El duelo

1802

En el despejado cielo de septiembre flotaba un pálido sol, mientras, de cuando en cuando, sobre la inacabable llanura discurrían unas pequeñas nubes blancas.

Al surcar el azul del cielo, adoptaban muy variadas formas. Una parecía un pez con la boca abierta; otra recordaba un caballo montado por un jinete; la de más allá evocaba a la bruja Baba Yaga.

Venían del este, en plácida procesión. Habían pasado por encima de la antigua ciudad fronteriza de Nizhni Nóvgorod, donde confluyen las aguas del impetuoso Volga con las del manso Oká, y habían entrado en el enorme semicírculo de la R que configuran los ríos rusos en el corazón continental. Se dirigían al oeste, hacia Moscú, dejando atrás las antiguas ciudades rusas: Riazán, Múrom, Súzdal y la majestuosa Vladímir. Algunas de ellas pasaban también sobre la pequeña cinta refulgente que atravesaba el bosque para aflorar en la localidad de Russka y el pueblecito que había más allá.

Qué insignificantes se veían aquellas poblaciones desde arriba, con sus sencillas casas de madera, la mayor encaramada en la orilla elevada, frente al pequeño monasterio de paredes blancas. Qué calma había allí. ¿Llegaría hasta las pasajeras nubes el sonido de las campanas del monasterio, surgido de entre la bóveda de árboles? Sin duda no. Tan solo el quedo silbido de la brisa rompía el silencio del cielo. ¿Qué les importaban a aquellas nubes las vidas, los amores y los avatares de los hombres? Ellas provenían de los vastos espacios del este, donde el orden natural de las cosas es, como el cielo infinito, inescrutable, inasequible a la pobre comprensión humana.

¿Podía haber algo más insignificante que el tema del que hablaban esa tarde los dos campesinos? Hablaban de cintas de seda.

Se encontraban de pie junto al río. Detrás de ellos se extendía la aldea propiedad de Alexánder Bobrov. El lugar se había beneficiado de algunas mejoras en los últimos tiempos. Había una pasarela para cruzar el río y pavimentos de tablones en los lugares donde se acumulaba más el fango. Las cabañas tenían casi todas una sola planta, pero estaban bien cuidadas. Un par de ellas, sin abandonar la disposición de la tradicional izba campesina, contaban además con un piso superior y postigos con profusas volutas que eran prueba de la buena situación de sus habitantes.

Los dos hombres eran primos segundos. Al igual que quince familias más del pueblo, eran descendientes de la niña Mariuska, única superviviente del terrible incendio de la iglesia que tuvo lugar durante el reinado de Pedro el Grande y que había regresado mucho después a la aldea. La casualidad había querido que a ambos los bautizaran con el nombre de Iván.

Sin embargo, los parecidos entre ambos acababan ahí. Iván Suvorin era un gigante. Podría decirse que en él se habían reproducido, milagrosamente intactos, los genes del padre de Mariuska, que en un tiempo recibió el sobrenombre del Buey. Superaba en un palmo como mínimo la estatura de todos los del pueblo. Tenía unos brazos tan musculosos que había quien aseguraba que era capaz de levantar un caballo a pulso. Cortaba un árbol en la mitad de tiempo que los demás. La poblada barba negra no llegaba a disimular las toscas facciones ni la gran e informe prominencia de su nariz.

Su primo, en cambio, era de estatura media. Ancho de espaldas, tenía el pelo castaño y ondulado, y los ojos de color azul claro. Cuando quería, cantaba muy bien. Era un hombre afable, aunque tendía a caer en estados melancólicos que desembocaban en súbitos arrebatos de rabia o de llanto. Estos episodios remitían, sin embargo, con la misma rapidez con que se habían iniciado y raras veces hacía daño a alguien.

Se llamaba Iván Románov.

Le gustaba que su apellido fuera el mismo que el de la casa real, aunque, de hecho, no se trataba de una distinción fuera de lo común. El nombre que había elegido la dinastía imperial en el siglo XVI se contaba entre los quince más habituales en Rusia y significaba, simplemente, «hijo de Román». Aun así, Iván Románov estaba muy ufano con la coincidencia.

Los dos hombres eran siervos supeditados a Alexánder Bobrov. Como antes, la semejanza se quedaba en eso, pues mientras Románov trabajaba la tierra y tallaba madera para ganar algo de dinero que le permitiera pagar el obrok al amo, Suvorin había sido más emprendedor. Con un solo telar instalado en la izba de la familia, había comenzado a tejer telas que vendía en el pequeño mercado de Russka. No hacía mucho había descubierto, no obstante, que podía conseguir mejores precios en la antigua ciudad de Vladímir, situada a una jornada de camino.

Ahora quería hacer cintas de seda. En ese preciso momento, le estaba preguntando a su primo Románov si quería asociarse con él.

Junto a ellos había un niño de diez años, hijo de Suvorin. Se llamaba Savva y era, hasta donde permitía la naturaleza, una réplica en pequeño de su padre. Observando a los dos Suvorin, Románov admitió para sus adentros que tenían algo que le producía inquietud. ¿Serían sus penetrantes ojos negros? Habría dicho que era astucia, si no hubiera estado convencido de la total honestidad de Suvorin. Quizá fueran solo personas calculadoras. De todos modos había algo más, algo de orgullo implacable; sí, eso era, de inflexibilidad, como si pregonaran: «Tenemos una elevada estatura, no solo física, sino espiritual». Siempre que los veía, se acordaba del refrán favorito de su madre: «La hierba que más crece es la primera que se corta».

—Esas cintas de seda dan buenos beneficios. Podría ser un buen negocio para todos si quisieras sumarte a él —decía Suvorin.

Románov aún estaba indeciso. No le vendría mal el dinero. Miraba con aire pensativo al padre y al hijo, cuando, de repente, tomó conciencia de un hecho insólito.

Era el niño, Savva. Tenía diez años y, sin embargo, Iván Románov no lo había visto sonreír nunca.

—No —contestó—. Creo que seguiré con la talla de la madera.

—Allá tú —repuso Suvorin.

Luego se separaron, sin enojo, aunque con el acuerdo tácito de que, una vez rechazada la oferta, no se volvería a plantear.

En ese momento, Románov no le dio mayor importancia.

Ese mismo día, Alexánder Bobrov volvía a ser padre. Más o menos.

Experimentaba emociones contradictorias mientras sostenía al niño entre sus manos, inspeccionándolo. Un recién nacido tenía que representar algo maravilloso, sagrado. Miró a Tatiana, que había soportado muchos desvelos por él durante tantos años, y le sonrió con afecto.

—Es un niño —señaló.

Por desgracia, no era suyo.

Se había quedado estupefacto al enterarse de que, a finales del año anterior, 1801, Tatiana le había sido infiel. Curiosamente, el hecho se había producido cuando en su vida se había abierto un nuevo espacio para la esperanza.

Los cinco años previos habían sido desalentadores. Aun cuando había puesto fin a su cautiverio, el zar Pablo no había demostrado interés por contar con los servicios del anterior consejero de Estado, lo cual lo había condenado a permanecer, con un sentimiento de inutilidad, en la propiedad que su esposa había dirigido con tanta eficiencia sin él. De alguna manera, no obstante, se alegraba de no residir en San Petersburgo, pues las rarezas del zar pronto habían degenerado en un comportamiento malsano y, luego, en franco desequilibrio. Cuando un grupo de patrióticos oficiales lo asesinaron en 1801 y pusieron a su hijo en el trono, toda Rusia suspiró aliviada.

Bobrov también había recibido con entusiasmo el relevo. El joven zar Alejandro era el nieto a quien había educado la propia Catalina, autócrata de todos los rusos y a la vez hijo de la Ilustración. Joven, bien parecido, encantador: la antítesis de su pesimista y maniático padre. El Ángel, lo llamaban algunos. La familia Bobrov había decidido pasar el invierno en Moscú ese año. En el mes de noviembre, animado por una repentina energía, Bobrov dejó a Tatiana y a los niños en Moscú y se fue a San Petersburgo solo. Con la esperanza de conseguir algún empleo, estuvo dos meses llamando a diferentes puertas de la capital. Con varias promesas que le procuraban esperanzas, pero nada definitivo, en enero regresó a Moscú.

Mientras tanto, un deslumbrante capitán de húsares había encontrado sola a Tatiana y la había cautivado antes de trasladarse con su regimiento a Ucrania. Se trataba de un joven ingenioso y divertido que ya contaba en su haber con unas cuantas conquistas de esa clase. Él tenía veinticinco años; Tatiana, treinta y uno.

El joven oficial había sido discreto, al menos eso había que reconocerlo. En realidad, Alexánder no tuvo la certidumbre de que se hubiera producido aquella infidelidad hasta que comenzaron a manifestarse en Tatiana, por primavera, los indicios inequívocos de embarazo. No sabía cómo debía reaccionar. Se planteó retar a duelo al ofensor, pero luego se enteró de que había muerto en una escaramuza. Durante una semana fantaseó incluso con desprenderse de ese hijo bastardo entregándolo a una familia de siervos de sus propiedades. ¡Le estaría bien empleado a Tatiana! En el fondo sabía, no obstante, que no iba a hacerlo. «Después de todo —cavilaba con amargura—, el marido que deja a su esposa sola en Moscú durante dos meses es un idiota.» Y, además, no le interesaba montar un escándalo. De modo que no se habló más del asunto: el niño recibiría el mismo trato que si fuera suyo.

Ya había recompuesto su autoestima iniciando relaciones con una preciosa sierva que trabajaba en la casa. Con Tatiana se mostraba frío, aunque educado. Se decía a sí mismo que el niño era un accidente y que estaba por debajo de su dignidad el pensar demasiado en aquello.

Solo quedaba ponerle un nombre al recién nacido. La costumbre implicaba la decisión: al primogénito se le solía bautizar con el nombre del abuelo, y al resto, con el del santo cuya festividad coincidía con la fecha de su nacimiento.

—Ha tenido suerte —le comentó el sacerdote—. El día de su onomástica es el de San Sergio.

Le correspondía llamarse, pues, Serguéi. Ya tenía nombre completo: Serguéi Alexándrovich, dado que él era a efectos legales su padre. No sonaba mal.

—Serguéi —repitió Tatiana, sonriendo. Luego, mirando al niño, lo llamó utilizando el diminutivo de Serguéi—. Seriozha, ven con tu madre.

—Ni que decir tiene —anunció, imperturbable, Alexánder— que no heredará nada mío. A mi muerte, recibirás la parte que te corresponde de viudedad. Puedes dejarle algo de eso. Por el momento, yo me haré cargo de su educación.

Tatiana inclinó la cabeza. No volvieron a tocar más el tema.

De este modo, Serguéi Alexándrovich vino al mundo.

Seis meses más tarde, Alexánder reanudó sus relaciones con su esposa. En 1803 tuvieron una hija, a la que llamaron Olga.

Marzo de 1812

Aquella fue una época tumultuosa, un periodo de guerra y paz. ¿Quién habría sospechado que del fuego de la Revolución francesa —la llama de la libertad, la igualdad y la fraternidad— surgiría aquel asombroso conquistador que hacía temblar a medio mundo? Napoleón: héroe para algunos y ogro para otros. ¿Ambicionaba, como Julio César o el mismo Gengis Kan, llegar a dominar el mundo? Probablemente. Aun cuando el ilustrado zar Alejandro —el Ángel, como aún lo llamaban— había procurado mantener a Rusia al margen de los horrores de las guerras que se libraban en Europa, a comienzos de la primavera de 1812 todo indicaba que Napoleón y su formidable ejército se preparaban para invadirlos por el oeste.

Toda Rusia estaba sobrecogida. La Iglesia ortodoxa declaró que Napoleón era el anticristo. El zar dirigió un llamamiento al país para que empuñara las armas. Y si entre la nobleza había quienes consideraban que la era dorada de Alejandro no había respondido a sus promesas, que las esperadas reformas habían sido escasas y de corto alcance, todo quedó olvidado de improviso, mientras en los salones del imperio se cerraban filas en torno al Ángel.

Era un gélido y nublado día de comienzos de primavera en que la nieve aún permanecía acartonada en el suelo. Los Bobrov aguardaban, anhelantes, recibir alguna noticia en su casa de campo.

Se trataba de una residencia típica de su especie: un estrecho edificio de madera de dos pisos, de unos veinticinco metros de largo. Las paredes estaban pintadas de verde y las ventanas de blanco. En el centro había un pretencioso pórtico de estilo clásico, con cuatro columnas de madera, que servía de espacioso porche. En los extremos se hallaban las dos alas de una sola planta, añadidas por Tatiana, que albergaban dos habitaciones cada una. Desde la casa, próxima a la cumbre de una ladera boscosa, los árboles tapaban el pueblo, pero había una agradable vista del río. En la parte posterior se habían añadido algunos edificios auxiliares. Hacia la izquierda había una cabaña medio hundida en el suelo: era la caseta del hielo, donde, en invierno, se guardaban témpanos del río que se mantenían durante los meses de verano. A la derecha estaba la dependencia para el baño, otra caseta construida con grandes troncos sin tratar. Por el apacible aspecto que ofrecía el conjunto, habría podido deducirse que había estado siempre allí. La verdad era, sin embargo, que no había nada en aquel paraje antes de que lo construyera el padre de Alexánder y que representaba un profundo cambio en la vida de la familia y del pueblo.

La noción de casa de campo todavía era nueva en Rusia. Había ejemplos de las casas solariegas de campo y los castillos, tan normales en Inglaterra o Francia, como mucho en Polonia, pero en la vieja Moscovia eran algo completamente desconocido. En cuanto a la villa campestre renacentista, con su aspiración a un ocio cultivado, habría sido algo impensable. Hasta el siglo XVIII, cuando los Bobrov visitaban sus propiedades, se alojaban siempre en viviendas incluidas dentro del recinto amurallado de Russka. Aun cuando los nobles muy pobres se vieran reducidos a vivir en un pueblo, en una casa casi indistinguible de las de los campesinos, solo tras el reinado de Pedro el Grande los propietarios comenzaron a adoptar el mismo tipo de residencia que los terratenientes europeos.

En general, sus casas de campo eran sencillas. En tanto que los gobernantes rusos y sus favoritos poseían palacios susceptibles de rivalizar con los de Alemania o Francia, las viviendas de gente como los Bobrov habrían parecido rudimentarias a cualquier aristócrata inglés. De hecho, su tipo de construcción y tamaño las hacía más semejantes a las de los propietarios de tierras de las recién independizadas colonias de Norteamérica.

Solo un detalle había enturbiado la tranquilidad de los Bobrov… Era el nombre de su pueblo: Lugar Sucio. Mientras vivieron en Russka no les importó, pero, cuando se instalaron en la propiedad, Alexánder consideró absurda y ofensiva tal denominación. Estuvo considerando diversos nombres antes de decidirse por uno derivado de la misma raíz que su apellido: Bobrovo. Bobrovo pasó a ser, pues, la designación oficial del pueblo y las tierras, si bien algunos campesinos viejos seguían hablando del Lugar Sucio.

Ese día había un clima de expectación en la casa. En la zona de Moscú, se habían creado a toda prisa nuevos regimientos. La tarde anterior, Bobrov había recibido una carta personal del gobernador militar de Vladímir en la que le pedía que proporcionara más siervos para engrosar el ejército. Los campesinos del pueblo habían echado a suertes esa misma mañana quiénes serían los nuevos reclutas. Pronto le informarían del resultado.

Su segundo hijo, Alexéi, aunque solo tenía diecinueve años, ya se había enrolado como oficial de infantería. Cada vez que se acercaba alguien a la casa, Tatiana se precipitaba a la puerta con la esperanza de que trajeran una carta suya. El patriotismo y el nerviosismo parecían impregnar el aire.

Entre todos aquellos preparativos se atisbaba, con todo, un gran problema que no hacía presagiar nada bueno en opinión de Alexánder Bobrov.

—No me inspiran tanto miedo las tropas napoleónicas —le confió a Tatiana— como nuestra propia gente. —Se refería a los siervos.

Cuando se relata la historia de la gran invasión napoleónica de Rusia, a menudo se pasa por alto que, en los meses previos, eran muchos los terratenientes rusos que temían más la posibilidad de una revolución interna que la irrupción del invasor. No les faltaban motivos para ello. El emperador de los franceses había proclamado por toda Europa que no hacía más que liberar al pueblo de sus dirigentes en nombre de la Revolución. Para muchos era un héroe. De hecho, de entre los componentes de la inmensa fuerza que le acompañaría en la ofensiva contra Rusia en 1812 —la legendaria Grande Armée—, más de la mitad no eran franceses. Y de todos aquellos contingentes europeos, ninguno luchaba con mayor empeño que los provenientes de los vecinos territorios polacos —anexionados por Austria y Prusia a raíz del reparto de la infortunada Polonia—, a quienes Napoleón había, en efecto, liberado. No era de extrañar, pues, que las élites rusas temieran que los polacos, a quienes tenían ellos subyugados, y sus oprimidos siervos rusos se sublevaran en sintonía con ese ejército liberador.

—Conseguiremos lo que no logró Pugachev: una auténtica revolución —había vaticinado con pesimismo Bobrov.

Si el mundo exterior estaba plagado de peligros, en el salón de casa de los Bobrov se desarrollaba, no obstante, una apacible escena doméstica. Había varios muebles de rígido estilo inglés, dos retratos de antepasados y algunos sombríos paisajes de factura clásica, traídos todos de San Petersburgo. La impresión general era, con todo, de acogedor desorden.

Alexánder y Tatiana estaban sentados en sendos sillones. Él vestía una vieja chaqueta inglesa de color azul, corbata y medias de seda; ella, un largo vestido rosa de talle alto y un chal que le envolvía los hombros. En las manos sostenía una tela que estaba bordando. Cerca del fuego, leía un libro el mayor de sus hijos vivos, Ilia, de veintidós años, que tenía la misma cara redondeada y el mismo pelo rubio que su madre. En opinión de Alexánder, debería estar luchando en el frente, como su hermano, pero quizá porque le faltó tan poco para perderlo en el trance de su nacimiento, en el año 1789, Tatiana lo había mantenido siempre en casa con el argumento de que estaba delicado. «A mí no me parece que esté delicado —protestaba Alexánder—. Yo lo veo gordo y holgazán.» Aunque consideraba que era una lástima haber dejado que Tatiana consintiera al chico, ya que este era inteligente, Alexánder no sabía ya cómo remediarlo.

Luego estaba el pequeño Serguéi, de diez años. Alexánder se habría sorprendido de haber sabido que se le iluminaba la cara con una sonrisa siempre que lo miraba. Era un chiquillo vivaracho, de cabello negro, risueños ojos castaños —los otros hijos de Bobrov los tenían azules— y muy alegre. Estaba sentado al lado de la ventana, con su inseparable hermana Olga, entreteniéndola con un dibujo.

Finalmente, junto a los niños, había una fornida campesina de poco más de cuarenta años. Era la niñera, Arina. Unos minutos antes les había contado a los niños uno de los cuentos de su abundantísimo repertorio, al que Alexánder había prestado oído distraídamente, maravillado como de costumbre por la riqueza de la tradición folclórica eslava.

La niñera tenía en el regazo a una niña de un año, una sobrina huérfana a la que le habían permitido llevar a vivir a su casa los Bobrov y a la que había puesto su mismo nombre: Arina.

Sobre la mesa del centro de la habitación, completaban la agradable escena unos pirozhki de arroz y huevos en una cesta de mimbre, una bandeja de medias lunas de canela y otra con una tarta de manzana. En una taza había un poco de jarabe de frambuesa, con el que Tatiana solía aromatizarse el té, y rodajas de limón para los demás. Para Alexánder había también una botella con ron. En una mesa auxiliar estaba el elemento más importante de todos: el samovar.

Se trataba de una pieza espléndida, de plata, motivo de orgullo para Alexánder, que lo había comprado en Moscú. Tenía una altura aproximada de medio metro y forma de urna griega. Calentada con carbón, el agua del samovar hervía de continuo, y de vez en cuando la misma Tatiana iba a llenar la tetera bajo su grifo.

En ese desapacible día, pues, la familia aguardaba plácidamente noticias del mundo exterior.

Fue el pequeño Serguéi el que, al mirar hacia la ventana, se levantó de repente y avisó:

—Mira, papá. Viene gente.

Había varias cosas que sorprendían de Iván y Savva Suvorin. La primera era que, a los veinte años, Savva ya era igual de alto que su padre, de modo que para entonces había dos gigantes en el pueblo. La segunda era que, a diferencia de la gran mayoría de los campesinos, que calzaban zapatillas de fieltro o de fibra de corteza, los Suvorin se protegían los pies con botas de cuero, un distintivo de personas adineradas. La tercera era que ambos llevaban un enorme sombrero: el del padre tenía una forma similar a una cebolla y el del hijo era alto y redondeado, con ala ancha —parecido al sombrero característico de los antiguos puritanos ingleses—, de modo que cuando caminaban juntos recordaban una alta iglesia de madera con su campanario.

Ambos vestían gruesos abrigos negros. Del cinturón del padre colgaba una bolsa de monedas. No pretendía disimular que tenía dinero. Lo que sí mantenía oculto, sin embargo, era otra bolsa con la misma cantidad de monedas que el hijo llevaba cosida en el interior de la ropa.

—Sabe Dios si las necesitaremos —comentó Iván—. No hay forma de prever por dónde va a salir ese lobo insaciable.

El rico siervo se refería a su amo, Bobrov, a quien iba a ver, y el dinero era para salvar la vida de su hijo.

—Levanta ese ánimo, Savva —añadió—. Has salido elegido en el sorteo, sí. Ha sido cosa del destino, pero yo puedo salvarte. Puede que salga caro, pero más vale ser siervo que estar muerto, ¿no?

El hijo no respondió.

Savva no sonreía casi nunca porque no veía razón para ello. Pese a que solo tenía veinte años, en su cara de cuadrada mandíbula se percibía que sobre aquel tema, como sobre casi todo, se había formado una opinión hacía mucho. Con su pelo negro, su prominente nariz y sus ojos negros de mirada atenta, era ya tan formidable como su padre. Solía apretar los labios, formando una línea que evocaba un reto mudo, y en su manera firme y decidida de caminar se adivinaba que, fuera adonde fuera, lo hacía porque le importaba bien poco el lugar de donde provenía.

El último tramo del trayecto, la cuesta, lo cubrieron en silencio.

Alexánder Bobrov apenas podía dar crédito a lo que había ocurrido. El destino había decidido, por una vez, ponerse de su lado. Observando a los dos Suvorin, que permanecían de pie ante él en su despacho, tuvo que reprimir una sonrisa.

Aquello solo podía representar una cosa: dinero. Únicamente quedaba por establecer cuánto.

Bobrov no era un hombre codicioso. Aunque había abrigado sueños de riqueza, siempre había mantenido una actitud más bien despreciativa hacia el afán de acumular dinero por acumularlo. El tiempo, el fracaso y los hijos que debía mantener le habían dejado, sin embargo, su marca, y podía decirse que entonces era esporádicamente codicioso.

—Así que tu hijo no quiere ser soldado, ¿eh, Suvorin? —comentó en tono afable—. Ya sabes que luego serías libre —agregó, dirigiéndose a Savva.

Desde los tiempos de Pedro el Grande, en que una proporción fija de todas las almas de Rusia estaban obligadas a prestar servicio militar, era norma que los siervos elegidos —normalmente, como en el caso de Bobrovo, por sorteo— obtuvieran la libertad cuando se licenciaran. Pero ¿de qué servía esta, cabía preguntarse, cuando los veinticinco años de servicio equivalían las más de las veces a una sentencia de muerte? Se sabía de algunos hombres que se habían mutilado para librarse de acabar así.

Y ahora la suerte le había dado la espalda al joven Savva, y Alexánder Bobrov no podía creer que le sonriera a él. La cuestión era que, aun perteneciendo a los Bobrov, los Suvorin tenían dinero. En los últimos diez años habían prosperado mucho. Aparte de la gran cantidad de cintas de seda que producían, controlaban a toda una red de siervos que les llevaban las telas al mercado de Vladímir a cambio de una parte de los beneficios. Suvorin tenía una docena de telares trabajando para él y cada vez ampliaba más el negocio.

Todo ello complacía a Alexánder Bobrov, pues, como bien se decía, hiciera lo que hiciese, Suvorin seguía siendo de su propiedad.

Aquel siervo, que contaba con cierta fortuna, le resultaba rentable por una sencilla razón: mientras que los siervos de su finca de Riazán todavía le pagaban con tres días de trabajo o barshina, obligaba a todos los de Bobrovo a pagarle un obrok en metálico, y era el propietario quien fijaba, según le placía, la cantidad de dinero del obrok. A lo largo de los tres años anteriores le había subido dos veces el obrok a Suvorin, que, aunque había refunfuñado, había acabado pagando.

—Sabe Dios lo que todavía me estará ocultando —se había lamentado Alexánder.

Ahora era la ocasión de averiguarlo.

Solo podía haber un motivo para su visita. Bobrov lo sabía muy bien y pretendía saborear el momento a fondo.

—Y bien —inquirió con ligereza, entornando los ojos al tiempo que se arrellanaba en el sillón—, ¿qué se os ofrece?

Tal como preveía, Suvorin efectuó una reverencia y anunció:

—He venido a comprar un siervo, Alexánder Prokófievich.

Entonces Alexánder Bobrov esbozó una sonrisa, pues no le faltaban siervos que vender.

Había sido un proceso de siglos, pero a comienzos del XIX la posición legal del campesinado ruso había llegado por fin a su punto más bajo. Tanto si eran propiedad de un señor como si estaban adscritos a terrenos de la Corona, tanto si eran acaudalados como si padecían hambre, todos los campesinos eran virtualmente esclavos. Los siervos no tenían apenas ningún derecho. Bobrov conocía a un terrateniente que exigía pasar la noche con todas las siervas el día de su boda. Había oído el caso de una anciana que había mandado dos siervos a Siberia porque olvidaron inclinarse ante su carruaje cuando pasaba cerca de ellos. El propietario era patrono, juez y ejecutor. De hecho, hasta el único derecho que no tenía —condenar a muerte a un siervo— se soslayaba sin problema azotando al infractor hasta que moría, con lo cual siempre se podía alegar que había sido un accidente.

Los siervos podían comprarse y venderse como ganado. Una muchacha hermosa o un hombre con unas habilidades especiales podían alcanzar un muy buen precio. Un caso muy conocido era el de un magnate que había vendido una orquesta completa de siervos por una fortuna.

Era una injusticia, por supuesto. Era una monstruosidad. En sus tiempos de radical, en los salones del San Petersburgo de Catalina la Grande, Alexánder así lo habría reconocido. Por aquel entonces, era de todos sabido que el propio zar consideraba repugnante la práctica de la servidumbre.

«Pero no puede cambiarlo todavía. La pequeña nobleza no se lo permitiría», afirmaba acertadamente Alexánder.

«Y, mientras tanto, yo debo velar por la familia», añadía para sí. Al menos en la propiedad de Bobrovo, los siervos recibían raras veces azotes y no se mataba nunca a ninguno.

En aquel terrible comercio de almas, no había probablemente una práctica más común que la venta de hombres para el ejército. No eran los propietarios de tierras los que actuaban de compradores entonces, sino otros siervos, pues a los oficiales encargados de los reclutas les tenía sin cuidado la identidad de estos, siempre y cuando dispusieran de un cuerpo destinado a servir de carne de cañón. Los siervos ricos como Suvorin no permitían, por lo tanto, que sus hijos fueran a la guerra. Para ello tenían que comprarle al amo otro individuo que fuera en su lugar.

Allí los tenía, pues, aunque faltaba determinar la cantidad. Bobrov se tomó su tiempo para meditar, mientras hacía esperar a los Suvorin.

Fue una pura casualidad que en ese momento Tatiana entrara en la habitación, acompañada por el pequeño Serguéi. La esposa del amo había administrado la propiedad el tiempo suficiente como para adivinar qué había llevado a los Suvorin a la casa. Siempre había sentido cierta simpatía por los dos. Quizá se debiera a su ascendencia báltica, pero lo cierto era que le gustaba su carácter formal y emprendedor. Entonces dirigió una mirada interrogativa a su marido. Serguéi, por su parte, les mostró una alegre sonrisa, como hacía con todo el mundo.

Su aparición influyó en que Bobrov cambiara el precio que tenía pensado, tal vez porque, de repente, evocó la humillación del nacimiento de Serguéi, o porque su sensación de fracaso se intensificaba al recordar la eficiencia con que su mujer había dirigido la finca durante su estancia en la cárcel. Fuera cual fuese la causa concreta, en lugar de los quinientos rublos que en principio iba a pedir, exigió un precio de mil rublos.

Los dos siervos se quedaron sin habla. Aquella vez había dado en el clavo; lo veía en sus caras. Se trataba de una cantidad escandalosa, desde luego. El precio más alto que pedían por sustitutos de reclutas incluso los propietarios más codiciosos no solía pasar de los seiscientos rublos. Se sabía, con todo, de casos de amos que reclamaban sumas aún más elevadas si creían que el comprador podía pagarla.

—Claro que —agregó con frialdad— también podría decidir enviar a Savva de todos modos. —Era cierto, podía hacerlo.

Se quedó observando a los dos siervos, que intercambiaron una mirada.

Habían traído ochocientos rublos. Para añadir los doscientos que faltaban, deberían desenterrar los que tenían escondidos debajo de los tablones de su cabaña. Después, no les quedaría ni un céntimo.

—Podría traer esa suma mañana, Alexánder Prokófievich —dijo en tono sombrío Suvorin.

—Perfecto. Daré instrucciones para que uno de los siervos de Riazán ocupe el lugar de Savva.

Alexánder se contenía para no dejar aflorar una sonrisa de triunfo. No era fácil administrar la propiedad mejor que su infiel esposa, pero había descubierto que una buena manera era exprimir a los siervos con más medios. Ese día le había arrancado un buen pellizco a Suvorin, era innegable. Estaba tan ufano de ello que apenas miró al joven Savva.

Savva observaba a los Bobrov. Tatiana no le inspiraba antipatía. Era una persona justa y práctica, y por su expresión distante deducía que no tenía nada que ver con aquello. Por los demás, sin embargo, padre e hijos por igual, sentía odio y desprecio. Los habría admirado, aunque lo oprimieran, si fueran fuertes, pero sabía que no lo eran. Lanzó una breve mirada a Serguéi. Tenía algo diferente. Con sus ojos vivarachos, miraba a Savva con aire divertido: ¿estaría burlándose de él aquel niño?

El joven campesino sabía algo del pasado. Su abuela le había contado que, en tiempos de Pedro el Grande, había sobrevivido al incendio de la iglesia que los mismos aldeanos habían provocado y que más tarde había vuelto al pueblo. «Nosotros llevamos tanto tiempo aquí como los Bobrov», solía decir. Pero no sabía más que eso. Ignoraba hasta la existencia de aquellos otros antepasados suyos a los que estafó otro Bobrov un día de San Jorge, durante el reinado de Iván el Terrible. No había oído hablar jamás de Pedro el Tártaro, que fue enterrado con el cuerpo separado de la cabeza. Todo aquello había quedado engullido por el pozo del olvido hacía tiempo.

Savva sí sabía, en cambio, que aquellos Bobrov eran sus enemigos: se lo decían las entrañas. Y entonces tomó una decisión simple e irrevocable. Se libraría de ellos. Quizá tardaría muchos años y necesitaría fuerza y astucia, pero aquellas cualidades no le eran extrañas. Y, asimismo, era una persona paciente.

Amo contra siervo: tal vez sería un duelo a muerte.

Octubre de 1812

Bajo el sombrío cielo de color gris azulado se extendía la masa oscura de los bosques. Primero habían llegado los refugiados y luego las tropas. A unos y a otros los había seguido un silencio absoluto, como el que se percibe después de un disparo cuando, una vez que se ha apagado su eco, uno continúa con el oído atento, y entonces el silencio se le antoja más profundo porque no oye nada.

Los rusos habían luchado; habían defendido la tierra de sus padres; los siervos habían permanecido leales. ¿Y no era natural que lucharan cuando tenían ante sí no solo a los franceses, sino también a sus tradicionales enemigos desde los tiempos de Alejandro Nevski e Iván el Terrible, los germanos de Prusia y los polacos?

Primero llegaron noticias de la gran batalla de Borodinó, que, pese a su importancia, no había decidido aún el desenlace de la guerra. Poco después se enteraron de que Napoleón había entrado en Moscú, y luego, del incendio de la ciudad.

Desde una distancia de más de cincuenta kilómetros a la redonda podía verse la inmensa columna de fuego y de humo que ascendía hacia el cielo de septiembre, para anunciar que ardía Moscú y que al poderoso conquistador se le había escamoteado su trofeo. De todos modos, el emperador de los franceses permanecía al acecho en la ciudad carbonizada y no se sabía qué haría a continuación.

Russka no había permanecido inactiva del todo. Por allí habían pasado tropas, de camino hacia la gran curva del río Oká, donde se preparaba el ejército ruso para seguir al enemigo. Unos días antes había desfilado un regimiento de infantería entero, con sus chaquetas verdes y sus polainas blancas. Otro día vieron varios escuadrones de caballería.

Una mañana de octubre de ese mismo periodo, Serguéi y su hermana Olga se encontraban en la habitación de juegos con la niñera Arina y la sobrina de esta.

Todos los días llegaban nuevas noticias y rumores. Napoleón seguía instalado en la quemada y solitaria ciudad de Moscú. ¿Intentaría atacar San Petersburgo, cuyos accesos fortificaba entonces el zar? ¿Trataría de retroceder hasta Smolensk? En tal caso toparía con el grueso del ejército ruso, que lo esperaba con el veterano y desabrido general Kutuzov al frente. También cabía la posibilidad, por supuesto, de que decidiera pasar el invierno en Moscú.

Qué emocionante era todo. Serguéi estaba tan exaltado y tan ansioso por ver a Kutuzov, o aunque fuera a los franceses al menos, que Alexánder le había comentado con una carcajada:

—¡No te darás por satisfecho hasta que Napoleón en persona visite Russka!

—Si viene, lucharemos todos, ¿verdad? —se había apresurado a preguntar.

Él resistiría, codo con codo con su padre, aseguró, y protegería a su madre y su hermana hasta el final.

—Apuesto a que sí, Seriozha —contestó en tono afectuoso Alexánder Bobrov mientras le alborotaba el pelo, riendo.

Los días anteriores, sin embargo, habían sido muy calmados. No había pasado ningún soldado y en Russka reinaba el silencio habitual.

Serguéi era un niño apasionado. No solo quería a su familia, sino que estaba enamorado de ella. Con cuarenta y dos años, su madre había adquirido una madura belleza clásica, germánica. No se parecía en nada a las otras mujeres que había visto él y, por alguna maravillosa razón que no alcanzaba a comprender, parecía tratarlo con una ternura especial que lo llenaba de un secreto orgullo. El severo Alexéi, que ahora estaba en la guerra, era alto y moreno como su padre. A veces, cuando mostraba su faceta fría y altiva, a Serguéi le daba un poco de miedo. Aunque quizá tenía derecho a ello, concedía. Era un oficial, un héroe.

En cuanto a su padre, Serguéi siempre había considerado que reunía todos los atributos que debía poseer un noble. Con el uniforme, presentaba una espléndida estampa, igual que Alexéi, y a la vez era instruido, como Ilia. En ocasiones era severo, pero otras veces era muy afable. Había sufrido varios años de prisión por sus creencias. Y, por encima de todo, tenía la más deseable de las cualidades a los ojos del chiquillo: era un hombre de mundo. Qué suerte tenía de tener un padre así.

Aquellos eran sus héroes. Quedaba, por otra parte, su compañera de juegos, la niña de largo pelo castaño y chispeantes ojos: la pequeña Olga. La llamaba pequeña porque era un año menor y despertaba una actitud protectora en él. Muchas veces era, no obstante, como una prolongación de sí mismo. Los dos sabían siempre qué estaba pensando el otro.

Qué afortunado era por formar parte de aquella familia.

Serguéi y Olga estaban sentados al lado de Arina. Como de costumbre, esta les había contado un cuento. ¡Qué placentero era ver su reluciente y redondeada cara! Se le estaba poniendo el pelo gris y aquel verano se le había caído un diente, pero seguía siendo la misma. «Lo que se dice guapa, nunca lo fui», reconocía alegremente. Los dos niños solían intentar adivinar cuántos años tenía o provocarla para que se lo dijera. Ella, sin embargo, les daba siempre idéntica respuesta: «Soy igual de vieja que mi lengua y un poco más que mis dientes». Quizá ni ella misma sabía los años que tenía.

Estaba a punto de comenzar otro cuento cuando, de repente, abajo se produjo ruido y luego oyeron gritar a su madre:

—¡Alexéi!

Qué apuesto se le veía. Qué espléndida imagen ofrecía con su abrigo forrado de piel, su moreno y austero rostro y sus profundos ojos azules, como la de un guerrero de otros tiempos, un bogatyr de la época de los antiguos rus. Serguéi no cabía en sí de contento por ver a su héroe.

Alexéi incluso le había sonreído.

—Eh —lo llamó—, toma, una bala francesa —le ofreció, lo cual le provocó un franco asombro—. Por poco no me dio.

Serguéi la aceptó con alborozo.

—¿Viste a Napoleón? —preguntó.

—Sí —respondió Alexéi—. Está casi igual de gordo que Ilia.

Cuando todos estuvieron reunidos en torno a la mesa del comedor, el joven desgranó las noticias. Después de la batalla de Borodinó, les explicó con orgullo, el viejo general Kutuzov lo había elogiado en persona. Desde la toma de Moscú, lo habían seleccionado para participar en ataques sorpresa contra los franceses. Y ahora venía la noticia más sensacional de todas.

—Napoleón abandona Moscú. Los franceses se van a casa. Pero ya es demasiado tarde. A los franceses les quedan pocos víveres y creen que pueden llegar a toda prisa a la frontera antes de que lleguen las nieves. Pues mira, Seriozha —dijo, sonriéndole a Serguéi—, se olvidan de algo. —Hizo una breve pausa—. Del barro ruso. Se van a quedar atascados. Nuestros cosacos destruirán a todos los destacamentos que manden a buscar comida. Después el invierno los atrapará mucho antes de que lleguen siquiera a Smolensk.

—¿Y volverá a haber enfrentamientos? —preguntó, preocupada, Tatiana.

—Sí, seguramente. Pero, si se produce otra gran batalla como la de Borodinó, esta vez aplastaremos a Napoleón.

Alexéi tuvo que marcharse enseguida. No pudo quedarse ni a pasar la noche. La familia vio a Alexánder Bobrov abrazar a su valiente hijo antes de darle la bendición. Después, cuando se hubo ido, como sucede siempre tras la despedida de un soldado, todos se preguntaron si volverían a verlo.

Caía ya el día cuando el joven Serguéi se acercó a su padre, que contemplaba solo desde la galería los últimos rayos de sol. Alexánder no lo vio.

—Un verdadero Bobrov —murmuraba para sí, con lágrimas en los ojos—. Un verdadero Bobrov.

Por primera vez, Serguéi contempló la posibilidad de que su padre quisiera más a Alexéi que a él, y acto seguido se planteó qué podía hacer para ser digno de aquel amor tan especial.

Habían transcurrido tres semanas. Habían caído las primeras nevadas y el castigado ejército napoleónico había quedado reducido ya a una oscura masa que avanzaba titubeante, dejando un rastro de cadáveres igual que un caracol deja un reguero de baba, cuando los Bobrov recibieron otra inesperada visita, muy diferente de la anterior.

Era el joven Savva Suvorin.

Alexánder Bobrov había llegado a la conclusión de que no le gustaban los Suvorin. Quizá se sentía algo culpable por la manera en que los había tratado a raíz de la petición de un recluta sustituto. De todos modos, en su reserva percibía una actitud turbia y calculadora que le causaba desasosiego. El instinto le decía que ni lo temían ni lo respetaban. No tenía buena disposición a ayudarlos, aunque su esposa se reía y no desaprovechaba ocasión para recordarle que eran su mejor fuente de ingresos.

Y ahora tenía delante a aquel serio siervo de veinte años, que con su extraño aplomo característico le formulaba una petición de lo más insólito.

—Querría pedirle, señor, un salvoconducto para ir a Moscú.

Como siervo, Savva no podía viajar a ningún sitio sin un salvoconducto de su propietario. Necesitaba un documento para ir incluso a Vladímir. Aunque no parecía un asunto de gran importancia, Bobrov lo observó con suspicacia.

—¿Para qué diablos quieres ir, si la ciudad ha quedado arrasada por el fuego?

Savva se permitió un esbozo de sonrisa.

—Precisamente por eso, señor. Si algo va a necesitar la gente allí, será ropa con que resguardarse del frío. En estos momentos nos pagarían bien por nuestros paños.

Bobrov soltó un desdeñoso bufido.

Qué mezquino. En medio de aquella gran gesta patriótica, aquel individuo solo pensaba en su beneficio.

—Eso es aprovecharse de la guerra.

—Es puro comercio, señor —replicó el siervo sin inmutarse.

—Pues no lo pienso tolerar —le espetó Alexánder—. Es antipatriótico —añadió, para dejar zanjada la cuestión.

Luego despidió al siervo con un leve gesto de la mano.

¿Por qué, se había preguntado un sinfín de veces más adelante, había decidido Tatiana inmiscuirse aquella noche en ese trivial asunto? Quizá se debiera a alguna corazonada o simplemente a que sentía pena por Savva, pero, en cuanto le refirió lo ocurrido, se puso a rogarle que se replanteara la decisión. Hasta que al final él cedió y firmó el salvoconducto. Después de todo, no le parecía algo muy importante.

1817

El joven Serguéi Bobrov había concebido un osado plan, con el que, no obstante, confiaba salir bien parado si se ajustaba al tiempo estipulado. Dos amigos responderían sobre su paradero y un tercero contestaría en su nombre cuando pasaran lista. Sobornando a uno de los criados, había conseguido disponer de caballos para todas las fases del viaje de ida y de vuelta.

En la elitista escuela de la residencia de verano del zar, Zarskoie Selo, próxima a San Petersburgo, se imponía una estricta disciplina. Contigua al gran palacio azul y blanco de Catalina, sus alumnos tenían acceso a la biblioteca del propio zar, cuya familia asistía a los servicios de la capilla desde una galería privada. Alexánder Bobrov tuvo que mover más de un resorte para que el joven Serguéi ingresara en aquel centro.

No sería fácil llevar a buen término aquel viaje clandestino. Era el mes de abril y la nieve se fundía por todas partes. Los caminos eran puros lodazales. Y si lo descubrían… Sacó de debajo de la cama la caja donde guardaba sus papeles personales. Dentro estaba la carta para sus padres que había empezado la tarde anterior y la misiva de su hermanita, que le había llegado por canales extraoficiales tres días antes. Escrita con su letra grande, algo infantil, era concisa y directa.

Querido Seriozha:

Soy muy desgraciada.

Tengo muchas ganas de verte.

OLGA

Al releerla, esbozó una sonrisa. La vida en el prestigioso colegio Smolni para señoritas podía resultar bastante opresiva. No le extrañaba lo más mínimo que su vivaracha hermana lo pasara mal durante su primer año de estancia allí. A pesar de los riesgos, cuando recibió la carta se había hecho tan solo una pregunta: ¿qué haría Pushkin? Pushkin, su héroe, habría ido a verla.

Serguéi Bobrov era feliz en Zarskoie Selo. Era inteligente, tenía una mente rápida y no le faltaba talento. Redactaba bien y era el mejor de su clase componiendo versos en ruso y en francés. «Lástima que no pueda ser igual de bueno que Pushkin», suspiraba. Pushkin, el precoz poeta y caricaturista. Pushkin, con su mata de pelo rizado, sus ojos claros y brillantes, su atrevido humor. Se metía continuamente en apuros, a veces por asuntos de faldas. Aquel era su último año en la escuela, y aunque algunos de los maestros lo consideraban un mero enredador, entre sus compañeros era toda una celebridad.

Pushkin había reparado en la existencia de Serguéi gracias al interés que ambos tenían por los cuentos populares rusos. La niñera de este, Arina, le había enseñado casi todo lo que sabía en ese terreno: el cuento del fabuloso pájaro de fuego, el del héroe Ilia de Múrom —«¡Tendrías que ver a mi gordo hermano Ilia para compararlo con el de la leyenda!», comentaba él riendo— y muchísimos más… El propio Pushkin se quedó impresionado con su bagaje: «Conserva siempre esos cuentos en la memoria, mi joven versificador —le decía—. En ellos reside el verdadero espíritu ruso, el genio de Rusia».

La inspiración de Pushkin también le había servido, sin embargo, para buscarse serias complicaciones. Todo había empezado con una caricatura —escandalosa y despreocupada a la vez— que Pushkin había dibujado después de la derrota definitiva de Napoleón. En ella aparecía el angélico zar Alejandro regresando vencedor del oeste, pero tan gordo que había que ensanchar a toda prisa los arcos de triunfo para que pudiera pasar. Unos meses después, Serguéi siguió el ejemplo de su héroe, aunque tomando como objetivo al nuevo ministro de Educación, un personaje extremadamente piadoso, miembro de la noble familia Golitsín. En su dibujo, el ministro aparecía efectuando una minuciosa inspección personal de las muchachas del colegio Smolni, a fin de despejar dudas sobre su moralidad. La caricatura era tan provocadora que, a pesar del escaso aprecio que inspiraba en el profesorado aquel autoritario ministro, Serguéi recibió la solemne advertencia de que la próxima vez que causara problemas sería expulsado del centro.

Pese a los riesgos en que incurría ahora, Serguéi sabía lo que debía hacer. «No pasará nada —se decía a sí mismo—. Y, de todas maneras, no voy a dejar a Olga en la estacada.»

Todavía no había amanecido cuando Serguéi abandonó la escuela. Un kilómetro más allá, montó en el caballo que le tenía preparado un criado y emprendió viaje a San Petersburgo. El camino estaba solitario. De vez en cuando pasaba entre largas y oscuras hileras de árboles que parecían dispuestos a juntarse y asfixiarlo. Luego el paisaje se abría, haciendo visibles unos desolados yermos de tonos pardos, atravesados por franjas grisáceas de nieve aún por fundir. En más de una ocasión, aguzó temeroso el oído creyendo que iba a escuchar el aullido de un lobo. El gélido y húmedo aire le producía escozor en la cara.

Aun así, se sentía feliz. El día antes le había enviado un mensaje a Olga, indicándole dónde debía reunirse con él, y ya la veía en su imaginación, diciéndole con su blanca carita: «Sabía que vendrías». Aquello le servía de abrigo interior. Qué suerte la suya de tener una hermana tan bonita. Qué contento estaba de ser un Bobrov.

¡Y qué afortunado era por ser ruso y vivir en aquella época! Nunca el mundo se había presentado tan apasionante como entonces. La gran amenaza napoleónica había tocado a su fin en 1815, en la batalla de Waterloo. Los ingleses habían exiliado al agresor de Europa en la distante isla de Santa Helena, de la cual era imposible escapar. Rusia, entre tanto, había cobrado una fortaleza que no tenía parangón en toda su historia. Por el sureste, en las montañas del Cáucaso, se había incorporado por fin al Imperio ruso el antiguo reino de Georgia. Por el norte, el zar había anexionado Finlandia, que había permanecido largo tiempo bajo el control de Suecia. En el remoto oriente, más allá del mar, Rusia poseía Alaska y había establecido, además, un fuerte en California. La más preciada joya de todas era, sin embargo, la parte que se había adjudicado a Rusia en el gran congreso de Viena, donde las potencias habían trazado el nuevo mapa posnapoleónico de Europa: la casi totalidad de su vieja rival, Polonia, incluida su hermosa capital, Varsovia.

No obstante, el principal motivo de entusiasmo para el joven Serguéi era la nueva posición que ocupaba Rusia en el mundo. Ya no era el bárbaro reino asiático aislado del mundo occidental. Había dejado de ser la atrasada alumna de aventureros holandeses y alemanes, ingleses y franceses. El zar de Rusia había llevado la voz cantante en el congreso, donde había proclamado la misión especial de su país ante el mundo.

—Pongamos punto final a esas terribles guerras y sangrientas revoluciones —invitó el zar a los Gobiernos de Europa—. Las potencias europeas deben unirse en el seno de una nueva hermandad universal, basada tan solo en la caridad cristiana.

De ahí surgió la célebre Santa Alianza, un documento asombroso en todos los sentidos. Rusia llegó a proponer incluso la creación de un ejército europeo común —la primera fuerza de pacificación internacional—, destinado al mantenimiento del orden universal.

Tan ambiciosas ideas habían existido antes, en los periodos del Imperio de Roma y de la primacía medieval de la Iglesia, pero la Santa Alianza, con su lenguaje místico, era un producto genuinamente ruso. Y cuando los hipócritas diplomáticos occidentales la firmaron con una cínica sonrisa y los pragmáticos británicos se negaron incluso a comprometer su firma, todos los rusos supieron que Occidente estaba corrupto. Simple, directa, afectuosa, ferviente: la Santa Alianza era un exponente de lo mejor de Rusia. No era de extrañar, pues, que el estudiante Serguéi Bobrov estuviera rebosante de entusiasmo.

Desde la casa de postas donde cambió el caballo, se divisaba ya la ciudad de San Petersburgo bajo un cielo de color platino, y cuando entró en ella se había definido ya una mañana de cruda y brillante luminosidad.

El colegio religioso Smolni quedaba unos cinco kilómetros al este del palacio de Invierno, en el extremo del ensanchamiento formado por el Nevá en la curva que trazaba hacia el sur. Como iba bien de tiempo, Serguéi imprimió un placentero paso a su montura mientras recorría los muelles de granito rosa, junto a la gran estatua del Jinete de Bronce, el antiguo edificio del Almirantazgo y el palacio. Aunque todavía contenía astilleros, la sede del Almirantazgo estaba siendo remodelada en un austero estilo neoclásico, y en lo alto le habían puesto una larga aguja dorada para que sirviera de contrapeso simétrico al afilado pináculo de la catedral de San Pedro y San Pablo, situada enfrente, al otro lado de las aguas. Serguéi exhaló un suspiro de satisfacción. Qué maravilloso era estar en San Petersburgo.

Había, asimismo, otro motivo para su regocijo: en la norteña ciudad de San Petersburgo, en el mes de abril se iniciaba el deshielo. Si bien habían retirado de sus grises calles buena parte de la nieve y el fango, en el centro quedaba aún la gran laguna blanca del helado Nevá, que comenzaba a quebrarse. Los caminos que la atravesaban ya habían sido desmantelados. Pronto, antes de que empezaran a moverse los témpanos, quitarían también los pontones. Ese día se advertían grandes fisuras en la superficie del Nevá y, de vez en cuando, sonaba un fuerte chasquido, como un pistoletazo, que anunciaba una nueva resquebrajadura. Qué apasionante era sentir en aquella mañana, húmeda y glacial, el aire en la cara y saber que allí, en las frías inmensidades norteñas, a su indómita manera, se renovaba también la vida. El joven corazón de Serguéi bailaba de alborozo en su pecho.

La exultante danza proseguía aún cuando llegó a los altos muros del colegio Smolni.

En su mensaje le había indicado a Olga el lugar y la hora exactos de la cita. El propio Pushkin le había informado de la existencia del ventanuco, situado a unos tres metros y medio del suelo, por donde podría entrar sin ser visto. Tras dejar el caballo en una posada, Serguéi se apostó discretamente debajo. Esperó una hora. Luego, por fin, se abrió la ventana.

Disponían de dos horas antes de que notaran la ausencia de Olga. Sentados muy juntos en la pequeña habitación encalada, él le rodeaba los hombros con el brazo y ella apoyaba de vez en cuando la cabeza en su pecho mientras conversaban en voz baja.

Serguéi sentía una gran ternura por ella. De todos los Bobrov, ella era la que más se parecía a Alexéi. Aunque de constitución delgada, no había asomo alguno de debilidad en sus largas piernas y brazos, o en sus manos de afilados dedos. Tenía las facciones con leves reminiscencias turcas como las de su hermano, nariz larga y aquilina, y boca cuyas comisuras se curvaban con cierta ironía, pero mientras que en el semblante de Alexéi se percibía un atisbo de crueldad, en ella había solo refinamiento. Sus ojos, de un intenso azul, que en ocasiones observaban con algo de desconcierto el mundo y que, de repente, adquirían un brillo alborozado, expresaban un agradecimiento infinito entonces, mirándolo.

No estaba contenta allí, y no era de extrañar. El colegio Smolni proporcionaba un nivel de educación extraordinario. Aparte de la habilidad para los bordados, la danza y la cocina que en principio se esperaba que aprendieran todas las señoritas, en aquel centro les enseñaban idiomas, geografía, matemáticas y física. Se trataba, de hecho, de una educación progresista que causaba asombro incluso en los visitantes de América. La disciplina era, sin embargo, muy dura.

—Cantamos salmos antes de todas las comidas —le contó con tristeza Olga. Y luego, sacudiendo la cabeza, concluyó—: Es una cárcel.

Desde el otoño hasta el final de la primavera, cuando terminaba el curso escolar, las muchachas del Smolni permanecían virtualmente encerradas en el recinto del colegio.

—Las odio a todas, hasta a las otras chicas —musitó.

Comprendiendo que su mayor mal era la soledad, Serguéi la mantuvo abrazada, con la larga melena castaña derramada sobre su brazo, y la dejó hablar durante una hora hasta que, poco a poco, recuperó el buen humor y comenzó incluso a reír. Entonces, con la cabeza acurrucada en su hombro, murmuró:

—Ya no te voy a aburrir más con mi vida, Seriozha. Habla tú ahora. Cuéntame cosas del mundo.

Saber que ella lo admiraba le hacía sentirse orgulloso… Con la multitud de ideas que bullían en su cabeza, no tardó en enzarzarse en una apasionada exposición de las esperanzas que tenía depositadas en el futuro.

—El zar creará una nueva Rusia —le dijo—. Se va a acabar la servidumbre. Habrá una nueva constitución. No hay más que fijarse en lo que ha hecho ya en los estados del Báltico y en Polonia. Esa es la tendencia que hay que seguir.

En efecto, el zar Alejandro había asombrado a todos aboliendo la servidumbre en los territorios del Báltico y concediendo al recién anexionado reino de Polonia una constitución muy liberal, sin apenas censura, con una asamblea electa y derecho de voto para un amplio sector de la población.

—Y eso es solo el comienzo —le aseguró Serguéi—. ¡Cuando la misma Rusia posea una nueva constitución, seremos como Inglaterra, o incluso Norteamérica!

Aquellas entusiastas expectativas no eran tan descabelladas como pudiera parecer de entrada. De hecho, el ilustrado zar Alejandro había pedido consejo a varios diplomáticos ingleses y al presidente Jefferson de Estados Unidos sobre la mejor manera de constituir un nuevo Gobierno. Unos años antes, su talentoso ministro Speranski había redactado una propuesta que contemplaba la separación de poderes, un parlamento electo —una Duma— e incluso la elección de los jueces. En aquellos momentos, un grupo de expertos había recibido el encargo de planificar la división de Rusia en doce provincias que gozarían de considerable autonomía. Había que tener en cuenta, no obstante, que el zar era una persona enigmática y nunca se podía estar seguro con él, pero también que aquello era Rusia, un país donde todos los cambios eran lentos y difíciles.

—¿Y qué papel vas a desempeñar tú, Seriozha, en esta fabulosa nueva Rusia? —le preguntó Olga.

Oh, aquello no tenía ni que pensarlo.

—Voy a ser un gran escritor —declaró, convencido.

—¿Como tu amigo Pushkin?

—Eso espero. ¿Te das cuenta —prosiguió con entusiasmo— de que hasta la época de Catalina la Grande la literatura rusa prácticamente no existía? Había solo un montón de rancios salmos y sermones en eslavónico eclesiástico que no había quien los entendiera. La gente como nosotros escribía poemas u obras de teatro en francés. Nadie escribió una obra digna de leerse en ruso actual hasta Lomonósov, cuando padre era joven, y el querido y viejo Derzhavin el poeta, que Dios guarde por muchos años. Así que, ya ves —exclamó alegremente—, nos toca a nosotros comenzar. Nadie puede decirnos qué debemos hacer. Deberías oír los poemas de Pushkin. Es extraordinario.

Olga sonrió. Le encantaba observar el fervor con que se expresaba su hermano.

—Tendrás que trabajar con ahínco, Seriozha —dijo, pensativa.

—Por supuesto —admitió él—. ¿Y qué vas a hacer tú cuando salgas de este convento carcelario? —inquirió medio en broma.

—Casarme, desde luego.

—¿Con quién?

—Con un apuesto oficial que escriba poesía en ruso.

Serguéi asintió en silencio, sorprendido por un repentino sentimiento de tristeza. «Ojalá fuera yo ese hombre», pensó.

No tardó en llegar el momento de marcharse.

La tarde tocaba a su fin cuando, cansado pero contento, Serguéi devolvió el caballo y recorrió a pie el último kilómetro de fango que quedaba hasta el colegio. Tras cerciorarse de que no había nadie en los alrededores, se introdujo en el edificio y se dirigió a sus habitaciones, donde estarían esperándolo sus amigos. Con suerte, nadie habría advertido su ausencia. Al abrir la puerta, dio un respingo de sorpresa.

Dentro había solo un hombre alto y delgado, vestido con uniforme y botas de montar, parado junto a la grisácea luz que entraba por la ventana y que entonces se volvió despacio hacia él.

—¡Alexéi! —El corazón le dio un vuelco, mientras lo inundaba una oleada de alegría—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Entonces su sonrisa se desvaneció de golpe.

—¿Dónde estabas? —La voz de Alexéi sonó fría y cortante como una cuchilla.

—En ningún sitio.

—¡Mentiroso! Han estado dos horas buscándote por toda la escuela.

—Lo siento —se disculpó, cabizbajo. Era lo único que podía decir.

—De nada sirve sentirlo ahora —contestó, con rabia contenida, Alexéi—. He venido a verte porque me han traído aquí mis obligaciones. Mientras esperaba, me he enterado de bastantes cosas acerca de ti. Has dibujado caricaturas del ministro y estás bajo amenaza de expulsión. Ya lo sabrás, supongo.

—Sí.

—Los he convencido para que no te expulsen. Tendrían que azotarte. Me he ofrecido a hacerlo yo mismo, por el honor de la familia. —Abrió una pausa, aguardando al parecer a que la última frase surtiera pleno efecto.

¿Qué fue lo que llevó en ese momento a Serguéi a decir algo que ni siquiera pensaba? ¿Fue la irritación por el tono recriminatorio de Alexéi, el temor por haberse visto descubierto, el miedo al castigo o quizás un repentino impulso de agredir porque el hermano al que amaba y adoraba parecía volverse contra él? Fuera cual fuera el motivo, replicó con violencia:

—¡Al Infierno el honor de la familia!

Alexéi se quedó horrorizado. Él no había ido a un colegio como aquel porque, en cuanto pudo, se había incorporado a su regimiento. El servicio al zar, el honor de la familia: ese era su bagaje. No alcanzaba a imaginar cómo era posible tanta deslealtad en aquel muchacho. ¿Fue aquello, acaso, lo que impulsó a Alexéi a cometer lo imperdonable? ¿Fue la discusión que había tenido el día antes con un superior, que le hacía temer por su carrera? ¿Fue la amante que lo había despachado con desprecio una semana antes? ¿Fue una vena de crueldad inherente en él, que esperaba una excusa para infligir dolor desde que, seis meses atrás, había oído por vez primera cierta información en Moscú? Fuera cual fuese la razón, cargó la voz de un glacial veneno para replicar:

—Puede que a ti te dé igual, pero para mí y para el resto de nosotros tiene una gran importancia. Haz el favor de recordar que, aunque no seas uno de nosotros, de todas maneras llevas nuestro apellido y esperamos que te comportes a la altura de él. ¿Has entendido?

—¿Qué has querido decir con eso de que no soy uno de vosotros?

—Quiero decir, pequeño intruso de ojos marrones, que, para vergüenza de nuestros padres, tú no eres un Bobrov. Pero, porque a nosotros sí nos importa el honor, te tratamos como si lo fueras. —Entonces, como si hablara de un breve resfriado que hubiese contraído, explicó—: En una época en que se sentía sola, nuestra madre cometió una indiscreción en Moscú. De eso hace mucho. No duró nada. Nadie lo sabe. Tú no eres de la familia, pero nosotros fingimos que sí, y puesto que te hemos prestado nuestro nombre, lo vas a llevar con honor. —Abrió una pausa, antes de advertir—: Si dices una palabra de esto a alguien, te mataré.

Después, tras haber destruido sin miramientos a su hermano, se fue.

Esa noche, Serguéi terminó la carta que iba dirigida a sus padres y, medio cegado por las lágrimas, escribió:

Estoy muy contento aquí en el colegio, queridos padres. Hoy he visto a Alexéi, que también está bien, y eso me ha dado una gran alegría.

Dadle recuerdos a Arina y a su sobrina.

Siempre había supuesto que su madre era perfecta y que sus padres le querían. Quizá, si no era un Bobrov, si era un accidente indeseado, poco importaba lo que hiciera con su vida.

Enero de 1822

Tatiana miró en torno a sí en la pequeña plaza del mercado. Por primera vez tras un mes de días grises, lucía una mañana despejada y la nieve brillaba alrededor de Russka. Savva, el siervo, se disponía a montar en su trineo. Volvía a Moscú. Qué elegante estaba con su nuevo abrigo. Se volvió y le dedicó una profunda reverencia.

Tatiana sonrió, pues compartía un secreto con él.

Pese a la tranquilidad reinante en Russka esa mañana, eran muchos los indicios que señalaban la mayor actividad del lugar. Las murallas que dominaban el alto terraplén lindante con el río seguían igual de firmes que en tiempos de Iván el Terrible, así como la imponente torre de vigilancia que proyectaba hacia el cielo su puntiagudo tejado, pero en el recinto delimitado por ellas había dos anchas calles flanqueadas de casas de madera a ambos lados del mercado, con las que convergían tres calles más. Detrás de la iglesia, había ahora una amplia avenida con árboles y tres elegantes casas de piedra de estilo clásico, propiedad de comerciantes. Al final de dicha avenida había un pequeño parque, más allá del cual habían reducido la altura de la antigua pared defensiva, frente a una pequeña explanada que ofrecía una agradable panorámica del río y los alrededores. Fuera de las murallas, en el lado opuesto al río, las cabañas desperdigadas se habían agrupado formando varios callejones que se disolvían en los campos, más o menos a medio kilómetro del pueblo. La población estaba aproximadamente en los dos mil habitantes. Russka no había alcanzado, pues, la condición de ciudad que le había otorgado Catalina, pero sí la de villa.

El querido Savva: cómo se había estrechado en los últimos cuatro años la relación que tenía con él. A veces se encontraba muy sola. Alexánder se había puesto enfermo y, a raíz de ello, se había vuelto bastante asocial. Serguéi estaba empleado en el Ministerio de Asuntos Exteriores y repartía su tiempo entre San Petersburgo y Moscú. Olga se había casado hacía poco con un apuesto oficial que tenía sus propiedades cerca de Smolensk y ya no vivía con ellos. A Alexéi, casado también, lo habían destinado al gran puerto de Odesa, junto al mar Negro. El mes anterior había tenido un hijo, al que le habían puesto Mijaíl, pero pasarían seguramente años antes de que Tatiana pudiera verlo. «Solo quedamos Ilia y yo», pensaba con tristeza. Y aunque Ilia estaba en casa, su plácida y voluminosa cabeza estaba encarada casi siempre a un libro y no se podía hablar con él de ninguna cuestión práctica.

Savva y su padre eran, en cambio, personas prácticas: eso era lo que le gustaba de ellos. Ahora dirigían dos pequeñas industrias en Russka, en cada una de las cuales trabajaban doce personas. En una se tejían paños de lana; en la otra, de lino. Los dos hombres eran tan organizados que todavía les quedaba tiempo para otros quehaceres. De hecho, el año anterior Tatiana había convencido a su marido para que dejara que Savva fuese a supervisar la propiedad de Riazán, y la consecuencia inmediata de su presencia fue un marcado aumento de sus ingresos. La dama se desplazaba a menudo a Russka para observar las actividades de los Suvorin y hablar con Savva de sus negocios.

Gracias a aquellas conversaciones había comenzado a tomar conciencia de un hecho destacado que la había llevado a concebir el proyecto que ahora tenía entre manos.

Aunque nadie lo habría adivinado viendo las casas de campo de la pequeña nobleza, Rusia estaba experimentando un lento cambio que tenía precisamente por escenario principal la región en la que ella vivía.

Rusia había tenido siempre varias fuentes de riqueza. Los yacimientos de sal y las pieles en los extensos y helados territorios del norte, que habían dado origen a las fortunas de los mercaderes de la antigua Nóvgorod; la magnífica tierra negra, el chernoziom, de la templada Ucrania; y desde la época de Iván el Terrible a ello se habían sumado poco a poco los minerales de los Urales y un comercio bastante limitado con los inmensos territorios yermos de Siberia que se prolongaban más allá.

Era, no obstante, allí, en el viejo corazón de Rusia circundante a Moscú, castigado con un clima terrible y la lacra de la pobreza del suelo, donde se estaban produciendo los mayores avances. Allí estaba surgiendo una incipiente industrialización. Géneros de piel, objetos de metal, iconos, telas, estampado de sedas importadas de Oriente y, más recientemente, la manufactura del algodón; se trataba de industrias ligeras que podían radicarse en cualquier pueblo. Además de eso estaban las tradicionales fundiciones de hierro de Tula y las grandes fábricas de armamento de Moscú. El mayor mercado de hierro, así como de muchos otros productos, se hallaba a tan solo unos días de camino por el este, donde confluían el Volga y el Oká en la antigua ciudad fronteriza de Nizhni Nóvgorod. Durante el reinado de Catalina la Grande, una emprendedora familia de comerciantes había montado incluso una fábrica de cristal en un pueblo situado a menos de treinta kilómetros de Russka. Y, sobre todo, la capital de la provincia, Vladímir, con una nueva ciudad industrial surgida en sus proximidades, Ivánovo, se estaba convirtiendo en importante centro de comercio en el sector textil.

En comparación con los progresos que se habían producido en Europa occidental, aquella reciente actividad industrial y textil no era gran cosa. No llegaban al cinco por ciento los rusos que vivían en las ciudades, mientras que en Francia el porcentaje era del veinte por ciento, y de más del treinta por ciento en Inglaterra. Se trataba, con todo, de un comienzo.

A Tatiana le resultaba cada vez más fascinante aquel proceso, a medida que lo comprendía mejor. Savva le comentaba a menudo: «¡Ay, Tatiana Ivánovna, lo que haría yo si tuviera más dinero para invertir!». Ella veía las enormes oportunidades que se abrían en aquel campo y, al no tener nada más en que ocupar sus energías, pasaba mucho tiempo pensando en ello.

«Si nuestros siervos pueden montar pequeñas manufacturas —le comentaba en tono provocativo a su esposo—, nosotros podríamos montar grandes empresas.»

Era una posibilidad totalmente razonable. Aun cuando buena parte de la pequeña nobleza desdeñaba aquel tipo de actividades mercantiles, no todos los aristócratas adoptaban la misma actitud. De hecho, algunos de los más destacados magnates eran propietarios de grandes empresas industriales en las que trabajaban sus siervos. Bobrov podría haber abierto una fábrica como la de cristal que había cerca del pueblo sin menoscabo de su prestigio.

Pero no estaba interesado.

—¿Y quién la dirigiría después de mi muerte? —preguntaba—. ¿Alexéi? Es un soldado. ¿Ilia? Sería incapaz. Vale más aumentar las fincas para ellos que comprometerse en proyectos arriesgados que no entendemos. Además —le recordaba—, es mucho más sencillo dejar que los siervos lo hagan todo. Así solo tenemos que quedarnos con sus beneficios como pagos en forma de obrok. —Y al ver que no la convencía, acababa señalando con recelo—: Lo que pasa es que tú eres alemana.

Desde mucho tiempo atrás, Tatiana había dado por sentado que conocía a Savva, pero hacía tan solo un año que había tomado plena conciencia de la pasión secreta que lo animaba. Lo averiguó un día en que estuvo haciéndole preguntas sobre su vida personal. Aparte de ser emprendedores, los dos Suvorin presentaban otro insólito rasgo común: no tenían mujer. El padre de Savva era viudo, y el mismo Savva, a sus treinta y tres años, seguía soltero, lo cual constituía una auténtica rareza. El sacerdote de Russka lo había sermoneado un montón de veces al respecto, y Bobrov había amenazado con obligarlo a casarse, pero él se había mostrado muy evasivo. En aquella ocasión, sin embargo, se sinceró con Tatiana.

—No me casaré hasta que sea libre. Antes ingresaría en un monasterio.

—¿Con quién te vas a casar? —le preguntó ella.

—Con la hija de un comerciante —respondió—. Pero ningún comerciante permitiría que su hija se casara con un siervo, porque entonces ella se convertiría en una sierva también.

De modo que era eso. Quería comprar su libertad. En más de una ocasión había tanteado a Bobrov sobre el tema, pero este no había querido tomarlo en serio.

—Pero todo amo tiene un precio —le dijo a Tatiana—. Y entonces…

Entonces ella sospechaba que haría grandes cosas.

De modo que Tatiana había fraguado un plan. Era muy simple, aunque algo inusual, y radicaba en el acuerdo al que había llegado con Savva.

Al principio a Alexánder Bobrov le desconcertaba el deseo de su esposa de que les vendiera la libertad a Savva y a su padre. «¿Y a ti qué más te da?», le preguntaba. No obstante, pasaban las semanas y los meses y ella seguía importunándolo:

—Deja que sean libres, Alexánder Prokófievich. ¿No dices que quieres ahorrar dinero? ¡Pues véndeles la libertad de una vez y quédate con los beneficios!

—A veces me parece que tienes más estima por esos siervos que por tu propia familia —replicaba él con sequedad.

Ella, de todos modos, había seguido insistiendo hasta que, tan solo una semana antes, Alexánder había cedido para que lo dejara tranquilo.

—Está bien. Pero, si quieren la libertad, tendrán que pagarme quince mil rublos, y no pienso bajar el precio. —Después de haberles estado sacando hasta el último céntimo durante tantos años, no creía que tuvieran posibilidad de reunir aquella suma.

Tatiana se limitó a sonreír.

El acuerdo al que había llegado con Savva era muy claro.

—Convenceré a Alexánder Prokófievich para que te venda la libertad, Savva, y también te prestaré el dinero que necesites, sin intereses. Un año después de conseguir la libertad, sea cuando sea, deberás devolverme exactamente el doble de lo que te haya dejado. ¿Te parece bien? —El siervo había expresado su conformidad con una reverencia—. Muy bien. Entonces déjalo de mi cuenta. Pero no se lo digas a nadie.

Era muy poco ortodoxo que una dama se involucrara de ese modo con un siervo —y más a espaldas de su marido—, pero el plan era muy sensato. Suvorin conseguiría la libertad; Bobrov conseguiría una cantidad sustancial de dinero que legar a sus hijos; y ella aumentaría con discreción los ahorros que estaba acumulando para Serguéi.

Aun siendo muy elevada la suma que Bobrov había exigido a cambio de la libertad de los Suvorin, ella tenía fe en el siervo. Quizá le llevara tiempo, pero acabaría reuniéndola.

Por lo pronto le había prestado ya mil rublos, y aquella luminosa mañana de enero había acudido a Russka con mil más.

—Llévalos a Moscú y utilízalos como es debido —le dijo.

Mientras veía a Savva subir al trineo y dedicarle otra reverencia, ignoraba que este tenía otro secreto que no le había revelado. Con lo que tenía entonces, a finales de ese mismo año se hallaría en condiciones de comprar su libertad.

El duelo entre amo y siervo estaba a punto de concluir.

Julio

Olga miraba con cariño a su marido. Habían pasado juntos todo aquel mes en la finca próxima a Smolensk y no creía haber experimentado una felicidad tan completa antes. Tenía una expresión tan radiante y tierna cuando se acercaba a él que hasta los siervos comentaban sonriendo: «Realmente hacen una buena pareja».

Entonces, con una carcajada, le pasó la carta de Serguéi.

Este le escribía con regularidad desde la época del colegio, y a menudo incluía algún poema o dibujo humorístico. Ella guardaba sus cartas y le agradaba releerlas cuando no tenía nada que hacer. Aquella era especial.

Mi querida Olga:

Como es seguro que tu marido te propina metódicas palizas según la vieja usanza, te mando estas noticias para levantarte el ánimo. He conocido a un grupo de jóvenes encantadores. Nos reunimos en los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores, en Moscú, y nos autodenominamos los Amantes de la Sabiduría. (Pues, como todas las mujeres, esta diosa necesita muchos amantes.) Leemos a los grandes filósofos alemanes, sobre todo a Hegel y a Schelling. Debatimos sobre el sentido de la vida y el genio de Rusia. Somos ardientes y bastante complacientes con nosotros mismos.

¿Sabías que el universo se halla en un estado de constante devenir? Pues así es. Cada idea tiene su contraria. Cuando se combinan, producen una nueva idea mejor, que a su vez halla su contraria, de modo que el proceso se reproduce, y de esta maravillosa manera el universo entero se va aproximando a la perfección. Con nuestra sociedad humana, aquí en la tierra, ocurre exactamente lo mismo. Todos nosotros somos ideas que evolucionan en el gran orden cósmico. ¿No es magnífico? ¿Sientes las grandes fuerzas cósmicas, mi pequeña Olga, o te pega demasiado tu marido para que puedas percibirlas? Yo las siento a veces. Veo un árbol y me digo: «Es el cosmos en evolución». Aunque eso solo me ocurre a veces. El otro día me di de bruces contra un árbol y no experimenté ninguna sensación cósmica. Quizá si me hubiera golpeado con más fuerza, a lo mejor…

Ahora tengo que dejarte. Mis amigos y yo vamos a seguir nuestro destino cósmico saliendo a tomar unas copas. Después buscaré el cosmos con cierta dama cuyo trato frecuento.

Antes de despedirme te contaré un detalle interesante. Nuestro estimado ministro de Educación recela tanto de la filosofía que no permite que haya en San Petersburgo una cátedra sobre dicha disciplina. Sé de un hombre que imparte discretas clases de filosofía en el Departamento de Botánica y de otro que la enseña desde su cátedra de agricultura. ¡Solo en nuestra amada Rusia podría considerarse la naturaleza del universo como una rama de la agricultura!

Siento muchísimo que tu marido sea tan bestia. Escríbeme ahora mismo si quieres que vaya a rescatarte.

Te quiere como siempre,
SERIOZHA

Septiembre

El largo verano tocaba a su fin. La calesa avanzaba traqueteando por la carretera sin empedrar. Iba despacio porque el viejo Suvorin procuraba evitar las abundantes roderas y baches; y, además, ¿qué sentido tenía apresurarse cuando uno viajaba con Ilia Bobrov?

Habían salido tres días antes de Riazán y se encontraban a una jornada de camino de Russka.

—Habríamos llegado esta misma noche, señor, si no tardara tanto en levantarse por las mañanas —había señalado el siervo de encanecida barba.

—Seguro que tienes razón, Suvorin —concedió, con una sonrisa y un suspiro, Ilia—. No sé por qué me cuesta tanto.

La luz del sol ya se teñía de rojo. El camino pasaba entre masas de plateados abedules y alerces, cuyas hojas presentaban las primeras tonalidades doradas sobre el fondo azul del cielo. Pronto, cuando el sol estuviera más bajo, las palomas acudirían a sumergirse en sus copas.

Luego los árboles dieron paso a extensos campos de lino, cebada y centeno, reducidos tras la siega a rastrojos. En el campo más próximo, salpicado de gavillas, las matas de ajenjo y ortigas que crecían en sus límites impregnaban de un tenue olor amargo el aire. Al acercarse a la primera izba, los recibieron los ladridos de un perro y una mujer que cargaba un cesto con setas. Poco después, llegaron a una posada.

—Tendremos que pasar la noche aquí —señaló, pesaroso, Suvorin.

La posada no tenía nada de particular. La componían una espaciosa sala con mesas y bancos, una gran estufa en un rincón y un posadero gruñón que adoptó, sin embargo, una obsequiosa actitud en cuanto vio a Ilia. Mientras Suvorin se encargaba de los caballos, Ilia tomó asiento cerca de la estufa y pidió un té.

Había sido un viaje satisfactorio. Estaba contento de que Tatiana hubiera logrado convencerlo para que acompañara al viejo Suvorin. Habían revisado con minuciosidad la finca de Riazán —cuando menos, Suvorin—, habían recaudado las rentas y habían vendido las cosechas y algo de madera, y regresaban a Russka con una considerable cantidad de dinero. Puesto que la propiedad de Riazán sería suya un día —Alexéi recibiría Russka—, seguramente no le vendría mal familiarizarse un poco con el lugar. Suvorin lo había inducido incluso a caminar al aire libre y su cara presentaba un color más sano del habitual.

Ilia Bobrov no estaba enfermo, pero, debido a la disparatada protección de Tatiana, había crecido sin saber nunca si se encontraba bien o no. No es que fuera tonto. En los frecuentes periodos que le hicieron pasar en la cama de niño, comenzó a leer con voracidad, y de su padre había adquirido el amor por la literatura francesa y la filosofía de la Ilustración. No obstante, debido a que en el fondo su padre había sido vencido por la vida, había adoptado de manera inconsciente el convencimiento de que todo era inútil. La derrota y la impotencia le parecían algo inevitable. Se hallaba como adormecido, y aun cuando a menudo lo asaltaba la aguda conciencia de que estaba desperdiciando su vida y que tenía que salir de aquel letargo, como nunca había tenido la necesidad de desenvolverse de otro modo, seguía dominado por la apatía. Ahora, era un soltero de veintiocho años, afable, perezoso y francamente gordo. «Estoy demasiado corpulento —decía como si quisiera disculparse—, pero no sé cómo podría remediarlo.»

No obstante, aquel viaje lo había sacado de su sopor, hasta el punto de hacerle concebir una nueva idea a la que llevaba dando vueltas todo el día. Por ello, cuando Suvorin entró con su maleta y el posadero le hubo servido una taza de humeante té, le dirigió un leve gesto con la cabeza y, colocando los pies sobre el baúl de viaje, mientras sorbía la bebida se puso a meditar con los ojos entornados: «Sí, ha llegado el momento de que deje de vegetar. Me parece que haré un viaje al extranjero. Iré a Francia».

Era hora de darle un vuelco a su vida. El viejo Suvorin, que lo miraba pensando en su hijo, Savva, ocupado en sus negocios en Moscú, concluyó: «Si este joven tuviera la mitad de la energía de mi hijo, aún podría llegar a hacer algo».

De este modo, el tiempo transcurría despacio, mientras el sol se ponía y el propietario y el siervo reflexionaban cada uno en su destino, y el viaje habría concluido sin percance al día siguiente de no haber sido por el posadero. Aquella taberna reportaba pocos beneficios y el hombre no estaba dispuesto a dejar que se le escapara de las manos un rico caballero como Ilia sin sacarle el máximo de dinero. Así, en cuanto Ilia se tomó el té, salió presuroso a la calle y no volvió hasta pasada media hora.

Ilia estaba encantado con la propuesta del posadero. Había disfrutado de una breve siesta y, en ese momento, estimulado por el viaje y los nuevos proyectos que comenzaban a tomar forma en su cerebro, se sentía inundado por una vitalidad poco común en él.

—Deja de refunfuñar, Suvorin —dijo—. Es una idea magnífica. —Luego le indicó al posadero, que seguía encorvado en deferente actitud ante él—: Id a buscarlos, y traed vino y vodka.

El posadero sonrió con regocijo. Era una suerte que esos gitanos se encontraran de paso: ya había acordado con ellos que, si entretenían a aquel gordo aristócrata, se repartirían los beneficios. Al caer la noche, la pequeña posada se convirtió en un hervidero de actividad. Entre el olor a comida, aparecieron el vino y el vodka, y también, como por ensalmo, se materializaron varias personas. Después, con la comida, llegaron los gitanos.

Eran ocho individuos de piel morena, bien parecidos, vestidos con abigarradas ropas. Se pusieron a cantar. Dos de las mujeres bailaban. Ilia, muy sonriente, seguía el ritmo con el pie. Sí, hacía años que no se sentía tan vivo. Por lo general, bebía poco, pero esa noche…

—Más vino —pidió al posadero.

Una de las chicas cantaba sola, acompañada por el rasgueo de las guitarras. Qué extraña era aquella canción. ¿De dónde vendría? Quizá fuera asiática. La muchacha debía de tener unos quince años y estaba bastante flacucha. Y, sin embargo… Ilia experimentó una auténtica sacudida. Se había acercado a él y lo rozaba casi… «Dios mío —pensó—, debo vivir. Sí, eso es, debo viajar.»

Para cuando dio por terminada la velada, había invitado a todos los presentes a media docena de rondas, había bailado, pesadamente, con la muchacha cantante y se hallaba en un estado de enamoramiento, no tanto hacia ella como hacia la misma vida.

Hacía rato que habían dado las doce cuando, tras retirar un poco los desperdicios, el posadero le preparó una cama en uno de los bancos e Ilia se dispuso a dormir allí.

—La verdad es, mi querido Suvorin —murmuró—, que creo que estoy algo borracho.

—Sí, señor.

El siervo se acostó en otro banco y cerró los ojos.

Al cabo de cinco minutos, cuando aún no había cerrado los ojos, Ilia se dio cuenta. La maleta que tenía a su lado en el suelo no estaba cerrada. La culpa era suya, porque había extraviado la llave en Riazán. De hecho, no habría tenido mayor importancia de no ser porque allí llevaba todo el dinero.

Entre el sopor de la ebriedad, aquella idea fue creciendo hasta volverse algo urgente. La vaga noción de que probablemente había hecho el idiota con los gitanos se convirtió en aprensión: «Querían que hiciera el idiota». Uno de aquellos demonios, la chica quizás, entraría a hurtadillas y les robaría, sin duda con la connivencia del posadero.

—Suvorin, despierta —musitó, incorporándose. El siervo se movió—. Ven aquí y abre la maleta. —Suvorin se acercó—. Saca el dinero. La bolsa y el sobre. Eso es.

En la bolsa había rublos de plata, y en el sobre, billetes de banco que los rusos utilizaban desde el reinado de Catalina y a los que daban el nombre de assignats.

—Guárdalos tú, Suvorin. A ti no podrían robarte, estoy seguro. —El hombre obedeció con un encogimiento de hombros y luego los dos volvieron a acostarse—. Eres un tipo fenomenal —dijo Ilia antes de dormirse.

Una hora más tarde lo despertó algo, un ruido tal vez, o la luz de la luna que entraba por la ventana. Medio dormido, tenía la difusa conciencia de que había omitido hacer algo importante. ¿De qué diablos se trataba? Ah, sí, del dinero. Mientras dormía, su mente había formulado una advertencia: ¿y si todos los gitanos se abatían sobre el pobre Suvorin y le quitaban el dinero? Entonces se quedarían con todo. Pero él no pensaba permitirlo.

Con dificultad, logró levantarse y, dando bandazos, llegó hasta Suvorin y lo zarandeó para despertarlo.

—El sobre. Dame el sobre.

Sin hacer preguntas, el siervo lo sacó de debajo de sus ropas. Luego Ilia regresó tambaleante a su banco y se sentó con pesadez en él. ¿Dónde podía esconderlo? Abrió la maleta y observó las pertenencias acumuladas en desorden en su interior. Dio una cabezada. Ay, qué sueño más terrible. Sí, eso serviría.

En el fondo de la maleta había un libro de poemas de Derzhavin. Por desgracia, el lomo se había roto y había tenido que sujetar el volumen con un cordel. Luchando para no quedarse dormido, desató el cordel, introdujo el sobre en el libro y volvió anudarlo. «No creo que a un gitano se le ocurra mirar en un libro», pensó mientras cerraba la maleta. Suvorin estaba roncando.

—Tengo que montar guardia —murmuró.

Al instante lo venció un sueño profundo del que no despertó hasta bien entrada la mañana.

Una de las primeras cosas que hizo al llegar a su habitación, de vuelta en casa, fue colocar el volumen de Derzhavin en su estante. No conservaba el menor recuerdo de haber despertado y haber puesto el dinero allí.

Su perplejidad fue mayúscula cuando, después de haberle enseñado las cuentas a su padre en compañía del viejo Suvorin, resultó que faltaba la mitad del dinero.

—Pero si lo tienes tú, Suvorin —dijo con voz quejumbrosa al siervo.

—Me pidió los billetes y se los quedó, señor —repuso este con un ligero asomo de impaciencia.

—¿Lo juras? —preguntó con aspereza Alexánder Bobrov.

—Sí, señor.

—Yo solo recuerdo que te lo entregué todo a ti —insistió, confundido, el pobre Ilia.

No obstante, hasta que la propia Tatiana no volvió de revisar sus ropas y su maleta sacudiendo con desconcierto la cabeza, Alexánder Bobrov mantuvo en suspenso la terrible acusación.

—Suvorin, tú lo has robado. Mañana decidiré lo que hago contigo.

Hasta cierto punto, Alexánder Bobrov se alegraba. Había lamentado ceder a la petición de su esposa en relación con los Suvorin, aunque pensaba mantener su palabra; y ahora que tenía una excusa para creer que el viejo Suvorin era un ladrón, no pensaba dejarla pasar.

—O bien él es un mentiroso, o bien lo es tu hijo —le espetó a Tatiana cuando habló en su favor.

—Recuerda que, según afirma Suvorin, Ilia estaba borracho.

—Entonces le habrá sido aún más fácil robarle —replicó Alexánder. Para justificar su hipótesis, añadió—: Si a un hombre como ese se le ofrece la posibilidad de comprar su libertad, es muy grande la tentación de conseguir a toda costa el dinero.

Aquello carecía de sentido, y así se lo hizo saber Tatiana. En el fondo, quizás él mismo lo sabía. Los hechos parecían, de todos modos, incontestables, y hasta Tatiana lo reconocía. Por otra parte, tenía que admitir que el giro que tomaban los acontecimientos era muy propicio para los Bobrov.

Al día siguiente, Alexánder Bobrov celebró el juicio. Para ello llamó a Suvorin y actuó, según el derecho que le asistía, como acusador, juez, jurado y ejecutor. Puesto que consideró culpable a Suvorin de un grave robo, la sentencia fue dura.

—Te voy a mandar a Siberia —anunció.

No tuvo necesidad de precisar lo que la sentencia conllevaba: que todo cuanto poseía la familia Suvorin pasaría directamente a sus manos. De ese modo, el dinero que le hubiera pagado por su libertad revertiría de todas formas a sus arcas. Su hijo, despojado de todo, continuaría siendo un siervo. Ciertamente, la jugada constituía un negocio redondo.

—Pero no puedes hacer eso —adujo Tatiana—. Va contra la ley.

La ley decía que los amos no podían mandar a Siberia a los siervos de más de cuarenta y cinco años, y Suvorin tenía cuarenta y ocho. La ley era, sin embargo, muy endeble en lo relativo a las obligaciones de los señores.

—Lo enviaré al gobernador militar de Vladímir —contestó, tajante, Alexánder—. Es amigo mío.

Por más que lo intentó durante todo el día, en aquella ocasión Tatiana no logró hacerle cambiar de parecer.

Alexánder Bobrov experimentaba una discreta sensación de triunfo. En buena medida, estaba actuando dentro del margen que le concedían sus derechos. Había ganado la partida a aquellos astutos siervos y había logrado incrementar el valor de la propiedad. Diversos indicios le habían hecho llegar en los últimos tiempos a la conclusión de que no dispondría de muchos años para ello.

En cierto modo, sentía lástima por Suvorin…, aunque estaba decidido a considerarlo culpable. «Aunque, claro —se decía—, todo hombre está expuesto a estos arbitrarios y repentinos reveses de la fortuna.» Al fin y al cabo, eso mismo le había sucedido a él cuando la emperatriz lo condenó a prisión. Así eran y seguirían siendo siempre las cosas en Rusia.

Al día siguiente trasladaron a Suvorin, encadenado, a Vladímir, desde donde emprendían con regularidad el larguísimo camino hacia Siberia pequeñas partidas de condenados.

Ese mismo día, Tatiana se puso a redactar una carta.

Savva tomó entre sus manos el pequeño objeto ennegrecido y, por una vez, sonrió. Hacía mucho tiempo que deseaba adquirir aquel tesoro y por fin podía permitírselo.

Las cosas iban bien. Dos semanas más en Moscú y dispondría del dinero para la liberación de su padre y de sí mismo. «Lo único que tengo que hacer ahora —pensó con una mueca de regocijo— es salir de esta tienda.»

—Es un buen icono —dijo con sencillez el vendedor, de barba canosa—. Muy antiguo, de antes de Iván el Terrible, me parece.

Savva asintió; ya lo sabía.

El icono era pequeño y discreto. En el establecimiento había muchos otros de mayores dimensiones y más llamativos. Como la mayoría de los iconos antiguos, al oscurecerse con el paso del tiempo había recibido una nueva capa de pintura que también se había ido oscureciendo. En su larga vida, aquel icono habría pasado por ese mismo proceso un par o tres de veces, e, incluso entonces, los contornos de las solemnes figuras de la Virgen y el Niño apenas destacaban sobre el fondo ambarino.

Savva le adjudicaba, no obstante, un gran valor, pues sabía que el arte del icono era solo perceptible para el ojo experto y que, incluso en ese caso, solo podía aprehenderse en un sentido espiritual. El icono no era solo una pintura, sino una oración. Las pequeñas e íntimas formas de ese universo difuminado eran adoradas por su simplicidad y gracia, surgida de la intención religiosa de la mano que las había pintado. La mayoría de los iconos eran, por consiguiente, falsos, impuros: eran pocos, muy pocos, los que dejaban aflorar el fuego invisible del espíritu, con igual pureza que tuvo en sus albores el cristianismo en el mundo griego y romano. Pintados y repintados por manos religiosas, aquellos iconos eran objetos de veneración para los entendidos, entre los cuales se contaba Savva.

Con un sentimiento de honda satisfacción, Savva le pagó al anciano y se dispuso a irse.

Como de costumbre, no le fue fácil. El viejo se había interpuesto entre él y la puerta, y a él se le unieron dos jóvenes de semblante afable pero grave.

—Sería bien acogido, créame —le recordó por enésima vez el anciano—, si se decidiera a unirse a nosotros. —Luego, con seriedad, añadió—: A pocas personas les habría vendido este icono.

—Se lo agradezco, pero no —repuso Savva, como ya había hecho varias veces.

—Podemos ayudarle a comprar su libertad —apuntó uno de los jóvenes.

Aun así, Savva no cambió de opinión. No quería unirse a ellos.

Eran viejos creyentes. Ese era el nombre que recibían por entonces los sectarios —los antiguos raskolniki— que se habían desgajado de la Iglesia un siglo y medio antes. En Russka no había habido ninguno desde el incendio de la iglesia, y la mayoría de ellos habían huido a las provincias periféricas durante aquel periodo de persecución. En el reinado de Catalina habían gozado, en cambio, de tolerancia, y ahora componían una comunidad con un notable número de miembros en Moscú. Había varias sectas rivales: algunas tenían sus propios sacerdotes, otras prescindían de estos. De todas ellas, la más relevante era el grupo al que pertenecían los propietarios de aquella tienda.

La secta teodosiana era rica y poderosa. Tenía su sede y su cementerio en los terrenos que antes habían sido pueblo aparte y que para entonces componían el barrio periférico de Preobrazhensk. Tenían numerosas comunas dentro y fuera de la ciudad, y baños públicos propios. Solían integrarse en empresas comerciales y de manufacturas, y, gracias a los monopolios que les concedió Catalina, eran ellos quienes vendían los mejores iconos. Lo más asombroso de aquella secta era, con todo, su curiosa organización económica.

Los teodosianos dirigían, de hecho, cooperativas. Los miembros de la organización podían obtener, para comenzar sus negocios, préstamos de sus arcas a intereses muy bajos. En todas sus empresas —algunas de las cuales eran fábricas textiles de notable producción—, la comunidad se ocupaba de los pobres. Y aun cuando algunos de sus miembros alcanzaban un grado extremo de riqueza en vida, a su muerte su fortuna pasaba a la comunidad. Con sus tendencias puritanas, que llevaban a los individuos más estrictos a abrazar el celibato, aquella extraña y casi monástica mezcla de fábrica capitalista y comuna de pueblo fue una original solución rusa a los retos de la temprana Revolución industrial.

En múltiples ocasiones desde que había tenido su primer contacto con ellos en Moscú, los teodosianos habían animado a Savva a sumarse a sus filas. Sin duda, habrían provisto a sus necesidades financieras. Pese a ello, cada vez que pasaba junto a los altos muros del recinto de la comunidad, pensaba: «No, no quiero entregarles a ellos todo lo que tengo. Yo quiero ser libre».

Por fin dejó a los teodosianos en su tienda y se abrió camino entre las calles de Moscú hasta la modesta pero agradable casa de madera donde vivía. En la puerta había un pequeño letrero con un nombre que no era el suyo, puesto que, al ser todavía un siervo, legalmente no podía poseer nada. El nombre era el de su amo: Bobrov. Pronto, se prometió al entrar, en el letrero pondría Suvorin.

Cinco minutos más tarde llegó un mensajero con la carta de Tatiana.

La dama se lo contaba todo. Que su padre ya se hallaba camino a Siberia, encadenado; que había perdido todo cuanto tenía; que Bobrov iba a mandar un hombre para que lo llevara de vuelta a Russka, donde de nuevo sería un pobre siervo. La misiva concluía con un acto de generosidad y una clara insinuación:

Decidas lo que decidas hacer, el dinero que te presté es tuyo.

No quiero que me lo devuelvas y me alegraría saber que te van bien las cosas.

La esposa de su amo le decía que huyera y que se quedara con el dinero. No se le escapaba el carácter insólito de aquel gesto, viniendo de un miembro de la nobleza.

De todos modos, llegó a la conclusión de que de nada le serviría. «Si me quedo con el dinero y me atrapan, dirán que lo robé.» Nadie haría caso de la carta. Por ello, calculó con minuciosidad el monto de su préstamo, con la intención de dejar la suma a cargo de un comerciante de confianza para que la hiciera llegar a sus manos. Después se planteó qué iba a hacer.

No pensaba volver a la propiedad de los Bobrov después de lo que habían hecho. Antes prefería morir. «Seguramente, eso es lo que me va a ocurrir», vaticinó. No, huiría. Había formas de conseguirlo. Incorporándose, por ejemplo, a las cuadrillas de hombres que tiraban de las barcazas en el Volga. Era un trabajo extenuante que causaba miles de muertes cada año, pero le permitiría alejarse, hacia el sur y el este, sin tener que responder a muchas preguntas. Otra posibilidad era dirigirse al este, a las remotas colonias de Siberia, donde se necesitaban hombres y no se ponían reparos a su condición. Quizás intentara localizar a su padre. «Es una suerte —se felicitó— que sea una persona fuerte.»

Parecía que al final había perdido su duelo con los Bobrov. Aun así, no pensaba darse por vencido, jamás.

En aquella incertidumbre, una cosa tenía clara: nunca volvería a ver ese maldito pueblo de Russka.

El mismo día que su padre mandó al pobre Suvorin lejos de Russka, en la distante provincia nororiental de Nóvgorod, Alexéi Bobrov efectuó un extraordinario descubrimiento.

Hacía un día luminoso y soplaba un frío viento cuando llegaron al lugar. Los tres jóvenes oficiales que lo acompañaban estaban de un humor excelente.

—Aunque estoy seguro de que no me va a gustar ni pizca algo que ha planificado ese zoquete —señaló con un gesto de desdén uno de ellos.

En cambio, Alexéi cruzó las puertas de la población con una intensa curiosidad.

El zoquete era el famoso general Arakchéiev.

Uno de los extraños rasgos del reinado del ilustrado y hasta poético zar Alejandro fue elegir como consejero más próximo al general Arakchéiev. Quizá se debiera a la atracción de los polos contrarios. El general era un hombre malhumorado y no muy instruido, de facciones toscas, que llevaba el pelo muy corto y mantenía el cuerpo perpetuamente encorvado, como si lo doblegara el peso de las rígidas tareas que asumía. Alexéi sentía admiración hacia él por la brillantez con que había dirigido la artillería en la gran campaña de 1812. «Será un poco burdo —concedía a sus compañeros—, pero es leal al zar y muy eficiente.» Como muchos soldados rasos —así era como le gustaba considerarse a Alexéi—, había quedado encantado al saber que el zar había escogido como consejero más allegado a Arakchéiev.

Allí, en la provincia de Nóvgorod, siguiendo instrucciones del zar, el general había emprendido uno de los experimentos sociales más sonados de la historia rusa.

No bien hubieron entrado en la extensa finca, Alexéi percibió algo extraño en el lugar. Los campesinos tenían una apariencia rara y en la carretera no había baches, pero su asombro no alcanzó su punto álgido hasta que llegaron al pueblo.

Aquello no guardaba ningún parecido con un pueblo ruso. La anárquica agrupación de izbas que en otro tiempo hubo allí había desaparecido para dejar paso a nítidas hileras de pulcras casitas. Eran todas idénticas: pintadas de azul con un porche rojo y una cerca blanca.

—Dios santo —murmuró Alexéi—, son como cuarteles.

Entonces se fijaron en los niños, unos pequeños de menos de seis años que se acercaban cantando y marchando al paso, en perfecta sincronía, vestidos de uniforme. En ese momento, Alexéi cayó en la cuenta de por qué había sentido tanta extrañeza al llegar: todo el mundo iba vestido exactamente igual y ninguno de los campesinos llevaba barba.

—Sí, aquí encontrarán un orden sin tacha —explicó el joven oficial que les acompañó en el recorrido por el lugar—. Tenemos tres tallas de uniforme para los niños. Con eso basta. Los hombres van afeitados porque es más pulcro. Aplicamos una disciplina férrea. Cuando es hora de ir a trabajar a los campos, suena un redoble de tambor. ¡Casi podríamos hacer que segaran la hierba marcando el paso!

Unos minutos más tarde, cuando les enseñaron el interior de las casitas, el asombro de Alexéi aumentó todavía más. Estaban inmaculadas.

—¿Cómo lo consiguen? —preguntó.

—Con inspecciones. ¿Veis? —El joven señaló una lista que colgaba de la pared—. Esto es un inventario de todo lo que hay en la vivienda. Cada cosa debe ser revisada y estar limpia como una patena.

—¿Cómo mantienen la disciplina? —quiso saber uno de los oficiales.

—A golpe de vara. Cuando alguien comete un error, se le azota. Además, ponemos sal en la vara —precisó.

Alexéi no tardó en reparar en otra particularidad. A diferencia de los pueblos normales, en aquel parecía haber igual número de varones de todas las edades que mujeres.

—Todo el mundo está obligado a casarse —les explicó, con una carcajada, su guía—, tanto si quieren como si no. Las mujeres deberían estarnos agradecidas, de hecho. Aquí no hay viudas ni solteronas, porque a todas les proporcionamos un hombre.

—Entonces debe de haber muchos nacimientos —observó Alexéi.

—Así es. Si las mujeres no se quedan embarazadas con regularidad, les imponemos una multa. El imperio necesita personas que lo sirvan.

—¿Y son felices? —preguntó uno.

—Por supuesto. Algunas de las mujeres más viejas lloraban —admitió el joven—. Pero el sistema es perfecto, no hay más que verlo. Todo el mundo trabaja, todo el mundo obedece y todo el mundo está controlado.

Aquella era la colonia militar del general Arakchéiev. Ocupaba una gran extensión de la provincia, donde se había instalado el ejército, que había convertido a los campesinos en reservistas y obreros militarizados del Estado. En el sur, en Ucrania, se estaban estableciendo otras colonias de ese tipo.

—Dentro de tres años —les informó su guía—, un tercio del ejército ruso tendrá su base en sitios como este.

Era impresionante, no se podía negar.

Pero ¿por qué había impulsado el ilustrado zar Alejandro la creación de aquellos distritos de cariz totalitario? ¿Era por una pura cuestión práctica, para mantener ocupado y alimentado con pocos gastos al Ejército en tiempos de paz? ¿Era, tal como sospechaban algunos, un experimento con vistas a debilitar un día el ascendiente de la nobleza conservadora sobre el Ejército y la tierra? ¿O era tal vez porque, imbuido de la misma vena militar que su padre y frustrado hasta lo indecible por el carácter caótico y refractario de los interminables territorios rusos, el zar Alejandro había decidido —como hicieron tantos reformistas rusos antes y después de él— imponer a toda costa el orden, aunque solo fuera a escala reducida? Sea cual sea la explicación más acertada, es en todo caso seguro que, con su férrea disciplina, su terrible simetría y su completa dedicación al Estado, las colonias militares hubieran hecho las delicias del mismísimo Pedro el Grande en el supuesto de que se le hubiera ocurrido fundarlas.

Para Alexéi Bobrov, que había consagrado su vida al servicio militar, la colonia fue una revelación. La creación de Arakchéiev era lo más perfecto que había visto. ¡Qué diferencia con el lamentable caos que reinaba en Russka y en mil fincas de su mismo estilo! Del mismo modo que el Ejército era para él un paliativo frente a la ineptitud de su propia familia, aquel lugar se le presentó como una vía de escape de todo cuanto le irritaba de Rusia. Él solo percibió que la gente de allí era industriosa y estaba bien alimentada. Vio lo que quiso ver, pues, de igual forma que atrae el poder a ciertos hombres, a otros los fascina el orden. Eso fue lo que lo sedujo.

A partir de ese día, en su cerebro quedó anclado un precepto inalterable que, más allá de las dificultades con las que pudiera topar, parecía dar un sentido a todo y que se resumía en una simple frase: imponer el orden era la mejor manera de servir al zar. De ese principio se derivó otro: todo aquello que propicie el orden tiene que ser acertado. «Es una buena norma —se decía—, para un simple soldado como yo.»

Durante el verano siguiente, cuando Ilia había partido ya hacia el extranjero con un amigo de la familia, en una visita a Russka, Alexéi topó por azar con el baqueteado libro de poemas de Derzhavin. Al descubrir los billetes de banco, dedujo enseguida lo que había ocurrido. De todos modos, ya no se podía hacer nada. Suvorin se encontraba en Siberia y su hijo había huido. Alexánder Bobrov estaba delicado de salud.

Por otra parte, sería perjudicial ventilar que la sentencia contra Suvorin había sido un error. Sería contraproducente para la familia y para su clase, contrario a la noción de orden.

Tras llegar a tales conclusiones, guardó el dinero en un lugar seguro sin decir nada a nadie.

1825

Si se le pregunta a un ruso por la fecha del acontecimiento más memorable antes del siglo XX, casi de forma invariable responde: diciembre de 1825.

Esa fue la fecha de la primera tentativa de revolución.

La conspiración decembrista es, por sus especiales características, un suceso muy singular en la historia de la humanidad. Se trató de un intento —muy mal organizado, por cierto— de obtener la libertad del pueblo por parte de unos cuantos aristócratas inspirados por nobles motivos.

Para comprender cómo se gestó esta revolución basta remontarse al reinado de Catalina, cuando habían comenzado a introducirse en los círculos de la nobleza rusa los ideales de la Ilustración y la libertad. Pese a la conmoción causada por la Revolución francesa y el miedo a Napoleón, la idea de la reforma de Rusia había continuado ganando terreno bajo el mandato del ilustrado zar Alejandro. Había, ciertamente, mucho que reformar: un sistema legal que parecía salido de la Edad de Piedra, la institución de la servidumbre, un gobierno que, aun con la existencia nominal de un senado judicial, era en realidad una primitiva autocracia. En lo que resultaba ya más difícil ponerse de acuerdo era en las iniciativas concretas. Los representantes de la pequeña nobleza, de los comerciantes y de los siervos que convocó Catalina no hicieron otra cosa que pelearse entre sí. No había antiguas instituciones, como en Occidente, a partir de las cuales se pudiera seguir evolucionando. El zar Alejandro había topado con el mismo obstáculo: a la hora de aplicarlos, los grandes planes trazados zozobraban en el inmenso mar ruso de obstrucción e ineficiencia. La pequeña nobleza era leal, pero no quería ni oír hablar de liberar a sus campesinos, de modo que en 1822 el zar había restituido de manera oficial su derecho a mandar siervos a Siberia. Todo el mundo temía otra sublevación como la de Pugachev. El Gobierno se encontraba con que en la práctica solo podía efectuar apaños de poca trascendencia en el sistema, tratar de mantener el orden y llevar a cabo experimentos como las colonias militares, buscando alternativas susceptibles de sacar al país de su ancestral estancamiento social.

Por todo ello, con el correr de los años, algunos jóvenes aristócratas de tendencias progresistas comenzaron a sentir que su angélico zar los había engañado. Ellos tenían una mentalidad abierta, inspirada en la Ilustración; la gran victoria sobre Napoleón y, en algunos casos, el contacto con la masonería, los había henchido de un romántico fervor patriótico. Aun así, por más que la Santa Alianza auspiciada por el zar Alejandro los complaciera en el terreno de la política exterior, en Rusia percibían la creciente influencia del rígido autoritarismo del general Arakchéiev. De este modo, en los años posteriores al congreso de Viena comenzó a formarse un grupo heteróclito, partidario del cambio e incluso de la revolución.

Estaban bastante solos. En el seno de su propia clase, no eran más que un puñado de idealistas. La clase media mercantil, todavía reducida, era conservadora y no compartía sus intereses; los campesinos no conocían siquiera su existencia.

Tampoco contaban con unos objetivos comunes. Algunos deseaban una monarquía constitucional según el modelo inglés; otros, capitaneados por un fervoroso oficial del Ejército, Péstel, en el sur, querían matar al zar y declarar una república. En secreto, trazaban planes, conspiraban, esperaban y no hacían nada.

Entonces, de improviso, en noviembre de 1825 el zar Alejandro abandonó la escena, fulminado al parecer por una repentina fiebre, sin dejar ningún hijo varón. La sucesión recaía sobre los dos hermanos del zar: Constantino, el nieto que Catalina había soñado ver reinar en Constantinopla, y un hermano menor, un individuo bienintencionado pero poco imaginativo llamado Nicolás.

Mientras los conspiradores se planteaban una estrategia, se produjo un estrambótico encadenamiento de hechos. El gran duque Constantino, comandante del Ejército polaco, se había casado con una dama polaca y había presentado su renuncia a los derechos sobre el trono. El zar Alejandro la había aceptado y había firmado un manifiesto —tan secreto que ni el mismo Nicolás estaba al corriente— en el que designaba heredero a Nicolás. De acuerdo con ello, Constantino se apresuró a saludar como soberano al joven Nicolás…, al tiempo que este y el ejército ruso hacían lo propio con él. Cuando por fin se aclaró la confusión, se acordó que, de nuevo, todo el mundo debería prestar juramento de fidelidad, en diciembre de 1825, esta vez al perplejo Nicolás.

Fue entonces cuando los conspiradores, bastante confundidos también, decidieron pasar a la acción. Eran solo unos cuantos, pues la mayoría de ellos habían sucumbido al pánico a la hora de la verdad. Decidieron incitar a las tropas al amotinamiento, convenciéndolas de que apoyaran a Constantino en contra del nuevo zar. Lo que ocurrió luego, nadie lo sabe con certeza. Había dos grupos de conspiradores, uno en San Petersburgo, y otro, encabezado por Péstel, en Ucrania. Estaban mal coordinados y tenían metas distintas.

La mañana del 14 de diciembre, en que el Ejército y el Senado debían prestar el nuevo juramento bajo el mando de un grupo de oficiales, unos tres mil aturdidos soldados entraron en la plaza del Senado. Llegaron tarde, cuando los senadores ya habían prestado juramento. Por indicación de los conspiradores, las tropas comenzaron a gritar: «Constantino y Constitución». Al parecer, los soldados suponían que aquella extraña palabra, «Constitución», era el nombre de la esposa del gran duque.

Deseoso de evitar un baño de sangre, Nicolás mandó rodearlos, pero al final, como al atardecer todavía no se habían movido, dispararon algunas ráfagas de metralla que provocaron la muerte de varias decenas de hombres. Después todo acabó. Al poco tiempo, en el sur, la rebelión de Péstel fue sofocada en su comienzo. Se ejecutó tan solo a cinco de los cabecillas.

Así fue la revolución decembrista: aristocrática, desorganizada y un poco absurda. No obstante, o quizás incluso precisamente por ello, con su heroica locura, aquellos nobles se convirtieron en fuente de inspiración, como los primeros mártires cristianos, para los revolucionarios que surgirían tras ellos.

El nuevo zar, Nicolás, quedó conmocionado por la revuelta. Era un hombre simple que creía en el servicio al Estado y daba por supuesto que sus nobles compartían tal actitud. ¿Qué motivo podían tener aquellos individuos —se preguntaba— para faltar a aquella confianza sagrada? Hizo que copiaran todas sus confesiones y las reunió en un libro que tenía siempre en su escritorio y que leyó con gran atención. Así se enteró de que Rusia necesitaba leyes, libertad y una Constitución. No era un hombre muy inteligente, pero reflexionaba sobre aquellas cuestiones.

Primero, sin embargo, había que garantizar el orden.

1827

Tatiana había recibido con regocijo aquel verano, pues, de repente, en lugar de silencio y tristeza, la casa se había llenado de alegres voces que desterraban el silencio y la tristeza. Encaraba aquellos meses confiando en que nada enturbiaría su tranquilidad. «Mis hijos han vuelto a casa», pensaba sonriente.

A lo largo del año y medio transcurrido después de la muerte de Alexánder Bobrov, había padecido a menudo el peso de la soledad, mitigada tan solo por la compañía de Ilia, que raras veces iba a su propiedad de Riazán. Durante aquel espacio de tiempo, la tragedia se había abatido un par de veces más sobre la familia. Un año antes, Olga había perdido a su apuesto marido —muerto en acto de servicio—, que la dejó con un hijo de meses y embarazada de otro. Gracias a Dios, disfrutaba al menos de una situación económica desahogada, ya que la propiedad de Smolensk era muy extensa. Después, el otoño anterior, la esposa del pobre Alexéi había muerto en una epidemia de cólera, justo cuando faltaba poco para que él partiera con su regimiento. Una mañana de invierno, a Bobrovo había llegado un trineo en el que viajaba, aterido y apenado, su hijo Mijaíl, de cinco años, para quedarse al cuidado de su abuela. «Será solo hasta que Alexéi vuelva a casarse», le decía esta a Ilia.

Tatiana se había tomado con calma la nueva situación. Había vuelto a emplear a la vieja Arina para que hiciera de niñera, y a su sobrina para que la ayudara. Bajo la supervisión de ambas, Mijaíl —o Misha, como lo llamaban— se reveló una pacífica versión, de tierno carácter, de su padre. Arina le buscó un niño de su edad entre los siervos del pueblo —el hijo menor de Iván Románov, Timoféi—, con el que pronto jugó con alborozo. Al verlos juntos, Arina dictaminó: «Se recuperará».

Después, en primavera, habían llegado buenas noticias. Olga y sus dos hijos irían a pasar el verano a Bobrovo. Y una semana más tarde tuvieron carta de Alexéi. Se preveía una nueva campaña contra los turcos para el otoño, pero para el verano había obtenido una dispensa de tres meses, que tenía intención de pasar con su hijo.

—Vamos a estar al completo —informó alegremente Tatiana a la vieja niñera.

De hecho, iban a estar todos sus hijos menos Serguéi.

—Probablemente sea mejor así —tuvo que reconocer Tatiana.

Al principio, Olga no advirtió ningún peligro. Ella, desde luego, no abrigaba malas intenciones.

Estaba contentísima de hallarse de nuevo en la sencilla casa de color verde y blanco y contemplar la ladera que llegaba hasta la orilla del río, cubierta de pinos cuyo aroma aspiraba con fruición. Era un retorno a la infancia y a su familia. Era magnífico ver a sus dos hijitos al cuidado de las dos Arinas. A su antigua niñera le quedaban tres dientes tan solo, y en su redonda cara aparecía un asomo de barba; pero su sobrina, Arina la joven, era una guapa y alegre muchacha de dieciséis años que absorbía con rapidez todos los conocimientos de su tía. Olga pasaba estupendos ratos sentada en el porche con ellas y con el pequeño Misha, escuchando los maravillosos cuentos de la vieja Arina.

Aunque había sido terrible, el dolor por la muerte de su marido iba cediendo, y en el dilatado y silencioso verano ruso notaba una sensación de curación.

De hecho, en la casa, ese verano reinaba un ambiente especialmente afectuoso. Alexéi había sufrido también una pérdida, cosa que había suavizado su actitud.

—Siempre supuse —le confesó a su hermana— que, si me mataban…, como podría ocurrir este otoño si se inicia la guerra con Turquía…, Misha tendría al menos a su madre. Ahora lo dejaría completamente huérfano.

Y aunque no lo demostraba abiertamente, Olga sabía que valoraba como un tesoro cada uno de los días que pasaba con el niño.

Podría haber habido, tal vez, más risas. Muchas veces, cuando estaba con la vieja Arina, pensaba en Serguéi y en su contagiosa alegría. Hacía ya varias semanas que no recibía una de sus acostumbradas cartas y se preguntaba en qué estaría ocupado. De todos modos, prefería que no se encontrara allí.

Dieciocho meses atrás, en el entierro de su padre, la relación entre Serguéi y Alexéi había alcanzado su punto álgido de tensión. El golpe fallido de los decembristas se había producido dos meses antes, y cuando la familia, vestida de riguroso luto, se había reunido en el salón, Alexéi había comentado con gravedad que agradecía a Dios que, al menos, se hubiera desbaratado con tanta facilidad la conspiración. Olga no entendía por qué Serguéi tuvo que abrir la boca.

—Conocía a varios de esos tipos —contestó animadamente—. Si me hubieran contado lo que estaban tramando, me habría unido a ellos sin pensarlo. —Luego añadió, en tono quejumbroso—: No sé por qué nadie me dijo nada.

Pese a las circunstancias, Olga tuvo que esforzarse para contener la risa. Ella sí sabía muy bien por qué los conspiradores no habían compartido su secreto con su indiscreto hermano.

La réplica, sin embargo, alteró terriblemente a Alexéi. Su cara, de por sí pálida, adquirió la blancura del papel y, al cabo de un segundo, dijo con una voz que habría temblado de no estar reducida a un susurro:

—Casi no sé, Serguéi, ni por qué has venido, y me parece lamentable que estés entre nosotros.

Después de eso no habían vuelto a dirigirse la palabra.

No, por más que lo quisiera, se alegraba de que Serguéi no estuviera allí para perturbar la tranquilidad de aquel plácido verano.

Quizá fue aquella placidez lo que impidió que percibiera el peligro.

Se llamaba Fiódor Petróvich Pinegin. Era, más que un amigo, un conocido de Alexéi que este había traído a la casa. Se trataba de un hombre callado que aún no debía de haber cumplido los treinta. Tenía la cara enjuta y de facciones duras, el cabello castaño claro y unos ojos azules que no parecían transmitir ninguna emoción en particular.

—Es un buen tipo, aunque un poco solitario —le había comentado Alexéi a Olga—. Ha participado en muchos actos de servicio, pero nunca habla de ello.

De hecho, solía guardar silencio mientras los otros charlaban, fumando su pipa, sin expresar apenas su opinión. Tenía una peculiaridad: llevaba siempre una casaca y pantalones blancos de militar, aunque Olga ignoraba si lo hacía por preferencia o porque no tenía otra ropa. Cuando le preguntaban cuál era su afición favorita, respondía: «Cazar».

Dado que Alexéi estaba ocupado con las propiedades e Ilia casi nunca se levantaba de su sillón, muchas veces lo tenía por único acompañante en sus paseos. En realidad, su presencia le resultaba agradable. Hablaba poco, escuchaba con deferencia e irradiaba una especie de calmada fortaleza que le resultaba bastante atractiva.

Olga sabía que era guapa. A sus veinticuatro años, poseía un cuerpo esbelto y elegante, unos grandes y radiantes ojos azules, una luminosa cabellera castaña y un brío y un donaire que cualquier aficionado a los caballos habría identificado con los pura razas árabes. El matrimonio le había añadido a tales cualidades un cálido humor que conservaba en la viudedad y que hacía que tanto hombres como mujeres se sintieran a gusto con ella. Tenía la impresión de que le gustaba a Pinegin, pero no se había planteado en serio la cuestión.

Había muchos sitios magníficos a donde ir a pasear. Cerca de la casa discurría un largo y umbrío camino rodeado de abedules. Otra opción era la orilla del río, bajo la aromática sombra de los pinos. La ruta de paseo predilecta de Olga era, sin embargo, la de los bosques que conducían al monasterio.

Le encantaba el monasterio. Desde la época de Catalina la Grande, inspirados como en siglos anteriores en el gran centro del monte Athos de Grecia, muchos monasterios habían renovado su fervor y dedicación a las cuestiones del espíritu, y unos años antes aquel movimiento había ejercido su influencia en Russka. Unos cuantos monjes habían dado nueva vida a la antigua ermita, el skit, que se encontraba al otro lado del río, más allá de las fuentes.

Olga había ido de paseo con Pinegin al monasterio un par de veces y le había enseñado con orgullo el pequeño icono de Rublev que los Bobrov habían donado mucho tiempo atrás. Aunque el militar apenas dijo nada, le pareció que había quedado impresionado.

La segunda vez que fueron allí, Olga llevó al pequeño Misha con ella. Por algún escrúpulo infantil, el niño tenía miedo de Pinegin y no quería caminar a su lado. De todos modos, a la vuelta, cuando estaba demasiado cansado para andar, el soldado lo sentó sobre sus hombros y lo llevó hasta casa, por lo cual recibió como recompensa una agradecida sonrisa de Olga.

—Un día, si quiere, podemos ir hasta las fuentes y la ermita de los monjes —propuso.

Pinegin aceptó de inmediato.

Así pasaban los días: Pinegin salía a veces temprano por la mañana con la escopeta; Ilia se dedicaba a leer, y por las tardes daban los paseos. Durante las veladas jugaban a las cartas. Tatiana solía ganar, aunque Pinegin le pisaba siempre los talones. Olga tenía el presentimiento de que, de haber querido, aquel callado oficial podría haber ganado con mayor frecuencia.

De hecho, lo único que le causaba inquietud en aquellos días no guardaba relación alguna con Pinegin. Tenía que ver con la propiedad.

No se trataba de algo grave, sino de un encadenamiento de pequeñas cosas que, a su parecer, no habría costado mucho enderezar. El problema era que Alexéi no lo permitía, pues si se necesitaba, por ejemplo, un carro nuevo, lo que hacía era ordenar con aspereza al siervo que se esmerara más con el antiguo. Además, estaba talando árboles a un ritmo mayor que el de repoblación.

«Lo que hace falta es disciplina y no dinero», solía afirmar.

—Yo superviso la finca cuando no está, pero no deja que se aplique ninguna mejora —le confió Tatiana a su hija—. Y claro, ahora que no están los Suvorin, los beneficios son menores.

Dos años antes, de Siberia había llegado la noticia de que Iván Suvorin había muerto. En cuanto a Savva, no se había vuelto a saber nada de él. Olga observaba con cierta tristeza aquellos pequeños signos de decadencia en su antiguo hogar. De todas formas, tampoco había motivos para dejarse ganar por la preocupación, pues todavía quedaban muchos kilómetros de árboles por talar antes de que Alexéi se viera en apuros.

El único indicio que, de manera retrospectiva, podía reconocer se produjo una mañana en que se disponía a salir a caminar por el bosque y le preguntó a Pinegin si le apetecía acompañarla.

—Me encantaría —respondió él—, pero temo que, a veces, encuentre algo aburrida la compañía de un simple soldado como yo.

—Oh, no, en absoluto, Fiódor Petróvich —contestó Olga, sin más intención que la de ser agradable—. La verdad es que me parece muy interesante.

Entonces creyó advertir, sorprendida, que el militar se había ruborizado. De todos modos, aparte de experimentar un sentimiento inconsciente de satisfacción, no pensó más en el asunto.

Uno de los loables aspectos de la naturaleza de Alexéi (aunque algo tediosos) era que, al igual que su madre y la mayoría de la gente del pueblo, le gustaba ir a la iglesia todos los domingos y, aunque no lo decía, estaba claro que esperaba que lo acompañaran todos los de la casa. No iba, sin embargo, al pequeño templo de madera de la aldea, adonde acudía a decir misma una vez a la semana un sacerdote, sino a la vieja iglesia que había en la plaza de Russka.

—No me importaría ir —se quejaba, malhumorado, Ilia a Olga—, si no fuera por ese condenado sacerdote.

El párroco de Russka no era un individuo muy agradable. Si bien los monasterios de Russka experimentaban por aquel entonces una renovación, no ocurría lo mismo con los sacerdotes. Como clase, padecían un desprestigio que solía tener su origen en su escasa rectitud moral. El sacerdote de Russka no contribuía precisamente a mejorar esa imagen. Era un hombre pelirrojo, gordo y barrigudo, con una caterva de hijos que, según se rumoreaba, robaban comida en el mercado. El mismo párroco nunca desaprovechaba la menor ocasión de hacerse con comida o con dinero. Aun así, Alexéi insistía todos los domingos en aguantar de pie el largo servicio para recibir la bendición de aquel individuo. Olga, como era natural, lo acompañaba.

Un domingo, de regreso de misa, mientras atravesaban la plaza, él le hizo el siguiente comentario.

—No tiene dinero, desde luego, pero si quieres casarte con Pinegin, ya sabes que yo no pondría inconvenientes.

¿Casarse?

—¿Cómo diablos se te ha ocurrido tal idea? —le preguntó, estupefacta.

—Pasas mucho tiempo con él, y estoy seguro de que cree que te interesa.

—¿Te lo ha dicho?

—No, pero estoy seguro.

Ella no creía haberle dado pie a que se hiciera ilusiones.

—Nunca he pensado en ello —reconoció con sinceridad.

—Hombre, eres viuda y rica. Puedes hacer lo que te plazca. Pero ten cuidado. —Entonces añadió algo que aumentó su estupor—: No juegues con Pinegin. Es un hombre muy peligroso.

Olga se preguntó a qué se estaba refiriendo, pero Alexéi no especificó más.

Así pues, la semana siguiente extremó las precauciones. No quiso mostrarse distante para no parecer grosera. Lo trataba con la misma afabilidad de antes, pero salió a caminar varias veces sola, o se llevaba a su madre o a Alexéi si iba a pasear con él. En tales ocasiones, observaba al callado soldado, ponderando si sería tan peligroso como aseguraba Alexéi.

Una tarde de la primera semana de junio, cuando la familia tomaba té en el porche, vieron un torbellino de polvo que se aproximaba por el sendero. Después de desaparecer tras los árboles, reapareció junto a las puertas del pequeño parque.

—Válgame Dios —exclamó Ilia—, es una troika.

En toda Rusia no había un medio de transporte más noble que aquel. Nadie sabía a ciencia cierta cuándo se había iniciado la moda, a la que algunos atribuían un origen húngaro, pero el joven aristócrata que quisiera impresionar al mundo debía buscarse un elegante cochero y desplazarse en una troika.

La troika —también llamada unicornio— consistía en tres caballos enganchados uno al lado del otro. En el centro iba el guía, al trote. Los de ambos lados marchaban a galope, uno con furia y el otro con coquetería. Era un tiro difícil de manejar, hermoso y elegante. Tan aristocrático carruaje era el que, envuelto en una nube de polvo, subía la cuesta hacia ellos a la carrera.

Cuando llegó a la casa, vieron a dos pasajeros en su interior. Pero fue el cochero, vestido con espléndidas ropas, que se bajó enseguida de un salto, quien más les llamó la atención por su aire familiar.

—¿Qué demonios es esto? —murmuró Alexéi.

Era Serguéi, quien, a la manera rusa, se puso a besarlos tres veces a todos mientras los saludaba.

—Hola, Olga. Hola, mamá. Hola, Alexéi. Me han exiliado —anunció animadamente.

Era de prever que tarde o temprano se buscaría complicaciones. Además, tal como se encargó de recordarle Olga a Alexéi, en aquellos tiempos bastaba bien poco para ello.

Uno de los primeros actos del zar Nicolás, encaminado a garantizar el orden en su imperio, había sido crear una nueva sección de policía especial —el llamado Tercer Departamento— y situar al frente de ella a uno de sus amigos más íntimos, el temible conde Alejandro Benkendorf. Su cometido era muy simple. El zar, que no tenía mala intención, había postergado las reformas para un momento más propicio y antes pretendía erradicar a los decembristas, por más tiempo que llevara. Benkendorf se aplicó con ahínco a la tarea. Sus gendarmes, vestidos con uniformes de color azul cielo, parecían omnipresentes. El departamento vigilaba con particular atención a los jóvenes aristócratas que, como Serguéi, demostraban un escaso respeto por la autoridad.

Fue, de hecho, el héroe de la adolescencia de Serguéi, Pushkin, quien le sirvió de inspiración también esa vez. Ya tenía publicadas sus primeras y geniales obras, y su Oda a la libertad, en concreto, le había granjeado problemas con las autoridades. El zar en persona le había indicado a Benkendorf que censurara los escritos del joven poeta. Así pues, no era de extrañar que, anhelando compartir la popularidad de su ídolo, Serguéi se apresurara a producir algo igual de escandaloso.

La impresión del poema de Serguéi Bobrov, El pájaro de fuego, la financió él mismo, lo cual suponía un enorme sacrificio para un joven que contaba con un modesto sueldo de setecientos rublos al año. Pushkin, a quien hizo llegar de inmediato una copia, le había mandado una carta que contenía generosas palabras de aliento: la verdad era que, tratándose de una primera obra, no era mala. El pájaro de fuego de su composición era —huelga decirlo— un heraldo de la libertad. Y, al cabo de dos días, antes de que la tinta se hubiera secado del todo, Benkendorf ya había confiscado los ejemplares.

El autor era tan poco conocido y el Tercer Departamento había actuado con tanta celeridad que una semana después, en lugar de verse convertido en una celebridad, Serguéi tuvo que acatar la orden de retirarse a la propiedad de su familia en Russka y permanecer en ella hasta nuevo aviso. De modo que allí estaba.

—Traigo una carta para ti, Alexéi —informó Serguéi—. Es muy importante —especificó mientras la sacaba de debajo de su chaqueta de cochero.

Era del propio Benkendorf. Alexéi la tomó sin decir palabra.

Al principio pareció que todo iba bien. Aparte de su criado, Serguéi había llevado consigo a un agradable joven de Ucrania llamado Karpenko, a quien había conocido en San Petersburgo. Olga confiaba en que entre ella, Pinegin y el tal Karpenko conseguirían que Serguéi y su estricto hermano no se enzarzaran en ninguna pelea.

Alexéi hacía todo lo posible para no avivar las hostilidades. La carta de Benkendorf lo había apaciguado un tanto. Aquel gran hombre le había escrito:

Creemos que el joven es un pícaro inofensivo, pero no le vendrá mal pasar un tiempo en el campo. Me consta, mi querido Alexéi Alexándrevich, que puedo confiar en usted para que mantenga una sabia y protectora tutela sobre él.

—Lo voy a hacer —le prometió Alexéi a Olga.

Contra la exuberancia de Serguéi no pudo, en todo caso, hacer nada.

Querido Seriozha. Hacía aflorar la alegría de cualquier cosa. Nadie podía resistirse mucho tiempo a su buen humor. Dado que Benkerdorf provenía, al igual que Tatiana, de la nobleza báltica, le mostraba sus versos a su madre para que se los censurase. En una ocasión, le escribió incluso el padrenuestro.

—Porque con las normas del Tercer Departamento —explicó—, habrá que eliminar buena parte del padrenuestro.

Y cuando logró demostrar que no iba desencaminado en eso, hasta Alexéi esbozó una sonrisa.

A la vieja Arina le dedicaba una broma tras otra.

—Mi querida niñera, mi palomita —le decía—, no podemos tener a una vieja con la cabeza llena de cuentos para que se ocupe del joven amo Misha. Él necesita una institutriz inglesa, que es lo que se lleva hoy en día. Mandaremos traer una.

El niño, por su parte, quedó fascinado de inmediato por aquel magnífico tío que hacía versos y divertidos dibujos.

—Misha, tú eres mi osito —le decía Serguéi, y el pequeño lo seguía a todas partes.

Serguéi y su amigo hacían una divertida pareja. Karpenko, de veinte años, era bajo, moreno, de facciones delicadas y carácter algo tímido. Se notaba a las claras que le tenía mucho afecto a Serguéi, el cual lo trataba con miramiento. Animado por Serguéi, al ucraniano se le iluminaban los ojos y entonces efectuaba geniales imitaciones de todo aquel que se le ocurría, desde un campesino ucraniano hasta el propio zar. Karpenko le enseñó a Misha a bailar como un oso y, después de que el sacerdote de Russka los visitara un día, efectuó una imitación tan graciosa de aquel gordo y voraz párroco encargando una comida, al tiempo que trataba de arreglarse la barba pelirroja sobre su prominente barriga, que hasta Alexéi rio a carcajadas.

Después del frío invierno y de la muerte de su madre, el pequeño Misha tenía la impresión de hallarse en un extraño y nuevo mundo, inundado de luz y mágica sombra, que le encantaba, pero cuyo código no siempre conseguía descifrar.

El caso era que en la finca de Bobrovo flotaba una marcada sensualidad en el aire.

Estaba la joven Arina, a quien, con su cuerpo tirando a rollizo y su pelo rojizo, Misha consideraba guapa. Los ojos azules de la muchacha parecían adquirir un brillo de excitación siempre que veía a su tío Serguéi o a Karpenko. De Serguéi se mantenía, sin embargo, apartada, aunque dejaba que el moreno ucraniano le rodeara el talle con el brazo.

El tío Serguéi era una maravilla, no cabía duda. Todo el mundo lo quería. Se pasaba horas hablando con el instruido tío Ilia, a menudo en francés, y le gustaba sentarse a los pies de la vieja Arina y declarar: «He leído todos los cuentos de Krilov, pero ni él los contaba como tú». Por eso Misha se quedó desconcertado el día en que vio que su padre miraba con mala cara a Serguéi cuando este estaba de espaldas.

—¿Es que papá no quiere a Serguéi? —le preguntó a la tía Olga.

—Claro que sí —le respondió ella.

Y cuando, venciendo la timidez, le formuló la pregunta a su padre, Alexéi le contestó lo mismo.

Muchas veces, cuando iban todos a pasear por el camino rodeado de abedules que había detrás de la casa, notaba que Karpenko procuraba caminar al lado de la tía Olga. Una vez oyó que esta, entre risas, le decía a su tío Serguéi: «Tu amigo está enamorado de mí». ¿Podía estar enamorado Karpenko de dos mujeres a la vez?, se preguntó el chiquillo. Y luego estaba Pinegin, con su pipa, sus claros ojos azules y su casaca blanca. Estaba siempre allí, observando en silencio, esbozando una tenue sonrisa de vez en cuando. Tenía, sin embargo, un halo de dureza y reserva que al niño le inspiraba cierto temor.

—¿Eres soldado? —le preguntó en una ocasión Misha, mientras estaban reunidos todos en el porche.

—Sí —confirmó Pinegin.

—¿Y los soldados matan personas?

Pinegin asintió tras aspirar una bocanada de humo.

—Mata personas —anunció Misha a los mayores.

Todos se echaron a reír, pero él no vio dónde estaba la gracia, de modo que por esa tarde renunció a intentar comprender algo y se marchó a jugar con Timoféi Románov.

Olga constató con alivio que había transcurrido una semana entera sin que se produjeran percances. Todos sabían que había que mantener apartados a Serguéi y a Alexéi, y obraban con prudencia.

Había olvidado lo divertido que era su hermano. Era como si conociera a todo el mundo y lo hubiera visto todo. Le contaba escandalosas anécdotas de los líos, duelos y romances ilícitos de la gente de Moscú y San Petersburgo, pero siempre con un lujo de detalles tan inverosímil que a Olga le dolía la barriga de tanto reír.

Una tarde, después de escuchar sus chismes, se interesó por su propia vida amorosa, intrigada por si habría habido muchas mujeres en su vida. La respuesta la pilló totalmente desprevenida, pues Serguéi la llevó a un rincón tranquilo, donde le entregó un pequeño cuaderno que sacó del bolsillo. En cada página había columnas de nombres, acompañados de un breve comentario.

—Mis conquistas —explicó—. Las de la izquierda son amigas platónicas. Con las otras, me he acostado.

Era increíble. A Olga le costó dar crédito, además, a algunos nombres que constaban allí.

—¿La virtuosa María Ivánovna se fue a la cama contigo, tunante?

—Lo juro.

A continuación, le detalló los pormenores gráficos de la relación, provocando en ella un torrente de carcajadas.

—No sé qué vamos a hacer contigo, Seriozha —dijo.

Solo dos cuestiones preocupaban a Serguéi Bobrov, y de ninguna de ellas podía hablar con nadie.

La primera tenía que ver con un nimio incidente que se había producido el día antes de su partida de Moscú. Caminaba por la calle con su criado —un joven siervo de la propiedad de Russka— cuando ocurrió. Fue tan acusada su sorpresa que, sin pensarlo, pronunció algunas palabras imprudentes que podían tener repercusiones muy graves en otras personas. No estaba seguro de lo que había captado el criado, pero, de todos modos, se apresuró a advertirle con severidad.

—Sea cual sea la idea que te has formado de lo que he dicho, no has oído nada…, a menos que quieras sufrir el látigo. ¿Entendido?

Después le había dado unos cuantos rublos.

Desde que llegaron a Russka, lo observaba, y al parecer todo iba bien. Al cabo de una semana, se olvidó del asunto.

El otro, sin embargo, no era tan fácil de obviar. Regresaba a su mente todos los días y, por una vez, no sabía qué hacer.

Parecía una idea inofensiva. Hasta Alexéi aceptó cuando, en la segunda semana de su estancia allí, Serguéi propuso que representaran una obra de teatro. Había encontrado algunas versiones francesas de las piezas de Shakespeare.

—Ilia y yo traduciremos algunas escenas al ruso —anunció—. Después, todo el mundo hará un papel.

Al fin y al cabo, aquello les procuraba algo con lo que distraerse.

¿A qué se debía entonces el temor de Olga? Ni ella misma lo sabía. Al principio, de hecho, aquella nueva actividad le deparó dos agradables sorpresas. La primera guardaba relación con Ilia.

Su hermano mayor nunca le había inspirado mucho respeto, a decir verdad. Recordaba que, cinco años atrás, todos habían concebido esperanzas de que el viaje por Europa mejorara su salud y le sirviera de impulso para ponerse a hacer algo. Tras su estancia en Francia, Alemania e Italia, había regresado más delgado y con un aire más decidido. Había conseguido una buena colocación en San Petersburgo y parecía que podía labrarse una carrera, pero, al cabo de un año tan solo, renunció al puesto y volvió a Russka. Había que reconocer, en su favor, que había intentado participar en las actividades provinciales, pero pronto lo invadió el desánimo por la falta de resultados y la tosquedad de la aristocracia rural. Fue como si se hundiera en una especie de letargo. Y así seguía, viviendo con su madre. Se pasaba el día leyendo y casi nunca se levantaba antes de mediodía, igual que cuando Olga era una chiquilla.

Pero entonces vio a Ilia pletórico de entusiasmo. Trabajaba con Serguéi durante horas. Su plácida cara adquiría una expresión de exaltada concentración e incluso caminaba de un lado a otro, agitando las manos, mientras Serguéi escribía lo que dictaba.

—Él traduce y yo pulo el texto —explicó Serguéi—. Es muy bueno traduciendo, ¿sabes?

Por primera vez, Olga tuvo una idea de lo que el pobre Ilia podía haber sido.

Los ensayos se iniciaron en un clima de alegría. En los largos y cálidos atardeceres, mientras las sombras se alargaban y unos arbustos próximos despedían un delicioso perfume a lilas, se reunían junto a un tilo que había delante de la casa y ensayaban. Primero leyeron algunas escenas de Hamlet, con Serguéi en el papel de Hamlet, y Olga en el de Ofelia. Tatiana también participaba; Alexéi era el malvado tío de Hamlet; Karpenko y Pinegin se repartieron los otros personajes. El soldado interpretaba con meticuloso aplomo, mientras que el ucraniano estaba hilarante en el papel del fantasma.

—¿Y yo quién voy a ser? —había preguntado el pequeño Misha.

—¡Tú eres el oso! —le dijo Serguéi.

—Si no hay ningún oso en Hamlet —objetó en voz baja Olga.

—Pero Misha no lo sabe. Ni tampoco Alexéi, ahora que lo pienso —añadió con malicia, provocando un ataque de risa en su hermana.

El segundo descubrimiento de Olga le causó aún mayor asombro. Tenía que ver con Serguéi. Estaban representando una escena protagonizada por los dos tímidos enamorados cuando lo advirtió por primera vez. Luego, mientras escuchaba con atención las otras escenas, cayó en la cuenta de su alcance, pues si bien Ilia se encargaba de traducir el texto al ruso, era Serguéi quien lo ponía en verso.

Era brillante, tan hermoso, tan lleno de sentimiento que la dejó atónita. La voz de Serguéi al recitar aquellos espléndidos versos se tornaba también musical y bella.

Recordó al díscolo muchacho que le había ofrecido su amistad incondicional. Conocía al pícaro y al mujeriego que la hacía reír, pero allí se le había aparecido, de repente, otro Serguéi que se ocultaba tras la fachada de frivolidad, dotado de una vertiente poética, profunda incluso, que la conmovió.

—Debes seguir escribiendo, Seriozha —le dijo con un nuevo respeto—. Tienes talento.

El problema era Alexéi.

Él no tenía la culpa. Aunque pecaba de rigidez, su actuación no era mala. Lo grave era su manera de hablar, pues, mientras que Ilia y Serguéi hablaban, como hombres educados, francés y ruso con elegancia, Alexéi, que se había incorporado a la vida militar siendo casi un chiquillo, había aprendido el francés de preceptores de poca monta, y el ruso de los siervos de Russka. El resultado era un tanto lamentable.

—Habla el francés como un provinciano y el ruso como un siervo —resumió de forma certera, aunque poco compasiva, Serguéi.

Aquella curiosa deficiencia no era inusual entre los hombres de su clase en aquella época, ni tampoco se notaba mucho en la conversación cotidiana, pero cuando recitaba los bellos poemas de Serguéi, su torpeza era perceptible y este, riendo, tenía que corregir su sintaxis para impedir que le cambiara el sentido a una frase.

—Hablo suficientemente bien para lo que necesita un soldado —rezongaba Alexéi.

No obstante, Olga advertía su incomodidad.

Aun así, las cosas transcurrieron bastante bien con Hamlet, de modo que convinieron que harían algunas escenas de Romeo y Julieta.

—En las que también hay, cómo no, un oso —puntualizó Serguéi.

Una tarde, mientras Serguéi e Ilia estaban ocupados con la traducción, Olga decidió ir a pasear con el joven Karpenko y Pinegin por uno de sus recorridos preferidos, la loma de detrás de la casa.

Hacía un tiempo perfecto. Los abedules despedían un resplandor plateado bajo el sol, proyectando una sombra llena de matices. Pese a sus miradas de adoración, Karpenko estaba demasiado dominado aún por la timidez para conversar mucho. Pinegin vestía su casaca blanca, como de costumbre, y fumaba en pipa. Después de pasar dos semanas escuchando la animada charla de Serguéi, Olga encontraba bastante agradable el silencio del soldado.

Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que, aunque estuviera enamorado de ella, Karpenko era inofensivo. De hecho, su timidez era tan acusada que a ella le gustaba sonsacarle información sobre sí mismo. De este modo se había enterado, por ejemplo, de que era de la provincia de Poltava, situada al sureste de Kiev, y de que provenía de una antigua familia cosaca.

—Mis hermanos son tipos fornidos. Yo soy el único menudo —explicó a modo de disculpa.

Un día, tras muchas preguntas, había reconocido que él también deseaba abrirse camino como escritor.

Como era habitual, pues, después de caminar un rato, comenzaron a charlar y, alentado por Olga, el joven cosaco comenzó a hablar de su amada Ucrania. Era una maravilla oírle, un placer ver el tenue brillo de sus ojos mientras describía las casas encaladas con sus tejados de paja, los extensos campos de trigo surgidos de la fértil tierra negra, los viñedos y limoneros que crecían junto al mar Negro, los enormes melones que se cultivaban en su propio pueblo.

—El sur es otro mundo —admitió—. La vida es más fácil. Incluso hoy en día, si se necesita más tierra no hay más que ponerse a arar en la estepa, que no tiene fin.

Su evocación había sido tan espléndida que Pinegin asintió con la cabeza.

—Así es —corroboró—. Yo he estado allí y es como dice.

Aquella afirmación impulsó a Olga a concentrar la atención en el taciturno soldado para tratar de sonsacarle algo.

Sabía todavía muy poco de él. ¿Qué clase de vida había llevado? ¿De dónde era? ¿En qué lugares había servido en el Ejército? ¿Había estado siempre tan solo o había tenido personas allegadas en el pasado, amantes tal vez? Y, sobre todo, ¿qué pensaba de su vida aquel hombre que daba la sensación de saber tanto y que, sin embargo, apenas decía nada?

—Ahora le toca a usted, Fiódor Petróvich —señaló—. Dice que ha estado en el sur. Cuéntenos algo.

—Estuve en Ucrania de paso —respondió—. Pero he servido aún más al sur, en las montañas del Cáucaso. ¿Quiere saber algo de esa tierra?

—Por supuesto —confirmó con una sonrisa—. Adelante.

El militar tardó un momento en iniciar, con voz pausada, su exposición. Con una expresión de lejanía en el rostro, empleaba palabras simples, propias de un soldado, pero elegidas con acierto. Olga estaba encandilada.

Le habló de los elevados puertos georgianos que ahora pertenecían a Rusia y de otros más distantes, habitados todavía por tribus salvajes. Le describió las cabras monteses; los tremendos barrancos en cuyo fondo podían verse, desde una altura de tres mil metros, a los pastores con sus rebaños; las nieblas sobre las que se sucedían, hasta donde alcanzaba la vista, los nevados picos despidiendo un brillo entre blanco y rosado. Le habló de las diferentes tribus cuyos miembros vestían abigarradas túnicas y holgadas zamarras —los georgianos, los circasianos y los remotos descendientes de los alanos radiantes, los altivos osetos—, y que podían aparecer de repente como salidos de la nada.

—Un día son amables y al siguiente te reservan una bala.

Olga lo veía todo como si hubiera estado allí.

—Una vez estuve en la parte meridional de la estepa —prosiguió Pinegin—, en el borde del desierto. Es una región extraña.

Entonces le habló de las pequeñas fortalezas que había entre el mar Negro y el Caspio, y de los tártaros y otras tribus turcas que hacían que aquellas fronteras fueran tan peligrosas. Olga imaginó algo enorme, duro, insondable, y a la vez dotado de una claridad implacable.

Mientras escuchaba, surgían en su interior otros interrogantes. Aquel hombre tenía algo distante, algo a lo que nadie podía acceder. ¿Habría hecho suyo tal vez el carácter de aquellas escabrosas y solitarias regiones en las que había vivido? ¿Era peligroso, como decía Alexéi? Si la respuesta era afirmativa, no estaba segura de que no le añadiera un raro atractivo.

Mientras meditaba sobre aquello, con la esperanza de incitarlo a que continuara hablando de sí mismo, Serguéi apareció de pronto en el camino.

—¡Hemos acabado! —gritó—. Yo seré Romeo; tú, Julieta. —Luego, en un susurro, agregó—: ¿Te ha estado aburriendo?

Olga le pidió a Dios que Pinegin no lo hubiera oído. En cualquier caso, si este lo oyó, no dijo nada, y los cuatro emprendieron juntos el camino de regreso.

Misha Bobrov miraba a los mayores sentado al lado de la joven Arina. Había sido un día muy caluroso y todo el mundo se hallaba en un estado de modorra. Ensayaban una escena de Romeo y Julieta.

Había visto que su padre se equivocaba dos veces al decir los versos y que el tío Serguéi lo corregía. Pero no parecía nada importante, porque el tío Serguéi reía. Su padre se había puesto un poco colorado.

—Es muy bonito, Seriozha —lo alabó Olga—, pero por hoy es suficiente. Tengo que sentarme ahora mismo.

—Té —pidió Serguéi a Arina—. Necesitamos té.

Mientras la muchacha se iba hacia la casa, el pequeño Misha se acercó a su tío Serguéi. Él también tenía mucho calor. Abrigaba la esperanza de que, si todos se sentaban, el tío Serguéi le contara un cuento.

—¿Qué hay, osito? —le dijo este, alborotándole el pelo.

Entonces su padre se volvió hacia él.

Fue un incidente casi insignificante, pero, aun así, como uno de esos relámpagos que desde la lejanía avisan de la proximidad de una tormenta, Olga debió haber captado su verdadero significado.

Apenas le sorprendió que, de repente, Alexéi anunciara que se iba a dar un paseo al que nadie tenía ganas de acompañarle. Entonces, sin embargo, se volvió hacia su hijo, que en ese momento se encontraba al lado de Serguéi, y le preguntó:

—¿Y tú, Misha, vienes?

Fue un gesto discreto, poca cosa. El niño solo alzó, dubitativo, la vista hacia Serguéi. No pasó nada más, pero fue suficiente. Olga vio que Alexéi daba un respingo y se crispaba.

—Prefieres estar con el tío Serguéi que conmigo —dijo en tono amargo.

Intuyendo su error, el niño se ruborizó.

—Oh, no —respondió con seriedad, acudiendo al lado de Alexéi—. Tú eres mi papá.

Alexéi dio media vuelta y se alejó con el pequeño, pero Olga reparó en que no le daba la mano y, recordando que pronto los dejaría para luchar contra los turcos, sintió lástima por los dos.

Era muy oportuno, pensó Olga, que para la noche siguiente Serguéi hubiera dispuesto que acudieran unos músicos de Russka para amenizar un baile —un bal, como decían ellos—. Quizás eso disiparía la tensión.

Fue una velada deliciosa. Como si se hallaran en la ciudad, Olga se recogió el tupido cabello y se puso un vestido de gasa con vaporosas mangas y unas primorosas zapatillas de baile con cintas rosa; los hombres vestían de uniforme y se turnaban para bailar con ella y con Tatiana a la luz de un centenar de velas, mientras los criados y las dos Arinas los miraban sonrientes.

La estrella de la noche fue, con todo, el joven Karpenko, que tomó prestada una balalaica y enseñó a los músicos pegadizas melodías ucranianas. Después realizó una exhibición de danzas cosacas, y tan pronto estaba en cuclillas, estirando ora una pierna, ora la otra, como daba grandes saltos siguiendo el frenético ritmo de la música. También hizo una brillante ejecución de una majestuosa danza georgiana, para la que se caló un gorro de piel de cordero, y muy rígido, con la espalda estirada hacia atrás, recorrió la sala con medidos y precisos pasos mientras volvía la cabeza a un lado y a otro, de manera que casi parecía que flotara.

—Es bueno —observó Pinegin—. Yo lo sé porque estuve en esas tierras. Bailando parece que mida dos palmos más —añadió con una irónica sonrisa.

Olga encontró divertido que, al cabo de unos minutos, el cosaco desapareciera en el porche con la joven Arina y no regresara hasta al cabo de un rato.

Hacia el final de la velada, cuando los otros estaban fuera, Olga se encontró bailando a solas con Pinegin. Este llevaba su habitual uniforme blanco, pero entonces le pareció que le favorecía. También advirtió que bailaba muy bien, sin estridencias, con movimientos firmes y controlados, fáciles de seguir. Era una agradable sensación.

Luego, todos volvieron de improviso.

—¡Una mazurka! —gritó Serguéi a los músicos.

Casi sin tomarse la molestia de esperar el consentimiento de Pinegin, se la llevó haciéndola girar a toda velocidad por la habitación, mientras aquel se retiraba a un lado en silencio.

—Tuve la suerte —le explicó Serguéi a Olga— de recibir, en persona, clases del gran maestro Didelot.

Olga, sin embargo, descubrió con sorpresa que habría preferido que no hubiera interrumpido su baile con Pinegin.

El trueno precursor de la tempestad que estaba a punto de engullirlos los pilló a todos, incluida a Olga, por sorpresa. Se produjo a la mañana siguiente, cuando Serguéi estaba en la caseta de baño.

Nadie en Rusia, de la familia imperial al más miserable siervo, concebía la vida sin el tradicional baño ruso. Parecida a la sauna escandinava, la caseta de baño contenía una estufa que calentaba una gruesa capa de piedras sobre las que se echaba agua para llenar de vapor la habitación. El que quisiera estimular la circulación, se daba unos azotes con una rama de abedul. En las ciudades, las casas de baños tenían capacidad para muchas personas a la vez; en la caseta de la propiedad de los Bobrov, cabían tres o cuatro personas.

A Serguéi le encantaba tomar el baño: en verano salía corriendo después para zambullirse en el río; en invierno se revolcaba en la nieve. Justo cuando sacaba la despeinada cabeza del agua para aspirar aire, el pequeño Misha llegó a la carrera gritando:

—¡Tío Serguéi! ¿A qué no sabes qué ha pasado? Han venido a arrestar al cura de Russka.

Era verdad. Dos horas antes, aquel sacerdote gordo y pelirrojo se había quedado atónito al ver llegar a tres gendarmes del Tercer Departamento, que procedieron a realizar un metódico registro de su casa. En cuestión de una hora, la desconcertante noticia circulaba por todo el pueblo, el monasterio y hasta Bobrovo.

Olga adivinó enseguida lo que había pasado. Lo adivinó y el alma se le cayó a los pies.

—Ay, Seriozha —murmuró—, ¿qué has hecho?

—Poca cosa —confesó con una pícara sonrisa su hermano.

Había enviado una carta anónima al Tercer Departamento, en la que denunciaba que el sacerdote tenía una prensa ilegal de tendencia masónica y que repartía panfletos.

—Pero ¿quién va a creer tal cosa? —adujo su hermana.

—Es increíble, ¿eh? Pues, por lo visto, los gendarmes no son de la misma opinión.

—Ay, Seriozha.

No sabía si echarse a reír o a llorar. Era de dominio público que el departamento de Benkendorf estaba saturado de trabajo debido a las falsas acusaciones que les llovían de todas partes, y que algunas de sus investigaciones habían sido extrañas, por no decir estrafalarias.

—Dios te ayude cuando Alexéi se entere —dijo Olga.

Al mediodía, los gendarmes se fueron sin haber encontrado nada. Justo después de su partida, Alexéi pasó por Russka de vuelta de un paseo a caballo. El tembloroso sacerdote le contó lo ocurrido. Como Olga, Alexéi adivinó al instante de dónde provenía aquella acusación.

Por eso, al ver a Serguéi esa tarde sentado con la familia, le lanzó una mirada de helado desprecio y, sin más preámbulos, le espetó:

—Te arrepentirás de esto, y mucho, te lo garantizo.

Alexéi se llevó una sorpresa cuando esa noche el criado de Serguéi solicitó una discreta entrevista con él.

Para los siervos de los Bobrov, la posición de Serguéi había sido siempre algo intrigante. Cuando su padre murió, vieron que las propiedades pasaban a sus hermanos, pero, aunque las divergencias de aspecto con el de sus hermanos habían causado ciertas conjeturas subidas de tono, en general habían supuesto que eran sus extravagancias el motivo de su exclusión. Algo era en todo caso seguro: si había que optar entre su amo Alexéi y el joven Serguéi, no cabía duda del lado por el que convenía apostar.

Los criados de una casa siempre están al corriente de lo que sucede en ella. Ellos habían percibido la creciente enemistad entre Alexéi y Serguéi. Al cabo de unos minutos de que lanzara su amenaza, todo el mundo lo sabía. El joven siervo había reflexionado largamente sobre su situación, antes de decidirse a hacerle esa noche al hermano mayor una exposición pormenorizada de cierto asunto. Cuando acabó, el amo parecía satisfecho.

—Has hecho bien en decírmelo —aprobó Alexéi—. No le hables a nadie de esto. Si acaba bien, dispensaré a tu familia del obrok de todo un año.

El criado quedó encantado.

Y, ese mismo día, Alexéi puso en marcha ciertas pesquisas.

Más tarde, Olga se sentiría responsable de lo ocurrido. Sin embargo, ella había obrado con la mejor intención.

Durante todo el día siguiente hubo un clima de tensión terrible en la casa. Alexéi parecía una caldera a punto de estallar. Cenaron en un silencio casi total. Después, Olga trató de convencer a Serguéi para que diera un paseo con ella, pero él rehusó con obstinación y continuó sentado en un extremo del salón, mientras, en el otro, Alexéi fingía no verle. Todos hablaban en voz baja, pero, viendo a los dos hermanos, Olga temía que cualquier palabra actuara de chispa para iniciar una pelea. Serguéi, en particular, parecía con ganas de provocar a su hermano mayor. ¿Qué podía hacer ella para mantener la paz?

Entonces, al mirar a Karpenko, creyó tener un momento de inspiración.