Octubre. En la localidad de Russka hace un inhóspito día de frío, humedad y viento; vaporosas nubes flotan tan bajas que a veces parecen rozar casi el puntiagudo tejado de la torre de vigilancia.
Un solitario jinete se aproxima con lentitud a las puertas. Monta un caballo negro en cuya silla hay dos emblemas: una cabeza de perro, que representa la actitud vigilante del jinete, y una escoba, símbolo de la voluntad de barrer a todos los enemigos de su señor.
El jinete también va vestido de negro. Mira sin precaución de un lado a otro, porque él es el amo de toda aquella región. En las puertas del monasterio, al verlo, un monje se aparta con nerviosismo de su vista. Hasta el abad se siente incómodo en su presencia. En el pueblo y en el cercano Lugar Sucio, todos le temen.
Ha transcurrido más de un año desde que prestó su juramento. Este tuvo un tono bíblico, pues juró amar más a su señor que a su padre y a su madre, y más también que a sus hijos. También juró informar en el acto sobre cualquier sospechoso de deslealtad a su señor, el zar.
El individuo de negro goza de poder e inspira temor. Cierto es que, como bien sabe su mujer, no es feliz. De todas formas, nunca se le ha ocurrido que debería serlo.
Es precisamente para ver a su mujer para lo que ha acudido al pueblo aquel torvo individuo, porque allí tiene su casa. Su nombre es Borís Bobrov.
Por fin Iván había doblegado a todos sus enemigos. El golpe, devastador, los había pillado totalmente por sorpresa.
En diciembre de 1564, sin dar una palabra de explicación, había abandonado la ciudad de Moscú con una gran recua de equipaje, y el día de San Nicolás había aparecido en una cabaña de caza fortificada llamada Alexándrovskoie Sloboda, situada a unos setenta kilómetros al noroeste de la capital. Nadie sabía qué significaba aquella evacuación.
Luego, en enero, llegó la noticia: había abdicado.
¿Sería una argucia?, se preguntaban todos.
—En mi opinión —le explicó a Elena su padre—, el zar no ha estado del todo en sus cabales desde que murió Anastasia. Decidió que los boyardos la habían envenenado y quiere tomar represalias. De todas formas —añadió, torciendo el gesto—, esto parece una maniobra calculada.
Lo era. Los boyardos, por temor al pueblo, tuvieron que pedirle que volviera, y cuando lo hizo, impuso sus propias condiciones.
Las medidas que tomó resultaron asombrosas, probablemente sin precedente en todo el mundo. Tras recibir solemne juramento de los boyardos y de la Iglesia de que era libre de gobernar tal como le placiera y de castigar a quien quisiera, el zar Iván dividió su reino en dos. La parte mayor dejó que la dirigieran en su nombre varios boyardos de su confianza, pero la menor la convirtió en una vasta propiedad privada, controlada personalmente por él; solo la podían habitar los servidores de su elección. A aquel feudo personal le puso, con una sombría ironía, el nombre de opríchnina, que significa «la porción de la viuda», la tierra que recibía una viuda para su mantenimiento después de la muerte del marido. Sus servidores, que recibieron el apelativo de opríchniki, formaban una orden compacta, como las de los caballeros livonios y teutónicos, e iban vestidos de negro.
Era un Estado dentro de un Estado. Era un Estado policial. Los opríchniki solo podían ser juzgados por sus propios tribunales y se hallaban, de hecho, por encima de la ley. Dentro de sus límites se incluía una parte de Moscú, Súzdal y algunas franjas de tierra al norte del Oká y al suroeste de Moscú. La mayor parte de la opríchnina quedaba, no obstante, en el norte, en los inmensos territorios boscosos que se extendían más arriba del semicírculo del Volga hasta los remotos puertos boreales donde habían desembarcado los marinos ingleses. Alejada de las antiguas ciudades principado, era una tierra de monasterios, pieles, yacimientos de sal y ricos mercaderes norteños. La poderosa familia de los Stróganov, convertida de campesinos en príncipes comerciantes, solicitó de inmediato formar parte del Estado del zar.
En él podían vivir tan solo las personas leales a Iván. En todas las propiedades, los inquisidores del zar dieron su dictamen al respecto. Si el propietario era leal, podía quedarse; pero si tenía alguna relación con un magnate o con una de las numerosas familias principescas, era expulsado y, con suerte, recibía a cambio una finca de menor valor fuera de la opríchnina.
De este modo, se podía entregar a los opríchniki los terrenos sobrantes, que retenían, naturalmente, en calidad de pomestie sujeto a servicio. Como la población de Russka quedaba dentro de la opríchnina, los inquisidores fueron a interrogar al joven señor del Lugar Sucio.
Eso era lo que estaba deseando Borís.
—Yo sirvo al zar —afirmó— en todas sus guerras. Dejadme ser, os lo ruego, uno de los opríchniki. Ese es mi mayor anhelo. —Viendo que tomaban nota de aquello, agregó—: Es posible que el zar se acuerde de mí. Decidle que habló conmigo un día al amanecer, cuando volvíamos de Kazán.
—Si es eso verdad, Borís Davidov —señaló con una sombría sonrisa el inquisidor—, el zar os recordará. El zar no olvida nada.
Continuaron examinándolo con detalle y no hallaron falla en su familia. Aunque de antiguo linaje, no presumía de relaciones con los grandes que pudieran hacer recaer sospechas sobre él. Aun así, había un problema.
—¿Y la familia de vuestra esposa? —le preguntaron—. Vuestro suegro tiene amistades en círculos de cuya lealtad dudamos. ¿Qué podéis decirnos de él?
Borís discurrió con cautela, pero no tuvo que pensar mucho cuál iba a ser su reacción.
—¿Qué queréis saber? —preguntó en voz baja.
Una semana más tarde, Borís fue convocado a Moscú y, tras una breve entrevista, le comunicaron que podía conservar la propiedad en modalidad sujeta a servicio y que lo habían aceptado en el cuerpo de los opríchniki.
—El zar se acordaba de vos —le dijeron.
Poco después, Elena se enteró de que a su padre le consumía la preocupación, aunque desconocía el motivo.
El viento había amainado y la tarde entraba ya en su ocaso cuando a Borís le sirvieron la cena.
No bien se hubo sentado, el viejo criado puso ante él un plato de pan de centeno y una pequeña jarra de vodka. Mirando fijamente al frente, Borís se sirvió tres menguadas tazas, que apuró de un solo trago echando la cabeza atrás. Elena no dijo nada. A ella le parecía un hábito bastante vulgar que, sin duda, había copiado de los otros opríchniki.
Comió casi en completo silencio. Elena, sentada en el otro extremo de la recia mesa, se llevó a la boca algún trozo de verdura. Parecía que ninguno de los dos tenía valor para iniciar la conversación.
No era de extrañar, pues, de ser ciertos los rumores que corrían por Moscú, el asunto que debían tratar era terrible.
El mutismo se prolongaba. De vez en cuando, Borís dejaba con cautela que su vista se posara un instante en ella, como si estuviera rumiando algún abstracto plan en el que Elena podía participar o no. En una ocasión, se volvió hacia ella y le preguntó en tono reposado por la salud de Lev, el comerciante. Al oír que estaba bien, asintió con la cabeza, pero no dijo nada. En ese momento, Lev se encargaba de recaudar los impuestos del lugar y estaba, por tanto, al servicio de la opríchnina, igual que Borís. Ambos actuaban de manera conjunta en todas las cuestiones de carácter oficial.
—¿Y nuestra hija? —preguntó ella al cabo de un poco.
La niña había sido entregada en matrimonio a un joven noble a principios de año. Aun cuando no vivía dentro de la Opríchnina, su marido tenía una situación económica desahogada, por lo que Borís había considerado satisfactoria la lealtad de la familia. Elena sospechaba que se había alegrado de alejar a la niña —que tenía solo doce años— de su casa. Aunque siempre había sido amable con su hija, Elena sabía que Borís, en el fondo, nunca había aceptado su existencia; debería haber tenido un hijo varón.
—Está bien —contestó con laconismo—. Hablé con su suegro.
No era mucho; pero no quiso insistir en el tema. De cuando en cuando, Borís le lanzaba una breve mirada.
Por entonces, Elena apenas iba a Moscú. Pese a que tenía a su familia allí, no le apetecía, ni tampoco Borís la animaba a hacerlo.
Desde que se había instituido la Opríchnina, en la capital reinaba un ambiente de tensión y, a menudo, de terror. Desde el comienzo se habían producido desapariciones y habían corrido rumores de ejecuciones. De las antiguas ciudades principado llegaban noticias de confiscaciones masivas, de grandes príncipes y magnates que perdían todas sus tierras y eran enviados a miserables terruños en las distantes fronteras de Kazán.
—Es repulsivo —se lamentó el padre de Elena en una de las escasas visitas que esta realizaba a la ciudad—. La mitad de las personas a las que ejecutan no han hecho nada.
Ella misma había escuchado unos días antes el caso de un valiente individuo llamado Gorvachev, que, al subir después de su padre al cadalso, había recogido la cabeza de este y, ante la gente que observaba, había declarado: «Doy gracias a Dios por que ambos morimos inocentes».
—¿Sabes lo que es más espantoso? —prosiguió el padre de Elena—. El pueblo cree que está echando a esa gente para dejar espacio para sus secuaces, esos malditos opríchniki. Perdóname, sé que Borís es uno de ellos. Pero, si uno observa con atención, llega a la conclusión de que no es eso lo que pretende. Después de todo, la mayoría de las confiscaciones no se han producido en la opríchnina, porque está llena de partidarios suyos. Lo que hace, de hecho, es acabar con la oposición afuera; después soltará a esos uniformados de negro sobre nosotros. Es una argucia para destruirnos a todos.
A ella, los opríchniki también le inspiraban terror. Algunos eran aristócratas, de la alta y la pequeña nobleza, pero muchos eran poco más que campesinos.
—¡Algunos incluso son extranjeros, simples mercenarios! —había exclamado con disgusto su madre—. No tienen vínculos familiares ni de amistad, nada.
Su padre la había puesto al corriente de algo más.
—¿Sabes cuáles han sido las últimas órdenes del zar? Que a todo extranjero que se interese por lo que ocurre, debemos negarle que exista la opríchnina. ¿Te imaginas? El otro día estuve en casa de un magnate, y había un delegado de Lituania allí. «¿Y qué me decís de la opríchnina?», le preguntó a nuestro anfitrión. «Nunca la he oído mencionar», contestó el hombre. «Pero si el zar está escondido en un fuerte fuera de la ciudad —adujo el lituano—. ¿Y esos tipos que van vestidos de negro?» «Ah, son servidores suyos, una especie de regimiento nuevo», respondió el magnate. Los treinta que estábamos en la habitación no sabíamos adónde mirar. Pero todos mantuvimos la boca cerrada, por supuesto.
Esa primavera había habido un indulto para algunos de los exiliados. No obstante, ya eran dos los metropolitas que habían tenido que renunciar, a la fuerza, a su cargo porque no podían tolerar ese nuevo Estado de terror.
Y ahora habían llegado aquellas apabullantes noticias, las últimas.
Mientras miraba a Elena, Borís trataba de analizar lo que veía. Todavía era la misma muchacha con la que se había casado: pacífica, algo nerviosa, ansiosa por agradar y a la vez capaz de hallar refugio frente a él en la red de la familia y las relaciones femeninas de las que él se sentía excluido. Sin embargo, ahora había algo más: el sufrimiento le había conferido una especie de callada dignidad, una autosuficiencia que a veces le inspiraba admiración y otras enojo. ¿Era su dignidad un reproche contra él? ¿Era, incluso, un signo de desprecio?
Solo cuando Borís hubo acabado de comer, solo cuando hubiera sido absurdo demorar más la pregunta, se decidió ella a formularla, en voz muy baja:
—¿Qué pasó realmente en Moscú?
¿Que qué había pasado? Había sido iniciativa del propio Iván convocar el gran consejo del pueblo, el Zemsky Sobor, y tanto a Borís como a todos los demás les había parecido una buena idea. Tampoco podía decirse que se tratara de un cuerpo representativo de verdad, puesto que se habían limitado a reunir en una asamblea a casi cien individuos de la pequeña nobleza, el clero y algunos comerciantes destacados. De todos modos, la existencia de una asamblea de aquellas características era toda una concesión para el pueblo.
La razón estaba en que la guerra en el norte había sido un fracaso. Rusia necesitaba aquellas ciudades del Báltico, los polacos se oponían a sus pretensiones y el zar andaba escaso de dinero. Convocar el Zemsky Sobor perseguía lograr la aprobación para la guerra y los nuevos y onerosos impuestos que exigía, y demostrar al enemigo que todo el país se volcaría en ella. La gran asamblea se reunió en julio y dio su beneplácito a todas las propuestas del zar.
Tan solo hubo un problema. Apoyados por el nuevo metropolita, los miembros del consejo tuvieron la impertinencia de solicitar a Iván que renunciara a la opríchnina. El zar montó en cólera y entonces…
Elena observó con aire pensativo a su marido. Le pareció que vacilaba. ¿Sentía culpa? ¿Se encontraba incómodo dentro de su coraza protectora?
—Había traidores. El zar los trató como a traidores —afirmó con brusquedad—. Todavía hay muchos traidores, muchos Kurbski que eliminar.
«Ah, sí —pensó—, Kurbski.» De todos los sucesos que habían encaminado la mente de Iván por la tenebrosa vía que transitaba, tal vez ninguno —al menos desde la muerte de Anastasia— había tenido más trascendencia que la deserción del príncipe Kurbski. En 1564, aquel comandante, bajo cuyo mando había ido Borís a Kazán, había desertado de improviso para irse a Lituania.
La importancia de Kurbski no radicaba tanto en el terreno militar como en el afectivo. Había sido amigo de Iván desde la infancia y su marcha le había herido en lo más hondo.
Desde entonces, los historiadores vienen estudiando una nutrida correspondencia entre el zar Iván y ese príncipe exiliado, la cual ha sido asimismo el eje central de diversas biografías. Los recientes descubrimientos académicos apuntan a que esta correspondencia, al igual que otro gran clásico de la temprana literatura rusa, El cantar de las huestes de Ígor, podría ser una falsificación llevada a cabo en fechas posteriores. Sea como fuere, es significativo que el terror de Iván no se desencadenara hasta unos meses después de la partida de ese príncipe.
—¿Es verdad que el zar encerró a toda la asamblea? —preguntó Elena.
—Solo durante seis días.
—¿A cuántos ejecutaron?
—Solo a tres.
—¿En público?
—Desde luego.
—Y luego, delante de toda la gente, ¿mandó que les cortaran la lengua a todos los demás?
—No. Cincuenta recibieron azotes, nada más. Merecido lo tenían.
—¿Les cortaron la lengua?
—No. Solo a algunos. —Calló un instante, con la misma expresión imperturbable—. Habían montado una intriga, ¿sabes? Tramaban una traición.
—¿Se demostró?
—Hubo una intriga. Eso es todo. —Se levantó de la mesa—. No habrá más asambleas, te lo aseguro —añadió con una breve carcajada.
Elena no hizo más preguntas. No le preguntó si él había participado en aquello. No quería saberlo. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer? Despacio, un poco titubeante, se acercó a él y lo rodeó con un brazo con la esperanza de que tal vez su amor pudiera curar su mal. Él sabía, sin embargo, que en el amor de ella había perdón e, incapaz de rendirse a él, se apartó en silencio. Solo por el leve agarrotamiento de sus hombros advirtió Elena que se estaba protegiendo de ella. Si al menos pudiera ayudarlo y ayudarse a sí misma en aquella noche cada vez más oscura… En su fuero interno, llegó incluso a resolver que estaba dispuesta a sacrificarse para salvar el alma de él, el alma que sabía extraviada. Para salvar un alma, no obstante, se requería tal vez más habilidad de la que ella poseía.
Esa noche, cuando se acostaron juntos, intentó entregársele. Pero él, como un animal que ha probado la sangre, no quería otro tipo de alimento. ¿Cómo podía abandonarse a la simple pasión sin freno, al ejercicio nocturno, como lo percibía ella, de un gato, cuando era precisamente el animal que había en él lo que le inspiraba temor? ¿Y cómo podía, en su búsqueda de una vía de escape, de una compañera con una fortaleza equiparable a la suya, cómo podía hallar solaz en el amor que ella le brindaba junto con una oración?
Borís durmió a rachas. Ella, después de haberse dado pero sabiendo de modo instintivo que no era bastante, fingió que dormía.
Él se levantó antes. Al amanecer, Elena lo vio mirando, a través del pergamino que cubría la ventana, la luz grisácea del alba.
Entonces él se volvió, pues sabía que llevaba mucho rato despierta.
—Mañana volveré a Moscú —anunció.
¿Debía rogarle que se quedara? No lo sabía. Además, un sentimiento de fracaso, de lasitud, comenzaba a apoderarse de ella.
—La mujer de Esteban, el sacerdote, está enferma —señaló con voz apagada—. Olvidé decírtelo.
Cada vez que el campesino Mijaíl consideraba la situación de su familia, se reiteraba en la conveniencia de llevar a cabo su plan. Su hijo mayor ya estaba casado y vivía en el otro extremo del pueblo; ese no le preocupaba.
Tenía un hijo y una hija más, que aún no habían cumplido los diez años.
Y luego estaba Karp: ahí radicaba el problema.
—A punto de cumplir los veinte y aún no se casa —solía comentar con pesar—. ¿Qué voy a hacer con él?
—O, más exactamente, ¿qué le van a hacer la mitad de los maridos de la comarca? —le había replicado en más de una ocasión el viejo administrador.
Su éxito con las mujeres era innegable. Tenía el pelo negro, era esbelto y atlético, y se movía con tal gracia que al montar un caballo de labranza parecía estar encima de un corcel; tenía además unos ojos castaños de mirada audaz que escrutaban a la gente en busca de una cara bonita. El secreto de su atractivo no acababa, empero, ahí. Había además algo interior, una especie de espíritu libre y salvaje que no encajaba en los límites de ese pueblo. Muchas mujeres experimentaban un tenue escalofrío al verlo. Algunas muchachas de Russka se habían dejado seducir por él. Otras, casadas, le habían ofrecido en secreto sus favores. A él le encantaba conquistar primero y después averiguar, cosa que hacía con rapidez y maestría, qué procuraba placer a cada cual.
En cierto sentido, y pese a su preocupación, a Mijaíl no le molestaba tener a Karp en la casa, pues era una ayuda considerable. Aun con las difíciles condiciones y el trabajo que tenía que realizar para Borís, el campesino y su hijo habían conseguido sacar buenas ganancias de su cosecha de grano.
Además, había otra fuente de ingresos con la que se habían topado de manera inesperada.
Todo había comenzado tres años antes, cuando Mijaíl encontró en el bosque a un osezno a cuya madre habían abatido unos cazadores. Al ver a la pobre criatura, de tan solo unas semanas, no tuvo valor ni para abandonarla ni para matarla, de modo que se la llevó a casa, provocando gran hilaridad en el pueblo.
—¿Y te crees que yo voy a alimentarlo? —le espetó, furiosa, su mujer.
Karp, sin embargo, lo acogió con alborozo. Tenía buena mano con los animales, y cuando el oso cumplió dieciocho meses le había enseñado a bailar y a realizar algunos trucos. Muy ufano, desataba al animal para que hiciera mejor su actuación.
A menudo ganaba unas cuantas monedas en el mercado de Russka por las representaciones del oso. En un par de ocasiones había ido remontando el río hasta Vladímir y había vuelto con varios dengi.
—No nos hará ricos —comentaba—, pero paga lo que consume, y aún deja un buen beneficio.
Gracias a ello y a otros esfuerzos, a escondidas para no despertar celos ni sospechas, Mijaíl iba ahorrando dinero. Su objetivo era muy simple.
—Reuniré lo suficiente para dejar al señor Borís, y le daré una parte a Ivanko para que pueda seguirnos dentro de un año o dos, si quiere —le explicaba a su familia.
Las cosas estaban empeorando en Russka. Su primo Lev, que recaudaba los impuestos de la población, se lo había reconocido:
—El zar, si pudiera, cobraría tributos del resto de Moscovia y dejaría sin carga las tierras de la opríchnina —le había dicho—. Pero lo cierto es que necesita desesperadamente el dinero. La vida se va a poner dura.
Borís lo exprimiría aún más, no cabía duda. Había llegado la hora de irse.
—¿Y adónde iremos? —le preguntó Karp.
—Al este —respondió su padre sin pensarlo—, a las nuevas tierras donde la gente es libre.
No era una mala elección. En los nuevos poblados de los remotos bosques del norte, la autoridad quedaba todavía lejos y las personas vivían con menos trabas.
—Como tú digas —había contestado, complaciente, Karp.
En la primavera de 1567, murió la esposa de Esteban, el sacerdote.
Según las normas de la Iglesia ortodoxa, no podía casarse en segundas nupcias y debía incorporarse a una orden monacal.
Así lo hizo, dejando la casita que había ocupado en Russka para instalarse al otro lado del río, en el monasterio de Pedro y Pablo. Siguió, no obstante, oficiando en la pequeña iglesia del pueblo, donde todo el mundo le profesaba gran respeto. En cuanto a sus opiniones con respecto a las propiedades de la Iglesia, Esteban no era tan insensato ni rudo como para ventilarlas al entrar en el monasterio, aunque Daniel permaneció varias semanas atento por si a su primo se le ocurría decir alguna inconveniencia.
Elena echaba de menos a su amiga, que tan a menudo le había hecho compañía, y sentía lástima por el sacerdote, convertido ahora en monje.
En septiembre, ya resultaba evidente la inminencia de una nueva campaña en el Báltico, cosa que Borís recibió con entusiasmo.
Durante el verano había estado numerosas veces en Russka y había pasado algunos ratos de mayor calma y alegría con Elena. Quizás todavía podrían tener un hijo.
También había visitado al zar en Alexándrovskoie Sloboda.
Era un sitio extraño, situado a unos setenta kilómetros al norte de Moscú, al este del camino de la antigua Rostov, no lejos del gran monasterio de la Trinidad y San Sergio. Y, en verdad, los cuarteles generales del zar tenían un funcionamiento muy parecido al del propio monasterio.
La primera noche que pasó dentro de aquel recinto sometido a una extrema vigilancia, le enseñaron una pequeña cabaña donde dormiría con otros dos opríchniki, que le ofrecieron un banco duro.
—Nos levantaremos temprano —le informaron con una sonrisa.
Aun así, no esperaba que el desapacible tañido de una campana lo despertara mucho antes del alba.
—A rezar —murmuraron sus compañeros—. Apresúrate —lo urgieron.
En la oscuridad del extenso patio, los veía solo a ellos, uno a cada lado, y un lejano recuadro de luz que dedujo sería la puerta de una iglesia abierta. Mientras seguían, oyó, proveniente de algún punto elevado, una voz áspera que retumbaba, junto al sonido de las campanas.
—A rezar, perros —gritaba—. A rezar, mis pecadores.
—¿Qué viejo monje chocho es ese? —musitó.
Al instante notó una mano que lo amordazaba.
—Calla, loco —le susurró al oído su compañero—. ¿Es que no te das cuenta? ¡Es el zar!
—Rezad por vuestras almas —gritó la voz.
Aunque había participado en ejecuciones y había dado muerte a traidores sin sentir el menor escrúpulo, en el grito emitido por aquella alta figura invisible en la oscuridad había algo horripilante, algo que le produjo un escalofrío.
Eran las tres de la mañana; el servicio de maitines duró hasta el alba. Sabía que el zar se encontraba entre ellos, observándolo tal vez, pero no se atrevió a volverse para mirar. Al cabo de un rato, se oyó un roce y el alto monarca se trasladó despacio hacia delante. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, caminó hasta ponerse en cabeza de los hombres concentrados en la oración y permaneció en silencio, mesándose de vez en cuando la larga barba rojiza entreverada de negro.
Luego, en cierto momento, se postró y pegó la frente al suelo.
Nunca, desde aquel amanecer a orillas del Volga, había visto Borís tan de cerca al zar. Estaba impresionado.
Eso no fue nada, sin embargo, en comparación con los sentimientos que lo embargaron más tarde, cuando, después de misa y del almuerzo de media mañana, lo llevaron ante el zar y lo dejaron a solas con él.
Iván llevaba un simple caftán negro, con un discreto bordado en oro y piel en los bordes. Su figura, alta y delgada, y su rostro aguileño eran los mismos que recordaba Borís de los días de Kazán, pero se le veía mucho más viejo. No era solo que el cabello se hubiera vuelto tan ralo que en la parte superior de la cabeza casi parecía transparentarse el cráneo. Iván tuvo asimismo la impresión de que, bajo su largo y desmayado bigote, su boca había adoptado la forma de una estrecha media luna que mirara hacia abajo, imbuida de un aire extrañamente animal. Mitad príncipe ruso, mitad kan tártaro y… algo más que Borís no acababa de precisar.
No obstante, un momento después, era como si volviera a estar con el joven Iván; una vez más, Borís sintió el mismo encanto preñado de melancolía, aquella pasión interior que tenía raíces en otro mundo de carácter místico. Cuando el zar le dedicó a Borís una sonrisa, teñida de tristeza, parecía que incluso había bondad en sus oscuros ojos.
—Bien, Borís Davidov, han pasado muchos años desde que conversamos, vos y yo, en las riberas del Volga.
—Así es, gosudar.
—¿Y recordáis lo que nos dijimos el uno al otro entonces?
—Hasta la última palabra, señor. —Aún podía evocar con total nitidez aquella voz pausada, lúgubre, excitante, y el quedo sonido del vaivén del agua en la orilla.
—Yo también —confesó el zar.
Hizo una pausa. Borís notó que temblaba, al tiempo que una oleada de emoción casi asfixiante le recorría la garganta y el pecho. El zar Iván recordaba sus palabras. Una vez más, él y el soberano compartían el destino religioso de la poderosa Rusia.
—Decidme, Borís Davidov —prosiguió en voz baja el zar—, ¿aún creéis lo que dijisteis entonces sobre nuestro destino?
—Oh, sí, señor.
Sí, a pesar de los terribles momentos de los últimos años, a pesar de la traición, de la violencia…, deseaba fervientemente creer. Sin ese destino sagrado, ¿a qué quedaba reducido él? ¿A un armazón vacío, vestido de negro?
Iván lo observó con aire pensativo, triste, como si Borís le hiciera recordar algo de sí mismo.
—La senda del destino de Rusia es dura —murmuró—. El camino es estrecho y está flanqueado de espinos. De acerados espinos. Los que viajamos por ese noble camino, Borís, debemos sufrir. Ha de haber derramamiento de sangre. Pero no debemos dejar que ello nos intimide, ¿no es así?
Borís asintió con la cabeza.
—Los deberes de los opríchniki son a menudo desagradables. —Miró con detenimiento a Borís—. A vuestra esposa no le gustan mis opríchniki —señaló con suavidad.
Aun cuando lo dijo a modo de afirmación, estaba claro, por el atento silencio que guardó luego, que le daba a Borís la oportunidad de negarlo. Este sintió el impulso instantáneo de hacerlo, pero, al mismo tiempo, una vocecilla interior le aconsejó no decir nada.
Iván esperó un minuto. ¿Cabía la posibilidad de que, en lugar de la conversación amistosa que él creía, se tratara de un encuentro preparado para que el zar pudiera formularle la acusación en persona? ¿Era ese el objetivo? Borís aguardó a su vez.
Entonces Iván inclinó levemente la cabeza.
—Estupendo. Nunca me mintáis, Borís Davidov —dijo con calma. Luego dio media vuelta para fijar la mirada en el icono del rincón y, sin volverse, continuó en un cavernoso y melancólico tono—: Tiene razón vuestra esposa. ¿Pensáis, Borís Davidov, que el zar no sabe qué clase de servidores tiene? Algunos de esos hombres son perros. —Entonces se volvió por fin—. Pero los perros son capaces de dar alcance a un lobo y matarlo. Y hay muchos lobos que destruir.
Borís volvió a asentir, indicando que comprendía.
—No es tarea del servidor del zar pensar, Borís Davidov —le recordó Iván—. No le corresponde a él decir «quiero esto o aquello». Le corresponde obedecer. No olvidéis —concluyó— que el zar gobierna por la gracia de Dios, no por la voluble voluntad de los hombres.
Como Iván no agregó nada más y el icono volvía a reclamar su mirada, Borís comprendió que la entrevista había tocado a su fin.
Antes de irse, sin embargo, quería pedir algo.
—¿Puedo quedarme aquí, gosudar —preguntó—, hasta la próxima campaña?
Estar allí, con el zar, en aquel momento, era lo que más deseaba.
Iván volvió a clavar la vista en él. Al dar por concluida la audiencia, sus ojos habían comenzado a velarse, al tiempo que se replegaba en su propio mundo. Qué rápido, pensó Borís, podía correr una cortina que lo separaba del resto de los mortales. En otra persona, lo habría interpretado como un indicio de prevención o de incomodidad; como si hubiera cosas que no quería que viera su interlocutor.
—No —repuso—, la situación es tranquila hoy aquí, pero… este no es sitio para vos.
Borís se retiró con cierta pesadumbre.
Esa tarde, el zar salió a cabalgar. Al caer la noche, hubo nuevos rezos. A la mañana siguiente, todavía de madrugada, volvieron a sonar las campanas. A media mañana llegaron al fuerte unos cuantos prisioneros, a los que condujeron con premura a un macizo pabellón ubicado en un extremo. Poco después de aquello, Borís abandonó el lugar.
De camino a Moscú experimentó una maravillosa sensación de renovación, como si hubieran cobrado nuevo aliento todo su ser y su compromiso con la causa.
Fue en Moscú, en un claro día de septiembre, donde Borís se encontró con el inglés. Se conocieron cerca de la muralla del Kremlin.
Era un tipo delgado, con los ojos muy juntos. Cuando Borís reparó en él, observaba con curiosidad la otra orilla del río Neglinaia.
George Wilson estaba mirando un edificio de reciente construcción, levantado para incrementar la seguridad del zar. Se trataba del palacio Opríchnina.
Era una temible fortaleza rodeada de muros de seis metros de alto, construida en ladrillo rojo y piedra. Sobre la reja que quedaba frente a ellos, la estatua de un león enseñaba las garras al mundo. En las almenas había cientos de arqueros custodiando el recinto.
Mientras Wilson contemplaba con asombro aquella panorámica, Borís lo observaba a su vez con curiosidad a él. Había oído muchos comentarios sobre aquellos mercaderes ingleses que por entonces no era raro encontrar en diversas ciudades del norte. Eran algo pendencieros, pero, por lo visto, el zar creía que podían serle de utilidad. Aquel individuo era tan flaco que habría podido pasar por un pobre monje.
En realidad, en ese momento, Wilson le daba vueltas a la manera de violar la ley.
La vida lo había tratado bien. Se había casado con la chica alemana. Aquel joven cuerpo rollizo había hecho sus delicias y, como no había tardado en descubrir, su plácida cara redonda podía adquirir una lasciva dureza que suscitaba en él alegres y placenteras carcajadas. Tenían dos hijos, de los que se sentía satisfecho.
Continuaba siendo un protestante militante. Siempre llevaba unos panfletos impresos en la cara interior de la capa, como una especie de talismán defensor contra la omnipresencia de los clérigos ortodoxos, con su incienso y sus iconos. De vez en cuando, lo detenía algún encargado del orden, uno de esos tipos de negro, que exigía saber qué eran esas hojas de papel. Lo que más los escamaba era que estuvieran impresas. Sabía que cuando el zar Iván introdujo una modesta prensa unos años antes para promulgar sus leyes, una airada multitud capitaneada por los escribientes la destrozó. A él le divertía la simple barbarie de aquel pueblo. Cuando lo interpelaban a causa de aquellos panfletos, no obstante, siempre respondía con toda solemnidad que eran sus oraciones, una penitencia por su maldad, y aquello normalmente los apaciguaba.
Había realizado diversas y provechosas transacciones, pero ninguna tanto como la que entonces planeaba. Era una lástima que, siendo rigurosos, fuera ilegal.
El problema no eran los rusos, sino los ingleses, pues, desde el regreso de Chancellor de Rusia en 1555, el comercio inglés se había organizado como un monopolio regido por la carta de la Compañía de Moscovia. El comercio había sido floreciente. Wilson había llevado a cabo una intensa actividad en la ruta de Moscú a los distantes puertos del norte. No habría tenido motivo de queja de no ser por dos cuestiones: el hecho de que Iván hubiera conseguido anexionar parte de la costa báltica (en especial el puerto de Narva) y que unos años antes, un taimado italiano, actuando en interés de un grupo de mercaderes de Amberes, hubiera logrado propagar por Moscú feos rumores sobre los mercaderes ingleses. Como consecuencia de ello, las actividades comerciales de los ingleses en el mar del Norte se habían visto afectadas.
—El caso es —le expuso a su suegro— que si falto a las normas de la compañía y fleto algunas mercancías por mi cuenta a través de Narva, podría obtener excelentes beneficios.
No sería el primer comerciante inglés que lo hiciera. Wilson no sentía una especial simpatía por sus compatriotas. En los últimos años, la mitad de los tipos que enviaban eran groseros jóvenes, que, desde el punto de vista de los rusos y también del propio Wilson, mostraban idéntico interés por las mujeres y la bebida que por el comercio. La cuestión a la que se enfrentaba era dónde encontrar mercancías sin que los mercaderes de su país se enteraran.
Wilson tenía, además, la sensación de que urgía llevar a término ese negocio, pues le inquietaba el futuro. La guerra en el norte iba a continuar. La última vez que el alto representante de la Compañía de Moscovia había vuelto a Inglaterra, el zar le había transmitido la urgente petición de que trajera a su regreso especialistas y material para la guerra contra Polonia en el norte. Aquellos barcos habían llegado hacía poco. Si iba a realizar un envío por el Báltico, convenía hacerlo con la mayor brevedad, antes de que se reavivara el conflicto.
Había otra noticia que durante los días previos circulaba de boca en boca entre la comunidad inglesa; por eso había estado observando con tanta atención la imponente fortaleza del zar.
Antes de su partida, el zar había transmitido un mensaje secreto al representante de la compañía, cuyo contenido, de todos modos, había trascendido entre el estrecho círculo de ingleses: había solicitado asilo a la reina Isabel de Inglaterra, en caso de que tuviera que huir de Rusia.
«¿Corre tal peligro?», «¿Hay detalles que ignoramos nosotros?», se habían preguntado unos a otros los comerciantes.
Los misteriosos motivos que pudiera tener Iván para hacer llegar aquella extraña petición proyectaban una nube sobre el horizonte. Wilson no acababa de decidir qué hacer.
Y allí, a su lado, estaba uno de esos tipos de negro. Había aprendido a hablar ruso con aceptable fluidez: era algo imprescindible en aquel país donde nadie hablaba idiomas extranjeros. En su condición de mercader inglés, no le inspiraban especial temor los opríchniki, así que resolvió entablar conversación con aquel tipo para ver si podía averiguar algo.
A Borís le sorprendió que le dirigiera la palabra, pero le respondió con educación. Luego, complacido de que el extranjero hablara ruso, charló con él un rato. Wilson se mostró cauteloso. Sin dejar entrever al opríchniki lo que sabía, mediante prudentes preguntas pronto se enteró de que Borís, que había estado recientemente en los cuarteles generales que tenía el zar fuera de Moscú, no tenía la sensación de que el desastre fuese inminente. Borís, por su parte, realizó un gran descubrimiento. Aquel inglés quería un cargamento de pieles, y quería hacerse con ellas de manera encubierta. Aunque él no disponía de muchas, sabía dónde podía encontrar más. Qué golpe de suerte.
—Venid a Russka —dijo—. Ninguno de vuestros camaradas ingleses ha estado nunca allí.
Para Daniel, el monje, aquel otoño y la primavera se convirtieron en una época agitada, perturbadora.
El caso era que estaba perdiendo el favor del abad.
La culpa era suya, pues, en su celo por conseguir dinero para el monasterio, presionaba demasiado a los comerciantes de Russka. Nada se le escapaba, y ellos reaccionaban tratando de estafarlo con más ahínco. Por tal motivo, la relación entre el monje y los comerciantes estaba dominada por cierto rencor, cosa que beneficiaba poco o nada al monasterio.
Pese a las discretas quejas que, de vez en cuando, se hacían llegar al monasterio, el abad, un hombre de avanzada edad, se limitaba a reprender suavemente a Daniel. Y cuando este le contestaba asegurándole que los lugareños eran todos unos granujas, el anciano tendía a concederle el crédito a él.
Así habrían continuado las cosas si no hubiera fallecido la esposa del sacerdote y si este no se hubiera visto obligado, como consecuencia de ello, a ingresar en el monasterio.
Los comerciantes no tardaron en insinuar que la situación mejoraría si pusieran a Esteban, que contaba con sus simpatías, como encargado de la gestión de Russka.
El abad era reacio a tomar medidas. En el fondo, aquel decidido monje le inspiraba cierto temor.
—Es muy eficiente, como sabéis —se lamentó, conversando con un viejo monje que era su confidente—. Y si le quitara del puesto —añadió con un suspiro—, no sé qué haría. No se lo tomaría nada bien, seguro.
De todos modos, comenzó a dejar caer alguna que otra insinuación, no precisamente con mucha sutileza.
«Habéis hecho un buen trabajo en Russka, Daniel. Un día de estos tendremos que buscaros un nuevo reto.» O bien: «¿No os sentís cansado a veces, hermano Daniel?».
Había bastado con un par de comentarios como aquellos para poner a Daniel en un febril estado de ansiedad y actividad, que no hizo sino aumentar el miedo del abad a ofenderlo, al tiempo que, por otro lado, se acentuaba su deseo de deshacerse de él.
Esteban, por su parte, era consciente de lo que ocurría, pero se mantuvo al margen. Aunque no temía a Daniel y en su fuero interno estaba en contra de su proceder, concluyó que ya tenía bastantes almas por las que rezar, incluida la suya propia.
Además, tenía otros problemas personales que afrontar.
Todavía oficiaba como sacerdote en la pequeña iglesia de Russka. La gente del pueblo seguía recurriendo a él en busca de guía espiritual, igual que habían hecho las anteriores generaciones con su padre y su abuelo. Era, por lo tanto, natural que continuara ejerciendo su ministerio con respecto a Elena y que acudiera a su casa para visitarla, con mayor frecuencia tal vez que antes, por la sencilla razón de que la antigua compañera de la mujer, su esposa, no estaba ya allí para hacerlo. «Dios sabe —pensaba a menudo— que debe sobrellevar una gran soledad.»
No se equivocaba. Elena había realizado incluso un par de viajes a Moscú ese otoño para ver a su madre; la segunda vez había ido porque intuía que algo la preocupaba, si bien no lograba precisar qué era.
—¿Es aún amigo nuestro Borís? —le había preguntado de improviso, en cierta ocasión, su madre.
Ella había dudado, porque no estaba segura.
—Da igual —se había apresurado a decir su madre—. No tiene mayor importancia… No le digas que te he hecho esta pregunta —le pidió al cabo de un momento.
—¿Quieres que me quede una temporada? —le había preguntado Elena, pues, pese al poco atractivo que tenía entonces para ella Moscú, le pareció que su madre necesitaba compañía en aquellos momentos.
—En primavera quizás —había contestado su madre, con aire distraído.
Elena estaba sola… y preocupada. ¿Cómo no iba a sonreír, pues, al oír que había llegado el sacerdote para verla?
En poco tiempo, creció entre ellos una amigable intimidad que no sería peligrosa mientras ninguno de los dos dejara entrever que estaban enamorados. En la barba de aquel alto sacerdote que estaba a punto de cumplir los cuarenta, aparecían ya las primeras canas, que a ojos de ella lo hacían aún más interesante. Lo admiraba, y con razón, pues era una buena persona. Experimentaban la clase de pasión de quienes han tenido que vérselas con el sufrimiento. Era una pasión más medida, cuya fuerza era potencialmente superior a la de los arrebatos instantáneos de la juventud.
Él le leía el servicio. Ella rezaba. A veces conversaban, aunque nunca tocaban cuestiones personales.
En otras circunstancias, habría sido el noviazgo de dos personas serias. Pero la tormenta de acontecimientos que se avecinaba y su propia honestidad les impidió prever hasta qué punto podían complicarse las cosas.
Qué suerte tan extraordinaria, se felicitaba Daniel, que Dios le hubiera concedido el don de poder observar dos cosas a la vez.
De otro modo, quizás hubiera pasado por alto alguno de los pequeños pero significativos pormenores que tuvieron lugar en la plaza del mercado una tarde de comienzos de octubre de ese mismo año.
El primero tenía relación con el mercader inglés, Wilson, que había llegado la noche antes con Borís. Después de pasar un rato con Lev, el comerciante, los dos hombres habían ido a caballo al Lugar Sucio, y el monje no había vuelto a verlos hasta que, cuando subía en el transbordador para cruzar el río, el azar quiso que reparara en el inglés, que se acercaba por el camino conversando, absorto, con Esteban.
Había esperado y luego había vuelto a tomar el transbordador para seguirlos. ¿Qué estarían tramando?
Lo cierto era que se habían encontrado por casualidad: Wilson volvía a Russka, adelantándose a Borís, y Esteban había salido a dar un paseo. El sacerdote, deseoso de conocer los usos de los ingleses, lo había asaltado a preguntas, y Wilson, que tenía buen ojo para juzgar a las personas, enseguida vio que no había peligro en hablar con aquel culto clérigo.
No tardaron en abordar el tema de la religión, y entonces Wilson se puso en guardia, pero el sacerdote disipó sus reparos.
—Sé algo sobre los protestantes. En Rusia hay gente, como los Ancianos del Transvolga, que se les parece un poco. Nuestra propia Iglesia también precisa una reforma, aunque, hoy en día, no sea prudente afirmarlo.
Después de una larga conversación sobre el asunto, Wilson se decidió a enseñarle al sacerdote uno de sus panfletos impresos.
—Decidme qué pone —rogó este, con un entusiasmo que contrastaba con la habitual solemnidad de su talante.
Wilson tradujo lo mejor que pudo un texto de cariz crítico. Tildaba a los monjes católicos de víboras, sanguijuelas y ladrones. Decía que los monasterios eran ricos y vanos; sus ceremonias, idólatras; y otras cosas por el estilo.
—Es contra los católicos, claro —le aseguró Wilson.
—También se nos puede aplicar a nosotros —reconoció el sacerdote con una carcajada.
Luego hizo que Wilson se lo repitiera, para memorizarlo.
Antes de llegar a la ciudad, Wilson había tenido la precaución de volver a guardarlo bajo la capa. Pero, cuando llegaron al otro extremo de la plaza del mercado, donde se despidió del sacerdote, el inglés se llevó la mano a la capa y, como gesto de amistad, deslizó la hoja de papel hasta la mano de Esteban.
«¿Qué más da? —pensó—. No entenderían ni una palabra aunque pudieran leerlo.»
Ese fue el gesto en el que se fijó Daniel.
En ese preciso momento, percibió también, en el lado opuesto de la plaza, otro movimiento.
De Karp, el hijo del necio de Mijaíl.
Acababa de ejecutar unos números con su oso para divertir a unos mercaderes que habían acudido desde Vladímir para comprar iconos. Estos habían arrojado unas cuantas monedas al suelo. Después de recogerlas, Karp se las había entregado a su padre, que se encontraba cerca.
Eso fue todo. No ocurrió nada más. La entrega de las monedas se había producido en el mismo momento en que el inglés le había dado el papel a Esteban. ¿Por qué había de tener relevancia alguna aquello?
Porque —y ahí radicaba la gloria, la casi genial capacidad de observación del monje— se había percatado de la expresión de Mijaíl y de la de su hijo.
No lograba expresarlo con palabras. ¿Era un aire de complicidad? Tal vez, pero había algo más. Guardaba relación con la manera en que se había erguido Mijaíl para, a continuación, mirar a su alrededor: con una especie de desafío. No, no era solo eso. Era como si el fornido campesino hubiera adoptado, por un instante, el carácter de su hijo. Había adoptado la apariencia de un hombre libre. Era algo indefinible e inconfundible a la vez.
De repente, lo comprendió. Estaban ahorrando dinero.
Tras archivar en la memoria aquellos dos retazos de información, decidió completarla.
En noviembre de 1567, justo después de haber partido hacia el norte iniciadas ya las nevadas de invierno, el zar Iván había interrumpido de manera brusca su nueva campaña contra el Báltico para regresar a toda prisa a Moscú. Borís volvió con el resto del ejército.
Se había descubierto una nueva intriga. Los conspiradores pretendían matar a Iván en los nevados parajes de las regiones septentrionales, con la connivencia del rey de Polonia. Había una lista de nombres, ¿y quién sabía cuántas personas más podían estar implicadas en el asunto?
En diciembre, los opríchniki se pusieron manos a la obra. Con hachas debajo de las capas y una lista de nombres en las manos, recorrieron las calles de Moscú llamando a las puertas de ciertas casas. Algunas personas partieron al exilio. Otras fueron empaladas.
A finales de la segunda semana de diciembre, un grupo de opríchniki se presentó en la casa del calvo y grueso aristócrata Dimitri Ivánov. Entre ellos no se encontraba su yerno. Lo llevaron a una sala del arsenal del Kremlin, donde habían dispuesto una enorme sartén de hierro sobre un fuego. Lo frieron.
De su muerte quedó una breve descripción en una lista secreta confeccionada para el zar. Al igual que los de las más tres mil personas que murieron en los meses siguientes, los nombres de esa lista, que desde entonces se conoce como la Sinódica, fueron relegados al olvido y se prohibió mencionarlos.
Al mismo tiempo, todos los monasterios del país recibieron orden de mandar sus crónicas al zar para someterlas a inspección. De este modo, Iván se aseguraba de que no quedara constancia de los acontecimientos que tuvieron lugar durante aquellos terribles años.
Daniel, el monje, se sentía confiado, animado incluso.
Daba gracias a Dios de que, un siglo y medio antes, los monjes se hubieran esmerado tanto en la redacción de su crónica. En esta había poco que pudiera incomodar al zar. En todo el texto, las referencias a los tártaros eran ofensivas, y a los príncipes de Moscú se les describía como héroes en su combate contra ellos.
Cinco años antes, para celebrar las victorias de Iván sobre los kanatos musulmanes de Kazán y Astraján, el monasterio había añadido medias lunas bajo las cruces que coronaban las cúpulas de la iglesia del monasterio y la de Russka, como símbolo del triunfo de los ejércitos cristianos sobre el islam.
«Nuestra lealtad no puede ser puesta en duda», pensaba, muy ufano.
La nueva purga efectuada en Moscú había tenido un efecto colateral beneficioso para él. El viejo abad había quedado tan afectado por los sucesos que había tenido más que de sobra con llevar la habitual gestión del monasterio, de tal modo que parecía haberse olvidado por completo de la cuestión de la administración de Russka.
Además, Daniel confiaba más que antes en sus posibilidades de defender su posición en el monasterio.
A comienzos de primavera, por tanto, volvió a centrar sus esfuerzos en la vieja cuestión que lo obsesionaba: ¿cómo ampliar las propiedades del monasterio?
En la tierra de Borís, ahora que era un opríchniki, no se podía ni pensar. Con ello quedaban solo unos terrenos, un poco más al norte, que por entonces pertenecían al propio zar. ¿Se dejaría convencer el soberano para cedérselas?
No era una idea descabellada, pues, a pesar de las restricciones que había puesto a la adquisición de tierras por parte de la Iglesia, el mismo Iván seguía realizando generosas donaciones a esta.
—Destruye a sus enemigos con una mano y, luego, con la otra, da un poco más de tierra a la Iglesia para salvar su alma —había comentado al respecto uno de los monjes.
¿Proporcionaría aquella última purga un momento idóneo para abordarlo? Con tales planteamientos, Daniel fue a ver al hermano encargado de la crónica y se puso manos a la obra.
El documento que elaboraron, y que en el mes de febrero consiguieron hacer firmar al nervioso abad, era una espléndida mezcla de virtudes. Por una parte, recordaba al zar los muchos privilegios otorgados a la Iglesia en el pasado, incluso bajo el dominio tártaro. Ni el mismo Daniel sabía que algunos de ellos los había acaparado la Iglesia valiéndose de falsificaciones. La misiva resaltaba la lealtad del monasterio y la pureza de sus crónicas. Además, suplicaba unas tierras que necesitaba. Escrita en el pomposo estilo eclesiástico, era larga, rimbombante y no muy respetuosa con las reglas de la gramática.
«Si da resultado —pensaba Daniel—, tendré asegurada del todo mi posición en el monasterio.»
Antes de enviarla, el abad, que aún tenía sus dudas, se la enseñó a Esteban, que se limitó a leerla con una sonrisa sin decir nada.
La mañana del 22 de marzo de 1568, en la catedral de la Asunción de Moscú, tuvo lugar un pavoroso acontecimiento.
Mientras celebraba la eucaristía, el metropolita Filipo se volvió de repente y, en presencia de una nutrida congregación de boyardos y opríchniki, denunció públicamente al zar, por el asesinato de inocentes en la última purga.
Iván, encolerizado, golpeó la tribuna con la punta metálica de su bastón, pero Filipo no se dejó amedrentar.
—Son mártires —declaró.
Fue un acto de gran valentía moral. Los boyardos temblaban.
—No ha de pasar mucho tiempo —replicó Iván— antes de que me conozcáis mejor.
Al cabo de unos días, el metropolita se refugió en un monasterio e Iván comenzó a ejecutar a los miembros de su curia.
Daniel tuvo la mala suerte de que precisamente al día siguiente de aquel suceso llegara a manos del zar la petición de tierra del monasterio de Russka.
La respuesta del zar fue inmediata y terrorífica. Al verla, ni Daniel ni el acogotado abad acertaron a concretar qué tenían que hacer.
Había llegado el día de San Jorge. Mijaíl, su esposa, su hijo Karp, Misha (el oso) y los dos hijos menores de la familia estaban listos.
El trabajo del año había concluido. Hacía tiempo que el grano estaba almacenado. De hecho, había habido poco que hacer desde entonces, como si, a modo de castigo por los terribles actos de su monarca, Dios hubiera enviado una parca cosecha a Rusia ese año.
Sobre el paisaje de pardas y grises tonalidades, un gélido viento traía livianos remolinos de polvorienta nieve que iban moteando la tierra, acartonada ya por el incipiente frío. Las cabañas de madera del Lugar Sucio olían a humedad; los árboles pelados y los campos, despojados de los tallos que habían producido, aguardaban con lúgubre desolación la capa de nieve que había de cubrirlos. El día de San Jorge, que anunciaba el inminente invierno.
Mijaíl y su familia estaban preparados para marcharse. El campesino ya tenía el dinero necesario para poder irse. A diferencia de muchos otros campesinos de la zona, no tenía deudas, pues las había pagado discretamente el mes anterior. Disponía de un buen caballo y de dinero para el viaje. Era un hombre libre. Ese mismo día podía dejar aquel lugar.
Tenía un plan ambicioso y simple a la vez. Irían a campo traviesa, por los bosques, hasta Múrom. Se quedarían allí hasta que, en la primavera probablemente, pudieran tomar un barco en el Oká hacia Nizhni Nóvgorod. En aquella ciudad encontrarían alguna embarcación que se dirigiera, siguiendo el curso del Volga, a las nuevas tierras donde los colonos eran libres.
Sería duro. No tenía la certeza de que lograran conseguir el dinero suficiente para vivir durante todo el viaje. No obstante, estaba convencido de que encontrarían la manera. El oso Misha les serviría, cuando menos, para ganar unos cuantos kopeks aquí y allá.
Sin embargo, pese a que lo tenían todo a punto para partir, aún seguían allí. Llevaban una semana esperando, sin hacer nada en la cabaña. Todos los días, Mijaíl o Karp iban a Russka y regresaban invariablemente con actitud sombría.
Ese día le había tocado ir a Karp. El camino de regreso lo hizo abatido.
—¿Y bien?
—Nada. Ni rastro. —Propinó una repentina y violenta patada a la puerta, pero Mijaíl, pese al sobresalto, no lo reprendió—. ¡Malditos explotadores! —gritó el joven.
—Quizás otro día —apuntó su madre sin convicción.
—Quizá —dijo Mijaíl.
Sabía, con todo, que era inútil. Estaban jugando con él.
Las normas para abandonar la propiedad de Borís eran simples. El campesino tenía que estar limpio de deudas y, en el plazo de una semana antes o después del día de San Jorge, informar al señor de que quería irse y pagarle la cantidad requerida para ello. Eso era todo.
Había, empero, una pega. El señor, o bien su administrador, debía estar allí para recibir la petición y el dinero pertinente.
Unos días antes de que comenzara el plazo, Borís y su esposa se habían marchado de improviso a Moscú; la casa de Russka había quedado cerrada. Mijaíl había ido a Russka a buscar al administrador y había regresado pálido de consternación.
El anciano y su esposa también habían desaparecido misteriosamente.
Nunca hasta entonces habían salido del pueblo; nadie sabía adónde habían ido ni dónde podían estar. La casa estaba vacía.
Incluso entonces le costó creerlo. Había oído hablar de casos en los que se habían aplicado esa clase de trucos, pero allí, en Russka, al lado de un monasterio, ¿podían darse tales cosas?
La respuesta era que sí. Los días transcurrían sin que el administrador diera señales de vida.
—Pero no creas que se han ido de la zona —dijo con furia Karp—. Ese administrador no se esconde muy lejos; si intentamos irnos sin pagar lo que nos corresponde, se presentará con media docena de hombres. Ya lo verás. Está esperando para seguirnos y arrestarnos como fugitivos. Después, él y el maldito señor nos exprimirán más que nunca. Apuesto a que en estos momentos nos están vigilando.
Había acertado en todo. Lo único que no adivinaron Mijaíl y Karp fue que su primo Daniel era el primer responsable de aquella argucia.
Para este, disponer los hilos de la trampa había sido coser y cantar.
Después del amedrentador mensaje del zar, no cabía duda de que el monasterio, y él en particular, iban a necesitar amigos a toda costa. El candidato ideal era Borís, servidor del zar.
El astuto monje no había tardado en descubrir que Mijaíl estaba liquidando con disimulo sus deudas. Esa mañana había ido en busca del propio Borís y, con toda discreción, lo había avisado de que su mejor campesino tenía intención de marcharse. Aparte, le había recordado qué procedimiento podía emplear para impedírselo.
Borís había dado las muestras de agradecimiento pertinentes.
—Siempre he sentido afecto por vuestro señor —aseguró Daniel.
Borís no se dejó engañar, pero, de todas formas, concluyó que el barbudo monje podía serle de utilidad.
—Estupendo —contestó—. Mantenedme informado de cualquier otra cosa que deba saber.
Y así pasó el día de San Jorge, y el siguiente, y el otro.
Siete días más tarde, cuando despertó poco después del amanecer, Mijaíl quedó conmocionado, aunque no sorprendido del todo, al averiguar que Karp se había ido con el caballo. En la mesa había un pequeño montón de monedas.
Tres días más tarde, un habitante de un pueblo situado a ocho kilómetros río abajo llegó a su puerta con un mensaje.
—Karp pasó por nuestro pueblo la otra mañana. Se ha ido. Dijo que dejó dinero por el caballo y que lamenta que no fuera más.
Mijaíl asintió mudamente.
—¿Dijo adónde iba?
—Sí. Al campo abierto.
Mijaíl suspiró. Era lo que sospechaba. Quizás ese fuera, después de todo, el lugar donde le correspondía estar a su hijo.
El campo abierto, la estepa, la tierra en la que, a lo largo de las últimas décadas, otros jóvenes decididos como Karp se habían sumado a aquellas bandas de individuos, mitad bandidos, mitad guerreros, que por entonces se hacían llamar cosacos.
Sí, el campo abierto era el sitio idóneo para él. Nunca volverían a verlo.
—Dijo que, por favor, cuidaseis del oso —añadió el hombre.
Ese mismo día, hasta Russka llegó otra noticia espeluznante.
Los hombres del zar Iván habían dado muerte al metropolita.
Elena conservaba la fe. Aún podía tener un hijo.
El mismo Esteban le infundía ánimos. Pese a que nunca le había dicho ni una palabra sobre Borís, el sacerdote imaginaba cómo debía de ser la vida que llevaban. Cuanto más la conocía, más piedad sentía por ella. Aun así, la aconsejaba siempre dentro de la vía correcta que correspondía a un sacerdote.
—Dios no nos recompensa por buscar la felicidad personal —le recordaba—, sino por olvidarnos de nosotros mismos. Los mansos heredarán la tierra, eso nos dejó dicho el Señor. Por eso debemos perdonar, debemos sufrir y, sobre todo, debemos tener fe.
Elena tenía fe. Tenía fe en que, después de todo, Dios le concedería un hijo; tenía fe en que, un día, su marido se apartaría del camino que seguía. Durante un tiempo, tras la desaparición de su padre, mantuvo la fe en que podía haberse salvado, pero Borís, que investigó el asunto, le dijo que lo habían ejecutado. Aunque no precisó de qué manera, Elena tuvo la impresión de que aquel suceso había impresionado a su marido.
Tal vez aquello lo devolviera a la senda del bien. Ese era su deseo y por ello rezaba, aunque por el momento lo hiciera en balde.
¿Cómo tener un hijo varón? Había un remedio que utilizaban las mujeres del pueblo y del que la esposa del sacerdote le había hablado en una ocasión. Consistía en untarse el cuerpo, y en especial las partes íntimas, con aceite y miel.
—Dicen que es infalible —le había asegurado su amiga.
De este modo, mientras el hombre al que realmente amaba le proporcionaba consuelo espiritual, se preparaba lo mejor que podía como un sacrificio para el marido cuya alma entenebrecida tenía el deber de salvar.
La primavera de 1569 trajo un tiempo frío y la promesa de otra magra cosecha. Del Báltico llegaron noticias de que el enemigo había tomado una fortaleza. Reinaba un clima de abatimiento generalizado.
A principios de junio, Daniel, el monje, sostuvo otra conversación con Borís.
El monje estaba preocupado. Las cosas funcionaban mal en Russka, aunque no era del todo culpa suya. Los acontecimientos de los últimos años —la subida constante de los impuestos para financiar la guerra, la disgregación de la opríchnina y las confiscaciones de tierra— habían tenido efectos negativos sobre la economía de Rusia. Además, había que tener en cuenta las malas cosechas. Todo había conducido a una negra recesión. Los ingresos procedentes de Russka habían bajado en picado y el viejo abad no sabía qué actitud adoptar, pues un día se quejaba del descenso para al siguiente sugerirle: «Quizá somos demasiado duros con esta gente que está pasando dificultades».
Había advertido que el anciano dirigía suplicantes miradas a Esteban después de estas conversaciones, lo que le llevó a tomar una decisión. Tenía que hacer algo.
Además, estaba el incidente relacionado con el zar que había provocado la primavera anterior y que no había resultado beneficioso para su reputación.
En lugar de dar su visto bueno o su negativa a la petición de tierra, Iván había enviado un extraño pero insultante mensaje. Era una piel de buey. El mensajero que la llevó, un joven opríchniki, obedeciendo a todas luces las instrucciones del zar hasta el último detalle, la arrojó con actitud burlona a los pies del abad, delante de toda la comunidad.
—Esto es lo que os dice el zar —anunció a voz en grito—: «Extended esta piel sobre el suelo y la tierra que abarque será vuestra».
—¿Eso es todo? —preguntó, aterrorizado, el abad.
—No. El zar promete visitaros en persona y entregaros la tierra que hayáis elegido, además de todo cuanto merezcáis.
—Sois vos, Daniel, el causante de esto —lo acusó con tristeza el abad tras la partida del mensajero—. En cuanto a esta piel —apuntó con un suspiro—, supongo que tendremos que conservarla.
La piel de buey había permanecido desde entonces en la habitación del abad, como incómodo recordatorio de que Iván iría a verlos un día u otro.
Lo primero que le convenía a Daniel, por consiguiente, era poner a Esteban en su lugar. No era un cometido difícil.
—Creo que deberíais saber —informó a Borís— que el sacerdote pasa más tiempo en vuestra casa ahora que ha muerto su esposa. —Y para rematar su propósito, agregó—: Vos mismo me dijisteis una vez que era un hereje. Lo vi aceptando algo de manos de ese inglés que trajisteis aquí. Los ingleses son todos protestantes, según tengo entendido, y aquello era una hoja de papel.
Era suficiente; estaba seguro. Borís no había dicho ni una palabra, pero estaba seguro de que con eso había bastante.
Para Borís, aquel venía siendo ya un año de malos presagios. En el norte había dudas sobre la lealtad de las ciudades de Nóvgorod y Pskov. Por lo que respectaba al sur, habían llegado noticias de que los turcos otomanos y los tártaros de Crimea preparaban una ofensiva contra las regiones meridionales del Volga. Y ahora, en verano, habían tenido conocimiento de que las dos potencias de Polonia y Lituania, que, por lo demás, llevaban actuando de forma conjunta desde hacía generaciones, se habían unido formalmente en un solo reino, gobernado por un rey polaco y católico.
—Y de eso se desprende una cosa —le había comentado a Elena—: que vamos a tener católicos desde Kiev hasta Smolensk justo al lado.
Y ahora el monje le decía que su mujer podría estar engañándolo con el sacerdote. Aunque no dijo nada, pasó largas horas rumiando sobre el asunto. No sabía qué pensar. Por una parte, sentía rabia y odio hacia aquel sacerdote hereje, que nunca le había inspirado simpatía, y hacia su esposa. No obstante, si Daniel pensaba que esa era una buena manera de provocar la caída en desgracia de Esteban, o cuando menos su expulsión de Russka, iba a sufrir una decepción, pues Borís resolvió no hacer nada, por el momento, más allá de someter a ambos a una discreta vigilancia.
Lo hizo por dos motivos. El primero era que, una vez pasada la primera oleada de celos, la razón le decía que la sospecha podía ser infundada. El hecho de que el sacerdote viera a su esposa no probaba nada. El segundo era una tortuosa idea que había concebido: si pudiera demostrar la infidelidad de su esposa, podría, en buena conciencia, divorciarse de ella.
«Basta fijarse en el zar Iván», pensó. Este había vuelto a casarse y tenía hijos varones de ambos matrimonios. El zar tenía un heredero. Quizá con otra esposa, a la que no produjera una secreta aprensión, él…
Y así comenzó una nueva fase de su matrimonio.
Elena no sospechaba en absoluto los pensamientos que abrigaba su marido. ¿Cómo iba a adivinarlos, cuando siempre había sido una especie de desconocido para ella? Si bien la posibilidad de que ella pudiera serle infiel le causaba a Borís dolor y rabia, por otro lado, se la hacía más deseable. Y así se debatía entre el deseo de mantenerla a distancia (como mujer contaminada) y el deseo de poseerla.
Y a la pobre Elena solo se le ocurría pensar: «A pesar de su mal humor, aún me encuentra atractiva después de todo».
A veces, mientras estaba acostado a su lado, parapetado en la coraza del rechazo que sentía en secreto por ella, llegaba incluso a desear, sin apenas tener conciencia de ello, que le fuera infiel. Ni él mismo habría sido capaz de precisar si era porque quería deshacerse de ella, o si era para satisfacer una profunda e inherente tendencia autodestructiva.
De esta forma, transcurrió el mes de junio.
El tiempo había sido muy variado después de las tardías heladas que habían arruinado las cosechas.
Una calurosa tarde de julio presidida por un inhabitual bochorno, cuando hasta la brisa se había detenido como si percibiera la futilidad de cualquier acto, Borís volvió a caballo del Lugar Sucio a Russka. Justo en el momento en que llegaba a la polvorienta plazuela, vio, cien metros más allá, a Esteban, el sacerdote, que bajaba despacio la escalera de su casa. Había estado con Elena.
El corazón dejó de latirle un instante.
No había nadie en la plaza. Las casas de madera y la iglesia de piedra parecían sumidas en una especie de sopor, como si esperaran un soplo de viento que, a modo de un beso suave, las devolviera a la vida.
Mientras Borís se acercaba a su casa, Esteban se alejaba, cabizbajo y meditabundo. Por fin desapareció al doblar una esquina.
Borís subió con sigilo la escalera y abrió la puerta.
Elena estaba allí, junto a la ventana abierta. Miraba la calle, el lugar donde se hallaba Esteban un minuto antes. Tenía los dedos apoyados en el marco de la ventana, totalmente inmóviles, e iluminados por un rayo de sol que caía justo sobre ellos. Llevaba un sencillo vestido de seda azul pálido. Él, como venía de los campos, no vestía de negro, como de costumbre, sino que lucía una túnica de lino blanco ceñida con un recio cinturón, igual que sus campesinos.
Pese a los desbocados latidos de su corazón, procuró respirar sin hacer ruido; quería saber cuánto tiempo se demoraría allí, mirando por dónde se había ido el sacerdote. Trató, sin moverse, de atisbar la expresión de su cara. Así transcurrió un minuto, y luego otro. Por fin se volvió. Tenía el semblante plácido, pero se sobresaltó al verlo. Cuando él se quedó mirándola sin decir nada, se ruborizó un poco.
—No te he oído entrar.
—Lo sé.
¿Habría hecho el amor con él? Buscó alguna señal que la delatara: un tenue arrebol en la cara; un desarreglo en el vestido o en la habitación. No detectó nada.
—Estás enamorada de él —declaró, traspasándola con la mirada.
Lo dijo en voz muy baja, sin el menor tono de interrogación, como un hecho que ninguno de los dos pudiera negar. Después observó su reacción.
Con un rubor intenso, Elena, confundida y angustiada, tragó saliva.
—No. Lo quiero solo como sacerdote.
—¿Acaso no es un hombre?
—Por supuesto. Es un buen hombre. Un hombre piadoso.
—Que hace el amor contigo.
—No. Nunca.
La observó de nuevo, sin saber si creerla.
—Embustera.
—¡Nunca!
Había dicho nunca. Podría haber utilizado otras palabras. Podría haber negado que lo hubiera deseado siquiera, pero había dicho: «Nunca». Eso significaba que sí lo había deseado. Y con respecto a si lo había llevado a la práctica o no…, ¿quién sabía? La razón le decía que lo más probable era que no, pero era demasiado orgulloso para confiar en ella, por si le mentía.
¿Acaso no había querido que le fuera infiel para poder divorciarse de ella? De improviso, todo aquello quedó relegado mientras miraba a esa mujer humilde y más bien vulgar con quien se había casado y que había cometido semejantes crímenes contra su orgullo.
Elena había palidecido. Estaba temblando de miedo.
—¡Nunca! Me insultas.
Muy bien. Tal vez fuera cierto. Entonces, advirtió en sus ojos algo que no había visto nunca: un fogonazo de desdén, de rabia.
Ya le enseñaría quién era él. De repente, avanzó y le propinó una violenta bofetada en plena cara. Tras proferir un grito ahogado, Elena se volvió hacia su marido, enfurecida y aterrorizada a la vez. Entonces, él la golpeó con la otra mano.
—¡Bravucón! —gritó ella de pronto—. Asesino.
Con eso era suficiente.
Le pegó. Le pegó una y otra vez. Después la violó.
A la mañana siguiente, se fue a Moscú.
En septiembre de 1569, la segunda esposa del zar Iván murió. En octubre, a su primo, el príncipe Vladímir, todavía un posible sucesor al trono, le acusaron de conspiración y le obligaron a tomar veneno. Luego mataron a los familiares del malogrado príncipe, incluida su anciana madre, que vivía en un convento.
A aquellos acontecimientos les sucedieron otros aún más terribles.
Al poco tiempo, Iván descubrió una nueva conspiración: las ciudades de Nóvgorod y Pskov tramaban segregarse de Rusia.
Es posible que hubiera algo de verdad en ello. En la actualidad, todavía no se ha esclarecido tal cuestión. No hubiera sido extraño que aquellos centros próximos a los puertos bálticos, y que habían gozado de gran independencia antaño, sintieran la tentación de sustraerse a los galopantes tributos y la tiranía de Moscovia integrándose en la nueva y formidable federación compuesta por Polonia y Lituania. Después de todo, siempre habían tenido mayor afinidad con las activas orillas del Báltico que con el lento talante del profundo corazón continental de Moscú.
Fuera como fuese, es un hecho constatado que a finales de 1569, acompañado por una numerosa fuerza de opríchniki, Iván el Terrible partió con gran secreto hacia Nóvgorod. No quería que en la ciudad se enteraran de su inminente llegada. Ni siquiera el comandante de la avanzadilla sabía adónde se dirigían. Todo viajero que hallaban a su paso recibía muerte en el acto, para que no se propagara la noticia de su avance.
En enero, el castigo del zar cayó sobre Nóvgorod.
Se ignora el número exacto de personas que fallecieron torturadas, quemadas y ejecutadas, pero no hay duda de que fueron miles. La ciudad de Nóvgorod, que había sido tan valiosa para Rusia durante los siglos anteriores, quedó devastada hasta tal punto que no volvió a recuperarse nunca. Después de haber matado a la mayoría de sus ciudadanos más destacados por el camino, Iván solo mandó ejecutar a cuarenta individuos en Pskov y quemó en la hoguera a algunos sacerdotes. Después regresó a Alexándrovskoie Sloboda.
Justo después de aquello, en Russka se produjeron dos sucesos de interés.
El primero fue el nacimiento del hijo varón de Elena. Como Borís aún no había vuelto de la campaña de Nóvgorod, ella y Esteban tuvieron que escoger un nombre. Eligieron Fiódor, y así lo bautizó Esteban. Fue él quien, ese mismo día, mandó una carta a Borís para darle la noticia.
El segundo suceso tenía por protagonista a Daniel, el monje, que en abril de 1570, con sus habituales ansias de enriquecer al monasterio, fraguó un nuevo plan. Guardaba relación con la piel de buey que había enviado el zar, y era tan astuto y osado que durante los siglos venideros sería conocido y recordado como el «ardid de Daniel».
La primera vez que se lo expuso al abad, este palideció de terror.
1571
Borís estaba ceñudo. En la plaza del mercado de Russka, bajo el trasiego de la gente, la nieve había adquirido la dureza de la piedra. Los pocos comerciantes que habían abierto sus puestos, por la fuerza de la costumbre más que nada, los cerraban en aquellos momentos. En la capa de nubes no había asomado ni un rayo de sol, ni, por lo demás, nadie había esperado que apareciera; y ahora el corto día se cerraba, igual que los puestos de ventas.
Borís había torcido el gesto al ver a Mijaíl y a su familia. Estaban junto a los restos de la única hoguera que habían encendido en el centro de la plaza. Mijaíl no respondió con un saludo a su mirada, aunque sí le dirigió una mirada desesperanzada. ¿Qué motivos tenía, al fin y al cabo, para mantener la esperanza?
Faltaba una semana para el comienzo de la Cuaresma, ¿y qué sentido tendría el ayuno de aquel año, cuando se había malogrado por tercera vez consecutiva la cosecha del verano anterior? Esa mañana, en el Lugar Sucio, había visto a una familia comiendo corteza de abedul molida. La corteza de los árboles…, ese era el último recurso del campesino cuando ya no quedaba nada de grano. Pocos tenían en los graneros reservas para resistir dos años de malas cosechas, y nadie para tres.
El monasterio había prestado ayuda a los más necesitados, pero sus reservas disminuían de manera alarmante. En algunas zonas del norte habían sufrido epidemias. Dos de las familias del Lugar Sucio habían huido el año anterior. En otros pueblos se habían producido deserciones aún más numerosas.
—La gente abandona la tierra —le había comentado a Borís otro propietario como él—, y nosotros no podemos hacer nada.
¿Adónde irían? Al este, seguramente. A las nuevas tierras cercanas al Volga. Pero ¿cuántos conseguirían superar siquiera el tremendo y gélido invierno?
Mijaíl y su maldita familia. Cómo debían de odiarlo…
Desde que Karp se fuera con el caballo, no habían levantado cabeza. Habían comprado otro animal y habían sobrellevado la segunda mala cosecha, pero habían tenido que recurrir a las reservas de dinero para salir del paso. No se había vuelto a hablar más de comprar su libertad. En cuanto a huir, como los otros, suponía que Mijaíl había llegado a la conclusión de que, con sus dos hijos pequeños, era más seguro estar cerca de un monasterio que intentar sobrevivir en las grandes extensiones incultas del este.
—Dadnos un kopek, Borís Davidov —le pidió entonces el campesino—. Aunque solo sea para el oso.
No se le escapó la amarga ironía contenida en aquellas palabras. Dejad que mis hijos se mueran de hambre, pero apiadaos del animal: ese era el mensaje.
—Al demonio con el oso —contestó antes de seguir adelante.
El animal estaba igual de flaco que los campesinos. Con Mijaíl nunca había ejecutado tan bien los números como con Karp, y era probable que el hambre lo volviera agresivo. Allí lo tenían, sujeto con una cadena. ¿Por qué diantre no lo mataban? Borís se volvió para mirar la torre de vigilancia que se alzaba, alta y gris, por encima de la puerta de entrada del pueblo. Últimamente, subía a ella todos los días, pues, para colmo de males, habían llegado noticias de que se preveía un ataque de los tártaros de Crimea. Por el momento, no había ocurrido nada, pero Borís escrutaba con ansiedad el horizonte día tras día.
Acababa de bajar precisamente de allí. Bajo el alto tejado puntiagudo, con la mirada tendida sobre la inmensa planicie del este, había permanecido a solas con sus pensamientos. Allá, muy lejos, estaban el Volga y la distante Kazán. Allá se prolongaba el vasto imperio oriental del zar. ¿Por qué, después de su santa cruzada, se había convertido su centro en gélida piedra, asolada por la hambruna y el desaliento? Mientras contemplaba las inacabables extensiones grises, Borís tuvo la impresión de que Russka quedaba engullida y perdida en la larga noche del invierno. Nada se movía allá afuera. Nada surcaba el cielo, continuamente encapotado. La nieve, que, por lo general, se consideraba que era una protección para la tierra, se le antojaba entonces como una capa de miseria que habían endurecido los glaciales vientos. Todo era gris. Desde su atalaya, veía entero el gran campo del Lugar Sucio, que ese día parecía un amplio cementerio sin lápidas.
Después se había puesto a pensar en su reducida familia, y en el niño, Fiódor. Eso también añadió acritud a su semblante.
¿Era suyo el niño? Aquella pregunta llevaba repitiéndose en su mente desde hacía casi un año y medio. Era posible, desde luego. Podría ser que aquella tarde en que le pegó y la forzó…, podría ser que hubiera concebido entonces. Pero ¿y si no fue ese día? ¿Y si el sacerdote había estado ya con ella, o había ido a verla al día siguiente, o al otro?
A medida que pasaban los meses, cavilaba con más frecuencia sobre la cuestión. Cuando nació el niño, no recibió el mensaje de su mujer, sino del sacerdote, que había elegido el nombre que le pondrían. Este era, para colmo, el mismo que el del hermano de Elena a quien tanto detestaba. ¿Había una doble intención en ello? Cuando por fin regresó, examinó con minuciosidad al pequeño. ¿A quién se parecía? Era difícil determinarlo. No tenía trazas de parecerse a nadie. Pero el tiempo lo delataría; sus futuras facciones evidenciarían la verdad, estaba seguro.
Mientras tanto se había dedicado a observarlos a los dos. El sacerdote lo había felicitado con una sonrisa. ¿Había un asomo de burla en ella? Su esposa había dirigido una leve sonrisa al sacerdote, que permanecía a su lado en una actitud que Borís creyó protectora. ¿Había complicidad entre ambos?
Cuanto más dejaba que aquellos pensamientos se adueñaran de su mente, mayor era el brío con que crecían, a la manera de una planta malsana pero fantástica que, al florecer, adquirió en la imaginación de Borís una especie de sombría belleza, como una de aquellas portentosas plantas mágicas que, a decir de algunos, florecían solo de noche, en las profundidades del bosque. Él observaba la flor, la mimaba; en cierto sentido, en los más oscuros recovecos de su ser, llegó a quererla de la misma manera que el hombre que se acostumbra a alimentarse de veneno y luego no puede prescindir de él.
En diciembre, cuando el niño tenía nueve meses, comenzó a afianzarse en su interior la idea de que no era suyo. Ya fuera porque esa era la conclusión normal de tanta conjetura, o porque las tenebrosas flores de aquella planta que había criado requerían la condición de esa certeza para revelarse en todo su esplendor, o bien porque había recibido el impulso de algún detalle externo, lo cierto fue que la duda se transformó en convicción. La cara del pequeño, mirada desde ciertos ángulos, empezó a parecerle alargada, como la del sacerdote. Su mirada tenía un aire solemne. Las orejas, sobre todo, no eran las suyas, ni tampoco las de su esposa. No eran como las de Esteban tampoco, pero guardaban mayor similitud con las de este que con las de Borís. Así al menos le pareció al señor del Lugar Sucio en una de las repetidas inspecciones a que sometía en secreto al niño.
Ese día se había quedado en lo alto de la torre de vigilancia, solo con sus cavilaciones, contemplando los infinitos yermos hasta reafirmarse en sus conclusiones. El pequeño que gateaba por el suelo de su casa y le sonreía no era hijo suyo. Aún no había decidido qué iba a hacer.
Había llegado justo a la altura de la iglesia cuando oyó un grito procedente de las puertas y se volvió para ver qué pasaba.
Daniel, el monje, fue el primero en verlos: dos grandes trineos, que se acercaban zigzagueando sobre el cauce helado del río desde el norte. Tirados cada uno por tres magníficos caballos negros, se dirigieron a toda velocidad a las puertas del monasterio.
Hasta que los tuvo más cerca, no se percató de que sus ocupantes iban todos vestidos de negro, y ya estaban casi en la puerta cuando vio bien perfilada la cara del alto y demacrado individuo envuelto en pieles que viajaba en el primer trineo.
Entonces se santiguó y, presa de puro terror, se hincó de rodillas en la dura nieve.
Era Iván.
Como de costumbre, había salido de Alexándrovskoie Sloboda en secreto, sin avisar. Con sus raudos caballos, había viajado velozmente, unas veces de día y otras de noche, de monasterio en monasterio en medio del gélido silencio del bosque.
Sin perder tiempo, la comitiva continuó hasta el centro del patio del monasterio. Los monjes aún no se habían recobrado de la sorpresa inicial cuando el alto personaje bajó del trineo y se puso a caminar a grandes zancadas hacia el refectorio. Iba tocado con un alto gorro cónico de piel. En la mano derecha llevaba un largo bastón con empuñadura de oro y plata, así como una acerada contera de hierro que dejaba profundos agujeros en la nieve tras su paso.
—Llamad al abad —ordenó con un potente vozarrón que resonó en el patio helado, provocando un estremecimiento en los monjes—. Decidle que está aquí su zar.
Transcurrieron unos cinco minutos antes de que estuvieran todos congregados en el refectorio. El anciano abad estaba delante de los ocho monjes, entre los que se contaba Daniel. Los doce opríchniki que acompañaban al zar se apostaron junto a la puerta. Iván, que había tomado asiento en un pesado sillón de roble sin quitarse el gorro de piel, los observaba con aire melancólico. Tenía la barbilla apoyada en el pecho, de tal forma que la boca quedaba medio oculta por su prominente nariz. Bajo las pobladas cejas, sus ojos refulgían mientras escrutaba con suspicacia, uno por uno, a los monjes. El largo bastón reposaba a su lado, sobre el respaldo de la silla.
Estuvo un momento sin decir nada.
—Mi leal servidor, Borís Davidov Bobrov, ¿dónde está? —inquirió luego en voz baja.
—Arriba, en Russka —respondió alguien, que se apresuró a cerrar después la boca como si nunca hubiera tomado la palabra.
—Id a buscarlo —ordenó, impasible.
Uno de los opríchniki desapareció por la puerta. Luego se produjo un largo silencio, tras el cual clavó su penetrante mirada en el abad.
—Os enviamos una piel de buey. ¿Dónde está?
Si el viejo abad parecía aterrorizado, no fue menor el miedo que se adueñó entonces de Daniel. De repente, en aquella nueva y pavorosa situación, cara a cara con el zar, el plan que en otro tiempo le pareció tan osado ahora se le antojaba penoso. Era, además, impertinente. Sentía que se le agarrotaban las piernas, y habría dado algo por poder esconderse en el fondo de la sala.
—El hermano Daniel se encargó de ella —oyó que respondía el abad—. Él os explicará lo que ha hecho.
Entonces sintió la mirada del zar sobre él.
—¿Dónde está mi piel, hermano Daniel?
No tenía otro remedio que contarle la verdad.
—Tal como dijisteis que podíamos hacer, gosudar, la utilizamos para delimitar un trozo de tierra que, si su majestad tuviera a bien, podría conceder a este su leal monasterio.
—¿Pedís algo más? —preguntó Iván, sin despegar la vista de él.
—No, gran señor, con eso es suficiente.
El zar se puso en pie. Al lado de todos ellos, destacaba como una torre.
—Enseñádmelo.
En verdad, la idea había sido ingeniosa. Después de todo, el mensaje del zar era bien explícito: debían utilizar la piel de buey para delimitar la tierra que abarcase. ¿Por qué no, entonces, cortarla a tiras? O ya puestos, ¿por qué no subdividir las tiras? O yendo más lejos incluso…
A finales de verano, Daniel había puesto a trabajar a varios monjes. Con ayuda de afilados peines y cuchillos, se habían aplicado a desmenuzar la piel, sacando no meras tiras, sino una auténtica madeja de hilos. Desenroscando con cuidado esta madeja, enrollada ahora en torno a un trozo de madera, se podía rodear una superficie de unas cuarenta hectáreas.
El mismo Daniel había marcado el perímetro con estacas el día de San Nicolás.
Entonces, con la madeja de hilo en la mano, seguido de Iván, el abad y los opríchniki, el monje se encaminó hollando la nieve al lugar marcado con las estacas. Había comenzado a desenroscar el hilo cuando oyó la voz de Iván.
—Es suficiente. Venid.
Ya estaba. Se enderezó y se presentó delante del zar, esperando su sentencia de muerte.
Iván adelantó su larga mano y tomó a Daniel por la barba.
—Un monje astuto —dijo con voz queda—. Sí, un monje astuto. El zar mantiene su palabra —declaró, lanzando una sombría mirada al abad—. Tendréis esta tierra.
Los dos monjes realizaron profundas reverencias, rezando con fervor.
—Me quedaré aquí esta noche —anunció Iván. Luego inclinó la cabeza, pensativo—. Y, antes de irme, habréis aprendido a conocerme mejor.
Se volvió. Y entonces esbozó una sonrisa, pues por la nieve se acercaba, presuroso, un hombre vestido de negro.
—Ah —exclamó—, ahí llega un leal servidor. Borís Davidov —lo llamó—, vos ayudaréis a estos astutos monjes a conocerme mejor. —Después, mirando al abad, recordó—: Vamos, es casi la hora de vísperas.
Ya había oscurecido afuera cuando, entre el resplandor de todas las velas que habían podido reunir, los monjes se pusieron a cantar, temblorosos, el servicio de vísperas.
Frente a ellos, con los atavíos dorados que vestía en los días de fiestas señaladas, con una extraña y lúgubre sonrisa en los labios, el zar Iván dirigía el canto con su bastón. En cierto momento, el terror hizo desafinar a un joven monje. Iván, taladrando con la mirada al infractor, golpeó las losas del suelo con la punta metálica de su bastón y les hizo comenzar de nuevo el himno.
En un par de ocasiones, como si hubiera sufrido un repentino espasmo, Iván se volvió y, dejando caer con estrépito el bastón, se postró para golpearse la frente contra el suelo, al tiempo que exclamaba: «Gospodi Pomily», (Señor, ten piedad).
Al cabo de un momento, no obstante, las dos veces se levantó, recogió el bastón y, con la misma sonrisa siniestra, volvió a dirigir los cánticos como si nada hubiera ocurrido.
Por fin concluyó el servicio. Los nerviosos monjes se dispersaron en dirección a sus celdas e Iván retornó al refectorio, donde ordenó que llevaran comida y bebida para él, Borís y los demás opríchniki.
Mandó llamar asimismo al abad y a Daniel. Cuando llegaron, los hizo quedarse al lado de la puerta.
Mientras el zar se disponía a comer, Daniel advirtió algo extraño en él. Era como si, de algún modo, el servicio en la iglesia lo hubiera excitado. Tenía los ojos algo enrojecidos y parecía un poco ido, como si hubiera entrado en otra dimensión mientras su cuerpo seguía efectuando, de manera casi irrisoria, los movimientos que exigía su presencia en este mundo.
Le ofrecieron su mejor vino y toda la comida que encontraron. Durante varios minutos comió y bebió en actitud meditativa. El opríchniki que permanecía a su lado tenía la precaución de probarlo todo primero, para cerciorarse de que no estaba envenenado. Los demás comían en silencio, incluido Borís, a quien Iván había sentado enfrente de él.
Al cabo de un rato, el zar alzó la vista.
—De modo, abad, que me habéis estafado cuarenta hectáreas de tierra fértil —señaló con calma.
—Estafado, no, gosudar —repuso con voz trémula el abad.
—Vos y ese perro de cara peluda que tenéis al lado —continuó Iván—. Ahora aprenderéis que el zar eleva y rebaja; él os lo da y él os lo quita. —Les lanzó una mirada de desprecio—. Mientras venía, sentí hambre —declaró en un tono ampuloso—, y, sin embargo, no encontré ciervos en los bosques. ¿Por qué?
—Los ciervos —respondió el abad, superado el primer instante de desconcierto— han sido escasos este invierno. La gente pasa hambre…
—Os impongo una multa de cien rublos —anunció Iván sin alterarse—. ¿No hay ningún entretenimiento aquí, Borís Davidov? —le preguntó a este.
—Yo tenía un hombre que tocaba y cantaba bastante bien, señor, pero murió la primavera pasada. Hay un individuo que tiene un oso —dijo con aire dubitativo, tras una pausa—, pero no sabe hacer muchas cosas.
—¿Un oso? —A Iván se le iluminó el semblante—. Eso está mejor. Tomad un trineo y traedlo, buen Borís Davidov. Traedlos sin tardanza.
Borís se levantó y se encaminó a la puerta. Acababa de llegar a ella cuando Iván, después de tomar un trago de vino, le ordenó:
—¡Deteneos! —Paseó la vista por la sala para observar la reacción de los presentes—. Llevaos dos trineos, Borís Davidov, el mío y el otro. Poned al oso en el primero. Vestidlo con mis pieles. Que se cubra con el sombrero del zar. —Se quitó el alto gorro y se lo arrojó a Borís—. Que el zar de todos los osos venga a visitar al zar de todas las Rusias.
Luego prorrumpió en carcajadas y los opríchniki, siguiendo su ejemplo, se pusieron a aporrear la mesa con los platos.
—Y ahora —dijo, volviéndose hacia el abad con un semblante en el que no quedaba ni rastro de su alborozo anterior— decidle a ese bribón de cara peluda que tenéis al lado que me traiga un bote de pulgas.
—¿Pulgas, señor? —murmuró el abad—. No tenemos pulgas.
—¡Un bote de pulgas, he dicho!
De repente, Iván se levantó y se acercó a ellos, rascando el suelo con la contera del bastón. Luego se plantó ante ambos. Daniel advirtió que era algo más corpulento de lo que había creído, lo cual no hizo sino aumentar su terror.
—¡Pulgas! —tronó—. Cuando el zar ordena algo, es traición desobedecerlo. ¡Pulgas! —Golpeó con tremenda violencia el suelo delante del abad—. Pulgas. Siete mil. ¡Ni una menos!
Era uno de sus ardides favoritos pedir lo imposible. Aun cuando el abad no lo sabía, había empleado esa misma demanda de pulgas otras veces. El anciano temblaba. Daniel temió que fuera a sufrir un ataque al corazón.
—No disponemos de ellas, señor —repuso Daniel con un ronco susurro, pese a sus esfuerzos por mantener firme la voz.
—Entonces pagaréis una multa de cien rublos, hermano Daniel —replicó el zar, sin inmutarse.
Por un segundo, justo por un instante, Daniel se dispuso a protestar. Entonces recordó que, no hacía mucho, el zar había atado a un monje a horcajadas sobre un pequeño barril de pólvora antes de encender la mecha. Guardó silencio, rogando por que no se hubiera percatado de su impulso.
El zar Iván volvió a su mesa, indicando a los dos monjes que debían quedarse donde estaban.
Luego, sin prestarles ya la menor atención, se puso a charlar y a reír con los opríchniki. Hizo una alusión a otro monasterio, a algo que le había hecho —Daniel no alcanzó a oír qué fue— a un monje de allí. Aquello provocó una cascada de risas y un escalofrío en la espalda de Daniel.
Transcurrió media hora. El zar Iván bebía sin parar, pero era evidente que no perdía el control. Cada vez que se llevaba la copa a los labios, Daniel reparaba en el apagado brillo de las grandes piedras de sus anillos. Cada pocos minutos, sus ojos recorrían, inquietos, la gran sala, deteniéndose en los fragmentos de sombra.
—Traed más velas —ordenó—. Quiero más luz. —Parecía desconfiar de la oscuridad.
Trajeron algunos candelabros de la iglesia y los dispusieron en los rincones.
Justo en ese momento se oyó un alboroto en la puerta y uno de los opríchniki anunció que el oso había llegado. Todos acudieron a la entrada a mirar, detrás del zar.
Era un espectáculo grotesco. Precedido por cuatro hombres con antorchas encendidas, el trineo entró en el patio. Los atemorizados monjes se asomaban a las ventanas y a las puertas.
El animal iba sentado, con un magnífico abrigo de marta cebellina cubriendo su esquelético cuerpo. En la cabeza llevaba el gorro cónico del zar; de su cuello, pendía un crucifijo dorado que Borís había cogido de la capilla.
Dirigido por un perplejo Mijaíl, el oso recorrió, erguido sobre las patas posteriores, el trecho que había desde el trineo hasta el refectorio.
—¡Postraos! —gritó con voz estentórea Iván a los monjes asomados a las puertas—. ¡Postraos ante el zar de todos los osos!
Él, por su parte, condujo al animal hasta su propia silla y lo invitó a sentarse. Después, en una bufa ceremonia, el zar los obligó a todos, incluido el abad, a hacer una profunda reverencia ante el oso, antes de que le quitaran el gorro y el abrigo.
—Ven aquí, campesino —ordenó el zar a Mijaíl—. Enséñanos qué sabe hacer.
No fue una gran representación. Delante del zar y de sus hombres sentados, Mijaíl hizo que el animal realizara los números acostumbrados. El oso se puso en pie, bailó con pesados movimientos y juntó las garras como si batiera palmas.
Daba más bien pena verlo como estaba, en la piel y en los huesos por la falta de comida. Al poco rato, aburrido, Iván mandó a Mijaíl y al oso a un rincón de la estancia.
Fuera era noche cerrada. En la capa de nubes se habían abierto algunas brechas que dejaban ver unas pocas estrellas. Dentro, mudo y con expresión apesadumbrada, de vez en cuando, Iván indicaba a Borís que llenara de vino la copa de ambos.
—Dicen —murmuró, muy quedo— que podría retirarme y hacerme monje. ¿Lo habéis oído?
—Sí, señor. Lo dicen vuestros enemigos.
Iván asintió con lento gesto. En los primeros momentos que siguieron a la creación de la opríchnina, muchos boyardos habían sugerido aquella solución.
—Y, sin embargo —prosiguió—, tienen razón. Aquellos a quienes Dios elige para gobernar sobre los hombres no gozan de libertad, sino de una terrible carga; no viven en un palacio, sino en una prisión. —Calló un instante—. Ningún gobernante está a salvo, Borís Davidov. Incluso yo, que fui escogido por Dios para reinar sobre los hombres de acuerdo con mi voluntad…, incluso yo debo escrutar las sombras de la pared, por si alguna empuñara un cuchillo. —Bebió con aire pensativo—. Sí, quizá sea mejor la vida de monje.
Sentado con el zar Iván, Borís sentía también el opresivo silencio de las sombras. Había bebido mucho, pero aún tenía la cabeza clara; en lugar de confusión, notaba en su interior un ánimo melancólico que se agudizaba más y más conforme penetraba en el mundo crepuscular de aquel monarca al que profesaba auténtica devoción. Él también, a su humilde escala, sabía lo que era padecer las engañosas apariencias y las fantasmagorías de la noche. Él también sabía que a la fría luz del alba un terrible fantasma nocturno podía volverse real.
«Lo matarán —pensó—, si él no los mata antes.»
Y allí se encontraba él, sentado frente a aquel gran hombre agobiado por las tribulaciones, su zar, que de nuevo lo acogía en su más profundo reducto de intimidad. Cómo ansiaba compartir la vida de aquel poderoso personaje, tan cercano y a la vez omnipotente, tan terrible y a la vez tan sabio, que leía en los corazones de los hombres.
Bebieron en silencio.
—Decidme, Borís Davidov, ¿qué vamos a hacer con ese tunante de clérigo que le ha robado tierra al zar? —preguntó por fin Iván.
Borís reflexionó un momento. Era un honor que el zar le consultara. Aunque Daniel no le inspiraba ninguna simpatía, sabía que debía contestar con tino.
—Es una persona útil —señaló—. Le gusta el dinero.
Iván lo miró, pensativo. Tenía los ojos más enrojecidos, pero la mirada seguía siendo igual de penetrante. Entonces adelantó su larga mano para tocar el brazo de Borís, provocando una oleada de emoción en este.
—Buena respuesta —alabó con una siniestra sonrisa—. A ver si le sacamos un poco de dinero.
A continuación, señaló a dos de los opríchniki y les dio instrucciones en voz baja. Los dos individuos se acercaron a los monjes, que seguían inmóviles junto a la puerta, y se llevaron a Daniel.
Borís sabía qué iban a hacer. Lo atarían, probablemente boca abajo, y lo golpearían hasta que les dijera dónde estaba escondido todo el dinero del monasterio. Los sacerdotes y los monjes siempre tenían dinero y, por lo general, revelaban sus escondrijos con relativa rapidez. Borís no experimentaba la menor lástima por él. Ese era el más leve de los castigos que infligía Iván. Daniel se merecía aquello y más.
Con todo, la larga velada del zar no había hecho más que empezar.
A partir de un leve indicio, un involuntario guiño del ojo izquierdo del soberano, Borís comprendió lo que se avecinaba. Había oído hablar de ello a otros opríchniki y sabía que solía ocurrir después de haber asistido a un oficio religioso. Iván tenía ganas de infligir más castigos.
—Decidme, Borís Davidov —inquirió en voz baja—, ¿quién hay aquí que no sea de fiar?
Borís calló un momento.
—Recordad vuestro juramento —murmuró con suavidad Iván—. Habéis jurado decir todo lo que sabéis al zar.
Era verdad. No tenía por qué dudar.
—Tengo entendido que aquí hay un clérigo culpable de herejía —denunció.
Esteban se llevó una sorpresa cuando aquellos cuatro extraños individuos entraron a registrar su celda.
No pasaron nada por alto. De forma sistemática, con la habilidad que da una prolongada práctica, repasaron las pocas posesiones que había traído de su anterior hogar y que tenía guardadas en una caja; rebuscaron en el banco donde dormía y entre sus escasas ropas; examinaron las paredes y no habrían tardado en levantar el suelo si uno de ellos no hubiera descubierto, en un intersticio entre las tablas de la pared, lo que buscaban: el panfleto.
Qué extraño. Esteban casi había olvidado su existencia. No lo había mirado siquiera durante meses, y lo guardaba simplemente como prueba, para constatar, de vez en cuando, lo que podían afirmar sobre los monjes ricos quienes disponían de libertad para hacerlo.
Podría haber alegado incluso que no sabía qué era, de no ser por un detalle: el mismo día en que Wilson se lo dio, mientras todavía lo tenía fresco en la memoria, escribió en el margen la traducción que del texto había hecho el inglés.
Cuando lo introdujeron a empellones en el refectorio, le enseñaron el papel al zar.
Iván lo leyó despacio, en voz alta. De cuando en cuando paraba y, con voz profunda, le señalaba a Esteban la naturaleza exacta de las lamentables herejías que había plasmado de su puño y letra.
Pese a que algunos protestantes, como los mercaderes ingleses, se beneficiaban de su tolerancia, por ser extranjeros —y mejores al menos que los católicos—, Iván consideraba insultante el tono de sus escritos. ¿Cómo podía él, el zar ortodoxo, dar por buenos los insolentes argumentos de tendencia antiautoritaria que esgrimían? Tan solo unos meses antes, el verano anterior, había permitido a uno de esos individuos, un husita de Polonia, que expusiera su punto de vista delante de él y de toda su corte. Su respuesta había sido soberbia. La había puesto por escrito en páginas de pergamino y se la había entregado a aquel extranjero ignorante dentro de una caja adornada con piedras preciosas. Con frases contundentes, el zar había aplastado al impertinente hereje de una vez por todas.
—Rezaremos a nuestro Señor Jesucristo —había concluido— para que proteja al pueblo de Rusia de las tinieblas de vuestras malvadas doctrinas.
Y ahora tenía ante sí a aquel monje alto y serio, que escondía una inmundicia como aquella en un monasterio.
—¿Qué tenéis que decir al respecto? —preguntó, asestándole una furibunda mirada cuando acabó de leer el panfleto—. ¿Creéis estas cosas?
Esteban lo miró con tristeza. ¿Qué podía decir?
—Son opiniones de extranjeros —respondió por fin.
—Y, sin embargo, las guardabais en vuestra celda.
—Como una curiosidad. —Era cierto, o casi.
—Una curiosidad. —El zar repitió la palabra con una lenta y deliberada carga de desprecio—. Veremos, monje, qué otra curiosidad podemos localizar para vos. —Luego se dirigió al abad—: Tenéis extraños monjes en vuestro monasterio —dijo en tono acusador.
—Yo no sabía nada de esto, señor —alegó, angustiado, el anciano.
—Pero mi fiel Borís Davidov sí. ¿Qué debo pensar de tamaña negligencia? —Hizo una pausa—. No necesito ningún tribunal eclesiástico para dirimir esta cuestión —señaló—. ¿No es así, abad?
El viejo le dirigió una muda mirada de impotencia.
—Habéis hecho bien, Borís —alabó Iván—, en denunciar a este monstruo.
De hecho, el mismo Borís se había quedado atónito por el contenido del panfleto.
—¿Cómo vamos a castigarlo? —se preguntó el zar de viva voz, mientras barría con la vista la sala.
Cuando vio lo que quería, se levantó del asiento.
—Venid, Borís —dijo—, venid a ayudarme a impartir justicia.
Llevó cierto tiempo, pero, aun así, Borís no experimentó compasión alguna. Aquella terrible noche, regada con vino, impregnada del poder hipnótico del zar, consideró que lo que le hicieron a Esteban fue una cumplida y adecuada venganza por las injusticias que había padecido.
«Que muera el sacerdote —pensaba—. Que reviente esa víbora, que encima es un hereje.»
Había presenciado muchas muertes peores que aquella. Pero el método concreto que aplicaron esa noche pareció divertir mucho al zar.
Despacio, muy despacio, había cruzado la estancia hasta donde se encontraba Mijaíl y le había quitado de la mano la cadena con la que llevaban al oso de un lado a otro.
—Ven, Misha —le había dicho con voz suave al animal—. Ven, Misha, zar de todos los osos. El zar de Rusia quiere que hagas algo. —Entonces lo condujo hacia el sacerdote.
Obedeciendo a una señal suya, Borís se apresuró a atar el otro extremo de la cadena al cinturón de Esteban, con lo que el oso y el hombre quedaron unidos, con solo unos palmos de distancia de por medio.
Rodeando a Borís por el hombro, el zar lo llevó de vuelta a la mesa.
—¡Ahora haced que el buen zar de los osos se encargue de este hereje! —ordenó a los otros opríchniki.
Al principio les costó un poco. Esteban, sin decir nada, se puso de rodillas y tocó el suelo con la frente; luego se puso en pie y, tras santiguarse, permaneció inmóvil ante el oso con la cabeza inclinada, en actitud de orar. Aun estando medio muerto de hambre, el pobre animal se limitó a mirar con desconcierto a uno y otro lado.
—Tomad mi bastón —indicó Iván.
Los servidores de negras vestiduras formaron un círculo en torno a los dos y se dedicaron a asestarles puyazos, primero a uno y luego a otro. A continuación, empujaron al sacerdote por detrás, mientras azuzaban al animal con la aguzada punta del bastón de Iván.
—¡Hoida! ¡Hoida! —gritaba Iván. Esa era la voz que utilizaban los tártaros para arrear a sus caballos y que él había adoptado como exclamación predilecta de estímulo—. ¡Hoida!
Golpearon a la bestia y al hombre; atosigaron al oso hasta que, por fin, confuso, rabioso e irritado por el dolor, reaccionó atacando al hombre encadenado a él, puesto que era lo único que tenía a su alcance. Ensangrentado a consecuencia de los zarpazos, Esteban trataba involuntariamente de protegerse de ellos.
—¡Hoida! —gritaba el zar—. ¡Hoida!
De todas formas, el oso no llegaba a darle muerte y, al final, Iván indicó a sus hombres que llevaran a Esteban afuera para rematarlo en el patio.
La noche, sin embargo, aún no había concluido. El zar Iván todavía no tenía ganas de irse a dormir.
—Más vino —ordenó a Borís—. Sentaos a mi lado, amigo mío.
Pareció como si, durante un rato, el zar se olvidara de las demás personas que había en la sala, e incluso tal vez hubiera apartado del pensamiento al sacerdote al que acababa de matar. Por espacio de un momento observó, taciturno, los anillos que adornaban sus dedos.
—Mirad, este es un zafiro —dijo—. Los zafiros me protegen. Aquí llevo un rubí. —Señaló una gran piedra engastada en el anillo del dedo medio—. Los rubíes limpian la sangre.
—No lleváis diamantes, gosudar —señaló Borís.
Iván le tomó con suavidad la mano, al tiempo que le dirigía una sonrisa que denotaba un sorprendente grado de intimidad y franqueza.
—¿Sabéis?, dicen que los diamantes mantienen al hombre a salvo de la rabia y la voluptuosidad, pero nunca me han gustado. Quizá sea un error.
Borís casi sentía la necesidad de pellizcarse para cerciorarse de que no soñaba, de que realmente era el zar el que estaba sentado allí, a su lado, conversando con él como con un hermano, con la misma proximidad y dulzura que un amante.
—Tomad. —Iván se quitó otro anillo—. Sostenedlo en la mano, Borís. Veamos. Ah, sí. —Al cabo de un momento volvió a tomar el anillo—. Todo marcha bien. Es una turquesa. Si pierde color en la mano, significa muerte. Mirad —mostró, sonriente— cómo conserva el color.
Guardó silencio durante un minuto. Borís también calló, para no interrumpir sus pensamientos.
Luego, de improviso, Iván se volvió hacia él.
—¿Por qué odiabais al sacerdote? —inquirió.
Borís contuvo la respiración, aunque la pregunta no había sido formulada en actitud agresiva, sino más bien al contrario.
—¿Cómo lo sabíais, señor?
—Lo he visto en vuestra cara, amigo mío, cuando lo han traído. —Volvió a sonreír—. Era un auténtico hereje y merecía morir, pero, de todas formas, lo habría matado para complaceros.
Borís bajó la mirada. Oyendo tales palabras de labios del zar, se sentía a punto de estallar de emoción. El zar, tan terrible, era su amigo. Apenas podía creerlo. A sus ojos afloraron unas lágrimas. Ni él mismo se hacía cargo realmente de lo solo que había estado todos esos años.
De repente, experimentó la urgencia de compartir sus amargos secretos con el zar, que se preocupaba por él. ¿Quién más apropiado que el representante de Dios en la Tierra, el protector de la única y verdadera Iglesia?
—Vos tenéis un hijo, gosudar, que dará continuidad a vuestro linaje real —dijo—. Yo no tengo ningún hijo varón.
—Tenéis tiempo para engendrar hijos, amigo mío, si esa es la voluntad de Dios —murmuró, extrañado, Iván—. Así pues, ¿no tenéis ningún hijo?
—No lo sé —respondió Borís—. Tengo uno, pero creo que no lo tengo.
Iván lo observó con atención.
—¿Os referís…, el sacerdote…?
—Eso creo —confirmó.
Iván guardó silencio un instante, mientras se llevaba la copa de vino a la boca.
—Podríais tener otros hijos —dijo, dirigiéndole una intensa mirada—. Yo he tenido dos esposas y las dos me dieron hijos varones. Tenedlo siempre presente.
Borís asintió con los labios apretados, enmudecido por un nudo de emoción que se le había formado en la garganta.
Iván recorrió la habitación con la mirada. Tenía los ojos un poco velados y un aire ausente.
Al poco se puso en pie. Borís se apresuró a levantarse, pero Iván le indicó, con un gesto decidido, que se postrara ante él en el suelo. Después alzó con suavidad el borde de su larga túnica y la dejó caer sobre la cabeza de Borís, igual que el novio cubre a la novia en la ceremonia de la boda.
—El zar es vuestro único padre —declaró en un tono ampuloso. A continuación, volviéndose hacia los otros opríchniki, ordenó—: Traednos las capas y esperadnos aquí. —Después de ponerse el abrigo de marta cibelina y el puntiagudo gorro, invitó en voz baja a Borís—: Venid, seguidme.
Había más estrellas en el corazón de la noche. Sobre el monasterio pasaron unas lentas nubes deshilachadas, mientras, como un barco con las alas desplegadas, haciendo repiquetear el bastón contra la nieve helada, el zar Iván atravesaba el solitario patio y se encaminaba al río Rus.
Seguido por Borís, el alto zar avanzó con porte solemne por el camino y, tras cruzar la gruesa capa de hielo del río, emprendió la subida hacia el pueblo.
El silencio era absoluto. La torre, con su alto tejado puntiagudo, se erguía como una aguerrida presencia sobre los retazos de cielo estrellado.
Sin pronunciar todavía palabra alguna, Iván lo condujo hacia la puerta de la empalizada, que aún permanecía abierta, custodiada por un solo vigilante, y desembocó en la plaza del mercado. Entonces se volvió.
—¿Dónde está vuestra casa?
Borís la señaló y se dispuso a guiarle, pero el zar ya había dado media vuelta y cruzaba la plaza, enturbiando el silencio con el seco golpeteo de su bastón contra el suelo y el roce de sus largos ropajes.
Borís continuó a la zaga, intrigado.
Tras pasar por delante de la pequeña iglesia, cuya cúpula refulgía bajo las estrellas, prosiguió hasta que Borís corrió a abrir la puerta de su casa. Solo entonces se detuvo, delante de esta.
—Llamad a vuestra esposa. Que venga sin tardanza —ordenó.
Sin saber qué intenciones tenía, Borís subió presuroso la escalera y abrió la puerta.
En un rincón ardía, solitaria, una lámpara. Elena, que dormitaba en la cama con el pequeño en los brazos, se sobresaltó al ver entrar de manera tan repentina a Borís, pálido y nerviosísimo. Antes de que ninguno de los dos tuviera ocasión de decir algo, les llegó la voz profunda y apremiante del zar Iván.
—Que baje ahora mismo. El zar está esperando.
—Ven —susurró Borís.
Todavía adormilada, Elena se levantó en un estado de completa desorientación. Llevaba solo un largo camisón de lana y zapatillas de fieltro. Con el niño dormido en brazos, salió al rellano de la escalera sin apenas comprender lo que sucedía.
Entonces miró a Borís y, de repente, abrió los ojos, horrorizada, al verle las manos. Él las observó también.
No se había fijado antes. Debía de habérselas manchado cuando azuzaba al oso.
—Tienes las manos cubiertas de sangre —gritó.
—He matado a vuestros perros; ladraban demasiado alto al invitado que llega de noche —interrumpió la profunda voz de abajo, repitiendo una antigua y macabra expresión jocosa de aquel lugar—. Bajad —insistió.
—¿Quién es? —preguntó Elena.
—Haz lo que te dice —murmuró con urgencia Borís—. Deprisa.
Con paso indeciso, bajó la escalera.
—Ahora, acercaos —ordenó el zar.
Tratando de proteger al pequeño del aire glacial de la noche, que le golpeó la cara, avanzó sobre la nieve helada hacia aquella imponente figura, sin saber, en su estado de confusión, cómo debía saludarlo.
—Enseñadme al niño —reclamó Iván—. Dejad que lo sostenga yo. —Apoyando el bastón en un hombro, alargó las manos.
Vacilante, Elena se lo entregó. Él lo tomó con suavidad y el pequeño se movió solo un instante, sin llegar a despertarse. Nerviosa por la sombría mirada que le había lanzado el zar, la madre retrocedió un par de pasos.
—Decidme, Elena Dimitreva —inquirió en un tono ampuloso Iván—, ¿sabíais vos también que el sacerdote Esteban era un hereje?
Advirtió que la mujer experimentaba una violenta sacudida. Había, en ese momento, una gran brecha entre las nubes, que dejaba despejado el trozo de cielo que cubría Russka. Una media luna, visible entonces sobre la puerta de la empalizada, enviaba una pálida luz que le permitía verle con claridad la cara. Borís se había situado a su derecha.
—El sacerdote herético ha muerto —afirmó—. Ni los osos podían tolerarlo.
La reacción fue inconfundible. En aquel semblante percibió algo más que el horror que sienten algunas mujeres débiles ante la mención de una muerte, por más horripilante que esta hubiera sido. Parecía como si le hubiera propinado un golpe físico. No cabía duda: lo había amado.
—¿No os complace saber que ha muerto un enemigo del zar?
Elena guardó silencio.
Entonces el zar desplazó la atención al niño. Era rubio y menudo, de menos de un año. Milagrosamente, seguía durmiendo. Lo observó con detenimiento a la luz de la luna, pero resultaba difícil sacar alguna conclusión de su fisonomía.
—¿Cómo se llama? —murmuró.
—Fiódor —respondió ella con un susurro.
—Fiódor. —Asintió con lentitud—. ¿Y quién es el padre de este niño?
La mujer lo miró con extrañeza. ¿Adónde quería ir a parar?
—¿Mi fiel servidor o ese sacerdote hereje? —inquirió en voz baja.
—¿Un sacerdote? ¿Quién iba a ser el padre sino mi marido?
—Exacto, ¿quién?
Aunque su aspecto revelaba inocencia, era probable que mintiera. Muchas mujeres poseían una gran habilidad para el engaño. Había que tener en cuenta, además, que su padre era un traidor.
—El zar no se deja engañar —declaró—. Os lo preguntaré otra vez: ¿no amabais a Esteban, el sacerdote hereje al que con justo motivo he dado muerte?
Elena abrió la boca para protestar, pero, debido a que lo había amado y al terror que le causaba aquel individuo, le resultó imposible articular palabra alguna.
—Que decida Borís Davidov —resolvió el zar—. Bien, amigo mío —lo consultó—, ¿cuál es vuestro dictamen?
Borís guardó silencio.
Mientras permanecía inmóvil entre los dos, con aquel niño, casi un extraño para él, en aquella gélida noche, en su cerebro bullían ideas y emociones contradictorias. ¿Le estaba ofreciendo Iván una escapatoria, un divorcio? El zar podría, sin duda, arreglar una cuestión de ese tipo: seguro que el abad haría lo que él le dijera.
¿Qué creía él? No acababa de saberlo. Ella había amado al sacerdote y sentía aprensión por su marido. Con ello, y también por otros procedimientos, lo había humillado, había tratado de destruir el orgullo que constituía, como no podía ser de otro modo, el pilar de su identidad. De repente, todo el sentimiento que había acumulado contra ella a lo largo de los años se concentró en una tumultuosa ola. La castigaría.
Además, si cedía entonces, si reconocía a ese niño que podía no ser hijo suyo, ella habría ganado. Sí, esa sería su victoria definitiva sobre él. Se reiría hasta la eternidad, y él, el depositario del antiguo y noble tamga del tridente, sería arrastrado por el polvo a sus malditos pies. No se rebajaría únicamente a sí mismo, sino a todos sus antepasados. Solo de pensarlo, lo asaltó un nuevo arrebato de rabia.
¿Qué le había dicho el zar? ¿Qué había dicho, con marcado énfasis?
«Podéis tener otros hijos.» Claro, eso era. Otros hijos, con otra esposa, que heredarían su apellido. En cuanto a ese niño…, quienquiera que fuese su padre, tenía que sufrir, pues esa era una manera infalible de causarle daño a ella.
La castigaría a ella, al niño e incluso a sí mismo. Era eso, ahora lo comprendía en aquella profunda y tenebrosa noche, lo que quería.
—El niño no es hijo mío —declaró.
Iván no dijo ni una palabra. Con el bastón en la mano derecha, y en la otra, pegado a su oscura barba, el niño, que entonces comenzó a llorar, giró sobre sus talones y, produciendo el mismo repiqueteo de antes, se encaminó a la puerta.
Borís lo siguió, indeciso, a cierta distancia.
¿Qué ocurría? Entre la confusión y el miedo, Elena tardó un poco en comprender el significado de lo que había oído. Se quedó un momento, sobrecogida y temblorosa, mirándolos.
—¡Fiódor! —Su gritó resonó en la gélida plaza del mercado—. ¡Fidia!
Resbalando, a punto de caer, se precipitó tras ellos.
—¿Qué vais a hacer?
Ninguno de los dos se dignó volverse.
Cuando alcanzó a Borís, lo agarró, pero él la empujó y la hizo caer.
El zar Iván llegó a la puerta de la empalizada, cuyo vigilante lo obsequió con una profunda reverencia, presa de un pavor cerval.
—Abridla —ordenó Iván, señalando la puerta de la torre.
Todavía con el niño en brazos, entró en ella y comenzó a subir despacio la escalera.
Su marido y ese necio guardia le cerraban el paso a Elena, que no podía llegar al pie de la torre.
Ya lo había comprendido: de forma instintiva, los comprendía a ellos y los terrores que albergaban en los oscuros laberintos de su mente.
Ajena a todo lo demás, atacó a arañazos a los dos hombres, luchó contra ellos como un animal y, a la carrera, se escabulló entre ambos. Luego cerró la pesada puerta y corrió el cerrojo.
Comenzó a subir precipitadamente la escalera de madera.
Lo oyó arriba, en algún lugar impreciso, en la oscuridad: el crujido de sus pasos, el golpeteo de la punta metálica de su bastón que se repetía cada dos peldaños. Le llevaba bastante ventaja.
Con el corazón encogido, la desesperación le dio alas. Había oído llorar a su hijo.
—Gospodi Pomily. Señor, ten piedad. —Las palabras acudieron de manera involuntaria a sus labios.
Todavía mediaba entre ambos mucha distancia, mucha.
A medio trecho, en el punto donde la escalera desembocaba en el parapeto que rodeaba la pared, cayó en la cuenta de que no le llegaba ningún sonido desde arriba.
Iván se hallaba ya en el punto más alto, en la estancia situada bajo el puntiagudo techo desde cuyas ventanas se dominaba la inacabable llanura. Elena alzó la mirada hacia la torre que elevaba su lisa, dura y silenciosa silueta sobre ella, rematada por la sombra triangular del tejado recortada en el cielo. Por un instante, no supo qué hacer.
Y entonces oyó el llanto de su hijo, allá arriba, bajo el tejado. Al dirigir la mirada allí, de improviso vio unos brazos estirados que sostenían un pequeño bulto blanco. Luego, al tiempo que ella profería un grito desgarrador, las manos arrojaron, como un desecho, el bulto.
—¡Fidia!
Se precipitó hacia el parapeto, alargando las manos en un fútil gesto hacia la negrura, mientras el pequeño bulto blanco, enmudecido por el espanto, pasaba de largo en dirección a las densas sombras de abajo, donde produjo un quedo ruido sordo al chocar contra el hielo.
El zar se marchó al amanecer. Antes de irse insistió en recibir la tradicional bendición del atemorizado abad.
Su pequeño cortejo partió con dos trineos más que a su llegada: uno contenía una cantidad sustancial de monedas y objetos de plata y oro; el otro, la campana que tiempo atrás había donado a los monjes la familia de Borís y que pretendía fundir para los cañones que estaba fabricando. Poco después, llegó la noticia de que los tártaros de Crimea marchaban hacia tierras rusas. El zar, dando una vez más pábulo a la creencia de que era un cobarde frente a las amenazas físicas, se marchó al norte. Los alrededores de Moscú fueron saqueados.
Dos semanas después de la muerte de su hijo, Elena descubrió con estupor que estaba embarazada. El padre del pequeño que llevaba en el vientre era, como el del anterior, Borís.
Hay, en los libros de la liturgia ortodoxa, una lectura muy hermosa.
Se trata de un sermón de san Juan Crisóstomo, el gran orador, que se lee solo una vez al año, en la vigilia del día de Pascua.
En el monasterio de Pedro y Pablo, durante la Vigilia Pascual del año 1571 —en la que estaba presente buena parte de la mermada población de Russka y del Lugar Sucio—, poco después de iniciado el oficio, los fieles advirtieron con sorpresa la entrada de un individuo que se instaló al fondo de la iglesia.
Desde comienzos de la Cuaresma, nadie había visto a Borís fuera de su casa. A ciencia cierta, nadie sabía qué ocurría dentro de ella.
Corría el rumor de que ayunaba en soledad. Algunos decían que su esposa se negaba a verlo; otros, que lo habían oído hablar con ella.
No era, pues, de extrañar que la gente se volviera para lanzarle furtivas miradas.
Borís permanecía con la cabeza inclinada. No se movió del fondo de la iglesia, el lugar reservado para los penitentes, ni levantó la mirada, ni se santiguó siquiera en las frecuentes ocasiones en que así lo exige el ritual.
La Vigilia Pascual, que celebra la resurrección de Cristo, es una explosión de gozo y alegría. Tras el largo ayuno, casi total en los días finales de la Semana Santa, la congregación se encuentra en ese estado de debilidad y purificación física que predispone más a recibir un banquete espiritual que alimento material.
La vigilia comienza con el nocturno. A medianoche se abren las puertas reales del iconostasio para simbolizar la tumba vacía y, con cirios en las manos, los fieles rodean en procesión la iglesia. Después comienza el oficio de maitines y las horas de Pascua, que llevan hacia ese punto culminante en que, de pie delante del pueblo, el sacerdote proclama: «Kristos voskresye». Cristo ha resucitado. Y la gente responde: «Voistino voskresye». Ha resucitado, así es.
Desde la muerte de Esteban, un joven sacerdote había ocupado su lugar. Aquella era la primera vez que estaba, cruz en mano, frente a las puertas sagradas.
Pese a la debilidad que provocaba el ayuno, al ver a la congregación con las velas encendidas y oler el intenso aroma a incienso que impregnaba todos los rincones del templo, experimentó un sentimiento de exaltación.
—¡Kristos voskresye!
—¡Voistino voskresye!
A despecho del hambre general, a despecho de todo, el sacerdote creyó captar un maravilloso clima de gozo en la iglesia. Aquel sí era, en verdad, el milagro pascual, pensó, aquejado de un leve temblor.
—¡Kristos voskresye! —volvió a exclamar.
—¡Voistino voskresye!
Advirtió que la solitaria figura del fondo pronunciaba también la gozosa respuesta, pero no reparó en que de la garganta de Borís no brotaba ningún sonido.
Después llegó el momento del beso de Pascua, cuando, uno a uno, los fieles acuden a besar la cruz, los Evangelios y los iconos, y después besan asimismo al sacerdote, diciendo: «Kristos voskresye», a lo que este contesta, también con un beso: «¡Voistino voskresye!». Después la gente se besa entre sí, pues ha llegado la Pascua y esa es la manera simple y afectuosa que tiene de celebrarla la Iglesia ortodoxa.
Pero Borís no se movió de su sitio.
Es entonces, tras el beso pascual, cuando el sacerdote comienza la lectura del más bello sermón de Juan Crisóstomo.
Es un mensaje de perdón. Recuerda a la congregación que Dios les tiene preparado un banquete, una recompensa: habla del ayuno de Cuaresma, mediante el cual designa también el arrepentimiento.
—Si alguno se ha esforzado largo tiempo ayunando, que reciba ahora su recompensa —leyó con voz suave el sacerdote.
¡Qué benévolo era el texto! «Si alguno se ha demorado, que no desespere —decía—, pues no se negará a los pecadores la entrada al banquete del Señor siempre que acudan a él. Porque él se muestra igual de piadoso con el último que con el primero.»
—Si alguno ha trabajado desde la primera hora —continuó leyendo el clérigo—, debe ser premiado, y si alguno ha llegado en la tercera hora, también. Si alguno se ha demorado hasta la novena hora, que se acerque de todos modos. Si alguno se ha rezagado… —Ah, esa era la esencia del contenido: hasta el más alejado de todos…—. Si alguno se ha rezagado —repitió el sacerdote, lanzando una mirada hacia el fondo del templo—, incluso hasta la undécima hora, que venga…
Fueran cuales fuesen los pensamientos que pasaron por su mente —ya fuera porque entonces comprendía que su esposa era inocente, porque se sentía culpable de las muertes de Esteban y Fiódor, o porque ya no podía seguir soportando el peso de maldad que habían depositado sobre él su orgullo y el temor de perderlo—, lo cierto es que, mientras permanecía en el lugar reservado a los penitentes, al oír aquellas hermosas palabras, en la undécima hora, Borís se hincó de rodillas y, por fin, se desmoronó por completo.
En el año 1572, concluyó de manera oficial la existencia de la temida opríchnina y se prohibió cualquier referencia a ella.
En el año 1581, comenzó la época denominada los Años de Prohibición, durante la cual se impidió que los campesinos abandonaran a los propietarios de la tierra, ni siquiera por San Jorge.
Ese mismo año, en un ataque de ira, el zar Iván mató a su propio hijo.