmuró con devoción— donde coronaron a mi zar.
Se quedó mirándolo varios minutos, hasta que Felipe se lo llevó casi a la fuerza.
Atravesaron la plaza para entrar en la catedral de la Anunciación.
Borís no advirtió ninguna rareza en los iconos que habían causado tanto miedo y revuelo, hasta que Felipe, con ardor, lo sacó de su ignorancia.
—Mirad eso. ¿Habíais visto cosa igual?
Borís observó una figura de Cristo con alas y con las palmas de las manos cerradas.
—Quizá sea algo infrecuente —se aventuró a comentar.
—¿Infrecuente? ¡Escandaloso es lo que es! Idólatra. ¿No veis que el artista se lo ha inventado? ¡Lo ha inventado por su cuenta! No hay autoridad que permita representar de tal forma a nuestro Señor. A menos —matizó con fiero ademán— que provenga de los católicos de Occidente.
Borís se puso a mirar atentamente. Era verdad. Bien mirado, el icono tenía marcados rasgos de individualidad.
—Mirad aquí —oyó que exclamaba Felipe, delante ya de otro icono—. El Señor representado como David, vestido igual que un zar. Y aquí —añadió en referencia a otro—, el Espíritu Santo representado como una paloma. ¡Jamás, jamás se hizo tal cosa en el seno de la ortodoxia!
»Dicen que en palacio —le confió en voz baja a Borís— hay frescos que son incluso peores. ¡Herejes! ¡Desalmados! —Movía arriba y abajo la cabeza con gran violencia, como si temiera contaminarse—. Os diré una cosa, señor Borís —agregó con una mirada furiosa, centrada al parecer en la punta de su barba—, esos malditos católicos de Occidente, aun siendo unos bribones, tienen algo bueno: la Inquisición. Eso es lo que necesitamos en Rusia. Hay que erradicarlos.
Se fueron discretamente, pero durante todo el trayecto hasta la puerta del Kremlin, y aún más allá, el joven sacerdote no dejó de rezongar.
—Erradicarlos. Eliminar las ramas y la raíz —repetía.
Justo cuando llegaban a la plaza Roja, Borís concibió la solución.
—Creo —dijo tranquilamente— que en Russka tienen iconos como esos.
Un nublado día de comienzos de noviembre, aparecieron en Russka los dos visitantes. En las caras sintieron el azote de un viento gélido y húmedo que presagiaba un inminente aguacero o incluso una nevada. De no haber sido por la impaciencia de Borís, Felipe, el sacerdote, habría preferido esperar a otra estación más propicia para los viajes.
Fueron directamente a la casa de Borís, donde el joven señor del Lugar Sucio mandó un afable mensaje a Esteban, el sacerdote, pidiéndole que fuera a verlo. Envió también a su criado a casa del administrador en busca de un par de pollos, una botella de vino y cualquier otra cosa que se le ocurriera para hacerles más agradable la estancia.
Aun cuando los dos estaban helados, Borís se hallaba dominado por un estado de exaltación.
Al cabo de dos horas comenzaron a cenar. Felipe todavía comía, con los mismos enfáticos cabeceos que efectuaba para todo, cuando llegó Esteban.
El sacerdote se alegró de ver a Borís, y albergaba la esperanza de que su visita fuera una buena señal para los intereses del infortunado Mijaíl. La alegría impregnada de nerviosismo de Borís le llevó a pensar que tal vez el joven hubiera sufrido algún leve trastorno en el razonamiento en los últimos tiempos, y, puesto que había llevado a un sacerdote consigo, dedujo que podía haber sido de naturaleza religiosa.
Bajo el influjo del vino, aparentemente, los dos recién llegados se mostraron muy amables. Borís le informó de que su amigo había tenido la bondad de aceptar pasar unos días con él en el campo mientras atendía algunas obligaciones y se aventuró a sugerir que Esteban podría enseñarle el pueblo y el monasterio.
—Porque, si tiene que quedarse conmigo todo el tiempo en el Lugar Sucio, temo que se aburra mortalmente —explicó Borís con una pícara sonrisa—. Es una persona erudita, como vos —añadió.
Felipe, que hasta entonces había permanecido callado, concentrado en la comida, se decidió a hablar un poco. Formuló a Esteban unas cuantas preguntas de rigor sobre la localidad, hizo algunos comentarios sobre la rutinaria vida que llevaba y habló con veneración, aunque con escaso discernimiento, de los iconos que tenían en su propia iglesia.
«Un tipo agradable y algo simplón —dictaminó Esteban—, no precisamente muy instruido.» Prometió acompañarlo a ver el pueblo al día siguiente.
Dos días después, la trampa estaba lista. Borís mandó llamar a Daniel, el monje. Cuando dio por terminada la conversación que mantuvo con él, el joven aristócrata concluyó que, incluidos los mejores momentos de su breve matrimonio, aquellos habían sido los minutos más satisfactorios de que había disfrutado en toda su vida.
—Me encuentro —confesó, con toda hipocresía— en una posición muy delicada.
Estaba convencido, sí, convencidísimo, de que el monje no se esperaba lo que iba a ocurrir a continuación. Por encima de la poblada barba de Daniel, percibió sus brillantes ojos, impregnados de su habitual ardor.
—No sería tan importante —continuó Borís—, de no ser por los recientes acontecimientos que han tenido lugar en Moscú. —Abrió una pausa, en la que le pareció advertir cierta perplejidad en la cara del monje—. Me refiero, claro está, a los juicios por herejía —especificó en un suave tono de voz.
El primero se había celebrado el 25 de octubre y había supuesto un triunfo para el metropolita. Pese a su poca consistencia, las pruebas habían bastado para dictar una sentencia de torturas y cadena perpetua contra los acusados. Moscú se hallaba en un estado de conmoción.
Como firme partidario de la tendencia del metropolita, Daniel estaba encantado. No veía, con todo, qué tenían que ver aquellos juicios con el joven señor Borís y con él mismo, de modo que le dirigió una mirada interrogativa.
—Parece ser —dijo Borís con fingida preocupación— que tenemos la herejía entre nosotros…, justo aquí. —Remató la afirmación descargando unos reprobadores golpecitos sobre la mesa.
Daniel lo miró desconcertado.
Había sido tan fácil… Aunque había que reconocer la asombrosa pericia con que el sacerdote Felipe había representado su papel. Con sus cabeceos, sus preguntas ingenuas, había estado paseando por Russka con el amable Esteban todo el día. En ningún momento se había interesado por la opinión del párroco ni que fuera por las cuestiones más triviales. Había mirado los iconos que vendían en el mercado, había visitado el monasterio y había recorrido los grandes campos que limitaban con sus muros. De vez en cuando, parecía como si algo le causara un hondo disgusto que enseguida intentaba disimular. Solo hacia al atardecer, mientras se encontraban junto a la puerta de la población, mirando el monasterio que se extendía abajo, pareció que olvidaba sus prevenciones.
—Un rico monasterio —comentó con acritud.
—¿Lo consideráis demasiado rico? —inquirió con curiosidad Esteban.
Al instante, Felipe alzó la guardia y lo miró con nerviosismo.
Sonriendo, Esteban le tomó el brazo con gesto afable.
—Comprendo.
—Hoy en día, hay que tener mucho cuidado, amigo mío —susurró Felipe, con evidente alivio.
—Desde luego. ¿Sois un no poseedor?
El sacerdote de Moscú inclinó la cabeza a modo de confirmación.
—¿Y vos? —preguntó a Esteban.
—Yo también —confesó el ingenuo sacerdote de Russka.
Al día siguiente, Felipe inspeccionó con detenimiento los iconos del mercado y del monasterio. Después le dio su opinión a Borís.
—El sacerdote es un no poseedor. En estos momentos no está claro que sea un hereje, pero lee demasiado y es un insensato. Es imprevisible en qué clase de herejía podría caer. En cuanto a los iconos, considero que hay cuatro dibujos que son lamentables.
—¿Heréticos?
—Totalmente. Igual de malos que los que he visto de Nóvgorod.
Algunos puritanos miraban con recelo los productos de aquella ciudad, debido a su proximidad con los puertos del Báltico y con Lituania, por las peligrosas influencias católicas y protestantes que a través de ellos podía recibir.
—¿Podría llevarlos a juicio?
—Creo que deberíais hacerlo.
—Os prometo que dedicaré una atención prioritaria al asunto —aseguró Borís, con una sonrisa.
Y así, para pasmo del monje, trazó un resumen de la situación.
—Parece ser, hermano Daniel, que los iconos que produce el monasterio de Pedro y Pablo son heréticos. Los venden en el mercado por orden vuestra. —Continuó con voz suave, consciente del desconcierto de Daniel—: Me temo que así es. Lo sé por una fuente muy autorizada, y como sabéis, en el clima actual, eso sitúa al monasterio…, o cuando menos a algunos de sus miembros…, en una posición, digamos, de peligro.
No había duda: Daniel se estaba poniendo nervioso. No en vano, después de concluido el proceso contra los herejes, la acusación relativa a los iconos estaba de máxima actualidad en Moscú, y aún estaba por verse su desenlace.
—En ese caso, deberíamos buscar el asesoramiento de algún experto —apuntó Daniel.
—Cierto —convino Borís—. Aunque, claro, al presentar el asunto a la consideración de autoridades de peso, correríais también un gran riesgo.
—Pero nadie iría a pensar que nosotros…
—Hermano Daniel —lo interrumpió Borís—, acabo de llegar de Moscú y debo deciros que el ambiente allí es…
No mentía. El ambiente era de una tensión extrema. Los herejes condenados, sometidos a tortura, comenzaban a denunciar a todo aquel que conocieran, aunque fuera solo de vista. De la capital habían salido partidas de búsqueda para arrestar a supuestos herejes de los Ancianos del Transvolga, en los distantes bosques del norte.
—Además —añadió sin alterarse Borís—, me temo mucho que se podría establecer una relación entre vuestros vínculos familiares y el asunto de los iconos.
—¿Mis vínculos familiares?
—Naturalmente. Por vuestro primo Esteban, el sacerdote, que, como sabréis, es un no poseedor.
Aun bajo la espesa barba, le fue posible ver palidecer a Daniel, quien hacía tiempo que había adivinado de qué lado se decantaban las simpatías de su primo.
—Pero yo sostengo una postura diametralmente opuesta a la suya…, en el supuesto de que sea un no poseedor —añadió con cautela.
—Lo sé tan bien como vos. Y ambos sabemos, sin embargo, que en momentos como este, en que las autoridades buscan víctimas, no es la verdad lo que cuenta, sino lo que puede percibirse y afirmarse. Tras examinaros a vos, los iconos y a vuestro primo, con quien se os ve a menudo, crearán un hilo con el que bordar la palabra «herejía».
La maravillosa y exquisita ironía del caso era que, a pesar de la radical oposición entre las creencias del monje y las del sacerdote, mediante un meticuloso proceso de análisis y síntesis se los podía aislar juntos como un par de criminales.
—No es preciso que mencione —prosiguió Borís después de una prolongada pausa— mi aprecio por los dos, ni el aprecio de mi familia por el monasterio, al cual donó su icono más venerado.
Daniel bajó la cabeza. El icono de Rublev era, en efecto, su más preciada posesión. No podía negar que el fundador había sido generoso. Percibió, asimismo, que Borís estaba ofreciéndole una salida.
—¿Qué se podría hacer? —consultó el monje.
Borís respiró hondo y adoptó una actitud pensativa.
—La cuestión es —musitó, mirándose las uñas— si podré convencer a mi amigo, un sacerdote de Moscú, de que no merece la pena denunciar este asunto.
—Comprendo.
—Él es el que me ha hecho ver todo esto, y es muy celoso.
—¿Y si hablara yo con él?
—Craso error. Lo interpretaría como un reconocimiento de culpa. —Calló un instante—. Además, debo tomar en cuenta mi propia posición.
Dejó que el silencio volviera a instalarse en la habitación.
—Sería para mí un motivo de tristeza —señaló al cabo de cierto tiempo—, ver abatirse la desgracia sobre una familia…, una familia grande, con muchos miembros, para quienes deseo lo mejor.
Muchos miembros. Borís se puso a observar a Daniel para ver cómo digería aquello. Estaban el propio Daniel, Esteban (el sacerdote), Lev (el comerciante) y…, ah, sí, claro, Mijaíl (el campesino) era también primo suyo. Borís aguardó hasta advertir que Daniel lo había comprendido perfectamente.
—Estoy seguro de que todos deseamos lo mejor para vos y vuestra propiedad del Lugar Sucio —murmuró con cuidado el monje.
Se habían entendido muy bien.
—Bien, veré qué puedo hacer —dijo Borís—. Por el momento, no se hable más del asunto.
Cuando el monje estaba a punto de salir, no obstante, le pidió, como sin darle importancia:
—Por cierto, hermano Daniel, si por casualidad vierais a Lev, el mercader, ¿tendríais la bondad de decirle que venga a verme?
Esa misma tarde, con muestras de perfecta ecuanimidad por ambas partes, Borís tomó prestados otros ocho rublos del mercader con una irrisoria tasa de interés del siete por ciento.
Antes de volver a Moscú al día siguiente con Felipe, el sacerdote, le aseguró a este que los iconos ofensivos serían alterados de inmediato y que Esteban, el no poseedor, había recibido una severa advertencia. Le ofreció, además, un préstamo de un rublo libre de intereses que, tal como había previsto, el rígido enemigo de la herejía aceptó con prontitud.
Con la miel de la victoria en la boca, partió, pletórico de alegría, hacia Moscú.
No hizo nada para mejorar la situación de Mijaíl, el campesino. Ya no había necesidad, ahora que no tenía adonde ir.
En invierno de ese año, cuando la nieve cubría el suelo, de Moscú salió una nutrida expedición capitaneada por los mejores hombres de Iván, el más notable de los cuales era el gallardo príncipe Kurbski. Se dirigían a Kazán.
Entre los ambiciosos jóvenes que formaban parte de ella figuraba Borís.
Llevaba un mes ausente cuando Elena se puso de parto. Fue un parto largo, pero, mientras sufría, rezaba: «Seguro que ahora, si soporto todo este dolor, Dios hará que me quiera».
Cuando nació, vieron que era una niña.
En el año del Señor 1553, con un mensaje de fraternidad universal de su infante rey para quienes pudieran encontrar, del reino de Inglaterra partieron tres barcos comandados por un destacado miembro de la más ilustre familia de la aristocracia del país: sir Hugh Willoughby. El piloto general de los navíos era el hábil Richard Chancellor. Iban en busca de una ruta que, rodeando la costa nororiental de Eurasia, les permitiera llegar a Catay.
Por desgracia, en aquellas traicioneras aguas del norte, dos de los tres barcos se separaron. Durante meses, Willoughby y sus hombres vagaron por aquellos mares hasta que, por fin, atrapados en una isla situada frente a la costa de Laponia, murieron congelados en la terrible oscuridad permanente del invierno ártico.
Mientras Willoughby navegaba sin rumbo, el otro barco, el Edward Bonaventure, en el que viajaba Chancellor, corrió una suerte muy distinta.
Durante los meses de verano prosiguió hacia el norte, y tan al norte llegó que penetró en una extraña región donde, en aquella estación, nunca se ponía el sol. Allí, en el mes de agosto, desembarcó en una curiosa tierra donde los pescadores se postraron a sus pies.
Aquellos fueron los primeros ingleses que pisaron en varios siglos el país entonces llamado Moscovia.
A George Wilson le gustó Moscú. Antes, nadie se había fijado apenas en él, pero en ese lugar parecía, igual que sus compañeros de barco, toda una celebridad.
Era un hombre bajito y flaco, de cara enjuta y ojos de mirada dura y astuta, con una mata de pelo amarillo que aquellas extrañas gentes rusas le tocaban a veces con curiosidad. La verdad era que en Moscovia, donde la mayoría de los hombres y las mujeres eran corpulentos, parecía más bien un chacal en medio de un grupo de osos. Tenía treinta años. Se había enrolado en aquel viaje porque, después del fracaso de la pequeña pañería que montó, se hallaba en una apurada situación económica.
Su primo, capitán de barco, le había advertido de los peligros que acechaban en las aguas de aquellas latitudes. Había témpanos de hielo del tamaño de montañas, le había dicho. No era lugar adecuado para un tipo escuchimizado como él. Pese a todo, allí estaba, a mitad de camino de Catay, en una tierra de hombres semejantes a osos, y, hasta donde alcanzaba a observar, no eran malas las perspectivas. Los ojillos le relucían cuando pensaba en las fortunas que se podían labrar allí.
Qué inmensa era aquella tierra, cuyas ciudades distaban cientos de leguas unas de otras… Y qué poco valor tenía en ella la vida humana. Cuando llegaron, en verano, observó las grandes barcazas que desde el estuario del norte remontaban el río, tiradas por grupos de hombres que se ataban las cuerdas en torno al cuerpo. Había escuchado sus melancólicos cantos y había visto cómo los capataces azotaban a los que caían al suelo. La proporción de aquellos infortunados que había sobrevivido al largo viaje no sería muy alta.
Se trataba, con todo, de una tierra que contenía fabulosas riquezas. Puesto que nadie sabía quiénes eran ni de dónde provenían aquellos recién llegados, la comitiva de ingleses había permanecido en un confinamiento casi absoluto en el norte mientras sus anfitriones esperaban órdenes de la capital.
—La hospitalidad de esta gente es tan grande que no sé si somos invitados o prisioneros —le había comentado con pesar Chancellor.
Ya había comenzado el invierno cuando los llevaron a la capital. Wilson pudo ver cómo se transfería la carga de aquellas barcazas a millares de trineos, en los que la trasladarían a los diversos puntos de distribución de las ciudades del interior. Jamás había visto una concentración igual de vehículos. Legua tras legua, todos los días los adelantaban cientos de trineos en sus idas y venidas de las ciudades que se elevaban en medio de aquellos yermos nevados. Iban cargados con un sinfín de mercancías de toda clase: cereales, pescado y, sobre todo, pieles, pieles y más pieles. ¿Era posible que hubiera tantas martas cibelinas, armiños, castores y osos en el mundo entero? Aquellos boscosos territorios debían de ser muchísimo más extensos que todas las tierras de las que tenía noticia.
Qué diferencia tan grande con su país natal… Ningún lugar de Inglaterra quedaba alejado de su recortada costa. Los habitantes de aquel país tampoco se parecían en nada a los franceses, a los alemanes o a los marineros de otras nacionalidades que hacían el trayecto de los activos puertos del mar del Norte y el Báltico. Aislados en su vasto mundo continental de bosques y de nieve, constituían una raza aparte.
—En verdad es un pueblo rudo y bárbaro —había señalado Chancellor a uno de sus compañeros.
La acogida que les dispensaron en Moscú fue, de todos modos, asombrosa. George Wilson conservó de ella una impresión imperecedera, pues, además, en cuanto llegaron, los convocaron a una audiencia con el zar.
Hasta George Wilson, pese a su cínica y astuta naturaleza, notó un temblor en las piernas cuando los llevaron ante el zar. Ya había oído decir que, en aquella tierra inmensa, todos los hombres eran esclavos del zar, y ahora comprendía a qué se referían.
Iván estaba al fondo de una gran sala del palacio del Kremlin. A ambos lados de él permanecían de pie, con toda su corpulencia y estatura, sus boyardos, que vestían lujosos y pesados caftanes. Era altísimo, y aún lo parecía más debido al elevado sombrero puntiagudo, bordeado de piel, que llevaba. Tenía la cara pálida, como de ave rapaz, y una mirada terrible y penetrante. Él era el que mandaba sobre todo, con aquella hierática magnificencia asiática. Los ingleses quedaron atemorizados. Esa era la intención de Iván, pues, en el convencimiento de que podían serle útiles, estaba ansioso por impresionar a aquellos mercaderes de ese lejano y extraño país.
Se mostró afable con ellos y escuchó las explicaciones que le dieron sobre su carta de recomendación, que estaba escrita, entre otras lenguas, en latín, griego y alemán. Luego los invitaron a un banquete.
Aquella comida superó cuanto pudieran haber imaginado. Eran un centenar de comensales devorando toda suerte de exquisiteces. Pescado relleno, grandes asados, extraños manjares como sesos de alce, caviar, blinis; vino servido en copas con incrustaciones de gemas. Todo era abundante, espléndido, desmesurado. El zar Iván estaba sentado aparte de los simples mortales a los que agasajaba. De vez en cuando mandaba un bocado de comida a uno de los invitados como muestra de su favor. En cada una de estas ocasiones, todos se ponían de pie mientras se anunciaba el nombre del destinatario del detalle y se recitaba la larga serie de títulos del zar. Wilson advirtió que el piadoso soberano se santiguaba, de derecha a izquierda, cada vez que se llevaba comida a la boca. También se fijó en que entre aquellas enormes gentes barbudas era costumbre tomar el vino de la copa de un solo trago.
El banquete duró cinco horas.
—Me parece que estamos en la corte del propio rey Salomón —susurró a uno de sus compañeros.
—O en la corte de Babilonia —apuntó el otro.
No fue, con todo, hasta después, en el recorrido que los llevaron a realizar por el palacio real, cuando Wilson se hizo realmente cargo de la singularidad de aquel extraño y poderoso imperio.
El esplendor y la barbarie se codeaban en una sucesión de cavernosas habitaciones, que parecían una acumulación de antecámaras de iglesias rusas. En la penumbra amortiguada por la suave luz de las velas, vio paredes pintadas con alegres motivos de plantas que se entrelazaban como serpientes y de animales saltarines, en tonos rojos, ocres y verdes. No había espejos que reflejaran la luz, pero los iconos pendían por todas partes, despidiendo un melancólico brillo dorado. Eran pocas las piezas de mobiliario que habrían podido encontrarse en un palacio inglés: solo se veían sencillas sillas y bancos, grandes arcones adornados con clavos y enormes estufas; de todas formas, las ricas alfombras orientales y las colgaduras de seda y brocado compensaban con creces aquella parquedad. Era un noble palacio, y, sin embargo… Y, sin embargo, había algo que le inspiraba temor. Era una sensación de pesadez, de oscuro poder. En aquella penumbra como de iglesia, los corredores decorados con pinturas le parecían a Wilson túneles, y las estancias, encrucijadas de un laberinto. Mientras proseguían, los inacabables espacios le sugirieron algo profundo, subterráneo, como un vientre donde podía ocultarse un hombre. ¿Y quién sabía cuántos pasillos y habitaciones podía haber más, detrás de gruesas paredes que amortiguarían cualquier grito? Cuando salieron a la calle, respiró con alivio.
De todos modos, la vida se presentaba halagüeña para los ingleses. Contaban con el favor del zar y no tardaron en tener conocimiento de las enormes dimensiones del mercado con el que habían dado por casualidad.
Moscú era todo un emporio. Del este llegaban, por el Volga y el Don, algodón, corderos y especias. Todos los años, la tribu de los nogays llevaba de la estepa asiática a la capital grandes manadas de caballos. De Nóvgorod venían el hierro, la plata y la sal; de otras ciudades, cuero, aceite, grano, miel y cera.
—Las oportunidades son infinitas —comentaba con entusiasmo Chancellor.
Pese a ser rica en aquellas materias primas, Rusia apenas tenía productos manufacturados, exceptuando las armas que fabricaba. Wilson hacía balance de los diversos artículos de lujo que podría vender allí. Tampoco les vendrían mal, discurría, los paños finos elaborados en Inglaterra. En cuanto al viaje de vuelta a casa: «Esta cera no es más barata que la que venden en Inglaterra —calculó—, pero las pieles…». Podría conseguir una fortuna por esas pieles.
A despecho de su imponente apariencia, Wilson pronto detectó que los fornidos mercaderes rusos eran, en esencia, pasivos.
—Solo conocen su país —le comentó a Chancellor—. En cierto modo, son como niños.
—Estoy de acuerdo contigo —convino el almirante—, pero recuerda que nuestro primer cliente es el propio zar.
Tal como habían descubierto, el zar tenía, en efecto, el monopolio de los principales productos del mercado, incluidos los licores. Cada gota de vodka que se vendía en los puestos de bebidas le pertenecía. Todas las martas cebellinas, toda la seda cruda, todo el cereal para la exportación, etc., estaba en manos de sus agentes. Los mercaderes extranjeros como ellos debían, además, ofrecerle todas sus mercancías primero a él.
Tal era el omnipresente poder del centralizado Estado moscovita.
—El zar quiere también materiales para fabricar explosivos —le explicó Chancellor—, y que le traigamos hombres de saber. Le he prometido volver con médicos y especialistas en minas.
Al principio, algunas de aquellas peticiones causaron extrañeza a Wilson. Ya había conocido a algunos mercaderes alemanes que tenían permiso para residir en la ciudad, e incluso había visto a un médico alemán. ¿Para qué, se preguntaba, querría el zar personas de la distante Inglaterra cuando podía conseguir otras en tierras más cercanas a sus fronteras?
Fue uno de aquellos alemanes, un corpulento individuo que hablaba algo de inglés, quien le hizo ver los motivos.
—Hará unos seis años, amigo mío, un alemán se ofreció a llevarle al zar toda clase de expertos. Reunió a más de cien y los llevó a los puertos del Báltico. Apuesto a que si hubiera logrado hacerlos llegar a Moscovia, el zar lo habría convertido en un hombre muy rico.
—¿Y por qué no llegaron?
—Porque los detuvieron, por eso —contestó, con una sonrisa, el alemán—. Los arrestaron por orden de las autoridades. Detrás había las más altas instancias del poder, las más altas —especificó con seriedad.
—¿Por qué lo hicieron?
—¿Pensáis, amigo mío, que a la orden livonia, que controla muchos de los puertos bálticos, le interesa fortalecer la mano del zar Iván, estando como está ansioso por marcharse hacia allí y apoderarse de los territorios letones y estonios? ¿Creéis que Lituania y Polonia, o el emperador de Alemania, desean ver que aumenta el poder de Rusia?
»Mirad a esta gente —prosiguió tras dirigir una mirada a la plaza del mercado—. Salta a la vista que están atrasados. Poseen pocas industrias y nulos conocimientos. Comen, beben, fornican, rezan a sus iconos, y ahí se acaba todo. Tienen un ejército enorme, pero mal entrenado. Cuando intentan llegar a los puertos del Báltico, los suecos y los alemanes, que están mejor preparados, se lo impiden sin esfuerzo. Así es como les interesa que sigan. Nadie necesita una Rusia civilizada. Por eso, el zar Iván se llevó tanta alegría al veros. Llegasteis rodeando el extremo norte, lo que supone una larga y penosa ruta, helada la mitad del año, pero muy adecuada para él. Así puede evitar el Báltico y hacerse con los expertos que sabe que necesita. Para él, sois oro puro.
Si los ingleses podían ser de utilidad para el zar, este podía resultar a su vez muy útil para ellos.
—Buscábamos una vía para llegar a Catay por mar —le dijo Chancellor a Wilson—, pero parece que podremos llegar al este por tierra. Volga abajo, más allá de los territorios de los tártaros, está Oriente. Bajo los desiertos se encuentra Persia. Con la protección del zar, nuestros mercaderes podrían llegar a esos lugares.
George Wilson resolvió que aquella extraña e inmensa tierra le presentaba la mejor oportunidad para hacer fortuna que tendría en toda su vida. Aun así, percibía algo inquietante en ella.
No se trataba de la violencia, la crudeza o incluso la crueldad de la gente, pues a él le tenían sin cuidado tales cuestiones. Era su religión.
Era omnipresente. Se diría que había sacerdotes y monjes por todas partes. La gente se santiguaba por cualquier cosa y en las casas había iconos ante los que se inclinaba todo el mundo.
—Son como los papistas —afirmaba—, con la diferencia de que la idolatría de los rusos es aún mayor.
Al igual que la mayoría de sus compatriotas, George Wilson era protestante. Era un niño cuando Enrique VIII de Inglaterra rompió relaciones con el papa de Roma. Ahora, el hijo de Enrique ocupaba el trono y se esperaba de todo inglés que se preciara que fuese protestante. Aquella era una fe que se ajustaba a las tendencias de Wilson, no porque tuviera una profunda convicción religiosa, que no la tenía, sino porque en su interior anidaba una secreta aversión por toda clase de autoridad y porque albergaba una especie de orgullo que le hacía disfrutar con los panfletos que denunciaban con arrebatada lógica los abusos y la teología de la vieja religión.
—Estos rusos están locos —concluyó.
De todas maneras, dado que la mayor parte de la humanidad le inspiraba la misma opinión, no dio mayor importancia al asunto.
Así, cuando, en enero, Chancellor le comunicó que, después de su regreso a Inglaterra en primavera, tenía intención de dirigir otra expedición a Moscovia y le consultó si quería participar en ella, no se lo pensó dos veces antes de aceptar.
Haría fortuna allí. En su decisión influyó, además, otra cuestión. El mercader alemán, protestante como él, tenía una hija soltera y ningún hijo varón. La chica, aunque algo entrada en carnes, estaba de buen ver. «Una bonita muchacha rolliza», pensaba él.
Volvería, por supuesto.
Elena tenía la impresión de que a Borís le había crecido otra piel encima de la suya.
Esa era la manera gráfica que tenía de explicarse el fenómeno.
A veces le parecía que él todavía se agitaba, con incomodidad, en el interior de aquel caparazón; que si pudiera hallar la manera de atravesarlo, aún lo encontraría dentro. Otras veces era como si aquella nueva capa, de creciente grosor, se hubiera pegado a su propia piel y fuera inseparable de ella. Entonces, incluso cuando se le acercaba en los momentos de intimidad, notaba como si tuviera entre sus manos a un extraño animal de recia piel, un desconocido en lo que a su pensamiento e intenciones respectaba.
Tampoco es que, en los últimos tiempos, lo hubiera visto muy a menudo.
Durante tres años, los ejércitos de Rusia, capitaneados por Kurbski y otros comandantes, aplastaron las revueltas de los tártaros de la región de Kazán y prosiguieron su avance más allá del Volga, hasta la tierra de los nogays; incluso el kan tártaro de la distante Siberia occidental, situada al otro lado de los Urales, reconoció a Iván como señor. En dos ocasiones se habían mandado, Volga abajo, enormes flotas que, tras cruzar la estepa y las zonas desérticas de Astraján, habían tomado también esa ciudad.
Zar de Kazán y zar de Astraján: esos eran los nuevos y exóticos títulos de Iván. Se redactaron vastas crónicas en las que se glorificaba al zar y a su familia, y se reescribía cuando era necesario la historia, a fin de que se comprendiera con claridad meridiana la sagrada misión de la casa real rusa. De este modo se eliminó toda referencia que apuntara a la antigua cooperación de los príncipes rusos con los dominadores tártaros.
Fue por aquel entonces cuando, en un extremo de la plaza Roja de Moscú, el metropolita mandó erigir esa fantástica agrupación de exóticas torres que parecían injertadas unas con otras, para dar nacimiento a una nueva forma de vida rusa. Ningún edificio como aquel, conocido como la catedral de San Basilio, alcanzaría un renombre mundial comparable.
Al zar Iván le hubiera gustado derrotar a continuación al poderoso kan de Crimea, pero, por el momento, era una tarea demasiado ardua.
Por ese motivo, con la intención de abrir puertas marítimas a su prisión continental, dirigió su atención al norte para amenazar a sus vecinos, a aquellos ricos puertos livonios que tanto necesitaba en las orillas del Báltico.
Al principio pareció que iba a cumplir su propósito.
Así pues, no era extraño que Elena apenas viera a su marido. La vida del servidor del zar era dura. A menudo escaseaba la comida. Un calor abrasador y un frío tremendo: de eso sí que disponían en abundancia. Antes de partir hacia el norte, Borís había regresado de Astraján endurecido y con una modesta parte de botín, por la que obtuvo unos cuantos rublos que sirvieron para pagar algunas deudas.
Su relación con el padre de ella, que nunca había sido muy cordial, se volvió distante. No se debió a razones personales, ya que, de hecho, Dimitri estaba contento con la carrera de su yerno, sino a discrepancias políticas.
El conflicto comenzó con el retorno de Borís de Astraján. Bajo su nueva fachada de dureza, Elena captó una especie de exaltación en él. La razón era que, mientras sus ejércitos sometían la estepa y los desiertos contiguos al Volga, Iván y sus consejeros habían aplicado sus esfuerzos en lograr otro tipo de victoria: la reforma del reino.
Una vez más, al igual que todos los dirigentes absolutistas de la época, centró sus esfuerzos en doblegar a los magnates, y sus clientes fueron el objetivo que había que doblegar. Las antiguas recompensas por el servicio militar, pese a que no eran ya tan cuantiosas como antes, se redujeron aún más. En lugar de poner a un boyardo o a un príncipe al frente de una ciudad, se dispuso que esta quedara a cargo de hombres de la misma localidad, elegidos por la aristocracia y los mercaderes. La medida más importante fue un decreto que obligaba a prestar servicio de armas al zar a todos los propietarios de tierras, tanto los de pomestie, que ya estaban obligados a ello, como los de votchina heredada de su familia.
—Así aprenderán esos holgazanes quién manda aquí —señaló con fiereza Borís delante de su suegro—. ¿Sabíais que la mitad de los propietarios de tierras de Tver no prestaban nunca servicio?
—Entonces ya me dirás —replicó con acritud Dimitri Ivánov— en qué se diferencia ahora tu propiedad, que heredaste, de una simple pomestie, puesto que normalmente el zar permite que estas fincas pasen de padres a hijos.
—Hay una diferencia legal, pero en la práctica es lo mismo —reconoció Borís tras reflexionar un momento—. Si uno no presta servicio, el zar le quitaría de todas formas las tierras.
—¿Y a ti te parece bien?
—Sí. ¿Por qué no iba a querer servir al zar? ¿Acaso no queréis vos?
Era una pregunta malintencionada, pues sabía perfectamente que la familia de su esposa poseía varias fincas y, en esos momentos, nadie prestaba servicio por ellas.
Dimitri guardó silencio, pero se pasó la mano sobre la calva, claramente irritado.
—El hombre que no quiera prestar servicio al zar —prosiguió con frialdad Borís— es, desde mi punto de vista, un enemigo del zar.
—Creo que te precipitas sacando conclusiones, joven —tronó Dimitri.
—Me alegra oírlo —contestó con aspereza Borís.
La madre de Elena había conseguido separarlos después de aquello, pero el daño ya estaba hecho.
Aquella no fue una simple disputa entre dos hombres. Elena sabía que la tensión que había entre su esposo y su padre era reflejo de la creciente división existente entre los que apoyaban las reformas del zar y los miembros de las antiguas clases dirigentes, más o menos encumbrados, que no veían con buenos ojos la tendencia de su gobierno.
De hecho, en los últimos tiempos, se escuchaban en casa de su padre susurros, cosas que jamás le habría contado a Borís, que le hacían dudar de la continuidad en el trono del joven zar.
Y así había proseguido su vida, con breves visitas de Borís y, en el aire, un atisbo de sospecha cada vez más acentuado.
Si al menos él no se mostrara tan distante y reservado cuando estaba allí… Si al menos pudiera ella abrir una brecha en su coraza…
Había únicamente una forma de conseguirlo, una sola manera de hacer feliz a su esposo. ¡Darle un hijo varón! ¿Por qué le negaba el destino aquella posibilidad?
Había tenido un niño, David, que murió al cabo de una semana, mientras Borís estaba en la campaña del norte. Después, a pesar de todos sus esfuerzos, no había vuelto a quedar encinta.
Quizá si obtuvieran una gran victoria en el norte, si Rusia firmara un tratado de paz y Borís regresara a casa para una estancia larga, tal vez entonces tendrían un hijo. Todavía era joven. Rezaba por que llegaran tiempos mejores.
Tras algunos éxitos iniciales, sin embargo, en el norte las cosas comenzaron a complicarse. Las ciudades del Báltico se procuraron la protección de Suecia, Lituania y Dinamarca. Parecía que el conflicto fuera a eternizarse.
Después, en agosto de 1560, falleció Anastasia, la amada esposa del zar, la luz de su vida.
Cuando se enteró, a Elena se le cayó el alma a los pies, pues su intuición de mujer le dijo que se avecinaba una época aún más sombría.
1566