¡Cuánto había durado aquel vagabundeo! Durante el primer año, había decidido varias veces emprender el camino hacia el sur. Como mínimo, había localizado mercaderes dispuestos a llevarlo y había llegado a inspeccionar sus barcos. Pero, todas las veces, una fuerza invisible lo había empujado a echarse atrás. De la misma forma que la tensión de la superficie retiene un objeto liviano cuando se intenta sacarlo del agua, una fuerza subterránea parecía impedir a Ivanushka despedirse de su tierra natal, para embarcarse en el gran río que lo llevaría hacia la vida religiosa. A veces era casi como una fuerza física, un enorme lastre de inercia que lo obligaba retroceder.
Cuando el dinero que tenía comenzó a menguar, se dio al juego…
«Si gano —razonaba—, significará que Dios quiere que entre en el monasterio. Pero si pierdo todo el dinero para el viaje, es evidente que no es eso lo que quiere.» Aplicando aquel razonamiento, no tuvo que jugar mucho antes de quedarse sin un céntimo.
No era que Ivanushka le diera conscientemente la espalda a Dios, sino que, recurriendo al autoengaño, pensaba llegar a él por una vía más cómoda. Con el transcurso del tiempo, no obstante, cayó en un estado de letargia en el que se intercalaban fases, cada vez más frecuentes, de entrega a la bebida. Iba sin propósito alguno de ciudad en ciudad, tan incapaz de trasladarse hacia el sur como de regresar a su casa. Durante el segundo año comenzó a robar.
Se trataba solo de pequeñas cantidades, con lo que logró incluso convencerse a sí mismo de que en realidad no eran robos. «Al fin y al cabo —aducía—, ¿qué más da que les quite algo a los ricos? Y, además, ¿no dejó el mismo Jesús que sus discípulos recogieran las espigas de grano en los campos?» A menudo, antes de cometer un hurto, propiciaba en sí mismo una especie de desdeñosa furia. Se decía que él mantenía una proximidad con Dios, mientras que las víctimas de sus robos eran unos seres despreciables y codiciosos que recibirían su castigo. Después de comprar comida y bebida con el fruto de sus robos, pasaba varios días vagando por el campo, embargado por esa especie de leve júbilo que produce el hecho de tener el estómago medio vacío y que él interpretaba como un estado de gracia.
Los inviernos eran muy duros. Ni robando salía adelante, pues no era posible vivir a la intemperie. Había viajado entre iglesias y monasterios como un izgoi, viviendo de la caridad. Varias veces había estado a punto de congelarse.
En una ocasión había visto a su padre. Un día de primavera, caminaba sin rumbo por los bosques próximos a Chernígov cuando, de repente, oyó un galope de caballos.
Escondido tras un roble, vio pasar una comitiva de aristócratas con su séquito. Vio al joven príncipe Vladimiro entre ellos, y casi a su lado a su padre y a su hermano Sviatopolk. Ígor, con un sombrero de marta cibelina y un halcón posado en la muñeca, escuchaba con una sonrisa fría y sardónica en los labios algo que le contaba, entre carcajadas, el príncipe.
Ivanushka advirtió con asombro que lo asaltaba el temor, un miedo tan profundo como el que hubiera podido experimentar un campesino. Eso no era todo, sin embargo: sentía, además, vergüenza. «Dios bendito —rezó—, que no me vean.» ¿No era acaso él un fracasado, un ser marginado de ese brillante mundo, tal como corroboraban el hambre y los sucios harapos que vestía? La perspectiva del bochorno y la repulsa que les produciría en caso de que lo reconocieran se le hacía insoportable. ¡Qué altos, qué fuertes, qué espléndidos e imponentes se veían! «Ese mundo tiene ahora las puertas cerradas para mí», pensó.
Sin embargo, no podía apartar la vista de ellos.
Cuando estaban a punto de desaparecer, vio algo más que lo dejó boquiabierto. Al final de la partida de cazadores, iban dos mujeres: una joven dama y una muchacha, una adolescente apenas.
Llevaban suntuosos vestidos y cabalgaban con desenvoltura y donaire. Las dos tenían los ojos azules y el pelo más rubio que había visto hasta entonces en una mujer. De improviso, allí agazapado detrás del árbol, tuvo la impresión de que había asistido a una visión, no de la corte real, sino del propio Cielo. «Son como ángeles», murmuró, mientras se preguntaba de dónde podían haber salido.
Al cabo de un momento, la visión se esfumó y se difuminaron los ruidos. El recuerdo de las dos muchachas, sin embargo, pese al paso del tiempo, permaneció en su interior para atosigarlo recordándole: «Ahora no eres más que un animal del bosque».
Era primavera cuando el azar llevó a Ivanushka a las proximidades de Russka. Entonces realizó su última tentativa de regeneración. «No puedo seguir así —resolvió—. O bien acabo con todo, o bien ingreso en el monasterio.» La idea de la muerte le inspiraba miedo y, bien mirado, ninguna regla monástica podía ser peor que la vida que llevaba.
Había solo un inconveniente: no tenía dinero.
Una cálida mañana de primavera, al mirar por la ventana del almacén de Russka, Zhydovyn vio holgazaneando enfrente a un andrajoso vagabundo. Ese día reinaba una quietud extrema en Russka, pues en el fortín, sin guarnición por aquel entonces, no había apenas nadie.
El Jázaro lo reconoció casi al instante, pero, como hombre precavido que era, lo disimuló; hasta mediodía, el vagabundo no se decidió a acercársele, con andar algo envarado.
—¿Sabéis quién soy?
Aun cuando la voz sonaba reposada, había en ella un asomo de rudeza, de desprecio incluso.
—Sí, Iván Ígorevich.
El Jázaro no se movió ni efectuó el menor gesto. Ivanushka bajó despacio la cabeza, como si rememorara algún hecho lejano.
—Una vez os portasteis bien conmigo.
Zhydovyn no respondió nada.
—¿Podría comer algo?
—Desde luego. —Zhydovyn sonrió—. Pasa adentro.
¿Cómo podía retener al joven allí?, se preguntó. Si intentaba hacerlo solo, no estaba seguro de lograrlo, pero a media tarde estaba previsto que regresaran al almacén dos de sus hombres. Con su ayuda, lo inmovilizaría y luego lo subiría en un barco que lo devolvería a Pereiáslav, junto a sus padres. Dejando a Ivanushka en el almacén, salió al patio al que daba su vivienda. Al cabo de unos minutos, estaba de vuelta con un tazón de kvass y una escudilla con pastelillos de mijo.
Pero Ivanushka se había esfumado.
Fue un descuido por parte del Jázaro no recordar que Ivanushka sabía dónde guardaba el dinero. No había mucho, pero sí el suficiente para continuar río abajo y llegar incluso a Constantinopla. «Como mínimo veré la ciudad», pensó.
Lamentaba haberle robado al Jázaro, aun cuando fuera por una buena causa. «De todas formas, no ha sido un robo —se excusó—, porque puede recuperar el dinero. Mi padre se lo dará. Apuesto a que padre hasta se alegrará de saber que por fin me he ido.» Lo cierto era que, mientras se abría camino por el bosque, Ivanushka no abrigaba dudas de que su punto de destino eran los monasterios de Grecia.
En cuanto a Zhydovyn, tras maldecirse por su estupidez, comenzó a preguntarse qué les diría a los padres de Ivanushka. Después de reflexionar largo rato, decidió no contarles nada. ¿Qué podría decirles que no les causara dolor?
En aquellos momentos, sentado a solas en el muelle, Ivanushka mantenía la mirada extraviada en dirección al agua. Sabía que el barco era su última oportunidad de llegar a la ciudad imperial antes de que se instalara el invierno.
Quería ir, o al menos eso había creído. Pero, durante el verano, en su interior se había producido algo nuevo y terrible: había perdido la fuerza de voluntad.
En los últimos tiempos, le sobrevenía a menudo un abatimiento que le impedía hacer nada, salvo permanecer sentado con la mirada perdida durante horas. Y cuando se desplazaba de un sitio a otro, era como si lo hiciese en sueños.
Había gastado ya la mitad del dinero robado. Aquella misma mañana había comprobado que solo le quedaban ocho grivnas de plata, lo justo para el viaje, y se había arrastrado hasta el malecón, resuelto a invertirlos en eso. Pero, para su propia desesperación, en el momento clave había sido incapaz de moverse.
«Aquí termina todo», pensó. Le parecía que no le quedaba otra opción después de su abyecto fracaso. «Caminaré por la orilla y acabaré de una vez.»
Fue justo entonces cuando reparó en el ruido producido por la hilera de esclavos que estaban sentados en el suelo detrás de él, en espera de ser conducidos al mercado. Alzó la vista sin interés y uno de ellos pareció agitarse. Encogiéndose de hombros, Ivanushka volvió a posar la mirada en el agua.
—Iván. Iván Ígorevich.
Se volvió.
Shchek llevaba un rato mirándolo. Ahora estaba seguro. Era tal su entusiasmo que incluso había olvidado que tenía las manos atadas. Aquel era el hijo del boyardo, el que decían que era tonto.
—Iván Ígorevich —insistió Shchek.
Esa vez, el estrafalario joven dio señales de reconocerlo vagamente.
Shchek se encontraba en una situación apurada. Iban a venderlo. Y ahí no acababa su desgracia, pues uno de los prisioneros acababa de susurrarle al oído la horrible noticia: «Los mercaderes buscan hombres para remar en los barcos». Todos sabían lo que aquello significaba: derrengarse remando en el río, transportar los barcos por tierra por los tramos de rápidos, tal vez incluso efectuar un peligroso viaje por mar. Era, además, muy probable que luego volvieran a venderlos como esclavos en los mercados de los griegos. A un esclavo podía ocurrirle de todo.
Una cosa era segura: nunca volvería a ver Russka.
Según la ley rusa, Shchek no debía estar allí. El zakup que trabajaba para enjugar su deuda no podía ser vendido como un esclavo normal, pero esas normas se violaban a menudo y, desde tiempo atrás, las autoridades no hacían nada para remediarlo.
En su caso, él mismo debió haber previsto que las cosas irían así, pues hacía dos meses que el anciano del pueblo de al lado, situado en territorio del príncipe, se había prendado de su mujer, y ella no lo había rechazado. Aun así, la traición se había producido tan de repente que lo pilló desprevenido.
Justo una semana antes, el anciano se presentó muy de mañana en su casa con unos mercaderes y lo arrancó literalmente de la cama.
—Aquí tenéis un zakup —les dijo sin contemplaciones—. Podéis quedaros con él.
Y, sin poder impedirlo, Shchek se halló viajando río abajo en dirección a Pereiáslav. Su situación era de absoluta indefensión: en el muelle había varios morosos como él.
Lo paradójico del caso era que, de haber dispuesto de tiempo, habría podido liquidar la deuda y recobrar la libertad. Lo habría conseguido incluso en tan solo diez años.
El medio habría sido la miel de las colmenas del bosque, cuya existencia mantenía en secreto. Desde que descubrió aquel tesoro oculto, lo había utilizado con discreción, vendiendo un panal o dos a los mercaderes que se encontraban de paso o incluso llevando algunos a Pereiáslav. Debía ser prudente, pues no tenía derecho a sacar beneficio de aquellos árboles. De todos modos, vendiendo la miel poco a poco había logrado reunir ya la suma de dos grivnas de plata.
Incluso había realizado más agujeros para las abejas. El bosque oculto se había convertido en una casa del tesoro para él, y aun cuando no podía extraer una compensación directa de aquel trabajo adicional, su secreto parecía haberle proporcionado un objetivo en la vida. Aquello se convirtió casi en una obsesión. Se sentía como el guardián de ese lugar, y había sabido mantener a buen recaudo el secreto. De vez en cuando hacía correr rumores: que había visto una bruja, o serpientes, por el camino que conducía allí. El bosque mantuvo su mala fama y nadie se acercaba por aquel lugar.
Esa era la paradoja sobre la que había estado cavilando: «Vivo junto a una inmensa riqueza. Sin embargo, se quedará allí, sin que nadie la disfrute, y yo seguiré siendo pobre». Debía de ser su destino.
Y ahora aquel curioso aristócrata caminaba despacio hacia él.
—Soy Shchek —exclamó—. ¿Me recordáis?
Qué aspecto más desastrado tenía el pobre Ivanushka. Pese a su miserable condición, el campesino sintió lástima de él, y, como no tenía otra cosa que hacer, le contó su historia al extraño joven, que se había plantado con aire distraído ante él.
Cuando acabó, Ivanushka clavó la mirada en el suelo un instante.
—Qué raro —murmuró—. Yo tampoco tengo nada.
—Bueno, os deseo suerte de todas formas —dijo Shchek con una sonrisa. No sabía por qué, pero sentía una especie de cariño por aquel noble vestido con harapos—. Acordaos de Shchek en vuestras oraciones.
—Ah, mis oraciones.
El joven pareció abstraerse.
—A ver, repítemelo —dijo por fin—, ¿cuánto debes?
—Ahora le debo al príncipe siete grivnas de plata.
—¿Y con esa cantidad serías libre?
—Por supuesto.
Con parsimonia, Ivanushka se quitó la bolsa de cuero que llevaba prendida del cinturón y la ató al de Shchek.
—Toma —dijo—. Hay ocho grivnas. Yo no las voy a necesitar.
Antes de que el asombrado campesino lograra articular una palabra, se alejó. «Al fin y al cabo, más vale que se quede con el dinero ese campesino —pensó—, puesto que yo voy a abandonar este mundo.»
El decurión encargado de los esclavos no era mala persona, de modo que, cuando regresó al cabo de un momento de la cantina donde estaba bebiendo, se alegró de veras por la buena fortuna de Shchek. Sabía que era un zakup y se apiadaba de su mala suerte.
—La propia Virgen debe de velar por ti —exclamó mientras cortaba las ataduras del campesino y lo abrazaba con afecto—. Tienes una suerte del demonio —añadió—. Nunca he oído nada semejante. Tendremos que comunicárselo al administrador del príncipe en el mercado. —Desvió la mirada—. Ahí viene.
Shchek no había visto nunca a aquel alto y moreno joven aristócrata que se acercaba con majestuoso paso por el muelle, pero no dejó de notar que parecía irritable. Cuando el decurión le contó lo ocurrido, se limitó a lanzarle una mirada furiosa al campesino.
—Evidentemente, ha robado el dinero —le espetó con frialdad al decurión.
—Los otros esclavos lo han visto —repuso este.
—Su palabra carece de valor —replicó, con una mueca de disgusto, el joven noble.
—¿Cómo podría robarlo, señor, con las manos atadas? —preguntó Shchek.
El noble le clavó una mirada de desprecio. Le tenía sin cuidado si aquel campesino endeudado vivía o moría, pero acababa de informar a un mercader de que había veinte esclavos en venta y aquel incidente suponía una disminución de la cantidad. No le gustaba que se le presentasen contrariedades.
—El individuo que dices que te dio este dinero… ¿dónde está?
Shchek miró a su alrededor. Ivanushka había desaparecido.
—Cogedle la bolsa —ordenó el noble al decurión.
Justo entonces se oyó un grito.
—¡Mirad!
Era uno de los esclavos, que señalaba a la orilla del río. Unos quinientos metros más abajo, una persona acababa de salir de entre los árboles.
—Es él.
—Id en su busca —ordenó el aristócrata.
Así fue como, minutos después, Sviatopolk se encontró observando con absoluto asombro a su hermano Ivanushka, quien, con los ojos vidriosos y expresión ausente, le devolvió una mirada apagada, sumido en el silencio.
—Soltad al campesino, ha pagado su deuda —declaró con calma Sviatopolk—. En cuanto a este perdulario —continuó, señalando a Ivanushka—, metedlo en la cárcel.
Sviatopolk estaba ideando un plan a toda prisa.
Las velas estaban encendidas. En un rincón, la Virgen proyectaba su mirada, desde la dorada aureola del icono, sobre los espacios en sombra de la gran sala. Los esclavos acababan de retirar de la mesa los restos de la cena.
Ígor estaba sentado en un macizo sillón de roble, con la cabeza, cubierta ya de canas, inclinada sobre el pecho. Tenía los ojos abiertos y la mirada atenta, y el semblante, aunque sosegado, conservaba aún la severidad de antes. Su esposa ocupaba otro sillón frente a él. No resultaba difícil adivinar que había llorado hacía un par de horas; pero en ese momento tenía la cara pálida, demacrada y, por orden de su marido, impasible.
Sviatopolk, ceñudo, contenía a duras penas su furia.
¿Qué mala estrella, se lamentaba, había hecho que su padre cruzara la muralla de la ciudad justo cuando llevaban al silencioso Ivanushka a la pequeña cárcel donde nadie habría reparado en él? A esas horas ya estaría ahogado, pensó Sviatopolk. Pues, ignorando que Ivanushka tenía previsto ahogarse solo, había tramado llevarlo al río esa noche y hundirlo en el agua. Era lo mejor para él, lo mejor incluso para sus padres, se decía. «Cuando encuentren el cadáver, deducirán que se suicidó y aquí acabará su sufrimiento por tener un hijo inútil. Además, lo único que haría el idiota sería pedir dinero.»
Pero el destino había intervenido. Había que reconocer que su padre se había mostrado riguroso desde el instante en que había encontrado a su hijo menor, obligándolo a caminar hacia la casa casi como a un prisionero. Y luego, durante la cena, le había exigido explicaciones.
Sviatopolk apenas había tenido necesidad de acusar a Ivanushka, pues él mismo, en una entrecortada exposición, había asumido sus culpas. Por ello, Sviatopolk consideró que era más sensato no expresar ningún reproche directo.
—Mi hermano ha perdido el camino —optó por sugerir—, y creo que casi ha perdido el alma. Quizá como monje pueda recuperarla. —La idea subyacente era que los monjes solían morir jóvenes.
Ígor se había encargado de hacer las preguntas, mientras su esposa escuchaba en silencio.
—¿Es posible que un hijo así sienta amor por su familia? —había murmurado en cierto momento Sviatopolk.
Por lo demás, el interrogatorio se había desarrollado sin su ayuda.
—Me has mentido y has mentido a todos —resumió, por fin, con severidad su padre—. Has malgastado la herencia que te entregué. Has llegado incluso a robar. Ni una palabra te dignaste hacernos llegar para que supiéramos si estabas vivo o muerto. Le partiste el corazón a tu madre. Y ahora, después de robar otra vez, le das el dinero a un desconocido e intentas irte precisamente del sitio donde viven tus padres.
Convencido de que no podía existir una acusación más completa que aquella, Sviatopolk observó satisfecho la escena, cargada de un tenso silencio.
Entonces Ígor perdonó a su hijo.
El gran invierno ruso, temible por su frío atroz, es a la vez una época de júbilo. Para Ivanushka, fue un periodo de curación.
Al principio, durante los meses de otoño posteriores a su vuelta a casa, pareció como si su cuerpo y su espíritu se vinieran abajo. El final de sus prolongadas penalidades provocó, como a menudo sucede, un desmoronamiento general. Contrajo un resfriado que no tardó en transformarse en una enfermedad que le ocasionó una hinchazón en la garganta, dolor en los huesos y unas punzadas terribles en la cabeza.
—Es como un yunque —murmuraba— sobre el que descargaran martillazos dos demonios.
Fue su madre la que lo salvó. Quizá se debiera a que era la única que lo comprendía. Así, cuando su padre quiso mandar llamar a uno de los médicos armenios o sirios de la corte del príncipe, hombres versados en la medicina del mundo clásico, Olga se negó.
—Nosotros tenemos remedios populares mejores que la medicina de los griegos y los romanos —afirmó—. Puedes avisar al monasterio, si quieres, y pedir a los monjes que recen por él.
Después se encerró en la habitación donde yacía postrado su hijo y no dejó entrar a nadie más.
Mientras él se revolvía en la cama, permanecía a su lado como una tierna y callada presencia, refrescándole de vez en cuando la frente, sin decir nada. Sentada junto a la ventana, parecía conformarse con mirar el cielo, leer el Libro de los Salmos o dormitar cuando él tenía un rato de sosiego. Hablaba cuando Iván quería conversar, pero nunca iniciaba un diálogo ni le dirigía siquiera una mirada. Estaba presente y ausente a un tiempo, inmóvil y calmada.
Fuera, las lluvias de otoño convirtieron el campo en una ciénaga de denso barro negro, y toda la naturaleza adoptó la apariencia de un alicaído pájaro mojado. El cielo tenía un color gris plomizo que se teñía de negro en el horizonte. En algún punto, detrás de su larga y sombría línea, el tremendo frío blanco se preparaba para avanzar hacia el este.
Entonces llegó la nieve. El primer día se posó sobre la estepa, como una interminable y brillante masa anaranjada, y se abatió sobre las húmedas calles en mansos torbellinos grisáceos. Al mirar por la ventana, más allá del pacífico y pálido rostro de su madre, Ivanushka tuvo la impresión de que la naturaleza cerraba una puerta, impidiendo el paso de la luz del cielo, pero estando a solas con ella en la habitación no le importaba. El segundo día hubo ventisca. Llegaba aullando, como si la inacabable estepa les mandara un ejército infinito de minúsculos demonios grises, decididos a precipitarse con furia sobre la ciudadela y abatirla. El tercer día, no obstante, se produjo un cambio. La tormenta amainó. Durante un rato, a mediodía, incluso se abrieron en el cielo claros que dejaron pasar algunos rayos de sol entre las nubes. Los copos de nieve que siguieron cayendo, por la mañana y por la tarde, eran voluminosos y livianos como plumas. Fue a partir de ese día cuando comenzó a recuperarse.
El invierno ruso no es, de hecho, tan terrible. Incluso en la más exigua cabaña, caldeada con la gran estufa de rigor, se está caliente como en un horno.
Una semana después de la nevada, un día diáfano y soleado, llevaron a Ivanushka envuelto en pieles a lo alto de las murallas de Pereiáslav.
La tierra estaba resplandeciente. Las doradas cúpulas de las iglesias de la ciudad centelleaban bajo el cristalino cielo azul. Abajo, las aguas del río discurrían junto a una reluciente orilla blanca, y a lo lejos, en la otra ribera, los bosques formaban una oscura y rutilante línea. Al este y al sur, entre retazos de árboles cubiertos por la nieve recientemente caída, se divisaba el comienzo de la impresionante estepa: una inmensa alfombra blanca que se prolongaba sin límite y despedía un tenue brillo.
De este modo, el grueso manto de nieve protege la tierra durante el invierno ruso.
Y durante ese invierno, como si de una benéfica capa de nieve sobre la tierra se tratara, Ivanushka disfrutó de la protección de su madre.
A ratos era como si volviera a ser un niño. Sentados junto al fuego, o al lado de la ventana, leían cuentos o recitaban los byliny que aprendió en la infancia.
El pájaro de fuego, los cuentos de doncellas de nieve, de osos del bosque, de príncipes embarcados en la búsqueda de riqueza o amor: ¿por qué le parecería que había tanta sabiduría en aquellos relatos infantiles, ahora que era mayor? El mismo lenguaje con que se narraban, con su sutil sentido del movimiento, su retorcido humor y su amable ironía, le parecía rebosante de vida y color, como la inacabable estepa.
La muerte visitó a la familia aquel invierno, con el imprevisto fallecimiento de la esposa de Sviatopolk tras una breve enfermedad. Aun cuando apenas la conocía, Ivanushka hubiera ido de buena gana a consolar a su hermano, pero, como este no daba muestra alguna de desearlo, no insistió.
Poco a poco, el largo invierno transcurrió. Iván recuperó la vida en aquel pequeño útero que le habían preparado y, a comienzos de primavera, cuando aún no se había fundido la nieve, salió dispuesto a abrirse otra vez al mundo.
Tenía la frente despejada y los ojos brillantes, y aunque estaba un poco abatido y a menudo se quedaba pensativo, se sentía entero, con fuerzas.
—Gracias —le decía a su madre—. He vuelto a nacer.
El mundo de Pereiáslav al que emergió era un hervidero de actividad.
Durante la lucha que habían mantenido los príncipes por el dominio de Kiev, el prudente príncipe Vsiévolod no había descuidado su vínculo con Pereiáslav, el eje de las fortificaciones fronterizas del sur. En comparación con Kiev, tenía solo unas cuantas iglesias dignas de mención y casi todos sus edificios eran de madera, pero dentro de sus sólidas murallas cuadradas, la ciudad representaba una fuerza que había que tomar en cuenta. La iglesia local, sobre todo, era tan poderosa y tan leal al patriarca de Constantinopla que, en ocasiones, el metropolita de Pereiáslav recibía un trato de mayor favor en la ciudad imperial que el de Kiev.
Mientras caminaba por la gran plaza central, mirando la pequeña iglesia de la Virgen que se alzaba junto al palacio del príncipe o la capilla que estaban construyendo sobre la puerta, Ivanushka experimentaba un sentimiento de bienestar.
Solía detenerse en los establecimientos de los vidrieros y admirar las delicadas piezas de brillante colorido destinadas a decorar una iglesia o la casa de algún noble. Incluso localizó un taller donde hacían broches de bronce para libros y compró uno para su madre. Aquellos fueron días placenteros.
Sin embargo, no bien se hubo recuperado comenzó a sentir una vaga inquietud. No conseguía definirla, pues se trataba solo de un borroso presentimiento. A medida que pasaban los días, no obstante, comenzó a tener la sensación de que se había tramado alguna clase de intriga en torno a él…, como si, mientras la nieve cubría la tierra, alguien hubiera estado excavando peligrosos túneles debajo. ¿De qué demonios podía tratarse?
Al principio ahuyentó aquellas sospechas de su mente, pues la noticia que al cabo de poco le comunicó su padre no podía ser más halagüeña.
—Lo he conseguido —le dijo con orgullo el boyardo a su mujer—. ¡Es tanta la amistad que me profesa el príncipe Vsiévolod que he podido pedirle un puesto para Ivanushka! Al final te incorporarás al servicio del joven príncipe Vladimiro —informó, radiante, a su hijo—. Sviatopolk está en su druzhina y ha hecho un buen papel. Ahora serás tú quien tenga la oportunidad de demostrar tu valía.
Ivanushka lo escuchó, rebosante de alegría.
Hacía tan solo dos días que su padre había realizado, sin darle mayor importancia, el siguiente comentario:
—Por cierto, mientras estabas enfermo, tu hermano y yo pagamos a todos tus acreedores. Tu nombre ha quedado limpio.
Suponiendo que se refería a Zhydovyn y a un par de personas más, Ivanushka dio las gracias a su padre y se olvidó del asunto. Hasta el día siguiente, en que su madre efectuó una pesarosa referencia a sus deudas, no se le ocurrió solicitar la lista de estas.
Entonces comprendió lo sucedido.
La lista era tremenda. En primer lugar, constaba, por supuesto, la deuda a Zhydovyn, pero el resto de lo detallado lo dejó sin respiración. Personas a las que no había visto nunca, en sitios en donde apenas había estado, habían asegurado que les había robado, o bien que le habían prestado dinero.
A excepción de dos casos, tenía la certeza de que sus afirmaciones eran falsas.
—¿Quién localizó a estos acreedores? —preguntó.
—Sviatopolk —respondió su padre.
De modo que ese era el sombrío laberinto subterráneo que habían estado excavando durante el invierno.
Su hermano había sido meticuloso. Parecía como si hubiera estado en todas las ciudades de la tierra de Rus. Las sumas no eran cuantiosas, en eso Sviatopolk había actuado con astucia, pero su número era tremendo.
—Tienes con tu hermano una deuda de agradecimiento —declaró con severidad Ígor—. Insistió en pagar la mitad del monto total.
—Él también se siente responsable de ti —agregó su madre.
Ivanushka comprendió la situación.
—Me temo que mucha de esta gente ha estafado a mi hermano —observó con tristeza, aconsejado por la prudencia que le habían proporcionado sus experiencias.
Viendo, sin embargo, que no lo creían, se guardó de añadir nada más y la cuestión quedó zanjada.
Al día siguiente, su padre lo llevó por fin a conocer al joven príncipe, a quien, debido a la pertenencia de su madre a la casa real griega, llamaban Vladimiro Monómaco.
El encuentro tuvo lugar en la sala del palacio del príncipe, cuyas altas y estrechas ventanas le daban un aire semejante al de una iglesia.
El joven príncipe se encontraba de pie en el otro extremo de la estancia cuando entraron Ivanushka y su padre. A ambos lados de él permanecían, en respetuosa actitud, media docena de nobles. Vladimiro vestía una larga capa que le llegaba casi a los pies, orlada de piel de marta y adornada con gemas que, aun en la penumbra, despedían un tenue brillo. En la cabeza llevaba un gorro ribeteado de armiño.
De su madre griega había heredado, a todas luces, aquel agradable rostro de larga nariz recta y grandes ojos oscuros de mirada serena. Aguardó a que se acercaran como un sacerdote ante un altar, inmóvil, como si su dignidad no emanara de sí mismo, sino de una autoridad alojada a buen recaudo en otro mundo. Después de efectuar una profunda reverencia, padre e hijo avanzaron unos pasos para volver a inclinarse otra vez. «Es como las pinturas de las iglesias», pensó tras lanzar una ojeada a aquellos ojos de mirada fija. Al llegar a su lado, Ivanushka se hincó de rodillas y le besó los enjoyados zapatos.
—Bienvenido, Iván Ígorevich —lo saludó solemnemente el príncipe.
Las cortes de la tierra de Rus no eran como las de Europa occidental. Al igual que los dirigentes de Bohemia y Polonia, los príncipes rusos no pretendían sumarse a la complicada red feudal de Europa, ni estaban interesados tampoco en sus costumbres o en las nuevas ideas sobre el honor caballeresco que florecían allí. Sus modelos se hallaban más bien en Oriente, pues, al fin y al cabo, todos los gobernantes de aquellas vastas tierras habían llegado del este.
Desde los antiguos escitas y alanos que todavía participaban en sus druzhina, desde los ávaros y los hunos, ya desaparecidos, desde los poderosos jázaros, los dirigentes de las tierras fronterizas habían sido siempre déspotas deificados procedentes de remotas tierras. Y en esa mitad oriental de mundo, no había ningún poder más antiguo y civilizado que el Imperio cristiano de los griegos de Constantinopla.
Por ese motivo, los príncipes rusos estaban aprendiendo a rodearse de un lujo oriental y copiaban la hierática formalidad de la corte imperial de Oriente. Monómaco sabía cómo hacerlo desde su nacimiento.
En ese momento, sin embargo, sorprendió a Ivanushka esbozando una agradable sonrisa.
—Tengo entendido que has viajado mucho.
Los cortesanos prorrumpieron en carcajadas y la cara de Ígor se tiñó de rubor. Todos estaban enterados de los vagabundeos de aquel necio de Ivanushka.
—No riais —los reprendió Vladimiro—. Si ha observado bien durante sus viajes, es posible que nuestro amigo conozca mejor la tierra de Rus que yo.
Con aquella simple apreciación, el príncipe se granjeó la lealtad eterna de su súbdito. A través de ella, Ivanushka percibió la gracia que hacía de Monómaco un príncipe querido, además de temido.
Luego, Monómaco despidió con un gesto a Ígor y los otros nobles e hizo que Ivanushka se sentara a su lado. Comprendiendo el nerviosismo del joven, comenzó a hablar con calma y desenvoltura hasta que este se halló en condiciones de tomar la palabra. Vladimiro le formuló preguntas sobre sus viajes e Ivanushka le respondió con gran sinceridad, de tal forma que, aunque el príncipe dio muestras de perplejidad en un par de ocasiones, en general pareció complacido.
Curiosamente, el joven príncipe le recordó a Ivanushka a su propio padre. Tenía un aire de rígida autodisciplina que impresionaba. No tardó en confiarle que pasaba muchas horas rezando, cuatro o cinco veces al día, y lo hizo con una seriedad muy parecida a la de Ígor. Cuando mencionó otro tema, en cambio, en su semblante apareció una expresión de regocijo casi infantil.
—¿Te gusta cazar?
Ivanushka respondió que sí.
—Estupendo —se felicitó con una sonrisa—. Antes de morir, quiero cazar en todos los bosques de la tierra de Rus. Mañana —añadió alegremente— vendrás a ver mis halcones.
Con todo, antes de concluir la conversación, el príncipe recuperó la gravedad.
—Eres nuevo aquí —observó en voz baja—, y hay otros que estaban antes que tú… —hizo una pausa—, entre ellos tu hermano. —Era una advertencia. No obstante, por más que lo miró, Ivanushka no percibió alteración alguna en su impasible semblante—. Te conviene proceder, pues, con calma —le aconsejó—. Yo te juzgaré tan solo por tus actos.
La entrevista había terminado. Ivanushka le ofreció, agradecido, una reverencia, y luego Vladimiro se volvió hacia sus cortesanos.
Fue entonces cuando Ivanushka la vio.
Iba detrás de su señora. Ya no era una niña, sino una joven; tanto ella como su señora eran tan rubias que no parecían reales. Recordó en el acto que las había visto antes, cabalgando por el bosque con su padre y la corte mientras él se escondía detrás de un árbol.
—¿Quiénes son? —preguntó al aristócrata que tenía al lado.
—¿No lo sabes? La mayor es la esposa de Monómaco. La otra es su doncella.
—¿De dónde son?
—De Inglaterra. Gytha es la hija del rey sajón Harold, el que mataron los normandos en Hastings hace diez años. La muchacha se llama Emma. Es una huérfana, hija de un noble, que la princesa se trajo de allí.
Ivanushka sabía que muchas personas se habían exiliado de Inglaterra después de que Guillermo de Normandía la conquistara el terrible año de la estrella roja. Algunos guerreros sajones habían viajado hasta Constantinopla para sumarse a la guardia de élite de nórdicos que servían al emperador. Otros habían emprendido una vida errabunda por Europa occidental. Y aquella princesa y su compañera de etérea apariencia habían llegado de algún modo a Kiev, y gracias a eso la sangre del rey sajón de Inglaterra se había unido con la de la casa gobernante de Rus.
El noble sonrió al reparar en la forma en que Ivanushka observaba a las jóvenes.
—De Gytha decimos: «Salió de un estanque cristalino y su padre fue el Sol».
Ivanushka asintió con la cabeza.
—¿Y de la muchacha?
—Lo mismo. Aún no está prometida —añadió, como sin darle importancia.
Cinco días más tarde, una soleada mañana, tras decir sus oraciones, Ígor mandó llamar a sus hijos.
Lo encontraron solo. Pese a su expresión animada, Ivanushka advirtió un leve asomo de preocupación en sus ojos, algo que le indicó que había estado absorto en profundas reflexiones.
—He decidido —anunció— que es hora de que los dos recibáis los ingresos que corresponden a un noble.
Algunos de los boyardos de más categoría de Kiev incluso mantenían pequeñas cortes propias. El honor de la familia exigía que los hijos de Ígor llevaran un tren de vida, como mínimo, holgado.
—Como sabéis —prosiguió Ígor—, el príncipe de Pereiáslav ha recompensado bien mis servicios. No soy, ni mucho menos, pobre. —Calló un instante—. Pero cuando dejé el servicio del príncipe de Kiev sufrí varios reveses financieros. Como consecuencia de ello, no somos tan ricos como yo hubiera deseado, y el coste del mantenimiento de las propiedades parece aumentar de año en año.
»Sviatopolk, tú ya tienes casa propia. Tú, Ivanushka, pronto te casarás, sin duda, y necesitarás atender los gastos domésticos. —Hizo una pausa, con el semblante grave—. Teniendo en cuenta esta circunstancia, he tomado la siguiente disposición.
Los dos hermanos lo escuchaban muy atentamente.
—De las rentas de las fincas que el príncipe me ha dado, yo me quedaré con la mitad. La otra mitad será para mis hijos. —Exhaló un suspiro—. En circunstancias normales, la parte mayor debería ser para Sviatopolk y la menor para Ivanushka, por supuesto. No obstante, dado que Sviatopolk ya recibe una buena suma del príncipe Vladimiro e Ivanushka no tiene por ahora casi nada…, y puesto que el dinero del que dispongo para daros es limitado…, os adjudico una proporción igual a los dos. —Calló, como si le pesara la fatiga después de haber tomado una dura decisión.
Ivanushka se quedó estupefacto, sin acabar de dar crédito a su buena fortuna. Sviatopolk permaneció un rato en silencio, pero, cuando por fin habló, lo hizo con extrema frialdad.
—Padre, os doy las gracias y acato vuestra voluntad —declaró—. Yo he servido a mi príncipe y he servido a mi familia. Pero, pregunto, ¿es justo que Ivanushka, que no ha hecho nada más que cubrirnos de deshonra y cuyas deudas acabamos de pagar, reciba exactamente lo mismo?
Ígor no contestó, pero Ivanushka adivinó que a él también lo había rondado aquella pregunta.
Sviatopolk tenía razón, reconoció, abatido. Él no lo merecía. La rabia de su hermano era comprensible. Si no hubiera aparecido él —rescatado prácticamente de la muerte—, la totalidad de la fortuna de Ígor hubiera ido a parar a Sviatopolk. Ahora tenía que renunciar a la mitad de lo que esperaba recibir, y todo por un estúpido despilfarrador.
—Ya he tomado la decisión —declaró Ígor con sequedad, dando por concluida la entrevista.
Cuando salían, Sviatopolk dirigió una breve mirada a Ivanushka. Su significado era, con todo, inconfundible. En sus ojos estaba escrita la palabra «muerte».
Al día siguiente, sentado en un rincón de la plaza del mercado, Ivanushka tomó a su vez una decisión.
La reunión del día anterior y la expresión de la cara de Sviatopolk lo habían dejado anonadado. «¿Es posible que me odie tanto, solo por el dinero?», se preguntaba. Entonces volvió con fuerza a su mente la conclusión a la que había llegado durante su lenta convalecencia. «Cuando vagaba por el mundo, robando a los demás y soportando aquellos terribles inviernos —pensaba entonces—, no tenía nada. Al final, estaba dispuesto a quitarme la vida. Solo cuando regresé y encontré el amor de mi familia, volví a sentir deseos de vivir. Es verdad, pues, lo que dicen los predicadores: el mundo no vale nada sin amor.» De este modo, en su pensamiento fue arraigando una nueva convicción: la vida es en sí misma amor; la muerte es la falta de amor. Aquello era la esencia de la verdad.
Ese día, al reflexionar en su situación respecto a Sviatopolk, llegó a una conclusión acorde con tales ideas: «¿De qué me sirve mi buena fortuna si solo es causa de odio en mi familia? Más me valdría no tenerla. Es mejor, pues, que renuncie a mi herencia. Que se quede Sviatopolk con ella. Dios me proveerá». Satisfecho por la sensatez de su resolución, se dispuso a cruzar la plaza.
Entonces notó un tirón en la manga y vio, con sorpresa, a un fornido campesino que le sonreía.
—Ah, tú eres el hombre a quien le di el dinero —dijo, correspondiendo a su sonrisa.
—Exacto —respondió, muy contento, Shchek—. Y, si no es indiscreción preguntar, ¿por qué tenéis tan mala cara, mi señor?
A Shchek no le faltaban motivos para estar contento. Además de haber recuperado la libertad, gracias a su tesoro secreto tenía esperanzas de ahorrar algo de dinero. Le alegró volver a ver a aquel extraño joven, aunque solo fuera para darle las gracias. Y como ya existía un vínculo entre ambos y no tenía a nadie más con quien hablar, Ivanushka le contó toda su historia.
«Qué buena persona es este noble —pensaba Shchek mientras lo escuchaba—. Tiene buen corazón. Y además —se recordó mientras escuchaba los últimos detalles—, le debo la libertad.»
Por eso, cuando Ivanushka acabó de hablar, el corpulento campesino se vio en la obligación de aconsejarlo.
—No renunciéis a todo, señor. Vuestro padre posee las propiedades de Russka, que son de escaso valor, pero creo que yo conozco la manera de sacar buen provecho de ellas. Renunciad, si queréis, a la parte que os ha concedido vuestro padre, y luego pedidle solo el pueblo de Russka… junto con el bosque que hay al norte —añadió.
Ivanushka asintió. Le gustaba Russka, de modo que no le pareció mala idea.
Esa noche, al escuchar la petición que Ivanushka le hizo a su padre, Sviatopolk apenas daba crédito a lo que oía.
—¿Russka? —dijo Ígor—. ¿Quieres solo las rentas de esa miserable aldea? ¿De qué vas a vivir?
—Me las arreglaré —respondió animadamente Ivanushka.
—Como quieras —concedió con un suspiro Ígor—. Solo Dios sabe lo que te conviene.
«Loado sea el Señor —se felicitó Sviatopolk—. Decididamente, mi hermano es tonto.»
Y con una tierna sonrisa, se acercó a Ivanushka y le dio un beso en la mejilla.
Dos días después, Ivanushka dejó estupefacto a su padre con una osada solicitud.
—Id a ver al príncipe Vladimiro, padre, y pedidle en mi nombre la mano de la muchacha sajona, la doncella de su esposa. Él es su tutor.
Ígor se quedó mirándolo, sin saber qué decir. Su hijo había renunciado a casi todas sus rentas y él sabía muy bien que el joven Monómaco, que profesaba un afecto paternal por la muchacha, no la entregaría a un hombre pobre. Pero, aun sin tomar en cuenta la cuestión del dinero…
—Pobre hijo mío —repuso, apesadumbrado—, ¿no sabes que Sviatopolk la pidió ayer en matrimonio?
A Ivanushka se le nubló el semblante.
—Pedídselo de todos modos —dijo, tras reflexionar un momento.
—De acuerdo —aceptó Ígor.
Cuando se hubo ido Ivanushka, no obstante, exhaló un suspiro diciéndose para sus adentros: «Me temo que hay que rendirse a la evidencia: este chico es tonto».
Monómaco comunicó su respuesta dos días más tarde, que, como correspondía a su habitual proceder, era amable y sensata.
—La muchacha se prometerá en matrimonio por Navidad. En ese momento, ella misma podrá elegir entre todos los pretendientes que cuenten con mi visto bueno. Desde ahora, los hijos del leal boyardo de mi padre, Ígor, cuentan con él. Ahora bien —puntualizó con prudencia el príncipe—, todo pretendiente que no pueda presentar pruebas de que está libre de deudas y dispone de unos ingresos de treinta grivnas de plata al año quedará descartado.
Sviatopolk sonrió al oírlo. Sus ingresos pasaban de las cincuenta grivnas, mientras que los de Ivanushka no superarían las veinte.
Ivanushka no comentó nada.
Dos días después, entró a caballo, en calidad de nuevo señor, en el pueblo de Russka.
La primavera se palpaba en el aire. Del suelo subía un cálido resplandor. En los cerezos despuntaban tímidamente las flores; mientras se dirigía al vado del río, oyó por primera vez aquel año el vuelo de una abeja.
Como el azar quiso que Shchek se hubiera ido río abajo ese día, Ivanushka ordenó al anciano que le acompañara en un recorrido completo por el pueblo. Los principales recursos que cabía esperar de él provenían de los impuestos pagados por todos los hogares. Un tercio de estos iba a parar al príncipe, de modo que él se quedaría con dos terceras partes. El fortín acarreaba, sin embargo, gastos que debía cubrir. Si dispusiera de medios para pagar trabajadores o comprar esclavos, podría explotar terrenos de la zona, pero aquello requería, además de dinero, tiempo, un valor del que también andaba escaso. Aun con suerte, concluyó, sus ingresos apenas superarían las veinte grivnas aquel año.
Ese maldito campesino ha debido de burlarse de mí, pensó mientras regresaba esa tarde a la fortaleza. Cuando este apareció unas horas más tarde, no lo encontró de muy buen humor.
—Mañana saldremos al amanecer —le prometió, sin embargo, el campesino.
Tras una noche de espera, mientras el sol flotaba aún a corta distancia de la tierra, Ivanushka descubrió el tesoro secreto de Russka.
Ivanushka se entregó a una febril actividad durante toda la primavera y el verano.
Permanecía al servicio de Vladimiro, tal como le correspondía; pero, debido a que había siempre una ligera tensión en el ambiente cuando Ivanushka y Sviatopolk estaban juntos en la corte, a menudo el príncipe hacía saber a Ivanushka que podía irse a Russka a inspeccionar sus propiedades, donde, según se decía en la corte, habían visto al excéntrico joven trabajando con los campesinos.
A comienzos de verano, el príncipe Vladimiro se trasladó al oeste para ayudar a los polacos en una campaña contra los checos, llevándose consigo a Sviatopolk. Durante los cuatro meses que permanecieron en Bohemia, a Ivanushka le llegaron elogiosas noticias del valor de su hermano mayor que, a pesar de hacerle sentir orgulloso, le produjeron también cierta tristeza.
—Tengo miedo de parecer, a ojos de la chica, un don nadie al lado de Sviatopolk —le confesó a su madre.
Durante aquellos meses vio poco a la muchacha. Esta pasaba casi todo el tiempo con su señora, que estaba encinta.
En Russka, no obstante, el trabajo proseguía con ritmo apacible.
En el curso del verano, el señor y el campesino cuidaron del bosque que albergaba la valiosa cosecha de miel. Tenía en torno a un millar de árboles, en una proporción de novecientos pinos y cien robles, y más de un centenar de enjambres.
Shchek construyó un almacén en Russka para guardar la cera. El robusto campesino contaba con la asistencia de dos hombres para proteger el lugar, pues la noticia había llegado incluso a Pereiáslav y había peligro de robos.
Ivanushka no abrigaba ya dudas de que el bosque le reportaría con creces la suma exigida por el príncipe. Pero ¿y la muchacha? ¿Conseguiría ganarse su corazón?
La verdad era que no tenía ni idea.
En la corte había conseguido intercambiar en varias ocasiones algunas palabras con ella, y creía —no, estaba convencido por la forma en que lo miraba— que no le era indiferente. Aun así, debía reconocer que muchos de sus pretendientes, incluido Sviatopolk, eran mejores partidos que él.
—¿Estáis seguro de que la queréis? —preguntó con curiosidad Shchek, a quien a menudo causaban extrañeza las costumbres de los nobles.
—Oh, sí.
Estaba seguro, aunque no sabía por qué. ¿Se debía a su mágica apariencia? No, era algo más profundo que eso. Sus chispeantes ojos azules transmitían una especie de bondad, y en la manera en que caminaba detrás de la princesa percibía algo indefinible, algo que le indicaba que había sufrido. Ese aspecto era muy atractivo para él. Muchas veces imaginaba su vida: una huérfana, obligada a ir de un sitio a otro con una princesa desposeída de su rango; una orgullosa niña a quien se le impuso la humildad que están obligados a demostrar quienes dependen de otros. En las breves conversaciones que había mantenido con la joven, había intuido en ella una comprensión de la vida y sus percances que pocas veces había advertido en las altivas y sobreprotegidas hijas de los boyardos.
—Sí, ella es la mujer que quiero —corroboró.
La producción de miel fue espléndida aquel año, de modo que Ivanushka tenía asegurados los ingresos mínimos. En otoño consiguió hablar varias veces con la muchacha sajona. Se acercaba, no obstante, la Navidad, y aún no sabía qué podía esperar de ella.
Cuando llegó el gran día, se presentaron cuatro pretendientes ante Vladimiro Monómaco para pedir la mano de la muchacha sajona. Dos de ellos eran los hijos de Ígor.
La buena fortuna de Ivanushka había dejado estupefacta a la corte entera.
«Mientras su hermano va a la guerra, el astuto joven se dedica a recolectar miel», comentó con malicia alguien.
El hecho era que había logrado cumplir las condiciones.
Lo más asombroso fue, con todo, que, tras agradecer educadamente a los cuatro pretendientes el honor de su petición, Emma susurró al oído del príncipe que elegía a Ivanushka.
—Como deseéis —repuso este. Aunque por lealtad a Sviatopolk se vio obligado a añadir—: Su hermano mayor es, como sabéis, uno de mis mejores hombres, mientras que de Ivanushka todo el mundo afirma que es tonto.
—Lo sé —dijo, sonriente, la muchacha—, pero a mí me parece que tiene buen corazón.
Así fue como al día siguiente mismo se unieron en matrimonio Ivanushka, hijo de Ígor, y Emma, hija de un noble anglosajón.
Vladimiro dio un magnífico banquete en el que se sirvió pollo asado, y luego una compañía de saltimbanquis los deleitó con cabriolas antes de que los novios se retiraran. Y si Sviatopolk maquinaba todavía causar algún daño a su hermano, lo disimuló tras una máscara de dignidad.
Mientras sucedían estos hechos de tanta importancia para Ivanushka, el resto de la corte tenía puesta la atención en los acontecimientos políticos.
El 27 de diciembre falleció el príncipe de Kiev, y Vsiévolod de Pereiáslav le sucedió al mando de la ciudad.
«Es un gran ascenso para vuestro padre —le decían todos a Ivanushka—. Ahora Ígor es un gran boyardo del príncipe de Kiev.»
A raíz de tales cambios, Vladimiro Monómaco asumió el gobierno de Pereiáslav, de modo que Sviatopolk e Ivanushka se hallaban ahora al servicio de un señor con más recursos. Para acabar de colmar la alegría de la corte, la princesa sajona dio a luz a un hijo varón.
Ivanushka, por su parte, no consideró de gran importancia aquellos sucesos.
Estaba casado. Había descubierto, en el corazón del invierno, un regocijo desconocido para él hasta entonces. Era tanto su embeleso cuando miraba a la pálida joven que tenía a su lado que le costaba creer que nadie le arrebatara un manantial de gozo como aquel. A medida que transcurrían las semanas, sin embargo, no solo no le privaban de su gozo, sino que este iba en aumento. De tal modo, Ivanushka encontró por fin, no una mera alegría, sino la sensación de entereza que, a veces sin ser consciente de ello, llevaba tanto tiempo buscando.
—Cuando era un niño —le contó a Emma—, quería ir a caballo hasta el gran río Don. Pero ahora prefiero estar aquí contigo. Eres todo cuanto deseo.
—¿Estás seguro, Ivanushka? —le preguntó, sonriente, ella—. ¿De veras te basta conmigo?
El joven la miró, sorprendido. Por supuesto que le bastaba con ella.
En marzo le informó de que estaba embarazada.
—¿Qué más podría desear ahora? —preguntó él, con aire juguetón.
Unos días más tarde fue a Russka.
Tres días después de su llegada, Ivanushka salió de la fortaleza por la mañana, poco después de que el sol asomara sobre las copas de los árboles, y se sentó en una piedra a mirar el paisaje que se extendía hacia el sur.
El silencio era impresionante, y el aire tan cristalino que Ivanushka creyó posible ascender sin impedimento a través de él y llegar a rozar los cielos. Hasta donde alcanzaba la vista, se prolongaba la blancura de la interminable estepa, con la que se fundían las cercanas hileras, más oscuras, de árboles.
Las heladas aguas del río habían comenzado a derretirse cerca de la orilla. Todo se derretía a su alrededor, poco a poco, suavemente, de forma casi inaudible pero inexorable. Si uno aguzaba el oído, al poco advertía el tenue resquebrajamiento, el susurro que emitía al fundirse la totalidad del campo.
Mientras el sol dejaba sentir su efecto sobre el hielo y la nieve, Ivanushka tuvo la sensación de que en aquel proceso actuaban asimismo otras fuerzas subterráneas. El gigantesco continente —el propio mundo, hasta donde alcanzaban sus conocimientos— se derretía entero. La nieve, la tierra y el aire cumplían su ciclo eterno, detenido un instante en aquella resplandeciente panorámica.
De repente, Ivanushka comprendió que todo, absolutamente todo, era necesario. La fértil tierra negra, tan generosa que los campesinos apenas tenían necesidad de labrarla; la fortaleza con sus recias defensas de madera; el mundo subterráneo donde habían aceptado vivir y morir algunos monjes como el padre Lucas. Todo era necesario, aun cuando él no comprendiera por qué tenía que ser así. «El tortuoso camino que ha seguido mi confusa vida también era necesario», pensó. Tal vez el padre Lucas lo había presentido años antes, cuando dijo que todos los mortales hallan su propia vía de acercamiento a Dios.
Qué dulce y brillante se le aparecía el mundo… Qué amor sentía, no solo por su esposa, sino por todas las cosas. «Incluso por mí mismo, aunque no valga gran cosa. Puedo quererme a mí mismo, porque yo también formo parte de la Creación», pensó, consciente de que aquello era su epifanía.
1111
Sobre la tierra solitaria pasaban en silencio oscuros nubarrones. Poco a poco, el imponente ejército traspuso el linde del bosque y las murallas de madera que unían la hilera de fortines, enfrentadas al vacío que se extendía ante ellas, para salir y desplegarse por el despejado espacio de la estepa. El sol de primavera atravesaba de vez en cuando las nubes, iluminando con sus intensos rayos retazos de la hueste, arrancándoles un brillo apagado.
La tropa se dispersó cubriendo un frente de unos cinco kilómetros de estepa. Vista desde arriba, en los ratos en que el cielo dejaba filtrarse el sol de la tarde, parecía la sombra de una gran ave que se desplazara despacio, con las alas desplegadas, sobre la hierba.
A ras del suelo se oía un estruendoso entrechocar de cotas de malla y armas, como si en la estepa entera resonara el metálico eco del canto de un millón de cigarras.
Sviatopolk tenía una expresión sombría. Cuando la luz le daba de pleno, se veían sus ojos, que escrutaban con dura mirada el horizonte. Su mente, sin embargo, habitaba un territorio tenebroso.
Aun cuando era miembro de la druzhina del príncipe de Kiev, cabalgaba solo. De vez en cuando, sin que nadie lo advirtiera, dirigía de soslayo una mirada a su hermano, que se hallaba a cierta distancia. Nunca la dejaba reposar sobre él más de unos segundos, como si padeciera el acoso del miedo o la culpa. La culpa y el orgullo suelen producir una mezcla peligrosa.
Era el año 1111 y de la tierra de Rus partía hacia el este una de las mayores expediciones que se hubieran organizado nunca. Al frente de ella iba el príncipe de Kiev, con sus primos, el príncipe de Chernígov y el gran Vladimiro Monómaco, príncipe de Pereiáslav. Su objetivo era destruir a los cumanos.
Habían aguardado solo al inicio del buen tiempo, que hacía transitable el terreno. Con largas espadas y cimitarras, arcos y lanzas, gorros de piel y cotas de malla, avanzaban a pie y a caballo. Precedida de gongs y trompetas, flautas y timbales, cantantes, bailarines y sacerdotes portadores de iconos, aquella nutrida e imponente hueste euroasiática había partido de la dorada Kiev y se dirigía al este a través de la interminable estepa.
Sviatopolk examinó a los hombres que tenía a su alrededor. Se trataba de un ejército heterogéneo, típicamente ruso. A su derecha tenía a dos jóvenes, miembros de la druzhina y puros ejemplares nórdicos, aunque uno de ellos se había casado con una cumana. A la izquierda iban un mercenario alemán y un caballero polaco. Sviatopolk respetaba a los polacos: obedecían al papa de Roma, pero eran independientes y orgullosos. Aquel individuo, además, lucía un atuendo de espléndido brocado.
Justo detrás de él marchaba un numeroso grupo de soldados de infantería eslavos, a quienes dedicó una desdeñosa mirada. Eran tipos valientes, animosos, obstinados. De hecho, ni siquiera sabía por qué los despreciaba, si no era por la fuerza de la costumbre.
Delante de él cabalgaban siete jinetes alanos. Al lado de estos, una compañía de búlgaros del Volga, un extraño pueblo descendiente lejano de los terribles hunos, con facciones orientales y lacio cabello negro. Musulmanes devotos, habían acudido gustosos desde su fortaleza comercial situada a orillas del Volga, para ayudar a aplastar a los molestos jinetes paganos de la estepa.
—Si yo fuera cumano, sé quién debería inspirarme mayor temor —comentó a su paje—. Los Gorros Negros.
Desde hacía tiempo, los príncipes de Rus venían fomentado los asentamientos de guerreros de la estepa a lo largo de sus fronteras meridionales, para que sirvieran de parachoques contra los cumanos. Ese grupo, sin embargo, era especial. Aquellos turcos habían formado su propio escalafón militar y tenían incluso una guarnición en Kiev; odiaban a los cumanos y poseían una disciplina férrea. Tenían un semblante duro y cruel, montaban caballos negros e iban armados con arcos y lanzas, y tocados con gorros negros. Sviatopolk admiraba su rudeza y su determinación. Eran fuertes.
Lanzó de nuevo una mirada a Iván, que iba al lado de Monómaco.
Aunque Iván pasaba ya de los cincuenta y estaba algo robusto y colorado de cara, se mantenía aún en forma. ¿Por qué sería, se preguntó Sviatopolk, que mientras otros hombres delataban las miserias de su vida en la mirada, ya fuera esta huidiza, taimada, altiva o tan solo cansada, en los ojos azules de Ivanushka se percibía la misma transparencia y el mismo candor que tenían cuando era joven? No se trataba de estupidez, pues el hombre al que antaño llamaban Ivanushka, el Tonto, era conocido ahora como Iván, el Sabio. «Y encima, es rico, maldita sea —se reconcomió Sviatopolk—. Tiene toda la suerte de su lado.»
En aquella época, los hermanos apenas se veían. Veinte años antes, cuando a raíz de la muerte del antiguo príncipe de Kiev se había producido uno de los reajustes periódicos de príncipes, Sviatopolk se había sumado al séquito del príncipe de Kiev creyendo que allí tendría más posibilidades, mientras que Ivanushka se había quedado con Monómaco en Pereiáslav.
Ahora se encontraban de nuevo juntos, en el mismo ejército.
«Y solo uno de los dos —se juró Sviatopolk—, volverá vivo a casa.»
—Así que por fin voy a cabalgar hasta el gran río Don —les había dicho Ivanushka a sus hijos.
Era extraño que Dios hubiera esperado hasta entonces, cuando ya tenía cincuenta y siete años, para concederle aquel deseo de la infancia. De todos modos, Dios le había dado ya mucho.
La finca de Russka lo había hecho rico. Si bien los cumanos habían destruido varias veces el pueblo, el bosque productor de miel había permanecido intacto.
Además, poseía otras propiedades, pues la tierra de Rus se hallaba en continua expansión. Mientras comerciaban y guerreaban en el sur, los príncipes habían seguido con la política de colonización de las vastas regiones inexploradas del noreste, adentrándose en las boscosas zonas habitadas desde tiempos inmemoriales por las tribus de primitivos fineses, hacia la cabecera del majestuoso Volga. Los rus tenían muchos asentamientos allí, desde ciudades de considerable tamaño como Tver, Súzdal, Riazán y Múrom, hasta pequeñas poblaciones fortificadas como el pueblo de Moscú.
El príncipe de Peraiáslav, que controlaba la parte próxima a Rostov y Súzdal, le había regalado a Iván extensas propiedades en aquella zona.
Si bien el suelo no era tan fértil como la tierra negra del sur, el bosque del noreste era rico en pieles, cera y miel, y sobre todo quedaba a salvo, por la lejanía, de los saqueos llegados del sur.
—Recordad —solía decir Ivanushka a sus tres hijos— que vuestros antepasados fueron los alanos radiantes que cabalgaban por la estepa, pero nuestra riqueza radica ahora en el bosque que nos da protección.
Dios había sido en verdad generoso con él. En Vladimiro Monómaco había encontrado un señor perfecto.
Resultaba difícil no querer a Monómaco, pues el príncipe era una persona extraordinaria en todos los sentidos. No solo era arrojado en la batalla y atrevido en la caza, sino que además era un auténtico cristiano, lleno de humildad. Durante décadas, Monómaco había invertido todas sus energías en el empeño de mantener la unidad de la casa real. Una y otra vez, había reunido a los príncipes enfrentados para rogarles: «Olvidémonos de nuestros intereses particulares. Mantengamos unida la tierra y a la gente contra los cumanos, que preferirían vernos divididos».
«Un día le llegará el turno de gobernar en Kiev», deseaba con fervor Ivanushka.
La ciudad de Pereiáslav había ascendido de categoría. Veinte años antes, su obispo había construido una inmensa muralla de madera en torno a ella. Había unas cuantas iglesias de ladrillo más e incluso una casa de baños de piedra, de la que Iván comentaba con orgullo: «No hay ninguna casa de baños comparable a esa, exceptuando la de Zargrado».
Dos de los tres hijos de Ivanushka estaban al servicio de Monómaco; el otro servía al hijo del príncipe y de la princesa inglesa, que entonces gobernaba la ciudad septentrional de Nóvgorod.
Ivanushka llevaba un nutrido contingente consigo. Del pueblo de Russka lo acompañaba un grupo de eslavos capitaneado por el viejo Shchek, que, a pesar de su avanzada edad, había insistido en partir con su señor. De sus propiedades del norte, iba con él un grupo de arqueros, algunos a caballo y otros a pie, originarios de la tribu finesa de los mordvanos. Eran individuos taciturnos y ariscos, de rasgos mongoloides y piel amarilla, que no alternaban con los demás y que en las veladas se congregaban en torno a su adivino, sin el cual se negaban a viajar.
Además de dos de sus hijos, a su contingente se había sumado al final un joven y apuesto jázaro de Kiev, un socio a quien lo unía una larga relación comercial. Ivanushka no quería llevarlo con él pese a los ruegos de su padre.
—No tiene práctica en el manejo de las armas —había objetado—. Y además —acabó por confesar—, me aterra que pueda ocurrirle algo.
Solo cuando el abuelo del muchacho, Zhydovyn, fue a ver a Ivanushka, accedió este a hacerse cargo del joven.
—Mantened al chico jázaro cerca de vosotros —ordenó con aspereza a sus dos hijos—. Y ahora —prosiguió, dirigiéndose a todos sus hombres— aplastaremos a los cumanos para que no se recuperen nunca de esta.
El conflicto con los cumanos venía prolongándose durante toda su vida.
Por el sur, en el borde de la estepa, habían reforzado los fortines fronterizos y habían construido enormes murallas de tierra y madera, que formaban una pared casi continua, para impedir el avance de los saqueadores. De todos modos, estos todavía conseguían abrirse paso por ella, o bien realizaban un larguísimo recorrido curvo por la estepa, más allá de donde alcanzaba la vista, para sortear las defensas y atacar de improviso por el norte.
Diez años antes, los rus habían lanzado una ofensiva masiva en la estepa que había ocasionado la muerte de veinte príncipes cumanos. Cuatro años después, bajo el mando de Boniak, el Mangy, los señores de la guerra cumanos habían devuelto el golpe, y llegaron a incendiar iglesias en la misma Kiev. Ahora los rusos iban hacia el sur con la intención de doblegarlos de una vez por todas. Dios lo quería así: Ivanushka no tenía duda de ello.
—Sabemos dónde apacientan normalmente a sus animales y dónde instalan su campamento de invierno —explicó a sus hijos—. Vamos a ir a por ellos.
Aunque la empresa era arriesgada, la visión de sus dos fornidos hijos y el imponente ejército de los tres príncipes que lo rodeaba lo llenaba de confianza.
Aun así, el hecho de haber logrado cumplir por fin la ambición de su vida, el anhelo de cabalgar hasta el Don, le infundía cierta melancolía. No podía remediarlo. Como él mismo comprendía, el motivo principal de aquel sentimiento era su padre. El otro motivo no le resultaba, en cambio, tan claro. Era una especie de vaga inquietud que se acentuó cuando, el día en que se adentraron en la estepa, Monómaco se volvió hacia él y comentó en voz baja:
—Dicen, Ivanushka, que algo tiene preocupado a vuestro hermano Sviatopolk.
Día tras día, seguían cabalgando por la estepa hacia el este y hacia el sur. La hierba estaba verde y el suelo iba perdiendo humedad. En toda la vasta y ondulante meseta, a lo largo de cientos y miles de kilómetros, se secaba la tierra, desde la fértil estepa hasta las montañas y los desiertos donde, en ese momento ya, las delicadas flores de primavera se marchitaban, quemadas por el sol, para desaparecer sin dejar rastro alguno en la arena.
En cuestión de unos días, comenzaron a abrirse las algodonosas y pálidas espigasa, tendiendo ante ellos una pantalla blanca que semejaba una inacabable niebla posada sobre la fértil tierra negra. Caballos y hombres pasaban entre los tallos, produciendo un susurro similar al de una miríada de serpientes; donde la hierba era corta, el suelo retumbaba bajo sus pasos. Los pájaros alzaban el vuelo ante aquel inmenso ejército en marcha. A veces, un águila, perceptible solo como una mota gris azulada, planeaba sobre ellos.
Ivanushka montaba un caballo ruano, el mejor que poseía, llamado Troyano. A mediodía, el sol adquiría tal resplandor que parecía como si el ejército entero, su montura y el mismo día se hubieran oscurecido por contraste. Seguían avanzando sin pausa.
Monómaco estaba de muy buen humor. A menudo se adelantaba al trote, con su halcón preferido en el puño, para cazar en la estepa. Por las noches permanecía sentado junto a su tienda, con sus boyardos, mientras un juglar amenizaba con sus cantos la velada, acompañado de una lira:
Dejad que muera, nobles hombres de Rus,
si no pongo a mi manga
un remate de piel de castor,
ni bebo de mi yelmo llenado
en el azul río Don.
Volemos, nobles hombres de Rus,
más raudos que el lobo gris,
más veloces que el halcón,
que sean festín de las águilas los huesos de los cumanos
en las riberas del gran río Don.
Después de esas veladas, cuando languidecían las hogueras y todos dormían, salvo los soldados de guardia, la melancolía de Ivanushka se hacía más aguda.
Tenía la sensación de que no volvería a ver a su padre. Había ido a Kiev para despedirse de él y lo había encontrado casi inválido. El año anterior había sufrido un ataque que lo había dejado medio paralizado: a duras penas podía sonreír por un costado de la boca, y articulaba muy mal las palabras.
—No deberías apenarte —le dijo su madre—. Pronto abandonará este mundo, igual que yo. Hay que pensar en los años que Dios nos ha concedido y agradecérselo.
El anciano mantenía su apostura. Tenía el pelo gris, pero tupido, y como otros en aquel periodo de mejor alimentación en Rusia, conservaba casi toda la dentadura. Mientras observaba su noble rostro demacrado, Ivanushka había dudado de la conveniencia de irse de campaña militar, pero Ígor, adivinándole el pensamiento, había susurrado, esbozando una sonrisa:
—Ve, hijo.
Antes de marcharse, le dio un largo y tierno beso a su padre.
Ahora, mientras cabalgaba por la estepa con un sentimiento de tierna tristeza, su memoria lo devolvía con frecuencia a aquella mañana en que, siendo un chiquillo de doce años, bajaba henchido de esperanzas por el gran río Dniéper en compañía de su padre. Notaba como una presencia física la mano de su padre en el hombro, sentía el poderoso latido de su corazón tras él, y se preguntaba: «¿Todavía está conmigo mi padre? ¿Aún sigue vivo en Kiev, recordando quizás ese mismo día, compartiendo conmigo mi sueño, con la mano apoyada en mi hombro, o se ha ido, rodeado del frío definitivo?».
Junto al fuego, rememoraba la indulgencia de su padre y la presencia curativa de su madre.
Aparte, estaba Sviatopolk. Aun cuando iba un poco lejos, con el príncipe de Kiev, resultaba fácil distinguirlo por el estandarte del tridente que llevaba uno de sus hombres. No era la dureza y la amargura de su semblante lo que inquietaba a Ivanushka, pues siempre había sido así, sino algo nuevo que expresaban sus ojos, una mirada extraviada que él, al haber conocido en carne propia la desesperación en su juventud, identificó al instante. Además, su actitud hacia él, aunque siempre había sido fría, había adquirido una tensión que, para quienes lo conocían bien, era un indicio de peligro.
En dos ocasiones, Ivanushka se había acercado a él.
«¿Te he ofendido en algo?, le preguntó la primera.
«Te ocurre algo?, inquirió, con cierta aprensión, la segunda.
Sviatopolk, sin embargo, había inclinado la cabeza con frialdad para luego interesarse con sarcástica formalidad por su salud.
Sviatopolk vivía bien en Kiev. A sus hijos les sonreía la vida. Ivanushka no acertaba a comprender qué era lo que lo atormentaba.
Cuando Sviatopolk dormía, hacían acto de presencia los turbadores monstruos.
Durante las horas de vigilia, era tan solo cuestión de calcular, aun cuando sus cábalas lo llevaran siempre a la misma conclusión, pero en sueños sufría el acoso de los monstruos.
¿Cómo se había endeudado de ese modo? Ni él mismo acertaba a creer que hubiera ocurrido.
«Si me hubieran dejado entrar en el círculo de la élite comercial —se decía—, a estas alturas sería ya rico.» Ahí radicaba el problema, se repetía a sí mismo varias veces al día.
La sal era la clave de todo. En los viejos tiempos, cuando su padre, Ígor, estaba en la plenitud de la vida, la sal llegaba del mar Negro en caravanas que cruzaban la estepa. Ahora, en cambio, debido a que los cumanos interceptaban la ruta comercial del sur, solo se podía traer sal sin riesgos del oeste: de la provincia suroccidental de Galitzia o de los reinos de Polonia y Hungría. La intención del príncipe de Kiev era formar un grupo que se hiciera con el control exclusivo de la sal vendida en toda la tierra de Rus.
La realización de ese plan suscitaba mayor entusiasmo en el príncipe que la misma cruzada contra los cumanos. Había preparado el terreno durante años, para lo que había casado a una de sus hijas con el rey de Hungría y a otra con el de Polonia.
«Nada lo detendrá —aseguraba a menudo Sviatopolk—. Entonces forzarán la subida de los precios y ganarán una fortuna.»
Aun entonces, la belleza de la estrategia lo llenaba de una especie de frío regocijo. Él, sin embargo, no participaba en ese grupo. Pese a que había servido con lealtad al príncipe de Kiev —nadie lo había acusado jamás de faltar a su deber—, nunca lo habían invitado a integrarse en la más alta esfera, y sabía que a medida que transcurría el tiempo su influencia iba decayendo.
«No tiene la talla de su padre», decía la gente. «Ni la de su hermano», añadían a veces.
Este último comentario era el que le roía el alma y lo reafirmaba en su determinación de impresionar al mundo.
Si el príncipe no le facilitaba el hacerse rico, encontraría por sí solo otros medios.
De este modo había comenzado la cadena de inversiones desacertadas, como la fútil tentativa de traer sal desde el mar Negro. Nunca llegó a saber si la estepa engulló a aquellos mercaderes jázaros junto con sus camellos. Intentó también extraer hierro de unas tierras pantanosas que poseía; tras dos años de presionar con obstinación a sus hombres, descubrió que el poco hierro que encontraban le salía más caro que el que se vendía en el mercado. Todos sus proyectos habían fracasado. No obstante, cuanto más se empobrecía, mayor era el tren de vida que mantenía en Kiev, pues se creía en la obligación de impresionar a los demás.
Consiguió disimular sus pérdidas. Valiéndose de su reputación y del buen nombre de su padre, obtuvo créditos de diversos mercaderes radicados en lugares tan lejanos como Constantinopla. Y la deuda había acabado por convertirse en una montaña cuyo volumen no sospechaba nadie, ni su padre, ni su hermano, ni sus propios hijos.
Y los monstruos lo visitaban por la noche.
En ocasiones, la deuda adoptaba la forma de un águila, de una enorme ave de color pardo que planeaba sobre las montañas del Cáucaso, se precipitaba sobre los huesos de sus camellos en la estepa y sobrevolaba el bosque buscándolo a él, hasta que por fin se abalanzaba con furia con las garras por delante y las inmensas alas desplegadas, y entonces se despertaba gritando.
Una noche soñó que, mientras buscaba en el bosque, topaba con una muchacha que yacía desnuda en el suelo. Al acercarse, advirtió con alborozo que era la criatura más bella del mundo, más hermosa incluso que la joven sajona que le había arrebatado su hermano. Cuando tendió la mano para tocarla, sin embargo, la muchacha se convirtió en una estatua de oro macizo.
Con júbilo aún mayor, la tomó en brazos, la cargó en su caballo y se la llevó. Al llegar a una cabaña del bosque, decidió descansar.
No había nadie, de modo que la llevó adentro y la dejó encima de la mesa, junto al hogar.
—Te llevaré a Kiev y te fundiré —murmuró.
Luego se volvió, buscando agua y, cuando dio media vuelta de nuevo, la muchacha de oro se había esfumado.
En su lugar, sentada en la mesa con una impúdica sonrisa en medio de su arrugada cara, se encontraba Baba Yaga, la bruja.
Cuando aquella criatura alargó la mano hacia él, sintió que se le paralizaba la sangre en las venas.
—¡Déjame! —vociferó.
Baba Yaga se limitó a soltar una carcajada, más seca que el cacareo de las gallinas y el ruido que hacen las nueces al partirlas. La habitación estaba impregnada del olor acre y pesado de las setas en estado de putrefacción.
—Págame lo que me debes —replicó la bruja.
Luego abrió el fogón de la cocina y, agarrándolo con su larga y huesuda mano, lo arrastró hacia las llamas mientras él chillaba como un niño asustado.
El peor sueño, el que de verdad lo tenía obsesionado, era el tercero. Al comienzo se encontraba, siempre, en el interior de un edificio, si bien la oscuridad le impedía distinguir si se trataba de una iglesia, una cuadra o un salón palaciego. En aquel sombrío y cavernoso lugar, buscaba una ventana o una puerta por donde salir, pero, por más que miraba, nada parecía interrumpir ese mismo espacio infinito.
Después, al poco rato, lo oía aproximarse.
El ruido de sus pesados pasos, que golpeaban con contundencia terrible el suelo de hierro, resonaba en el elevado techo. Si se volvía para huir, se encontraba con que de repente los pavorosos pasos venían de la dirección hacia la que él se encaminaba.
Sabía que aquella espantosa criatura era su deuda, que se acercaba de modo inexorable. No había escapatoria. Luego la veía, alta y voluminosa como una casa, vestida con una larga túnica oscura, como un monje. Aun cuando la túnica le tapaba los pies, no le cabía duda de que estos eran de hierro. Lo más horroroso era, con todo, la cara, o más bien la ausencia de cara. Tenía solo una enorme barba gris. Carecía de ojos, de boca; era ciega y sorda. No obstante, sabía siempre sin margen de error dónde estaba y, cuando efectuaba su lenta embestida, él caía indefenso en el suelo metálico, con las piernas agarrotadas, y entonces despertaba bañado en un sudor frío y profiriendo un grito de terror.
—Solo hay una salida —se decía.
El testamento de su padre era simple. En consonancia con la práctica de los príncipes en cuestiones hereditarias, en las últimas voluntades de los boyardos solo se tenía en cuenta a los hijos, de modo que los nietos quedaban al margen.
Las riquezas que le quedaban a Ígor, sustanciales por aquel entonces, debían repartirse a partes iguales entre sus hijos, los cuales tenían la obligación de cuidar de la madre mientras viviera. Si uno de los dos hijos moría antes de que se ejecutara el testamento, el otro lo heredaba todo. Aquel era un testamento típico de la época.
Sviatopolk conocía el valor aproximado de las propiedades de su padre. La mitad no le bastaría para pagar sus deudas, mientras que el total le permitiría incluso disfrutar de una modesta renta después de liquidarlas.
Shchek estaba inquieto, aunque no sabía muy bien por qué.
Esa tarde, los exploradores habían regresado con buenas noticias. Habían localizado a los cumanos en su residencia de invierno. El grueso de la horda cumana se había trasladado ya a los pastos de verano, donde se alojaría en tiendas. La residencia permanente de invierno —una ciudad amurallada— se hallaba a corta distancia.
—Está medio vacía —informaron los exploradores—. Queda solo una pequeña guarnición.
—Atacaremos mañana —anunciaron los príncipes.
La alegría cundió por todo el campamento. Se les antojaba una eternidad el tiempo transcurrido desde que se vieron rodeados por la ininterrumpida estepa, y estaban ansiosos por asaltar una población cumana. El botín sería, con suerte, excelente. Esa noche, bajo las estrellas, se entonaron cantos alrededor de todas las fogatas.
A Shchek, de todos modos, no le abandonó el desasosiego. Tal vez se debiera a la inminencia de la batalla, pero lo cierto era que tenía pesadillas. Cuando la noche cayó sobre el bullicioso campamento, se llevó al muchacho jázaro aparte.
—No te apartes del señor Iván —le dijo—. Protégelo bien.
—¿Os referís a esta noche?
Shchek se quedó desconcertado. ¿Qué quería decir con eso de la noche? Cerca había varios árboles y unos cuantos matojos que se mecían impulsados por una leve brisa. ¿Habría cumanos acechando allí?
—Sí —contestó—. Esta noche, mañana y todas las noches.
¿Sería esa ciudad medio vacía una trampa, un cebo? No se fiaba de los cumanos: los odiaba. Cuatro años antes, habían matado a su joven esposa y a uno de sus cuatro hijos, simplemente como distracción. Esa era una de las razones por las que le había rogado a su señor Iván que le dejara acompañarlo.
«¿Será que tienes miedo?», se preguntó. Aunque ignoraba la respuesta, experimentaba una inconfundible sensación de peligro, el presentimiento de que en algún lugar se fraguaba la traición.
La batalla duró poco. La ciudad era un amplio recinto rectangular rodeado de muros bajos de tierra y arcilla. El ejército congregado a los pies de esta debió de componer una pavorosa imagen para los de dentro. Los cumanos acudieron a los parapetos y lucharon con arrojo, pero las continuas andanadas de los hombres de Rus produjeron una auténtica escabechina. Hacia media tarde, sin haber sufrido apenas bajas, los rusos vieron que se abrían las puertas para dejar paso a una representación que les llevaba como presentes vino y pescado. Pese a que la mitad de la población se hallaba ausente, en las bajas casas de madera dispuestas en hileras encontraron abundantes sedas de Oriente, oro y gemas, y vino de las riberas del mar Negro y las montañas del Cáucaso. Por la noche festejaron la victoria en el interior de la población y en el campamento que alzaron frente a sus murallas.
Justo cuando se ponía el sol, Ivanushka se alejó a caballo del campamento en compañía de Shchek y del muchacho jázaro. Siguieron el cauce de un arroyo, trazando un amplio círculo en torno a la ciudad. El boyardo montaba a Troyano; el jázaro tenía también un brioso caballo negro; Shchek se conformaba con una montura más modesta.
Ivanushka se detuvo junto al cementerio de los cumanos, situado en la parte más alejada de la ciudad.
Las tumbas de los guerreros cumanos estaban señaladas con extrañas piedras verticales de entre uno y dos metros de altura, en las que estaba esculpida la imagen de los difuntos, con sus caras redondas, pómulos elevados, cuellos cortos, bocas grandes, largos bigotes y finos cascos semicirculares. En la mayoría de los casos, los ojos aparecían cerrados, y los cuerpos, de anchas caderas y piernas excesivamente cortas, presentaban una marcada desproporción. Los brazos, de una longitud exagerada, estaban doblados a la altura de los codos, de forma que las manos se juntaban bien sobre el diafragma o bien entre las piernas.
Pese a aquella distorsión en las formas, las recias figuras de piedra transmitían una extraordinaria sensación de vida, como si estuvieran paralizadas de forma temporal, inmersas en un sueño que les había sobrevenido mientras realizaban un inacabable viaje a través de la estepa.
—Están muertos —le dijo Ivanushka al joven jázaro—. ¿Te da miedo la muerte?
—No, señor —respondió, con visible aprensión, el muchacho.
Ivanushka sonrió.
—¿Y a ti, Shchek?
—No mucho. Y últimamente menos —contestó, con aire sombrío, el viudo.
Ivanushka suspiró y no dijo nada, aunque para sus adentros tuvo que reconocer que sí temía a la muerte.
Después siguieron cabalgando.
Era noche cerrada. La luna creciente no estaba aún muy alta en el cielo y su luz se veía obstruida con frecuencia por el paso de largas nubes deshilachadas. Una ligera brisa agitaba los juncos a orillas del riachuelo. Por lo demás, el silencio reinaba en la estepa y la totalidad del campamento parecía sumida en el sueño.
Los tres cumanos apenas hicieron ruido al cruzar el arroyo. El sonido de las salpicaduras y el gotear de agua quedó amortiguado por el rumor de los juncos. Los tres individuos, de caras ennegrecidas, iban armados con espadas y dagas.
Al llegar al lugar por donde tenían previsto subir el pequeño ribazo, realizaron una breve pausa. Después, con parsimonia, separando los juncos con más sigilo que la misma brisa, se adentraron entre ellos. Nadie habría advertido su llegada si uno de ellos, un hombre de probada experiencia, no hubiera tenido la estúpida ocurrencia de responder al canto de una rana.
Shchek, que aún no estaba dormido del todo, envaró el cuerpo al tiempo que se le aceleraba el pulso. No había animal en el bosque o en la estepa cuya voz no conociera a fondo, de tal forma que identificaba hasta la más perfecta imitación surgida de una garganta humana. Tras incorporarse, se volvió hacia los juncos, tratando de atisbar algo en la oscuridad. Los tres hombres lo vieron. Uno de ellos, el cabecilla, se arrastraba ya sobre la hierba, a tan solo doce pasos de donde se encontraba Shchek.
Este se levantó y tocó al muchacho jázaro para despertarlo. Luego agarró una lanza con una mano y un cuchillo largo con la otra, antes de dirigirse con cautela hacia los juncos. Al percatarse de que el jázaro se disponía a seguirlo, Shchek lo hizo desistir.
—Quédate con el señor Iván —musitó.
Fue su voz lo que despertó al boyardo.
Ivanushka vio como el campesino se alejaba hacia el río y tuvo un sobresalto.
—Shchek, vuelve —susurró, tendiendo la mano hacia su espada.
El campesino, absorto en su propósito, se hallaba ya a varios metros.
No llegó a ver al cumano tendido a sus pies. Notó solo un dolor ardiente y cegador en el estómago, como si una colosal serpiente se hubiera erguido de improviso para hincarle los dientes bajo el corazón.
Profirió un grito y observó con sorpresa que sus brazos habían quedado inservibles; entre tanto, las estrellas caían sin control del firmamento, arrastrándolo hacia la tierra. Luego ocurrió algo. Todo se tiñó de rojo y, a continuación, quedó cubierto por una gran blancura fría, reluciente como la niebla de la mañana.
Los otros dos cumanos habían avanzado presurosos mientras el primero, después de abatir a Shchek, se abalanzaba como un lobo gris sobre Iván y el joven jázaro.
El muchacho lo atacó, pero el cumano se zafó con agilidad y descargó su espada curva contra Ivanushka, que paró el golpe. Luego el cumano se puso a trazar veloces círculos a su alrededor, tomando como objetivo las piernas. El joven jázaro comenzó a pedir auxilio a gritos, pero otro de los agresores le dirigió una estocada. Por suerte, logró contrarrestarla y se puso de nuevo a gritar.
Entonces advirtió con asombro que el cumano vacilaba y arremetió con furia contra él. Al notar que la hoja apenas le había arañado el hombro, acometió de nuevo, pero la espada halló tan solo el vacío. Las voces que sonaban cada vez más cerca a su alrededor lo habían impulsado a huir a la carrera junto con su compañero. A la luz de la luna, entrevió a Ivanushka y al primer cumano enzarzados en combate, pero no logró apreciar quién llevaba las de ganar.
«Por fin podré probar mi valía», pensó. Y empuñando con fuerza la espada, se abalanzó sobre el atacante.
Entonces este lo desconcertó echando a correr también.
Se precipitó hacia él y lo agarró de la manga, y mientras el individuo trataba de recuperar el equilibrio, se dispuso a echarse sobre sus piernas. En ese instante alguien lo asió por detrás con la rigidez de una tenaza, mientras el cumano escapaba.
Qué raro. Los brazos que lo retenían eran los del señor Iván.
—Si lo tenía, señor —protestó—, lo tenía. Vayamos a por él —suplicó.
—¿En plena oscuridad, así, sin más? —replicó, sin soltarlo, Ivanushka—. Solo conseguirías que te degollaran. Deja que huyan. Mañana podrás matar a más cumanos.
El muchacho guardó silencio, reconociendo que quizás el señor Iván tuviera razón.
—Menudos cobardes están hechos esos cumanos —murmuró.
—Tal vez —concedió con aspereza Ivanushka—. Pero, aun así, han matado a mi pobre Shchek —añadió con tristeza.
Era cierto. El muchacho miró al fornido y viejo campesino, que yacía inmóvil en medio del negro charco que formaba su sangre en la hierba.
Sin embargo, ni entonces ni más adelante acertó a entender por qué había dejado Iván que escapara el cumano. Tampoco Iván le dijo nunca quién era su atacante.
Encontraron al grueso de la fuerza cumana unos días después, desplegada junto a un río. Ivanushka y Vladimiro pasearon la mirada sobre la inmensa y amenazadora hilera de guerreros. Por su parte, se habían apostado para el combate en una suave pendiente que les ofrecía una posición ventajosa. A la derecha, los carromatos y carros ligeros componían dos inmensos círculos dispuestos a modo de eventual refugio. Era el mayor ejército que Ivanushka había visto nunca. En él se sucedían las filas de hombres a caballo, pertrechados con armaduras de cuero, lanzas y arcos, capaces de arremeter, volver grupas o volar por la estepa con el poderío de los halcones.
—He contado más de veinte príncipes —señaló Vladimiro, que era buen conocedor de los cumanos.
—¿Y Boniak? —Se refería a Boniak, el Mangy, el más terrible y despiadado de todos.
—Ah, sí —respondió alegremente Monómaco—, también está.
Mientras los dos ejércitos se observaban en silencio, Ivanushka tomó conciencia de algo. Se trataba de un proceso tan lento y discreto que ni el perspicaz Monómaco se percató de ello al principio.
Había variado la dirección del viento.
—Mirad —le dijo al príncipe, rozándole el brazo al tiempo que señalaba con la cabeza la combada hierba.
—¡Loado sea Dios! —exclamó enseguida Monómaco.
El viento pondría alas a las flechas que arrojarían al enemigo. Dios estaba decidido a castigar a los paganos.
La batalla que se libró ese día pervivió largo tiempo en el recuerdo de los hombres de Rus.
—Nuestras flechas flotaban llevadas por el viento —le relató más tarde Ivanushka a Emma—, surcaban el aire como golondrinas.
La mortandad fue tremenda, pues Monómaco, aunque generoso en condiciones de paz, en la guerra era terrible. Los cumanos, a quienes acusaba de faltar a sus promesas, le merecían el más absoluto desprecio. Ningún cumano que se pusiera a su alcance podía esperar la menor muestra de compasión.
—Recurrieron a todas sus tretas —explicaba Ivanushka cuando hablaba de ese día—. Llegaron incluso a fingir que se retiraban, pero nosotros permanecimos en nuestras posiciones hasta que los tuvimos acorralados contra el río. La victoria fue total.
Había, sin embargo, un incidente que Ivanushka no mencionaba nunca. Se produjo poco antes de concluir la batalla y nadie más lo presenció.
Apenas había pensado en su hermano durante la batalla, pues con el tráfago no tenía tiempo de hacerlo. De improviso, al mirar a la izquierda, vio a un boyardo ruso rodeado por tres cumanos, que lo acosaban con sus espadas curvas, y supo en el acto que era Sviatopolk.
Sin pararse a pensar, espoleó el caballo y se alejó de sus dos hijos. Los cumanos lo habían obligado a retroceder hasta el río y su montura realizaba un esfuerzo febril para avanzar por la blanda tierra de la orilla. Cuando los tuvo cerca, se precipitó con valentía sobre ellos y desarzonó a uno. El gesto amenazador de otro de los cumanos hizo que el caballo de Sviatopolk se encabritara, y este cayó rodando por el empinado talud de tres metros hasta las caudalosas aguas del río.
Ivanushka sorprendió por la espalda a uno de los cumanos y lo abatió de un solo tajo; el otro se dio a la fuga. Cuando se asomó al río, la corriente había arrastrado a Sviatopolk varios metros más allá. Tras ceder al aturdimiento un instante, empezó a luchar para ganar la orilla, pero la cota de malla le hacía de lastre. Miraba con desesperación la ribera, pero al ver a su hermano volvió la cabeza hacia otro lado. Luego se lo tragó el agua.
Ivanushka vaciló un momento. El cauce era profundo y Sviatopolk había desaparecido. Si se arrojaba al agua, era probable que también lo hundiera su cota de malla. De repente, le vinieron a la mente las palabras del Antiguo Testamento.
—¿Acaso soy —murmuró— el guardián de mi hermano?
Y, por primera vez en muchos años, con la mirada fija en el río, sintió el aguijón del miedo.
«¿Debo entregar la vida por el hermano que intentó matarme?», se preguntó.
Miró en torno a sí. Había una extraña calma allí, pues la batalla se había desplazado hacia los carros. Entonces se quitó el yelmo y se zambulló en el río.
Nadie más supo lo cerca que había tenido la muerte ese día.
En cuanto se vio rodeado por las frías aguas, sintió que lo arrastraban hacia el fondo dos fuerzas: la potente corriente del río y el peso de la cota de malla. Tuvo que poner en juego todas sus fuerzas para llegar a la superficie y hacer acopio de aire antes de sumergirse de nuevo.
Encontró a Sviatopolk. Con la cara amoratada ya, se hallaba enredado entre unas plantas acuáticas que parecían aferrarse a él como insistentes e inoportunas rusalki. Ni el mismo Ivanushka sabía cómo consiguió liberarlo. Lo cierto es que lo hizo, y luego se dejó llevar aguas abajo hasta que pudo subirlo a la orilla. Una vez en tierra firme, lo volvió boca abajo para vaciarle los pulmones de agua.
Rendidos por la fatiga, los dos hermanos permanecieron tendidos junto al río. Transcurrieron varios minutos sin que ninguno dijese nada. El sol estaba alto. Unos pájaros revoloteaban, curiosos, a su alrededor. El rumor de la batalla había quedado apagado del todo.
—¿Por qué me has salvado?
—Eres mi hermano.
Se produjo una pausa, durante la cual Ivanushka adivinó que Sviatopolk se preparaba para la siguiente pregunta:
—Pero… anoche… ¿Lo sabías?
—Lo sabía.
—Y ahora debo cargar además con el peso de tu perdón —se lamentó Sviatopolk. Lo dijo sin rencor, con un infinito cansancio en la voz.
—Olvidas —le recordó con calma Ivanushka— que yo también pequé, y quizá más que tú, cuando vivía como un vagabundo, robando. Regresé sin nada y, sin embargo, nuestro padre me perdonó y me acogió. Y ahora, dime, hermano, ¿qué te impulsó a hacer algo así?
Sviatopolk tuvo la impresión de que ya no podía seguir odiando, pues el odio que se había nutrido de él año tras año, impulsándolo hacia delante como un cruel jinete que hinca las espuelas en los flancos de su caballo, había acabado por agotarlo. Despacio, con frases entrecortadas, perdida la mirada en el azul del cielo, se lo contó todo a su hermano.
—No tenías más que pedirme ayuda —le dijo con afabilidad Ivanushka.
—Pero ¿qué hombre puede pedir?
—Tienes demasiado orgullo —observó, sonriendo, Ivanushka.
—Me ha acarreado solo desesperación y muerte —concedió con un suspiro su hermano.
—Tal como advierten los sacerdotes —señaló Ivanushka.
Ese verano en que por fin visitó el gran río Don, Iván pagó las deudas de su hermano.
Habían regresado rodeados de una aureola de triunfo. No obstante, en los largos y cálidos días de otoño de ese mismo año, el sabio consejero del gran Monómaco brindó a todos los rus, por primera vez en mucho tiempo, la ocasión de decir: «Iván es tonto».
Ivanushka decidió construir una iglesia. El hecho no habría tenido nada de particular para un rico boyardo, de no ser porque quiso hacerla de piedra, y aun así, aunque extravagante, la originalidad del material habría sido considerada de buen tono si, como era normal, hubiera erigido el templo en Pereiáslav, o incluso en la fortaleza de Russka.
Él, en cambio, optó por construirlo fuera de los muros de esta, en un altozano que dominaba el río y el pueblo.
—Puesto que ahora entiendo que, sin ayuda, todos los hombres están perdidos —declaró—, lo dedicaré a la Virgen cuando ruega al Señor que perdone los pecados del mundo.
Así comenzó la construcción de aquella pequeña iglesia dedicada a la Virgen de la Intercesión.
Era un edificio modesto, compuesto por cuatro paredes de ladrillo, piedra y escombros que formaban, poco más o menos, un cubo. En el centro de este había un pequeño y achatado tambor octogonal, coronado por una cúpula baja —apenas más abultada que un plato vuelto del revés— rodeada por una pequeña franja de tejado. Esa era, en esencia, su estructura: un simple cubo abierto por arriba.
Quien hubiera observado aquella pequeña edificación desde lo alto antes de que le pusieran la cubierta, habría visto que contenía cuatro columnas, las cuales formaban un cuadrado más reducido en medio, que, de este modo, dividía el interior en nueve cuadrados iguales. El tambor y la cúpula descansaban en esas cuatro columnas.
En el interior de la iglesia, aquella sencilla disposición de nueve cubos se percibía, sin embargo, de otra manera, de tal forma que el recinto aparecía repartido en tres áreas que lo dividían lateralmente. En primer lugar, entrando por el extremo occidental, había una especie de vestíbulo. Después venía la parte central, situada debajo de la cúpula, que ocupaban los fieles durante el culto. Por último, en el extremo oriental se encontraba el sagrario, con el altar en el centro. Encima de este había una cruz y un candelabro de siete brazos, como la menorá judía, y a la izquierda se alzaba la mesa de oblación donde se preparaban el pan y el vino para la consagración.
A fin de mitigar la austeridad del conjunto y aportar un punto de referencia al edificio, había tres pequeños ábsides semicirculares en la zona del sagrario.
El tejado estaba construido con simples bóvedas de cañón, apoyadas en las paredes y las columnas centrales. En las paredes había largas y estrechas ventanas, que veían aún más reducido su tamaño en el tambor octogonal que sostenía la cúpula.
Ese era el típico esquema de la iglesia bizantina. Todas las grandes iglesias y catedrales de la iglesia ortodoxa, como Santa Sofía de Kiev, con sus numerosos arcos y columnas y sus múltiples cúpulas, eran meras repeticiones recargadas de aquella sencilla distribución.
El tipo de edificación presentaba un problema técnico: cómo apoyar el tambor octogonal en el cuadrado formado por las cuatro columnas centrales. Si bien en la mayoría de las construcciones se resolvía fácilmente gracias a la pericia en el trabajo de la madera de los obreros de Rus, aquella dificultad era de un orden distinto. Había dos maneras principales de solucionarla, provenientes de Oriente ambas: la trompa de abanico, procedimiento persa; o el sistema preferido de los rusos, la pechina, que se había originado ocho siglos atrás en Siria.
Se trataba de una simple enjuta, como si alguien recortara una cuña o un triángulo en el interior de una esfera. Curvado sobre las columnas de apoyo, ese triángulo podía sostener por el vértice un círculo o un octógono. Esta sencilla y elegante transición de formas confería a la cúpula una sensación tal de ligereza que esta parecía elevarse con la misma liviandad que el cielo sobre los fieles.
En el exterior de la iglesia, Ivanushka copió los grandes templos de Kiev, alternando ladrillo y piedra, unidos por gruesas capas de argamasa mezclada con ladrillo molido, lo que daba al conjunto del edificio una suave tonalidad rosada.
En los bordes de los tres tejados curvados, con sus bóvedas de cañón, añadió un alero bastante salido que, como una triple ceja, acentuaba con un agradable efecto la ondulación. Así era la pequeña iglesia de estilo ruso bizantino que construyó el excéntrico boyardo. Tenía cabida solo para una reducida congregación. De hecho, si los habitantes del pueblo hubieran sido cristianos, se habría llenado a rebosar. Las obras se iniciaron en otoño de 1111 y, alentadas con ardor por Ivanushka, prosiguieron a lo largo del año siguiente.
1113
La primera revolución rusa —es decir, el primer levantamiento organizado del pueblo contra la explotación de la clase mercantil— tuvo lugar el año 1113 y culminó con éxito.
El malestar de la gente estaba perfectamente justificado por el capitalismo feroz, la corrupción generalizada y las prácticas monopolísticas, en las cuales estaban también implicados los príncipes.
El tipo de operaciones especulativas que habían originado las deudas de Sviatopolk se habían convertido en moneda común. A la cabeza de tales negocios se hallaba el príncipe de Kiev que, con la edad, en lugar de adquirir sabiduría, había sucumbido a la pereza y la codicia.
La corrupción campaba por todas partes. Desde las altas esferas se fomentaba el endeudamiento, a menudo generador de intereses abusivos. Como consecuencia de ello, muchos pequeños artesanos y smerdy se habían visto obligados a engrosar las filas de los zakupy, que, al fin y al cabo, aportaban una mano de obra muy barata al acreedor. Y si, en los estados más alejados, los amigos del príncipe violaban las leyes que amparaban al zakup y lo vendían como un esclavo, el príncipe fingía no tener conocimiento de tales prácticas.
Si aquellos abusos provocaban la ira del pueblo, peores eran aún las organizaciones de comerciantes apoyadas por los grandes mercaderes,con el objetivo de hacerse con el monopolio de los productos básicos y colocar a sus propios príncipes en el poder. La organización más potente de todas era la de la sal.
El príncipe de Kiev había logrado su propósito. Su plan para controlar el suministro de Polonia había dado como resultado una subida desorbitada de los precios.
«¿Tendremos que recibir a los visitantes solo con pan?», preguntaban con ironía sus súbditos, refiriéndose a la ancestral costumbre eslava de dar la bienvenida a los forasteros con pan y sal.
El príncipe de Kiev, corrupto y cínico, no hizo nada para contener los abusos. Y el 16 de abril de 1113, falleció.
Al día siguiente, se produjo un acontecimiento casi inédito.
Unos años antes, tras los disturbios de 1068, el príncipe de Kiev había trasladado el lugar de encuentro de la vieche del podol a la plaza contigua al palacio, donde le resultaba fácil mantenerla vigilada. Además, la vieche no podía reunirse a menos que la convocaran el metropolita de la Iglesia o los boyardos. Sin embargo, en aquellas fechas, tales medidas no protegieron a los poderosos, pues, sin consultar a nadie, la vieche del pueblo se reunió por decisión propia, en un acto presidido por el acaloramiento y la determinación.
—¡Convierten en esclavos a los hombres libres! —protestaban con razón.
—Conspiran para arruinar al pueblo —denunciaban, a propósito de las organizaciones monopolistas.
—Hay que reimplantar las leyes de Yaroslav —exigían muchos.
Pese a que, de hecho, la Rússkaia Pravda —la Ley Rusa— sancionada por Yaroslav el Sabio y sus hijos se ocupaba en gran medida de las compensaciones económicas por agresiones a los servidores de los príncipes y a los boyardos, contenía un apartado que prohibía la esclavización de un zakup.
—Necesitamos otro príncipe justo que proteja la ley —gritaban.
Había solo un hombre que cumpliera ese requisito en la tierra de Rus, de tal modo que, en el año 1113, la vieche de Kiev ofreció el trono de la ciudad a Vladimiro Monómaco.
—¡Loado sea el Señor! —exclamó Ivanushka, convencido de que por fin reinaría el orden en la tierra de Rus.
Cuando llegó la noticia de la muerte del príncipe de Kiev, se encontraba en Pereiáslav; sin aguardar siquiera a que sus hijos regresaran de las fincas donde se hallaban, partió al galope hacia la capital.
Su desagrado por el gobierno del antiguo príncipe se había iniciado hacía mucho. Si bien en Russka y en sus propiedades de la zona nororiental reinaba el orden y el cumplimiento de la ley, sabía que se trataba de una excepción. Los hermanos del príncipe reinante no le merecían gran consideración, tanto por la opinión negativa que le inspiraban sus actos como por la preferencia personal que sentía por su señor y que le hacía declarar con firmeza: «Solo Monómaco es capaz de enderezar la situación».
A su llegada a Kiev, se enteró de que, con admirable discernimiento, la vieche había llegado a la misma conclusión.
Antes de ir a la casa de su hermano, envió sin demora a uno de sus criados para que transmitiera el siguiente mensaje a Monómaco: «Iván Ígorevich os espera en Kiev. Venid y aceptad lo que con justicia os ofrece la vieche».
Al entrar en la casa donde había transcurrido su infancia, le ensombrecieron el ánimo los malos augurios de su hermano.
—No puede salir bien —sentenció Sviatopolk.
Desde la campaña contra los cumanos habían establecido una tranquila relación que resultaba satisfactoria para ambos. No llegaban a ser amigos, pero el odio de Sviatopolk, que había mantenido vivo su fuego durante toda su vida, se había consumido por fin. Se sentía viejo y cansado. Gracias a Ivanushka, no le faltaba de nada. Vivía completamente solo. Sus hijos tenían puestos en otras ciudades, pero él prefería permanecer en Kiev, disfrutando del respeto de que era acreedor como boyardo y de una fama —por desgracia inmerecida— de próspero hombre de negocios. Por lo general, mantenía una actitud pesimista sobre la mayoría de las cuestiones.
—Monómaco no puede convertirse en un gran príncipe, te lo digo yo.
Dos días después, los hechos parecieron darle la razón, cuando a Kiev llegaron noticias de que Monómaco había rehusado la propuesta.
En cierto modo, no tenía otra elección. De acuerdo con las normas sucesorias, no le correspondía a él asumir el gobierno de Kiev, puesto que había ramas de la familia que tenían preeminencia por edad. Por otra parte, pensaba, ¿no había sido la meta de su vida mantener el orden en la sucesión y preservar la paz? ¿Por qué debía renunciar, entonces, a sus principios, máxime a petición de las clases bajas, a las que como príncipe tenía la obligación de colocar en su lugar? Al final, decidió quedarse en Pereiáslav.
Y entonces comenzó la revolución.
Aquella decisiva mañana, Ivanushka había salido a cabalgar por los bosques que rodeaban el monasterio de Las Cuevas. No sospechó que hubiera ningún disturbio hasta que, al divisar el podol, advirtió de improviso una decena de columnas de humo que comenzaban a elevarse sobre la ciudad. Espoleó su montura; al cabo de un momento, se cruzó con un mercader que viajaba en un carro. El hombre sudaba copiosamente y azotaba como un poseso los caballos.
—¿Qué están haciendo? —le preguntó a gritos.
—Matándonos, señor —contestó el individuo—. No hacen distingos entre mercaderes y nobles. Volved grupas, señor —añadió—. Solo un loco regresaría allá adentro.
Ivanushka contuvo una lúgubre sonrisa y siguió adelante. Una vez en el podol, vio las calles atestadas de gente que corría en todas direcciones. La revuelta parecía espontánea y unánime. Algunos pequeños comerciantes se parapetaban en sus casas, mientras que otros de su misma condición improvisaban grupos armados en la calle. En más de una ocasión, tuvo dificultades para abrirse camino.
En una calle estrecha topó con un grupo de una veintena de individuos.
—Mirad —gritó uno—, un muzh…, un noble.
Se abalanzaron sobre él con tanta furia que a duras penas consiguió escabullirse.
La multitud avanzaba en tropel hacia el centro. Ivanushka vio las llamas que subían de la ciudadela de Yaroslav y continuó, espoleado por una sola idea: «Debo ir a salvar a Sviatopolk».
Cuando se dirigía a la Puerta de los Jázaros, vio algo que lo dejó petrificado y que, por un momento, le hizo olvidarse incluso de su hermano.
Una muchedumbre compuesta de más de doscientas personas había rodeado la casa y, a diferencia de la gente que había observado hasta entonces, que tenía una expresión entre enojada y excitada, en las caras de aquellos atacantes resultaba evidente la crueldad. Muchos de ellos sonreían con evidente placer, regocijándose en el castigo que estaban a punto de infligir.
La casa pertenecía al viejo Zhydovyn, el Jázaro.
Entre el gentío brotó un murmullo de expectación.
—¡Achicharrémoslos un poco! —oyó vociferar a alguien.
A ello siguió un coro de aprobación.
—¡A los cerdos asados hay que ensartarlos en un espetón! —gritó con jovialidad un corpulento individuo.
Ivanushka reparó en que algunos llevaban antorchas encendidas. Se disponían a prender fuego en un lado de la casa, pero sus semblantes delataban que su deseo no era tanto quemar el edificio como asfixiar a sus ocupantes.
—¡Villanos! —tronó un hombre.
—¡Judíos! —gritó una vieja.
Varias personas repitieron el grito:
—Salid, judíos. Os vamos a matar.
Ivanushka comprendía perfectamente lo que estaba sucediendo. La gente había olvidado, temporalmente, dos hechos significativos: que muchos de los mercaderes jázaros judíos eran pobres y que todos los responsables de los monopolios abusivos eran cristianos eslavos o escandinavos. En el calor del momento, en su afán por hallar chivos expiatorios a quienes atacar, la turba había recordado que algunos de los capitalistas eran extranjeros, eran judíos, y eso les había proporcionado una magnífica excusa para obrar de forma despiadada.
Justo entonces, mientras observaba la casa, Ivanushka advirtió un rostro en una ventana.
Era Zhydovyn, que miraba con expresión sombría, sin saber qué hacer.
Un individuo se había apostado frente a la fachada principal, blandiendo una larga y delgada pica.
—Haced salir a vuestros hombres —gritó.
—No hay ningún judío —contestó alguien.
La respuesta provocó un coro de carcajadas.
En realidad, según barruntaba Ivanushka, el viejo debía de estar solo, con la única compañía de algunos criados.
—¡Haced salir a las mujeres, entonces! —vociferó el hombre, reavivando las risotadas.
Armándose de valor, Ivanushka comenzó a abrirse paso a caballo entre la multitud.
Al verlo, la gente reaccionó con gritos destemplados.
—¿Quién es este?
—¡Un maldito noble!
—Otro explotador.
—¡Derribadlo!
Notó que varias manos le tiraban de los pies; una lanza pasó volando a escasos milímetros de su cara. Tuvo ganas de golpearles con el látigo, pero sabía que al menor movimiento de agresión que hiciera estaría perdido. Poco a poco, con ademán imperturbable, hizo avanzar pacientemente al caballo, abriéndose un pasillo entre la gente sin recurrir a la fuerza. Después dio media vuelta.
Ivanushka miró a la multitud y esta le devolvió la mirada.
En ese momento, lo asaltó por sorpresa una nueva clase de miedo.
Nunca hasta entonces había tenido que vérselas con una multitud enfurecida. Aunque se había enfrentado a la horda cumana y había estado cerca de la muerte más de una vez, jamás había tenido ante sí un muro de odio como aquel. Era algo terrorífico. Y al miedo fue a sumársele, para empeorar las cosas, el aturdimiento. El odio de la muchedumbre le llegaba como una fuerza única e incontenible. Se sentía desnudo, atemorizado y extrañamente avergonzado. Pero ¿por qué tenía que sentir vergüenza? No había razón para ello. Él era un noble, sí, pero tenía la certeza de que no había causado ningún daño a esas personas. ¿Por qué, entonces, le producía un sentimiento de culpa su rabia? La fuerza de su odio concentrado tenía, de todos modos, la misma contundencia que un puñetazo propinado en el estómago.
Entonces la turba se quedó en silencio.
Ivanushka agarró las riendas y dio unas suaves palmadas en el cuello del caballo, para impedir que el temor se adueñara también de él. «Qué extraño —pensó— haber salido con vida de la lucha con los cumanos para acabar asesinado por una turba.»
El individuo de la pica lo apuntaba. Al igual que casi todos los demás, llevaba una sucia túnica de lino con un cinturón de cuero; la cara, cubierta casi por completo por una negra barba, estaba enmarcada por una melena que le llegaba hasta los hombros.
—Dinos, noble, qué deseas antes de morir —lo provocó.
Ivanushka trató de sostenerle con serenidad la mirada.
—Soy Iván Ígorevich —repuso con voz grave y firme—. Estoy al servicio de Vladimiro Monómaco, a quien buscáis. Le he enviado un mensajero, en mi nombre y en el vuestro, rogándole que acuda de inmediato para reunirse con la vieche de Kiev.
Entre la multitud brotó un tenue murmullo. Era obvio que no sabían si creerle o no. El individuo de la pica lo observó con suspicacia, e Ivanushka tuvo la impresión de que estaba a punto de arrojársela. En ese momento, desde un lugar indeterminado alguien gritó:
—Es verdad. Yo lo he visto. Es de la corte de Monómaco.
El hombre de la pica se volvió hacia el que había hablado y luego hacia el aristócrata. Ivanushka creyó advertir un asomo de decepción en su cara.
De todas formas, entonces ya había empezado a notar que el odio de la multitud, como una marea, se retiraba.
—Sed bienvenido, servidor de Monómaco —lo saludó con seriedad el tipo de la pica—. ¿Qué relación tenéis con esos judíos?
—Están bajo mi protección. Y la de Monómaco —se apresuró a añadir—. No han hecho ningún daño.
—Es posible —admitió, con un encogimiento de hombros, el hombre. Luego, comprendiendo que aquella era una ocasión propicia para fortalecer su provisional liderazgo, giró en redondo y vociferó de cara a la multitud—: ¡Por Monómaco! Vayamos en busca de más judíos a los que matar.
Al cabo de un momento, todos habían partido tras él.
Ivanushka entró en la vivienda, donde encontró al viejo jázaro acompañado tan solo de dos criadas. Se quedó con él hasta la caída de la tarde, cuando la ciudad recuperó algo de calma, y entonces prosiguió camino hacia la casa de su hermano.
Se habían cumplido sus temores. A media tarde, la muchedumbre había llegado a la alta casa de madera. Por lo que alcanzaba a observar, Sviatopolk no había intentado huir. Atribuyéndole una riqueza muy superior a la que en realidad tenía, la enfurecida turba le había dado muerte y, tras saquear la casa, la había quemado entera. Ivanushka localizó los restos chamuscados de su hermano, rezó una oración y después, con la última luz del día, volvió sobre sus pasos para buscar refugio, como hiciera antaño, en casa del Jázaro.
Qué extraño estar, al cabo de tanto tiempo, de nuevo en esa casa, sentado a solas a la luz de las velas con el viejo Zhydovyn.
El Jázaro se había recuperado ya del ataque, e Ivanushka, aunque apesadumbrado por la muerte de Sviatopolk, descubrió que no sentía una melancolía excesiva.
Comieron juntos tranquilamente, sin apenas hablar. Él, no obstante, advertía que el anciano, todavía afectado por lo ocurrido aquel día, ansiaba decirle algo, así que no acogió con sorpresa la áspera observación que le hizo al final de la comida.
—Naturalmente, nada de esto habría ocurrido si el país estuviera gobernado como es debido.
—¿Qué queréis decir? —preguntó con respeto Ivanushka.
—Que vuestros príncipes de Rus son unos necios —repuso con desdén el Jázaro—. Ninguno sabe cómo hay que organizar un imperio. Carecen de leyes y procedimientos adecuados.
—Tenemos leyes.
—Leyes rudimentarias de los eslavos y los nórdicos —replicó el anciano—. Las leyes de vuestra iglesia son mejores, lo reconozco, pero son griegas y romanas, provenientes de Constantinopla. Y, de todas formas, ¿quién se ocupa del funcionamiento de la administración, aun siendo tan mala? Jázaros y griegos casi siempre. ¿Por qué se rebela ahora vuestro pueblo? Porque vuestros príncipes violan la ley o bien no la hacen cumplir…, o porque carecen de leyes que impidan la opresión del pueblo.
—Es verdad que hemos padecido un mal gobierno.
—Porque no tenéis un sistema en cuyo marco sea efectivo trabajar. Vuestros príncipes luchan continuamente entre sí, debilitando el Estado, porque son incapaces de idear un sistema viable de sucesión.
—Pero, Zhydovyn, ¿no es cierto que la sucesión del hermano por el hermano no deriva de los nórdicos varegos, sino de los turcos? ¿Acaso no adoptamos este uso también de los jázaros?
—Es posible. Pero, de todas formas, la cúpula que tenéis en Rus es incapaz de mantener el orden, eso no puedes negarlo. La casa real está sumida en el caos.
Las afirmaciones del anciano eran certeras. Sin embargo, a Ivanushka le costaba admitirlo, pues, a pesar del desagrado que le habían producido ese día los descabellados gritos antisemitas, no podía evitar pensar: «Qué equivocados están esos judíos. Qué atrasados quedan, en comparación con nosotros, con su infinita confianza en las leyes y sistemas».
—La ley no lo es todo —señaló Ivanushka tras exhalar un suspiro.
—Pues es lo único que tenemos —contestó con contundencia Zhydovyn, mirándolo fijamente a la cara.
Ivanushka sacudió la cabeza. ¿Cómo podía explicar su punto de vista? Aquella no era la postura correcta.
No. Había un camino mejor que aquel, una senda cristiana.
Él no encontraba las palabras apropiadas, pero daba igual, pues su opinión ya había sido expresada en el más célebre sermón que había dado al mundo la Iglesia rusa, y lo había hecho como él no se atrevería siquiera a desear hacerlo.
El hecho se había producido justo antes de su nacimiento, pero quedó tan bien registrado que él mismo se había aprendido, de niño, fragmentos enteros del sermón. Lo había pronunciado el gran clérigo eslavo Hilarión, en memoria de Vladimiro el Santo. Se titulaba «Acerca de la ley y la gracia» y tenía un mensaje muy simple. Los judíos habían dado la ley a la humanidad, pero luego había llegado el hijo de Dios con una verdad superior: el imperio de la gracia, del amor directo de Dios, que tiene más valor que las normas y las regulaciones terrenales. Ese era el portentoso mensaje que la nueva Iglesia de los eslavos transmitiría al vasto mundo del bosque y las estepas.
¿Cómo podía exponerle aquello a Zhydovyn? No podía. Los judíos nunca lo aceptarían.
Y, sin embargo, ¿no había sido su propia trayectoria en la vida un peregrinaje en busca de la gracia? ¿No había descubierto él, Ivanushka, el Tonto, el amor de Dios sin ayuda de ningún libro de leyes?
No deseaba en absoluto un mundo regulado por sistemas. Aquello iba contra su naturaleza. La solución, con la gracia de Dios, debía ser sin duda algo más simple.
—Lo único que necesitamos —le dijo al Jázaro— es un hombre sabio y piadoso, un auténtico príncipe, un dirigente fuerte.
Aquel era un fantasma medieval que se convertiría en maldición durante buena parte de la historia de Rusia.
—Gracias a Dios —prosiguió—, tenemos a Monómaco.
Antes de marcharse, no obstante, Ivanushka le hizo un regalo al anciano en prueba de afecto: el pequeño disco de metal que llevaba colgado de una cadena y en el que estaba representado el tamga en forma de tridente de su clan.
—Quedáoslo —dijo—, en recuerdo de que nos hemos salvado mutuamente la vida.
Unos días después, por la gracia de Dios, el príncipe prestó juramento ante la vieche y, gracias a la revolución, se inició el reinado de uno de los mejores monarcas que tuvo Rusia: Vladimiro Monómaco.
La alegría de Ivanushka llegó a su colmo cuando, ese mismo otoño, la pequeña iglesia de Russka quedó concluida con una rapidez que parecía casi milagrosa.
Viajaba con frecuencia hasta el pueblo y se quedaba varios días en él con el pretexto de que debía inspeccionar la finca, cuando lo que en realidad quería era disfrutar de la asombrosa paz del lugar.
Lo que más le gustaba era contemplar al atardecer su pequeña obra maestra y observar el tenue brillo que despedía su rosada superficie bajo la acción de los postreros rayos de sol.
Permanecía sentado con la mirada prendida del pequeño edificio que se erguía con orgullo sobre su plataforma de hierba por encima del río, con la oscura masa de bosques como telón de fondo, mientras declinaba poco a poco el sol.
¿Percibía acaso una aureola de amenaza, de melancolía, sobre la dorada cúpula bizantina que resplandecía con los últimos destellos del ocaso? No. Tenía fe. Nada iba a alterar, en su opinión, la tranquilidad de aquella modesta casa de Dios erguida ante el bosque, por encima del río.
La naturaleza entera parecía impregnada de paz en el vasto silencio ruso.
Y qué extraño era, pensaba a veces, que cuando se hallaba sentado en el banco contiguo a la iglesia y tendía la mirada hacia la infinita bóveda azul que coronaba la inacabable estepa, pese a que las nubes se desplazaban en una u otra dirección, el cielo parecía inmóvil como un gran río que, sin embargo, se alejaba, se alejaba sin cesar.
Y a menudo, aun en los días de verano, un leve viento del este soplaba con suavidad sobre la tierra.