El río
En el mes de enero del año 1066 de la era cristiana, apareció una terrible señal en los cielos que se vio en toda Europa.
En el reino anglosajón de Inglaterra, sujeto a la amenaza de invasión de Guillermo de Normandía, el suceso quedó reflejado en las crónicas como un tétrico augurio. En Francia, Alemania y todas las riberas del Mediterráneo también lo vieron. En Europa oriental, en los recién constituidos Estados de Polonia y Hungría, el espantoso objeto dominaba las noches. Y aún más lejos, en las regiones fronterizas del este donde el bosque limita con la estepa y el ancho río Dniéper discurre hacia el templado mar Negro, el gran cometa rojo permaneció suspendido, noche tras noche, sobre la blanca y silenciosa tierra; y los hombres se preguntaban qué nueva desgracia iba a abatirse sobre el mundo.
Por lo pronto ya se habían producido cambios dramáticos. Durante los nueve turbulentos siglos transcurridos desde los reinados de Trajano y Marco Aurelio, la civilización occidental había experimentado el paso de la etapa clásica a la medieval; bajo el influjo de una cadena de trascendentales hechos, Roma se había convertido al cristianismo, pero poco después su poderoso imperio, para entonces dividido entre los dominios de Occidente y de Oriente, de Roma y Constantinopla, se había desmoronado bajo el peso de las masivas invasiones bárbaras.
Habían llegado en incontenibles oleadas de las regiones de Mongolia situadas al norte de la Gran Muralla China, atravesando el gran arco de cordilleras montañosas del sur para abatirse sobre el desierto y la estepa de la vasta llanura euroasiática. De distintos rasgos raciales, blancos unos, mongoloides otros, y en su mayoría expresándose en lenguas derivadas del turco, aquellos terribles invasores lo barrían todo a su paso. Así llegaron Atila y sus hunos; después de ellos los ávaros; y después los turcos. La caída del Imperio romano no se debió, sin embargo, a su súbita irrupción, ni a los colosales aunque breves imperios que erigieron en la estepa, sino a la tremenda cadena de migraciones que desencadenaron al abatirse sobre las tribus del este de Europa. Fueron esas migraciones las que llevaron a los francos a Francia, a los búlgaros, descendientes de los hunos, a Bulgaria, y a los sajones y a los anglos a Britania, y dieron origen a los nombres de algunas regiones que, como Borgoña y Lombardía, corresponden a nombres de tribus.
Una vez concluido este proceso, el viejo mundo quedó hecho pedazos. Roma había caído. Si bien los bárbaros acabaron convirtiéndose al cristianismo, Europa occidental siguió reducida a un caótico mosaico de regiones tribales y dinásticas. Solamente en la parte oriental del Mediterráneo y en el mar Negro subsistió algo que recordaba el antiguo orden. Allí, justo encima de Grecia, junto al estrecho canal que conecta el mar Negro con las aguas del Mediterráneo, se alzaba la majestuosa ciudad de Constantinopla, también conocida como Bizancio. Guardiana no conquistada de la cultura clásica y del cristianismo oriental, de talante más griego que latino, Constantinopla permaneció inviolada durante toda la Edad Media, presidida —aun cuando solo fuera de manera nominal— por un emperador romano cristiano.
Ahí no acabaron, con todo, las convulsiones en el mundo occidental, pues en el año 622, el profeta Mahoma inició la primera hijra o hégira desde La Meca, dando comienzo a la arrolladora y explosiva expansión del islam. «Al Jardín vais, musulmanes, no al fuego», gritaban sus dirigentes mientras se disponían a entablar batalla, ya que se les aseguraba que quienes fallecieran en ella obtendrían un lugar en el cielo. Desde Arabia, los ejércitos musulmanes se extendieron por el Oriente Medio y luego hasta Persia y la India por el este, y en dirección oeste por todo el norte de África, llegando incluso hasta España. En otra campaña, llegaron hasta las puertas de Constantinopla, y durante varios siglos la Europa cristiana temblaría ante la mención del profeta.
Por último, para acabar de complicar el mosaico del mundo, llegaron los vikingos.
Estos viajeros escandinavos, piratas, mercaderes, colonizadores y aventureros irrumpieron en el escenario de la historia hacia el año 800. Ocuparon buena parte del centro de Inglaterra, fundaron colonias en Islandia y Groenlandia e incluso exploraron una franja costera de América del Norte. Tras fundar Normandía, se precipitaron sobre la zona del Mediterráneo.
Fue precisamente uno de estos grupos de vikingos suecos el que, después de fundar varias colonias comerciales a orillas del mar Báltico, se adentró por el sistema fluvial de las extensas regiones continentales que constituían el territorio de los eslavos.
Estos nórdicos, que a veces recibían el nombre de varegos, crearon una gran red comercial, mediante la cual trasladaban las mercancías desde el norte —por ejemplo desde la ciudad eslava de Nóvgorod—, a través de los ríos Dniéper, Don y Volga. En la costa del mar Negro, cerca de la desembocadura del Don, establecieron una base comercial llamada Tmutarakán. Y ya fuera porque eran rubios, o porque en aquellas tierras del sur comerciaban y luchaban codo con codo con pueblos alanos de pelo rubio, o por algún otro motivo que ignoramos, pronto aquellos comerciantes y piratas nórdicos pasaron a ser conocidos, en el mundo civilizado del sur en el que se habían introducido, con el mismo antiguo nombre iranio que todavía utilizaban algunos alanos, la palabra que significaba «luz» o «brillante», rus.
De este modo nació el nuevo Estado de Rusia.
Por encima de las altas empalizadas, sumido en un febril estado de excitación, el niño contemplaba la gran estrella roja.
Abajo, en la oscuridad, discurría el ancho río Dniéper, cuyas heladas orillas reflejaban, amortiguado, el resplandor rojizo de la estrella. Detrás del niño, la ciudad de Kiev dormía en silencio.
Habían transcurrido casi dos siglos desde que aquella ciudad eslava contigua al Dniéper se convirtiera en la capital del Estado de Rus. Situada entre suaves colinas boscosas, a una jornada de camino del comienzo de la estepa meridional, era el punto donde se concentraban todas las mercancías procedentes de los bosques del norte que debían viajar río abajo hasta el lejano mar Negro y, desde allí, incluso hasta puntos más distantes.
¿Qué podía presagiar para el futuro de la ciudad aquella estrella?, se preguntó el chico. Tenía que tratarse sin duda de una señal de Dios.
El territorio de Rus se había cristianizado. En el año 988 de nuestra era, Vladimiro, príncipe de Kiev, había recibido el bautismo en compañía del emperador romano de Bizancio, que actuó de padrino. Debido a su conversión, muchos consideraban a Vladimiro un santo, y también se decía que sus dos hijos, los jóvenes Borís y Gleb, habían alcanzado el grado de beatitud.
La historia de su muerte, acaecida justo medio siglo antes, se había incorporado de inmediato al folclore popular. En la primavera de su vida, frente a los asesinos enviados por su malvado hermano mayor, aquellos príncipes reales se habían sometido dócilmente y, hablando solo del amor que se profesaban, habían encomendado sus jóvenes almas a Dios. La mansa tristeza de su muerte había conmovido de tal modo a los eslavos que Borís y Gleb se erigieron, con el apodo de los Sufridores de la Pasión, en héroes predilectos del país de Rus.
Kiev era ahora una ciudad donde florecían las iglesias. Aparte de los ruidos de los barcos mercantes del río, en las calles se oían los cánticos de monjes y sacerdotes surgidos de un centenar de templos, y las enormes y achatadas cúpulas bizantinas revestidas de oro, despedían un cálido brillo bajo el sol.
—Algún día —vaticinaban los nobles—, seremos como Zargrado.
Ese era el nombre con que solían referirse a la ciudad imperial de Constantinopla. Y si bien, como no tenían más remedio que reconocer los cronistas de los monasterios, había aún muchos campesinos que preferían las viejas creencias paganas, sería solo una cuestión de tiempo que se sumaran a la gran hermandad del mundo cristiano.
¿Y qué significado tendría la estrella para él? ¿Anunciaría peligro? ¿Tendría que superar alguna prueba?
El año siguiente iba a ser el más importante de su vida. Tenía doce años. Sabía que su padre intentaba hallarle un puesto en el séquito de uno de los príncipes. Se había hablado, asimismo, de buscarle una prometida, y había una novedad más emocionante aún: ese mismo verano su padre iba a mandar una caravana hacia el este, a través de la estepa. Llevaba varias semanas rogándole que le dejara ir con ella. Su sueño era cabalgar hasta el gran río Don. Si bien su madre era contraria a aquel peligroso propósito, la semana anterior su padre había dicho que lo tomaría en consideración, y desde entonces el muchacho no pensaba en nada más. «Cuando vuelva, empezaré a entrenarme para ser un guerrero», se prometió. Igual que su noble padre.
Tan concentrado estaba en esos pensamientos que apenas advirtió a las dos figuras hasta que las tuvo a su lado.
—Despierta, Ivanushka. Vas a convertirte en un árbol.
Su nombre era Iván, pero lo llamaban por el diminutivo, Ivanushka. Esbozó una sonrisa, aunque sin apartar la vista de la estrella. Sabía que sus hermanos habían acudido para mofarse de él. El menor de los dos, Borís, era un muchacho de dieciséis años, rubio y de aire afable, con una incipiente barba. El mayor, Sviatopolk, tenía una cara alargada de semblante grave y el pelo negro. A sus dieciocho años, ya estaba casado. Después de que Borís intentara en vano persuadir al chico para que volviera a casa, Sviatopolk lo probó con el más expeditivo método de propinarle una patada.
—Deja ya de hacer de estatua con este frío. ¿Te crees que eres una doncella de hielo?
Borís dio unos taconazos para mantener el calor de los pies y Sviatopolk profirió una maldición. Luego se fueron.
La estrella roja seguía suspendida en el cielo. Aquella era la cuarta noche que Ivanushka se quedaba mirándola a solas, sin atender a las demandas para que volviera a casa. Era un soñador. Sucedía con frecuencia que alguien de su familia lo veía mirando fijamente algo afuera, se marchaba y, al volver, lo encontraba igual, con el mismo esbozo de sonrisa en la ancha cara y los ojos de color azul claro clavados en el mismo lugar. No podían impedir que obrara así, pues aquellos paréntesis contemplativos eran necesarios para él. Era uno de esos seres que, para bien o para mal, tienen la percepción de que la naturaleza les habla. Los minutos transcurrían, pues, y él continuaba mirando, inmóvil.
—¡Ivanushka! —Esta vez era su madre—. Mira que eres bobo. Tienes la mano helada.
Tuvo conciencia de que lo cubría con un abrigo de piel, y aunque no apartó la mirada de la estrella, notó su tierno apretón en la mano. Entonces, por fin, Ivanushka se volvió y sonrió.
Tenía un vínculo especial con su madre. Podía pasarse horas sentado junto al fuego con ella, en su espaciosa casa de madera, escuchándole recitar los relatos corteses de heroicos guerreros —los bogatyrs— o los cuentos de la bruja Baba Yaga o del pájaro de fuego del bosque.
Olga era una mujer alta y delgada, de frente despejada, facciones delicadas y cabello castaño oscuro. Sus antepasados fueron, en un tiempo, jefes de la antigua tribu eslava de Severiani. Mientras le cantaba aquellos relatos con voz queda y distante, Ivanushka la miraba embelesado. La imagen de su bello y afectuoso rostro presidía con frecuencia su espíritu; era una presencia que llevaba siempre consigo, como un icono.
Cuando cantaba para su padre, lo hacía de manera distinta. Su voz descendía hasta adoptar un áspero tono de contralto, acompañada por una risueña y burlona actitud de desdén. ¿Intuía él que su espigado y pálido cuerpo poseía unas fuerzas ocultas que ella era capaz de accionar hasta hacer enloquecer de deseo a su padre? Quizá, como todos los niños, había tenido siempre una percepción natural de aquel tipo de cosas.
A veces leían juntos los libros sagrados, e inclinados con afán, superaban la dificultad y acababan desentrañando siempre las palabras eslavas, vertidas en escritura uncial, del Nuevo Testamento y de los textos apócrifos. Él estudiaba los sermones de los grandes predicadores de la Iglesia de Oriente —Juan Crisóstomo o san Basilio— y también los de un predicador eslavo, Hilarión. Se había aprendido asimismo varias composiciones del gran cantante Bayán, a quien había conocido su abuelo, y las recitaba sin tropiezo para complacer a su padre.
Ivanushka compartía algo más con su madre. Se trataba de un gesto que ella realizaba con frecuencia. Era fácil observarlo cuando conversaba con alguien de pie: levantaba despacio la mano hacia ellos, como si los acompañara a una puerta. Era, sin embargo, un movimiento muy suave, casi triste, a la vez que tierno y acariciador. De los tres hermanos, solo Ivanushka lo hacía, aunque no sabía si era por herencia o imitación.
Él tenía una marcada conciencia de otra característica importante de su madre: a diferencia de su padre, era eslava. «De modo que yo soy medio eslavo», pensaba.
¿Qué representaba ser eslavo? Pertenecer a una vasta comunidad. A lo largo de los siglos, el pueblo eslavo se había expandido por muchos países. Por el oeste, los polacos eran eslavos, y los húngaros y los búlgaros, en parte; más al sur, los habitantes de las montañas de los Balcanes de Grecia también lo eran, y aun cuando sus lenguas se habían distanciado de la que hablaban los eslavos orientales radicados en el territorio de Rus, todavía eran perceptibles las semejanzas entre ellas.
¿Constituían realmente una raza? Era difícil precisarlo. Incluso en el país de Rus, había muchas tribus. Las del sur se habían mezclado hacía mucho con los pueblos invasores de la estepa; las del norte eran en parte bálticas y lituanas; las del este habían establecido lazos de consanguinidad con los pueblos ugrofineses de los bosques.
No obstante, cuando Ivanushka observaba a su madre, comparándola con su padre y con los otros componentes de la corte de la heroica dinastía escandinava reinante, advertía sin asomo de duda que era eslava. ¿Dónde residía la diferencia? ¿En su musicalidad? ¿En su tendencia a los arrebatos repentinos de tristeza o de júbilo? No, él sabía que había algo más, algo especial asociado a los eslavos. «Los campesinos también lo tienen —reflexionó—, porque, aunque se enfaden y se pongan violentos, cambian de humor enseguida.» Eran gente afable: eso era lo que los distinguía.
Su madre ya se iba. Una vez más, Ivanushka contempló la estrella. ¿Qué mensaje le transmitía? Algunos sacerdotes sostenían que anunciaba el fin del mundo. El fin del mundo llegaría, por supuesto, se decía el chico, pero ¿tan pronto?
Recordó las palabras de un predicador que había escuchado tan solo un mes antes y que le habían causado una profunda impresión:
—Los eslavos, querido hermano en Cristo, han llegado tarde, es cierto, a trabajar en la viña del Señor. Pero ¿no afirma la parábola que los últimos no recibirán menor recompensa que los que estaban antes en el campo? Dios ha dispuesto un gran destino para su pueblo, el pueblo eslavo que, con razón, lo colma de alabanzas.
Aquel sermón lo había entusiasmado. El destino. Tal vez porque se hallaba a las puertas de la pubertad, el tema del destino ocupaba a menudo sus reflexiones. Seguro que él tenía un destino que cumplir. Y seguro, pensaba a manera de ruego, que el día del Juicio Final no llegaría antes de que él pudiera cumplir las grandes hazañas para las que se creía destinado.
Ignoraba que en ese preciso momento se estaba decidiendo su destino.
Había sido un mal día para Ígor. Una promesa de desposorio para Ivanushka que creía tener bien atada se había deshecho esa misma tarde, y no sabía por qué. La familia, de noble abolengo, se había echado atrás de repente. Aquel era un motivo de irritación que en condiciones normales habría olvidado pronto.
Pero ahora se le había añadido aquello. Miró en silencio al hombre que tenía enfrente.
Ígor poseía una estatura impresionante, una nariz larga y recta, ojos hundidos y boca de sensuales labios; su llamativo y exótico aspecto se veía acentuado por la negrísima tonalidad azabache del cabello, que contrastaba con el color gris de la puntiaguda barba. De su cuello pendía una cadena con un pequeño disco metálico que llevaba grabado el antiguo tamga de su clan: un tridente.
Como ocurría con muchos de los aristócratas de Kiev, habría resultado difícil adivinar su ascendencia. Hasta entre los numerosos príncipes de Rus, que eran de origen escandinavo, a aquellas alturas abundaban por igual los morenos de piel aceitunada que los rubios. Ígor, no obstante, era descendiente de los alanos radiantes.
Estos habían llegado del este. Junto con otros compañeros provenientes de antiguos clanes alanos y circasianos, el padre de Ígor había colaborado con un gran príncipe guerrero de los rus en sus campañas de la otra orilla del río Don; y como había luchado bien —nunca hubo un jinete más diestro que él—, fue admitido incluso en el consejo del príncipe, la druzhina. Cuando el príncipe regresó, él lo acompañó; y así atravesó la estepa, hasta llegar a los ríos y bosques de la tierra de Rus. Allí se casó con una noble escandinava, y ahora su hijo Ígor era miembro de la druzhina del príncipe de Kiev.
Aparte de su función de guerrero, Ígor tenía múltiples intereses de carácter comercial. Y en la ciudad de Kiev había muchas mercancías con las que comerciar. Había grano procedente de la fértil zona de tierra negra del sur que enviaban a las ciudades de los inmensos bosques del norte; había pieles y esclavos que hacían llegar por vía fluvial hasta Constantinopla. Del oeste llegaba plata de Bohemia, y espadas francas de países aún más lejanos. De Polonia y las provincias más occidentales de Rus llegaba la imprescindible sal. Y del este, por río o mediante las caravanas que cruzaban la estepa, recibían toda clase de materiales —sedas, damascos, joyas y especias— venidos del fabuloso Oriente.
El imperio comercial de los rus era, en efecto, formidable. Por todo el gran entramado de vías fluviales que comunicaban las frías tierras boscosas próximas al Báltico con la estepa que se extendía por encima del cálido mar Negro, había bases comerciales e incluso poblaciones de considerable tamaño. En el norte estaba Nóvgorod. Más abajo, cerca de la cabecera del Dniéper, se encontraba Smolensk, y al oeste de esta, Pólotsk. Más arriba de Kiev se hallaba Chernígov; y abajo, como última representante en las fronteras de la estepa, Pereiáslav. Todas aquellas ciudades, y otras más, contaban con miles de habitantes. Se calcula que el trece por ciento de la población se dedicaba al comercio y a actividades artesanales, lo que suponía un porcentaje muy superior al de la Europa feudal de Occidente. Los vastos territorios donde predominaban los primitivos sistemas de caza y de agricultura estaban salpicados, por tanto, de activos centros comerciales, volcados en una economía de intercambio monetario y regidos por príncipes mercaderes.
Tras la decepción por el desposorio frustrado, Ígor esperaba que la reunión que tenía esa noche en casa de su socio mejoraría su humor. Llevaba largo tiempo realizando gestiones para equipar una caravana que atravesaría la estepa hacia el sureste. Allí, al otro lado del gran río Don, donde las montañas del Cáucaso descendían de los cielos para ir al encuentro del mar Negro, estaba la península donde los rus instalaron su primera colonia: Tmutarakán. Delante de ella, en la ancha península de Crimea que se proyectaba hacia el mar en el centro de la orilla septentrional, había inmensas salinas. En los años anteriores, una poderosa tribu de jinetes de la estepa, los cumanos, habían debilitado ese comercio con Tmutarakán; pero Ígor había dicho: «Si pudiéramos hacer llegar un cuantioso cargamento de sal, ganaríamos una fortuna».
El proyecto ya estaba perfilado con todo detalle. A comienzos del verano, se llevarían varios cargamentos a un pequeño puesto comercial fortificado llamado Russka, situado en el límite de la estepa, donde su socio tenía un almacén. Desde allí, con una escolta armada, partiría la caravana.
—Lo único que lamento es no poder ir yo mismo —señaló con sinceridad.
Después formuló la petición que tanto embarazo le había provocado.
El hombre sentado frente a él era unos años más joven. No era tan alto como Ígor, pero sí corpulento. Tenía la barbilla prominente, el labio inferior algo salido, la nariz grande ganchuda y los ojos negros y enmarcados por unos párpados caídos. Era moreno y llevaba una barba recortada en forma de cuña ancha. Sobre su cabeza, en un equilibrio tan solo aparentemente inestable, reposaba un reducido gorro. Aquel hombre era Zhydovyn, el Jázaro.
Los jázaros eran un pueblo extraño, de origen turco. Durante siglos habían controlado un imperio en la estepa, que se extendía desde el desierto contiguo al mar Caspio hasta Kiev. Cuando el islam se abatió sobre Oriente Medio e intentó franquear la cordillera del Cáucaso para pasar a la gran llanura de Eurasia, fueron los poderosos jázaros de la estepa, junto con los georgianos, los armenios y los alanos, quienes les impidieron el paso.
—Ya ves, gracias a nosotros Kiev no es hoy en día musulmana —le gustaba recordarle a su amigo Ígor.
El Imperio jázaro se había desmoronado, pero sus mercaderes y guerreros cruzaban a menudo la estepa desde su lejana base en el desierto, y en Kiev había una numerosa comunidad de mercaderes jázaros, además de la entrada conocida como Puerta de los Jázaros. De todos los hombres que conocía capaces de organizar una caravana y conducirla por la estepa, Zhydovyn, el Jázaro, era el que más confianza le merecía a Ígor en todos los aspectos. Su socio tenía tan solo un defecto.
Y es que Zhydovyn, el Jázaro, era judío.
Todos los jázaros eran judíos. Se habían convertido al judaísmo cuando, en el apogeo de su imperio, su dirigente decidió que el primitivo paganismo de su pueblo no estaba a la altura de su talla imperial. Y puesto que el califa de Bagdad era musulmán y el emperador de Constantinopla era cristiano, no queriendo parecer el aliado de menor rango de ninguno de ellos, aquel emperador de la estepa tuvo el buen tino de elegir la única otra religión monoteísta que pudo encontrar. De este modo, el estado de los señores guerreros jázaros adoptó como religión el judaísmo. Como consecuencia de todo ello, Zhydovyn hablaba eslavo y turco…, ¡y prefería escribir en una y otra lengua utilizando un alfabeto hebreo!
—¿Llevarás a mi hijo menor, Ivanushka, con la caravana?
Eso era lo único que le había preguntado su amigo Ígor. ¿Por qué, entonces, dudaba el Jázaro? Conocía bastante bien al chico. Su padre era su socio. La respuesta, sin embargo, era simple: Zhydovyn tenía miedo.
«Ya lo estoy viendo —pensó—. Si nos atacan los cumanos y lo matan, todo el mundo lo comprenderá. Pero conozco a ese muchachito, y las cosas no irán así. Se extraviará y se caerá a un río y se ahogará, o cometerá otra estupidez por el estilo. Y entonces las culpas recaerán sobre mí.»
—Ivanushka es muy joven. ¿Por qué no viene uno de sus hermanos?
—¿Me estás negando el favor? —preguntó Ígor, entornando los ojos.
—Por supuesto que no. —El Jázaro parecía turbado—. Si estás seguro de que ese es tu deseo…
Entonces, de improviso, fue Ígor quien se sintió turbado. En circunstancias normales, le habría contestado a Zhydovyn que eso era lo que deseaba y ahí habría acabado todo. En aquella ocasión, en cambio, con la reciente humillación de la negativa de la novia, se sintió herido en lo más hondo. El Jázaro era excelente a la hora de juzgar a las personas, y tampoco quería a Ivanushka. Por un instante, lo invadió una oleada de rabia contra su hijo menor. Odiaba el fracaso.
—Da igual —dijo, levantándose—. Tienes razón. Es demasiado joven. —El incidente quedó zanjado.
O casi. Pues, justo cuando salía de la casa del Jázaro, Ígor no pudo resistir la tentación de preguntarle:
—Dime, ¿qué piensas de Ivanushka…, de su carácter?
Zhydovyn reflexionó un instante. Le gustaba el chico. Él tenía un hijo que se le parecía bastante.
—Es un soñador —dictaminó a modo de elogio.
Mientras volvía a casa, Ígor apenas dedicó una mirada a la estrella roja. Era un hombre muy estricto en materia religiosa y no albergaba ninguna duda de que Dios les mandaba un mensaje. Su deber era, no obstante, sufrir lo que este le deparase. Sabía cómo llamaban sus propios hermanos al chico. «Sviatopolk lo llama tonto», pensó con tristeza.
¿Y qué se podía hacer con un tonto? No tenía ni idea.
Tres días más tarde, el cometa rojo se perdió de vista y ese invierno no aparecieron más señales en los cielos.
Primavera. A principios de año, en aquel fértil país, el agua siempre cubría la tierra, y el agua era el río. Kiev, la ciudad ribereña. La verían dentro de un momento. La larga barca avanzaba a un ritmo constante por el ancho y plácido cauce del Dniéper. Cuatro hombres accionaban con suavidad los remos, conduciéndola hacia la ciudad. Ivanushka y su padre estaban de pie en la popa: el hombre rodeaba con el brazo los hombros del muchacho.
Pese a sus seis metros de eslora, la barca estaba hecha con el tronco vaciado de un solo árbol.
—En ningún sitio —le explicó Ígor a su hijo— hay árboles tan grandes como en la tierra de Rus. Un hombre puede tallar un barco con uno de nuestros poderosos robles y una simple hacha.
Al sentir la proximidad de su padre, el chico tuvo la impresión de que en toda su vida no podría haber una mañana más sosegada y perfecta que aquella.
Ivanushka vestía una sencilla camisa, pantalones de lino y, encima, un caftán de lana, pues la mañana aún era fresca. Iba calzado con unas botas de cuero verde de las que estaba muy orgulloso. El cabello castaño claro lo llevaba cortado al estilo paje.
Habían remontado el río al alba para inspeccionar las trampas que disponían los pescadores y, ahora, aún temprano, regresaba a desayunar a la ciudad. Y después… Ivanushka sintió un temblor de excitación en el estómago. Aquel iba a ser el día que tanto había esperado.
Alzó la vista para mirar a su padre. Cuántas veces lo había visto escrutando desde algún punto elevado de las murallas de troncos el paisaje poblado de agua de la zona del río, a la manera de una sigilosa águila. Viéndolo entonces de pie en la popa del barco, envuelto en una larga capa negra, alto y delgado, cualquiera habría podido suponer que a Ígor le bastaría con desplegar la capa para alzar el vuelo y planear a gran distancia del suelo, antes de abalanzarse sobre alguna desafortunada presa.
Qué fuerte era el brazo que descansaba en torno a su cuello. Su vigor, sin embargo, no derivaba tan solo de la potencia muscular. Cuando estaba cerca de Ígor, Ivanushka captaba otra fuerza que provenía del pasado, que aun con la imprecisión del brumoso recuerdo afluía hasta su ser como un tibio río.
—Llevas sangre de magníficos guerreros en tus venas —le había dicho muchas veces Ígor—. Gigantes en la batalla, espléndidos jinetes como mi padre y mi abuelo; nuestros antepasados eran ya poderosos antes de que llegaran los jázaros, en los tiempos en que hasta las montañas eran jóvenes. Recuerda que tú formas una unidad con ellos; siempre están contigo. —Y su corazón se henchía cuando su padre añadía—: Un día tú también transmitirás todo esto a tus hijos y a los que vendrán después de ellos.
Eso era lo que significaba tener un padre y ser un hijo.
Y ese día, estaba seguro, siguiendo la estela de sus hermanos mayores y de su padre, comenzaría su carrera como guerrero, como bogatyr.
El monje lo arreglaría todo.
La barca avanzaba con suavidad impulsada por la corriente. En el silencio de la mañana, el gran río se extendía hacia el sur. El aire, aunque fresco, permanecía inmóvil. Todavía quedaban restos de niebla sobre la superficie del río, cuyo incesante y brioso movimiento apenas resultaba perceptible en un paisaje acuoso que, aun retirándose de continuo, tenía una constante fijeza. Por el sur, el color gris azulado del agua y la clara tonalidad azul del cielo parecían fundirse en el horizonte en una única masa, blanda y líquida, mientras por el este los dorados rayos del sol penetraban la neblina.
Cuando la ciudad apareció ante su vista, Ivanushka exhaló un quedo suspiro. Qué hermosa era Kiev.
Se erguía sobre la escarpada orilla derecha del río, a una altura de más de trescientos metros de su cauce. Rodeada de una alta empalizada de madera, se prolongaba unos tres kilómetros, dominando, fuerte y protegida, el suave y plácido paisaje.
La ciudad se componía de tres sectores principales. En primer lugar, en su extremo norte, sobre un modesto túmulo, se alzaba la recia ciudadela inicial, que albergaba el palacio del príncipe y el gran templo fundado ocho años antes por el propio Vladimiro el Santo: la iglesia de los Diezmos. Junto a ella, hacia el suroeste, separada solo por un pequeño barranco, estaba la nueva ciudadela, un recinto mucho más extenso edificado por el hijo de Vladimiro el Santo, Yaroslav el Sabio, compilador del derecho ruso. Fuera de este, otro gran recinto, protegido también por empalizadas, descendía hacia el río. Era el arrabal —el podol— donde vivían los comerciantes de bajo rango y los artesanos. Y abajo, junto al río, estaban los muelles, donde permanecían amarrados los voluminosos barcos coronados de mástiles.
En las dos ciudadelas, muchos de los edificios, de considerables dimensiones, estaban construidos con ladrillos. En el podol, todos eran de madera, a excepción de las iglesias. A su alrededor había agradables bosques de árboles de hoja caduca, incluso en las abruptas pendientes que lindaban con el río.
Por toda la ciudad relucían a la luz del sol las doradas cruces con la barra en diagonal que en las iglesias orientales representaban el lugar de apoyo para los pies del Cristo; y las doradas cúpulas de las iglesias lanzaban también destellos. La misma ciudad parecía una especie de enorme y reluciente barco flotando sobre las aguas.
Si bien en Kiev la orilla derecha se elevaba bruscamente junto al cauce, la izquierda estaba flanqueada de terrenos bajos; tal como sucedía en un sinfín de lugares a lo largo del vasto recorrido del Dniéper, esos terrenos se hallaban anegados por el río. El agua se prolongaba reluciente sobre los campos, depositando el fértil limo, y todas las primaveras, gracias a aquella maravillosa inmersión, rebrotaba la vida.
A medida que se acercaban a la ciudad, el niño comenzó a moverse. Últimamente sentía dolores cada vez más intensos en las rodillas, pero su agitación se debía sobre todo a la excitación.
Justo la semana anterior, Ígor le había dicho:
—Es hora de decidir qué vamos a hacer contigo. Te llevaré a ver al padre Lucas.
Aquello era un tremendo honor. El padre Lucas era el consejero espiritual de su padre, quien nunca tomaba una decisión importante sin consultarle. Cuando hablaba de aquel anciano monje, bajaba la voz en señal de respeto, pues «el anciano monje conoce todas las cosas», según decía. Siempre iba a verlo solo. Ni siquiera a los dos hermanos mayores de Ivanushka había llevado a verlo. Así pues, no era extraño que este se hubiera ruborizado y luego palidecido de golpe al conocer la noticia.
Había imaginado un par de veces el desarrollo de la escena. El bondadoso anciano —alto, con una ondulada barba blanca, una ancha cara de expresión seráfica y ojos como soles— percibiría de inmediato que tenía ante sí a un joven héroe. Entonces apoyaría la mano en su cabeza para bendecirlo, declarando: «Es voluntad de Dios, Iván, que seas un noble guerrero». Así sucedería. Tras mirar a su padre, dirigió la vista a las murallas, pletórico de alegría y confianza.
Ígor observó a su hijo. ¿Estaba obrando bien? Él creía que sí, aunque se disponía a traicionarlo.
Qué hermosa estampa componía su familia. Solo de contemplarla, lo inundó un sentimiento de felicidad. Estaba en la sala principal de la gran casa de madera. La luz entraba por las ventanas, que no eran de vidrio, sino de mica, un silicato semitransparente, presente en las rocas de la zona. La luz se reflejaba asimismo en las baldosas de amarillenta arcilla del suelo, dando la sensación de que la estancia resplandecía.
En la mesa quedaban los restos del desayuno. Junto a una pared había una gran estufa y en la esquina opuesta pendía un pequeño icono de san Nicolás, iluminado por una lamparilla de barro colgada de tres cadenas. Encima de un arcón, a la derecha de la sala, dos grandes candelabros de cobre despedían un débil brillo. Las velas de cera estaban, por el momento, apagadas. En el centro de la estancia, en la silla de roble ricamente labrada, que relucía como el ébano de tan pulida y encerada, estaba sentada su madre.
—¿Qué, Ivanushka, estás listo?
Lo estaba, repuso, dirigiendo una mirada radiante a su madre.
Esta llevaba una espléndida túnica de brocado rosa, ceñida con una faja recamada en oro. Los brazos, que emergían de las anchas bocamangas de la túnica, estaban cubiertos con blanca seda. En la muñeca llevaba una pulsera de plata, con incrustaciones de verdes amatistas de Asia y ámbar de las regiones del Báltico. Los pendientes estaban engalanados con perlas, y del esbelto cuello pendía una cadena con una medialuna de oro. Ese era el atuendo que utilizaban las aristócratas de Rus, el mismo que las damas griegas de la Constantinopla imperial.
Qué maravillosa palidez tenía su frente despejada; con qué elegancia apoyaba la mano en el león tallado del brazo de la silla, los largos dedos con anillos airosamente inclinados. Qué dulzura y bondad había en su cara. No obstante, mientras la observaba advirtió un aire de tristeza en ella. ¿Por qué estaba triste?
Sus dos hermanos también estaban presentes. Ambos vestían túnicas con ornados cinturones y cuellos de marta cibelina: Sviatopolk, con su pálida y bella esposa polaca, y Borís. Él procuraba quererlos a ambos por igual, pero, aunque sentía admiración por los dos, Sviatopolk le inspiraba un ligero temor, puro instinto. Pese a que la gente decía que era la viva imagen de su padre, él no lo creía así; mientras que Ígor tenía a menudo una mirada distante y reservada, en el semblante de Sviatopolk afloraban una rabia y una amargura secretas. ¿A qué se deberían? Y aun cuando tanto un hermano como el otro le daban alguna que otra bofetada, cuando Sviatopolk lo golpeaba, siempre le dolía un poco más de lo que había previsto.
Siguiendo la recomendación de su padre, Ivanushka se había puesto solo un pantalón de lino y una sencilla camisa por fuera, ceñida con un cinturón. En contra de la opinión de su madre, le habían dejado que llevara las botas verdes, sus preferidas. No había podido eludir, sin embargo, la escrupulosa sesión de limpieza de cara y manos en la gran jofaina de cobre que reposaba en el palanganero.
Ígor iba vestido de la misma manera, con una camisa que solo difería de las usadas por los campesinos en el primor de los bordados de la pechera y los puños. «Los ricos adornos están fuera de lugar allá arriba», explicaba con severidad. A Ivanushka le brillaban los ojos. La emoción le había permitido comer tan solo un pedazo de pan con las gachas de avena que llamaban kasha. Tras darles un beso a su madre y a su hermano, salió y, un momento después, montado en su poni, sintió en las mejillas el fresco y húmedo aire de la mañana mientras se alejaba por la calle.
Había mucho barro. Las casas de los nobles eran en su mayoría amplios edificios de madera de una o dos plantas, con altos tejados en forma de tienda de campaña y dependencias anexas en la parte posterior. Todas estaban ubicadas en medio de una parcela de terreno rodeada de una cerca de estacas; y esas parcelas estaban, en ese momento del año, tan empapadas por la lluvia y el deshielo primaveral que desde la puerta exterior hasta los establos habían dispuesto un camino de tablas. En la calle había también tablas en algunos tramos; sin embargo, en los otros, los cascos de los caballos desaparecían en el fango.
A lomos de su poni gris, Ivanushka cabalgaba respetuosamente detrás de su padre, que, con una sencilla capa negra colgada de los hombros sobre la camisa blanca, componía una espléndida estampa. Ivanushka no dejaba de observar su altiva y erguida espalda con admiración ilimitada. El caballo de pelaje negro como el azabache que montaba Ígor era el mejor de su cuadra. El antiguo nombre imperial que llevaba había sufrido una ligera modificación con el paso de las generaciones y la adopción del eslavo: se llamaba Troyano.
Al cruzarse con el padre y el hijo, las gentes del pueblo se llevaban la mano al corazón y hacían una profunda reverencia, doblando la cintura; incluso los sacerdotes inclinaban con respeto la cabeza. Ello se debía a que Ígor era un muzh, un noble. La compensación que había que pagar si alguien lo mataba era de cuarenta grivnas de plata, mientras que dar muerte a un campesino libre, un smerd, acarreaba una multa de tan solo cinco.
La clase dirigente se distinguía a menudo de los demás incluso en los nombres. Los príncipes y algunos de los más destacados personajes de su séquito solían llevar nombres «reales» acabados en slav, que significa «loanza», o en mir, que significa «mundo». Ese era, por ejemplo, el caso del gran Vladimir y su hijo Yaroslav. Entre la aristocracia todavía eran muy corrientes algunos nombres escandinavos como Oleg o Riurik. Incluso la esposa de Ígor, pese a pertenecer a una familia noble eslava, se llamaba Olga, que era la adaptación rusa del nórdico Helga. Los campesinos, por su parte, empleaban en general sencillos y antiguos nombres eslavos como Ilia, Shchek o Mal.
Existía, además, una forma especial de tratamiento que diferenciaba sin margen de duda a los aristócratas, pues mientras que un campesino podía llamarse Ilia a secas, un noble añadía al suyo el nombre de su padre, su patronímico. Así, el joven Iván se llamaba Iván, hijo de Ígor, Iván Ígorevich, y los tres hermanos eran los «hijos de Ígor», los Ígorevichi. Además de noble, Ígor era un apreciado miembro de la druzhina del propio príncipe de Kiev.
En la tierra de Rus había muchos príncipes. Todas las ciudades comerciales de las grandes rutas fluviales tenían un príncipe protector, y todos ellos eran descendientes del nórdico Oleg, aquel que había arrebatado Kiev a los jázaros dos siglos antes. Por aquel entonces, las principales ciudades del vasto imperio comercial estaban en manos de los hijos del último príncipe de Kiev, el poderoso Yaroslav el Sabio. Los hijos de Yaroslav habían organizado la sucesión de tal forma que el hermano mayor asumió el mando de la ciudad principal, Kiev, y los demás se quedaron con ciudades de menor importancia por orden de edad, acatando la autoridad del mayor. De este modo, el señor de Ígor, al ser el mayor, era el gran príncipe de Kiev; la ciudad de Chernígov, más al norte, estaba en manos de su hermano Sviatoslav; el prudente Vsiévolod, más joven aún, controlaba Pereiáslav, situada en el sur. Si uno de los hermanos moría, no lo sucedería su hijo, sino su hermano más próximo, y de esta forma todos los hermanos menores se trasladarían a una ciudad mayor.
Ígor estaba al servicio del príncipe de Kiev; es más, prácticamente formaba parte del consejo interno. Los hermanos de Ivanushka también eran miembros ya de la druzhina exterior, si bien Borís aún era solo un paje. Ivanushka se estremecía solo de pensar que pronto él también seguiría sus pasos.
—¡Desmonta!
La breve orden de su padre lo sacó de sus ensoñaciones. Habían recorrido solo unos centenares de metros, pero Ígor ya había bajado del caballo y se alejaba dando largas zancadas. Cuando Ivanushka alzó la mirada, entendió por qué. Habían llegado a la catedral, constató con un suspiro: la catedral le producía pavor.
La ciudadela amurallada de Yaroslav el Sabio contenía muchos edificios admirables. Aparte de las hermosas casas de madera de los nobles, había monasterios, iglesias, escuelas y una espléndida puerta —la Puerta Dorada— construida en piedra y que tenía una belleza especial porque sobre ella se elevaba hacia el cielo la pequeña iglesia de dorada cúpula de la Anunciación. Sin embargo, no había en todas las tierras de Rus nada que igualara la magnificencia de la catedral que se alzaba en aquellos momentos frente a él. Siguiendo el ejemplo de su padre, Vladimiro el Santo, que había erigido su gran iglesia de los Diezmos en la antigua ciudadela, Yaroslav había iniciado la construcción de una inmensa catedral en la nueva fortaleza.
La llamó Santa Sofía. No podía conformarse con otro nombre, cuando todos sabían que la mayor iglesia del Imperio romano de Oriente, la sede del patriarca de Constantinopla, llevaba el bendito nombre de Santa Sofía, la sagrada sabiduría de los griegos.
Pese a que aquella nueva nación norteña declarara con orgullo: «Somos los rus», lo cierto era que habían copiado la civilización de los griegos. Los sacerdotes de mayor rango eran en su mayoría griegos, e incluso el único eslavo, el extraordinario predicador que había estado a la cabeza de la iglesia rusa una década antes, había adoptado el nombre griego de Hilarión. Cuando se administraba el bautismo a los niños nobles, se les otorgaba un segundo nombre cristiano para complementar los nombres eslavos o escandinavos que ya tenían. Así, un Yaroslav o un Borís contaba además con un nombre cristiano como Andréi, Dimitri, Alejandro o Constantino, todos ellos griegos.
Qué enorme era la catedral. Estaba construida en granito rojo, dispuesto en largas y finas tiras unidas con capas del mismo grosor de cemento rosa. Se erguía, más bien cuadrada, como un bloque rojo y rosa, una maciza fortaleza sagrada destinada a transmitir a todos la noción del poderío del dios cristiano recientemente adoptado. En su centro descansaba una gran cúpula bruñida, con forma de yelmo achatado —como la de la iglesia de Constantinopla—, en torno a la cual se agrupaban diez cúpulas de menor tamaño. «Representan a Cristo y a los diez discípulos», le había explicado Ígor a su hijo. La catedral estaba casi acabada. Solo un pequeño andamio en uno de sus lados indicaba que aún proseguían las obras en las escaleras exteriores. Con un escalofrío, Ivanushka entró.
Si bien los muros exteriores ofrecían el aspecto de una fortaleza, los altos, extensos y tenebrosos espacios interiores parecían cubrir la inmensidad del universo. A la manera de las grandes iglesias del Imperio romano, se prolongaba de oeste a este en una amplia hilera de cinco naves: una ancha nave central, con otras dos a cada lado. En el extremo oriental había cinco ábsides semicirculares, y en el occidental sobresalían las galerías donde se reunían a rezar los príncipes y sus cortesanos, a varios metros de distancia del suelo y del pueblo. En el centro del templo, bajo la colosal cúpula, se hallaba el etéreo espacio desde el que, vestidos con sus resplandecientes atavíos, los sacerdotes se dirigían a la congregación, el punto de confluencia del cielo con la tierra.
El cavernoso interior no estaba, sin embargo, dominado por la alta cúpula, ni por las cinco naves ni por las recias columnas, sino por los mosaicos.
Ese era el elemento causante de los escalofríos de Ivanushka, los mosaicos que cubrían por completo las paredes, desde el suelo hasta el distante techo. La Virgen con las manos extendidas en la postura de oración propia de Oriente; los Padres de la Iglesia; la Anunciación; la Eucaristía. En tonos azules y marrones, rojos y verdes, sobre un reluciente fondo dorado, aquellas imponentes figuras contemplaban el mundo desde su augusta talla. Desde su marco de oro, las enormes caras ovaladas, muy pálidas, de pelo oscuro y enormes ojos negros observaban en actitud melancólica y a la vez impersonal a los minúsculos habitantes del mundo terrenal. Y, por encima de todos, el Pantocrátor, creador del mundo, miraba desde la cúpula central con sus grandes ojos de estilo griego que lo veían todo y no veían nada… Él, que conocía a todos los hombres, pero que era inaprensible, inasequible al conocimiento humano.
La tierra se unía con el cielo en la iglesia, en cuya penumbra ardían cientos de velas y en cuyas paredes relucían los mosaicos dorados, proyectando su grandiosa y terrible luz sobre la oscuridad del mundo.
Algunos sacerdotes cantaban.
«Dospodi pomily.» Señor, ten piedad. Cantaban en eslavo eclesiástico, una versión nasal de la lengua hablada que, aun siendo comprensible, tenía un halo de misterio y hieratismo.
Ígor encendió una vela y permaneció inmóvil, inmerso en una muda plegaria, delante de un icono, mientras Ivanushka miraba a su alrededor.
Todo el mundo conocía la historia de la conversión de Vladimiro el Santo: había mandado embajadores a las sedes de las tres grandes religiones —islam, judaísmo y cristianismo—, y a su vuelta, tras visitar Constantinopla, estos le informaron de que en la iglesia cristiana de los griegos «no sabíamos si estábamos en la Tierra o en el Cielo».
En catedrales como aquella, los emperadores de Constantinopla —y ahora los príncipes de Kiev, que las habían copiado— hacían visible el Cielo en la Tierra y recordaban a su pueblo que ellos, los dirigentes que rezaban en las altas galerías, eran los regentes de la eterna divinidad cuyo dorado universo se hallaba presente entre ellos, aunque fuera inaprensible.
A Ígor, oriental en parte, la contemplación de aquella autoridad absoluta e incognoscible le procuraba un sentimiento de paz. Ivanushka, medio eslavo, sentía una aversión instintiva por esa clase de Dios; él anhelaba una deidad más cálida, más tierna. Esa era la razón por la que en la gran iglesia se estremecía como si tuviera frío.
La alegría sustituyó a la aprensión cuando, minutos después, volvió a cabalgar en dirección a la puerta de la ciudad, tras la cual se hallaba el camino que lo conduciría entre bosques al monasterio y a su destino.
Por fin llegaron a las puertas del monasterio.
Los magníficos parajes que habían recorrido desde la ciudadela habían dejado arrobado a Ivanushka. Después de pasar entre cabañas dispersas de gentes del pueblo llano, el camino seguía en dirección sur y ascendía el pequeño promontorio de Berestovo, convertido en arrabal de la ciudad, donde Vladimiro el Santo tenía una segunda residencia. Sobre las copas de los árboles, a la izquierda, se divisaba el río que resplandecía a lo lejos, y más allá, al otro lado de la amplia franja de terreno inundado, los bosques se extendían por la planicie hasta donde alcanzaba la vista. Los robles y los abedules vestidos de tiernas hojas cubrían la tierra como una suave y liviana niebla verde bajo el nítido azul del cielo. Nada turbaba los trinos de los pájaros en la calma primaveral de la mañana, mientras Ivanushka cabalgaba ufano detrás de su padre hacia el monte, situado a tres kilómetros de la ciudadela, donde vivían los monjes.
Ivanushka seguía sin tener una idea clara de por qué había ido allí.
Ígor estaba callado, pensativo. ¿Era acertado su proceder? Incluso para un boyardo tan devoto y austero como él, la expedición de aquella mañana era un acto extraordinario, pues su propósito era que Ivanushka ingresara en la vida religiosa.
Le había costado mucho tomar aquella decisión. Por lo general, ningún boyardo deseaba que sus hijos se hicieran monjes, ni siquiera sacerdotes. La vida de pobreza les parecía un reproche; y las personas de noble alcurnia que elegían la vida religiosa lo hacían casi siempre en contra de los deseos de su familia. Era cierto que un boyardo como Ígor podía pasarse rezando varias horas al día, o que los príncipes recibían en su lecho de muerte la tonsura monacal, pero de eso a que un joven se enterrara a sí mismo y formulara votos de pobreza había una gran distancia.
Fue después de la aparición de la estrella roja cuando la idea tomó cuerpo en su mente.
—No digo que Ivanushka sea tonto —le comentó a su mujer—, pero es un soñador. Esa noche en que lo encontré mirando la estrella, si no me lo hubiera llevado, habría muerto congelado. Debería hacerse monje. —Ígor había trabajado con ahínco para ser un hombre de negocios, un guerrero y un miembro de la druzhina, y sabía las cualidades que se precisaban para ello—. Y no veo que a Ivanushka vaya a sonreírle el éxito —reconoció con tristeza.
—Eres demasiado impaciente con él —le contestó Olga.
¿Era impaciente? Tal vez. Pero ¿qué padre podía tolerar la debilidad en el que era —aunque Ígor nunca lo reconocería— su hijo preferido? Y en lo más hondo de sí mismo, una vocecilla le decía: «El chico es como tú, como tú pudiste haber sido».
Así fue como, a medida que transcurrían las semanas sin que se presentaran oportunidades para el chico, comenzó a pensar: «Quizás, aunque no sea ese mi deseo, Dios quiere reclamarme a este hijo para su propio servicio». Luego, de acuerdo con su manera habitual de obrar, empezó a realizar gestiones para propiciar aquel desenlace no deseado.
Entre estas se contaba una larga conversación con el padre Lucas, a quien confió sus tribulaciones, exagerando tal vez un poco al describir el interés de Ivanushka por la vida religiosa. Rogó al anciano monje que viera al fantasioso muchacho y lo animara si advertía algún signo de vocación en él, pensando que las sugerencias del padre Lucas tendrían una gran influencia en su hijo.
No se lo había comunicado a su esposa hasta el día anterior.
—¡No! —exclamó esta, palideciendo súbitamente—. No obligues a irse al niño, te lo ruego —suplicó.
—Por supuesto que no —la tranquilizó—. Solo irá a un monasterio si así lo desea.
—Pero tú piensas alentarlo.
—Le enseñaré el monasterio, nada más.
La angustia no se desvaneció del semblante de Olga. Ella también conocía a su hijo menor. ¿Quién sabía qué podía inflamar su imaginación? Era posible que lo asaltara la idea de hacerse monje. Y entonces lo perdería para siempre.
—Podría quedarse aquí, en Kiev —señaló Ígor.
En su fuero interno, la ambición le había hecho concebir esperanzas de que el chico pasara un tiempo en uno de los grandes monasterios griegos del lejano monte Athos, pues ese era un requisito para acceder a los cargos de la jerarquía eclesiástica. ¡Podría llegar a ser incluso un nuevo Hilarión! A su mujer, sin embargo, no le comentó nada de aquello.
—No lo veré nunca.
—Todos los hijos deben separarse de sus madres —le recordó—. Además, si es la voluntad de Dios, debemos acatarla. Y, ¿quién sabe?, quizás encuentre la felicidad en la vida religiosa. Podría ser más feliz que yo. —Aunque apenas tuvo conciencia de ello, aquella observación era casi tan sincera como inoportuna—. Solo lo llevaré a visitar la catedral y el monasterio —le prometió—. El padre Lucas hablará con él. Eso es todo.
¿Cómo reaccionaría el chico?
«Esperemos que ver el monasterio despierte su interés», pensó. Después tendría que decirle a Ivanushka la verdad, que él no conseguiría dar la talla como boyardo. Sabía que eso le partiría el corazón, pero para entonces ya dispondría de una alternativa. «Y luego ya veremos», concluyó.
Y así fue como, esa mañana, Ivanushka llegó al monasterio.
Era la primera vez que iba allí.
Al llegar a lo alto del monte, siguieron hasta un claro junto al que se alzaba una recia puerta de madera. Un monje vestido con hábito negro les dedicó una reverencia al cruzarla, mientras Ivanushka, pálido de pura excitación, miraba en torno sin perderse ni un detalle.
No era un sitio impresionante. Había una pequeña capilla de madera y un grupo de viviendas, además de dos edificios bajos semejantes a los de las cuadras: uno era el refectorio donde comían los monjes; el otro, un hospicio para enfermos. No recordaba en absoluto la grandiosidad de la catedral, observó Ivanushka con cierta decepción, percibiendo un aire de tristeza en el lugar.
El rocío de la mañana seguía prendido aún de las oscuras cabañas de madera, pese a que el sol estaba ya bastante alto, como si las construcciones estuvieran impregnadas de la fría humedad del suelo. Entre los árboles sobresalían algunas rocas y en las zonas despejadas había charcos de fango marrón claro. En medio del ardor de la primavera, todo despedía una sensación otoñal, como si todavía cayeran las hojas.
Habían transcurrido apenas veinte años desde que, en su viaje desde el sagrado monte Athos de la lejana Grecia, Antonio el Eremita había llegado a aquel paraje desierto y había descubierto las cuevas. Pronto otros se unieron al santo varón en aquella gruta situada sobre el Dniéper, formando una comunidad de unos doce ermitaños que excavaron una red de diminutas celdas y pasadizos subterráneos. Aquellas celdas quedaban bajo sus pies: Ivanushka tuvo una sensación extraña al considerar que los monjes estaban abajo, como conejos en una madriguera, enterados sin duda de su presencia encima de ellos.
Antonio vivía, por lo que sabía el muchacho, apartado de la comunidad, en una cueva propia que abandonaba de vez en cuando por algún motivo destacado, como solicitar al príncipe de Kiev la cesión del promontorio a los monjes, para luego enclaustrarse otra vez. Se decía, no obstante, que su espíritu de santidad planeaba sobre el lugar como una guirnalda de niebla suspendida sobre el terreno. Entre tanto, con el bondadoso Teodosio al frente, los fieles monjes habían construido un monasterio independiente del subterráneo. Entre este grupo de santos varones se encontraba el padre Lucas.
Ivanushka y su padre desmontaron. Un monje se llevó sus caballos; otro, tras mantener con Ígor una conversación en susurros apenas audibles, se dirigió a una pequeña cabaña en cuyo interior desapareció.
—Por ahí se baja a las cuevas —le explicó su padre.
Aguardaron varios minutos. Dos monjes de avanzada edad pasaron muy despacio frente a ellos, en compañía de otro más joven, y entraron en la capilla de madera. Ivanushka advirtió que uno de los ancianos llevaba una pesada cadena colgada del cuello y parecía caminar con dificultad.
—¿Por qué lleva una cadena? —preguntó en voz baja.
Su padre lo miró como si la pregunta fuera una estupidez.
—Para mortificar la carne —respondió con brusquedad—. Ese hombre está cerca de Dios —añadió con patente respeto.
Ivanushka guardó silencio. En la mejilla notó el frío contacto de una tenue ráfaga de viento.
Entonces la puerta de la cabaña se abrió lentamente, y de ella salió un monje, que la mantuvo abierta para dejar paso a alguien.
—Ahí viene —oyó susurrar Ivanushka a su padre.
Conteniendo la respiración, vio el borde de una túnica en el umbral. Había llegado el momento: el espléndido personaje que iba a desvelar su destino estaba cerca.
Y entonces en la puerta apareció un anciano bajito y flaco.
Tenía el cabello gris y, aunque se había peinado, no lo llevaba muy limpio. Tampoco se veía muy limpio el hábito negro que vestía, ceñido con un cinturón de cuero salpicado de manchas de moho. Con la barba enmarañada y descuidada, el hombrecillo avanzaba arrastrando los pies, y el monje más joven caminaba justo detrás de él, como para impedir que cayera si perdía el equilibrio.
La arrugada cara del padre Lucas tenía una palidez fantasmagórica. Las cejas sobresalían de forma desmesurada en ella, en parte debido a la postura encorvada del cuerpo. Mientras se aproximaba, abrió la boca una vez, como si ejercitara unos músculos anquilosados en previsión de la sonrisa que sabía que debía esbozar. Ivanushka vio su dentadura amarillenta e incompleta. Los ojos no eran, como había imaginado, radiantes como soles. Además de apagados y legañosos, bizqueaban un poco. El viejo parecía ocupado ante todo en mirarse los pies, enfundados en unos zapatos de cuero llenos de agujeros por los que asomaban sus pies mugrientos. Había, con todo, algo peor que su aspecto, algo que pilló completamente desprevenido a Ivanushka.
Era el olor.
Las personas que viven bajo tierra adquieren no solo una palidez cadavérica, sino también un terrible hedor; y fue ese olor, que precedía al padre Lucas, lo que captó el muchacho. Nunca había olido nada igual: en su mente se formó una vaga imagen de arcilla húmeda, carne y hojas en descomposición.
El monje se detuvo a su lado.
—Este es Ivanushka —oyó que lo presentaba su padre.
El muchacho inclinó la cabeza a modo de saludo.
De modo que ese era el padre Lucas. No podía creerlo. Tenía ganas de irse corriendo. ¿Cómo podía haberlo engañado de una manera tan cruel su padre? «Al menos que no me toque», rezaba.
Cuando levantó la mirada, vio que su padre y el anciano conversaban en voz baja. Los ojos del monje, que se fijaron en él, eran azules, y parecían mucho más vivos e inquisitivos de lo que había supuesto. De vez en cuando le lanzaba una breve mirada, y a continuación volvía a posarla en el suelo.
Su padre y el monje charlaban con desenvoltura de asuntos de carácter más bien mundano: el comercio y la política de Tmutarakán, el precio de la sal, la construcción del nuevo monasterio de San Dimitri en el recinto de la ciudadela… Ivanushka, sorprendido por aquella anodina introducción, no esperaba que el padre Lucas se volviera de repente hacia él.
—¿De modo que este es el joven de quien me hablasteis?
—Así es.
—Iván —prosiguió el padre Lucas, medio para sí, dedicando, sin embargo, una leve sonrisa al chico—. Un nombre muy cristiano para un joven.
Era cierto que por aquel entonces pocos rusos habían adoptado el nombre de Iván, la variante eslava de Juan, como principal. Ígor había puesto a sus dos primeros hijos los habituales nombres eslavos, reservando los cristianos para el bautismo, pero por algún misterioso motivo al tercero le había puesto un solo nombre cristiano.
Ivanushka advirtió que su padre le sonreía con intención de infundirle ánimo, pero él solo captó que estaba ansioso, deseoso de que causara una buena impresión; y, como ocurría siempre en tales ocasiones, notó que algo se tensaba en su interior, al tiempo que su mente se transformaba en un mar de confusión. La siguiente pregunta del monje acabó de acentuar su nerviosismo.
—¿Te gusta este lugar?
¿Qué podía responder? Estaba tan molesto, tan desencantado…, y aquella pregunta tan directa hizo aflorar a la superficie toda su angustia. Con la garganta atenazada por las lágrimas, medio enfadado con su padre y medio aturdido por la decepción, incapaz de mirarlos a la cara, contestó:
—No.
—¡Iván! —La rabia era patente en la voz de su padre.
Cuando alzó la vista, vio el brillo furibundo de los ojos de su padre. El monje, en cambio, no parecía irritado.
—¿Qué ves aquí? —le preguntó sin inmutarse.
Una vez más, la pregunta lo pilló por sorpresa. Era tan simple que, en su estado de agitación, no se tomó tiempo para reflexionar y respondió lo primero que le vino a la mente.
—Hojas putrefactas.
Oyó el bufido de exasperación de su padre y luego vio con asombro que el monje alargaba su blanca y huesuda mano para tocar suavemente el brazo de Ígor.
—No os enojéis —le aconsejó el padre Lucas—. El chico ha dicho la verdad. —Exhaló un suspiro—. Pero es demasiado joven para un sitio como este.
—Algunos muchachos han venido aquí —señaló con enfado su padre.
—Algunos —reconoció el monje, pero sin prestarle gran atención. Luego se volvió hacia Ivanushka.
¿Qué sucedería a continuación? Ivanushka no alcanzaba a imaginarlo, y ni por asomo se le hubiera ocurrido pensar lo que entonces oyó.
—Y bien, Iván, ¿te gustaría ser sacerdote?
¿Sacerdote? Qué idea tan descabellada. Él iba a ser un héroe, un boyardo. Se quedó mirando, boquiabierto y horrorizado, al viejo monje.
—¿Estáis seguro de esto, amigo mío? —preguntó, con una irónica sonrisa, el padre Lucas a Ígor.
—Creí que sería lo mejor —repuso Ígor frunciendo el entrecejo, turbado y rabioso a la vez.
Ivanushka miró a su padre. Al principio le costó entender siquiera de qué hablaban, pero a través de la niebla de su confusión comenzó a atar cabos: si su padre creía que debía hacerse sacerdote, seguramente era porque lo consideraba indigno de ser un boyardo. Y entonces, además de la decepción de descubrir que el admirable padre Lucas no era más que un viejo desaliñado, sintió que en su cerebro tomaban forma dos pensamientos: su padre lo había traicionado porque ni siquiera le había dicho lo que se proponía y, además, lo había rechazado.
El padre Lucas extrajo un libro de entre los pliegues del hábito y lo abrió.
—Esta es la liturgia de san Juan Crisóstomo —dijo—. ¿Puedes leer esto? —le pidió a Ivanushka, señalando una oración.
El chico la leyó a trompicones y el padre Lucas asintió con la cabeza. Luego sacó otro libro de pequeño tamaño y se lo mostró a Ivanushka. Al ver que la escritura era diferente, este sacudió la cabeza.
—Es el antiguo alfabeto que inventó el bendito san Cirilo para los eslavos —explicó el monje—. De hecho, algunos monjes aún prefieren esta clase de escritura que utiliza algunos caracteres hebraicos, aunque hoy en día empleamos el alfabeto ideado por los sucesores de san Cirilo, que es sobre todo griego y que la gente llama, incorrectamente, cirílico. Si fueras sacerdote, te sería útil conocer esto.
Ivanushka bajó la cabeza sin decir nada.
—Aquí, en este monasterio —continuó el padre Lucas—, vivimos según la regla que ha elegido nuestro abad Teodosio. Es una regla llena de sabiduría. Nuestros monjes pasan buena parte del tiempo cantando y rezando en la capilla, pero también desempeñan menesteres útiles, como cuidar enfermos. Algunos, es cierto, se acogen a una disciplina más dura y permanecen recluidos en sus celdas o en las cuevas durante largos periodos, pero es porque así lo han elegido ellos mismos.
—Una santa elección —alabó Ígor.
—Pero no para todos —puntualizó el padre Lucas. Exhaló un suspiro, que sonó más bien como un breve bisbiseo, e Ivanushka tuvo la impresión de que aquel monje consumía menos aire que el resto de las personas—. La vida de un monje es un constante acercamiento a Dios —prosiguió en voz baja. Para entonces era difícil discernir si se dirigía a Ígor o a su hijo—. En ese proceso, la carne se seca, pero el espíritu recibe alimento y crece a través de la comunicación con Dios. —A los oídos de Ivanushka, la queda voz del monje sonaba como un susurro de hojas que cayeran al suelo.
Entonces el padre Lucas tosió, produciendo un seco y áspero ruido, e Ivanushka pensó: «Es como un pellejo enterrado bajo tierra».
—Y así el cuerpo muere para que el alma viva.
Ivanushka sabía que algunos monjes tenían el ataúd en la celda, como una medida más de su larga preparación para la muerte.
Tomó conciencia de que el padre Lucas lo observaba con una actitud desapasionada, para ver cómo recibía sus palabras. Pero, aun así, le era imposible disimular su decepción, su deseo de escapar de aquella imagen que él identificaba con la muerte.
—No se trata, sin embargo, de la muerte —prosiguió el padre Lucas, como si le hubiera leído el pensamiento—, pues Cristo venció a la muerte. La hierba se marchita, pero la palabra del Señor permanece. De este modo, aun en nuestra envoltura mortal, las almas viven en el mundo del espíritu, humildes ante Dios. —Si con aquella explicación pretendía aportar consuelo a Ivanushka, se equivocaba, porque no lo sentía en lo más mínimo.
Ese ideal ascético del marchitamiento del cuerpo era una idea que venía de antiguo. Durante siglos lo habían practicado los eremitas de la Siria cristiana. No se trataba de ese violento infligirse dolor que a menudo practicaban los flagelantes de occidente, sino más bien del lento proceso de desecación de los humores vitales del cuerpo, para reducir este a un inútil pellejo que no entorpeciera la vida del espíritu y el servicio a Dios.
—Estos extremos son adecuados solo para unos pocos —continuó el monje, sin quitarle la vista de encima—. La mayoría de los monjes llevan aquí una vida sencilla, dedicada al servicio de Dios y de sus semejantes. Esta es precisamente la esencia de la regla que fomenta nuestro abad Teodosio.
Ivanushka, sin embargo, estaba demasiado desanimado para considerar aquello un alivio.
—¿Deseas servir a Dios? —preguntó de improviso el anciano.
—Oh, sí —contestó el muchacho, pero lo dijo casi llorando.
La idea de servir a Dios se le había presentado antes como algo emocionante. Con el corazón ardiente, se había visto a sí mismo cabalgando al servicio de Dios por las ondulantes hierbas de la estepa, luchando contra los jinetes paganos.
El anciano emitió un gruñido.
—El chico es joven. Ama a su cuerpo.
Lo dijo con calma, sin enojo, pero se trataba a todas luces de una conclusión definitiva. Luego le dio la espalda a Ivanushka.
—¿No creéis que pueda ser sacerdote? —preguntó Ígor con ansiedad.
—Dios llama a cada hombre en su momento. No sabemos lo que será de nosotros.
—¿No debe ser instruido para el sacerdocio, entonces? —inquirió Ígor, tratando de concretar.
En lugar de responder, el padre Lucas se volvió de nuevo hacia Ivanushka y le puso una mano en la cabeza, en un gesto que podía interpretarse como una bendición o no.
—Veo que vas a hacer un viaje del que regresarás —dijo.
¿Un viaje? Ivanushka se puso a encadenar febrilmente sus pensamientos. ¿Se refería a su proyecto de ir hasta el gran río Don? Por fuerza tenía que ser eso. Y no había dicho nada de que fuera a ser sacerdote. Por fin atisbaba una esperanza.
El viejo monje, entre tanto, observó con severidad a Ígor.
—Ayunáis demasiado —le espetó.
—No hay nada de malo en ayunar, ¿verdad? —contestó, sorprendido, Ígor.
—El ayuno es un diezmo que pagamos a Dios. Y un diezmo es la décima parte, nada más. Deberíais limitar vuestros ayunos. Sois demasiado rígido con vos mismo.
—¿Y mis oraciones?
Ivanushka sabía que su padre rezaba largo rato al amanecer, y tres o cuatro veces más en el transcurso del día.
—Rezad cuanto queráis, mientras no descuidéis vuestros negocios —respondió con contundencia el monje. Tras una breve pausa, prosiguió—: Lo del ayuno entró en nuestra Iglesia a través del Occidente latino, ¿sabéis?, a través de Moravia. Aunque no soy de los que condenan a Occidente, considero una estupidez el exceso de ayuno entre los laicos. Si queréis hacer eso, debéis sumaros a las filas de Roma y acatar su credo —añadió con una tenue sonrisa.
Hacía más de una década que se había abierto una brecha entre las Iglesias cristianas de Oriente y de Occidente, entre Constantinopla y Roma. El punto principal de desacuerdo residía en la forma de tratamiento otorgada a Dios y a la Trinidad en el credo, aunque también existían algunas diferencias de estilo y de enfoque teológico. El papa reclamaba para sí una autoridad que la Iglesia de Oriente no le reconocía, pero aún no se había producido la ruptura definitiva.
La pulla del monje no pasaba de ser, por consiguiente, una forma de recordar a Ígor que, como hijo espiritual suyo, le debía obediencia.
—Seguiré vuestro consejo —aseguró el noble—. En cuanto al chico, si no se hace sacerdote, ¿qué va a ser de él?
—Solo Dios lo sabe —respondió el padre Lucas, sin mirar siquiera a Ivanushka.
1067
Kiev la dorada. Había solo un problema en la tierra de Rus, y era que sus dirigentes habían inventado un sistema político que de ninguna manera podía funcionar. El problema radicaba en el sistema de sucesión.
Cuando el clan real determinó que las ciudades pasaran, no de padre a hijo, sino de hermano a hermano, no previó las desastrosas consecuencias que ello iba a acarrear.
En primer lugar, cuando un príncipe gobernaba una ciudad, podía poner a sus hijos al frente de las poblaciones incluidas en el territorio dependiente de aquella. A la muerte del padre, sin embargo, normalmente estos tenían que renunciar a ellas en favor del príncipe sucesor, a veces sin ninguna compensación. También ocurría que si uno de los príncipes moría antes de que le concedieran una ciudad, sus hijos quedaban completamente excluidos de la larga cadena de sucesión. Existían muchos príncipes como estos, sin tierras y sin perspectivas, huérfanos políticos que eran conocidos con el mismo nombre que se utilizaba para referirse a otros estamentos de gentes desposeídas y dependientes de la sociedad rusa: izgoi.
Y aun en los casos en que la sucesión de hermanos no creaba izgoi, daba lugar, de todos modos, a situaciones absurdas.
Los príncipes de Rus eran en general bastante longevos y tenían muchos hijos. Así, era frecuente que los hijos del primogénito fueran ya curtidos guerreros y estadistas cuando el hermano menor de aquel, su tío, era aún un niño, pese a lo cual tenían que cederle el poder, cosa que suscitaba en ellos una comprensible rabia.
Con el paso de las generaciones, cada vez costaba más discernir siquiera quién tenía derecho a qué y luego poner de acuerdo a las partes. Como consecuencia de ello, el clan rus gobernante en Kiev dedicaba una cantidad ingente de tiempo a perfilar acuerdos que por fuerza adolecían de provisionalidad en un sistema intrínsecamente inviable. Nunca hallaron una solución duradera al problema.
Kiev la dorada. Ivanushka tenía últimamente la impresión de que una cruda y furiosa luz amenazaba la ciudad dorada. La traición se respiraba en el ambiente. Y entonces, un año después de su aparición en el cielo, en el corazón del invierno, el significado del terrible portento se hizo cada vez más evidente en la tierra de Rus.
Al principio, Ivanushka temió incluso por su padre.
De todos los príncipes de la tierra de Rus, no había otro más extraño que el príncipe de Pólotsk. La gente decía que era un hombre lobo. En todo caso, tenía un aspecto terrible.
—Nació con una membrana en el ojo —le había explicado a Ivanushka su madre—, y todavía la tiene hoy en día.
—¿Es tan malo como dicen? —preguntó él.
—Tan malo como Baba Yaga, la bruja —contestó su madre.
La revuelta del príncipe de Pólotsk era una típica disputa dinástica. Aun sin ser un izgoi desprovisto de tierras, aquel nieto de Vladimiro el Santo había quedado al margen de la línea principal de sucesión, de tal forma que, si bien conservaba la ciudad de Pólotsk, situada cerca de Polonia, no podía aspirar a heredar Kiev, Nóvgorod, Chernígov ni ninguna de las demás ciudades destacadas de la tierra de Rus.
Durante un tiempo, mientras que otros príncipes izgoi menos favorecidos causaban altercados en los territorios periféricos, el príncipe de Pólotsk se mantuvo a la espera. Luego, en pleno invierno, atacó de improviso, por el norte, la gran ciudad de Nóvgorod; y con un grueso manto de nieve sobre la tierra, Ígor y sus dos hijos mayores habían partido a presentar batalla con el príncipe de Kiev y sus hermanos.
Ivanushka lamentaba no haber podido ir con ellos. Desde que tuvo lugar la entrevista con el padre Lucas, había pasado un año horrible. Debido a las incursiones de los cumanos en la estepa, se había pospuesto la marcha de la caravana capitaneada por Zhydovyn, el Jázaro.
Las diversas tentativas de Ígor de colocar a Ivanushka en alguna de las casas de los príncipes habían resultado infructuosas. En más de una ocasión, su padre le había preguntado si no le apetecía volver a visitar el monasterio, pero en cada una de ellas él había agachado la cabeza e Ígor había desistido. Y ahora su padre y sus hermanos habían ido a la caza del hombre lobo.
—¡Padre lo matará! —había exclamado cuando se iban.
Sin embargo, en el fondo, no estaba tan seguro. Habían transcurrido tres semanas desde entonces. Se habían enterado de que la ciudad rebelde de Minsk había caído y que el ejército había continuado hacia el norte. De lo sucedido después, no sabían nada.
Una tarde de principios de marzo, cuando aún no se había fundido la nieve, Ivanushka oyó el cascabeleo de un caballo fuera y salió corriendo.
Era su hermano Sviatopolk. Qué apuesto y valeroso se veía, cómo se parecía a su padre.
—Hemos ganado —anunció con sequedad, dirigiendo una mirada a Ivanushka—. Padre está en camino con Borís. Me ha mandado que me adelantara para decírselo a madre.
—¿Y el hombre lobo?
—Perdió y huyó. Está acabado.
—¿Qué pasó en Minsk?
Sviatopolk sonrió. ¿Por qué su sonrisa dejaba traslucir cierta amargura y por qué solo sonreía cuando hablaba de gente que sufría?
—Aniquilamos a todos los hombres y vendimos como esclavos a las mujeres y a los niños. —Soltó una breve carcajada—. Había tantos que el precio bajó a media grivna por cabeza.
Ivanushka lo siguió hacia la casa. En la entrada, Sviatopolk se detuvo y giró el torso hacia él.
—Por cierto, hay buenas noticias para ti —dijo sin darle al asunto mayor importancia.
—¿Para mí? —Ivanushka comenzó a cavilar. ¿Qué podía ser?
—Dios sabrá el motivo —le espetó Sviatopolk—, porque desde luego tú no has hecho nada para merecerlo. —Aunque lo dijo en tono campechano, Ivanushka sabía que Sviatopolk lo creía así.
—¿Qué es? ¡Dímelo!
—Padre te lo dirá. —Fuera cual fuese la buena noticia, Sviatopolk no daba muestras de sentirse muy complacido por ella. Con una tenue sonrisa, dio media vuelta—. Tendrás que sufrir hasta que llegue —concluyó, y entró en la casa.
Ivanushka oyó el grito de alegría de su madre. Sabía que ella quería mucho a Sviatopolk, por el extraordinario parecido que tenía con su padre.
La noticia que le trajo su padre al día siguiente era tan maravillosa que apenas podía darle crédito.
El hermano menor del príncipe de Kiev, el príncipe Vsiévolod, gobernaba la ciudad de Pereiáslav, situada en la zona fronteriza del sur. Era una ciudad espléndida, que quedaba a unos cien kilómetros río abajo de la capital. Vsiévolod había impresionado a los nobles de Rus con su matrimonio, pues su esposa era ni más ni menos que una princesa de la casa real de Constantinopla, la familia Monómaco. El hijo de ambos tenía tan solo un año menos que Ivanushka.
—Todavía falta concertar un encuentro entre los dos chicos —explicó con orgullo Ígor a su esposa—, pero Vsiévolod y yo nos hicimos amigos en la campaña y él está de acuerdo en principio…, en principio —puntualizó en tono severo, mirando a Ivanushka—, en que Iván sirva de paje del joven Vladimiro.
—Es una gran oportunidad —le dijo su madre—. Dicen que Vladimiro tiene talento y un gran futuro por delante. Siendo compañero suyo a tan temprana edad… —Extendió las manos como si quisiera dar a entender que el tesoro de la casa de Kiev y la ciudad imperial de Constantinopla confluían en su persona.
Ivanushka no cabía en sí de gozo.
—¿Cuándo? ¿Cuándo? —Eso era todo cuanto atinaba a preguntar.
—Te llevaré a Pereiáslav por Navidad —le informó Ígor—. Hasta entonces, más vale que te vayas preparando. —Y con ello dio por terminadas sus explicaciones al muchacho.
—Me entristece, de todas formas, que Ivanushka se vaya —le confesó después Olga a su marido—. Lo echaré de menos.
—Les ocurre a todas las mujeres —observó con frialdad Ígor, reacio a admitir que él sentía lo mismo.
Poco después, en los establos tuvo lugar un incidente que habría extrañado a Ígor y a su esposa si hubieran tenido conocimiento de ello.
Los tres hermanos estaban juntos. Borís, muy sonriente, había tumbado a su hermano menor dándole una amistosa palmada en el hombro y, luego, para desearle suerte, le había regalado una grivna de plata antes de alejarse a caballo hacia el podol. Ivanushka y Sviatopolk se quedaron solos.
—¿Ves, hermano? Ya te dije que la noticia era buena —comentó Sviatopolk al tiempo que observaba con aire admirativo su caballo.
—Sí. —Ivanushka tenía la incómoda sensación de que su hermano le reservaba algo desagradable.
—De hecho, hasta es muy probable que tu posición sea mejor que la de Borís o la mía —agregó, pensativo, Sviatopolk.
—¿Sí? ¿De veras lo crees? —Aunque tenía conciencia de que se trataba de una buena oportunidad, Ivanushka no se lo había planteado de ese modo.
—¿Sí? —lo imitó, burlón, Sviatopolk, sin volverse—. ¿De veras lo crees?
Ivanushka lo miró en silencio, temeroso de lo que pudiera suceder. De repente, Sviatopolk se volvió. Su mirada rebosaba odio y desprecio.
—Tú no has hecho nada para merecer esto. Tenías que ingresar en la Iglesia…
—Pero ha sido padre…
—Sí, ha sido él. Pero no creas que a mí puedes engañarme, porque ahora te veo tal como eres, niñito. Eres ambicioso. Quieres llegar más lejos que nosotros. Detrás de esa máscara de soñador, piensas tan solo en ti mismo.
Ivanushka se quedó tan perplejo por ese inesperado ataque que no supo qué decir. ¿Que era ambicioso? Nunca se le había ocurrido. Miraba fijamente a Sviatopolk, debatiéndose en un mar de confusión.
—Sí —prosiguió con aspereza su hermano—. La verdad duele, ¿eh? ¿Por qué no lo reconoces, igual que hacemos nosotros? Lo que pasa es que tú eres peor. Eres un intrigante, pequeño Iván, una víbora. —Aquella última palabra, pronunciada de manera insidiosa, cayó como un latigazo sobre Ivanushka—. Seguro que estás deseando que padre se muera —añadió mientras subía al caballo.
¿Qué había querido decir?
—¿Cuánto crees que le costarías a padre si te hicieras monje? —prosiguió Sviatopolk—. Solo algunos donativos al monasterio. Tu nueva posición representa que un día deberá dejarte la misma herencia que a nosotros, así que te quedarás con parte de lo que me correspondía a mí.
—Yo no quiero que padre se muera —aseguró Ivanushka, ruborizado y con los ojos llenos de lágrimas—. Puedes quedarte con mi parte. Quédate con ella entera.
—Oh, qué bien —se mofó su hermano—. Cuesta poco decirlo. Claro, ahora lo dices porque has escapado del monasterio. Pero ya veremos luego.
El chico dio rienda suelta al llanto, ante la mirada atenta de Sviatopolk.
Aquello para Ivanushka no fue más que el comienzo de las complicaciones.
1068
Ivanushka había desobedecido órdenes de su padre, pero es que ese día estaban teniendo lugar asombrosos sucesos en la ciudad.
El chico tenía la impresión de que, desde hacía dos años, no paraba de dejarse sentir la influencia de la estrella. De todos modos, aun así había cosas difíciles de entender.
No lo habían llevado a conocer al joven príncipe Vladimiro. La razón era, según decían, que había muerto la madre del muchacho, la princesa griega.
—Vladimiro y su padre están de luto —le explicó Ígor—. Es un mal momento. El año que viene la situación será distinta.
¿Por qué, entonces, antes de concluir el año, el padre de Vladimiro había tomado otra esposa, una princesa cumana?
—Son cosas de la política —contestó Ígor—. El padre de la novia es un poderoso jefe cumano, y el príncipe quiere proteger Pereiáslav de ataques llegados de la estepa.
Pero unos meses más tarde habían llegado los jinetes cumanos, que en esos momentos se dedicaban a quemar la tierra de Rus con más ferocidad que nunca.
Y seguían sin recibir la invitación del padre de Vladimiro para ir a visitarlos. El príncipe lo había prometido, pero al parecer se había olvidado, de modo que Ivanushka permanecía, desorientado, en Kiev, sin ninguna ocupación concreta.
Tal vez tuviera razón su hermano Sviatopolk cuando le susurró al oído, una fría mañana de esa misma primavera:
—Nunca serás paje de Vladimiro. Se han enterado de lo inútil que eres. —Y cuando él se preguntó en voz alta quién podría haberles dicho tal cosa, Sviatopolk agregó con una sonrisa—: Quizá fui yo.
Y estaba, además, la cuestión del príncipe de Pólotsk. Después de derrotarlo, el príncipe de Kiev y su hermano ofrecieron al hombre lobo un salvoconducto para asistir a una reunión de familia. Entonces le tendieron una vil trampa y lo encerraron en una cárcel de Kiev, donde aún permanecía. Sin embargo, cuando Ivanushka le preguntó a su padre si aquel acto de traición no era pecado, este le respondió con pesar que a veces era necesario mentir. Ivanushka aún no acababa de entenderlo.
Finalmente, como una amenaza de destrucción para todos, llegaron los cumanos. Hacía menos de una semana, en plena noche, los hombres de Rus habían ido a descargar un golpe decisivo contra los jinetes de la estepa en las proximidades de Pereiáslav y habían sufrido una derrota. Su padre y los príncipes, avergonzados, huyeron a Kiev y se replegaron al amparo de las fortificaciones de piedra del palacio de la ciudadela. Y para colmo, parecía que la druzhina había caído en una especie de letargo. Día tras día, Ivanushka renovaba las expectativas de que su padre y los boyardos llevaran a cabo una nueva acometida, pero nada sucedía. No podía ser que tuvieran miedo. No podía ser que dejaran al pueblo a merced de los invasores, mientras ellos permanecían a salvo tras las altas murallas. Tenían que haber sido víctimas, razonaba el muchacho, del conjuro de la maligna estrella.
Y ese día, una luminosa mañana de septiembre, la ciudad entera estaba alborotada. Habían llegado al galope unos aterrorizados mensajeros para advertir del avance de los cumanos. En el podol exterior a la ciudadela, se había convocado la asamblea de la ciudad, la famosa vieche. Toda la gente había ido allí.
Se estaba hablando de la revolución.
Por eso, aquella mañana, en lugar de quedarse con su familia en el gran salón de ladrillo del palacio del príncipe, Ivanushka se había escabullido y había cruzado el puente que comunicaba la ciudadela antigua con la nueva. Luego, pasando junto a la catedral de Santa Sofía, se había encaminado a las puertas para salir al podol.
En la ciudadela nueva reinaba una extraña quietud. Las casas de los nobles estaban vacías; en la de su padre ni siquiera se habían quedado los caballos y los criados. En las calles había algunas mujeres, unos pocos niños y algún que otro sacerdote, pero parecía que la población masculina se había trasladado en bloque a la vieche del arrabal.
Ivanushka sabía algo de la vieche. Hasta el mismo príncipe de Kiev la temía. En condiciones normales, bajo la dirección de los mercaderes más importantes, mantenía una actitud sumisa, pero en épocas de crisis todos los hombres libres de la ciudad tenían derecho a asistir a la asamblea y votar.
—Y cuando la vieche se rebela, es terrible —le había dicho Ígor—. Ni siquiera el príncipe y la druzhina pueden controlarlos.
—¿Está enfadado ahora el pueblo? —preguntó él.
—Están fuera de sí. No debes salir de aquí.
Era tanta la excitación de Ivanushka durante su recorrido por la ciudadela que casi olvidó que estaba desobedeciendo a su padre.
Una vez traspasadas las puertas, llegó a la plaza del mercado. Estaba llena a rebosar. Nunca había visto tanta gente junta. Habían acudido incluso varios miles de mercaderes, artesanos, comerciantes y trabajadores libres provenientes de otras ciudades-estado de Rus. A cada lado de la plaza había una iglesia: una de ellas era un macizo templo bizantino de ladrillo con una cúpula central achatada, y la otra, un edificio de madera de menor tamaño, con un alto tejado a dos aguas y un pequeño campanario octogonal en medio. Ambas parecían presidir la asamblea, confiriéndole un aire de acto religioso. En el centro se alzaba un estrado de madera del que estaban pendientes todas las miradas. Encima, blandiendo un bastón a la manera de un furibundo profeta bíblico, un corpulento mercader de barba castaña, vestido con un caftán, denunciaba a las autoridades.
—¿Para qué está ese príncipe aquí, en Kiev? —gritó—. ¿Por qué gobierna su familia en otras ciudades? —Hizo una pausa para intensificar la expectación en la multitud—. Están aquí porque nosotros invitamos a sus antepasados a venir —aseveró, golpeando la tarima con la contera del bastón—. ¡Los varegos vinieron del norte porque los eslavos los dejamos entrar!
Aquella reescritura de la historia que había fraguado con el transcurso de las generaciones convenía a ambas partes: a los nórdicos, porque daba legitimidad a la autoridad que afianzaron a partir de unas prácticas de piratería, y a sus súbditos eslavos, porque salvaguardaba su honor.
—¿Y para qué los dejamos entrar? —prosiguió, dirigiendo una ardiente mirada a ambos lados, como si retara a las propias iglesias a que lo interrumpieran—. Para que lucharan por nosotros, para que defendieran nuestras ciudades. ¡Para eso están aquí!
No le faltaba parte de razón al improvisado orador. Todavía a aquellas alturas, la relación entre los príncipes y las ciudades que gobernaban era bastante ambigua, pues si bien el príncipe protegía la ciudad, esta no era propiedad suya, como tampoco lo era la tierra, que seguía perteneciendo en una considerable proporción a los campesinos libres o a los municipios. En la gran ciudad septentrional de Nóvgorod, se había dado el caso de que la vieche rechazara a los príncipes, y nunca permitía que el protector elegido ni su druzhina poseyeran tierras en sus dominios. Ivanushka no halló, pues, nada extraño en las palabras del mercader; para él era un motivo de orgullo el que a su padre y a hombres como él se los considerara protectores de la tierra de Rus.
—¡Pero esta vez no nos han defendido! —tronó el mercader—. ¡Nos han fallado! ¡Los cumanos arrasan nuestros campos, y el príncipe y sus generales no hacen nada!
—¿Qué vamos a hacer? —gritaron varias personas.
—Nombrar un nuevo general —gritó una.
—Nombrar un nuevo príncipe —propuso otra.
Ivanushka se quedó sobrecogido. ¡Hablaban del príncipe de Kiev! La idea, sin embargo, no pareció disgustar a la multitud.
—¿A quién? —preguntó un coro de voces.
Entonces el fornido mercader descargó de nuevo el bastón contra la tarima.
—Estos problemas comenzaron con un acto de traición —clamó—. De traición, sí, cuando los hijos de Yaroslav faltaron a su palabra y encerraron al príncipe de Pólotsk en la cárcel. Un príncipe inocente está preso allá arriba —remató, extendiendo el brazo hacia la ciudadela.
No tuvo necesidad de continuar. Hasta Ivanushka se dio cuenta de que en la plaza había muchos individuos que habían recibido una concienzuda preparación en previsión de ese momento.
—¡Pólotsk! —gritó la gente—. Queremos al príncipe de Pólotsk.
Más tarde, Ivanushka no pudo precisar con detalle lo ocurrido. Solo tuvo conciencia de que en cuestión de un minuto, como dotada de voluntad propia, la muchedumbre se puso en marcha hacia la ciudadela, llevándolo consigo. Delante de la catedral de Santa Sofía, la riada humana se bifurcó en dos ramales. Uno de ellos se desvió a la izquierda, en dirección a un edificio de ladrillo cercano a la catedral donde tenían preso al extraño príncipe con un ojo deforme. Los demás prosiguieron por el estrecho puente que comunicaba con el palacio.
Era hora de que volviera con su familia. Debía advertirles del peligro. Cuando la multitud desembocaba en la ciudadela antigua, intentó adelantarse a ella, pero pronto comprendió que era demasiado tarde.
No se le ocurrió pensar, no obstante, que tampoco habría forma de volver atrás. Minutos después, en la plaza situada ante el palacio del príncipe, tomó plena conciencia de lo apurado de su situación. A la izquierda había una alta pared; a la derecha, una escalinata de piedra conducía a un portalón de madera cerrado a cal y canto. La primera hilera de ventanas comenzaba a seis metros de altura, totalmente fuera de su alcance. Ante él se alzaba el palacio de ladrillo, compuesto de una serie de torres con aspilleras dispuestas a una altura inasequible para la multitud. Aun cuando hubiera podido abrirse camino entre esta, no tenía forma de entrar.
La gente profería gritos de indignación: «¡Traidores! ¡Cobardes! ¡Os echaremos para que seáis pasto de los cumanos!».
Las altas paredes rojas del palacio parecían observarlos, sin embargo, con una profunda indiferencia.
Transcurrían los minutos. No lejos de allí, sonó una campana llamando a los monjes a la oración. Ivanushka tendió la mirada hacia la izquierda, donde resplandecían las doradas cúpulas de la antigua iglesia de los Diezmos. El gentío, empero, reanudó enseguida sus gritos.
Entonces Ivanushka vio, a muchos metros de altura, en una pequeña ventana de palacio, una cara rubicunda que observaba a la multitud, una cara que reconoció en el acto, pues era la de Iziaslav, el príncipe de Kiev. La muchedumbre también lo reconoció y reaccionó con un rugido de rabia. Luego la cara desapareció.
De improviso, Ivanushka cayó en la cuenta de que si la gente se enteraba de quién era —el hijo de uno de los boyardos de Iziaslav— podría correr peligro. «Tengo que entrar en el palacio», pensó. Había solo otra vía de acceso al interior, por el patio de la parte posterior. Para llegar a él tenía que abrirse paso, rodeando el edificio, hasta la verja. Lo intentó, pero era difícil. De tan apiñada, la multitud se movía en una especie de vaivén que casi lo derribaba cada vez que trataba de atravesarla, de tal modo que al cabo de varios minutos había avanzado tan solo unos metros.
Todavía se encontraba lejos de la salida de la plaza, cuando en algún punto de la multitud se inició un murmullo que pronto se transformó en algarabía y luego en rugido.
—¡Se han ido! ¡Han huido!
Observaron con asombro que un hombre, encaramándose sobre otras personas, consiguió llegar a una de las ventanas para desaparecer en el interior del palacio. Al cabo de pocos minutos se abrió una de las puertas y la gente entró en manada sin hallar resistencia alguna.
El príncipe y la druzhina habían abandonado el palacio. Debían de haber escapado por el patio por el que él pretendía entrar. Se quedó aturdido un instante, con la mirada perdida. En ese caso, su familia debía de haberse ido también. ¡Y él se había quedado solo allí!
La multitud avanzaba como una ola hacia aquel edificio desierto. En las ventanas de arriba comenzaron a asomarse algunas personas. De repente vio un destello dorado. Alguien lanzó una copa a un amigo que seguía abajo. Un momento después vio volar un abrigo de marta cibelina y dedujo, horrorizado, que estaban saqueando el palacio.
Ivanushka se volvió. No sabía qué hacer, pero no tenía duda de que debía salir de aquella plaza. Quizá pudiera localizar a su gente en los bosques de los alrededores. Mientras el gentío seguía con su ciego empuje hacia el palacio, logró llegar a una pequeña puerta lateral. Un momento después se hallaba en una calle casi desierta.
—¡Iván! ¡Iván Ígorevich! —Al volverse, vio a uno de los criados de su padre que corría hacia él—. Vuestro padre me ha enviado a buscaros. Venid.
Ivanushka nunca había experimentado mayor alegría por ver a alguien.
—¿Podemos ir a reunirnos con ellos? —preguntó.
—Imposible. Se han ido todos, y los caminos están interceptados.
Como para confirmarlo, en aquel preciso instante un grupo de hombres enfiló la calle a la carrera.
—¡El príncipe de Pólotsk está libre! —gritaban—. ¡Está en camino!
Ivanushka vio, en efecto, a una docena de jinetes que se aproximaban a medio galope. Y en medio de ellos se encontraba la inconfundible figura del mismísimo hombre lobo.
Tenía una constitución más recia de lo normal y montaba un caballo negro. Era difícil saber cómo iba vestido, pues una gran capa marrón que no parecía muy limpia lo envolvía por completo. Tenía la cara ancha, de prominentes pómulos, y de su persona emanaba una aureola de poder. Con todo, fueron sus ojos lo que atrajo la atención de Ivanushka.
Uno estaba cubierto, tal como decían, por una membrana de piel; pero el efecto no era monstruoso, como había imaginado Ivanushka. No era la misma sensación que producían los rostros deformes o quemados. Uno de los lados presentaba una extraña inmovilidad, una especie de inexpresivo desapego del mundo como el que se observa a veces en los ciegos. El otro, en cambio, provisto de un ojo azul de penetrante mirada a la que no escapaba ningún detalle, irradiaba vivacidad, inteligencia y ambición.
Era una cara fascinante, con una mitad bella y la otra mitad trágica. Y el ojo sano, advirtió de repente, lo miraba a él.
—Deprisa, por este lado. —El criado tiraba con insistencia de él—. No deben saber que estáis aquí.
Ivanushka dejó que lo arrastrara. El príncipe siguió avanzando con su escolta. Y cuando el hombre lobo pasó por su lado, Ivanushka tuvo la curiosa impresión de que, como una criatura dotada de mágicos poderes, se había percatado de su presencia y de quién era.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Ya lo veréis —contestó el criado, mientras lo conducía a toda prisa hacia el podol.
Aun sin ser tan grande como la de Ígor, la casa de Zhydovyn, el Jázaro, era un sólido edificio de madera con un tejado empinado, dos espaciosas habitaciones en la fachada principal y un patio detrás. Se encontraba justo en la salida de la Puerta de los Jázaros, cerca de la muralla de la ciudadela de Yaroslav.
—Aquí cuidarán de vos durante unos días —le explicó el criado—, hasta que sea posible sacaros a escondidas de la ciudad sin correr peligro.
De la ciudad habían salido ya bandas de hombres en busca de las familias de la druzhina que habían huido.
—¿Qué me harán si me encuentran? —preguntó Ivanushka.
—Os encerrarán.
—¿Nada más?
El criado le dirigió una mirada extraña.
—No vayáis nunca a la cárcel —dijo por fin—. Una vez que le han encarcelado a uno… —Hizo un gesto como si dejara caer una llave—. Pero no os preocupéis ahora —añadió en un tono más alegre—. Zhydovyn cuidará de vos.
Al cabo de un momento, se marchó.
Ivanushka disfrutó de su estancia con el jázaro y su familia. La esposa de Zhydovyn era una mujer morena, casi tan corpulenta como su marido. Tenían cuatro hijos menores que él, con los que se pasaba el día jugando, sin salir a la calle.
—Aún es arriesgado que te vean —le advertía el Jázaro.
A veces, Ivanushka les contaba cuentos a los niños. En una ocasión, con Zhydovyn como divertido espectador, sus hijos ayudaron a Ivanushka a leer en hebreo un relato del Antiguo Testamento que luego él fingió traducir, cuando en realidad se lo sabía de memoria en eslavo.
Al tercer día, temprano, el Jázaro llegó presuroso a su casa con noticias frescas.
—El príncipe de Kiev ha ido a Polonia a solicitar la ayuda del rey.
—¿Significa eso que mi padre también ha ido a Polonia? —preguntó Ivanushka, sorprendido.
—Supongo que sí.
Ivanushka guardó silencio. Polonia quedaba muy lejos. ¿Se trasladaría de veras su familia a aquellas lejanas tierras? De repente, se sintió solo y abandonado.
—¿Crees que los polacos invadirán el país? —preguntó con ansiedad la esposa de Zhydovyn.
—Es probable. —El Jázaro esbozó una mueca—. Como sabes, el rey de Polonia e Iziaslav son primos. Pero tenemos otro problema —añadió, desplazando la mirada hacia Ivanushka—. Corre el rumor de que alguien del barrio jázaro esconde al hijo de un boyardo de la druzhina. Les conviene tener rehenes que utilizar por si sufren un revés en su lucha contra Iziaslav y los polacos. En estos momentos, están registrando la ciudadela.
En la habitación se instaló un silencio inquietante. Ivanushka sintió todas las miradas fijas en él. Consciente de que su presencia estaba ocasionando cada vez más molestias a los de la casa, palideció, oprimido por un sentimiento de turbación. Cuando alzó la vista, en la expresiva cara de la esposa de Zhydovyn percibió claramente que, de convertirse en una amenaza para su placentera vida, no dudaría en deshacerse de él.
Fue ella, no obstante, quien tras una pausa realizó la siguiente observación:
—No tiene aspecto de jázaro, pero quizá podamos remediarlo. —Después le dirigió una mirada a Ivanushka y soltó una discreta carcajada.
Así fue como, al cabo de unas horas, en la casa del Jázaro se materializó un nuevo personaje.
Le habían teñido el pelo de negro y le habían oscurecido un poco la piel con ayuda de jugos de plantas. Vestía un caftán negro y un gorro turco, y aleccionado por Zhydovyn y su esposa no tardó en aprender algunas palabras en turco.
—Es vuestro primo David de Tmutarakán —les dijo la mujer a sus hijos.
Al día siguiente, fue a ese calmado y estudioso personaje a quien vieron sentado con los niños los guardias del hombre lobo al entrar en la casa.
—Dicen que uno de los Ígorevichi se quedó en Kiev —anunciaron a la esposa del Jázaro—, y vuestro marido tiene negocios con Ígor.
—Mi marido negocia con mucha gente.
—Registraremos la casa —declaró con brusquedad el decurión.
—Adelante.
Mientras sus subalternos realizaban el registro, el decurión se quedó con ellos.
—¿Quién es ese? —preguntó de pronto, señalando a Ivanushka.
—Un joven primo de Tmutarakán —respondió con entereza la mujer—. David, ven aquí —ordenó en turco.
Pero cuando Ivanushka estaba levantándose, el decurión dio media vuelta.
—Da igual —dijo con impaciencia.
Al cabo de unos instantes se habían ido.
De este modo, en el verano de 1068 se inició la incierta espera de Ivanushka en un mundo revuelto.
1071
Era primavera y en la aldea de Russka reinaba la calma.
El río Rus había rebasado sus márgenes, de tal forma que más abajo de la población era imposible distinguir qué era pantano y qué era campo.
El pueblo, situado en la orilla oriental, se componía de dos cortas calles enfangadas, atravesadas en perpendicular por otra. Las cabañas estaban construidas con diversas combinaciones de madera, barro y cañizos. Algunas tenían tejados de turba; otras, de paja. Rodeaba el racimo de viviendas una cerca de madera, que más bien parecía destinada a mantener encerrados a los animales que a contener posibles ataques.
Al norte del pueblo había una pequeña huerta con cerezos y manzanos, y justo debajo, en un trozo de tierra, asomaban por encima del agua de la crecida algunas estacas. Aquella era la zona donde cultivaban las verduras. Fertilizada como todas las primaveras por las inundaciones, produciría a su debido tiempo coles, guisantes, cebollas, nabos, ajos y, más adelante, calabazas.
En la ribera occidental del río, cubierta de bosques, destacaba un nuevo elemento en el paisaje. Encumbrada en el punto más elevado, donde el terreno alcanzaba unos nueve metros de altura por encima del río, había una fortaleza rodeada por una muralla que remataban recios maderos de roble. Aquel recinto amurallado de casi una hectárea, construido unos cincuenta años antes, contenía, además de establos y varios edificios para albergar tropas, dos grandes almacenes para uso de mercaderes y una pequeña iglesia de madera. Pertenecía, al igual que buena parte de la tierra, al príncipe de Pereiáslav.
En la aldea había, asimismo, otra novedad. Aproximadamente a una distancia de cincuenta metros de la entrada, en un agradable paraje con vistas al río, estaba el cementerio donde enterraban las cenizas de los difuntos. Junto a él se alzaban dos pilares de piedra, de unos dos metros de altura, en los que estaban esculpidas las dos deidades principales del pueblo, con dos grandes sombreros redondos ribeteados en piel: Volos, dios de la riqueza, y Perun, dios del trueno. Pese a los esfuerzos de los sacerdotes bajo las órdenes del príncipe, en el campo eran muchas las localidades que, como Russka, mantenían discretamente sus antiguas costumbres paganas. Los viejos usos estaban tan arraigados que incluso el anciano del pueblo tenía dos esposas.
Precisamente junto al cementerio, un muchacho caminaba con aire taciturno aquel diáfano día de primavera.
Quien llevara tres años sin verlo no habría podido reconocer a Ivanushka. Ahora era tan alto como su hermano Sviatopolk, pero además había adelgazado y presentaba una marcada palidez. Estaba, además, ojeroso y demacrado.
Aparte de aquellos cambios físicos, había otra cosa que resultaba más chocante aún. Era como si estuviera rodeado de una aureola. Su porte cabizbajo, su mirada gacha, el fingido desenfado en el andar, todo parecía decir: «Me da igual lo que penséis; os desafío a todos». Sin embargo, aquella silenciosa voz añadía: «Pero incluso mi desafío acabará en fracaso».
Durante los tres años anteriores, todo le había ido mal.
Al principio se produjo un acontecimiento que le infundió esperanzas. Después de pasar casi un mes en Kiev antes de que Zhydovyn lo mandara con su familia a Polonia, descubrió que su padre, disgustado por la cobardía y el traicionero proceder del príncipe de Kiev y ejerciendo su derecho a cambiar de señor, se había incorporado a la druzhina de su hermano menor Vsiévolod, que gobernaba la ciudad meridional de Pereiáslav.
Aquello parecía un golpe de suerte, pues, además de contar con su fama como el más ponderado y sabio de los príncipes, Vsiévolod era padre del brillante joven Vladimiro, a cuyo servicio debía entrar Ivanushka. Ahora que Ígor dependía de su padre, sin duda Vladimiro mandaría llamarlo.
El aviso, empero, no había llegado. Incluso Ígor estaba extrañado.
—Pero no ha pasado suficiente tiempo desde que entré al servicio de Vsiévolod para reclamárselo —reconoció con tristeza a Ivanushka.
Sviatopolk se incorporó con su padre a la corte de Vsiévolod, mientras que Borís se fue a la corte de Smolensk. No obstante, aun cuando su padre intentó encontrarle una colocación en Chernígov, Smolensk y hasta en la lejana Nóvgorod, nadie parecía querer a Ivanushka.
Él creía saber el motivo.
—Es por Sviatopolk —suspiraba.
Fuera adonde fuera, la gente lo trataba con una amabilidad distante que le daba a entender que lo consideraban un simplón. Casi llegaba a leer en sus pensamientos: «Ivanushka es un tonto».
—¿Por qué has arruinado mi reputación? —llegó a preguntarle un día a Sviatopolk.
—¿Qué reputación, Ivanushka? —contestó con un burlón gesto de asombro su hermano—. Nada de lo que yo pueda decir, en contra o a favor de ti, cambiaría la impresión que tú mismo produces.
A medida que transcurría el tiempo, los prejuicios relativos a su estupidez comenzaron a alzar un muro en torno a Ivanushka, hasta tal punto que comenzó a hacer y decir estupideces, como hipnotizado por la opinión de la gente. Se sentía atrapado, y la ciudad de Pereiáslav, con sus recias murallas de arcilla, se convirtió en una prisión para él.
En realidad, solo se encontraba a gusto cuando estaba en el campo.
Un año después del traslado, pusieron a Ígor al mando de las instalaciones defensivas de una parte de la frontera meridional. En el centro de esa zona, transformada ahora en propiedad del príncipe, se encontraba el fortín de Russka.
Se trataba de un lugar insignificante que no suscitaba el interés de nadie, una de las tantas fortificaciones que jalonaban la franja fronteriza. De hecho, Ígor apenas se habría molestado en dedicarle una breve visita si su amigo Zhydovyn, el Jázaro, no le hubiera recordado que los almacenes que allí había podían serles de utilidad para las caravanas que todavía pensaban mandar al este.
A Ivanushka le gustaba ir a ese sitio. Ayudaba a los obreros que reparaban los muros de la fortaleza o se dedicaba a vagar por los bosques, disfrutando de su sosiego. Y como Ígor no sabía qué otra cosa hacer con su hijo menor, lo mandaba allí de vez en cuando para asistir a Zhydovyn con las remesas que llegaban al almacén.
Esa era la causa de su pesadumbre actual. Esa mañana se había quedado como responsable para recibir un envío de pieles en ausencia del Jázaro. Había oído a los aldeanos y a los hombres que traían las pieles reír juntos; había visto la expresión divertida con que lo miraban y, sin que supiera decir cómo, habían desaparecido dos valiosos toneles de pieles de castor. Zhydovyn iba a volver pronto, y él no sabía qué decirle.
Mientras ponderaba tan desagradable cuestión, vio al campesino.
Shchek era un individuo de mediana estatura y ancho torso cuadrado sobre el que descansaba una cara redondeada de amplias mejillas y ojos castaño claro, rematada por una cabellera negra que se mantenía erguida como un cepillo. Llevaba pantalones y camisa de lino, ceñida por fuera con un cinturón de piel, y zapatillas de corteza trenzada. Pese a su complexión achaparrada, en su físico se advertían indicios de un carácter afable, un poco obstinado tal vez. Estaba parado en la esquina del cementerio, observando con atención al joven Ivanushka.
El pensamiento que rondaba por la mente de Shchek era muy simple: «Dicen que ese joven es tonto. Lo que a mí me gustaría saber es si tiene dinero». Y es que Shchek se encontraba al borde de la ruina.
Al igual que muchos campesinos, Shchek era un hombre libre, aunque de humilde condición. El nombre de la clase a la que pertenecía, los smerdy, significaba «los sucios». De todas formas, era libre, en teoría, para vivir donde le pareciese y vender su fuerza de trabajo a quien quisiera. También era libre para contraer deudas.
En ese momento se puso a repasarlas. El caballo, en primer lugar. No había sido culpa suya que el animal se hubiera quedado cojo y hubiese muerto. Y como estaba obligado a donar un caballo para los soldados del príncipe en tiempos de guerra, había tenido que comprar otro. Aquello, de todos modos, había sido solo el comienzo. Se había dedicado a ir a beber a Pereiáslav y a jugar a los dados. Después le había comprado una pulsera de plata a su mujer para mitigar los remordimientos y había seguido pidiendo dinero prestado para volver a jugar, con el fin de recuperar su dinero.
Ahora, como miembro del municipio, debía al administrador del príncipe un impuesto por sus sembrados, y sabía que no podía pagarlo.
Con aire pensativo, comenzó a caminar en dirección al joven.
Cuando Zhydovyn volvió esa tarde y descubrió la pérdida de las pieles, se limitó a sacudir la cabeza. Le gustaba Ivanushka, pero no le auguraba un buen futuro. Y aunque no le dijo nada, Ivanushka adivinó que eran pocas las posibilidades de que volvieran a mandarlo a Russka.
Había, con todo, un detalle que tenía desconcertado al Jázaro. Podía comprender el robo de las pieles, pero ¿cómo se explicaba que de la suma de dinero que le había dejado a Ivanushka faltaran dos grivnas de plata? Si bien el joven afirmaba que las había perdido, él no entendía cómo diablos había podido perderlas. Aquello era todo un misterio.
Ivanushka no concedió mayor importancia a aquel asunto. Después de la desaparición de las pieles, sabía que su causa estaba perdida. Le había dado lástima el campesino. Al menos así podría pagar sus impuestos, el pobre.
El incidente quedó, por lo demás, casi borrado de su memoria.
1072
Ese día, aseguraban, iba a producirse un milagro. La gente lo esperaba, confiada, y no les faltaban motivos, pues ese día se rendían honores a los restos de los dos mártires reales, los hijos del gran Vladimiro el Santo, Borís y Gleb, a quienes los eslavos habían conferido ya la categoría de santos.
Medio siglo después de su muerte, iban a trasladar sus restos mortales a su lugar de reposo definitivo, una iglesia de madera recién erigida en la pequeña ciudad de Vyshgorod, a escasa distancia de Kiev en dirección norte.
Que se produciría un milagro, nadie lo ponía en duda. Lo que no sabían era en qué iba a consistir.
En los círculos de la alta aristocracia y la Iglesia no se ignoraban los serios reparos que albergaba el metropolita griego, Jorge, con respecto a la santidad de los mártires. Pero ¿qué se podía esperar de un griego?, se decían. Y, además, tanto si creía como si no, no había tenido más remedio que actuar de oficiante en la ceremonia.
Estaban todos allí: los tres hijos de Yaroslav, nietos del propio Vladimiro el Santo —el príncipe Iziaslav de Kiev y sus hermanos, los príncipes de Chernígov y de Pereiáslav—, el metropolita Jorge, los obispos Pedro y Miguel, Teodosio, del monasterio de las Cuevas, y muchos más.
Caía una leve llovizna que se posaba mansamente sobre las cabezas de los componentes de la procesión, mientras ascendían con lentitud por el sinuoso y resbaladizo camino que conducía a lo alto de la colina. Pese a aquella fina lluvia, era ya 20 de mayo y no hacía frío.
En primer lugar, iban los monjes, protegiendo las velas del agua. A estos los seguían, vestidos con austeras capas marrones, los tres hijos de Yaroslav, cargando a hombros, en una demostración de humildad, el ataúd que contenía los restos de su tío Borís. Tras ellos avanzaban los diáconos haciendo oscilar los incensarios, y a continuación los sacerdotes, precediendo al metropolita Jorge en persona y a los obispos. Un poco más allá, la procesión continuaba con un grupo de nobles familias.
«Prefirieron morir que presentar resistencia a su hermano. Ahora brillan como almenaras sobre la tierra de Rus.» «Borís, dirige tu mirada hacia mí, que soy un pecador.» «Señor, apiádate de mí.» Estas y otras piadosas observaciones llegaban a oídos del alto muchacho de sombrío semblante que ascendía por la pendiente, junto a la elegante familia integrada en la representación de la aristocracia situada detrás de los ataúdes. «Quizás hoy veamos un milagro.» «Alabado sea Dios.»
Un milagro. Tal vez Dios obrara un milagro, pero Ivanushka estaba convencido de que no se produciría si él se encontraba allí.
«Nada bueno sucede cuando estoy yo», pensó con desaliento, mientras encogía aún más los hombros.
Las cosas no habían hecho más que empeorar en el curso del año anterior. Unas semanas después del embarazoso incidente ocurrido en Russka, escuchó sin ser visto una breve conversación entre sus padres.
—Ivanushka tiene muchas cualidades —lo defendía su madre—. Un día hará algo de lo que te sentirás orgulloso.
—No, no lo hará —contestó Ígor—. Ahora estoy seguro. He perdido las esperanzas. —Su padre exhaló un suspiro—. No consigo que nadie lo emplee, y conozco el motivo. Ni yo mismo puedo fiarme de él.
Oyó que su madre murmuraba algo y luego la respuesta de su padre:
—Sí, quiero a todos mis hijos, pero es duro querer a un hijo que siempre defrauda.
«En realidad, ¿por qué va a quererme alguien?», acabó de zaherirse, abrumado de pena, Ivanushka.
Entonces comenzó a pedirles cosas a sus padres —dinero a ella, un caballo a él— para ver su reacción y comprobar si lo querían, pero pronto se lo tomó como una mera costumbre. Se volvió holgazán, y hacía lo menos posible por temor a decepcionarlos una vez más.
Pasaba mucho tiempo curioseando en el mercado de Pereiáslav. El sitio era un hervidero de actividad, donde se podía observar tanto la llegada de una remesa de aceite o vino de Constantinopla como la de un cargamento de hierro extraído en los pantanos contiguos al río, que luego proseguiría viaje hasta Kiev. Había talleres donde se elaboraba cristal, tan insuperable como el mejor de la tierra de Rus, puestos donde se vendían alfileres de bronce y joyas, y otros de comida.
Desde su condición de observador, poco a poco Ivanushka fue tomando conciencia de otra clase de negocio que se llevaba a cabo allí. Había un vendedor que siempre estafaba a sus clientes en el cambio; otro que hacía trampas en el peso. Una banda de chiquillos merodeaba entre los puestos, robando sin hacer distingos pescado a los comerciantes y monedas a los compradores. A medida que reparaba en aquellas prácticas, aumentaba su admiración por la pericia con que se efectuaban. En su mente fue tomando cuerpo una idea: «Estas personas no dependen de nadie para vivir. Tomando lo que necesitan, son libres…, libres como los jinetes de la estepa».
En una ocasión, llegó a robar unas manzanas para comprobar lo fácil que era. Nadie lo descubrió.
No obstante, la vacuidad de su vida seguía atormentándolo. Todavía sentía dentro de sí el mismo vago anhelo que experimentaba de niño: el deseo de hallar su destino.
Así fue como, por fin, tres semanas antes de la ceremonia del traslado de los restos de Borís y Gleb, viendo que se habían esfumado todas las demás oportunidades, anunció a sus padres:
—Quiero ser monje.
La declaración produjo un efecto extraordinario.
—¿Estás seguro? —preguntó su padre en un tono que delataba su ansiedad por que no fuera a cambiar de idea.
Ni siquiera su madre, guardándose para sí los reparos que seguramente albergaba, expresó ninguna objeción.
En realidad, fue como si volviera a nacer. Esa noche, su padre ya había ideado un plan de acción.
—Puede ir a Grecia, al monte Athos. Tengo amigos allí (y también en Constantinopla) que le echarán una mano. Aún podría hacer una brillante carrera —apuntó con una sonrisa de satisfacción.
Al día siguiente, en un aparte le dijo:
—No debes abrigar ninguna inquietud por el viaje, Iván. Yo correré con todos los gastos. Te llevarás, también, un donativo para el monasterio.
Hasta el mismo Sviatopolk, contento sin duda ante la perspectiva de perderlo de vista, se acercó a hablarle en amigable actitud:
—Me parece, hermano, que al final has elegido el camino acertado. Un día estaremos todos orgullosos de ti.
Estaban orgullosos de él. Y ahora, dentro de dos días, se iba a marchar. ¿Por qué, entonces, mientras subía la colina detrás de los ataúdes de los dos santos, tenía el mismo aire desdichado de siempre?
Solo una vez, al pasar junto a un sauquillo, pareció que una sonrisa le iluminaba un momento el semblante.
¿Se produciría un milagro?
Ivanushka nunca había presenciado ninguno. Si Dios obraba un milagro, tal vez recuperaría la fe.
«Voy a enterrarme en un monasterio —cavilaba—. Quizá, dentro de unos años, me obliguen a vivir en una cueva bajo tierra. Moriré joven… como todos los monjes.»
¿Merecería la pena? Si al menos Dios le hablara, lo fortaleciera, le sosegara el espíritu… Si al menos le enviara una señal…
La procesión se había detenido mientras introducían el ataúd de Borís en la pequeña iglesia. Después de dedicarle unas oraciones, estaba previsto entrar los restos de su hermano Gleb. La llovizna seguía cayendo y desde el interior llegaban, amortiguados, unos cánticos.
Y entonces ocurrió algo.
Fue como si la exclamación ahogada de quienes se hallaban dentro resultara audible para toda la multitud congregada fuera. Los cantos se interrumpieron en seco para reanudarse enseguida con renovado brío. Un rumor recorrió la muchedumbre. Ivanushka miró el cielo y advirtió, sorprendido, que la lluvia había parado de repente y el sol atravesaba las nubes.
¿Qué había pasado? La gente aguardó un rato, expectante…
Por fin, el metropolita apareció en el umbral de la iglesia y, mirando al cielo, se postró de rodillas. Ivanushka se dio cuenta de que el prelado griego estaba llorando.
—Hemos sido agraciados con un milagro —declaró con estentórea voz el metropolita—. ¡Alabado sea nuestro Señor! —Entre los murmullos de los presentes, muchos de los cuales se santiguaban, los que estaban cerca de la puerta lo oyeron añadir—: Dios perdone mi incredulidad.
Al abrir el ataúd, había brotado el dulce aroma que Dios concede solo a sus santos.
Minutos después, llevaron los restos de Gleb. Dado que estos se encontraban en un pesado sarcófago de piedra, en lugar de a hombros lo transportaban en un trineo, siguiendo una antigua costumbre de la tierra de Rus.
Y una vez más, ante la mirada de Ivanushka, Dios mandó una señal, pues cuando los hombres que tiraban del trineo llegaron a la entrada de la iglesia, este se paró en seco. Por más que tiraron, ayudados incluso por algunos de los asistentes, no hubo forma de mover el sarcófago.
—Que la gente entone el Kyrie Eleison —indicó el metropolita.
—Señor, ten piedad —rezó, en compañía de todos los presentes, Ivanushka—. Señor, ten piedad.
Y entonces el trineo se deslizó sin resistencia.
Ivanushka sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y que un temblor agitaba su cuerpo cuando vio moverse el trineo. Delante de él iba Sviatopolk y advirtió que su hermano también temblaba.
Aquellas eran las señales, recogidas en las crónicas rusas, por las que a partir de entonces Borís y Gleb serían reconocidos como auténticos santos por el pueblo y la tierra de Rus.
En ese preciso instante, Ivanushka vio al padre Lucas.
El viejo monje, que se encontraba en el interior del templo, salió un momento afuera.
Ivanushka lo identificó de inmediato. Le costó, no obstante, creer que aquel anciano fuera el guía espiritual de su padre, debido al estado de decrepitud extrema al que había llegado. Parecía como si se hubiera encogido. Caminaba muy despacio con ayuda de un bastón, arrastrando una pierna inútil, y los ojos, que antaño estaban legañosos, ahora tenían la mirada extraviada e indefensa de la ceguera. Era como un pequeño insecto pardo que salía reptando a la luz, donde sin duda alguien lo liquidaría de un pisotón.
Cuando se volvió hacia la familia, Ígor le dedicó una respetuosa reverencia, pero el padre Lucas no vio nada. Mientras lo observaba, Ivanushka notó que se esfumaba la euforia que le había producido el milagro.
«Esto es lo que significa ser monje», recordó con terror.
Ivanushka tenía la impresión, aunque no estaba seguro, de que se encontraba en los bosques cercanos al pueblo de Russka.
Como mínimo eso fue lo que le pareció cuando rememoró más tarde el sueño.
Era a última hora de la tarde. Las sombras se alargaban, pero el resplandor que aún conservaba el cielo le indicó que era verano. Cabalgaba por un camino… en dirección este, creía vagamente. Los árboles, robles y abedules en su mayoría, parecían hablar unos con otros mientras pasaba a su lado entre las manchas de luz que dejaban filtrar. Montaba un caballo negro.
Buscaba algo, pero no sabía qué.
Al poco rato halló un estanque a su derecha. Al mirarlo, advirtió un pálido destello en su lisa superficie, y también creyó oír un quedo grito que salía del agua. ¿Sería un gemido o una risa? Entonces cayó en la cuenta de que era la rusalka del lugar y espoleó el caballo. El bosque se volvió más sombrío.
En la siguiente imagen era por la mañana y seguía aún en el bosque. El camino desembocó en un claro, donde había un bosquecillo de abedules plateados, y después se encontró ante una encrucijada. Al lado de esta, vio a un hombrecillo que le resultaba familiar y se acercó despacio a él.
Era el padre Lucas. Tenía los ojos muy brillantes: era evidente que veía.
—¿Hacia qué lado debo ir, padre? —le preguntó Ivanushka, inclinándose con respeto ante él.
—Tienes tres caminos para elegir —respondió el anciano—. Si vas hacia la izquierda, protegerás el cuerpo, pero perderás el alma.
—¿Y si voy hacia la derecha?
—Conservarás el alma, pero perderás el cuerpo.
Ivanushka meditó un instante. Ninguna de aquellas alternativas le parecía deseable.
—¿Y si voy hacia el frente?
—Solo los tontos van en esa dirección —repuso el monje.
Pese a que la respuesta no era más halagüeña que las anteriores, concluyó que aquella era la única vía apropiada para él.
—A mí me llaman Ivanushka, el Tonto —dijo—, de modo que tanto da que vaya por ahí.
—Como quieras —contestó el padre Lucas, antes de desaparecer.
Ivanushka siguió cabalgando recto, ignorante de adónde conducía ese camino. Le pareció oír un potente estallido en el cielo y vio que su caballo, que antes era gris, se había transformado sin motivo en un ruano.
Eso fue lo que soñó Ivanushka la noche antes de emprender el viaje.
Aún no había concluido la mañana. Los dos barcos, cargado de mercancías uno, y el otro llevando a unos pocos pasajeros, se deslizaban silenciosamente por la inmensa y pálida superficie del río. Arriba se extendía un nítido cielo azul; a la derecha, una arenosa orilla elevada en la que pastaba alguna que otra cabeza de ganado. En la amarilla ribera más próxima a ellos, Ivanushka advirtió una masa de pequeños agujeros en torno a la cual volaban unos pajarillos. Enfrente, en la orilla izquierda, comenzaba una planicie de color verde claro, salpicada de árboles.
Iba bien provisto de dinero, con la bolsa de grivnas de plata que le había dado su padre atada al cinturón.
—Haciéndote monje, has recibido tu herencia mucho antes que yo —había comentado con sequedad Sviatopolk al despedirse.
Y ahora el gran río Dniéper lo llevaba hacia el sur, hacia su destino.
Llevaban viajando toda la mañana, e Ivanushka estaba a punto de cerrar los ojos para echar una siesta cuando un estridente grito llegado del barco de delante lo sacó de la somnolencia.
—¡Cumanos!
Los viajeros se pusieron a mirar con asombro, pero no había duda: aquellos hombres de rostro oscuro que ocupaban el largo barco que se acercaba desde la orilla derecha eran, en efecto, cumanos. La sorpresa de los pasajeros no era, con todo, infundada. Todo el mundo creía que a aquella hora los cumanos estaban descansando en sus campamentos, en el corazón de la estepa y, además, era casi inaudito que atacaran en el agua. Por norma general, preferían esperar hasta hallarse en latitudes más meridionales, donde había rápidos, y abalanzarse sobre las caravanas que cubrían por tierra esos tramos.
—Han obligado a algunos eslavos a tomar los remos —murmuró alguien.
Ivanushka comprobó que los remeros eran, en efecto, desdichados campesinos eslavos. Mientras miraba, uno de los cumanos empuñó un largo arco; la flecha que salió disparada hizo caer por la borda a uno de los hombres del barco de carga.
—¡A vuestra espalda! —gritó alguien.
Al volverse, vio otro barco que les cerraba el paso corriente arriba.
—No se puede hacer nada. Tendremos que ir a la orilla izquierda —decidió el patrón del barco.
Esta se encontraba, no obstante, lejos. A Ivanushka se le antojó en ese momento que las azules aguas llegaban hasta la línea del horizonte. Resoplando a causa del esfuerzo, los remeros cambiaron a toda prisa el rumbo de la embarcación.
Ivanushka advirtió que el barco carguero ya estaba perdido y se preguntó si los cumanos se darían por satisfechos con él. Al cabo de un momento vio que, aun así, el otro barco cumano se acercaba a ellos.
—Hay un riachuelo que desemboca cerca de aquí —informó el patrón—. Unos kilómetros más arriba hay una fortificación. Nos dirigiremos allí.
Ivanushka, inconscientemente, se puso a rezar, pues conocía muy bien la fortaleza en cuestión.
Resultaba extraño encontrarse de nuevo en Russka. Aunque Zhydovyn no estaba, una media docena de soldados les dieron la bienvenida. Los cumanos habían renunciado a perseguirlos poco después de que abandonaran el cauce del Dniéper, pero, de todos modos, los viajeros habían decidido esperar dos días en la fortaleza antes de volver a tentar a la suerte.
En cuanto a él, había merodeado por el fuerte, había visitado la aldea y había recorrido los tranquilos senderos del bosque con un raro sentimiento de satisfacción. Incluso había caminado hasta el borde de la estepa y había contemplado un antiguo kurgan que todavía se alzaba entre las altas hierbas emplumadas.
Al tercer día, los viajeros se pusieron de nuevo en camino.
Ivanushka, sin embargo, no fue con ellos.
Ni él mismo sabía muy bien por qué. Para sus adentros, pensaba que la providencia le había concedido una tregua. «Puedo quedarme aquí un tiempo, hacer acopio de vida y prepararme para el viaje», se decía, negándose a admitir que ya no tenía ninguna decisión pendiente y que ya había iniciado el viaje. Ese tercer día lo pasó caminando junto al río.
El cuarto día, vencido por una sensación de lasitud, se dedicó a dormir.
Al día siguiente se encontró con el campesino Shchek. Estaba más delgado, pero saludó con afecto a Ivanushka. Cuando este le preguntó si estaba al corriente de sus deudas, esbozó una tímida sonrisa.
—Sí y no —respondió—. Soy un zakup.
Aquella era una institución muy dura. El hombre que no podía pagar a sus acreedores tenía que trabajar para ellos, prácticamente como un esclavo, hasta haber enjugado la deuda. No obstante, como la deuda continuaba generando intereses durante ese tiempo, esos infortunados individuos raras veces conseguían recobrar la libertad.
—Conseguí que el administrador del príncipe se hiciera cargo de todas mis deudas —explicó—, así que ahora trabajo para el príncipe.
—¿Y cuándo recuperarás la libertad? —le preguntó Ivanushka.
—Dentro de treinta años —respondió, con una triste sonrisa, Shchek—. ¿Y qué os ha traído aquí a vos, joven señor? —preguntó.
Ivanushka le explicó que iba a realizar un largo viaje a Constantinopla y Grecia para hacerse monje. Shchek escuchó con atención y luego inclinó la cabeza, dando a entender que comprendía.
—De modo que vos tampoco volveréis a ser libre —señaló—. Igual que yo.
Ivanushka observó al campesino. No se le había ocurrido establecer un paralelismo entre ambos. «Pero seguramente tiene razón —pensó—. Yo también soy un prisionero del destino.» Luego introdujo la mano en la bolsa y le dio una grivna de plata a Shchek antes de continuar. Dudó un instante, quizá debería haberle dado más. «No, necesitaré el dinero para el viaje», se dijo.
Al día siguiente, abandonó Russka a pie, en dirección al río Dniéper.
Justo después de la partida de Ivanushka, Shchek, el campesino, salió de la aldea sin rumbo fijo y dejó que sus pasos lo condujeran hacia la estepa.
Aun cuando el fortín había aumentado en algo la importancia de la localidad de Russka en relación con épocas pasadas, seguía siendo un sitio minúsculo y solitario. Hacia el sur, a tres kilómetros de distancia, comenzaban las propiedades del príncipe; al este estaba la estepa; y al norte, veinte kilómetros desolados hasta llegar a otra aldea parecida, también con un fuerte.
Shchek caminaba muy animado. Su vida no había sido fácil desde que se convirtiera en zakup. El administrador del príncipe le hacía trabajar duro, y a su mujer, avergonzada por su condición, se le había agriado el carácter. El imprevisto donativo que le había hecho el joven noble era, con todo, como un regalo del Cielo, pues para un campesino como él una grivna de plata equivalía al sueldo de tres meses.
Tomó el sendero del bosque y prosiguió hasta los claros donde iban a recoger setas las mujeres. Luego pasó junto al estanque donde, al decir de los aldeanos, moraban las rusalki. Un poco más allá del estanque, llegó a la encrucijada. El camino de la derecha llevaba, como bien sabía, hacia el sur, hacia las tierras del príncipe. El de la izquierda continuaba hacia el norte; pero, como pasaba por el lugar donde había muerto uno de los habitantes del pueblo, víctima de las garras de un oso, pocas personas iban por allí, pues lo consideraban de mal agüero.
Movido por un impulso, el campesino decidió seguir por ese lado. «Ese tal Ivanushka me ha dado suerte —pensó—. Hoy no tengo nada que temer.»
Un poco más al norte de Russka, el río formaba una gran curva en torno a una colina cubierta de una espesa arboleda. Allí precisamente se había producido el ataque del oso. El monte bajo, compuesto sobre todo de zarzas y espinos, se había adueñado del camino en la base del montículo. No era un sitio muy agradable, y no se hubiera detenido de no haber visto de improviso, unos cien metros más allá, a un gran zorro que se escabullía entre la maleza.
«Quizá tenga la guarida cerca», pensó Shchek. La piel de zorro se pagaba a buen precio. Con el mayor sigilo posible, y a costa de numerosos rasguños, comenzó a subir la colina a través de la maraña de zarzas. Minutos después, casi se había olvidado del zorro y sonreía con alborozo y asombro.
Su alegría se debía a que aquel altozano poblado de densos robles y pinos, y adonde nadie iba nunca, albergaba un tesoro. Estaba lleno de panales. Desde los árboles le llegaba por todos lados el dulce aroma de la miel. En un corto recorrido al azar, contó hasta veinte colmenas cobijadas entre las ramas.
—¡Ivanushka me ha traído más suerte de la que él mismo pensaba! —exclamó entre carcajadas.
No tenía intención de hacer partícipe a nadie de su hallazgo, pues ya había pensado la manera de sacarle partido. «Un día, podría incluso llegar a recuperar la libertad», rumió.
1075
En el año 1075, pocos hombres se tenían por más afortunados en la tierra de Rus que el boyardo Ígor.
Su señor, el príncipe Vsiévolod de Pereiáslav, lo colmaba de regalos. Nadie ocupaba una posición más honorable que él en la druzhina del príncipe.
Los grandes nobles habían subido de categoría: en lugar de la antigua compensación de cincuenta grivnas en caso de asesinato, sus vidas se cifraban ahora en ochenta. Incluso insultarlos comportaba una multa cuatro veces superior a la que correspondería a un smerd.
Pero Ígor no solo había accedido a aquella encumbrada posición, sino que, además, el príncipe de Pereiáslav, impresionado por su lealtad, le había otorgado el año anterior el señorío sobre las vastas tierras situadas en la zona fronteriza suroriental del principado, incluida la pequeña aldea de Russka.
Estas generosas donaciones de tierras eran una nueva manera de recompensar la fidelidad de los cortesanos. Dado que salían mucho más baratas que el dinero en un estado que contaba con abundantes tierras, la palabra «boyardo», que en un principio significaba cortesano o noble de la druzhina, acabó siendo sinónimo de «terrateniente».
Ígor tenía motivos para estar contento, y, sin embargo, tras su altiva fachada de hombre ocupado, abrigaba un fondo de tristeza. Cualquier desconocido que viera a Ígor y a su mujer entrando juntos en la vejez, pensaría que compartían un amor impregnado de callado sosiego. En realidad, guardaban silencio porque ambos temían que lo que dijesen hiciera aflorar la tristeza oculta en el alma del otro.
Borís había muerto. Había hallado la muerte un día de invierno, en una escaramuza librada en el linde de la estepa. Como era habitual, les habían hecho llegar su cadáver sobre un trineo.
Ígor no olvidaría nunca ese día. Nevaba. Mientras subían el trineo hacia las puertas de la ciudad, la nieve se arremolinaba ante su cara del tal forma que en algunos momentos no alcanzaba a ver el trineo. En aquella época había pasado muchas horas rezando delante del icono y había buscado, asimismo, consuelo en el padre Lucas.
La pérdida de Borís era, no obstante, una herida susceptible de cura. No ocurría lo mismo con la pérdida de Ivanushka.
¿Qué había sido de él? Un mes después de su partida hacia Constantinopla, se enteraron por Zhydovyn, el Jázaro, de que lo habían visto en Russka. A partir de allí, le habían perdido el rastro. Los mercaderes rusos de Constantinopla les comunicaron que nunca había llegado a la ciudad. Siguió un año de silencio; después les llegó el rumor de que lo habían visto en Kiev; también llegaron vagas informaciones de Smolensk, Chernígov e incluso de la remota Nóvgorod. Lo habían visto entregado al juego; lo habían visto bebiendo; lo habían visto pidiendo limosna. Con todo, las informaciones eran parcas y poco fiables.
Lo cierto era que, durante tres años, Ivanushka no había mandado ni unas líneas a sus padres para hacerles saber si estaba vivo o muerto.
—Está buscando algo —dedujo su madre, después de que les dijeran que lo habían visto en Kiev.
—Está avergonzado —concluyó con tristeza Ígor.
—Aun así —apuntó Sviatopolk—, es imposible que nos quiera y se comporte de ese modo.
Una vez transcurrido el tercer año sin tener noticias de él, hasta su madre comenzó a creer que Ivanushka no la quería.
El muelle estaba abarrotado. Arriba, un largo camino de tierra reseca formaba un irregular tajo en diagonal en el elevado terraplén defensivo que rodeaba la ciudad de Pereiáslav, cuya sucia tonalidad parda interrumpía tan solo algunos retazos de un verde apagado donde languidecía una hierba otoñal. El verano había quedado atrás. El lugar destilaba un aire de lasitud. El río también se veía pardo y mortecino, en su monótono discurrir bajo un cielo plomizo. Al final del malecón, un barco estaba a punto de zarpar, lo que no habría llamado especialmente la atención de no ser por el pequeño incidente que se produjo.
En el muelle había un extraño joven. Iba sucio y desaliñado, vestido con una capa marrón y unos zapatos de campesino, de corteza trenzada, que estaban al borde de la desintegración.
Permanecía sentado con ademán sombrío y abatido en una barrica, al final del embarcadero, mientras el patrón del barco lo interpelaba a gritos.
—¿Qué, vienes o no?
Pareció que el joven asentía.
—¡Por todos los diablos! ¡Sube, pues!
El joven volvió a asentir, pero no se movió.
—Voy a soltar amarras, estúpido —vociferó el patrón en un arranque de furia—. ¿Quieres ver Zargrado o prefieres pudrirte en Pereiáslav?… ¡Me prometiste pagar el trayecto! —gritó al no advertir ninguna reacción—. Podría haber tomado otro pasajero. ¡Dame lo que me debes!
Por un instante, pareció que el joven se disponía a levantarse, pero no lo hizo. Tras proferir una maldición, el capitán dio la orden y el barco, provisto de un único mástil y una sola hilera de remeros, se adentró en el ancho cauce de perezosas aguas y tomó rumbo sur.
Ivanushka continuó, inmóvil, en el muelle.