El tártaro

Diciembre de 1237

El jinete mongol tenía la cara ancha y la tez curtida, de una tonalidad entre parda y ocre.

Llevaba barba y bigote, ambos delgados, pero de pelo recio y negro.

Como era invierno, iba abrigado con gruesas pieles. La ropa interior oculta bajo estas era, no obstante, de la más fina seda de China. Llevaba calcetines de fieltro y, encima, unas resistentes botas de cuero, y se protegía la cabeza con un gorro de piel.

Tenía, en realidad, veinticinco años, pero las inclemencias del tiempo, la guerra y la dureza de la vida en la estepa le habían dado la apariencia de un hombre de una edad imprecisa.

En el cinto llevaba atado un pellejo de cuero que contenía la leche fermentada de yegua —kumiss— que comúnmente bebía su pueblo, y de la silla de su montura pendía otra bolsa con carne seca, pues, siguiendo la costumbre de los guerreros mongoles, viajaba siempre con unos pocos elementos imprescindibles.

Con él se encontraba su esposa, que viajaba junto con un bebé en la gran caravana de camellos que los seguía transportando los enseres.

Una única característica física diferenciaba a aquel guerrero de sus acompañantes. Cuatro años antes, una lanza que pasó rozándole el ojo izquierdo le había hecho un desgarrón en la mejilla y le había arrancado la oreja de ese lado.

—He tenido suerte —había comentado entonces, sin darle mayor importancia al suceso.

Aquel guerrero se llamaba Mengu.

El vasto ejército se desplazaba despacio por la helada estepa, distribuido como de costumbre en cinco grandes contingentes del mismo tamaño aproximado: dos —una vanguardia y una retaguardia— en cada flanco y una división en el centro.

Mengu se encontraba en el flanco derecho. Tras él cabalgaban el centenar de hombres que tenía a sus órdenes. Pertenecían a la caballería ligera y llevaban dos arcos que eran capaces de disparar al galope y dos aljabas. Los anchos y temibles arcos, con una fuerza tensora de más de sesenta kilos y cuyo radio de alcance era de hasta trescientos metros, eran de hecho aún más eficaces que el famoso arco largo inglés. Al igual que todos sus hombres, Mengu había comenzado a aprender a tirar con arco a los tres años.

A la izquierda avanzaba una división de caballería pesada, armada con sables y lanzas, un hacha o una maza, según las preferencias personales, y un lazo.

Mengu montaba un caballo negro como el azabache, un detalle que lo identificaba en el acto como miembro de la brigada negra del cuerpo de élite de la guardia imperial. Sus cuatro caballos de repuesto, negros por igual, iban detrás, junto con la gran manada de caballos de remonta.

Estaba contento de que su esposa y su primogénito lo acompañaran, pues quería que fueran testigos de su triunfo en su primera batalla al frente de un escuadrón.

El ejército mongol y el imperio surgido a partir de él estaban organizados según el sistema decimal. El mando de categoría inferior tenía diez hombres a su cargo. A este le seguía el de cien. Los veteranos capitaneaban grupos de mil, y los generales, de diez mil. Mengu estaba al mando de un centenar de hombres. «Pero al final de la campaña —le había prometido a su mujer— serán mil.» Y cuando acabaran de conquistar el resto de las tierras occidentales, el territorio que, según le habían dicho los mercaderes, se extendía hasta el final de la llanura, incluso era posible que comandara una división de diez mil.

Deseaba con fervor el ascenso, pero era consciente de que debía obrar con cautela, ya que, si bien todos los hombres eran iguales al servicio del gran kan y la promoción se basaba en los méritos, lo más importante era el buen discernimiento y el tacto. El antiguo proverbio de la estepa asiática lo expresaba muy bien: «Si sabes demasiado, te colgarán; si eres demasiado humilde, te pisarán».

También era útil pertenecer a un clan de prestigio. «Y yo estoy hecho del hueso de dos generales», musitó, utilizando la expresión mongola. Aquello le había ayudado a ingresar en la guardia imperial.

Había, no obstante, otro factor que según sus cálculos contribuiría a su ascenso.

En uno de los concursos de belleza que organizaba con regularidad el gran kan y a los que todos los mongoles prominentes mandaban a sus hijas, había sido elegida su hermana. «Una muchacha semejante a la luna», había comentado el gran kan en persona, utilizando un término de máximo grado de elogio. La habían asignado como concubina mayor al mismo Batu Kan. Él la había visto varias veces junto a la tienda del kan.

«Encontrará la manera de hacer que se fije en mí», pensó con confianza. Entonces, mientras contemplaba el horizonte, en su duro e impasible rostro apareció una sonrisa de satisfacción.

Pronto llegarían al linde del bosque.

En el calendario de los mongoles, marcado por la sucesión de diez animales, faltaban dos años para el año de la Rata. Al acabar ese año, la tierra de Rus sería conquistada. Mengu estaba tan seguro de ello como de que el sol salía a diario y de que, tras ponerse, aparecían las estrellas.

Los mongoles iban a conquistar el mundo, no le cabía la menor duda.

Era Gengis Kan quien así lo había predicho. Gengis Kan, dirigente por derecho de nacimiento de un noble clan que en 1206 —tan solo treinta años antes— había unido a todos los clanes mongoles bajo su mando y había adoptado el título de kagan o kan, utilizado ya en los antiguos imperios turcos de la planicie asiática. Gengis, llamado también el Dalái, el Todopoderoso.

Otros habían ostentado antes que él ese título, pero ninguno había erigido un imperio como el que estaban a punto de construir los mongoles.

Venidos desde su tierra natal, los pastos que quedaban encima del desierto de Gobi, aquellos guerreros habituados desde su nacimiento a la silla de montar y al arco habían irrumpido por el sur, atravesando la Gran Muralla de China, y por el este, venciendo a los turcos, y arremetían ahora contra los estados islámicos de Asia central y Persia. No se trataba de países indefensos, sino poderosos, y la lucha fue, por lo tanto, encarnizada, pero Gengis los aplastó. En pocos años, la ciudad septentrional de Pekín se había rendido; hacia 1220, casi toda Persia se hallaba en sus manos; y luego, como todos los conquistadores llegados del este, los mongoles cruzaron el arco de montañas para abalanzarse sobre el gran espacio despejado de la llanura eusoasiática.

Todos los imperios de Asia tenían por objetivo controlar las rutas de las caravanas que se dirigían al este, por los pingües beneficios que ello procuraba. Pero Gengis Kan aspiraba a algo más ambicioso: fundar un Estado que gobernara la totalidad del mundo. Lo había asumido no solo como una misión, sino como un deber.

«Tengri, el dios del Gran Cielo Azul, me ha concedido el don de reinar sobre todos los que viven en tiendas de fieltro», declaraba.

Aun cuando, en rigor, aquella expresión hiciera referencia solo a los nómadas de las planicies, para él abarcaba el mundo. Y como todos los emperadores chinos cuyo territorio conquistó, afirmó que su poder emanaba de una orden divina.

Su objetivo —que, por inciertos motivos, suele olvidar la historia popular— era establecer la paz universal. El mismo Gengis dejó plasmadas las normas de este nuevo mundo en su código, el gran Yasa, del cual se guardaba una copia —considerada sagrada, igual que el arca de la Alianza—, a salvo de las miradas del pueblo en cada una de las capitales mongolas.

«Todos los hombres son iguales —proclamaba el Yasa— y todos, según sus méritos, servirán al gran kan.» Aquella era una fórmula que habían empleado ya otros imperios, como el chino. «Los ancianos y los pobres recibirán también protección», establecía el Yasa. Y, efectivamente, en el Imperio de Gengis Kan existió una especie de Estado del bienestar.

Demostrando mayor sabiduría que muchos déspotas, permitió asimismo la libertad de religión. «Podéis adorar a quien queráis —se decía a los conquistados—, pero, en vuestras oraciones, debéis rezar también por el gran kan.» Tal disposición quedaba reflejada en una simple máxima: «Hay un dios en el Cielo y un señor en la Tierra, el gran kan».

Gengis falleció en el año 1227. Al igual que el halcón representado en el tamga del clan, había remontado el vuelo hacia el cielo, según la creencia general. No obstante, su imperio no se tambaleó. Durante siglos, los kanes serían elegidos entre el nutrido número de sus descendientes directos, componentes del clan estatal.

El imperio que Gengis Kan legó a sus hijos y a sus nietos en su testamento se dividió en cuatro partes. En el mundo oriental, cada uno de los puntos cardinales tenía un color: el norte era negro; el sur, rojo; el este, azul; y el oeste, blanco. Y el centro, el centro real, era dorado.

Por este motivo, a los descendientes de Gengis se los llamó la Estirpe Dorada.

Esta fue la orden que Gengis dio a sus hijos: «Expandíos». En su testamento no dejó a ninguno ni plata ni oro, sino ejércitos con los que conseguirlo.

El gran ejército que descendía hacia el mundo occidental en 1237 estaba comandado por Batu Kan, un joven dirigente nieto de Gengis. A su derecha iba el gran general mongol Subudey. El consejo del clan del gran kan había decidido que, pese a pertenecer a uno de los cuatro sectores del imperio, el occidental concretamente, aquel ejército debía ser reforzado con numerosos destacamentos provenientes de las otras tres zonas. Estaba compuesto, según las estimaciones actuales, de unos ciento cincuenta mil hombres, en su mayoría mongoles; el resto eran sobre todo turcos oriundos de las tierras conquistadas de Asia central.

La historia ha utilizado a menudo, para referirse a ese ejército y al vasto imperio occidental que iba a dominar, la expresión Horda de Oro. En realidad, esta tiene su origen en una interpretación errónea de un texto escrito unos siglos después. Los extensos territorios mongoles occidentales no recibieron la denominación de dorados, ya que al hallarse en el oeste eran blancos. Además, la horda surgida en este vasto sector blanco, que llegó a someter Rusia, recibió el nombre de la Gran Horda.

Los mongoles poseían de antemano una excelente información. Ya en tiempos de Gengis, habían mandado una expedición que atravesó la estepa meridional, cruzando el río Don. Los rusos no comprendieron, sin embargo, quiénes eran aquellos soldados. Desde entonces, habían ido llegando espías, y en las caravanas de mercaderes se contaba su historia; siempre había un sinfín de rumores en toda la estepa. Mientras los rusos vivían ignorando casi por completo su existencia, los dirigentes del poderoso imperio perfilaban su plan. «No será una campaña larga», le había asegurado Mengu a su esposa.

El consejo mongol era de la misma opinión, pues, si bien cifraba en sesenta los años que costaría situar la totalidad del Imperio chino, de norte a sur, bajo su control, calculaba tan solo tres años para la conquista de Rus.

Para hacerse una idea de la forma y la naturaleza del Estado ruso, basta con fijarse en sus grandes ríos. Estos componen, grosso modo, una R mayúscula.

En primer lugar, existía desde el principio la gran red fluvial que comunicaba norte y sur, partiendo de las frías tierras norteñas de las riberas del mar Báltico para atravesar por el ancho cauce del Dniéper los placenteros bosques y la peligrosa estepa meridional, y acabar finalmente en el templado mar Negro. Aquella era la vertical de la R, en la que se hallaban Nóvgorod en el norte, Smolensk en medio, y Kiev justo encima de la estepa meridional.

La pata de la R, que cruzaba desde el centro la estepa, en dirección sureste, hasta llegar al extremo oriental de la costa del mar Negro y la población de Tmutarakán, la constituía el gran río Don.

El semicírculo de la R lo conformaban dos ríos: por la parte superior, el imponente Volga, cuando iniciaba su camino trazando una enorme curva entre los oscuros bosques nororientales antes de girar de nuevo hacia el sur; y por la parte inferior, otro río, el perezoso Oká, que, procedente del centro, se curvaba en dirección norte para salir al encuentro del primero. Desde el punto donde confluían ambos, más o menos en la mitad del semicírculo, el Volga volvía a tomar rumbo este para proseguir su viaje a través de la inmensa llanura euroasiática.

En el seno de este enorme semicírculo —un territorio de bosques y pantanos, habitado desde tiempo inmemorial por pueblos fineses— habían ido surgiendo ciudades: Súzdal en la parte central, llamada a veces Suzdalia; Rostov, más al norte; y en la zona exterior del semicírculo, junto al río Oká, las poblaciones de Riazán y, más arriba, Múrom.

Cuatro ríos destacados: Dniéper, Volga, Oká y Don, que desde el norte helado hasta el templado mar Negro cubrían más de mil quinientos kilómetros, y de este a oeste, en el semicírculo, casi ochocientos. Esa era la R de los ríos rusos, la forma del Estado de Rus.

Durante el siglo posterior al reinado de Vladimiro Monómaco, sin embargo, se había producido un gran cambio. Sus dirigentes dedicaron un interés creciente a las tierras que abarcaba el semicírculo de la R rusa. Así crecieron nuevas ciudades como Yaroslavl y Tver. El mismo Monómaco había fundado una importante ciudad en Suzdalia a la que le había puesto su propio nombre: Vladímir. En el sur, entre tanto, no solo proseguían las incursiones de los cumanos llegados de la estepa —a causa de los descalabros sufridos por Constantinopla durante las confusas cruzadas lanzadas desde Occidente—, sino que se había debilitado el comercio radicado en el mar Negro y la gran ciudad de Kiev había iniciado un lento proceso de decadencia.

Como consecuencia de todo ello, el centro de gravedad estatal se había desplazado hacia el noreste, en el interior del semicírculo. Los orgullosos descendientes de Monómaco preferían los territorios boscosos, donde no penetraban los cumanos. El miembro más encumbrado del clan real se hacía llamar ahora gran duque de Vladímir; y la dorada Kiev, igual que una célebre mujer que envejece conservando su encanto, se convirtió en una mera posesión que los ricos y poderosos príncipes se complacían en ostentar a su lado.

Los grandes duques de Vladímir gozaban, en verdad, de gran poder. Normalmente controlaban Nóvgorod y el ingente tráfico comercial generado por las ciudades de la liga hanseática germana y otras regiones aún más alejadas. Recibían a las grandes caravanas que, atravesando la estepa y los bosques, llegaban de las tierras de los búlgaros del Volga y de Oriente.

Y, para dar relevancia religiosa a su nueva capital del norte, llevaron allí desde Grecia un icono sagrado de la Madre de Dios, que instalaron en la nueva catedral. Ningún objeto era depositario de mayor reverencia en toda Rusia que el icono de Nuestra Señora de Vladímir.

Rus tenía, sin embargo, un punto débil: la desunión. Si bien las normas de sucesión entre hermanos todavía se aplicaban para la dignidad de gran duque, las ciudades se habían ido convirtiendo en bases de poder para las diferentes ramas de la nutrida casa real. Las disputas no tenían fin. Ningún gobernante de Vladímir llegó a imponer la unidad desde el centro.

El Estado de Rus estaba desunido, cosa que los mongoles sabían muy bien.

1239

Yanka estaba ya despierta al amanecer. El cielo presentaba una creciente palidez.

Sin hacer ruido bajó del caliente altillo que sobresalía por encima de la estufa y se dirigió a la puerta. Oyó la respiración de sus padres y su hermano, que no se movieron lo más mínimo.

Tras ponerse el abrigo de pieles y las gruesas botas de fieltro, abrió la puerta, salió al exterior y dio unos pasos sobre la crujiente nieve.

Iluminado por aquella tenue luz, el pueblo parecía de color gris. A escasa distancia, a la derecha, había una pequeña mancha oscura en el suelo. Una vez inspeccionada, concluyó que se trataba de un excremento de perro que se había petrificado con la helada de aquella clara noche. No hacía viento y únicamente flotaba en el aire el agradable olor a leña quemada que salía de las cabañas. Aún no había nadie levantado cuando comenzó a caminar.

No existía ninguna razón especial por la que Yanka debiera alejarse por el bosque esa mañana; quizá lo hizo porque, tras una noche de desasosiego, le apetecía notar el frío de los espacios solitarios y estar un rato aislada del pueblo. Inició, pues, su paseo por el sendero que discurría entre los árboles.

Tenía siete años y era una niña pacífica y serena, de ojos azules con motas de color avellana y el cabello rubio como la paja. Se contaba entre los niños más afortunados del pueblo de Russka, ya que por la familia de su madre descendía del campesino Shchek, que había estado a cargo del bosque productor de miel en tiempos del boyardo Iván y del gran príncipe Monómaco. Antes de su muerte, Shchek había conseguido hacerse con la propiedad de numerosas colmenas, de tal forma que incluso entonces, al cabo de varias generaciones, además de la rueca, el salero y la prensa para la mantequilla, que, según la tradición, aportaba la novia, la madre de Yanka había enriquecido la economía familiar con una nada despreciable dote, en la que figuraban unas cuantas colmenas. Era una mujer alegre e ingeniosa que guardaba cierto parecido con su antepasado, sobre todo por su tupido cabello oscuro y su fornida constitución; y le gustaba cantar. A veces, era cierto, Yanka percibía un amago de tensión entre sus padres. Había llegado a oír incluso palabras despreciativas en boca de su madre. De todos modos, en general, su hogar presentaba una apariencia de felicidad.

El sol estaba a punto de salir. Sus rayos se posaron en una solitaria nubecilla blanca, tiñéndola de fulgor. Yanka continuó caminando. Percibió el tenue olor a tierra de un zorro que debía de haber cruzado el sendero y, al volverse, lo vio observándola entre los árboles, unos treinta pasos más allá.

—Buenos días, zorro —dijo en voz baja.

El animal se escabulló como una sombra, dejando tan solo un rastro de huellas en la nieve.

Era hora de regresar; y, sin embargo, se resistía. Algo parecía atraerla hacia el borde de la estepa. «Miraré cómo se eleva el sol sobre la estepa —se dijo—, antes de volver al pueblo.»

La población de Russka había quedado bastante aislada en los últimos tiempos. El fuerte seguía allí, pero bastante desguarnecido, pues recientemente hasta Pereiáslav se había quedado sin príncipe. La familia del boyardo había perdido hacía mucho todo vínculo con el pueblo. El nieto de Ivanushka, llamado también Iván, se había casado con una muchacha cumana, y su hijo, un curioso individuo rubio llamado Miléi, cuyos ojos azules aparecían encajados en una cara de prominentes pómulos y facciones turcas, no se había interesado en absoluto por Russka. El Turco, lo llamaban los aldeanos, aun cuando comparado con la mayoría de los príncipes rusos, algunos de los cuales tenían seis octavas partes de sangre cumana, no destacaba como turco en particular. Aparte de la zona de Russka, la familia del boyardo poseía extensas fincas en el noroeste, más allá del río Oká. El boyardo vivía en la ciudad de Múrom. Su administrador acudía a inspeccionar de vez en cuando el pueblo y a recaudar los beneficios reportados por la miel. La familia mantenía asimismo la pequeña iglesia, si bien en ocasiones esta quedaba a cargo tan solo de un anciano sacerdote medio ciego.

Así pues, en el curso de la breve vida de Yanka, el pueblo de Russka había sido un lugar presidido por un amable sopor, cuyos habitantes recolectaban cereales y miel, estafaban al ausente boyardo, se sentaban al fresco durante los largos meses de verano y a menudo cantaban en las cálidas veladas, siempre al borde de la estepa meridional.

Solo alteraba la tranquilidad la amenaza latente en el horizonte.

Yanka no sabía qué pensar al respecto. El año anterior, en el norte, habían sufrido una violenta incursión procedente de la estepa. Los cumanos, o quienesquiera que fuesen, habían causado grandes destrozos. Y ese otoño, el administrador del boyardo no se había presentado. ¿Qué podía significar aquello? «Pero no te preocupes —le había dicho su padre—. Conmigo estarás a salvo.»

Cuando llegó al límite de los árboles, el sol acababa de asomar por el horizonte. Por el este, la blanca nieve parecía prolongarse ante ella sin fin, como si el sol hubiera salido de alguna hondonada oculta en los distantes yermos. El gran sol dorado se elevaba como un emperador sobre el cielo azul del este, mientras ella admiraba, embelesada, su esplendor.

El aire tenía una nitidez absoluta y nada enturbiaba el silencio. A unos dos kilómetros de distancia, un poco hacia la izquierda, una pequeña prominencia en la tierra indicaba el emplazamiento de un antiguo kurgan. Más lejos, por el sur, se extendían en el horizonte, desde la estepa hasta el bosque, unas largas capas de grisáceas nubes cuyos bordes despedían destellos dorados.

Yanka salió de la arboleda y dio unos pasos por la planicie. Casi al instante sintió como si la envolviera el vasto silencio del vacío. Respiró hondo y sonrió. Ahora ya estaba dispuesta a regresar a casa.

Justo cuando se disponía a volverse, no obstante, con su aguda vista captó un minúsculo punto en el horizonte. Lo observó, protegiéndose los ojos del sol, sin acabar de decidir si había algo siquiera. En todo caso, no percibía señales de movimiento, y al final concluyó que tenía siempre el mismo tamaño. «Qué extraño —pensó, sin dejar de mirarlo—. Debe de ser un árbol, por la larga sombra que proyecta.»

Después giró sobre sus talones para volver a casa, mientras el sol, señor del cielo azul, tomaba posesión de la mañana.

Mengu la observó.

Había abandonado el campamento con la primera luz del día y al poco rato había llegado a un altozano que le proporcionaba una buena panorámica. Más allá de la pelada estepa, a unos quince kilómetros, percibió claramente la hilera de árboles y la pequeña figura que surgió del bosque. No en vano, el hombre de la estepa tenía una vista muchísimo más penetrante aún que la de la niña.

En la transparencia de la primera hora de la mañana, antes de que se levante el polvo o la calina, los pobladores del desierto y la pradera son capaces de distinguir a un hombre a veinticinco kilómetros de distancia o más. Incluso a seis kilómetros, esta clase de guerreros llega a identificar el brazo de un individuo agazapado tras una roca.

Mengu, como un halcón, estuvo observando a la niña mientras esta se adentraba en la estepa y, cuando, a continuación, volvió sobre sus pasos.

Después, el mongol sonrió para sí. Qué fácil había sido. Las ciudades del norte —Riazán, Múrom, Vladímir— habían caído, indefensas ante ellos. El gran duque y su ejército habían sido destruidos. Lástima que la humedad de la primavera los hubiera obligado a retroceder antes de llegar a Nóvgorod; tiempo habría, de todos modos, para asaltar aquella gran ciudad comercial. Esas desvalidas ciudades rusas no tenían nada que hacer contra ellos, pese a sus altas murallas. Para los expertos en asedios, acostumbrados a las magníficas fortificaciones de las ciudades chinas, aquellas defensas occidentales eran insignificancias.

Ahora habían regresado para, aprovechando el invierno, aplastar el sur. Con ello habían dado, una vez más, muestras de buen discernimiento, pues la opinión generalizada de que Rusia está protegida por su invierno es errónea. El invierno es una buena época para atacar Rusia. En primavera y en otoño, el barro impide avanzar. En verano hay que cruzar los caudalosos ríos. En invierno, en cambio, estos están helados, y quien está preparado para el frío y sabe desplazarse sobre la nieve no tiene problemas para viajar. Los mongoles estaban habituados a la dureza de los inviernos. Para ellos era una estación agradable.

Mengu continuó mirando con actitud pensativa la distante hilera de árboles por donde había desaparecido la niña. La campaña se estaba desarrollando de forma satisfactoria hasta el momento; sus hombres habían tenido una buena actuación, y no había motivo alguno de queja. Lo malo era que, pese a ello, no había conseguido atraer la atención del general.

Su hermana había hecho lo posible para granjearle el favor de Batu Kan, pero el mensaje que le había hecho llegar no dejaba lugar a dudas. Cuando el gran dirigente la había oído hablar de su hermano y sus expectativas, se había limitado a comentar: «Estupendo. Dejemos que destaque por sí solo».

Necesitaba una oportunidad…, hasta una simple escaramuza bastaría, con tal de que tuviera lugar bajo numerosas miradas. Asintió con la cabeza. Ya se le presentaría la ocasión, se dijo. Convenía, con todo, que no tardara mucho.

Escrutó de nuevo el bosque. El hecho de que la niña se hubiera aventurado hasta el linde indicaba la proximidad de un pueblo.

Caerían sobre él hacia mediodía.

Momentos después de despertar, el pavor se había adueñado de Yanka.

Había guerreros por todas partes, y estaba sola.

Permanecía, agitada por violentos temblores, junto a la ventana. Alcanzaba a percibir el olor a sudor de los caballos, a tocarlos casi, mientras los jinetes, cubiertos con gruesas pieles y portando grandes arcos colgados en la espalda, pasaban rozando los aleros de las cabañas. Algunos llevaban en la mano antorchas encendidas.

¿Dónde se habían metido todos?

Miró tras de sí, adormilada todavía. No había nadie en la cabaña. Por un instante, tuvo que poner orden en sus pensamientos.

A media mañana, recordó, su padre había puesto los arreos a la vieja mula y se había dirigido con el trineo por el río helado al pueblo más próximo. El diáfano cielo del amanecer había desaparecido. La masa de nubes procedente del sur se había acercado poco a poco y, cuando su padre se marchó, la luz tenía una tonalidad casi parda. No había sucedido nada. El clima era de un aburrimiento un tanto agobiante. Su madre había decidido ir al fuerte; ella había permanecido en la cabaña y se había quedado dormida.

No había oído los gritos, y al despertar se había hallado inmersa en una pesadilla. El repiqueteo de los cascos de los caballos sobre la nieve helada resonaba, lúgubre, en la habitación.

Aunque Yanka no lo sabía, hacía solo un minuto que los aldeanos habían emprendido la huida. Todo había ocurrido muy deprisa. De improviso, en el otro extremo del gran campo apareció un jinete. Después fueron tres. Cuando la gente comenzó a gritar, ya sumaban un centenar. Era como si todos los árboles se hubieran transformado de pronto en jinetes, que se aproximaban armados con arcos y lanzas.

En silencio, el ejército mongol se confundió con el bosque, avanzando en cinco enormes grupos que cubrían un frente de unos cinco kilómetros. El pueblo de Russka quedaba más o menos en el centro. Ahora pasaban por él como una oscura inundación que se desparramara sobre la nieve.

La sorpresa de los aldeanos fue tal que solo tuvieron tiempo de echar a correr. Tres personas llamaron a la puerta de Yanka antes de alejarse, pero supusieron que no había nadie. Cruzaron a toda prisa el río helado, como venados perseguidos por los cazadores, en busca de un lugar donde refugiarse. Algunos se dirigieron al fuerte; unos cuantos fueron a cobijarse en la iglesia; otros prefirieron probar suerte en los bosques.

Al oír el primer grito procedente del pueblo, la madre de Yanka miró por la entrada del fortín. Primero se quedó sin respiración. Luego el corazón se le desbocó en el pecho.

Vio el rosario de aldeanos, formado por pequeños y patéticos bultos que corrían en desorden sobre el hielo grisáceo hacia ella. Pero ¿dónde estaba Yanka?

Un momento después vio lo que ninguno de los lugareños que huían podía ver: la hilera entera del ejército mongol, que se prolongaba a derecha e izquierda ante el río.

Escudriñó de nuevo la masa de fugitivos. ¿Dónde estaba Yanka? No la vio por ningún lado.

Entonces echó a correr pendiente abajo hacia el río mientras los jinetes mongoles ya habían alcanzado la orilla opuesta. No se dio cuenta de que, al cabo de unos segundos, los aldeanos cerraban las puertas de la fortaleza a su espalda.

Mengu apenas podía dar crédito a su suerte cuando, tras el cierre de las puertas, el general se acercó a él. Era un hombre corpulento y arisco, poco dado a malgastar palabras.

—Toma ese fuerte —dijo, señalando con el látigo la fortaleza.

Aquella era la ocasión que esperaba para demostrar su valía. La imagen de su hermana ocupó su mente un segundo. Sabía muy bien que, en el universo del gran kan, nada, ni siquiera la distracción más anodina, ocurría por casualidad, de modo que su cerebro se había puesto a discurrir enseguida, a hacer sus cábalas.

Con la demora justa para acatar la orden, volvió grupas y, mediante dos breves órdenes que sonaron como ásperos gruñidos, dividió los escuadrones más cercanos en dos filas que se bifurcaron en el acto, a izquierda y derecha, cabalgando sobre el hielo para rodear el fuerte y la iglesia.

—¡Un artefacto de asedio! —reclamó a un decurión—. ¡Una catapulta! —El interpelado se alejó al trote río arriba.

Las máquinas de guerra venían por la franja, situada unos cien metros más al norte, donde el bosque estaba menos poblado.

Los asedios mongoles eran muy parecidos a las cacerías del gran kan. Cercaban por completo la fortaleza, eliminando toda posibilidad de escapatoria. En ocasiones, si una ciudad importante daba muestras de obstinación, los mongoles construían una muralla de madera a su alrededor, como si quisieran decirles: «¿Creéis que vuestras murallas os protegen? Pues mirad, ahora estáis atrapados dentro de las nuestras».

Después, sin prisa, abatían las defensas de la fortaleza, o llenaban el foso y tendían puentes sobre las murallas. No cabía esperanza alguna de que llegaran a desistir. El fuerte rodeado estaba condenado de antemano.

Mengu observó el desvencijado fortín. Qué necios habían sido al cerrar las puertas. El ejército no se habría molestado en incendiarlo si las hubieran dejado abiertas.

La imprudencia de los aldeanos era, sin embargo, providencial para él, ya que le permitiría probar sin esfuerzo su valor.

La rapidez era el elemento clave, pues al general no le gustaría que se retrasaran sus fuerzas.

—¡Deprisa! —le gritó con impaciencia al decurión, que se encontraba ya demasiado lejos para oírlo.

Yanka titubeaba.

Los jinetes habían dejado atrás el pueblo. Habían prendido fuego a dos cabañas, pero no se habían detenido para causar más destrozos. La orden que alguien había gritado desde delante los había impelido a avanzar con diligencia hacia el río, de tal forma que, de repente, todo había quedado en silencio.

Quizá su familia se encontraba en algún sitio cercano al pueblo. O habían muerto. O tal vez habían huido sin ella, dejándola sola allí. ¿Qué podía hacer? Pese al pavor que le causaban los jinetes, para ella era aún más terrible el miedo a estar sola. Por fin se decidió a salir.

La caballería había bajado ya hasta el río. Cuando abandonaba la aldea, vio de espaldas las dos filas de jinetes que cruzaban al trote el cauce helado para cercar el fuerte. Más allá, a la izquierda, pasado el viejo cementerio, había un cuerpo de unos trescientos soldados de infantería. Iban pertrechados con abrigos de recio cuero, a modo de armadura, y provistos de largas lanzas. A la derecha, media docena de jinetes aguardaban impávidos junto a la orilla, y justo delante, al borde del hielo, otro parecía impartir órdenes. Nadie se había percatado siquiera de su existencia. Entonces vio dos cosas que le dieron ganas de ponerse a gritar de contento.

Su hermano Kiy fue el primero en verla.

El niño de nueve años regresaba con su padre cuando, al acercarse a la última curva que trazaba el helado río antes del pueblo, oyó que este exclamaba de improviso:

—¡Por todos los demonios! Mira…, un ataque de cumanos.

Kiy miró a la derecha. Tres jinetes cabalgaban con parsimonia entre los árboles contiguos a la orilla. Luego vio diez. Luego cincuenta. Entonces su padre tiró de las riendas y el trineo giró en redondo.

—¿Qué hay detrás?

—Más hombres —contestó Kiy—. Están cruzando.

Su padre masculló una imprecación.

—¿Y madre y Yanka? —gritó el chiquillo.

Sin responder, hizo restallar con violencia las riendas sobre el lomo de la vieja mula. Con un sobresalto, el animal echó atrás la cabeza y se dirigió a la carrera hacia la curva.

—Que no haya más jinetes delante, te lo ruego, Dios mío —murmuró el campesino.

El pequeño trineo se deslizó a toda velocidad sobre el hielo. Padre e hijo contuvieron el aliento. Tenía que tratarse de un grupo muy numeroso de cumanos. Kiy se puso a rezar en silencio. Gracias a Dios, cuando salieron de la curva, la orilla parecía estar momentáneamente despejada… En realidad, tenían delante al ejército mongol.

Justo frente a ellos avanzaba al trote, sobre el hielo, la fila de jinetes que iba a rodear el fuerte. Kiy no vio a su madre pero, justo cuando su padre hacía girar el trineo para dirigirse a la masa boscosa de la derecha, gritó:

—¡Mira! Es Yanka. En la orilla. Nos ha visto.

—Que el diablo te lleve —murmuró, para su asombro, su padre—. Harás que nos maten.

Entonces vio que Yanka echaba a correr en dirección a los mongoles.

La razón era que la niña había visto también a su madre, que se acercaba entre las dos hileras de jinetes. Abrió la boca para gritar, pero, como si se hallara en un sueño, de su boca brotó tan solo un tenue susurro que nadie oyó. Probó a dar unos pasos y no ocurrió nada. Entonces su madre la vio.

De pronto, la niña sintió una explosión de alivio. Estaba a salvo. Sin pensar en las consecuencias, corrió directa hacia su madre, olvidándose incluso del mongol que, sobre su caballo, se interponía entre ambas.

Mengu no podía creerlo. ¿Qué hacía esa campesina allí?

Aguardaba con ansiedad la catapulta. En cuestión de un momento, la tendría situada ya en la posición correcta. Lanzó una ojeada a sus tropas y comprobó que el cerco en torno al fuerte era casi completo. Aquel día sería capital para él. Evitó, a propósito, dirigir la mirada hacia el general.

—Tendré el fortín bajo control en cuestión de una hora —murmuró.

En su semblante inmutable no se reflejó la oleada de excitación que lo recorrió. Era como el gran cerco de la cacería real. Y aquel día, él disponía el cerco. Durante una breve hora, haría de general, como un príncipe. «Les demostraré quién soy», pensó con regocijo.

Pero ¿quién era esa campesina que avanzaba hacia él?

De improviso recordó una anécdota que había oído unos meses antes. Una campesina, sin duda muy parecida a aquella, se había abalanzado de modo repentino contra un joven capitán cuando estaban quemando la ciudad de Riazán y lo había matado clavándole un cuchillo. «Hay que andarse con cuidado con sus mujeres», le había advertido el hombre que se lo contó. Mengu frunció el entrecejo, irritado. ¿Quién era ella para perturbar la cacería imperial? No iba a permitir que una campesina rusa amenazara su carrera.

En ese momento, la mujer echó a correr directa hacia él.

Espoleada por una levísima presión de sus rodillas, su montura salió al galope. El mongol empuñó el sable y descargó una única estocada de trayectoria curva en el pecho de la campesina, que se desmoronó sobre el hielo. Luego se volvió para ver si llegaba la catapulta.

—¡Mamá!

Al oír el grito, se volvió como una centella, espada en mano, para afrontar aquella nueva amenaza. Automáticamente, levantó el sable con la cara tensa y la mandíbula apretada.

Una niña muy pálida se había arrodillado en el hielo, aterrorizada, al lado de la mujer. De su honda herida manaba a borbotones la sangre, pero tenía los ojos abiertos. Miraba a la pequeña, tratando de decirle algo.

Por espacio de un segundo, él se olvidó también de todo. Solo veía las caras de la madre y de la hija.

—¡Yanka!

Otro grito. Esta vez, proferido por un niño y un campesino que se encontraban en un trineo, a unos doscientos metros de distancia. No había reparado en ellos porque sus jinetes los tapaban al cruzar el río.

—¡Yanka!

El campesino seguía allí, junto al trineo, sin saber qué hacer, delante de varios centenares de arqueros que podrían haberle dado muerte en un segundo.

A la mujer se le habían empañado los ojos. Le había llegado el final.

En el río helado sonó un repiqueteo de cascos cuando el mongol se inclinó y agarró a la niña con un brazo. El aire se llenó de escamas de hielo mientras su caballo se dirigía a la carrera hasta el trineo, donde la depositó con cuidado en el suelo. Lanzando una desdeñosa mirada al niño y a su padre, les indicó con la mano que se fueran.

Un segundo más tarde, el trineo se alejaba a toda prisa por entre los árboles.

No era una práctica habitual entre los mongoles matar a los campesinos de las tierras que conquistaban, ya que cultivaban la tierra, pagaban impuestos y proporcionaban reclutas. Los mongoles mataban solo a quienes cometían la estupidez de oponerles resistencia.

Mengu volvió grupas. El incidente había durado de principio a fin menos de un minuto, durante el cual dio por supuesto que todo el mundo estaba demasiado ocupado para fijarse en él.

Las tropas ocupaban ya sus posiciones. La catapulta estaba a punto de llegar, y un experto aguardaba sus órdenes. Apartó de su mente el absurdo contratiempo, pues en el fondo se avergonzaba de haber matado a la mujer. En cuanto a la niña… En su cara no se reflejaba emoción alguna.

Con una lacónica inclinación de cabeza, mandó colocar la catapulta.

Los habitantes de Russka nunca habían visto una catapulta como aquella. Su tecnología, consistente en un pesado contrapeso que, situado en un extremo de una palanca, hacía salir despedida una piedra por el otro, era bastante simple. Su potencia era, con todo, realmente extraordinaria. Los técnicos de China habían construido una máquina que se cargaba con una piedra. Se precisaba la intervención conjunta de cuatro hombres forzudos para levantar ese proyectil, que luego el artefacto arrojaba con devastadora precisión a casi medio kilómetro de distancia.

La primera piedra destrozó por completo el parapeto de encima de la puerta. La segunda abrió una brecha en la propia puerta.

A las órdenes de Mengu, los mongoles entraron en el fuerte. Actuando con rapidez, pero de forma metódica, abrieron a puntapiés todas las puertas y registraron todas las habitaciones y todos los huecos. Ayudados de lanzas y espadas, ensartaban con rapidez y eficacia a cuantos encontraban, ya fueran hombres, mujeres o niños. Pusieron tanta diligencia en ello que, aparte de algún instante de puro terror, su sufrimiento duró poco.

En el interior del fortín hallaron una cantidad bastante escasa de alimentos frescos y diez toneladas de grano, que se llevaron en carros traídos del pueblo. Después, dejando los cadáveres donde habían caído, prendieron fuego a todos los edificios y a los muros de madera.

La gran hoguera se expandió velozmente en lo alto de la colina y pronto ardió la fortaleza entera. Por encima de sus murallas asomaban nuevas paredes de llamas, que arrojaban humo y crepitantes pavesas al aire. Bajo la mirada de los mongoles de achatado rostro, el bosque parecía estremecerse con los rugidos y gemidos de la destrucción del pequeño fuerte.

—Veinte arqueros, con flechas para lanzar fuego —ordenó Mengu a un decurión—. Rodead la iglesia.

Momentos después había mongoles vestidos con jubones de cuero, con sus enormes arcos a punto, delante de todas las fachadas de la iglesia. A una señal de Mengu, tomaron las largas y recias flechas, en cuya punta habían clavado bolas de tela empapada de brea, y las encendieron.

—Disparad.

Las flechas salieron volando para precipitarse sobre las angostas ventanas del templo. Al poco, de estas comenzó a salir humo, y luego llamas.

Previendo la posibilidad de que la gente refugiada dentro saliera por la puerta, Mengu dispuso más arqueros frente a ella . Sin embargo, pese a que la fuerza del fuego parecía provocar un temblor en la puerta, esta permaneció cerrada.

Al cabo de un rato, la pequeña cúpula se desplomó con estrépito sobre el edificio. Para entonces no podía quedar nadie con vida en aquel crepitante horno, dedujo el mongol. Hasta los ladrillos se estaban poniendo al rojo. Entonces cayó una pared, y a esta la siguió otra. Mengu se felicitó por ello, pues, pensando que acaso el general había considerado demasiado blando su gesto con la niña, estaba decidido a demostrar que sabía actuar con dureza.

Esa noche, cuando algunos de los aldeanos se decidieron a salir del bosque, en lugar del fortín y la pequeña iglesia vieron solo unas negras ruinas junto a las que revoloteaban con curiosidad los pájaros.

El informe que el general presentó esa noche al poderoso Batu Kan era sereno y razonado.

—Ha perdido la concentración porque una mujer corría hacia él. Debería haberla visto antes y haber ordenado a sus hombres que la abatieran o que la quitaran de en medio. En lugar de ello, ha esperado hasta tenerla al alcance, y entonces la ha matado. Eso lo ha distraído de sus obligaciones.

—¿Y después?

—Había una niña. La ha cogido del suelo y la ha apartado.

—Una pérdida de tiempo. ¿Qué más?

—Ha tomado el fuerte y lo ha incendiado.

—Perfecto. ¿Algo más?

—Ha incendiado una iglesia.

—¿Estaba dentro del fuerte?

—No. Fuera.

—¿La defendía alguien?

—No.

—Eso no está bien. El gran kan respeta todas las religiones.

Esa noche, el poderoso Batu Kan modificó su intención inicial y no se acostó con la hermana de Mengu.

Esa misma noche, mientras se mecía para conciliar el sueño en el cobertizo que habían improvisado su padre y su hermano en el bosque de las colmenas, Yanka recordaba tan solo un detalle del mongol que había matado a su madre: tenía una cicatriz en un lado de la cara y le faltaba una oreja.

Nunca lo olvidaría, nunca.

1246

La balsa se deslizaba suavemente entre la niebla de la mañana. Hasta el mes anterior, para evitar que los descubrieran, habían viajado solo de noche, remontando a ritmo lento la corriente tras realizar expediciones de reconocimiento en todos los pueblos para cerciorarse de que no había patrullas. En una ocasión, una noche de luna llena, faltó poco para que toparan con una partida de soldados acampados a orillas del río.

Era agosto. Desplazándose en sentido norte a través de los sinuosos ríos, habían cubierto ya una distancia de unos ochocientos kilómetros. Habían transcurrido tres meses desde su partida.

El mes anterior habían dejado un sistema fluvial y se habían dirigido a pie a otro. Como la embarcación que habían empleado hasta entonces —un enorme tronco vaciado— era demasiado pesada para trasladarla, al llegar al otro río, habían construido una balsa, que se ajustaba bien a sus necesidades, puesto que, a partir de entonces, en lugar de remar contra la corriente tenían simplemente que dejarse llevar por ella. Su estado de ánimo había mejorado también. Ahora era posible viajar de día.

Debían, con todo, mantener la cautela, pues lo que Yanka, su padre y sus compañeros estaban haciendo era muy peligroso: intentaban huir de los tártaros.

Los tártaros. Ni siquiera a aquellas alturas la gran mayoría de los rusos alcanzaba a entender la naturaleza del imperio del que habían pasado a formar parte. El hecho de no percibir la importancia capital de la élite mongola, originaria de su lejana patria en las tierras de Oriente, hizo que los rusos confundieran a los mongoles con los súbditos turcos que luchaban bajo sus órdenes y que, debido a ello, dieran a la horda un nombre turco que seguiría vigente con el transcurso de los siglos: los tártaros.

Los cálculos del consejo de guerra mongol habían sido totalmente certeros. Rusia había sucumbido en tres años. El gran ejército que pasara por el pueblo de Russka se había abatido sobre Pereiáslav, provocando su completa destrucción; al cabo de doce meses, Chernígov había caído y la dorada Kiev era una ciudad fantasma.

El antiguo Estado de Rus estaba acabado.

A efectos prácticos, los mongoles lo dividieron en dos mitades. La meridional, compuesta por los territorios dependientes de Kiev y la estepa del sur, quedó bajo el mando directo de los mongoles. La septentrional, que comprendía las tierras incluidas en el gran semicírculo de la R rusa y los profundos bosques que se extendían más allá, se mantuvo bajo el control nominal de la casa real rusa, con la condición de que los príncipes gobernarían, a partir de entonces, solo como representantes del gran kan. Su función exclusiva era mantener la calma entre el pueblo y recaudar los tributos para el gran kan.

Algunas crónicas de la época —y también muchos rusos— tendían a presentar a los tártaros como un mero grupo más, aunque más potente, de atacantes surgidos de la estepa, a los que el gran duque tuvo que contentar temporalmente con dinero.

La realidad era muy distinta. El gran duque tenía que viajar al este, hasta Mongolia incluso, para recibir el distintivo de su cargo, el yarlyk. Gobernaba según el antojo del kan. «Recordad que ahora nos pertenecéis», se advertía a todos los príncipes. No había la menor tolerancia ante la desobediencia. Un atrevido príncipe que se negó a inclinarse ante un ídolo del gran kan fue ejecutado en el acto. Esa imposición de dominio era inmediata y total. Lo cierto es que los mongoles permitieron que continuaran existiendo los príncipes rusos solo porque, al no conceder importancia a las riquezas ocultas en los bosques del norte —insignificantes, en efecto, comparadas con las ricas caravanas y ciudades de Asia—, habían concluido que no merecía la pena asumir la administración directa de los territorios del gran duque.

No es improbable que, de no haber interrumpido los mongoles su avance para llevar a cabo en Oriente la elección de un nuevo gran kan, toda Europa hubiera sucumbido a ellos. El nuevo kan, sin embargo, decidió consolidar su imperio occidental: en el sur del Volga se erigió una nueva capital, Sarai, y los comandantes de su ejército recibieron la orden de aguardar.

En esta cuestión, los mongoles dieron asimismo muestra de un gran discernimiento, pues existía un factor relevante que no pasaron por alto: Rusia era ortodoxa; Occidente, católico.

En la época de Monómaco, la disensión entre Roma y la iglesia de Oriente se basaba en sutilezas de carácter litúrgico, pero desde entonces se había ahondado la división. La autoridad era una de las piezas clave del conflicto. ¿Tenía que someterse el patriarca de Constantinopla —o el resto de patriarcas del este— a la autoridad del papa? ¿Se había interesado la Iglesia oriental —ortodoxa— de forma adecuada en las cruzadas apadrinadas por el papa? Se había creado un poso de recelo y resentimiento. Cuando los rusos enviaron desesperadas peticiones de ayuda a sus hermanos cristianos de Occidente ante el peligro de los infieles mongoles, no recibieron sino silencio por respuesta. En Occidente, en realidad, se contempló con satisfacción el sometimiento ruso, considerado un castigo por sus errores. Y no todo acababa aquí, ya que los suecos católicos comenzaron a atacarlos por el norte y, con el beneplácito del papa, un par de órdenes militares de cruzados, los caballeros livonios y teutónicos, realizaban correrías por las tierras de Nóvgorod. «Que los infieles los aplasten —decían los católicos del oeste—, que nosotros recogeremos lo que quede.» Tal actitud llevó a los rusos a ratificarse, con más firmeza que nunca, en la creencia de que no había que fiarse nunca de Occidente. Los dirigentes mongoles, entre tanto, calculaban con agudeza: «Afiancémonos en Rusia primero. Occidente puede esperar. Rusia forma parte ahora de Asia».

El padre de Yanka no era un hombre mal parecido.

Superaba en pocos centímetros la estatura media y era rubio, aunque tenía la barba poco poblada y en la coronilla le raleaba el cabello. Sus facciones, discretas y regulares, aparecían algo acentuadas en la parte superior de la cara. Sus ojos, de color azul claro, tenían por lo general una mirada afable, si bien en ocasiones observaban a la gente como si estuvieran contando algo. Tenía, pues, un aspecto agradable, sin ser decididamente guapo. De vez en cuando, se propasaba con la bebida.

A veces castigaba a la niña propinándole una azotaina si se portaba mal; lo hacía siempre después de anochecer, y entonces podía ser terrible. De todas formas, ella sabía que los otros padres del pueblo eran más severos que él.

Por su parte, él creía que en los años pasados había prestado menos atención a la pequeña que a su hijo Kiy. Los dolorosos sucesos ocurridos a raíz de la invasión tártara habían producido un drástico cambio en ese sentido; y ahora, mientras proseguían viaje, se dio cuenta de que lo había emprendido sobre todo por ella.

Le había parecido que, si no se marchaban, se moriría.

Al principio, tras la terrible destrucción, sobre el pueblo se había abatido un extraño silencio. Llegaron noticias de la caída de las ciudades de Pereiáslav y Kiev; luego, nada. Del boyardo instalado en el norte, no llegó ni una palabra. Tal vez hubiera muerto. Entre tanto, en la destrozada aldea se sucedieron las épocas de la siembra y de la siega. El padre de Yanka se puso a vivir, aunque sin casarse, con una corpulenta mujer de pelo oscuro que enseñó a bordar a Yanka. Kiy se convirtió en un hábil artesano con la madera. Y después, el año anterior, había caído sobre ellos el mazazo.

Un día de otoño, una reducida tropa de tártaros capitaneada por un representante del flamante gobernador de la región, el baskak, entró a paso vivo en el pueblo. Hicieron poner en fila a toda la gente y los contaron, cosa que allí resultaba inaudita.

—Esto es el censo —dijo el delegado—. El baskak cuenta todas las cabezas.

Luego distribuyeron a los hombres en grupos de diez.

—Cada diez hombres forman una unidad para el pago de impuestos, que tiene la responsabilidad de mantener la totalidad de sus componentes —los informaron—. Nadie puede irse.

Un campesino que tuvo la imprudencia de poner en entredicho la bondad de tal medida recibió en el acto varios latigazos. También se enteraron de que el pueblo iba a tener una nueva función.

El servicio de correo imperial, el yam, conectaba todas las partes del imperio del gran kan. Podían hacer uso de él sus mensajeros y ciertos mercaderes seleccionados. Había un puesto cada treinta kilómetros, donde mantenían yeguas y corderos para disponer de kumiss y carne, y también algunos caballos de repuesto. Cuando el kan mandaba un mensaje, el que lo transportaba llevaba campanillas para avisar de su llegada a los del puesto, con el fin de que le prepararan un caballo de repuesto sobre el que saltar sin interrumpir su viaje. El baskak había resuelto que el fuerte en ruinas era muy adecuado para servir de yam. Un delegado destinado allí se ocuparía, además, de mantener vigilado el pueblo.

—De lo cual se deduce —susurró un aldeano— que vamos a ser todos esclavos.

Fue, sin embargo, la actuación final del representante lo que destrozó a Yanka. De improviso, se volvió hacia el anciano del pueblo y preguntó:

—¿Quiénes son los mejores talladores de madera de aquí?

Cuando tuvo cinco nombres, los llamó. El menor era Kiy, de quince años.

—Nos llevaremos al chico —espetó el mongol. El gran kan había pedido que le enviaran artesanos.

Ese atardecer, mientras la comitiva se alejaba por la estepa, Yanka estuvo largo rato mirando las distantes siluetas que comenzaron a semejar diminutas sombras prontas a hundirse, de un momento a otro, en el arrebolado horizonte.

A partir de entonces, la vida fue dolorosa tanto para el padre como para la hija. La mujer con la que se había ido a vivir su padre lo abandonó; se había emborrachado en varias ocasiones para ahogar su amargura y la había asustado. Y Yanka estaba cada vez más desmejorada. Durante el invierno había adelgazado; comía poco y se había vuelto muy callada. Cuando vio que seguía igual al llegar la primavera, su padre confesó: «No sé qué hacer».

Una familia del pueblo de al lado anunció su intención de marcharse.

—Nos vamos al norte —le dijeron—. Hay terrenos inacabables en la taiga del norte —explicaron—, más allá del Volga, donde los hombres viven libres, sin amo. Huiremos allí.

Se trataba de las denominadas Tierras Negras. De hecho, eran territorio del príncipe; sus ocupantes pagaban una pequeña renta; pero, cuanto más hacia el norte y el este, más abundantes eran los colonizadores convertidos en pobladores de zona fronteriza que no reconocían ninguna autoridad. Tales dosis de libertad resultaban atractivas, pese a la dureza que pudieran comportar.

—Venid con nosotros —les propusieron.

—Yo conozco el camino —añadió el cabeza de familia, que había estado en el norte en su juventud.

—¿Y si nos descubren?

—Yo correré el riesgo —respondió el otro encogiéndose de hombros.

El gran viaje que habían emprendido por el río seguía un itinerario muy sencillo. Ascendían muy despacio por la gran R rusa. Primero subieron por el Dniéper; después se dirigieron al este hasta que, tras un breve recorrido por tierra, llegaron a un pequeño río que los llevó a la parte inferior del gran semicírculo septentrional: el lento río Oká. Allí ya estaban en territorio del gran duque, adonde no se molestaban en entrar las patrullas tártaras.

Qué placentero resultaba dejarse llevar, por fin, por las aguas del río Oká. Había peces en abundancia. Olvidándose de su pena gracias a aquella gran aventura, Yanka había comenzado a comer de nuevo. Un día hasta pescaron un noble esturión. Advirtieron que, a medida que se desplazaban hacia el noreste, se producía un cambio gradual en la vegetación. Había menos árboles de hoja ancha y más abetos y alerces. Su guía también les hizo tomar conciencia de otro detalle importante.

—Estamos adentrándonos en el país de las antiguas tribus finesas —los informó—, como la de los mordvanos. Los nombres de los lugares son de origen finés.

El propio río Oká era un ejemplo de ello, al igual que las ciudades de Riazán y Múrom. Y un día, al pasar junto a un riachuelo que desembocaba en el Oká, su amigo señaló:

—Ese río tiene también un primitivo nombre finés. Es el Moscova.

—¿Hay algo río arriba? —preguntó el padre de Yanka.

—Una pequeña ciudad llamada Moscú. Poca cosa.

El padre de Yanka había meditado mucho sobre lo que les convenía hacer. Pese al atractivo que ejercían sobre él aquellas remotas tierras de libertad de las que hablaban los demás, era una persona prudente y sabía que la vida podía ser muy dura para los colonizadores de nuevas tierras. Llevaba una cierta cantidad de dinero, que guardaba bien escondida. Podía iniciar una nueva vida en cualquier sitio. «Pero podría irme mejor con un propietario de tierras que necesite un arrendatario», pensaba.

Así que había forjado un sencillo plan. «Cuando lleguemos a Múrom —decidió—, buscaré al boyardo Miléi. Puede que él nos ayude; pero, si no lo hace o si ya ha muerto, quizá probemos suerte en el norte.»

De tal modo, aquel mes de agosto, Yanka y su padre viajaron llevados por la corriente de las aguas del Oká.

El boyardo Miléi era un hombre corpulento, padre de cinco hijos. Estaba muy orgulloso de su fortaleza física y destacaba, además, por su astucia.

Cuando, ocho años atrás, llegaron por el río noticias del ataque mongol contra Riazán, no esperó a que lo llamaran para ir a la guerra.

—El gran duque de Vladímir nos ordenará sumarnos a sus fuerzas si presenta batalla —señaló con sagacidad—, pero no hará nada por nosotros si vienen a saquear Múrom.

Aquella observación sobre la relación entre el gran duque y los príncipes de la ciudad de Múrom era absolutamente correcta.

El pequeño principado de Múrom quedaba en el extremo oriental del semicírculo de la R rusa. A su izquierda se extendían el resto de las tierras comprendidas dentro de él, los amplios territorios de Suzdalia, gobernados por el gran duque de Vladímir.

En otros tiempos, Múrom había sido una ciudad importante, mayor que Riazán. En el curso del siglo anterior, no obstante, esta última la había sobrepasado en riqueza, y el poder se había decantado hacia Suzdalia, de tal modo que entonces los príncipes de Múrom cumplían la voluntad del gran duque sin rechistar. Esto era, desde luego, lo que en principio le correspondía hacer a Miléi. A menos que no fuera de su agrado lo que se pretendía de él… Enfrentado a aquella nueva amenaza, Miléi se retiró discretamente, con toda su familia, a la más remota y anodina de todas sus fincas, donde tuvo el buen juicio de permanecer hasta el año siguiente.

La finca en cuestión quedaba, en efecto, muy aislada.

En el centro del gran semicírculo de la R rusa discurre hacia el este, dividiendo el territorio en dos mitades, un plácido río secundario llamado Kliazma. A sus orillas, un poco al este del centro del semicírculo, Monómaco fundó la actual capital de Vladímir. Otras prósperas ciudades, como Súzdal, Rostov o Tver, se encontraban en ese cuadrante norte. En el cuadrante sur, en cambio, hasta llegar a las ciudades ribereñas del Oká —Riazán y Múrom— no había apenas nada más que aldeas, bosques y pantanos. Precisamente allí, en el cuadrante sur comprendido entre los ríos Kliazma y Oká, se hallaba la finca del boyardo Miléi. Desde aquel lugar, un providencial arroyo fluía hacia el norte para desembocar en el Kliazma, no lejos de Vladímir. También era posible desplazarse hacia el sur por otros arroyos situados a varios kilómetros, que vertían sus aguas en el Oká.

Al abuelo del boyardo Miléi, a quien se le habían concedido estas tierras, no le agradó el bárbaro nombre finés que tenía, de modo que rebautizó el arroyo que corría hacia el norte y la población que había a su lado. Les puso el mismo nombre que tenían unas propiedades del sur por las que sentía especial cariño: al arroyo lo llamó Rus, y al pueblo, Russka.

Tal trasiego de nombres del sur al norte no era infrecuente.

Aquel no era un mal sitio, y el invierno que pasó el boyardo Miléi en él lo convenció de que tenía más posibilidades de las que había imaginado.

—La verdad es que he descubierto que podríamos sacar abundantes beneficios de Russka —le comentó a su esposa—. Lo único que necesitamos es más gente.

Lo malo era que para los propietarios de tierras rusos constituía un eterno problema encontrar campesinos suficientes. Cuando, a la primavera siguiente, regresó a Múrom, se encontró con que le habían quemado la casa, aunque la voluminosa bolsa de monedas que había escondido bajo el suelo seguía intacta. Por el momento tenía muchas ocupaciones que atender, pues la invasión mongola había causado grandes desperfectos. Pero, aun así, el pueblecillo de Russka ocupaba a menudo sus pensamientos.

—Tenemos que ocuparnos de él cuando tengamos tiempo —señalaba a menudo.

De modo que su sorpresa y su regocijo fueron mayúsculos cuando, a finales del verano de 1246, se encontró ante sí a dos campesinos de su finca del sur.

Desde la invasión mongola, había tenido más dificultades que nunca para encontrar campesinos que trabajaran sus tierras. Hasta el momento solo había conseguido añadir tres familias de mordvanos al asentamiento de Russka.

—Y dos de ellos están casi todo el tiempo borrachos —le informó en tono sombrío su administrador.

Al observar a aquel hombre alto y fornido de rubia barba, con apenas algunas canas, y ancha cara de facciones turcas, Yanka solo percibió afabilidad. En sus duros ojos azules había una mirada radiante.

—Tengo el mismo lugar para vosotros —anunció—. La Russka del norte.

—No tengo dinero —mintió el padre.

El boyardo lo miró sin dar la menor muestra de decepción.

—Es más provechoso para mí darte tierra para que la trabajes que obtener algo a cambio de ella —repuso—. Puedes construirte una casa… Los del pueblo te ayudarán. Mi administrador os llevará allí y os proveerá de cuanto necesitéis. Ya me pagarás más adelante.

Le formuló preguntas sobre su viaje y, al enterarse de que había ido con otra familia, con dos hijos fuertes, enseguida les hizo una propuesta que ellos rechazaron.

—La oferta es buena —dijo su compañero de viaje al padre de Yanka—, pero yo no quiero tener amo. Venid con nosotros —insistió.

—No —declinó el padre—. Preferimos quedarnos. Que tengáis suerte.

Al día siguiente, sus compañeros prosiguieron camino.

—Sabe Dios cómo les irá allá arriba, junto al Volga —dijo con aspereza el padre—. Nosotros correremos menos peligro en el pueblo.

Russka.

Aquella Russka del norte era muy distinta del pueblo que había dejado en el sur.

La única semejanza entre ambas era que, como la mayoría de las poblaciones rusas, estaba junto a un río, nada más.

En el sitio elegido para el asentamiento, el río trazaba una gran curva en forma de S. La orilla occidental se elevaba quince metros por encima de la oriental, formando un promontorio que creaba un amplio espacio resguardado en esta última. En esta área más baja y protegida de la ribera oriental había un prado.

Ese prado había acogido tiempo atrás un poblado, pero la gente se había desplazado, buscando una mayor seguridad, al promontorio, donde se erguían entonces una docena de cabañas de madera con una cerca reforzada a su alrededor. En la orilla occidental, la tierra se prolongaba, casi baldía. No lejos de la cerca, había algunos bancales de verduras, y a través de una fina pantalla de árboles se entreveían dos campos agostados.

En la Russka del norte no había iglesia.

El pueblo más próximo, ubicado también a orillas del modesto río Rus, se hallaba a cinco kilómetros en dirección sureste. Justo detrás de él, se alzaba una cadena de bajas colinas. Al pie de estas, sin embargo, siguiendo río abajo, el terreno era pantanoso, y por ese motivo al llegar allí los colonos eslavos le habían puesto el nombre de Lugar Sucio. Pasado el Lugar Sucio, quedaban más de diez kilómetros hasta la siguiente población.

A Yanka le pareció, a primera vista, que el bosque se componía solo de abetos, pero cuando se paseó por él comprendió que estaba equivocada. En realidad, había una gran variedad de árboles: alerces y abedules, tilos, robles, pinos y muchos otros. Cuando se deslizaban por el Oká, en las proximidades de Riazán, había visto incluso huertos de manzanos y de cerezos. Allí, sin embargo, no vio ninguno. Y los huertos de verduras no impresionaban por su variedad. Por lo que había podido observar, en ellos se cultivaban guisantes y pepinos sobre todo. También advirtió otro detalle: los caballos eran todos muy pequeños.

Las casas estaban construidas con recios maderos, de la base al tejado. No había paredes de arcilla y tejados de paja, como en el sur.

Pero lo más distinto era la gente.

—Son tan callados —le susurró a su padre la primera mañana, mientras recorrían el lugar—. Cualquiera diría que se han quedado congelados.

En el pueblo había una mezcla de personas de diversa procedencia. Antes de pasar a manos de la familia boyarda, los habitantes eran en su mayoría eslavos de la tribu viátichi; ella siempre había oído que los llamaban animales paganos, porque se encontraban entre las tribus eslavas más atrasadas. Por entonces había seis familias viátichi, otras tres que se habían desplazado desde el sur una generación antes y, finalmente, tres familias de mordvanos, con sus pómulos altos y sus ojos almendrados característicos de los fineses, que había introducido el boyardo.

Pese a sus diferencias, a Yanka le parecieron todos iguales en un aspecto: mientras que los aldeanos eslavos con quienes vivía en el sur eran extrovertidos, aficionados a las discusiones y a las bromas, aquella gente del norte era callada e inexpresiva y daba una sensación de lentitud. En el sur, las personas se sentaban a charlar al sol. Allí, corrían a refugiarse al calor de sus cabañas.

Sin embargo, no eran hoscos. Cumpliendo las órdenes del administrador, a mediodía se presentaron seis hombres con hachas.

—Os construiremos una cabaña —anunciaron.

Luego les enseñaron un lugar adecuado en el extremo sur de la aldea y se pusieron a trabajar.

Entonces Yanka cambió la opinión que se había formado de ellos.

Nunca había visto nada igual. Como por ensalmo, aparecían, uno tras otro, los enormes maderos. Los achaparrados y resistentes caballos que había visto arrastraban unos troncos tan grandes que casi habrían servido para fabricar embarcaciones. Para los cimientos utilizaron grandes maderos de roble, y después, pino más flexible.

La distribución del espacio de la cabaña era muy similar a la de las del sur: un pasillo recibidor central con una amplia zona para guardar los aperos y los alimentos a un lado y una habitación en el otro. Buena parte de la pared que separaba el pasillo y la habitación la ocupaba la estufa, construida con arcilla.

Trabajaban exclusivamente con hachas, unas recias herramientas de ancha hoja y mango corto y recto con las que hacían gala de una extraordinaria pericia fineses y eslavos por igual. Encajaban tan bien unos maderos con otros que casi hubieran podido prescindir del musgo con que rellenaban las junturas.

El mérito era considerable, teniendo en cuenta que no habían empleado ni un solo clavo en toda la casa.

No fue solo la destreza en su trabajo lo que asombró a Yanka, sino la velocidad con que lo realizaban. Ella estaba acostumbrada a los laboriosos habitantes del sur, pero en aquellas gentes norteñas advirtió un pausado y pertinaz ritmo que resultaba heroico. Trabajaron hasta después de anochecido. Las mujeres llevaron antorchas y encendieron fuegos para que pudieran ver mejor. Cuando pararon esa noche, solo faltaban la estufa y el tejado para completar la vivienda.

Mientras tanto, el administrador y su esposa les dieron cobijo. Al día siguiente a mediodía, la casa estaba acabada.

—Aquí tenéis vuestro hogar —dijeron los hombres—. Os mantendrá calientes y durará treinta y tres años.

Se trataba de la cabaña característica del norte, la izba rusa. Su enorme estufa y sus herméticas paredes proporcionaban un caluroso ambiente aun en el más frío de los inviernos, tal como daba a entender el nombre, puesto que izba significa «habitación caliente».

Una vez que hubieron dado las gracias a sus nuevos vecinos, el administrador los acompañó para enseñarles el trozo de tierra que había elegido para ellos.

En la conversación que mantuvieron de camino, Yanka expresó al administrador la admiración que le había causado la forma de trabajar de los hombres.

—Con personas como estas —dijo mientras miraba en torno a sí, imaginando ciudades surgidas en medio del bosque—, no hay nada que no podamos conseguir los rusos.

El administrador, un individuo de corta estatura y astuto semblante, se echó a reír.

—Esto es el norte —dijo—. Aquí arriba podemos hacer cualquier cosa…, aunque tan solo por un corto espacio de tiempo.

Al ver la expresión de desconcierto de la niña, sonrió y luego abarcó con un gesto la masa arbolada que se extendía a su alrededor.

—Ahora estáis en el norte —explicó—. Aquí las cosas funcionan así: nosotros hacemos lo que podemos, claro está, pero, hagamos lo que hagamos, el bosque nos recuerda que la tierra, el invierno y el propio Dios serán siempre más fuertes que nosotros. Es inútil derrochar esfuerzos. Por eso no trabajamos con ahínco, salvo cuando hay algo concreto y urgente que hacer. —Yanka se echó a reír, como si acabara de decir algo gracioso, y él se limitó a añadir—: Ya lo verás.

La finca era, según los informó, de tamaño mediano, con una extensión de unos cuatrocientos desiatin o hectáreas, repartidos a ambos lados del río. Por aquel entonces solo se cultivaba una parte.

Muchos propietarios preferían ceder por completo la gestión de aquellas remotas fincas a los campesinos y recibir una pequeña renta, normalmente pagada en especie. No era como en los viejos tiempos, en el sur, comentó, cuando los propietarios dirigían sus propias tierras y enviaban sus productos a los mercados.

—Encontraréis las cosas más simples aquí arriba —prosiguió.

De todos modos, el boyardo Miléi contaba con recursos para comprar esclavos y contratar braceros.

—Tiene intención de traer más gente y ampliar el lugar —aseguró el administrador—, y trabajar él parte de la tierra. Así que, aunque ahora sea pequeño, pronto presenciaréis cambios.

—Nosotros somos cristianos —señaló Yanka, diciendo en voz alta algo que la inquietaba—. ¿Es pagana toda la gente de aquí?

Fuera de la cerca, había reparado en unas extrañas tumbas abultadas que no le parecían cristianas.

—Los eslavos del sur son cristianos —respondió el hombre—. Los mordvanos —soltó una carcajada— son mordvanos. En cuanto a los viátichi, son eslavos, pero también paganos. Los montículos que has visto junto a la cerca son sus tumbas.

—¿Y no tendremos iglesia?

—El boyardo tiene en proyecto construir una.

—¿Pronto?

—Quizá.

Después de aquel diálogo, Yanka volvió a la cabaña mientras su padre y el administrador iban a ver el terreno que se le había asignado, al oeste del pueblo. Era el lote que solía recibir un campesino para trabajar, es decir, treinta chets, unas catorce hectáreas. Pero la tierra era pobre y estaba poblada de árboles que habría que talar. De todos modos, la renta que tendría que pagar era baja, y estaba libre de pago el primer año. El administrador le adelantaría una pequeña suma, a cambio de la cual debería realizar algún trabajo poco pesado para el boyardo. Y así comenzó su carrera en su nuevo hogar.

Para Yanka, aquella fue una época de descubrimientos. Ese año el verano se alargó hasta entrado el otoño, hasta el veranillo de San Martín, que los rusos llaman «el verano de la abuela».

Recorrió a pie la zona, unas veces sola y otras en compañía de la esposa del administrador, una mujer menuda que, aunque de carácter más bien frío, se lo enseñó todo con meticulosidad porque quería que fuese útil para la propiedad.

Los bosques contenían más tesoros de los que Yanka había sospechado. Su acompañante le enseñó dónde podía encontrar helechos y hierbas medicinales, como el hipérico, la betónica y el llantén. Atravesaron un pequeño pinar, al sur, sobre cuyo musgoso terreno, que dominaba el río, crecían varios arándanos. De vez en cuando, mientras caminaban, la esposa del administrador señalaba un árbol determinado y decía: «Allá arriba hay un nido de ardillas, mira». También señalaba las pequeñas huellas que habían dejado sus patas, de tanto trepar por el tronco para llenar el profundo agujero en el que guardaban los frutos secos para el invierno.

—Tenemos unos ganchos especiales que se ponen en los pies —explicó—. Con ellos se puede escalar cualquier árbol y robar lo que han almacenado las ardillas, o la miel de las abejas. Igual que el oso Misha —agregó, soltando una seca carcajada.

Uno de los sitios que más le agradaron a Yanka quedaba aproximadamente a un kilómetro al sur del pueblo. Allí, la elevada orilla se distanciaba unos diez metros del río, dejando espacio a un soto de árboles al que se llegaba por un sendero que bordeaba el agua. Allí, a unos seis metros de altura, brotaba un pequeño manantial de agua transparente que mantenía su frescor aun en pleno verano. El agua de la fuente se dividía en tres diminutas cascadas, que bajaban saltando sobre el musgo y las piedras grises para formar minúsculos estanques entre los helechos.

—Una cascada es para el amor, otra para la salud, y la tercera para la riqueza —le explicó a Yanka la esposa del administrador.

—¿Cuál es cuál?

—Nadie lo sabe —respondió, a la manera típicamente rusa, la mujer, antes de emprender el regreso al pueblo.

Cuando se separaron, la niña recibió de ella un consejo que le recordó el tiempo récord en que habían erigido su casa.

—Este año no es normal porque ha habido un verano muy largo. No esperes que vuelva a ocurrir. Aquí los veranos son cortos, así que hay que trabajar mucho mientras duran…, mucho más que en el sur.

—¿Y después?

—Nada —contestó, encogiéndose de hombros, la mujer.

El otro cambio que experimentó la vida de Yanka fue el que vino impuesto por el proceso de transformación en mujer.

Desde el punto de vista físico, lo venía notando hacía ya un tiempo; pero el viaje por el río le había hecho tomar conciencia de una nueva agitación y unos vagos deseos que unos días la henchían de una inédita confianza, mientras que otros la hacían ruborizarse por nada y sentirse del todo insegura. Tenía un espléndido cutis blanco, con un delicado toque rosado en las mejillas, y una larga cabellera de color rubio oscuro de la que se sentía bastante orgullosa.

Algunos días, no obstante, la piel se le ponía grasa y le salían espinillas; o bien notaba hinchadas las mejillas, o bien le parecía que tenía el pelo pegajoso y repulsivo. En tales ocasiones, apretaba los labios y, ceñuda, se quedaba el mayor tiempo posible en casa.

Su cuerpo le inspiraba, con todo, mayor satisfacción. Ese verano se había redondeado y, pese a que estaba delgada, en sus caderas se habían formado unas curvas que, según sus previsiones, algún hombre consideraría estupendas un día.

Por el momento, mientras se avecinaba el invierno, para ella era motivo de orgullo acondicionar un hogar para su padre.

Mientras él estaba fuera, trabajando con los hombres del pueblo o construyendo un carro, ella se afanaba en tejer, acumular provisiones o ahumar pescado, poniendo en juego todas sus habilidades para que cuando él llegara al atardecer, sonriera y dijera: «Qué nido más bonito está construyendo mi pajarillo».

Lo veía mucho más animado. La dureza del trabajo y la nueva vida, que habían supuesto un reto para él, le habían conferido una fortaleza que la llenaba de placer. Y cuando entraba, con la cara reluciente sobre el fondo de la última luz previa al ocaso, se volvía y pensaba para sus adentros: «Ahí llega mi padre, el hombre del que puedo estar orgullosa».

Y, en efecto, ningún otro varón del pueblo despertó su atención.

Había motivos para ello; padre e hija se daban cita a diario desde el primer día en que el administrador les había enseñado la localidad.

Era más pronto de lo acostumbrado cuando, aquella tarde, su padre entró como un vendaval por la puerta y, apoyado en la estufa, gritó:

—¿Has visto sus campos? —Y, sin darle tiempo a responder, continuó—: Talar y quemar es lo único que hacen. Talar y quemar. ¡Mordvanos! ¡Paganos! ¡No tienen siquiera un arado como Dios manda!

—¿Que no tienen arado?

Él soltó un airado bufido a modo de respuesta.

—Apenas se necesita con esta tierra —continuó—. Ven, te lo enseñaré.

El problema que había detectado su padre era uno de los grandes inconvenientes que habrían de suponer una auténtica plaga para el Estado ruso durante el resto de su historia.

La tierra del norte es muy pobre.

Existen, en la gran planicie de Rusia, dos clases de suelos: los lixiviados y los no lixiviados. En el suelo lixiviado, el agua no se evapora con la suficiente rapidez y arrastra con ella las sales nutrientes, dejando en la superficie un pobre manto ácido de escaso valor para la agricultura. Esa tierra lixiviada recibe en ruso el nombre de podsol, que literalmente significa «suelo de ceniza».

Los suelos no lixiviados se dan en los lugares donde hay buena evaporación. Los nutrientes permanecen en la tierra, que, por lo general, es neutra o alcalina. El mejor de estos suelos no lixiviados, muy fértiles, es la tierra negra del sur, el chernoziom.

Entre estos dos tipos de suelo hay un tercero, una especie de punto intermedio. Se trata de la tierra gris —técnicamente, un podsol lixiviado—, que es moderadamente apropiada para la agricultura.

A grandes rasgos, la fértil tierra negra se encuentra en el sur, en la estepa; la gris, en el centro de Rusia, en los territorios comprendidos entre Kiev y el río Oká. En el interior del gran semicírculo de la R rusa, y más allá en dirección norte hasta llegar a los empapados terrenos de turba de la tundra, la tierra es podsol pobre, productor de magras cosechas. El suelo y las bajas temperaturas son la causa de la pobreza de la agricultura del norte de Rusia.

En esa clase de tierra no se necesitaban los pesados arados de hierro que se utilizaban desde hacía siglos en la densa y rica tierra del sur. Los campesinos del norte empleaban el soka, un liviano arado de madera con una modesta punta de acero, que arañaba tan solo la superficie de la fina y estéril tierra.

Ese endeble arado y esa tierra casi improductiva fue lo que provocó el disgusto del padre de Yanka. Más despreciable le pareció, sin embargo, el método que aplicaban los campesinos para organizar sus parcelas, pues, en lugar de mantener dos o, a veces, tres grandes campos en los que rotar los cultivos, aquellos aldeanos empleaban la antigua técnica de la tala y posterior quema. Despejaban un trozo de bosque, le prendían fuego y luego trabajaban durante unos años el campo fertilizado con los restos carbonizados, para después desplazarse a otro y dejar que la maleza se adueñara de nuevo del anterior. Era una vieja forma de agricultura de subsistencia.

—Paganos —repetía con repulsión el padre.

En su condición de recién llegado podía hacer, no obstante, bien poco para remediarlo.

Fue precisamente ese aspecto primitivo del lugar lo que confirmó la opinión que Yanka se había formado de los lugareños y su falta de interés por ellos.

El administrador, servidor del boyardo, era a efectos legales un esclavo. Las familias viátichi, aparte de ser gentes toscas, pertenecían a la especie más miserable de campesinos —aparceros— que, en lugar de pagar una renta fija, entregaban al boyardo un tercio de su cosecha. Los mordvanos eran braceros a sueldo encargados de trabajar una parte de la finca, situada a cierta distancia del pueblo, que el boyardo había decidido reservar para sí; y las otras familias eslavas del sur habían adoptado ya, a su parecer, las rudimentarias costumbres del noreste, y aplicaban sin reparo la técnica de la tala y la quema en sus modestas parcelas.

De todos modos, entre aquellos eslavos no había ningún joven soltero. El chiquillo que más se aproximaba a su edad tenía once años. En cuanto a los tres jóvenes mordvanos y a los dos viátichi, aunque parecían amables, no suscitaron su interés.

«Este sitio es primitivo —concluyó—. Cuando me case, no lo haré con alguien de aquí.»

Aquella decisión la tomó tres días después de que su padre montara en cólera por otra cosa que averiguó.

—Al final resulta que aquí hay tierra buena —le contó, contrariado, esa noche—. Sí, chernoziom. Pero no quieren dejar que la trabaje.

—¿Dónde?

—Más lejos, yendo hacia el pueblo ese que llaman Lugar Sucio. Increíble, ¿no? Fui por allí hoy con esos malditos mordvanos.

La naturaleza —los glaciares generados durante la última era glaciar, concretamente— había depositado aquí y allá, en la región de los arenosos podsol, pequeñas franjas de buena tierra gris. Más arriba de Vladímir había una amplia zona del denominado chernoziom que se prolongaba hacia Súzdal. Y en las proximidades de Russka se había formado otro depósito de dimensiones mucho menores.

—El boyardo se reserva esa tierra y nos deja el terreno malo.

Aquella franja de chernoziom se hallaba dividida, en realidad, en tres partes. Una de ellas, la de más al norte, estaba incluida en una finca que pertenecía al gran duque. Antes había habido en dicha finca un pueblo, que quedó deshabitado a raíz de una plaga unos años atrás, pero no cabía duda de que, con el tiempo, el gran duque volvería a explotarla. La parte oriental era tierra negra, perteneciente en teoría al príncipe de Múrom, pero que se dejaba trabajar a campesinos libres.

Y la porción más pequeña y más cercana era propiedad de Miléi, el boyardo.

Cuando mantuvo la entrevista con Yanka y su padre, este no había mencionado nada al respecto. Con la idea de que un hombre solo y una niña a duras penas cumplían los requisitos para tener a su cargo la mejor tierra, resolvió mantenerlos en reserva para ver cómo se desenvolvían.

Mientras tanto, había decidido cultivar una parte de la tierra buena para él con algunos eslavos que logró encontrar.

—Quizá podamos trabajar un poco de chernoziom —apuntó Yanka.

—No. Ya se lo he preguntado al administrador. Solo quiere braceros a sueldo, como los mordvanos, y no pienso rebajarme a eso.

La muchacha abrazó a su padre y le dio un beso, reparando en el tenue olor a sudor que impregnaba su camisa y en las profundas arrugas que le surcaban el cuello. No soportaba verlo tan decepcionado.

—Podemos irnos —señaló—. Tenemos dinero.

El dinero que habían llevado estaba bien escondido bajo el suelo.

—Quizá, pero no este año.

—No —convino ella—, este año no. —Faltaba poco para el invierno.

No obstante, a pesar de la insulsa vida del pueblo, experimentaba cierta sensación de paz en aquel nuevo entorno.

—Aunque sea aburrido —le comentó a su padre un día de lluvia, al tiempo que se desperezaba—, al menos estamos bien lejos de los tártaros.

El tiempo templado continuó, contra todo pronóstico, hasta mediados de octubre. Yanka se habituó al pausado ritmo del pueblo. Iba con los aldeanos a recoger nueces al bosque y, el día en que los hombres mataron un alce, ayudó a las mujeres a preparar un espléndido festín.

Avanzaba por el sendero, dejando que el agua que goteaba de los árboles se posara en el cuello de pieles o le entrara rodando por la nuca. Más abajo, al pie de la pequeña escarpadura, la alegre primavera estallaba en la orilla y recorría los helechos hasta el río. No se detuvo más que para lanzar una ojeada al otro lado del cauce, y por dos veces profirió una imprecación.

¡Maldita muchacha!

Su tierno y joven cuerpo… ¿A qué olía? ¿A rosas? ¿A los claveles silvestres del bosque? A avellanas. A avellanas tostadas. ¿Podía oler realmente a avellanas tostadas?

«¿Es que no me ve, maldita sea?», estuvo a punto de decir en voz alta. «Quizá no se haya dado cuenta —pensó, pero enseguida descartó tal posibilidad—. Oh, sí, se ha dado cuenta. Las mujeres se dan cuenta de todo.»

¿Qué significaba aquello, entonces? ¿Qué pretendía? ¿Qué creía que sentía él en la habitación, a solas con ella, mientras la lluvia caía en cascada por los aleros? ¿Qué pretendía cuando se estiraba delante de él, resaltando sus jóvenes pechos, y se volvía —con todo el cuerpo— para decirle con esa dulce voz que estaba aburrida?

¿Me toma el pelo? ¿Me desprecia?

Fingía no comprender. Esa era su defensa. Y su arma. Era buena… Oh, sí, había sido buena con él. Y lo quería, o al menos antes lo quería. Era como si fuera suya y al mismo tiempo no lo fuera; como si lo comprendiera todo, estuviera dispuesta a abrirse a él y, sin embargo, se apartara cada vez que notaba que podía acercarse.

Era su hija, por supuesto.

¿Era esa la explicación? Desde luego era motivo suficiente, en teoría. Pesaba una prohibición de por medio, y ambos lo sabían.

No obstante, después de todo lo que habían pasado… Los unía un lazo especial, ¿no? ¿No había en sus serenos ojos, que parecían contemplar el mundo con una especie de triste comprensión…, no había una comprensión absoluta de cómo eran, él y ella?

La manera en que torcía las comisuras de los labios, con algo de tristeza, algo de cinismo y, sí, sensualidad; una sensualidad intensa cuando se despertaba. Esos labios, esos labios tristes y obstinados, con su tendencia a hacer pucheros —pucheros que siempre contenía porque su fuerte boca mantenía un constante control—, ¿se negarían a despegarse y abrirse para él? ¿Sonreirían y se abrirían más adelante para otro? Aquella idea se había convertido en una tortura para él.

Era su padre, recordó mientras proseguía camino con airado paso. Había oído que otros padres…

Además, ni uno ni otro tenían a nadie más con quien emparejarse en aquel condenado lugar, a nadie más.

—Seré un padre para ella. La meteré en cintura si quiere jugar conmigo —murmuró.

Estaba tan absorto en sus pensamientos que no sabía adónde iba y, por lo tanto, no se dio cuenta de lo mucho que se había alejado del pueblo, hasta que, de repente, al alzar la vista, se quedó petrificado.

Era un oso muy grande. También era muy viejo. Se movía con evidente dificultad por el sendero, a unos diez metros de él. El animal lo vio, pero no pareció inmutarse. Caminaba con marcada rigidez.

Entonces comprendió lo que ocurría. El oso iba a morir y simplemente buscaba un lugar definitivo de reposo.

Con cautela, siguió adelante.

—A ver, Misha —murmuró—, ¿para qué podrías serme útil?

El oso le dirigió una mirada siniestra, pero estaba demasiado cansado para amenazarlo. Qué viejo, triste y abatido se veía ese animal. Estaba empapado por la lluvia, y su piel, recubierta de barro, olía a humedad. El padre de Yanka se aproximó aún más, desenvainando su largo cuchillo de caza. Acababa de ocurrírsele algo.

Le regalaría a Yanka un abrigo de piel para el invierno. Seguro que se pondría muy contenta. No todos los hombres podían decir: «He matado un oso para ti».

Para dar muerte a un oso se requería una gran pericia. Pese al lastimoso estado de aquel, bastaría una breve reanimación, un zarpazo de aquellos tremendos brazos, para acabar con él. Pero, aun así, se sentía capaz de lograrlo.

Se situó detrás, se paró y, de pronto, saltó sobre la enorme espalda de la criatura.

Cuando el oso comenzó a erguirse con un sobresalto, le desgarró la garganta con la acerada y larga hoja del cuchillo.

El oso se enderezó por completo, con el hombre encaramado a su espalda, y trató de atacarlo. El padre de Yanka le hundió de nuevo el cuchillo en la garganta, escarbando la tráquea en busca de las venas principales. Al cabo de un momento, con la certeza de haberlo conseguido, saltó al barro y corrió a refugiarse tras un árbol.

Oyó el borboteo que producía el animal, que volvió a posar pesadamente las patas delanteras en el suelo, mientras la sangre le manaba a chorro del cuello. Pareció ver al hombre, pero no se movió. Permaneció quieto, consciente de que le había llegado el final, pestañeando por algún extraño motivo. Después se desplomó entre los arbustos y el padre de Yanka lo oyó toser.

Una hora más tarde ya lo había despellejado.

A Yanka le resultaba deprimente aquella estación que lo convertía todo en un barrizal. Y la sensación no hizo más que acentuarse cuando decidió, un día en que había parado de llover, ir a visitar el cercano pueblo llamado Lugar Sucio.

Era un sitio horroroso. Media docena de cabañas apiñadas junto a la orilla del río. Aquel territorio era tierra negra, como en el norte, de modo que los campesinos eran, en la práctica, libres. Además, la tierra del pueblo quedaba incluida en la zona de chernoziom.

Se trataba, de todas formas, de un sitio lúgubre. El río estaba flanqueado por terrenos bajos que un poco más al sur se encharcaban y despedían un olor a ciénaga. Y cuando habló con algunas de las mujeres del pueblo, descubrió que cuatro de las seis que había visto padecían una extraña enfermedad que les volvía esponjosa la piel de la cabeza y el pelo perpetuamente grasiento y enmarañado.

De manera instintiva, se alejó de ellas.

De regreso, tras poner leña en la estufa, se tocó el cabello y notó con alivio su suavidad y ligereza.

Esa misma tarde, su padre llegó con un magnífico abrigo, confeccionado por una de las mujeres mordvanas con la piel del oso que él mismo había matado para ella. Había mantenido el incidente en secreto hasta entonces, cuando le presentó la prenda con una sonrisa.

—¿Mataste un oso? ¿Para mí? —preguntó ella, entre alborozada y asustada—. Podrías haber muerto.

—Así no pasarás frío aquí en el norte —contestó él, riendo.

Su hija le dio un beso. Él sonrió, pero no dijo nada.

Tres días más tarde comenzó a nevar. Hacía mucho frío, aunque dentro de casa se estaba caliente. Aun así, el invierno había cercado el pueblecito de tal forma que le impedía escapar de la triste realidad: era aburrido.

No tenía amigos. La aldea se le antojaba silenciosa como una tumba. Mantenían poco trato con sus vecinos y, si bien los separaban solo unos metros de ellos, podían pasar días sin que hablara con una sola alma. Ni siquiera había una iglesia que sirviese de centro de reunión.

Para pasar el tiempo, comenzó a bordar una tela. Sobre fondo blanco, bordó con hilo rojo las sorprendentes aves de formas geométricas que una mujer de su pueblo le había enseñado de niña.

De este modo, en aquella remota aldea del norte apareció un tipo de dibujo tomado directamente de los antiguos motivos orientales con los que ya estaban familiarizados, mil años antes, los jinetes iranios de la estepa.

Concluyó noviembre. El bordado progresaba, y la muchacha y su padre vivían solos.

El cambio en su vida se produjo, de manera bastante repentina, durante la primera mitad de diciembre.

Su padre había estado muy amable con ella últimamente. Como sabía que a veces Yanka le tenía miedo cuando bebía demasiado, apenas había probado el hidromiel desde el otoño. Los dos días anteriores se había mostrado muy afectuoso, pródigo en abrazos y tiernos besos.

Una noche, sin embargo, bebió hidromiel. Ella advirtió un leve enrojecimiento de su cuello; lo observó con cierto nerviosismo, pero concluyó que no había bebido lo bastante para caer en un estado depresivo. Sintió incluso un tenue arrebato de alegría al ver la sonrisa de bienestar instalada en su cara. Se fijó en sus manos, apoyadas en la mesa. Reparó en el tupido vello rubio del dorso, y aquello la llenó también de un sentimiento de afecto.

Después cometió una gran imprudencia.

Había puesto a calentar un poco de tinte rojo para los hilos: estaba casi hirviendo cuando decidió trasladarlo al otro lado de la habitación.

Su padre llevaba sentado varios minutos junto a la mesa, sin hablar. No posó la mirada en él, pero tenía conciencia de la posición de su recia espalda y de la coronilla calva de su cabeza cuando pasó a su lado con el cazo de tinte.

Quizá le hiciera perder concentración la ojeada que dirigió a la coronilla. Lo cierto es que, de pronto, tropezó con una pata del pequeño banco donde él estaba sentado. Luchó con desespero para mantener el equilibrio y, por puro milagro, derramó solo una cuarta parte del ardiente líquido del cazo sobre la mesa.

—¡Por todos los demonios!

Su padre se había levantado de un salto, volcando el banco.

Yanka lo miró, horrorizada, antes de posar la vista en el tinte de la mesa.

—¿Te ha caído en las manos?

—¿Es que quieres escaldarme vivo? —Cerró una mano sobre otra con una mueca de dolor.

—Déjame ver —dijo la muchacha, tras depositar el cazo en la estufa—. Te pondré un vendaje.

—¡Eres una atolondrada! —vociferó él, sin dejar que se acercara.

—Deja que te ayude —suplicó su hija, aterrorizada y angustiada a la vez.

Él respiró hondo, apretó las mandíbulas y después adoptó una expresión temible.

—Vas a ver —dijo de repente, en voz muy baja.

Se le hizo un nudo en el estómago.

Conocía ese tono. Se le había quedado grabado desde la niñez; significaba: «Espera a esta noche».

Se puso a temblar. En un instante, le pareció, se había esfumado la relación de los últimos meses. Volvía a ser una niña y, como tal, sabía lo que sucedería a continuación. Las piernas apenas la sostenían.

—Deberías mirar por dónde vas cuando llevas agua hirviendo —le dijo su padre con frialdad.

Lamentaba tanto haberle hecho daño que, en cierto modo, prefería que la castigara. Habían pasado dos años desde la última vez que lo hiciera, antes de que se llevasen a Kiy. Le producía, con todo, un extraño sentimiento de humillación que volviera a tratarla como a una niña.

—Ve al banco.

Se tumbó boca abajo en el banco. Lo oyó desabrocharse el cinturón. Luego notó que le levantaba la camisa de lino y se preparó para recibir el golpe.

Pero no ocurrió nada.

Cerró los ojos y siguió esperando. Entonces sintió, sorprendida, las manos de él sobre su cuerpo. Después notó su aliento en la oreja.

—No te voy a castigar esta vez, mi pequeña esposa —dijo su padre quedamente—. Pero hay otra cosa que quiero que hagas por mí.

Sintió las manos que se movían sobre sus muslos. ¿Qué estaba haciendo?, se preguntó, perpleja.

—Quédate callada —musitó él—. No te haré daño.

A su cara asomó un violento rubor. No sabía qué hacer, porque ni siquiera entonces acababa de comprender lo que ocurría.

Notó el avance de las manos. De repente, se sintió desnuda como no se había sentido nunca. Le entraron ganas de gritar, de echar a correr, pero un hondo sentimiento de vergüenza la mantuvo reducida a la impotencia. ¿Adónde iba a huir? ¿Qué les diría a los vecinos?

En aquel terrible momento, en aquella habitación donde reinaba un sofocante calor, ese hombre, su padre, intentaba hacerle algo extraño. Enseguida se dio cuenta de qué era.

El contacto la aterrorizó. Su cuerpo se combó de repente, rígido, y entonces lo oyó hablar, jadeante.

—Ah, eso es, mi pequeña esposa.

Momentos después, tras un repentino espasmo de dolor, lo oyó gemir.

—Ah, mi pajarillo, lo sabías. Siempre lo supiste.

¿Que ella lo sabía? ¿Le decía una vocecilla interior que ella sabía que iba a ocurrir aquello, que era cómplice de él?

Deseaba llorar, pero, paradójicamente, en aquel instante no podía.

Ni siquiera podía odiarlo. Tenía que quererlo.

Él era lo único que tenía.

A la mañana siguiente, salió temprano.

Se preparaba un día luminoso. El cielo tenía una pálida tonalidad azul. Después de protegerse las botas de grueso fieltro con zapatos para la nieve, se dirigió arrastrando los pies hacia la orilla elevada del río.

El sol resplandecía allí arriba. Abajo, el soto estaba bañado por la dorada luz que vertía el sol naciente.

Una andrajosa figura avanzaba en dirección a ella. Era uno de los hombres viátichi. Arrastraba, encorvado, un pequeño trineo cargado de maderos. Sus ojos negros, coronados por unas pobladas cejas grises, se posaron, penetrantes, en ella. «Lo sabe», pensó Yanka. Le parecía imposible que hubiera alguien en la aldea que ignorase lo que había hecho la noche anterior.

El individuo barbudo pasó en silencio por su lado, como un lúgubre y viejo monje.

Soplaba una tenue brisa, pero hacía mucho frío. El grueso abrigo la protegía de él; no obstante, tenía una conciencia exacerbada de su cuerpo, un cuerpo que se sentía desnudo y magullado.

Giró sobre sus talones.

Unos metros más allá había un abedul. El invierno le había arrancado las hojas, pero el sol matinal arrancaba destellos plateados de su corteza. Sus negras nervaduras le recordaron la fértil tierra negra del sur. «Parece que seas de hielo y nieve —pensó—, y, sin embargo, por dentro tienes calor.»

El abedul era un árbol resistente. Crecía en cualquier sitio, independientemente de las condiciones, ganando terreno a los árboles que habían sido quemados o talados. «Yo seré igual que él —se juró a sí misma—. Saldré adelante.»

A paso lento, volvió a la izba. Desde una puerta entreabierta, una anciana espió su llegada.

—Puede que lo sepa o puede que no. —Sin darse cuenta, Yanka había pronunciado en voz alta aquellas palabras.

Resolvió que le daba igual si adivinaban su secreto.

Entró en la cabaña.

Su padre estaba sentado en un banco, comiendo kasha. La miró un instante, pero ninguno de los dos dijo nada.

Volvió a ocurrir lo mismo unos días más tarde. Al día siguiente, se repitió.

Su propia actitud la desconcertaba.

En la primera de aquellas dos ocasiones había intentado resistirse. Fue la primera vez en su vida que cobró conciencia, que notó, de hecho, lo mucho que la superaba él en fuerza física. No le había hecho daño; no había tenido necesidad. Le había bastado con agarrarla por los brazos para inmovilizarla. A menos que se decidiera a patalear o que tratara de morderlo, estaba a su merced. Pero ¿qué iba a conseguir, si lo hacía? ¿Provocar una pelea que sabía que iba a perder? ¿Destruir el único hogar que tenía?

En silencio, había empujado para procurar mantenerlo a raya, hasta que finalmente había renunciado al inútil forcejeo.

Y, mientras él la poseía, había pensado, con obstinación, en el abedul que sobrevive erguido entre la nieve invernal, que sobrevive siempre.

La confusión que la invadió en el curso de las semanas siguientes era natural. En primer lugar, él no actuaba nunca con brutalidad y, aun en contra de sus deseos, su cuerpo reaccionaba con voluntad propia cuando le hacía el amor.

Ya no la llamaba su «pequeña esposa», pues aquello habría parecido entonces una referencia demasiado evidente a su secreto. Tampoco le rodeaba la cintura en público, como solía hacer antes.

Entonces comenzó a verlo como ve una mujer a su marido.

Seguía queriéndolo. Adquirió una percepción distinta de los ritmos de su cuerpo. Cuando, sentado junto a la mesa, tenía el cuello rígido o las manos levemente crispadas, se compadecía de él igual que lo hacía de niña; pero ya no pensaba que necesitaba consuelo, pues sabía que para aquellos simples síntomas físicos había remedios igual de simples.

A veces —aunque reprimiendo un suspiro, consciente de lo que sucedería después— se acercaba a él cuando estaba así y, en lugar de abrazarlo como hubiera hecho en otros tiempos, le masajeaba la nuca y los hombros. Era una relación extraña: ella nunca daba muestras de alegría; nunca le alborotaba el pelo ni le gastaba bromas como hubiera hecho con un amigo o un marido; había siempre una leve contención en su forma de tratarlo; se mostraba cohibida y práctica a la vez.

Con el transcurso de los meses de invierno, se forjó un nuevo y curioso vínculo entre ellos. En cuanto se abría la puerta de la izba, eran un padre y una hija modélicos. Si los otros aldeanos sabían o sospechaban algo, nadie dijo nada. Y precisamente el hecho de compartir aquel secreto creaba una complicidad entre ambos.

Complicidad. Los dos lo sabían.

De ahí al desenlace que, según se reconoció a sí misma, había estado temiendo, había tan solo un paso.

En el mes de enero se entregó con placer a él varias veces.

¿Por qué tenía que darle tanta importancia a que, por espacio de unos breves minutos, su joven cuerpo hubiera hallado placer y solaz en la función para la que había sido creado? ¿En qué eran peores aquellos encuentros íntimos que los que habían tenido lugar con anterioridad?

Lo sabía perfectamente. Hacía mucho tiempo que no veía a un sacerdote, pero sabía lo que aquello significaba. El diablo se había apoderado de ella. No solo había pecado, sino que se había regodeado en el pecado.

Después de aquellos episodios, caía en el abismo de la autoexecración. «Soy como las mujeres del Lugar Sucio», gemía. Sentía como si tuviera el pelo enredado y sucio, y como si todo su ser hubiera sido profanado.

Cuando estaba sola, recurría en su angustia al pequeño icono de distante y melancólico semblante y rezaba: «Sálvame, Virgen santa, de mis pecados. Muéstrame la forma de salir de esta oscuridad».

El boyardo Miléi era prudente y sagaz. Tenía tres hijas y dos hijos, y su propósito era conseguir que gozaran de una posición holgada tras su muerte. No se fiaba de nadie. Si bien permanecía al servicio de la familia real del pequeño territorio oriental de Múrom, lo hacía por mero interés.

Su actitud era comprensible. Desde hacía tiempo, los boyardos de mayor categoría raras veces eran miembros habituales de los séquitos de los príncipes; delegaban dicha función en sus hijos o en primos pobres. Aun cuando, en teoría, estaban al servicio del príncipe para cualquier emergencia, tenían objetivos propios. En el amplio territorio de Riazán, que limitaba con aquel por el sur, los boyardos eran conocidos por su independencia, y sus príncipes tenían dificultades para controlarlos.

En otros principados —en las distantes tierras de Galitzia, en el suroeste, y de forma aún más acentuada en las proximidades de la frontera con Polonia—, los nobles tenían una considerable fuerza y los príncipes necesitaban su consentimiento para tomar cualquier decisión de peso.

Había otro factor que influía en aquel aumento de poder.

Si bien las familias principescas eran reales —pues aún descendían de la familia de Vladimiro el Santo—, el número de sus miembros se había multiplicado de forma considerable. A diferencia de los días de esplendor de Kiev, cuando todos los príncipes dominaban un extenso territorio, algunos de los príncipes notables gobernaban ahora ciudades de escasa importancia, y sus hijos y nietos poseían muchas veces menos tierra que los boyardos de alto rango. Una de las consecuencias de la exigüidad de estos appanages, como se denominaban las heredades de los príncipes, era que un boyardo como Miléi podía tener una visión más agresiva de su propia posición; y, al contemplar los altibajos de fortuna de las numerosas y anodinas ciudades principescas, percibía un mundo de una relatividad política muy superior a la que había presidido el de sus antepasados.

En lo que a sus propios príncipes se refería, los de la antigua ciudad de Múrom, eran meras marionetas del gran duque, que, en opinión de Miléi, no era persona de fiar.

«En cualquier caso —señalaba con astucia—, por más que quiera hacer creer lo contrario, hasta el gran duque es ahora simplemente un servidor de los kanes tártaros.»

¿Dónde le convenía, pues, situarse? ¿Por qué medios iba a hacerse rico?

Para Miléi, el hecho más significativo no era que el gran duque hubiera tenido que viajar a través de la estepa para someterse y humillarse ante el kan. No era tampoco que el ejército tártaro hubiera destruido ciudades, ya que estas podrían reconstruirse. No era siquiera que el príncipe de Chernígov hubiera sido ejecutado.

Lo que Miléi había observado con su buen juicio era que, a diferencia de los príncipes rusos, desde el gran Monómaco en adelante, el kan tártaro acuñaba sus propias monedas.

«Son los tártaros los que tienen en su poder el dinero —les decía a sus hijos—. No destruirán todo el comercio… ¿Para qué van a hacerlo, si son ellos los que se quedan con los beneficios?»

La provincia se había sumido en un estado de letargo desde la invasión. Miléi poseía esclavos que producían algunos productos de artesanía susceptibles de ser vendidos, y sus aldeas le reportaban algunos tejidos y pieles, pero aquellos no eran buenos momentos para la expansión comercial.

—Debemos volcarnos en nuestras tierras —decidió.

Sabía de algunos boyardos que últimamente habían llegado incluso a pasar varios meses seguidos en sus fincas. Mientras que antes residían siempre en la ciudad, dedicados al comercio, y recibían las rentas en metálico, ahora se veían obligados a vivir de la tierra.

—Con franqueza —le confesó uno de ellos—, aunque no sean monedas de plata, cuando uno de mis campesinos se presenta con dos sacos de grano, un queso enorme, cincuenta huevos y un carro de leña para pagar la renta, me alegro bastante de verlo. Cuando voy al campo, a veces parezco un campesino —admitió, soltando una carcajada—, pero vivo bien.

Todo ello había llevado a Miléi a pensar con detenimiento en Russka.

¿Qué superficie exacta tenía?

El boyardo tuvo que conformarse con datos aproximados, pues, como sucedía con la mayoría de los documentos de esa clase en aquel enorme e impreciso país, las escrituras de la finca no fijaban unos límites exactos.

Por los lados oeste, norte y sur,

los confines se asientan allí donde

han llegado el hacha, el arado y la guadaña.

Se trataba de una fórmula habitual. Únicamente las gentes del lugar, familiarizadas con él desde hacía tiempo, podían determinar sin equivocarse dónde se hallaban aquellos límites tradicionales de los cultivos.

Aquellos tres lados, al quedar en la zona de infértil podsol, despertaban poco interés en Miléi en comparación con la zona oriental del otro lado del río, donde se encontraba el fecundo chernoziom. Allí, en cambio, la frontera con la tierra negra del príncipe estaba bien determinada.

Dado que en aquel momento no había ningún motivo para que el príncipe de Múrom se lo cediera, Miléi se había ofrecido varias veces a comprarle el Lugar Sucio. Sus gestiones no habían dado resultado hasta entonces. De todos modos, tal como le había hecho ver su administrador, todavía tenía parte de chernoziom de su propiedad sin cultivar.

—Mandadme más esclavos —pidió el administrador—, y yo me ocuparé de que den buenas cosechas.

Absorto en tales cuestiones, un día de finales de agosto de ese mismo año, el boyardo Miléi se presentó en Russka.

Ya habían segado el heno y, cuando llegó a la pequeña localidad, advirtió las sombras de los almiares en el prado de la otra orilla del río.

Había comunicado al administrador su intención de visitar el lugar, de modo que le habían preparado una cabaña nueva, con un alto y puntiagudo tejado y un trozo de terreno vallado alrededor. En cuanto desmontó, reclamó forraje para las dos espléndidas monturas con que habían viajado él y el criado que traía por única compañía.

Cuando el administrador acudió con una brazada de heno, lo reprendió, airado.

—¡Avena, necio! Estos no son como vuestros lastimosos caballos de pueblo.

Aquellos magníficos animales eran, en efecto, el doble de altos que los achaparrados caballos del norte que acostumbraban a utilizar los aldeanos.

El propio Miléi se puso a comer sin dilación y, tras hacer unos cuantos comentarios malhumorados sobre los nabos que le habían servido, fue a acostarse. Más tarde, la esposa del administrador se quejó a su marido del irritable talante del señor.

—Es una buena señal —repuso, sonriente, él—. ¿No lo entiendes? No se molestaría en enfadarse si no hubiera decidido dedicarle atención a este sitio.

El hombre tenía razón.

Al día siguiente, Miléi se levantó al amanecer y se fue a inspeccionar la finca a caballo. Saludó con breves inclinaciones de cabeza a los lugareños que encontró de camino hacia los campos.

La cosecha más abundante, la del centeno sembrado en primavera, se había recogido ya en julio. Ese día estaban segando cebada.

Miléi recorrió palmo a palmo la finca, con el administrador a su lado. Observó con atención especial la zona de chernoziom.

—¿No cultivamos trigo?

—Por ahora no, señor.

—Deberíamos probar. —Soltó una áspera carcajada—. Así podríamos hacer hostias para la comunión.

¿Hostias para la comunión? De modo que el boyardo planeaba construir una iglesia, pensó, sonriendo para sí, el administrador. «Debe de prever buenos beneficios.»

El boyardo efectuó otras propuestas. Comentó que, cuando era niño, en el sur habían comenzado a cultivar trigo sarraceno y quería intentarlo en Russka. Al parecer, los nabos que le había dado en la cena le habían parecido repugnantes.

—Miserable comida de campesinos —dijo con desagrado—. Seguro que apenas cultiváis guisantes.

—No, señor.

—Quiero más guisantes, y también lentejas. Y cáñamo. Las semillas de cáñamo tienen mucho aceite que va bien para mantener el calor en invierno.

—Sí, señor.

¿Adónde diablos quería ir a parar el boyardo con todo aquello? ¿Significaba tal vez que no solo quería dar un nuevo impulso al lugar sino vivir en él?

—¿Serán para vos estos alimentos, señor? —se apresuró a inquirir.

—Ocúpate de tus asuntos y haz lo que se te manda —replicó con contundencia el noble, y el administrador asintió con una reverencia.

«Así que eso es lo que se propone —dedujo el hombre, lleno de contento—. Mal lo conocería si me equivocara.»

Miléi observó, complacido, la linaza.

—Pero quiero más —exigió.

Aquella era la planta productora de fibra básica de la agricultura del norte de Rusia, susceptible de ser transportada y distribuida en los mercados. La ciudad nororiental de Pskov exportaba linaza incluso al extranjero.

Cuando examinó el ganado, el boyardo no expresó queja alguna. Los corderos no estaban mal: eran pequeños animales sin cuernos y con el cuerpo más bien alargado, que él mismo había introducido. Los cerdos se hallaban en buenas condiciones. Las vacas, por el contrario, le hicieron sacudir la cabeza con tristeza. No pasaban de un metro de altura y, a finales del invierno, bastaba un solo hombre para sacarlas de los pesebres y llevarlas a pastar.

Miléi siguió adelante sin decir nada.

Había comenzado ya la tarde cuando regresó por fin de su inspección.

Después de comer se acostó; luego, al atardecer, realizó un recorrido por el pueblo, observando a sus habitantes.

No le agradó lo que vio.

—Un hatajo de sucias y miserables personas —le comentó con irritación al administrador—. Y no te molestes en recordarme que a la mayoría los envié yo —añadió con una lúgubre sonrisa.

Su humor experimentó, con todo, una visible mejoría cuando, en un extremo de la aldea, llegó a la casa del padre y la hija que había mandado el año anterior.

—¡Por fin una izba limpia —exclamó con satisfacción.

Y aquí no acababa todo. Unas hierbas aromáticas recién cogidas colgaban de una cuerda, encima de la estufa, desprendiendo un dulce olor. La casa producía una sensación de belleza y orden: la hermosa copa en forma de pato que estaba sobre la mesa era una pequeña obra de arte. En la esquina roja ardía una vela delante del icono; en la esquina de enfrente había colgadas tres telas ornamentadas con preciosos bordados.

Aquello era lo que había conseguido Yanka en el transcurso de ocho meses del más negro tormento.

Ante él tenía, pensó el boyardo, a un padre y una hija modélicos. Pese a haber estado trabajando todo el día en el campo, el campesino llevaba pulcramente peinada la fina barba de pelo castaño. Se había puesto una camisa limpia en honor del boyardo, a quien dirigió una sonrisa respetuosa, pero varonil, la de un individuo con la conciencia limpia.

La muchacha era una alhaja. Ordenada, limpia y bien parecida. Por un momento, hasta el cínico corazón de Miléi se reblandeció.

—Un buen hombre merece tener una hija como esta que cuide de él —dijo, dedicándoles una agradable sonrisa.

La muchacha había mejorado mucho desde la última vez que la había visto. Todavía estaba delgada, pero su incipiente juventud le había redondeado un poco el cuerpo y las facciones. Tenía una piel maravillosa, transparente, con una leve palidez.

La observó con atención. ¿Había un asomo de preocupación en sus ojos? Entonces pensó en sus hijas y recordó que todas las muchachas se preocupan por algo a esa edad.

—Una hermosa virgen por desflorar —murmuró involuntariamente para sí en cuanto salieron de la cabaña.

Al día siguiente, fue al Lugar Sucio y, a su regreso, anunció que se iba, pero que volvería pronto.

—Tenlo todo a punto porque apareceré en cualquier momento —le ordenó al administrador al marcharse.

Tardó un mes en volver.

Llegó a finales de septiembre, precediendo a cuatro barcas de las que tiraban con cuerdas sus hombres para remontar la corriente.

En la primera iba una familia de esclavos.

—Mordvanos, por desgracia —le confirmó al administrador—, pero tú conseguirás que trabajen.

En las otras había ganado: Miléi había llevado terneros de la región de Riazán.

—En los prados de la zona del Oká los crían más grandes —dijo—. Dale dos a ese nuevo campesino que tiene una hija para que se ocupe de ellos durante el invierno. Él los cuidará bien.

Se instaló en su casa y anunció que se quedaría una semana, al final de la cual recaudaría las rentas.

—Entonces me iré a Nóvgorod por asuntos de negocios —informó al administrador—. Volveré en primavera.

Aquella vez no realizó ninguna inspección; se conformó con dar un paseo por los alrededores y observar a los aldeanos.

Una de las actividades que le gustaba presenciar era la trilla.

La trilla tenía lugar en un espacio despejado, junto a los pequeños hornos donde secaban el grano.

Tardaban dos días en trillar las gavillas. Una parte las golpeaban los hombres con palos y mayales. El método utilizado por las mujeres, en el que se empleaba una tabla apoyada horizontalmente en dos soportes verticales, era más delicado.

Al sacudir las gavillas contra la madera, el grano saltaba sin que sufriera el tallo, que se reservaba para trenzarlo o tejerlo. La paja de centeno era especialmente larga y flexible, y poseía a la vez una resistencia que la hacía idónea para la confección de cuerdas.

Miléi pasaba por allí a menudo y se detenía a mirar. A las mujeres les produjo al principio cierta aprensión la presencia de aquel señor tan alto, de rasgos turcos, mirada dura y pelo rubio, pero pronto se acostumbraron a él. No parecía observar nada en particular.

Yanka, en cambio, no lo percibía igual. Ella notaba constantemente su presencia.

Siempre vestía con pulcritud. El segundo día que se acercó, el noble advirtió, sin embargo, que en la túnica llevaba bordado uno de aquellos pájaros que había visto en su casa y que se había ceñido el cinturón un poco más que de costumbre, de tal forma que, cuando se inclinaba y también cuando levantaba el brazo, él percibía sin dificultad todo el contorno de su cuerpo.

Aun siendo un hombre de mundo, para Miléi, aquella escena aldeana que se desarrollaba a kilómetros de cualquier sitio destacable, con aquella preciosa y joven criatura que trabajaba con las otras mujeres delante de él, adquirió visos mágicos.

Llevaba mucho tiempo fuera de casa. Se sentía fuerte, pero sabía que estaba envejeciendo; y aquella muchacha era diferente.

Se notaba extrañamente repuesto, como si en aquella mágica culminación del verano, en ese remoto lugar, le hubieran sido otorgados unos cuantos días para sustraerse al paso de los años.

No dirigió palabra alguna a la chica, ni ella a él. Los dos tenían, sin embargo, una viva conciencia de la existencia del otro, y esa percepción, ineluctable como la llegada de la noche, parecía unirles en el resplandeciente silencio de la tarde.

El cuarto día, al atardecer, mientras él contemplaba las rojas tonalidades que se posaban sobre el campo del otro lado del río, la muchacha se acercó a él, sonrió y siguió caminando.

El día antes de su partida, el boyardo Miléi recibió las rentas.

Le llevaron sacos de grano y lechones. La mitad de los cerdos se sacrificaban, por lo general, antes del verano. Le llevaron corderos y cabras. Una familia, que había optado por pagar en dinero en lugar de especies, le llevó un montón de pieles de conejo estampadas con un sello oficial, que era la moneda de cambio en aquel tiempo y lugar.

Le llevaron pieles de castor que él podría vender más tarde.

Era una escena estremecedora la que componía la hilera de campesinos arrastrando sus cerdos y vacas. Estas últimas llevaban todavía las esquilas de madera que les colgaban del cuello cuando las soltaban para pastar en los bosques después de la siega. Su melancólico sonido se expandía por el ambiente otoñal mientras los animales comparecían ante el señor y eran marcados para ser sacrificados.

Aunque estaba complacido con las rentas, a Miléi lo llenaba de tristeza la perspectiva de abandonar el lugar. Cuando acabó la procesión, casi al anochecer, se levantó e, indicando al administrador con un gesto que deseaba estar solo, se alejó de la aldea para pasear por la orilla del río.

Las sombras eran muy largas y los árboles parecían muy altos en medio del silencio.

Poco después experimentó una mezcla de sorpresa y placer al encontrarse de frente a la muchacha. Bajo ellos discurrían las mansas y cristalinas aguas del río. Advirtiendo que la muchacha quería hablar, se paró en el camino.

En aquella ocasión, lo miró directamente con sus extraños ojos, un tanto tristes.

—Llevadme con vos, señor.

—¿Adónde? —preguntó él, asombrado.

—A Nóvgorod. ¿No es allí adonde vais?

Miléi asintió en silencio.

—¿No te gusta estar aquí? —le preguntó luego.

—Tengo que irme.

El boyardo la observó con curiosidad. ¿Qué sería lo que la inquietaba?

—¿No te trata bien tu padre?

—Puede que sí, puede que no. ¿Y a vos qué más os da? —Respiró hondo, antes de repetir—: Llevadme con vos.

—Quieres ver Nóvgorod, ¿es eso?

—Quiero irme con vos.

Había una aureola de desesperación en torno a ella que no había observado antes. Si hubiera sido más joven, lo habría amedrentado. Era como una rusalka que hubiera salido de un río para apoderarse de él. Lo raro era que, al mismo tiempo, parecía bastante serena.

Los pensamientos del boyardo derivaron hacia su cuerpo.

—¿Qué diría tu padre?

La muchacha se encogió de hombros.

De modo que era eso, creyó adivinar. La miró con calma, con una nueva franqueza.

—¿Y qué harías tú por mí, si te llevara conmigo?

—Lo que queráis —respondió ella, con una mirada igual de sosegada.

Era su única oportunidad. Él no lo sabía, pero, si se hubiera negado, se habría suicidado.

—De acuerdo —dijo.

Miléi se volvió para regresar. Abajo, el río era una pálida cinta de luz; en los bosques se había instalado ya la oscuridad.

Fue un largo viaje. Tenían que recorrer más de seiscientos kilómetros en dirección noroeste hacia las tierras ribereñas del Báltico. No obstante, en cuanto dejó Russka con el boyardo y su comitiva de media docena de hombres, Yanka se sintió invadida por un sentimiento de exaltación.

Durante un tiempo sufrió incomodidades, pues el boyardo había vuelto a enviar las barcas río abajo, anunciando que irían a caballo hasta Nóvgorod.

—Sabes montar, ¿no?

Sabía montar los caballos destinados a las labores del campo, desde luego, pero a ningún campesino se le habría ocurrido emprender un largo viaje si no era en barca. Al final del primer día de cabalgar, estaba dolorida. Al concluir el tercero, el dolor era atroz. Miléi lo encontraba muy divertido.

—Cualquiera pensaría que te he propinado una paliza y violado —comentó con aire jocoso.

Era un hombre alto y fornido, y cuando montaba sus espléndidos caballos cobraba un aspecto aún más impresionante. Llevaba un abrigo y un sombrero forrados de pieles, adornado este último con un diamante. Con su ancha cara de altos pómulos, sus duros ojos, muy separados uno de otro, y su poblada barba rubia, parecía proclamar: «Soy el poder personificado, inaccesible para los simples campesinos, que me tienen sin cuidado».

Ella lo miraba mientras cabalgaban y murmuraba para sí con cierto orgullo: «Este es mi boyardo».

Él no había perdido el tiempo. Había hecho el amor con ella la primera noche después de dejar atrás la aldea.

Si bien por un momento la muchacha había experimentado un asomo de alarma ante la poderosa talla de aquel individuo cuya tienda compartía, él la trató con sorprendente tacto.

Era un experto haciendo el amor, y ella deseaba complacerlo.

El boyardo se mostró asimismo amable. Con unas cuantas preguntas no tardó en arrancarle el relato de lo vivido durante los últimos meses con su padre, y su reacción fue consolarla.

—Es lógico que quieras irte —le dijo con dulzura—. Pero no te formes un mal concepto de él, ni de ti tampoco. Te aseguro que en estos pequeños pueblos, tan apartados de todo, ese tipo de cosas se dan con cierta frecuencia.

Su padre la había sorprendido, pues apenas había presentado objeción alguna a su partida. En sentido estricto, dado que eran campesinos libres, Miléi no podía ordenarle que renunciara a ella. Con todo, cuando el imponente boyardo mandó llamar al campesino y lo informó de su decisión, le asestó una mirada tan penetrante que lo hizo ruborizar.

Aun así, el padre de Yanka no perdió del todo su presencia de ánimo.

—La muchacha es una gran ayuda para mí, señor —se aventuró a señalar—. Seré más pobre sin ella.

Miléi comprendió enseguida.

—¿Cuánto quieres?

—Mi tierra es muy mala, y yo soy buen trabajador. Dejad que cultive una parte del chernoziom.

Miléi reflexionó un instante. Ese hombre seguramente trabajaría bien aquella tierra.

—De acuerdo. Cinco chets. Pagarás un renta justa. Habla con el administrador.

Después lo despidió con un gesto.

Cuando Yanka se separó de su padre, este tenía lágrimas en los ojos. Entonces lo vio como lo que era y le dio lástima.

Cabalgaron hasta el río Kliazma.

A Yanka le habría gustado entrar en la capital de Vladímir, que no quedaba lejos, para ver el famoso icono de Nuestra Señora. Había oído decir que lo había pintado el propio san Lucas el Evangelista. Pero Miléi se negó y la pequeña comitiva se dirigió hacia el oeste. Bordearon el Kliazma durante diez días hasta que se hallaron a poca distancia, por el norte, de la pequeña ciudad de Moscú. Entonces prosiguieron en dirección noroeste.

Las lluvias los sorprendieron justo al llegar a otra ciudad de segunda fila, Tver, que quedaba bajo las suaves colinas Valdái, en las riberas del curso superior del Volga. Se instalaron en una posada y aguardaron diez días. Después comenzó a nevar.

Una semana más tarde, sentada en un amplio y acogedor trineo, Yanka inició la última, y mágica, fase de su viaje.

Algunos días soplaba un gélido viento y había ventiscas. Otros, sin embargo, el sol iluminaba un radiante paisaje norteño.

El trineo había cubierto, suave y veloz, la pendiente contigua a Tver y el cauce helado del Volga. Viajaban deprisa sobre la nieve, siguiendo unas veces la trayectoria de los ríos, y otras, interminables senderos en el corazón de oscuros bosques.

Al oeste de Moscú, la muchacha reparó en que estos eran sobre todo de especies de hoja ancha, como en el sur. A medida que se alejaban hacia el noroeste, no obstante, iban apareciendo junto a esa clase de árboles los altos abetos de la taiga.

Después, a finales de noviembre, el paisaje comenzó a cambiar. Había planos terrenos despejados con algunos bosquecillos. A menudo, la muchacha tomaba conciencia de que se deslizaban sobre hielo, en lugar de tierra, y de que debajo había pantanos helados. Las prominencias en el terreno eran muy suaves. Daba la sensación de que se aproximaban al mar.

Miléi, que estaba de un humor excelente, cantaba la canción de Sadko, el mercader de Nóvgorod, sonriendo para sí mientras surcaban, raudos, aquella abierta planicie. Una tarde alargó la mano, señalando la ciudad.

—El señor Nóvgorod el Grande.

Desde lejos no impresionaba, porque la ciudadela se alzaba solo a unos seis metros por encima del río, pero cuando se acercaron, Yanka comenzó a formarse una idea de su considerable tamaño.

—¡Es enorme! —exclamó.

—Espera a que hayamos llegado —repuso, riendo, el boyardo.

La poderosa ciudad de Nóvgorod se hallaba junto al manso río Vóljov, justo al norte del gran lago Ilmen, desparramada entre sus dos orillas. La rodeaba una tremenda empalizada de madera, y un colosal puente unía sus dos mitades por el centro. En la parte occidental se elevaba una fortaleza de recios muros de piedra.

Entraron por la puerta del este y, tras cruzar el barrio oriental, atravesaron el puente.

Yanka se quedó maravillada.

El puente tenía unas impresionantes dimensiones que permitían navegar bajo él.

—No hay otro igual en todas las tierras de Rus —observó Miléi.

El puente los condujo a una enorme puerta. Ante ellos se alzaba una catedral de austera apariencia. Giraron a la derecha y atravesaron los sectores del norte de la ciudad hasta llegar a un gran edificio de madera, una posada.

Yanka ya estaba bostezando.

En las calles reinaba un gran silencio, pues todas estaban pavimentadas con madera.

La primera parte de su estancia en Nóvgorod fue un periodo feliz.

Miléi tenía asuntos que atender y, si bien de cara a los demás fingían que ella era su criada, la dejaba caminar a menudo detrás de él y, de vez en cuando, le explicaba brevemente por dónde pasaban.

El sector occidental, que albergaba la ciudadela, era conocido como el lado de Santa Sofía por la catedral de austera estampa que habían visto. Tenía tres barrios, llamados partes: la más septentrional, situada al lado de la zona donde se alojaban, era la parte de los Curtidores; después venía la parte Zagarod, donde tenían sus mansiones los boyardos ricos; y finalmente estaba la parte de los Alfareros.

Había espléndidas casas por doquier, iglesias de madera, al parecer varios centenares, y también muchas de piedra.

Todo daba una impresión de solidez y fuerza. Las calles, de unos tres metros de ancho, estaban recubiertas con grandes troncos partidos por la mitad y dispuestos, con el lado liso hacia arriba, sobre unos soportes de madera que corrían, como raíles, en paralelo a la calle. En un sitio donde estaban arreglando la calle, Yanka vio que debajo había otras capas —no pudo distinguir cuántas— de antiguos pavimentos de madera.

—Entonces las calles de Nóvgorod van subiendo poco a poco de nivel —comentó a Miléi.

—Así es —confirmó este—. Si te fijas, verás que, en algunos de los viejos edificios de madera, para entrar hay que bajar ahora un escalón.

Todas las calles estaban rodeadas de cercas. Se trataba de gruesas y altivas paredes de madera, de pequeñas empalizadas casi, que en nada se parecían a las modestas vallas de Russka.

Cuando era niña y vivía en el sur, las gentes de Kiev y Pereiáslav hablaban siempre con cierto desdén de los habitantes de la lejana Nóvgorod.

«Carpinteros», los llamaban.

Pero Yanka no hallaba motivo de risa en las obras que producían los carpinteros de la ciudad. Las encontraba más bien temibles.

La gran catedral del centro de la ciudadela había sido erigida para rivalizar con la de Santa Sofía de Kiev.

Al igual que aquella, tenía cinco naves. Sus paredes no eran, sin embargo, de ladrillos rosa que despedían un tenue brillo y estaban dispuestos en estrechas hileras, sino de grandes piedras irregulares. Toda ella transmitía una sensación de aspereza. En lugar de las trece resplandecientes cúpulas de Kiev, tenía cinco grandes bóvedas recubiertas de plomo que despedían un apagado y sombrío brillo. Dentro, en vez de los rutilantes mosaicos, con su misterioso halo sobrenatural de factura bizantina, unos enormes frescos presidían con frialdad las lisas y altas paredes. El edificio no expresaba un misterio trascendental, sino un duro e inflexible poder del norte. Quien la observara debía tener presente que se hallaba en un sitio llamado el Señor Nóvgorod el Grande.

—Casi todas las pinturas las realizaron artistas de Nóvgorod, no griegos —le explicó Miléi. Y cuando ella admiró las imponentes puertas de bronce de la entrada del oeste, en las que se reproducían con profusión de detalles algunas escenas bíblicas, especificó—: Se las robamos a los suecos, pero las hicieron en Alemania, en Magdeburgo.

Al salir, Yanka señaló un enorme palacio de madera que había cerca.

—¿Es allí donde vive el príncipe? —preguntó.

—No —respondió Miléi—. Los habitantes de Nóvgorod no permiten que el príncipe viva en la ciudad. Tiene que vivir en su pequeño fuerte, que queda al norte de esta. Ese es el palacio del arzobispo. En realidad, Nóvgorod está gobernada por el arzobispo y la vieche del pueblo. El príncipe se ocupa de su defensa, y los ciudadanos no aceptan un príncipe si no es de su agrado.

Siempre había oído decir que la ciudad de Nóvgorod era libre, pero no había imaginado que aquellas magnas expresiones de poder que veía por todas partes pertenecieran al pueblo.

—¿De verdad son libres, entonces? —inquirió, maravillada.

—Lo que sí son, sin duda, es obstinados —respondió él—. Ya lo verás —añadió al advertir la perplejidad con que lo miraba.

No obstante, si la zona de Santa Sofía le pareció impresionante, aquello no fue nada comparado con el asombro que experimentó cuando, al día siguiente, cruzaron el río.

Desde la ciudadela, pasaron bajo la colosal Puerta de la Virgen, con su iglesia de piedra apoyada en el arco, antes de cruzar el puente de madera. Bajo ellos quedaba el helado río Vóljov, que conformaba hacia el sur la antigua ruta comercial que llevaba al Dniéper y a Kiev, y por el norte seguía hasta un inmenso lago llamado Ladoga, cuyas aguas corrían junto con las del río Nevá hasta el golfo de Finlandia y el mar Báltico.

Ante ellos se extendía la zona del mercado.

—Aquí hay dos partes —anunció Miléi, mientras el trineo acababa de cruzar el puente—, la Slovensk y la de los Carpinteros. En medio está el mercado, que es adonde vamos.

Nunca había visto nada igual. Junto a otra altiva iglesia se extendía una gran zona despejada que llegaba hasta el río y los muelles.

Pese a que estaba cubierta de nieve, sobre el helado suelo había largas hileras de abigarrados puestos que no alcanzaba siquiera a contar.

—Debe de haber mil —apuntó.

—Seguramente.

Como tenía trabajo, Miléi la dejó que vagara a su antojo toda la mañana.

Aquel antiguo emporio comercial del norte la colmó de asombro. Había toda clase de gente allí, incluso en invierno: no solo eslavos, sino alemanes, suecos y comerciantes de los estados bálticos de Lituania y las tierras de los letones. Un fornido hombretón que vendía pescado en salmuera le contó que en su juventud había llegado, con las flotas de pesca del arenque, hasta la lejana isla occidental de Inglaterra.

Allí se podía comprar de todo.

Había una gran variedad de alimentos: tarros de mermelada, barricas de sal y aceite de grasa de ballena. El pescado estaba disponible en abundancia, aun en invierno. Había barriles de anguilas, de arenques y de bacalao. La brema y el rodaballo eran, según descubrió, especies de consumo habitual. Por todas partes se elevaban grandes pilas de pieles: de oso, de castor, de zorro e incluso de marta cebellina. Había piezas de loza de vivos colores y hermosas pieles curtidas, que ocupaban metros y metros de exposición.

—Al final del verano —le informó una mujer— traen los carros de lúpulo. ¡Ah, qué bien huele! —exclamó, sonriendo.

Había ornamentos de hueso tallado y cornamentas de renos de los bosques del norte. Vendían colmillos de morsa, que ellos llamaban «dientes de pescado».

Y había iconos.

Mientras los observaba, advirtió una diferencia con los que siempre había visto en su niñez.

Aquellos parecían más brillantes y tenían unos contornos más duros y definidos. Sobre un gélido paisaje de fondo, destacaban unas figuras de un rojo intenso, como si sobre las costas y los bosques de aquellos temibles climas septentrionales surgiera una deidad más estrepitosa. Acababa de contemplar las obras de la flamante escuela de pintura de iconos que no tardaría en cobrar fama, aunque a ella no acabaron de convencerla.

Las mercancías que despertaban sus anhelos procedían del este. Habían llegado con las caravanas de las estepas, de los vastos territorios que entonces controlaban los tártaros. Habían pasado por las ciudades de Suzdalia hasta recalar en el gran emporio del norte.

Había especias, que aún proseguirían viaje hacia Occidente. Había peines de madera de boj y cuentas de todas clases. Y había deslumbrantes sedas traídas de la vieja Constantinopla. Yanka acarició con gesto sensual las telas.

—¿Te imaginas, sentir esa seda tan suave en la piel? —le preguntó el vendedor.

Sí, imaginaba su suavidad.

Estaba observando a un corpulento individuo absorto en contar una pila de pieles de ardilla marcadas con un sello, que también los novgorodianos utilizaban como moneda, cuando reparó en algo más.

El hombre tomaba notas con un estilete en una pequeña tablilla de cera. Había visto a Miléi haciendo lo mismo, pero en aquel caso se trataba de un vulgar comerciante. Mientras seguía curioseando en otros puestos, advirtió que otros comerciantes, e incluso los artistas, tenían tablillas de cera o trozos de corteza de abedul donde escribían o dibujaban.

—¿Sabéis leer y escribir? —le preguntó a una mujer que atendía un puesto de pescado.

—Sí, palomita, como casi todo el mundo —le respondió.

Yanka se quedó profundamente impresionada. Nadie en Russka sabía leer. Entonces se abrieron nuevas posibilidades ante sus ojos.

«Son eslavos —reflexionó—, pero no son como nosotros.»

De este modo, en su largo recorrido por aquella extensa plaza, donde también se reunía la vieche, comenzó a tomar conciencia del pujante poder, lleno de arrojo, del norte báltico.

Esa noche, en la posada, Miléi la llamó para que cenara a solas con él. Estaba de un humor excelente. Saltaba a la vista que le habían ido bien los negocios.

Yanka nunca había comido igual. Pescados que no había probado en su vida, suculenta carne de venado, cuencos repletos de apetitosos manjares y dulces. En cierto momento, le pusieron delante un cuenco de relucientes huevas que veía por primera vez.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Caviar —contestó, con una sonrisa, el boyardo—. De perca. Pruébalo.

Había oído hablar del caviar y sabía que lo sacaban de la perca, el esturión y otros peces, pero nunca lo había comido. Era un alimento propio de boyardos.

Él le iba sirviendo hidromiel y observaba, divertido, cómo se ponía cada vez más colorada.

Hacia el final de la cena, se abrió la puerta y por ella asomó con aire interrogador un delgado anciano, que se decidió a entrar ante el asentimiento del boyardo.

Era un juglar, un skazitel. En la mano llevaba un gusli, la pequeña arpa distintiva de su oficio.

—¿Qué vas a cantar, skazitel? —preguntó el boyardo.

—Dos canciones, señor. Una del sur y otra del norte.

Yanka dedujo por su acento que era originario del sur.

—La primera —explicó— es una composición propia. Yo la llamo «El príncipe Ígor».

Yanka sonrió. Durante su infancia había escuchado diversos cuentos populares que tenían por protagonista al noble Ígor, un príncipe del sur que había capitaneado una gran incursión contra los cumanos de la estepa. Pese a la valentía de sus participantes, la expedición había fracasado y el príncipe Ígor había hallado la muerte. Todos los rusos conocían aquella historia.

El anciano había compuesto una bella canción. Mientras su fina voz expandía por la habitación un melancólico sonido de cariz oriental, la muchacha volvió a ver, a oler casi, la inacabable hierba de la estepa, los vastos espacios vacíos de su niñez.

El mensaje de la canción era simple: si hubiera unión entre los príncipes rusos, los pobladores de la estepa no los derrotarían. Aquel reproche parecía aún más lacerante en aquellos momentos, después de la llegada de los tártaros.

Yanka advirtió que también a Miléi se le habían humedecido los ojos. ¿No eran, después de todo, antepasados suyos aquellos hombres, rus y cumanos, que habían luchado en la estepa?

Fue entonces cuando alargó la mano tras él y sacó una bolsa de cuero con un pequeño fardo que puso delante de ella.

Era una pieza de finísima seda de Oriente.

—Es un regalo para ti —dijo.

Al ver su expresión de estupor, el fornido boyardo echó atrás la cabeza y prorrumpió en sonoras carcajadas.

—Miléi es generoso con quienes le complacen —exclamó—. Canta la otra canción —le ordenó al skazitel.

Se trataba de la canción del rico mercader Sadko, perteneciente al folclore de Nóvgorod. Era, en parte, la versión rusa del mito de Orfeo: el mercader trovador encantaba al dios del mar finés en su palacio del fondo del mar y conseguía así regresar a la vida.

El juglar la interpretaba a un ritmo alegre y sensual.

Yanka se echó a los pies de Miléi y deslizó despacio la suave y reluciente seda entre los dedos; mientras la canción describía cómo el dios del mar desencadenaba las olas del océano, se estiró voluptuosamente, abrazada a la pieza de seda, mirando al boyardo. Este tenía abierto el cuello del caftán. La muchacha vio, entre los rizados pelos rubios de su pecho, el pequeño disco metálico en el que estaba representado el tamga de tres púas de su antiguo clan. Luego clavó la mirada en su cara, hasta que, al final, soltando una queda carcajada, el boyardo le indicó al juglar que se fuera.

Esa noche se abandonó por completo a Miléi, el boyardo. Todo fue perfecto. Más tarde tuvo la sensación de que en su interior se había abierto algo fuera de lo normal y de que también ella había estado con Sadko, el mercader trovador, en las profundidades del mar del norte.

Aunque Yanka aprendía todos los días algo nuevo sobre el mundo, fue dos semanas después cuando hizo el descubrimiento de mayor calado, el que le produjo una auténtica conmoción.

Si algo había ansiado de Nóvgorod, era la oportunidad de ver al famoso príncipe de la ciudad: Alejandro.

Se trataba de un hombre extraordinario. En el mismo momento en que Rusia se plegaba ante el avance de los mongoles del este, aquel joven príncipe, descendiente de Monómaco, había logrado asombrosas victorias sobre los enemigos del país llegados del oeste; había aplastado a los caballeros teutónicos en una batalla librada en el hielo, y había contenido a los poderosos suecos en una acción que se desarrolló junto al río Nevá y que le brindaría el nombre con que sería conocido en adelante: Alejandro Nevski. Yanka ya había oído hablar de las andanzas de ese héroe incluso en la remota Russka; allí, en cambio, la gente se encogía de hombros ante la mención de su nombre. No podía comprenderlo.

Desde que se fue del sur, no había oído a nadie hablar sobre la situación política, y cuando, en un par de ocasiones durante el viaje, le había hecho a Miléi algunas preguntas un tanto ingenuas, este se había limitado a reír.

Todo experimentó, sin embargo, un giro radical la noche en que el boyardo dio un banquete.

Era en honor de los hombres con quienes hacía negocios, y Miléi le permitió quedarse en la sala para atender la mesa. Había unos doce individuos, casi todos corpulentos y barbudos, vestidos con lujosos caftanes de seda. Varios lucían impresionantes piedras preciosas; uno estaba tan gordo que Yanka encontró asombroso que pudiera caminar siquiera. Algunos eran boyardos; otros, ricos mercaderes; y un par de ellos, entre los que se contaba un joven de delgado rostro moreno, comerciantes de clase media.

Solo al oír sus conversaciones se formó una idea cabal de la riqueza y las dimensiones de Nóvgorod.

Hablaron de propiedades que se prolongaban a lo largo de veintenas y hasta centenares de kilómetros por los bosques y pantanos del noreste. Hablaron del hierro de los pantanos, de grandes yacimientos de sal, de inmensos rebaños de renos que vagaban por el borde de la tundra. Yanka se enteró de que durante un mes, en verano, en aquellas regiones del norte no había oscuridad, solo un pálido crepúsculo, y que en pleno invierno los tramperos se desplazaban por páramos donde apenas había luz. Un boyardo de Nóvgorod podía poseer enormes extensiones de tierra que nunca había visto siquiera, y recibir rentas en pieles de tramperos que habían recorrido mil kilómetros para entregárselas y que nunca habían visto, en toda su vida, ninguna ciudad.

Aquella era, en verdad, la tierra de la imponente e inacabable taiga.

Cuando se pusieron a hablar de política, su sorpresa fue aún mayor.

—La cuestión es la siguiente: ¿qué postura vais a adoptar con respecto a los tártaros? —planteó Miléi—. ¿Vais a someteros o a luchar contra ellos?

Se produjo un murmullo general.

—La situación es delicada —apuntó un boyardo entrado en años—. El gran duque actual no va a durar.

Yanka sabía que el último gran duque de Vladímir, el padre del gran príncipe Alejandro de Nóvgorod, había fallecido mientras regresaba de una visita de sumisión a los dirigentes de Mongolia. Algunos afirmaban que los tártaros lo habían envenenado. Ese año, su hermano lo había sucedido y había confirmado a su sobrino Alejandro como dirigente de Nóvgorod. Se decía, no obstante, que el nuevo gran duque era un hombre débil.

—El auténtico pulso por el poder —opinó otro comensal— van a librarlo Alejandro y su hermano menor Andrés.

Yanka sabía de la existencia del hermano, pero nada más.

—Entonces sí tendremos que definir nuestra posición —confirmó el viejo boyardo.

A continuación oyó la primera afirmación que la sumió en el estupor:

—Para algunos de nosotros —señaló el joven mercader de cara enjuta—, los dos son unos traidores.

¿Traidores? ¿El príncipe Alejandro, el valeroso conquistador de los suecos y alemanes, un traidor? Su sorpresa fue en aumento al ver que nadie lo contradecía.

—Es cierto —reconoció exhalando un suspiro el boyardo obeso— que Alejandro no suscita grandes afectos. La gente cree que siente demasiada simpatía por los tártaros.

—¿Es verdad —inquirió Miléi— que en la batalla contra los caballeros alemanes utilizó arqueros tártaros?

—Eso se ha rumoreado, pero yo no creo que sea cierto —contestó el gordo boyardo—. Hay que tener en cuenta, de todas formas, que en esto no solo interviene el desagrado del pueblo por su amistad con los tártaros, sino que en esta ciudad, y más aún en la vecina Pskov, hay quienes saludarían con alborozo la instauración de un gobierno alemán en estas tierras.

Tras estas palabras, se produjo un tenso silencio.

A raíz de su estancia en Nóvgorod, Yanka se había enterado de que, en el mismo momento en que el príncipe Alejandro derrotaba a los suecos y a los alemanes, los dirigentes de la ciudad de Pskov se habían puesto del lado de estos últimos.

—Cuando Alejandro volvió a Nóvgorod, colgó a los simpatizantes de los alemanes —le explicó a Miléi el obeso aristócrata—, con lo cual es fácil adivinar que si alguien se decanta por esa opción ahora, se guardará mucho de dejarlo entrever.

Durante un minuto, la habitación quedó sumida en un silencio aún más profundo.

—Corren rumores —prosiguió con voz queda el joven comerciante— de que el joven príncipe Andrés tiene preferencias secretas por los católicos alemanes y suecos. Por eso a los pequeños comerciantes nos parece que, se mire donde se mire, no hay ningún príncipe ruso honesto.

¿Era tal cosa posible? Si bien Yanka, en su ingenuidad, comprendía que unos príncipes podían ser más fuertes y más valientes que otros, nunca se le había ocurrido que pudieran someter a cínicas maquinaciones el destino de las tierras de Rus.

Durante un rato, la conversación continuó por los mismos derroteros, y los diversos miembros del grupo expresaron su opinión sobre el probable, y más provechoso, desarrollo de los acontecimientos. Finalmente, el boyardo obeso le formuló una pregunta a Miléi.

—Bien, como habéis comprobado, ninguno de nosotros sostiene el mismo punto de vista. ¿Qué opinión tiene el boyardo de Múrom?

Todos lo observaron con interés mientras se tomaba su tiempo para responder. Yanka también lo miró con expectación, intrigada por lo que diría su poderoso protector.

—En primer lugar —respondió por fin—, comprendo la postura del bando católico. Estáis cerca de Suecia, Polonia y las ciudades alemanas de la liga hanseática. Todos son católicos y poseen una considerable fuerza. De manera similar, en la zona del suroeste, el príncipe de Galitzia cree que puede mantener a raya a los tártaros con la ayuda del papa. Pero el bando católico se equivoca. ¿Por qué? —Paseó la mirada por la sala—. Porque los tártaros son mucho más fuertes y el papa y los poderes católicos no son de fiar. Cada vez que el príncipe de Galitzia intenta levantar cabeza, los tártaros lo aplastan.

Se oyeron algunos murmullos de asentimiento. Su diagnóstico de la situación de Galitzia era correcto.

—Nóvgorod es poderosa —continuó—. Pero, aun así, al lado de los tártaros queda reducida a una insignificancia. Derribarían vuestras fortificaciones en cuestión de días si quisieran, como hicieron en Vladímir, Riazán y en la propia Kiev. Tuvisteis suerte de que retrocedieran antes de llegar aquí.

—Los tártaros desaparecerán igual que los ávaros, los hunos, los pechenegos y los cumanos —objetó alguien.

—No, no van a desaparecer —disintió Miléi—. Ese es precisamente el error que cometen la mitad de nuestros príncipes rusos. Como no les gusta la verdad, no la reconocen. Los tártaros forman un imperio como no se ha visto otro igual —hizo una pausa para dar énfasis a su conclusión—, y, si os oponéis a ellos, os aplastarán como a una mosca posada en un gong.

—De modo —resumió el joven comerciante— que pensáis que el príncipe Alejandro tiene razón y que debemos someternos a esos paganos, ¿es eso?

Miléi observó al delgado joven con un desagrado controlado. Entonces, en sus ojos apareció una mirada de cínica astucia que Yanka había visto antes, pero que no había sabido comprender.

—Yo creo —afirmó con calma— que los tártaros son los mejores amigos que tenemos.

—Exacto —le apoyó el boyardo gordo—. Desde el primer momento me percaté de que sois un hombre inteligente, amigo mío.

Yanka se quedó horrorizada. ¿Qué había querido decir Miléi?

—Por supuesto que Alejandro tiene razón —corroboró—. No tenemos alternativa. En cuestión de unos años, los tártaros dominarán la totalidad de nuestro territorio, fijaos bien en lo que os digo. Sin embargo, ahí no acaban las cosas. ¿Quién controla las caravanas del este con las que comerciáis? Los tártaros. ¿Quién acuña las monedas y quién mantiene las estepas libres de cumanos? Los tártaros. ¿Dónde van a encontrar nuestros hijos un modo de vida provechoso gracias al saqueo? Con los tártaros, igual que mis antepasados alanos, que se pusieron a las órdenes de los jázaros antes de que existiera el Estado de Rus.

»¿Y cuál es la alternativa? ¿Los príncipes de Rus? ¿El gran duque, que no movió ni un dedo cuando los tártaros se abatieron sobre Riazán y Múrom?

»Los tártaros son fuertes y aprecian los beneficios del comercio. Yo, por consiguiente, cooperaré con ellos.

Yanka se puso muy pálida.

Ante ella se reprodujo la imagen de su madre cayendo a escasa distancia. Después la del tártaro sin oreja. Después la de su hermano, desapareciendo en el ocaso por la estepa.

De modo que él estaba a favor de los tártaros.

No lo había sospechado. ¿Cómo podía, si no era más que una pobre campesina eslava criada en una aldea? No había comprendido que, durante más de mil años, sármatas, jázaros, vikingos y turcos, los hombres de las estepas, de los ríos y los mares, los poderosos vagabundos de la tierra, habían considerado la tierra y a las gentes de Rusia meros objetos para su uso, susceptibles de ser dominados para extraer un provecho.

Varios de los asistentes de más edad asentían, dando muestras de buen juicio.

Fue una suerte que se hallara en un rincón, como una presencia olvidada, y que la consternación no la dejara tomar la palabra.

En ese momento, sin embargo, se sintió más mancillada por las noches que había pasado con Miléi de lo que se había sentido, en las garras de la más honda desesperación, por haberse acostado con su padre.

Una semana más tarde comenzó a sospechar que estaba embarazada.

No le dijo nada al boyardo. No dijo nada a nadie. En realidad, no tenía a nadie con quien hablar. ¿Qué debía hacer? Al principio, no lo sabía. Caminaba por Nóvgorod todos los días, tratando de tomar una decisión.

En busca de lugares tranquilos, alejados del bullicio de las estrechas calles, visitó los monasterios de las afueras y los terrenos de caza del príncipe, al norte de la ciudad. Llegó a conocer muy bien aquel lugar.

No obstante, cuanto mejor conocía Nóvgorod, menos le gustaba. Incluso el cercano monasterio de Yuriev la decepcionó. Esperaba hallar un sosegado refugio, y se encontró con una enorme catedral cuadrada, tal alta y austera que parecía casi cruel.

De igual manera, cuando entró en la iglesia dedicada a los más mansos santos, Borís y Gleb, se vio rodeada de un enorme y ostentoso edificio, que albergaba en un extremo los recargados ataúdes de roble de la nobleza.

—Este sitio lo construyó Sadko, el mercader de la canción —le dijo una anciana. Y al ver que observaba el impresionante interior, añadió—: Sí, era rico.

A medida que pasaba el tiempo, Yanka iba dándose cuenta de que eso era lo único que importaba en Nóvgorod, la cantidad de dinero que uno poseyera.

Todas las personas con las que hablaba, no solo cuando iba al mercado, sino también en la posada o en las calles, parecían valorar a sus vecinos únicamente por su riqueza. «Para ellos no soy un ser humano —dedujo—. Soy solo una suma de dinero.» Con el tiempo, comenzó a sentir desprecio por aquel rígido y áspero mundo. «Yo no encajo en este lugar —reconoció—. No tengo ganas de quedarme.»

No era fácil tener que hacer el amor con el boyardo por las noches y salir a aquel duro universo mercantilista de día. La imagen de sí misma que concibiera hacía tiempo —la de un plateado abedul que resiste el viento y la nieve— ya no le servía. Si, por la noche, cerraba los ojos y pensaba en sí misma, se veía diminuta y alejada. De día la invadía el abatimiento; por la noche, el aborrecimiento hacia su propia persona. No tenía a qué aferrarse.

A veces iba a las iglesias más pequeñas. Había muchas, de madera y de piedra. Las de piedra eran especialmente bellas. Los arquitectos de Nóvgorod no solo tenían predilección por las cruces griegas, que últimamente colocaban sobre las cúpulas, sino que tendían a alterar la forma de la antigua cúpula bizantina. En lugar de la ancha cúpula de antaño, similar a un plato puesto boca abajo, a veces afilaban la parte superior, dándole una apariencia que recordaba la de un yelmo. Algunos recargaban aún más ese acabado añadiendo unas leves prominencias en los lados que la hacían parecer una ancha y reluciente cebolla.

Se trataba de reproducciones en miniatura de las catedrales, dotadas de un recinto principal arriba y de otro subterráneo de menores dimensiones, donde se llevaban a cabo los servicios cuando hacía mucho frío. Pese a ser de piedra, muchas de aquellas iglesias habían sido construidas por boyardos y mercaderes como los que habían visitado a Miléi aquella terrible noche. En lugar de las altas galerías desde cuyas alturas miraban los príncipes al pueblo, tenían, en las esquinas de la planta de arriba, pequeñas capillas donde la familia del mercader en cuestión seguía el culto y donde, en multitud de casos, la cara de este presidía con aire severo y satisfecho a la vez el espacio desde un fresco de la pared.

Quizá se debiera a su estado de ánimo, pero pronto aquel tipo de sitios la llenaron de repulsión.

Y seguía embarazada del boyardo. ¿Qué iba a hacer?

No albergaba dudas de que él correría con los gastos de manutención del hijo. Pero ¿qué sería de ella? ¿Dónde viviría? ¿Encontraría marido algún día? Si bien entre los pueblos eslavos era normal que las mujeres casadas participaran de los despreocupados desfogamientos sexuales producidos bajo la influencia del alcohol al final de una fiesta, para cualquier hombre constituía un motivo de vergüenza descubrir que su joven esposa no era virgen. Si sus vecinos se enteraban, lo más probable era que le pintaran el marco de la puerta en señal de desprecio. Una mujer soltera con un hijo tenía muy pocas posibilidades.

En cualquier caso, ahora odiaba a Miléi, y el niño era suyo.

Descubrió con asombro que no experimentaba ningún sentimiento hacia este. La diminuta vida que había en su interior pertenecía a Miléi y a aquella gran ciudad. Llevaba esa carga en contra de su voluntad. Quería deshacerse de ella, volver la espalda a Nóvgorod y huir a otro mundo.

—No lo quiero —murmuraba a menudo—. No estoy preparada para esto. Y es algo que me ata a él.

Aun así, pese al resentimiento que la colmaba, una parte de sí misma ansiaba crear vida. El instinto le decía que, cuanto más alargara aquel embarazo, más terrible le parecería la pérdida del niño.

A veces no sabía qué quería. Caminaba con paso inquieto de un lado a otro, o bien permanecía sentada a solas, con la mirada extraviada.

Notando el desconcierto que experimentaba con respecto a él, aunque sin molestarse en averiguar su causa, Miléi la mandaba llamar con menor frecuencia.

En enero se decidió por fin: «Me desharé de él».

Pero ¿cómo? Sabía que algunas muchachas ponían fin a embarazos no deseados tirándose desde lo alto de un muro. A ella le producía horror la idea. ¿Qué podía hacer, pues? Durante dos días vagó por la ciudad pensando que tal vez, gracias a una providencial intervención divina, resbalaría y, al caer en una calle helada, tendría un aborto. Fue a rezar ante el icono más venerado de Nóvgorod, el de nuestro Señor de la Cruz, pero, aunque este había preservado en una ocasión la ciudad frente a los hombres de Súzdal, no obró ningún milagro para ella. Al final, desesperada, se puso a buscar por la plaza del mercado. Tenía que haber alguien que supiera qué se hacía en esos casos.

Encontró lo que buscaba una tarde, a mediados de enero: una vieja de duras facciones, con una verruga en la mano, que vendía hierbas secas en un pequeño puesto cercano al río.

Cuando le explicó lo que necesitaba, la anciana no mostró sorpresa ni escándalo alguno. La observó tan solo con fijeza y frialdad.

—¿Cuántos meses?

Yanka respondió.

—Muy bien. Pero te va a costar caro.

—¿Cuánto?

La mujer guardó silencio un minuto.

—Dos grivnas.

Yanka contuvo la respiración. Aquello era una pequeña fortuna.

La mujer la miró, pero no pareció ablandarse.

—¿Y bien?

—¿Estáis segura de que…?

—No tendrás el hijo.

—¿Y yo…?

—No te pasará nada.

Esa tarde, Yanka tomó la pieza de seda que Miléi le había regalado y la vendió por dos grivnas.

—Vuelve al anochecer —le había dicho la vieja.

Mientras el sol descendía sobre los helados pantanos a la caída de la tarde, Yanka siguió a la anciana por un sendero que conducía a las afueras de la ciudad. A su izquierda había cabañas; a la derecha, el río helado. El sol, un distante disco rojo que se acercaba a la nieve como un suspiro, se ponía por el oeste; más allá, las empalizadas del otro lado del río, sumidas en la gélida sombra, destacaban con la negrura de los cuervos en el cielo arrebolado.

La vieja la llevó a una pequeña izba situada al fondo de un callejón. Entonces abrió la puerta de una caseta adosada a ella e hizo pasar a Yanka. Dentro había varios sacos, una mesa cubierta con tarros de hierbas que despedían extraños olores y un banco. Hacía frío.

—Siéntate y espera —dijo antes de irse.

Cuando regresó, llevaba una pequeña bañera que colocó delante de Yanka. Después salió otra vez.

Transcurrió un rato antes de que volviera. En aquella ocasión llevó un gran cubo de agua caliente que vertió en la bañera, generando una nube de vapor. Después fue a por dos cubos más, hasta tener mediada la bañera.

Entonces tomó varios de los recipientes de madera de la mesa, cuyo contenido derramó en el agua al tiempo que la agitaba con una larga cuchara de madera. La habitación se llenó de un olor penetrante, casi acre. A Yanka, que nunca había olido nada igual, comenzaron a llorarle los ojos.

—¿Qué es?

—Qué más da. Ahora quítate las botas, levántate la enagua y mete los pies en la bañera —le ordenó la mujer.

Yanka obedeció y al instante profirió un grito de dolor. El agua estaba hirviendo.

—Ya te acostumbrarás —dijo la anciana, mientras volvía a introducirle los pies—. Ahora ponte de pie.

Al hacerlo, estuvo a punto de desplomarse. El dolor en los pies era terrible.

La vieja la sostuvo y luego le subió la enagua, dejando al descubierto la barriga.

De improviso se sintió de nuevo indefensa, igual que una niña, como cuando su padre la obligaba a tumbarse sobre el banco. Las emanaciones que subían de la bañera casi la asfixiaban. Cuando bajó la vista, advirtió que se le estaban enrojeciendo no solo los pies, sino también las piernas.

—Me estáis asando —gimió.

—Más o menos —admitió la vieja, antes de verter más agua caliente.

Pasaron varios minutos. Prácticamente ya no sentía dolor en las piernas, que se habían vuelto casi insensibles. Se había acostumbrado al olor, aunque todavía tenía lágrimas en los ojos. Cuando creía que iba a caerse o a desmayarse, la anciana le dio un bastón para que se apoyara en él. La mujer seguía añadiendo de vez en cuando agua caliente y aquellas hierbas que no identificaba.

Transcurrió una hora. Luego Yanka se desmayó.

Cuando recobró el conocimiento, la mujer le frotaba los pies y las piernas, que estaban muy enrojecidos, con una especie de ungüento.

—Te dolerán un rato. Notarás como si estuvieran escaldados, pero no es así —le dijo con calma.

—¿Y el niño?

—Ven a verme al mercado pasado mañana, cuando se ponga el sol.

Yanka se levantó tarde a la mañana siguiente.

Al otro día, fue al pequeño puesto de hierbas, tal como le había indicado la vieja.

—¿Y bien? —le preguntó esta con expresión imperturbable.

—Ha funcionado —respondió Yanka.

—Ya te lo dije —replicó la mujer.

Después le dio la espalda, como si hubiera perdido todo interés por ella.

Ya no le quedaba nada. No había nada para ella en Nóvgorod. Intentaba evitar a Miléi por temor a que la dejara encinta otra vez. Pero ¿qué podía hacer?

La nieve cubría aún el suelo cuando se enteró de que el boyardo tenía intención de emprender viaje hacia el este. ¿Adónde debía ir ella? Si de algo no tenía duda era de que no quería quedarse en Nóvgorod.

Curiosamente, pese a todo lo ocurrido, echaba de menos la presencia de su padre. Aunque no sentía deseos de volver a vivir con él, le habría gustado verlo. Sin él, estaba completamente sola.

Pero ¿bajo qué condiciones podía regresar? ¿Tendría el boyardo algún plan para ella, o tal vez su intención era abandonarla en la posada de alguna ciudad o en una venta y poner distancia de por medio? No tenía ni idea, y, dada su absoluta incertidumbre respecto a lo que ella misma quería, no le preguntó nada por el momento.

Fue por entonces cuando localizó un lugar donde refugiarse. Lo descubrió tres días después del aborto.

Era una iglesia, pero no de piedra. Quedaba en la parte de los Alfareros, en el lado de Santa Sofía, y la habían construido íntegramente de madera. Estaba dedicada a san Blas.

Aquel santo era un típico ejemplo de la acertada adaptación que había efectuado la Iglesia cristiana para aproximarse a las costumbres y querencias populares de los eslavos y fineses que convertía. San Blas era un santo que protegía a los animales, como el antiguo dios eslavo Vles, protector del ganado, dios del bienestar y la riqueza.

Aquel oscuro edificio de madera, de alto y puntiagudo tejado, tenía algo que la hacía sentirse a gusto. Desde fuera parecía un pajar, pero su interior de techo bajo, con los pequeños iconos y las relucientes velas, ofrecía la acogedora calidez de una izba. Estaba hecho con maderos enormes, desde luego, y era sólido como una fortaleza, pero los sacerdotes, los ancianos que fingían estar muy ocupados, las gruesas mujeres que barrían o bruñían pacientemente los numerosos candelabros, parecían todos gente afable. Mientras permanecía, a veces por espacio de una hora o más, ante el icono de san Blas, sentía que en su miserable e inútil existencia aún podía haber un margen para la esperanza.

—Señor, ten piedad. Señor, ten piedad —susurraba a veces.

En una ocasión, al volverse vio a un alto sacerdote de oscura barba que la miraba con afecto.

—Nuestro padre ama a todos sus hijos —le dijo—, sobre todo a los que han pecado y se arrepienten.

Con la certeza de que había sondeado su corazón, Yanka notó que se le agolpaban las lágrimas en los ojos, mientras, con la cabeza gacha, abandonaba a toda prisa el templo.

Unos días después conoció a un joven.

No se percibía, a primera vista, nada excepcional en él. Tendría unos veintidós o veintitrés años. Era de estatura algo superior a la media, llevaba barba y tenía las mejillas más bien prominentes y los ojos achinados y castaños, al igual que el cabello. Yanka se fijó en sus manos. Eran manos callosas de trabajador, cuyos dedos afilados transmitían, no obstante, una sensación de sensibilidad. Llevaba las uñas muy aseadas, lo cual era también insólito en un trabajador, y tenía una mirada seria y escrutadora.

La primera vez que lo vio, estaba parado en actitud reverente ante un icono, pero cuando Yanka se desplazó hacia la puerta interrumpió de inmediato sus oraciones. Ella sonrió para sí al percatarse.

Dejó que se adelantara un poco y luego la alcanzó y se puso a caminar a su lado.

—Piensas, por lo visto, que vamos en la misma dirección —señaló ella con una maliciosa sonrisa.

—Solo para protegerte. ¿Hacia dónde vas?

—Hacia la parte de los Curtidores.

—Yo también. Mi amo vive allí.

No parecía peligroso.

Era, según descubrió, un esclavo, un mordvano que habían capturado en una correría a los doce años. Se llamaba Purgas. El amo que tenía desde los quince era un rico mercader de Nóvgorod que le había hecho aprender carpintería.

Se despidieron cerca de la posada. Él ya había averiguado que le gustaba pasar un rato en la iglesia de madera todas las tardes.

No le extrañó, por lo tanto, verlo allí al día siguiente, aunque se quedó sorprendida cuando le enseñó una pequeña pieza de madera que había tallado. Era una diminuta barca de río, del tamaño de su mano, con remeros y una vela, hecha con madera de abedul.

Era tan perfecta que, por un instante, se olvidó de respirar; le había recordado, además, las esculturas que hacía su hermano.

—Es para ti —le dijo el joven, e insistió en que la aceptara.

Ese día también la acompañó de regreso a casa.

A partir de entonces se vieron a menudo. Él siempre era amable, algo callado, y tenía un halo de timidez, una reserva, que agradaba a la muchacha. Cuando caminaban por las calles, de vez en cuando se detenía para señalar algún elemento de una casa que de otro modo ella nunca habría advertido: un pequeña escultura, una celosía en una ventana o simplemente la forma en que estaban encajados los recios maderos en las esquinas.

Había decenas de formas de encajar los maderos, según le explicó. Podían cortarse con forma redondeada o cuadrada, ponerlos de este modo o de aquel otro, unirlos entre sí mediante muescas o ranuras. Lo que para ella había sido una inacabable acumulación de sólidas y más bien opresivas casas de madera, para él era una masa de complicados rompecabezas que resolver y de los que disfrutar contemplándolos.

—Hay más maneras de construir una simple izba de las que puedas imaginar —le informó—. Y los maestros carpinteros de Nóvgorod las conocen todas.

No obstante, aunque apreciaba la ciudad y conocía todos sus edificios, Yanka no tardó en descubrir que añoraba los bosques donde había transcurrido su infancia.

—Vivíamos en los bosques, cerca del Volga —le contó el joven.

Le detalló todos los tipos de árboles y plantas de la región. Cuando hablaba de los edificios, lo hacía con la precisión de un profesional, pero, al evocar los bosques, a sus ojos asomaba una expresión soñadora y distante que hizo que se enamorara de él.

La mayor sorpresa se la dio el cuarto día que se encontraron. Ella se había parado delante de un icono que reproducía a Cristo sosteniendo un libro abierto en el que había escritas unas palabras.

—«No juzguéis por las apariencias, sino con una base justa» —dijo Purgas, leyendo el texto.

—¿También sabes leer? —le preguntó, divertida.

—Sí. Aprendí aquí, en Nóvgorod.

Un mordvano, un simple finés de los bosques, que sabía leer.

Fue en ese momento cuando Yanka tomó una decisión.

Esa noche fue a ver a Miléi el boyardo y le comunicó lo que quería.

—Bueno, habéis obtenido de mí lo que queríais. ¿Me ayudaréis ahora? —preguntó una vez que hubo acabado.

Para su sorpresa, el noble sonrió. Le dio incluso algunos útiles consejos.

—Y ahora repíteme el nombre de ese mercader y dónde vive —dijo. Y añadió—: En realidad, no sabes si ese joven quiere…

Yanka negó con la cabeza.

—Pero creo que sí —contestó.

A la mañana siguiente, Miléi arregló el asunto.

—Pero va a costarme una buena suma —observó con ironía—. De todas formas, los sacerdotes aprobarán el gesto. —La iglesia promovía la liberación de los esclavos.

Sabía ser bondadoso, advirtió Yanka, ignorante de que ser generoso supone un placentero ejercicio para los hombres poderosos.

Y así, aquella tarde, fuera de la iglesia, se volvió hacia Purgas y le preguntó:

—¿Quieres casarte conmigo? Mi señor comprará tu libertad, si quieres.

Él se quedó petrificado.

—Quería pedírtelo —confesó—. Pero siendo un esclavo, temía que…

—Te voy a poner algunas condiciones —prosiguió Yanka. Había pensado con mucho detenimiento en aquello, y Miléi, aun a su pesar, la había ayudado a decidir lo que haría—. Dejaremos la ciudad y viviremos cerca de mi pueblo…, pero no como campesinos de un boyardo —se apresuró a puntualizar, pues le repelía la idea—. Seremos libres. Viviremos en las Tierras Negras y solo pagaremos una renta…, directamente al príncipe.

Pese a todo, deseaba estar cerca de su padre. Si algo ocurría, él al menos estaría allí. No quería instalarse, con todo, en el mismo pueblo, ni tampoco volver a tener a Miléi como señor.

—Id a la tierra negra —le había aconsejado este—. Hay tierra negra con buen suelo, chernoziom, justo al lado de Russka. Al príncipe le conviene tener campesinos en su territorio. Conseguiréis unas condiciones interesantes y podréis labraros una buena posición.

Cuando hubo expuesto sus propósitos, vio con alivio que Purgas se echaba a reír. Aquello colmaba con creces los deseos del joven.

—Entonces no hay más que hablar —dijo.

Quedaba, no obstante, una cuestión.

—Hay algo pendiente —apuntó ella con aire dubitativo, cabizbaja.

Él aguardó en silencio.

—Una vez, hace mucho tiempo… —Calló un instante—. Cuando era solo una niña… Era un tártaro… Vinieron al pueblo.

El joven la miró y tardó un momento en comprender. Entonces la atrajo con ternura hacia sí y le dio un beso en la frente.

Partieron dos días más tarde con Miléi, que les permitió ir detrás de él en un segundo trineo.

Cuando por fin llegaron a la intersección del río Kliazma con el riachuelo que comunicaba con Russka, se separó de ellos.

Se había mostrado distante durante el viaje, tal como correspondía a un boyardo con un par de sirvientes sometidos a unas condiciones rayanas en la esclavitud. Antes de marcharse, sin embargo, llamó a Yanka.

En su cara de astuto hombre de mundo había un atisbo de bondad cuando, con discreción, depositó dos grivnas en su mano.

—Siento lo del niño —murmuró.

Después se fue enseguida.

Al día siguiente de su llegada al Lugar Sucio, comenzó el deshielo.

1262

El boyardo Miléi esperaba.

Al otro lado del río se elevaban de vez en cuando pálidas columnas de polvo, que se desplazaban en remolinos sobre el campo recién segado. El cielo lucía una brillante tonalidad azul. Había unas pocas nubes, delgadas y vaporosas, en la lejanía. En el horizonte, sobre el bosque, se divisaba una rosada neblina. En el aire reseco flotaba un olor a ajenjo; no se notaba ni un soplo de viento.

Estaba esperando al tártaro.

La extrema tensión que se había mantenido a lo largo de aquel año le había hecho temer una explosión inminente.

Y aquella mañana, allí, en Russka, había estado a punto de producirse. De no haber sido por su presencia, aquellos dos recaudadores de impuestos musulmanes estarían muertos, no le cabía duda. Solo con la amenaza de echarlos de sus tierras había logrado apaciguar a los aldeanos.

«Y no me he granjeado precisamente su aprecio con ello», pensó con una lúgubre sonrisa.

Ahora estaban todos en el inmenso granero, cargando sacos de cereales en los carros de los recaudadores, y él permanecía atento por si le llegaban ruidos indicativos de un posible altercado.

«Es una pena, la verdad, que esos dichosos recaudadores de impuestos sean musulmanes», reconoció, suspirando.

Los hechos le habían dado la razón con respecto a los tártaros: no se había equivocado en nada. Todo se había desarrollado según había previsto en aquella reunión de comerciantes que había tenido lugar en Nóvgorod doce años antes. Los tártaros se habían apoderado de la zona nororiental. Habían mantenido a los príncipes en sus cargos, pero habían llevado a cabo el censo y los reclutamientos. Las tierras del norte estaban ahora divididas igual que había ocurrido con las de Kiev, y nadie podía hacer nada para modificar el rumbo de las cosas.

Incluso Nóvgorod había tenido que someterse al pago de impuestos: el Señor Nóvgorod había recibido también una lección de humildad. El príncipe Alejandro en persona había entrado con los recaudadores tártaros y les había facilitado el trabajo, sofocando con mano dura cualquier tentativa de resistencia.

Aun cuando el pueblo ruso no lo quisiera, lo cierto era que su política era un modelo de sagacidad y de buen juicio. Los rusos no podían derrotar por sí solos a los tártaros.

«Mirad lo que le ha pasado a su hermano Andrés —les recordaba Miléi a quienes tildaban a Alejandro de traidor—. Intentó oponerse a los tártaros y, como resultado, lo aplastaron y saquearon la mitad de las ciudades de Suzdalia.»

Aquellos hechos, acaecidos diez años antes, aún estaban frescos en la memoria de la gente.

¿Y si los rusos buscaran ayuda del exterior?

«Pensad, en ese caso, en el príncipe de Galitzia», contestaba.

Aquel príncipe del suroeste, que había coqueteado con el papa, había demostrado ser más necio aún de lo que había augurado Miléi. Primero había recibido una corona del primado. Después había buscado aliados. ¿Y a quiénes iba a elegir sino a las tribus de paganos lituanos del norte, que se estaban expandiendo hacia las tierras occidentales de Rusia para evitar a los caballeros teutónicos? El jefe lituano se había convertido al catolicismo, y durante unos años él y el príncipe de Galitzia hicieron frente común contra los tártaros.

¿Y cuáles fueron las consecuencias?

Los tártaros arrasaron Galitzia y les forzaron a atacar a los lituanos. Después obligaron al príncipe a derribar todas sus fortificaciones. Las potencias católicas de Occidente, como de costumbre, no hicieron nada; el rey lituano retornó al paganismo. Y ese verano, según le habían dicho, los paganos lituanos habían atacado Galitzia, que se hallaba ahora en una situación de franca indefensión.

«La pobre Galitzia está acabada. Si Alejandro hubiera intentado algo así, los tártaros le habrían arrebatado la mitad de sus tierras —aseguraba siempre—, y los alemanes se habrían quedado con la otra mitad.»

Alejandro era juicioso, sin duda, pero también sabía ser sutil.

Los tártaros tenían por norma no infligir nunca daño a la Iglesia. Consecuente con ello, Alejandro, que se hallaba al servicio de los tártaros, había trabado una estrecha amistad con el metropolita Cirilo.

«Y bendito sea —proseguía—, ahora tiene de su parte a todos los sacerdotes y monjes del país. Aunque el pueblo odie a Alejandro, cada vez que va a la iglesia oye afirmar a los sacerdotes que es un héroe nacional. Incluso lo llaman Alejandro Nevski, como si esa escaramuza que libró en su juventud contra los suecos junto al río Nevá hubiera salvado a Rusia.»

La astucia política demostrada en el logro de aquella propaganda divertía sobremanera al boyardo.

Sí, había acertado en sus previsiones sobre los tártaros. Eran los amos, y solo un tonto se negaría a colaborar con ellos. Él, Miléi, llevaba más de una década trabajando con los tártaros y con Alejandro Nevski.

Tampoco le había hecho ascos a las intrigas.

Durante el breve periodo en que el hermano de Alejandro ocupó el trono de Vladímir, tuvo la suerte increíble de que un necio boyardo le enviara una carta en la que parecía implicar al príncipe en conspiraciones contra los tártaros. Miléi la había remitido de inmediato a Alejandro. Un año más tarde, este ascendía al trono en lugar de su hermano y Miléi recibía la ratificación del favor del nuevo gobernante y de los tártaros. Desde entonces, habían sido numerosas las modestas recompensas de las que se había beneficiado.

En los últimos tiempos, tenía que reconocerlo, las cosas se habían puesto más difíciles.

Cuando Batu Kan gobernaba en Sarai, Miléi cooperaba sin problemas con los tártaros. En la actualidad, no obstante, había un nuevo kan en Sarai que se había convertido al islam.

No era que aquel nuevo kan oprimiera a la Iglesia rusa, pues no lo hacía. Pero había decidido permitir que los mercaderes musulmanes recaudaran los tributos de las tierras de Suzdalia, y estos se habían aprovechado sin escrúpulos de su posición. Los infortunados que no habían podido pagar el total de los impuestos habían sido convertidos en esclavos, y por toda la región, de Vladímir a Múrom, se sucedían las revueltas.

Por una vez, las simpatías de Miléi estaban del lado del pueblo. Aquel asunto se había enfocado muy mal. Los negocios eran, con todo, los negocios.

—Ocupaos de que en las propiedades próximas a Múrom se pague lo exigido —ordenó a sus hijos—. Yo iré a ver cómo está la situación en Russka.

Eso había estado haciendo durante la mañana.

Había, sin embargo, otra cuestión que motivaba su presencia en el pueblo aquel día de finales de julio. Con suerte, ese día remataría el golpe más sonado de su carrera, que modificaría además para siempre el perfil de Russka. Cuando hubiera concluido aquel trato, dejaría las riendas de sus negocios en manos de sus hijos. Se estaba haciendo viejo.

Miléi seguía aguardando al tártaro con ansiedad.

Llegó a caballo al atardecer. Era un hombre taciturno de mediana edad. De su vestimenta y su magnífica montura se deducía al instante que era rico y gozaba de cierto prestigio. Sin embargo, iba solo, sin escolta: su única defensa era un arco mongol y el lazo colgado del caballo, a su espalda. Vestía un caftán de seda de color rojo oscuro y un sombrero chino de ala ancha. Solo un detalle de su atuendo resultaba chocante. De su cuello pendía una cadena de plata, con una pequeña cruz también de plata.

Pedro el tártaro era cristiano.

No era tan sorprendente. El Estado mongol carecía de religión oficial. En su impetuoso avance desde Mongolia a través de la llanura euroasiática, los mongoles habían estado en contacto con muchas religiones pujantes, desde el budismo en el este hasta el islam y el catolicismo en el oeste.

Uno de aquellos cultos era el de la antigua Iglesia cristiana denominada nestoriana, que, desvinculada por disensiones teológicas de Occidente, se había extendido desde su base en Persia seis siglos antes, fundando comunidades hasta en regiones tan alejadas como China. Fue esta Iglesia nestoriana, casi olvidada de todos, la que dio origen a un gran mito que circulaba en la Edad Media por Europa, según el cual, en algún lugar del este, había una fabulosa tierra, regida por un poderoso emperador cristiano, un hombre de talla gigantesca.

Se trataba de la leyenda del Preste Juan.

De niño, Miléi la creía cierta. En realidad, aquel imperio legendario del Preste Juan era tan solo una antigua comunidad que no tenía ningún misterio para los pueblos de Oriente. El mismo hijo del Batu Kan había pasado a engrosar las filas de los cristianos nestorianos.

En Rusia, asimismo, algunos tártaros habían adoptado la fe cristiana ortodoxa, de igual modo que otros que se habían instalado en regiones más orientales se habían hecho musulmanes. Había un obispo ruso en Sarai, y era un hecho conocido que toda la familia del delegado tártaro que tenía bajo su control la ciudad norteña de Rostov era cristiana. Aun así, cuando Miléi conoció al nuevo delegado tártaro de Múrom, se llevó una sorpresa al enterarse de que el baskak se había convertido también a la religión ortodoxa unos años antes.

El boyardo había emprendido algunos negocios con aquel baskak y había descubierto que era un individuo astuto pero tranquilo.

—Nos conviene encontrar la manera —señaló a sus hijos— de poner a este tártaro cristiano de nuestra parte.

Había pasado varios meses tratando de ganarse a Pedro. Había averiguado muchas cosas de él. Había adoptado la fe ortodoxa, según averiguó Miléi, a propuesta del delegado de Rostov.

—Hay, al parecer, un pequeño grupo de representantes que se han convertido. Se encuentran en su mayoría en las capas bajas del funcionariado del kan, pero no carecen de influencia. Las autoridades tártaras consideran interesante que algunos de los suyos profesen la religión del país donde operan. Yo creo que este individuo podría sernos útil —anunció a su familia.

La primera idea había cristalizado en su mente cuando se enteró de que el tártaro tenía una hija soltera.

Su hijo mayor estaba casado y tenía dos hijos. Pero el menor, David, un apuesto muchacho de diecinueve años, estaba aún disponible.

—¿Qué te parece? —le consultó al chico—. He visto a la muchacha y no es fea. Y todo indica que este baskak, Pedro, posee una considerable fortuna. Dicen que tiene buenos contactos, además.

Se habían efectuado ya algunos matrimonios entre príncipes rusos y princesas tártaras.

—Nuestra familia se ha casado con gentes de todas las razas, desde sajones hasta cumanos —observó con una sonrisa Miléi—. ¿Por qué no, entonces, una tártara esta vez?

Había también otro factor que debía tomarse en cuenta. Miléi había oído rumores de que los tártaros iban a emprender una campaña contra la zona montañosa del Cáucaso, en el sureste.

—Piensan atacar el territorio de Azerbaiyán —le explicó al chico—. Sé que estás ansioso por participar en una correría de este tipo, y el producto del saqueo podría ser abundante. Estar relacionado con un tártaro te ayudaría a colocarte en una buena posición.

El muchacho no había formulado objeciones y, para sorpresa de Miléi, el tártaro había dado también su beneplácito, de modo que se había celebrado la boda. El tártaro había sido generoso. Todo salía a pedir de boca.

A pesar de ello, nada había preparado a Miléi para lo que sucedió luego. Dos meses más tarde, a comienzos de verano, Pedro había ido a verlo.

—Tengo intención —anunció— de financiar un pequeño establecimiento religioso, con una iglesia y unos cuantos monjes. ¿Podríais aconsejarme un sitio adecuado?

¡Un monasterio! Ni siquiera él se había dado cuenta de que el tártaro fuera tan rico, ni de que se tomara tan en serio su religión.

—Dadme dos semanas —respondió—. Puede que disponga del lugar idóneo.

Aquello era un regalo del Cielo. Entretanto realizó rápidos cálculos y se entregó a una febril actividad.

Aquello era lo que necesitaba para Russka.

Durante aquellos años, había hecho lo posible para mejorar la aldea, pero era difícil. Ahora tenían una sencilla iglesia de madera, y se había doblado la población. Los conflictos con los tártaros hacían que cada vez costara más encontrar buenos colonos, y sus esfuerzos en ese sentido apenas habían dado frutos. La presencia de un monasterio atraería gente al lugar y, tarde o temprano, comercio.

Había adquirido buena parte de los vastos territorios de la zona, cubiertos de bosques, y había extraído algún beneficio de las pieles y la miel que reportaban. Su primera idea fue venderle a Pedro una parte de aquellos terrenos.

—Pero no va a ser posible —le comentó a David—. Dice que quiere buena tierra, y la única tierra buena de Russka es el chernoziom de la orilla oriental.

Fue entonces cuando Miléi el boyardo tuvo una genial inspiración. Mandó con urgencia un mensaje a Alejandro Nevski en persona, en el que se exponían las necesidades del monasterio, así como las de Miléi y un recordatorio de los servicios que este había prestado a la causa del príncipe.

Llegó la respuesta. Le había sido concedido lo que solicitaba, con una condición: «El gran príncipe tiene otros asuntos que atender. No pidáis nada más». Era suficiente.

—Por un precio muy ventajoso —informó a David—, me venderá una parte de sus terrenos de chernoziom situados al norte del Lugar Sucio, que dobla en dimensiones el que tenemos en Russka. —Se frotó las manos—. Si consigo venderle mi tierra al tártaro por un buen precio para que construya el monasterio, podré comprar lo que me ofrece el gran príncipe sin tener que gastar nada.

Lo atractivo del plan hizo aflorar una sonrisa casi de embeleso artístico en su cara.

No era pequeña, por consiguiente, la alegría con que recibió al tártaro cristiano y lo condujo a su casa.

—Os enseñaré todos los parajes por la mañana —prometió—. Creo que os gustará.

Le contó el altercado que se había producido con los aldeanos.

—Ellos no saben nada de nuestros negocios, por supuesto —bromeó—, de modo que lo más probable es que les cause terror veros.

Pedro asintió con gesto lento, pero no sonrió.

—Se han producido graves sublevaciones en Súzdal y en otras ciudades —advirtió el tártaro—. En Múrom se mantiene aún la tranquilidad, y yo he dejado instrucciones estrictas a los guardias, pero debo regresar mañana por si hubiera problemas. El kan se pondrá furioso.

—Nevski lo arreglará. El kan confía en él —dijo animadamente Miléi.

—El kan no confía en nadie, y nadie está a salvo —afirmó con frialdad Pedro.

Aquellas palabras cubrieron la noche con un lúgubre velo. Más que nunca, Miléi se felicitó por haber forjado una alianza familiar con aquellos duros dirigentes.

Para cenar tomaron pescado fresco del río, dulces e hidromiel. El boyardo hizo lo que pudo para aligerar el ambiente.

A la mañana siguiente, salieron temprano a inspeccionar las tierras. Miléi le enseñó con orgullo el chernoziom del lado este del río. En su recorrido por los alrededores del pueblecito, el tártaro comprobó que Miléi le había ofrecido, en efecto, la mejor tierra.

—Es un buen sitio para un monasterio —aprobó—. Levantaré una pequeña iglesia y pondré unos seis monjes para empezar. Pero irá a más.

Miléi asintió.

—¿Significa eso que queréis comprarlo? —preguntó con una sonrisa.

—¿Cuánto pedís?

Miléi especificó el precio. Parecía algo caro, pero no en exceso. El boyardo era demasiado cauto para dejar entrever su codicia.

—De acuerdo —aceptó Pedro.

Miléi quedó encantado cuando este sacó una bolsa con monedas de oro y le pagó en el acto.

—Ahora esta tierra es mía —dijo el tártaro.

—Así es.

—¿No os vais a quedar? —preguntó Miléi, al ver que Pedro se disponía a montar de nuevo.

—Con estos disturbios, quiero estar de vuelta en Múrom mañana.

—De todas formas —dijo, casi sin pensarlo—, debería daros una escritura de propiedad.

Le parecía algo tan obvio que la respuesta lo pilló absolutamente desprevenido.

—¿Una escritura? ¿Qué es eso?

Miléi iba a responder, pero al final guardó silencio.

—¿Una escritura? —insistió, mirándolo con curiosidad, el tártaro.

¿Era posible que aquel representante no supiera que en la tierra de Rus todas las propiedades se justificaban con su correspondiente escritura?

De improviso, Miléi cayó en la cuenta de que no era tan raro que no lo supiera, pues la totalidad del aparato funcionarial mongol funcionaba absolutamente al margen de los usos del país. Realizaban los censos —cosa que no había hecho ningún dirigente ruso—, dividían el territorio y recaudaban tributos. Ahí acababa su función. Su sistema de gobierno era eficiente, pero se desarrollaba en paralelo al modo de vida ruso, sin alterarlo. Aquel inteligente tártaro, aquel cristiano cuya hija se había casado con un ruso, seguía siendo un completo extranjero en ese país. Lo más probable era que no tuviera interés en ser otra cosa. No sabía nada sobre la ley y las transacciones de tierra rusas.

Acababa de pagar por la tierra, pero, sin una escritura, no era suya.

«Tengo que entregarle la tierra —pensó a toda velocidad Miléi—. Y si algún día averigua que debí darle una escritura…» No estaba seguro, con todo. ¿Podía extraer un beneficio todavía mayor de aquella transacción? Tendría que pensarlo. Ante la duda, lo mejor era no precipitarse.

—Regresad a Múrom —dijo con una afable sonrisa—. Volveremos a hablar de negocios cuando vuelva allí.

Pedro se puso en marcha.

—Mano dura con esos condenados alborotadores —gritó a su espalda Miléi, antes de regresar al pueblo con su bolsa de oro.

En el Lugar Sucio también había estado a punto de producirse una muerte esa mañana.

Se había evitado gracias a Yanka.

Los dos recaudadores musulmanes habían llevado consigo a una docena de hombres y tres grandes carros. Estaban ya de patente mal humor a su llegada.

La Administración mongola les había permitido recaudar lo que pudieran, a cambio de una cantidad fija que debían remitir al kan. Tenían previsto obtener ganancias, pero en aquellos momentos afrontaban pérdidas.

La visita realizada a Russka el día anterior había arrojado un magro saldo. Aun cuando Miléi el boyardo creía que su presencia había impedido que los aldeanos atacaran a los recaudadores, lo cierto era que, informados de sus contactos con los tártaros, estos habían tenido la prudencia de moderar de forma considerable sus exigencias en Russka. Por esa razón necesitaban compensar su indulgencia allí.

La insignificante comunidad de campesinos libres del Lugar Sucio se hallaba aún en un estado incipiente.

—Vamos a desplumar a los de este pueblo —acordaron antes de llegar.

Y eso fue lo que hicieron durante toda la mañana.

La aldea, con quince hogares ya, había alcanzado las dimensiones de un volost, una comuna, y en los últimos años había conocido una moderada prosperidad gracias al hombre al que habían elegido como anciano. Se trataba de Purgas, el marido de Yanka.

Desde que se casaron, aquel modesto carpintero cuya libertad ella había planificado, había sido una fuente inagotable de sorpresas. La primera se produjo cuando, después de construir su izba en el Lugar Sucio, ella colgó un pequeño icono en un rincón y, ese mismo día, sin decir nada, él colgó en el mismo rincón, justo encima, una guirnalda de hojas de abedul.

—¿Por qué haces eso? —le preguntó Yanka, desconcertada—. Es una costumbre pagana.

—Yo no soy cristiano —confesó tras un incómodo silencio él.

—Pero si nos casó un sacerdote.

—No me pareció que fuera grave —contestó, con una afable sonrisa, Purgas.

Nunca se le había ocurrido preguntarle si era cristiano. Al fin y al cabo, se habían conocido en una iglesia.

—Te seguí hasta allí —reconoció él.

—Debiste decírmelo —le reprochó ella, enojada.

—Tenía miedo. No quería perderte —murmuró Purgas.

Entonces Yanka pensó en la mentira que ella misma le había contado. Ambos habían mentido por temor a perder el amor del otro.

—Debes convertirte al cristianismo —le dijo.

Él la sorprendió con una negativa.

—Nuestros hijos pueden ser cristianos, pero déjame a mí con mis creencias —replicó—. En Nóvgorod viví el tiempo suficiente entre cristianos —añadió con cierto resquemor.

Yanka comprendió a qué se refería. Regresar al campo era volver a sus orígenes. Mientras buscaba un lugar en la pequeña comunidad de las Tierras Negras, ella había sido, en efecto, testigo de su extraña transformación.

A veces, Purgas parecía casi una criatura del bosque. Se quedaba inmóvil empuñando una lanza en la orilla del río y, de pronto, la hundía en el arroyo para sacar un pez del mismo lugar que ella había estado observando, tumbada boca abajo, sin ver nada. Arrancaba hongos secos de la corteza de un árbol y los frotaba entre las manos hasta que de estas brotaba una pequeña llamarada. Localizaba raíces secas de pino que no crepitaban al arder y toda clase de raíces medicinales.

Se emborrachaba con facilidad, pero después siempre se quedaba dormido. El único motivo de fricción entre ellos se producía cuando él insistía en comer liebre, algo que prohibía la Iglesia.

—Yo adoro al dios Champas —respondía—. No es tan poderoso como vuestro dios, pero mora en el Cielo y reina sobre todos los dioses de la Tierra.

Amaba el bosque y el río con una intensidad que ella se sabía incapaz de experimentar. Cuando tocaba un árbol, entraba en contacto con un ser especial. Yanka recordó los sentimientos que le había suscitado una vez el plateado abedul cuyo carácter se había propuesto imitar. «Él siente eso mismo por todo», infirió. Aquel culto de los bosques del norte era una antigua religión muy arraigada, y Yanka tuvo el buen juicio de desistir de sus intentos de hacerlo renunciar a ella.

Llevaba a sus hijos a la iglesia de madera de Russka, cosa a lo que él no ponía objeción alguna. Eso la complacía.

Yanka se alegró al saber que su padre se había vuelto a casar. Poco después de su llegada al Lugar Sucio, este había ido a verlos y, en un aparte, le puso en la mano la bolsa de monedas de plata que había llevado consigo desde el sur.

—No creo que Kiy vuelva nunca —dijo—. Puedes quedártelo todo.

Ella comprendió que aquella era su forma de compensarla, y desde entonces habían mantenido una buena relación.

Le enseñó las monedas a Purgas, que las examinó con atención. Algunas provenían, según le dijo, de Constantinopla y eran muy antiguas. Otras eran rusas, del tiempo de Monómaco. Otras lo dejaron desconcertado.

—La escritura parece eslava —señaló—, pero esto no sé qué puede ser. —Señaló una extraña inscripción de aspecto oriental—. Creo que lo he visto en un icono —apuntó.

Era hebreo. Las monedas eran de Polonia y llevaban inscripciones en eslavo y en hebreo, porque había una comunidad jázara instalada en aquel país.

Las escondieron bajo el suelo de la cabaña, por si más adelante las necesitaban.

Purgas no solo era buen cazador. Trabajaba con ahínco la tierra. De hecho, gracias a su tesón, pronto vivieron con desahogo. Yanka no tenía ningún motivo de queja.

Había solo una cosa que la irritaba de su marido. Era un hábito mental del que le había hablado el anciano cuando llegó a Russka. Su marido parecía, no obstante, poseerlo en un grado más acentuado. No hacía planes para el futuro.

—Solo el cuervo vuela en línea recta —le recordaba cuando lo presionaba para que tomara alguna decisión.

Para él, cada estación, cada día debía vivirse de principio a fin con cautela, como si pudiera ser el último.

En una ocasión, después de una discusión originada por una cuestión de ese tipo, él se marchó al bosque y volvió varias horas más tarde con un ciervo que había cazado.

—Si hubiera hecho planes para la semana que viene —le comentó sin enojo—, habrían sido vanos.

De todos modos, lo quería. Le había dado tres hijos y una gran felicidad. Los aldeanos lo respetaban.

Una vez al año como mínimo, el administrador de Miléi iba a verlos con proposiciones cada vez más tentadoras para que se instalaran como arrendatarios suyos en Russka. Sin embargo, ellos siempre rechazaban sus ofertas.

—Somos gente de la tierra negra —contestaba Yanka por todo argumento—. Aquí no tenemos amo.

La muchacha había adquirido corpulencia con los años, y tenía la cara más llena. Se sentía satisfecha.

Pese a los años transcurridos, sin embargo, seguía conservando la capacidad de asombro con respecto a su marido. ¿Qué mosca le había picado, por ejemplo, el día anterior?

La noche antes, al enterarse de lo ocurrido en Russka con los recaudadores de impuestos: los aldeanos del Lugar Sucio, los muy necios, habían querido tenderles una emboscada para matarlos. Y Purgas estaba a su favor.

Por el río habían llegado, hacía unos días, noticias de los disturbios que se estaban produciendo en las ciudades del norte. Los campesinos libres de la aldea estaban soliviantados.

—Estáis locos —les dijo ella—. En Russka no hubo ninguna revuelta.

—Porque el boyardo está en connivencia con los tártaros —replicó uno de ellos.

—Pero ¿no veis que vendrán y os matarán?

No la creyeron.

—No tenemos miedo —afirmó un joven.

—Cuando era un niño, en las tierras del otro lado del Volga —explicó Purgas—, no se consideraba a un joven preparado para casarse si no había matado a un hombre. Esa era la costumbre entre los auténticos mordvanos.

—Eres un insensato pagano —le gritó ella—. No lo entiendes.

Trató de hacerles ver el poderío, el increíble poderío del imperio en cuyo extremo se hallaban.

—Nos destruirán —concluyó—. Jamás se darán por vencidos.

—De modo —declaró, muy despacio, Purgas— que estás del lado del boyardo.

Yanka iba a protestar, pero, en el último momento, se calló. ¿Qué podía decir? Se acordó de aquella noche en la posada, de aquellas palabras de Miléi que le causaron tanta consternación. En cierto modo, aquella sensación persistía. La diferencia residía en que, ahora que era mayor y había visto cómo los tártaros invadían también el norte, tenía que reconocer que no estaba equivocado.

—Esconded todo lo que podáis —les dijo—. Pagad, pero hacedles creer que os han dejado arruinados. Actuar de otra forma sería nuestra perdición.

Al final se salió con la suya y hasta Purgas prometió hacer lo que pedía. Luego comenzaron los preparativos.

Ese día las cosas se desarrollaron según había previsto ella. Los recaudadores llegaron poco después del amanecer, con la idea de pillar desprevenidos a los aldeanos. Se apresuraron a vaciar el granero hasta la mitad y a llevarse la mayor parte del ganado que encontraron. Previamente, sin embargo, Purgas y los demás hombres habían ocultado el resto en los pantanos, donde aquellos forasteros no podían penetrar. Antes de media mañana, los musulmanes ya estaban listos para irse.

Mientras se llevaban el grano, Yanka había ido a dar un paseo. Sin poner especial atención hacia dónde se dirigía, sus pasos la llevaron hacia Russka. «Podría ir a visitar a mi padre», pensó.

Aunque aún era temprano, el sol calentaba ya con fuerza. El sendero la condujo a un pequeño claro entre los árboles donde se alzaban aquellos montículos, las antiguas tumbas de los viátichis, y que ofrecía una agradable panorámica de Russka. Había una calma absoluta. Y, justo al entrar en ese lugar, se detuvo, horrorizada.

Tenía que tratarse de una visión, no cabía duda.

Pedro el tártaro se sentía satisfecho ese día. Aquel era justo el emplazamiento que quería para el monasterio. Había llegado el momento de que hiciera las paces con Dios. «El hombre sin religión no tiene paz», le había dicho el representante de Rostov. Y era verdad.

El kan de Sarai era ahora musulmán. Hasta el flamante gran kan había abandonado el antiguo culto al Sol y los ritos chamánicos de Gengis. En cuanto al nuevo dirigente supremo, Kublai Kan, había abrazado la religión budista de los chinos sobre quienes reinaba.

Pedro no abrigaba dudas de que todos los hombres deberían postrarse ante el gran kan. Sin embargo, con el correr de los años y la proliferación de las descaradas intrigas y luchas por el poder entre los miembros de la Estirpe Dorada, ávida de conseguir los mejores cargos, la ardiente pasión de Pedro por los imperios había menguado. Hasta el recuerdo de haber visto en su infancia al propio Gengis, el gobernante del mundo, en su cacería real, le parecía ahora más una imagen de un mundo fenecido que un atisbo del Cielo.

Había un dios en el Cielo y un señor en la Tierra.

«Si me hubieran ido mejor las cosas —reflexionaba—, si Batu Kan no hubiera muerto y me hubiera nombrado general, tal vez conservaría aún el anhelo por las cosas terrenales.»

Su carrera, sin embargo, estaba estancada. Conservaría su posición, pero no iría a más. Lo aceptaba sin amargura. Gracias a su hermana, en vida de Batu y del hijo de ambos, había prosperado y reunido una espléndida fortuna.

Echaba de menos la estepa. Muchas veces, justo antes de dormirse, pensaba en sus inmensos espacios despejados y en la hierba mecida por la brisa.

Dos años antes, había cruzado la estepa para ir a Sarai. Allí les había comprado a unos alanos el magnífico corcel gris que montaba ahora, de crin negra y con una raya negra en el lomo. Había sido criado en la región del Cáucaso y era de la noble raza que allí denominaban escarcha.

—Es posible que no vuelva a ver Sarai —le comentaba con tristeza a su mujer. El instinto le decía que pasaría el resto de sus días en Rusia.

Se había detenido en el linde del bosque para echar una última ojeada a su nueva adquisición y, tras desmontar, había subido al más elevado de los montículos que había junto al camino.

La expresión se le suavizó cuando tendió la mirada sobre el lugar.

Con perezoso gesto, apartó una mosca que había decidido instalarse en el lugar que antes ocupara su oreja. Luego frunció el entrecejo.

Su caballo estaba inquieto por algo.

Jamás acertó a explicarse cómo había dejado que la locura se adueñara hasta ese punto de ella, pues locura era, sin duda, aunque solo fuera pensar en tal cosa.

Y, sin embargo, era como si no le hubiera quedado más remedio. Siempre había jurado que lo haría. Si bien en los últimos años habían ocupado sus pensamientos muchas otras cuestiones, en lo más profundo de su ser aquella promesa había subsistido hasta convertirse en una certeza. «Un día lo veré —se decía—, y entonces no dejaré pasar la oportunidad.»

Y, de repente, se materializó la imagen, de pie en un montículo, a menos de quince pasos de ella. Lo reconoció incluso de espaldas: ¡el tártaro al que le faltaba una oreja!

Estaba solo. Yanka escrutó el camino para cerciorarse de que no se acercaba nadie.

¿Qué lo habría llevado allí? Debía de haber ido a ver a los recaudadores de impuestos, que estaban a punto de marcharse. Fuera cual fuese el motivo de su presencia, la providencia se lo presentaba, solo y con la guardia baja. Era una locura, pero sabía a ciencia cierta que nunca más se le volvería a presentar una ocasión como aquella.

De improviso, ante ella apareció la cara de su madre.

Avanzó con sigilo. El caballo del tártaro se hallaba junto a un árbol. Llevaba un arco y un carcaj de flechas. Yanka los tomó con cuidado y, aprestando una flecha, intentó tensar el arco. A duras penas consiguió moverlo. Con el corazón palpitante, comenzó a caminar hacia él.

El caballo se agitó resoplando.

Entonces el tártaro se volvió.

Era él. Allí estaba la cicatriz que se juntaba con el muñón de la oreja. Recordaba su cara como si la hubiera visto el día anterior. Con ademán de sorpresa, él se dispuso a alzar la mano. No tenía la menor idea de quién era aquella mujer.

Yanka respiró hondo y tiró de la cuerda. Tiró con todas sus fuerzas, con un rictus de dolor en la cara. El tártaro caminaba hacia ella. Entonces soltó la cuerda.

—Ah.

Era su propio aliento expulsado lo que había oído. Después oyó el grito del hombre.

Seguía caminando hacia ella. Agitaba furiosamente la mano. Yanka comenzó a retroceder hacia el caballo. El tártaro había caído de rodillas. Tenía clavada la flecha en pleno estómago.

¿Qué era ese ruido? Le estaba susurrando algo, advirtió, presa de un violento temblor.

El tártaro se quedó allí, con las manos cerradas en torno a la flecha, tirando de ella. Luego vio que se le demudaba la cara. Después se desplomó de lado. Entonces, con una fuerza tremenda, como un mudo restallido de miedo en una pesadilla, irrumpió en su conciencia un pensamiento: ¿qué iba a hacer?

Miró en torno a sí y advirtió, aterrorizada, que se acercaba alguien por el camino. «Que me maten solo a mí y no a mi familia», rezó mientras aguardaba, temblorosa, a que llegaran.

Era Purgas. Se hizo cargo de la situación al primer golpe de vista y luego la observó con asombro.

Ella señaló hacia el tártaro y Purgas fue a examinarlo.

—Aún no está muerto —dictaminó con calma.

Después se desabrochó el cinturón y lo estranguló con él.

Por espacio de unos segundos, Mengu, ahora llamado Pedro, vio la ondulante hierba de la estepa y hasta creyó percibir su olor.

—¿No nos habías dicho que no matáramos a los tártaros? —ironizó Purgas—. ¿Lo conocías?

Yanka asintió con la cabeza.

—¿Fue el que…?

Sabía que un tártaro había matado a su madre, pero ella casi había olvidado que le había contado que un tártaro la había violado cuando era pequeña. Se refiriera a lo que se refiriese, ella asintió.

—No podemos dejarlo aquí —observó Purgas.

—Nos matarán —musitó ella.

—No creo. Los recaudadores de impuestos se han ido. Por eso iba a Russka. Nadie tiene por qué saberlo. —Meditó un instante—. Habrá que matar al caballo —dijo con pesar—. Eso sí que es una lástima —añadió, lanzando una mirada de desagrado hacia el cadáver del hombre.

Yanka nunca sintió tanta admiración por la pericia de su marido como aquel día.

Parecía saber exactamente lo que tenía que hacer y lo llevaba a cabo con una rapidez asombrosa.

En primer lugar, cargó al tártaro a lomos del espléndido caballo. Después, hablándole con dulzura al animal para apaciguarlo, lo llevó al corazón de los pantanos. Allí, en un lugar solitario y apartado, cavó una fosa. Luego, sosteniendo con firmeza las riendas para mantener la cabeza del caballo sobre la fosa, le cortó de un tajo la tráquea. Con un violento sobresalto, el animal intentó soltarse, pero enseguida cayó de rodillas. Una vez que hubo vertido por completo su sangre en la fosa, Purgas le cortó también la garganta al tártaro y desangró su cuerpo.

Unas horas más tarde, había troceado con destreza al jinete y su montura en piezas manejables que comenzó a quemar en una hoguera. Quemó asimismo todos los efectos personales del tártaro, salvo la capa y el lazo.

A mediodía, quedaba tan solo un montón de huesos calcinados, la cabeza del tártaro, que por alguna razón no se había quemado, y otro montón de cenizas que metió en la fosa al tiempo que la rellenaba. Cuando acabó, esparció hojas y ramaje por el suelo, de tal forma que, si localizaban aquel lugar, no adivinarían nunca que alguien había cavado allí.

—Ahora necesitamos un árbol —le dijo a Yanka—. Cerca de aquí hay uno que nos servirá.

La condujo hasta un gran roble, unos doscientos metros más allá, y señaló un agujero que tenía en la parte alta del tronco.

—Antes ahí había una colmena —dijo—. La encontré el año pasado. Ahora está vacía, pero abajo hay un hueco profundo que queda oculto a la vista. Ayúdame a traer los huesos.

En varios viajes, con ayuda de la gruesa capa trasegaron los huesos hasta el pie del árbol.

—Ahora dame el lazo —pidió Purgas.

Al cabo de un momento se encontraba en la copa, junto al agujero. Le indicó a su mujer que utilizara el lazo para atar la capa, que sirvió, como antes, para trasladar los huesos, esta vez hasta la oquedad del árbol. En cuestión de media hora, habían acabado.

A continuación quemó la capa y el lazo, y esparció las cenizas.

—Los tártaros buscarán en el río y en el suelo —pronosticó—, pero no se les ocurrirá mirar en lo alto de los árboles.

—Pero ¿y la cabeza? —preguntó Yanka, señalando la cara sin oreja que reposaba a su lado con la mirada perdida.

—Tengo previsto otro destino para ella —respondió Purgas con una sonrisa.

Pasaron dos semanas antes de que Miléi el boyardo regresara de Russka a Múrom. A su llegada, encontró alterada la ciudad. Se habían producido numerosas negativas a pagar los impuestos en los pueblos y varios de los recaudadores musulmanes habían sufrido agresiones. Las autoridades tártaras estaban furiosas y se temían represalias. Corría el rumor de que el gran duque Alejandro Nevski se disponía a partir para solicitar clemencia al Kan. La situación era alarmante.

Para colmo, Pedro, el baskak, había desaparecido.

El mismo día del regreso de Miléi, un oficial fue a preguntarle cuándo lo había visto por última vez.

—Se puso en camino con intención de venir directamente a Múrom —aseguró el boyardo.

Entonces se inició una minuciosa investigación. Se realizaron indagaciones e interrogatorios en todas las localidades situadas entre Russka y Múrom. Dado que Russka fue el último lugar donde lo vieron, se realizaron batidas y se rastreó el río, pero no encontraron nada. Hacia finales de otoño, las sospechas se decantaron hacia un pueblo próximo al Oká donde se habían producido disturbios, pero no se halló prueba alguna de que Pedro hubiera estado allí. Parecía que hubiera desaparecido de la faz de la Tierra.

El cuarto día después de su regreso, Miléi dijo la mayor mentira de toda su vida.

Había estado pensando en ello desde que llegó a Múrom. Presentía que, tarde o temprano, podían recaer sobre él las sospechas por la muerte del tártaro. De todos modos, como podía demostrar que había pasado inocentemente el tiempo en el pueblo, reunió la osadía necesaria para correr un riesgo.

No pudo resistirlo.

De modo que, cuando el hijo de Pedro fue a verlo y le preguntó con toda educación si su padre le había comprado la tierra para el monasterio, Miléi respondió con una negativa.

—No. No le gustó el sitio. Una pena —se lamentó, posando una afable mirada en el joven—. Me hubiera agradado poder ofrecerle ese terreno.

—¿Así que no le entregó ningún dinero?

—Nada —aseguró Miléi.

No podían demostrar nada. Si localizaban algún día el cadáver del tártaro, lo normal era que no encontraran nada de dinero con él. Además, gracias a aquel increíble golpe de suerte, no había peligro de que nadie encontrara escritura de propiedad alguna.

El hijo de Pedro se fue. Aparte de llamarle mentiroso, poco más hubiera podido hacer.

A la semana siguiente, utilizando el dinero de una ostensible venta de tierras realizada cerca de Múrom, Miléi le compró al gran príncipe el resto de chernoziom contiguo a Russka.

La fortuna le sonreía como nunca.

1263

Qué extraños, qué imprevisibles son los designios de Dios.

En la primavera del año siguiente, antes del deshielo, Miléi el boyardo fue a su finca de Russka.

Al mirar hacia fuera desde la puerta de su casa, lo primero que vio fue la rica tierra del otro lado del río. Ahora eran suyas todas aquellas hectáreas que se extendían desde allí hasta varios kilómetros más allá del Lugar Sucio por el norte.

Había acudido en fechas tan tempranas al pueblo porque tenía grandes proyectos que supondrían una mejora para él.

Había comprado varios esclavos a los recaudadores de tributos musulmanes. Cierto era que algunos de ellos habían sido reducidos a la esclavitud de forma ilegal por no haber pagado suficientes impuestos, pero era improbable que alguien se preocupara por tal cosa allí. Además, eran buenos eslavos, campesinos competentes, que era lo que había necesitado siempre.

Tenía prevista su llegada a Russka para comienzos de verano.

También llegarían colonos, a quienes iba a arrendar parte de los nuevos terrenos. Había conseguido encontrar a tres familias que, arruinadas por las nuevas cargas de impuestos, habían aceptado con gusto trasladarse a otras tierras con condiciones más livianas.

—Bien mirado, los tártaros han sido beneficiosos para mí —susurró, sonriendo.

El primer domingo de abril comenzó a fundirse la nieve. Todos los días, el sol lucía con fuerza en un claro cielo azul. Pronto aparecieron grandes franjas de cieno gris, surcadas por pardos arroyuelos que iban dejando al desnudo la tierra. En el río, en las zonas donde perdía grosor el hielo, se veían manchas marrones y verdes. El miércoles de aquella semana, desde la puerta de su casa vio unas pequeñas protuberancias de fértil tierra que asomaban entre la nieve, en la orilla oriental del río.

Entonces, al trasponer el umbral, Miléi el boyardo tuvo una extraordinaria sensación. Fue como si le hubieran asestado una puñalada en el corazón.

Se detuvo, llevándose la mano al pecho. No podía ser que le fallara el corazón. No era tan viejo aún. Aspiró con fuerza, pero no sintió dolor, y tampoco le costaba respirar. Se miró las manos por si se le habían amoratado las puntas de los dedos y no advirtió ninguna alteración en ellas.

Salió a paso lento, arrebujado en su abrigo de pieles pese a la calidez del sol. No ocurrió nada más. Después de dar una vuelta por el pueblo, fue a ver al administrador. Como este se disponía a cruzar el río, Miléi decidió acompañarlo. Fueron en una piragua y desembarcaron en un pequeño muelle.

Entonces sucedió algo todavía más extraño. Al llegar a la orilla oriental, Miléi comenzó a sentir como si le ardieran los pies. Dio un par de pasos más y profirió un grito de dolor.

—¿Qué ocurre, señor? —se interesó, con cara de asombro, el viejo administrador.

—Mis pies… —repuso, horrorizado, Miléi—. En cuanto he pisado la tierra aquí… ¿No te duelen a ti?

—No, señor.

Intentó dar otro paso, pero un dolor horrible se lo impidió.

—Volvamos —murmuró. El perplejo administrador tuvo que llevarlo a la orilla occidental.

El boyardo regresó a su casa, sumido en el desconcierto. Una vez allí, se examinó los pies y no advirtió nada anómalo.

Ese mismo día, cuando al volver a salir dirigió la mirada al río, sintió de nuevo un dolor tan agudo en el pecho que las piernas le fallaron y tuvo que aferrarse al quicio de la puerta para no caer.

Al día siguiente le sucedió lo mismo. Y al otro también. No podía cruzar el umbral de su casa ni poner los pies en la otra orilla del río.

Entonces creyó comprender la razón.

—Es ese condenado tártaro —murmuró—. Ha vuelto para atormentarme.

De hecho, se acercaba más a la verdad de lo que imaginaba.

Jamás hubiera sospechado que una noche sin luna del otoño anterior, justo después de su regreso a Múrom, Purgas se había dirigido a hurtadillas a su casa vacía y, con consumada destreza, había levantado el umbral de la puerta exterior y había enterrado debajo, a más de medio metro de profundidad, la cabeza de Pedro el tártaro.

Ni siquiera Yanka supo nunca que su marido había hecho tal cosa.

Cuando hubo concluido, si alguien hubiera podido atisbar la cara del mordvano en la oscuridad, habría visto una expresión de satisfacción casi diabólica en ella.

—Si la encuentran algún día —susurró—, te acusarán de asesinato a ti, boyardo, amante de mi mujer.

Lo había adivinado desde el principio. Ahora, él y el boyardo estaban en paz.

Pese a la absoluta ignorancia de Miléi con respecto a la presencia de la cabeza de Pedro, sus dolores se acentuaron cada vez más. A duras penas podía soportar el trance de salir de casa. «Podría trasladarme a la vivienda del administrador de momento», pensó. Pero ¿qué explicación daría? «Diré que las hormigas o los ratones han invadido la mía.» No le parecía, con todo, una excusa suficiente. Además, ¿qué placer le reportaba estar allí cuando no podía siquiera poner los pies en sus mejores tierras? «Tendré que marcharme de Russka», resolvió.

A la mañana siguiente, mandó que le llevaran el caballo y, mientras montaba, comunicó su decisión al administrador.

—Volveré en verano.

No se había alejado mucho del pueblo, sin embargo, cuando su montura se encabritó de improviso y lo lanzó contra el suelo. Cayó sobre unas raíces y, por un instante, creyó que se había roto una pierna. Su asombro fue aún mayor cuando, al mirar hacia la izquierda, el caballo profirió un empavorecido relincho y salió desbocado en dirección contraria.

Se quedó observando el lugar que tanto había asustado al animal, y allí, entre los árboles, lo vio. Era un magnífico corcel, un semental de talla fuera de lo común, gris, con la crin negra y una raya negra en el lomo. Se acercó a él pero el corcel siguió galopando sin detenerse detrás de su montura. Lo extraño era que sus cascos no hacían ningún ruido al tocar el suelo.

Miléi se levantó despacio y, tras santiguarse, se encaminó cojeando al pueblo. Ahora lo comprendía todo.

En cuanto llegó, llamó a su casa al sorprendido administrador y también al párroco de la pequeña iglesia.

—He decidido —les informó— realizar un gran desembolso para gloria de Dios. Voy a fundar un monasterio en mis antiguos terrenos del otro lado del río.

—¿Qué os ha llevado a tomar tal providencia? —preguntó el sacerdote, que no había considerado a Miléi capaz de una acción tan desinteresada.

—He tenido una visión —replicó el boyardo con aspereza, aunque con sinceridad.

—Alabado sea el Señor —exclamó el anciano.

Qué extraños eran, en efecto, los designios de Dios, comentó.

Miléi asintió, y luego se acercó, abstraído, a la puerta de su casa para mirar la tierra a la que acababa de renunciar.

Volvió al cabo de un momento, sonriendo con alivio, y sin pérdida de tiempo llevó al sacerdote al otro lado del río para enseñarle el lugar.

Así se fundó, en el año 1263, el pequeño monasterio de Russka.

Fue dedicado a san Pedro y a san Pablo.

Ese año, tuvo lugar otro suceso destacado.

Con objeto de solicitar clemencia al kan tártaro en relación con las rebeliones suscitadas en Rusia por la práctica de recaudación de impuestos, el gran príncipe Alejandro Nevski había emprendido viaje a través de la estepa para visitar la Horda.

—No se encuentra bien —le contó a Miléi un boyardo llegado de Vladímir—. Si los tártaros no lo matan, puede que el viaje acabe con él.

—Espero que no —replicó Miléi—. Ha realizado una política acertada, aunque el pueblo no haya sabido valorarla.

—Tendrá quien la continúe —afirmó el otro noble—. De todas formas, le afligía tener que partir en este momento. Su hijo menor tiene solo tres años, y quería estar a su lado hasta verlo crecido.

—Ah, sí. Se llama Daniel, ¿verdad? —El nombre era lo único que sabía Miléi de aquel niño—. ¿Qué herencia le tendrán destinada?

—Dicen —explicó el boyardo de Vladímir— que Alejandro ha dejado instrucciones a su familia para que le den Moscú cuando sea mayor.

—¡Moscú! ¡Esa ciudad miserable!

—No es gran cosa —convino el otro—, aunque no está mal situada.

Moscú. Miléi sacudió la cabeza. Ni aun en el supuesto de que aquel príncipe poseyera excepcionales dotes, podía imaginar que llegara a sacarles algún provecho en una población tan insignificante como aquella.