Padres e hijos
1874
Mientras el tren se aproximaba a la antigua ciudad de Vladímir con un quedo silbido acompañado de un ruido metálico, los dos inesperados visitantes se asomaron a mirar con curiosidad.
Era primavera. La nieve se había fundido casi del todo, pero aún quedaba algún que otro ventisquero y sucios residuos aquí y allá. El mundo entero, desde las blancas paredes medio despintadas de las iglesias hasta los pardos campos contiguos a las aldeas, presentaba un aspecto entre sucio y descuidado. Había enormes charcos por todas partes; los ríos se habían desbordado y las carreteras, convertidas en lodazales, eran poco menos que intransitables.
Con todo, aun cuando en la tierra se hubieran interrumpido momentáneamente las idas y venidas, en el cielo había un considerable tráfago. Por encima de los pelados abedules plateados, en los que habían despuntado casi de un día para otro las tiernas yemas verdes, el aire estaba poblado del estridente piar de los pájaros que revoloteaban en bandadas sobre el bosque. Era primavera, y los grajos y los estorninos volvían a Rusia.
Aunque el trayecto había sido largo, los dos viajeros estaban de muy buen humor. Les había llamado la atención el conductor del tren, un individuo alto y delgado, cargado de espaldas, con las orejas grandes, los pies planos y el extravagante hábito de hacer crujir los nudillos; mucho antes de llegar a Vladímir, el joven Nicolái Bobrov había perfeccionado hasta el virtuosismo la imitación que hacía de aquel hombre.
Nicolái era un apuesto joven de veinte años que tenía las facciones regulares de los Bobrov con una leve reminiscencia turca, y cabello castaño oscuro y ondulado. Llevaba un fino bigote y una barba puntiaguda, y sus ojos azules y su agradable boca acababan de dar un toque varonil a su apariencia.
Su compañero, aun teniendo solo veintiún años, parecía mayor. Era un individuo algo ceñudo, un poco más alto que Nicolái, con una chocante mata de cabello rojizo. No llevaba ni barba ni bigote. Entre sus labios delgados asomaba una dentadura irregular, algo amarillenta. Tenía los ojos verdes, pero el rasgo que más llamaba la atención de él, desde el primer momento, era la zona de alrededor de los ojos, afectada de una leve hinchazón, como si al nacer le hubieran dado un par de puñetazos de los que no se había recuperado nunca.
Cuando el tren llegó a Vladímir, los dos jóvenes se apearon y Nicolái fue en busca de un medio de transporte. No les bastaba con caballos, pues llevaban un pesado y voluminoso equipaje. Transcurrió casi una hora antes de que volviera con un hosco campesino que conducía un carruaje tan baqueteado que más bien parecía un carro.
—Lo siento —se disculpó alegremente—. Es lo mejor que he podido encontrar.
Al cabo de unos minutos se pusieron en camino.
Barro. Adonde quiera que mirase, Nicolái Bobrov tenía la impresión de que solo podía ver barro. Barro marrón que se prolongaba hasta el horizonte de sembrados; barro que se adhería a las ruedas del carruaje y tiraba de ellos hacia abajo, como un espíritu maligno que tratara de ahogar a un intruso de un estanque. El barro, que les llenaba de salpicaduras la ropa y rebozaba el carruaje, parecía decirles con una firmeza que no admitía réplica: «Esta es mi estación. Nadie se moverá porque yo no lo consiento. Ni caballo ni hombre, ni ricos ni pobres, ni fuertes ni débiles, ni ejércitos enteros ni, ni siquiera el zar poseen poder sobre mí, pues en mi estación el rey soy yo». No fue la nieve lo primero que doblegó a Napoleón en su retirada de Moscú, recordó Nicolái: fue el barro.
No obstante, a pesar de su lento avance, el joven Nicolái estaba alborozado, pues tenía la sensación de que los dos últimos años —toda su vida, tal vez— habían sido un preparativo para aquel viaje y para aquella primavera.
¡Y cómo se había preparado! Al igual que los demás estudiantes con quienes compartía casa, había leído, escuchado y debatido intensamente semana tras semana y mes tras mes. Había practicado incluso mortificaciones monacales. Durante un mes, había dormido sobre una madera cubierta con clavos. Por regla general, llevaba un cilicio. «Porque no soy todavía tan fuerte y disciplinado como debiera», confesaba a sus amigos. Y ahora se avecinaba por fin la hora en que, de cumplirse sus expectativas, volverían a nacer él y el mundo a la vez.
Y qué suerte la suya, se felicitó Nicolái dirigiendo una breve mirada a su compañero…, qué suerte más increíble poder emprender aquella misión precisamente con ese hombre. «Sabe muchísimo más que yo», reconoció con humildad. Nicolái nunca había conocido a nadie como él.
Mientras proseguían a paso de tortuga por aquel interminable barrizal, tan solo un pensamiento no expresado turbaba la tranquilidad de Nicolái: sus padres, que no sospechaban nada. ¿Qué sería de ellos?
Tendrían que sufrir, por supuesto: era inevitable. «Pero al menos yo estaré allí —pensó—. Seguramente podré evitarles lo peor.»
Muy despacio, el pequeño carruaje se abría camino hacia Russka.
Aquella húmeda mañana de primavera, de pie junto a la ventana de la izba, Timoféi Románov miraba con incredulidad a su hijo Borís.
—Te lo prohíbo —gritó por fin.
—Tengo veinte años y estoy casado. No puedes impedírmelo.
El joven Borís Románov miró las caras de sus familiares. Sus padres estaban muy pálidos; su abuela Arina tenía una expresión pétrea; y su hermana de quince años, Natalia, presentaba el mismo aire de rebeldía de siempre.
—¡Lobo! —tronó Timoféi. Después, en tono casi de súplica, añadió—: Piensa en tu pobre madre.
Borís, sin embargo, no dijo nada, y a Timoféi no le quedó más remedio que observar los estrepitosos pájaros que revoloteaban sobre los árboles, preguntándose por qué Dios había mandado al mismo tiempo todas aquellas complicaciones a la familia.
La familia Románov era reducida. En el transcurso de los años, Timoféi y Varia habían perdido cuatro hijos por causa de enfermedades y malnutrición. De todos modos, aquellas tragedias eran algo previsible. Gracias a Dios, al menos Natalia y Borís gozaban de buena salud. Arina también, aun sin haberse recuperado del todo de la terrible hambruna del año 39, era una fuente de fortaleza: menuda, algo encogida, amarga a veces, pero indomable. Vivían todos, además de la esposa de Borís, en una sólida izba de dos plantas en el centro del pueblo. Timoféi, que ya había cumplido cincuenta y dos años, preveía que por fin podrían comenzar a tomarse las cosas con más tranquilidad.
Tales expectativas se habían truncado cuando, un mes antes, Varia lo dejó estupefacto al anunciarle que estaba embarazada.
—Al principio no podía creerlo —dijo—, pero ahora estoy segura.
—Es un regalo de Dios —observó él con una sonrisa, para apaciguar la incertidumbre que se traslucía en su mirada.
«O una maldición», pensó para sí entonces, cuando Borís acababa de anunciarles que iba a arruinarlos.
La emancipación de los siervos había introducido un cambio en la vida de Timoféi y de su familia, pero este no había sido muy positivo. Había varias razones para ello.
Mientras que los campesinos de las tierras propiedad del Estado habían salido ganando hasta cierto punto, no se podía decir lo mismo de los siervos de los terratenientes. Para empezar, solo se había transferido a estos la tercera parte de la tierra, y el resto había quedado en manos de los terratenientes. Además, los siervos tuvieron que pagar por dicha tierra: una quinta parte en metálico o en trabajo, y las cuatro quintas partes restantes mediante un préstamo del Estado en forma de bonos reintegrables en cuarenta y nueve años, de tal modo que los siervos rusos se vieron obligados a hipotecar sus terrenos. La cosa acabó de empeorar con la artificial subida de precios de la tierra que consiguieron imponer los terratenientes. «Y no solo hay que pagar esos malditos bonos —se quejaba a menudo Timoféi—, sino que somos los campesinos los que seguimos pagando todos los impuestos. ¡Estamos manteniendo a los terratenientes igual que antes!»
Era muy cierto. Los campesinos pagaban la capitación, de la que estaban exentos los nobles. Pagaban, además, un sinfín de impuestos indirectos y gravámenes sobre la comida y los licores, que suponían una gran carga para los pobres. El resultado último de todo ello era que, después de obtener la libertad, Timoféi el campesino pagaba diez veces más al Estado por cada desiatin de tierra que poseía que el aristócrata Bobrov. «Un día echaremos a patadas a esos nobles y nos quedaremos con el resto de la tierra», solía murmurar Timoféi, al igual que la mayoría de los labriegos.
No era que sintiese un odio personal hacia el terrateniente. Al fin y al cabo, él y Misha Bobrov habían jugado juntos de pequeños. Pero, aun así, tenía el convencimiento de que era un parásito. «Dicen que los zares les dieron la tierra a los Bobrov —les había explicado a sus hijos— a cambio de sus servicios. Pero el zar ya no los necesita, así que pronto les quitará las tierras para dárnoslas a nosotros.» El campesinado de toda Rusia albergaba aquella esperanza, que se resumía en la fórmula: «Tened paciencia, que el zar proveerá». De este modo, aguardaban la llegada de tiempos mejores.
El joven Borís Románov era un muchacho de agradable apariencia, fornido y ancho de espalda, como su padre, pero con el cabello de un castaño más claro y unas entradas que se insinuaban ya en la frente. En la mirada desafiante de sus ojos azules había, con todo, un aire de bondad.
Él no quería causarle daño a su familia, pero en los últimos meses, desde su boda, la convivencia se había hecho imposible. La llegada de su esposa —una muchacha vivaracha de pelo dorado— había supuesto un nuevo elemento en la escala de autoridad de la casa. Arina y Varia habían trasladado sus exigencias de obediencia de la hermana de Borís, Natalia, a su esposa. «Creen que soy propiedad suya», se quejaba con furia la joven.
Fue, sin embargo, el inesperado embarazo de su madre lo que precipitó su decisión. «Nosotros también vamos a fundar una familia —aducía la muchacha—. ¿Y adónde iremos a parar, cuando será su hijo recién nacido el más importante de la casa?» Y por si fuera poco, a su padre, Timoféi, malhumorado y tenso a causa de la nueva situación, le había dado por gritarle a la menor ocasión. «¿Son estas maneras de apilar la leña, mordvano?», vociferaba, por ejemplo. «Puede que fuera demasiado blando con mi hijo, pero a mis nietos pienso enderezarlos a base de azotes», le había asegurado a la mujer de Borís. Cuando comenzó el deshielo primaveral, Borís resolvió que aquello era insostenible.
Por eso, aquella mañana efectuó el aciago anuncio de que se iba a vivir a otra casa.
Tenía varios amigos que habían hecho lo mismo en años precedentes. «Es duro cuando uno comienza con su propia izba —le habían advertido—, pero luego mejora todo. Al final es mejor, porque uno no se pelea tanto con la familia.» Él estaba seguro de que era una buena idea.
De hecho, la habría puesto en práctica antes de no ser por su hermana Natalia. Le preocupaba lo que pudiera hacerle la familia a aquella muchacha de quince años, con su permanente expresión enfurruñada y su contenida actitud de desafío.
—La van a destrozar —le comentó con pesar a su esposa—. La harán trabajar como una mula para compensar que nos hemos ido nosotros.
Había propuesto llevarse a Natalia a su casa, pero su mujer se había negado. Natalia, por su parte, también había sido tajante.
—Vete, Borís —le dijo—. No te preocupes por mí.
—Pero ¿qué harás tú?
—Ya me las compondré —respondió con una sonrisa—. Tengo un plan, ¿sabes?
Sin embargo, no le explicó en qué consistía.
Una hora más tarde, Timoféi Románov se encontraba, muy pálido, en el linde de un campo. A su lado estaba el hombre que iba a decidir su destino.
El anciano del pueblo era un campesino bajito de barba gris, voz estentórea y aire decidido, al que Timoféi se dirigía respetuosamente, según la antigua usanza, por el apellido solo: Ilich.
Timoféi le expuso con nerviosismo la situación, sin apenas atreverse a mirarle; sin embargo, cuando hubo acabado, se volvió de pronto hacia él, incapaz de prolongar por más tiempo la incertidumbre.
—Y bien, Ilich, ¿estoy arruinado? —preguntó.
Fuera cual fuera la respuesta del otro, sabía que sería definitiva y que no podría hacer absolutamente nada al respecto.
Timoféi Románov era libre; y sin embargo, no lo era. En eso se parecía a la gran mayoría de los antiguos siervos de Rusia. La razón se hallaba en que, al conceder los terrenos a los siervos, los consejeros del zar habían previsto un posible problema: ¿y si, libres de la autoridad de sus amos, los campesinos comenzaban a desplazarse de un lugar a otro, dedicándose a lo que se les antojara? «¿Cómo los controlaremos? —se plantearon—. ¿Cómo podemos asegurarnos de que se cultive la tierra y se recauden los impuestos?» La libertad estaba muy bien, pero no podían consentir que desencadenara el caos. Por ello, las autoridades habían concebido una solución simple. Aunque a efectos legales era libre, el campesino seguiría ligado a su lugar de origen. La tierra sustraída al terrateniente no se cedía de forma individual a los campesinos, sino a la comuna del pueblo, que se responsabilizaba de los impuestos y de todo lo demás. Si, por ejemplo, Timoféi quería viajar a Moscú, tenía que solicitarle un pasaporte al anciano del pueblo, igual que lo hacía antes con Bobrov. La comuna tenía incluso la responsabilidad de administrar justicia en las cuestiones de importancia menor. Y, sobre todo, era el anciano del pueblo el que periódicamente redistribuía las parcelas de tierra dispersa. Timoféi Románov era, en resumidas cuentas, un miembro de un pueblo medieval sin señor feudal o, utilizando la terminología moderna, de una cooperativa campesina cuyo funcionamiento debía acatar.
El problema estaba en que si Borís abandonaba la casa para fundar un hogar propio, habría que efectuar un nuevo reparto de la tierra, y, probablemente, Timoféi vería reducida su parcela. ¿Cómo saldría adelante, si la que tenía ahora no bastaba para mantener a la familia y atender sus obligaciones?
—Tendré que reducir tu terreno —contestó Ilich, sin andarse por las ramas.
—¿Cuánto?
—A la mitad —respondió, tras reflexionar un momento.
Era incluso menos de lo que temía.
—Lo siento —prosiguió el anciano—, pero ahora hay más jóvenes en el pueblo y no hay bastante tierra para todos.
Luego, con un irritado encogimiento de hombros, se fue.
Pese a las tribulaciones que lo aquejaban ya esa mañana, Timoféi Románov se habría espantado más aún si hubiera sabido lo que en aquel momento pasaba por la cabeza de su suegra.
Arina tenía sesenta y tres años. Era la mujer de mayor edad de la familia y no permitía que nadie olvidara tal cosa. Por encima de todo, quería a su hija Varia. «No estuve a punto de perder la vida por ella en el treinta y nueve —decía—, para ver que ahora le ocurre algo.» Con el paso de los años, quedó claro que aquel terrible periodo había dejado una huella indeleble en ella. Ella misma solía comentar: «Ese año viví con un solo nabo al día durante un mes y, desde entonces, mi estómago no ha vuelto a ser el mismo. Por eso soy más vieja de lo que me correspondería». Y era cierto que, si bien a primera vista tenía el aspecto encogido de una apacible babushka, albergaba en su interior una dureza de piedra, un despiadado instinto de supervivencia que hacía de ella un ser formidable.
Ahora su hija iba a tener otro hijo. Había observado en silencio el desarrollo del drama de la familia. Más de una vez, la pobre Varia se había desahogado con ella. «Sabe Dios que sería una bendición que perdiera al bebé antes de nacer», le decía. Viendo el rumbo que tomaban los acontecimientos, Arina llegó a su propia conclusión.
«Si la situación no se arregla, el niño tendrá que morir», resolvió. No era infrecuente ese tipo de cosas. Ella había conocido a una mujer que ahogó a su hijo; abandonarlos era más fácil y discreto. «Si hay que hacerlo, lo haré yo —pensó—. Para eso están las abuelas.»
De todos modos, no compartió tal decisión con nadie. Así que, cuando volvió de hablar con el anciano del pueblo y les informó de las novedades, Timoféi no tenía ni idea del significado de la tétrica mirada de su suegra.
—Quizá tengamos que poner a trabajar a Natalia en la fábrica —le comentó a su mujer—. Dile que venga.
Mientras caminaba detrás de su abuelo Savva, en el cerebro de Pedro Suvorin tomó cuerpo una nueva idea: «Quizá debería suicidarme».
Aquel pensamiento se le presentó adornado de una extraordinaria belleza. Le faltaba decidir cómo lo haría. Hiciera lo que hiciese, no cabía duda de algo: debía escapar a toda costa de aquella horrible trampa.
Si al menos su padre no hubiera muerto … No queriendo reproducir la severa educación que había recibido de Savva —y también porque, cuando Pedro tenía solo diez años, había perdido a su esposa—, Iván Suvorin había sido un padre bondadoso y había tenido la sabiduría necesaria para dejar que sus dos hijos fueran ellos mismos. Vladímir, cinco años mayor que su hermano, era un hombre de negocios nato a quien Iván dejó dirigir una de las fábricas de Moscú cuando solo contaba diecisiete años. Pedro tenía intereses intelectuales y, contrariando la opinión del viejo Savva, su padre le había permitido ir a la universidad.
Luego, seis meses atrás, Iván había padecido un ataque fulminante y el luminoso mundo de Pedro se había oscurecido de manera abrupta.
«Estoy completamente a su merced», advirtió. El viejo Savva se había impuesto, en efecto, con extraordinario vigor. En cuestión de una semana, había asumido el control personal de todo. Los estudios de Pedro quedaron interrumpidos. Y, si bien dejó que el joven Vladímir permaneciera al frente de las fábricas de Moscú, Savva ordenó a Pedro que lo acompañara de regreso a Russka.
—Es hora de meter a este en vereda —le dijo el viejo a su mujer.
Para Pedro, aquello había supuesto una revelación. Cuando, de niño, vivía en la acogedora casa de Moscú, sus abuelos habían sido dos distantes figuras a quienes se trataba con un respeto casi religioso durante sus ocasionales visitas. Su abuelo era el hombre más alto que había visto nunca: con su tupida mata de pelo, su larga barba gris, sus ojos negros de mirada penetrante y su carácter taciturno era un personaje terrorífico. Desde que obtuvo la libertad, Savva había ido vestido con un largo abrigo negro y un sombrero altísimo. De niño, Pedro había soñado que la gran torre del Kremlin de Moscú se convertía en su abuelo y se ponía a caminar por la ciudad a grandes zancadas, como una furia vengadora. Iván les había contado muchas veces a sus hijos, con una irónica sonrisa, que Savva le había roto un violín sobre la cabeza. Siempre que le era posible, Pedro evitaba al anciano.
Ahora que se había visto obligado a vivir en casa de sus abuelos, los sentimientos de Pedro habían experimentado una transformación. Aunque no lo había abandonado el miedo de la infancia, a este se había sumado algo más: admiración.
Savva Suvorin era más que un simple mortal. Era una ley para sí mismo y a Dios: fijo, inmutable y despiadado. A sus ochenta y dos años, seguía tan tieso como a los treinta y se desplazaba a todas partes a pie. Las autoridades habían dictado la disolución de la comunidad de teodosianos a la que pertenecía hacia 1850 y, como muchos otros empresarios, había tenido que integrarse, cuando menos de manera nominal, a la Iglesia ortodoxa. En privado seguía siendo un viejo creyente y aún comía solo con una escudilla de madera y una cuchara de madera de cedro con una cruz grabada. La disgregación de los teodosianos había eliminado, por otra parte, las ataduras que vinculaban a estos con las numerosas empresas de los Suvorin, que ahora eran propiedad exclusiva de la familia.
Pedro conocía las propiedades de Moscú: las plantas de teñido contiguas al río, la fábrica para el estampado del percal, la fábrica de cola y la de almidón, y la pequeña imprenta que había fundado su hermano Vladímir. No obstante, hasta entonces no se había formado una idea de lo que había sucedido en Russka.
Russka, que nunca había sido una población bonita, era ahora repulsiva. En la escarpada pendiente que bajaba hasta el río, las cabañas apiñadas, los cobertizos y las desvencijadas vallas parecían despeñarse como desperdicios que hubieran arrojado de la ciudad. En el interior de las murallas, la iglesia quedaba empequeñecida al lado de la enorme fábrica de ladrillo dedicada al algodón, con sus impersonales hileras de ventanas y su chimenea octogonal, que hacía sombra incluso a la antigua torre de vigilancia. Las pañerías eran casi igual de grandes, y luego estaban las largas naves, tipo cuadras, donde se manufacturaba el lino. La gente acudía desde kilómetros a la redonda al reclamo de aquel emporio, que dirigía sin ayuda de nadie el viejo Savva Suvorin.
Producía espanto contemplar la fuerza de voluntad que había erigido todo aquello. «Y está plasmada ahí, en su cara», reflexionaba Pedro. La gran cabeza cuadrada, los ojos de mirada ardiente, las espesas cejas y aquel tremendo promontorio informe que constituía su nariz. ¿Todavía nacía gente con aquella nariz? La de su padre era voluminosa, y la suya tampoco era pequeña; pero la propia historia podía haberse detenido, consideraba, ante las facciones de Savva, como un escultor ante una cara granítica que se le resiste. «Dios mío —concluyó—, es como uno de esos ancianos de los tiempos antiguos, de la otra orilla del Volga, con la diferencia de que él se dedica a las empresas.» Así era Savva Suvorin.
Al principio, la vida allí no le había resultado demasiado desagradable. Sus abuelos vivían en una sencilla casa de piedra que no llegaba ni a la décima parte de la capacidad que tenía la de Moscú. Su mobiliario espartano, bastante feo, impresionaba por su maciza apariencia y su superficie pulida al máximo. Con todo, había una pregunta que lo mantenía en vilo: ¿qué querría el viejo de él? Cuando llevaba a Pedro en sus recorridos, Savva nunca daba ninguna indicación de cuáles eran sus expectativas, de modo que, al cabo de unas semanas, dedujo que le aburría su compañía y que pronto lo mandaría de vuelta a Moscú.
Fue su abuela la que, poco después de Navidad, lo sacó del error.
—Hemos decidido que empieces a trabajar en la fábrica de lino —anunció con calma—. Así irás conociendo mejor el pueblo.
María Suvorin conservaba en la vejez el mismo perfil redondeado; tal vez la nariz se le había afilado un poco. Pese a la riqueza en que nadaban, mantenía la boca apretada, sin sonreír jamás; y tras las estrechas ranuras formadas por los párpados, sus ojos grises conservaban toda su dureza. Llevaba, como la mayoría de las mujeres rusas de condición humilde, el cabello recogido detrás, con raya en el centro y muy pegado a la cabeza. El único lujo que se permitía eran los caros vestidos de brocado de seda, con ahuecadas faldas semejantes a campanas. A menudo, se cubría la cabeza con un gran chal que se abrochaba debajo de la barbilla y que le acababa de dar el aspecto de las típicas muñecas rusas. Aquella apacible fachada no casaba, sin embargo, con su implacable carácter.
—Pero si yo no valgo para esa clase de trabajo —adujo Pedro.
—Nosotros creemos que es lo mejor —contestó ella sin inmutarse.
—¿Y mis estudios?
—Eso se terminó. Además, no esperarás que pasados los ochenta años tu abuelo haga todo el trabajo por ti, ¿no?
Y entonces, en esa mañana fría y gris en que los estorninos revoloteaban sobre los tejados, Pedro tenía la impresión de que no podía soportarlo más.
Había intentado poner interés y encontrar algo que estimulara su imaginación. Cuando Savva le comentaba que la guerra civil americana había interrumpido por un tiempo el suministro de algodón y que mientras tanto lo traerían de Asia, Pedro evocaba imágenes de veleros surcando los distantes mares del Nuevo Mundo o de caravanas que hacían la travesía del desierto, y se decía a sí mismo que las empresas Suvorin eran el eslabón de unas maravillosas aventuras que se desarrollaban en un escenario más amplio. Aun así, al enfrentarse día a día a las mismas lúgubres chimeneas, a las inacabables hileras de máquinas y al monótono y machacón trabajo de las fábricas, aumentaba su convencimiento de que Russka era una cárcel.
Esa mañana estaban haciendo lo que más detestaba: revisar las viviendas de los obreros.
La gente de los pueblos donde los campesinos cultivaban el lino para las telas y producían sus propias piezas artesanales en las izbas no vivía mal. Sin embargo, las viviendas de Russka eran muy diferentes. Había tres largas hileras de casas de madera para las familias de los trabajadores, que no habrían sido inadecuadas del todo de no ser porque en cada una de ellas se hacinaban tres familias. «Somos todos una gran familia —le recordaba Savva a aquella gente mientras se movía entre ellos como un severo patriarca del Antiguo Testamento—. Vivimos juntos.»
En cuanto a los dormitorios, al entrar en uno de ellos, a Pedro se le encogió el corazón.
No es que el lugar fuera sórdido, pues estaba inmaculado, bien ventilado y caldeado. La larga habitación, pintada de blanco, tenía una hilera de columnas de madera en el centro y camas a ambos lados. Las camas consistían en una ancha tarima de madera dividida en dos mitades que ofrecían espacio para un estrecho colchón y algunas posesiones. En ellas dormían, pues, dos personas, separadas por un tabique bajo. En cada lado del dormitorio cabían treinta personas. Debajo de la cama había una caja de madera provista de una cerradura, y del techo pendía una percha donde se podía colgar el resto de la ropa. Los hombres dormían en un dormitorio y las mujeres en el otro. Todo guardaba un orden perfecto.
El efecto era deprimente, con todo, y Pedro sabía por qué: la gente.
Por entonces solo existía un germen de clase obrera en Moscú y en San Petersburgo. Las personas que vivían en los dormitorios pertenecían a dos tipologías principales. Estaban los hijos de las familias campesinas de pueblos alejados, que volvían con regularidad a sus casas para entregar a los suyos sus modestas pagas; y luego estaban los antiguos siervos domésticos que habían recibido la libertad con la emancipación, pero que, al no tener tierra que reclamar en ningún pueblo, habían quedado en un completo desarraigo. Esas eran las desgraciadas criaturas que se encogían ante la presencia de Pedro y de su abuelo. «Son solo campesinos —pensaba aquel— que se han perdido.» La misma pulcritud del lugar aumentaba su aspecto inhumano.
«Y pretenden que yo viva aquí —se lamentó— y prolongue este horrible sistema. Estas personas y estas horrorosas fábricas darán de comer a mi familia.» Era terrible. Aunque no sabía con certeza qué quería hacer en la vida, se puso a murmurar para sí con una especie de urgencia desesperada: «Lo que sea, lo que sea… Antes tiraría de las barcazas del Volga que dedicarme a esto».
Justo cuando salían del dormitorio, Pedro Suvorin se volvió un momento y presenció algo que no estaba destinado a ver.
En el otro extremo del dormitorio, de espaldas a Pedro, un joven más o menos de su edad ofrecía una imitación de Savva Suvorin a sus amigos. Teniendo en cuenta que era bajo y más bien escuchimizado, no lo hacía mal. Al darse cuenta de que miraba, los otros le hicieron signos. El chico paró y se volvió.
Pedro se quedó consternado. Había visto un sinfín de expresiones en las caras de las personas, pero nunca había percibido un odio tan descarnado. O bien aquel joven ignoraba lo que se traslucía en su cara, o bien no se molestaba en disimularlo: en uno u otro caso, era turbador.
«Dios mío, este individuo cree que soy como el abuelo. ¡Si al menos supiera la verdad!», pensó. Entonces cayó en la cuenta de algo aún más angustiante: «¿Qué más le da a él si me inspira simpatía o no, si soy un Suvorin?». Se fue enseguida de allí, como si huyera.
Conocía de lejos al joven. No parecía peligroso. Se llamaba Grigori.
Natalia caminaba a paso vivo por el camino de Russka. En cuanto había visto el sombrío semblante que traía su padre después de su entrevista con el anciano del pueblo, se había escabullido de la casa. Seguro que ahora estaría buscándola.
Sabía muy bien lo que le esperaba. La mandarían a la fábrica de los Suvorin y le exigirían que se quedara allí mientras la familia necesitara su salario para salir a flote. La espantaba aquella perspectiva. «Seré una solterona y una esclava toda mi vida», preveía.
Estaba decidida a llevar una vida mejor que aquella. Cuando era niña, debido a la consideración especial que siempre había tenido Misha Bobrov con su padre, ella y Borís habían asistido tres años a la escuela de Russka, donde habían aprendido a leer. Pese a su pobreza, aquel logro inusitado en la gente de su condición le había otorgado un secreto orgullo, la creencia de que de una manera u otra llegaría a algo.
De todos modos, aun sabiendo las consecuencias que tendría para ella, había alentado a Borís para que formara un hogar aparte. Lo quería y sabía que no tenía otra opción. «Al menos que sea feliz él», pensaba. ¿Y qué había de su plan…, el plan del que le había hablado a Borís?
No existía tal plan. No tenía ni idea de qué podía hacer.
Se apretó la bufanda en torno al cuello, notando el escozor del frío en la cara. Solo se le ocurría una salida.
Iría a ver a Grigori.
Misha Bobrov y su esposa estaban exultantes.
Justo cuando empezaba a ponerse el sol, el carruaje había llegado a Bobrovo. Nicolái había bajado corriendo a abrazarlos.
—Me han dejado marchar antes de la universidad —había anunciado, asombrándolos—. O sea, que aquí me tenéis. He traído a un amigo.
—Cuantos más seamos, más alegría habrá, hijo mío —respondió Misha.
Luego, tomando a su hijo del brazo con aquel suave gesto característico de los Bobrov, lo acompañó adentro.
Misha Bobrov siempre se consideraba afortunado por llevarse tan bien con su hijo. Todavía recordaba la pesada atmósfera que rodeaba a su rígido padre, Alexéi, y había resuelto no permitir nunca que aquella sensación tan agobiante se asentara de nuevo en Bobrovo. De todas formas, no tenía que esforzarse especialmente, porque era de natural afable y tolerante.
Siempre le había encantado dejar que el chico discutiera con él. «Justo igual que los tíos Serguéi e Ilia», decía. De hecho, estaba bastante orgulloso de sus dotes para la controversia y no se molestaba nunca, ni siquiera en las ocasiones en que, como era de prever en las personas de su edad, Nicolái se acaloraba un tanto. «En el fondo, el muchacho es muy sensato» le aseguraba más tarde a su esposa. Y cuando ella aducía que había dejado que Nicolái se propasara, respondía: «No, debemos escuchar a los jóvenes, Ana, y tratar de comprenderlos. Ellos son el futuro». Estaba muy contento porque aquella estrategia le había dado resultados patentes.
Los dos recién llegados estaban cansados del viaje, de modo que después de cenar expresaron su deseo de retirarse pronto.
—Pero seguro que mantendremos espléndidas conversaciones con esos dos jóvenes —le comentó Misha a Ana más tarde, cuando se quedaron solos—. Aunque no nos guste todo lo que ocurre en las universidades, los jóvenes siempre vuelven de ellas rebosantes de ideas. Tendré que armarme de valor —añadió con una sonrisa de satisfacción.
Tan solo había una cosa que lo desconcertaba. Era absurdo, pero, nada más verlo, había tenido la curiosa sensación de que el amigo de Nicolái tenía algo que le resultaba vagamente familiar. No obstante, no conseguía precisar qué era.
Yevgueni Pávlovich Popov, así se había presentado aquel joven de cabello rojizo. Era un nombre bastante común.
—¿Nos hemos visto antes? —le preguntó Misha.
—No.
No había insistido. Sin embargo, estaba seguro de que ese tipo le recordaba a alguien… Esa noche, en las horas que pasó acostado sin conciliar el sueño a causa de la excitación, aquel pequeño enigma fue una de las muchas cuestiones a las que no paró de darle vueltas.
La llegada de su hijo siempre inducía a Misha Bobrov a pensar en el futuro. ¿Qué tipo de finca podría legarle al chico? ¿Qué clase de vida llevaría Nicolái? Se interrogaba, sobre todo, acerca de la opinión que tendría el muchacho sobre distintos asuntos. «Tengo que preguntarle sobre esto y aquello», pensaba. O bien, recordando algún proyecto propio, se preguntaba si a él le parecería bien. De este modo, en la oscuridad se agolpaban en su mente un sinfín de cuestiones.
Era una característica típica de Misha Bobrov estar convencido de que, aun cuando en el plano personal las cosas le habían ido más bien mal, en general iban bien. «Yo soy optimista con respecto al futuro», proclamaba. Era una de las pocas cuestiones en que su esposa no estaba de acuerdo con él.
De hecho, en la finca de los Bobrov, la situación era francamente mala, pues si la emancipación había decepcionado a los campesinos, tampoco había supuesto una mejora clara para los terratenientes.
El primer problema era ya antiguo. En 1861, como casi todos los propietarios que conocía, Misha Bobrov ya tenía empeñado al setenta por ciento de sus siervos a cuenta de préstamos concedidos por el banco estatal. En la década posterior a la emancipación, la mitad del dinero que recibió como compensación fue a parar directamente al banco para liquidar esas deudas. Además, los bonos del Estado que le dieron como pago parcial —los mismos que a los campesinos les costaba tantos sacrificios pagar— perdían poco a poco su valor conforme iba subiendo la inflación.
—Esos malditos bonos valen ya dos tercios de lo que valían antes —le había comentado a Ana justo la semana anterior.
Debido a su endeudamiento y a su escasa disponibilidad de dinero, a Bobrov le costaba pagar la mano de obra de sus antiguos siervos para que cultivaran la tierra que le quedaba. Una parte la había arrendado a los campesinos; otra a comerciantes; y otra pronto tendría que venderla, se temía. La mayoría de sus amigos estaban vendiendo terrenos. Cada año era, por lo tanto, un poco más pobre.
¿Por qué debía, entonces, mantener el optimismo?
Había varios motivos. El Imperio ruso disfrutaba de una fortaleza y una estabilidad superiores a las existentes en su juventud. Tras siglos de conflictos, el vasto imperio parecía llegar por fin a sus fronteras naturales. El extenso territorio de Alaska había sido vendido en 1867 a Estados Unidos, era cierto. «Pero estaba demasiado lejos», decía Bobrov, restando importancia al hecho. Mientras tanto, Rusia consolidaba su presencia en el distante extremo de la llanura euroasiática limitado por el Pacífico, donde el nuevo puerto de Vladivostok, frente a Japón, prometía un pujante comercio con el Extremo Oriente. En el sur, tras la hecatombe de la guerra de Crimea, Rusia se había asegurado de nuevo el derecho a tener una flota en el mar Negro; y en el sureste estaba absorbiendo poco a poco los pueblos que habitaban los desiertos del otro lado del mar Caspio, con sus altivos príncipes y ricas caravanas. En el oeste, el último levantamiento de los polacos había sido aplastado y Rusia —estrecha aliada de Prusia ahora— mantenía la paz con sus vecinos de Occidente. Aunque algunos adujeran que el reino de Prusia y su célebre canciller Bismarck parecían demasiado ávidos de poder, ¿qué importancia podía tener aquello para el imperio del zar, que ocupaba una sexta parte de la superficie terrestre del planeta?
El auténtico motivo del optimismo de Bobrov radicaba, no obstante, en lo que veía dentro de la propia Rusia.
«En los últimos quince años —destacaba— ha habido más reformas que en todo el tiempo transcurrido desde Pedro el Grande.»
Era posible que, en su fuero interno, la única aspiración del zar Alejandro II fuera mantener el orden en Rusia. De todos modos, una vez que hubo resuelto que eran necesarias las reformas, había auspiciado asombrosos avances. Se había llevado a cabo una reforma total del anquilosado sistema legal. Ahora, por primera vez en ochocientos años, había tribunales independientes, con jueces independientes y abogados profesionales, a los que podían tener acceso todas las personas y que se habían librado del secretismo con que funcionaban antiguamente. Había incluso juicios con jurados. El Ejército también había sido objeto de una importante reforma: todos los hombres, nobles y campesinos por igual, podían resultar elegidos por sorteo para prestar servicio militar, pero por un espacio de seis años tan solo, en lugar de veinticinco. Además, salvo en los regimientos de élite, un soldado de humilde cuna podía llegar al grado de oficial. «Dios sabe que no hay otra posibilidad más que mejorar lo que hicimos en Crimea»; eso es lo que a Misha le gustaba responder a los aristócratas como él que se quejaban de aquella mezcla de clases sociales.
Las reformas que más entusiasmo despertaban en Misha Bobrov eran, con todo, las nuevas asambleas locales.
Se trataba de los organismos que pasarían a la historia con el nombre de zemstvos y dumas. Los zemstvos, que significaban «de la tierra, la comunidad», funcionaban en el campo, y las dumas, que habían recuperado el nombre del consejo de los antiguos zares, en las ciudades. En Rusia no se había visto nada igual hasta entonces. En todos los distritos, ciudades y provincias, aquellas asambleas responsables del Gobierno local eran elegidas por todos los contribuyentes, nobles, comerciantes o campesinos sin distinción. «Con ello —infería, muy ufano, Misha—, Rusia ha ingresado en el mundo moderno de la democracia.»
Había que reconocer que los zemstvos y las dumas poseían poderes bastante limitados y que los cargos clave, como el de gobernador y jefe de policía, los nombraba el Gobierno del zar.
Además, aquellas elecciones presentaban algunas particularidades. En las ciudades, por ejemplo, a los votos se les otorgaba un valor proporcional a la cantidad de impuestos que se pagaba. Como consecuencia de ello, la gran mayoría del pueblo, que contribuía con una tercera parte de los impuestos, podía elegir solo a un tercio de los miembros del consejo.
En el campo, la aplicación de una proporcionalidad similar y una serie de votaciones indirectas garantizaban que en los zemstvos provinciales más del setenta por ciento de los miembros pertenecieran a la aristocracia. «Pero es el principio general lo que cuenta —argumentaba Misha—, y todas las clases tienen derecho a voto.»
Por último —y aquello era, quizá, lo que más agradaba a Bobrov—, los zemstvos procuraban una función en la sociedad a los hombres de su clase. Aunque la nobleza hubiera quedado tal vez obsoleta como clase disponible para el servicio imperial y se hubiera visto despojada de sus siervos, a pesar de las limitaciones de poder que pesaban sobre los zemstvos, los aristócratas como él podían mantener aún la ilusión de que eran necesarios y útiles para su país. «Nosotros siempre hemos servido a Rusia», podía afirmar todavía con un gesto de gran satisfacción.
Justo antes de conciliar el sueño, Misha Bobrov concibió una posible solución al enigma de aquel huésped que tenía algo que le resultaba tan familiar.
Por todos los diablos, pensó, ¿no había dicho que su patronímico era Pávlovich? ¿Y no tenía aquel horroroso sacerdote pelirrojo de Russka un hijo llamado Pablo Popov, un funcionario de tres al cuarto que trabajaba en Moscú? ¿Podía ser aquel joven de cabello rojizo el nieto del párroco?
Divertido por aquella posibilidad, decidió preguntárselo a la mañana siguiente.
Por la mañana, no obstante, cuando Misha bajó al comedor con la intención de desayunar con los dos jóvenes, su criado lo recibió con una insólita noticia.
—El señor Nicolái ha salido con su amigo justo antes del alba, señor —dijo.
—¿Antes del alba? ¿Y adónde han ido?
—Al pueblo, Mijaíl Alexéievich. Iban vestidos como campesinos, señor —precisó con desaprobadora expresión.
—¿Y para qué demonios se han vestido así? —preguntó.
—Yo no lo entiendo, señor —confesó el hombre—. Han dicho —vaciló un instante—… han dicho, señor, que iban a buscar trabajo.
Misha Bobrov se quedó sumido en el más completo desconcierto.
A sus diecinueve años, Grigori tenía cara de cansancio, y el pelo negro y graso le caía desmayado a ambos lados de la cara. No poseía una gran fortaleza física y Dios le había dado una dentadura que le dolía casi a diario. De todos modos, era voluntarioso, a su manera, y estaba decidido a sobrevivir. Por otro lado, Natalia Románov, que estaba enamorada de él, lo tenía asustado.
Provenía de una familia de ocho miembros. Su padre, un antiguo siervo doméstico que había ido a parar a Vladímir, donde trabajaba de temporero, había puesto a trabajar a todos sus hijos al cumplir los diez años. Más o menos una vez al mes, ataba a Grigori a un banco de madera y lo azotaba con unas ramas de abedul que había tenido la precaución de mojar previamente. Aun así, Grigori sentía cariño por él.
Su padre no había puesto ningún impedimento cuando, a los trece años, Grigori anunció su intención de irse de casa. De hecho, este tuvo la impresión de que sus padres se alegraban de librarse de él. Antes de irse, su padre le había dado un consejo que le sirviera de bagaje en su camino por la vida:
—Toma todo lo que puedas de las mujeres, Grigori, pero ten cuidado. A veces parecen buenas, pero en el fondo lo que quieren es hacer daño. Recuérdalo.
No lo había olvidado.
Y ahora tenía que enfrentarse a esa muchacha. ¿Qué habría visto en él? Era bonita, vivaracha, y su padre tenía su propio terreno; para Grigori, los Románov eran ricos. Él la hacía reír, cierto, su humor agudo y más bien cruel divertía a casi todo el mundo. Era capaz de arrancar carcajadas a personas que lo odiaban y a las que odiaba.
¿Qué quería de él?
¿Y por qué, Dios bendito, le había pedido la noche anterior que se casara con ella? La había observado con un asombro cargado de recelo antes de darle una respuesta áspera:
—Tendré que pensarlo.
Cuando los dos jóvenes aparecieron en el pueblo vestidos de campesinos, nadie los reconoció al principio, hasta que Arina salió de su casa.
—¡Ay, señor Nicolái, cómo ha crecido! —exclamó.
Al cabo de un momento, cediendo a la insistencia de la anciana, entraron en la izba de los Románov, donde les sirvieron dulces junto a la estufa.
Cuando oyeron que Nicolái y su amigo querían trabajar en el pueblo, los Románov se quedaron perplejos. ¿Quién podía saber qué se cocía en el cerebro de los nobles? No obstante, después de inquirir con gran discreción si querían recibir paga por ello y averiguar que no querían dinero, Timoféi abrió los ojos como platos, incrédulo ante su buena suerte.
—No tiene que ir más lejos, Nicolái Mijáilovich —dijo—. Yo le daré lo que busca.
De este modo, dos horas más tarde, Misha Bobrov encontró a su hijo y al joven Popov ayudando al campesino en el linde de un extenso campo, y a pesar de su estupefacción tuvo el buen juicio de no intervenir. Se marchó de vuelta a casa, sacudiendo divertido la cabeza por aquella excentricidad de los jóvenes.
—Esta noche estarán hambrientos —le dijo a su esposa, antes de irse a leer un libro.
Natalia observó con curiosidad a los dos recién llegados. Cuando Nicolái Bobrov se fue a estudiar fuera, ella era una niña, de forma que el hijo del amo no era para ella más que un nombre. Era guapo, pensó, con su barba y su bigote tan cuidados y aquellos ojos azules tan brillantes. Muy guapo. Su amigo pelirrojo era diferente: no acababa de formarse una idea sobre él. Apenas había dirigido la palabra a Natalia y a su familia, dejando que Nicolái hablara por los dos. Ella llegó a la conclusión de que debía de pertenecer a una clase de personas que no había visto nunca. «De todos modos, a mí me da lo mismo», resolvió. Tenía otras cosas en que pensar.
En Grigori sobre todo.
Natalia quería a su familia y no pretendía hacerles daño, pero cuando Borís dijo que se iba a otra casa, en su interior se rompió algo. De repente, se sintió muy sola. Aunque sabía que sus padres la necesitaban, cuando la tarde anterior Timoféi le dijo, tal como se temía, que quizá tuviera que ir a la fábrica, le invadió un resentimiento involuntario. «Si hago eso por ellos —caviló—, quiero tener también algo que me haga feliz.» Extrañamente, ese algo era Grigori.
¿Por qué él? La verdad era que en el pueblo no tenía muy buenas perspectivas. Los Románov eran pobres, y con el pequeño que estaba por nacer su padre no podría darle dote. Además, como no destacaba por su belleza, podría considerarse afortunada si conseguía casarse con uno de los mejores muchachos del pueblo. En cualquier caso, era el menudo trabajador de la fábrica, con su agudo ingenio, quien la había cautivado. Él tenía algo especial, una especie de instinto que la fascinaba. Cuando se conocieron, ella comenzó a enseñarle a leer y se quedó asombrada por la rapidez con que aprendía. No estudiaba las cosas como las demás personas: atacaba un tema y lo devoraba con ferocidad hasta dominarlo. «Es como un tigre», pensaba ella, maravillada. Pero a la vez era vulnerable: necesitaba que cuidaran de él. Natalia, que encontraba irresistible aquella combinación, llegó por primavera a esta conclusión: «Quizá no sea perfecto, pero no existe en la Tierra otro hombre como este».
Se había propuesto un objetivo simple, que admitía dos posibilidades: «O bien se viene a vivir con nosotros al pueblo, con lo que ingresaríamos dos jornales en casa, o bien, si no lo aceptan, me iré yo a vivir con él a Russka y no recibirán nada». Aquello le servía, cuando menos, para afirmar su independencia.
Ese día, mientras Nicolái y Popov trabajaban con su padre, estuvo pensando en Grigori.
Se quedó bastante sorprendida cuando, al atardecer, Nicolái anunció que volvería con su amigo al día siguiente.
Nicolái estaba contento. El primer día había ido bien. Yevgueni también parecía satisfecho.
—Nos ganaremos su confianza —le dijo este—. Pero recuerda —le advirtió en tono severo— que no debemos decir nada por el momento. Ese es el plan.
—Desde luego.
El plan lo era todo.
Qué suerte la suya, se felicitó Nicolái, por poder contar con la presencia de Popov. Aunque a veces era bastante misterioso y daba la sensación de guardarse para sí parte de la información, tenía una certidumbre absoluta de las cosas. Y ahora los dos participaban codo con codo en aquella trascendente operación, gracias a la cual quizá sus nombres pasarían a la historia.
Mientras tanto, aguardaba divertido la velada de esa noche. Había visto a Yevgueni en acción muchas veces y se preguntaba cómo se comportaría con sus padres.
Misha Bobrov trataba de disimular su excitación mientras esperaba en el salón a que los dos jóvenes bajaran a cenar.
Una de las razones eran sus ansias de averiguar qué tramaban. Otra, las ganas de charlar con ellos largo y tendido. De hecho, se consideraba capacitado para impresionar un poco a los estudiantes con sus habilidades dialécticas.
El salón era una espaciosa y agradable estancia, provista de un mobiliario simple entre el que se contaban varios sillones y sofás de estilo francés y unas elegantes y gruesas cortinas azules, sujetas en los costados mediante recios cordones con borlas. En el extremo de la habitación había una preciosa librería de caoba con puertas de vidrio y paneles tallados en forma de lira clásica; sobre la repisa de la chimenea reposaba, impasible y satisfecho de sí mismo, un reloj de mármol negro que reproducía las líneas de la fachada de un templo griego. En un rincón, un tapete turco de vivo colorido cubría una mesa redonda. En todas las paredes había colgados, sin ningún orden concreto, una multitud de retratos de familia, desde grandes cuadros al óleo hasta diminutos camafeos.
Junto con aquella ambientación convencional, había diversos elementos indicativos de que Misha Bobrov era un caballero que se salía un tanto de lo común.
La librería estaba flanqueada por dos cuadros. No eran las típicas escenas clásicas que habría elegido su abuelo, sino vívidas reproducciones de un paisaje campestre, en un caso, y, en el otro, del arrugado rostro de un campesino. Aquellas pinturas de la nueva escuela, cuyos miembros eran conocidos como los «ambulantes», le procuraban un placer especial. «Ellos son los primeros pintores auténticamente rusos desde los que hacían iconos —aseguraba—. Estos jóvenes artistas pintan la vida rusa tal como es.» En su despacho tenía incluso un pequeño bosquejo realizado por el mejor representante de aquella tendencia, el genial Ilia Repin, que representaba a uno de aquellos humildes trabajadores que tiraban de las barcazas del Volga, adelantando con esfuerzo el cuerpo atado a las correas como si intentara liberarse. Cuando el joven Nicolái había demostrado cierto talento para el dibujo en el colegio, Misha lo había animado: «Deberías dibujar como esos jóvenes, Nicolái…, plasmar las cosas tal como las ves».
Sobre la mesa redonda había otras pruebas del carácter del dueño de la casa, en forma de diversas publicaciones. Se trataba de los llamados «periódicos gruesos», que se habían convertido en elemento distintivo de la vida intelectual rusa de aquel periodo. En ellos se publicaban, en entregas sucesivas, las últimas obras de los grandes novelistas del momento, como Tolstói, Dostoievski y Turguéniev. Además contenían comentarios políticos y artículos de las más radicales tendencias, de tal forma que su presencia en el salón era una declaración con la que Misha Bobrov mostraba que se mantenía al corriente de cuanto sucedía.
Junto a esa mesa precisamente, el terrateniente saludó a los dos jóvenes con grandes manifestaciones de entusiasmo. Ni a uno ni a otro se les escapó que estaba conteniéndose. Como si no ocurriera nada fuera de lo normal, se puso a conversar con aire ocioso sobre cuestiones como la capital y el tiempo; solo al cabo de varios minutos, con una fingida indiferencia que casi hizo que a Nicolái se le escapara la risa, señaló: «Espero que hayáis disfrutado del tiempo que habéis pasado en los campos hoy; pero ¿me permitís preguntar qué hacíais concretamente allí?».
Los jóvenes le dieron la respuesta que habían acordado.
Misha tenía la impresión de que la cena discurría bien. El vino tinto era excelente. A la cálida luz de las velas, bajo la mirada de los retratos de sus antepasados, ocupaba la cabecera de la mesa, contento y con el rostro encendido, llevando el peso principal de la conversación. Su esposa, Ana —alta y morena, no muy lista pero con opiniones claras—, estaba sentada en el extremo opuesto.
De modo que los jóvenes querían estudiar las condiciones de vida del pueblo. Pese a lo novedoso de la idea, Misha consideró loable aquel propósito de trabajar codo con codo con los campesinos. Y cuando Popov añadió que estaba recopilando cuentos populares, Misha se mostró encantado.
—Yo sé de memoria la mayoría de los cuentos de Krilov —informó a su huésped—. Pero para eso lo mejor es que habléis con mi antigua niñera, Arina. Ella conoce cientos de cuentos.
Misha Bobrov creía estar en buena sintonía con los estudiantes. Para comenzar, estaba interesado en la educación. Ese año había colaborado con el zemstvo de la zona, en un intento de mejorar los índices de escolarización.
—Ahora, en Russka damos una educación básica a un niño de cada seis y a una niña de cada veinte —les explicó con orgullo—. Y la proporción se doblaría de no ser porque Savva Suvorin nos pone todos los impedimentos posibles.
También les hizo saber que detestaba al ministro de Educación. Por algún insondable motivo, el zar tenía gran aprecio a aquel hombre, el conde Dimitri Tolstói —pariente lejano del gran novelista—, cuya reaccionaria política al frente del Ministerio de Educación le había valido el sobrenombre del Estrangulador. Al oír que Popov había estudiado en la Facultad de Medicina, donde se había producido una gran huelga estudiantil unos años atrás, Misha no se lo pensó dos veces antes de declarar: «Con ese maldito Tolstói en el ministerio, me parece comprensible que los alumnos se rebelen».
Habló con soltura de literatura, de los últimos artículos radicales publicados en los periódicos y de política. En este terreno se confesó partidario —lo cual era bastante insólito en un terrateniente de provincias— de que, además de los zemstvos locales, hubiera una asamblea constituyente, elegida por votación por el pueblo, para aconsejar al zar sobre los asuntos nacionales. Misha Bobrov realizó, en resumen, un despliegue tal de sus posturas progresistas que, aunque los dos jóvenes apenas hicieron comentarios, estaba seguro de haberlos impresionado.
Hacia el final de la cena se llevó una sorpresa.
Durante la conversación, había estado observando con interés a Yevgueni Popov. En sus tiempos, prácticamente todos los universitarios eran de extracción noble, pero desde mediados de siglo había comenzado a surgir una nueva generación de hombres instruidos, hijos de sacerdotes, escribientes y comerciantes…, de personas como el joven Popov. Misha estaba a favor de aquellos cambios. Los médicos, profesores y expertos agrícolas que trabajaban para los zemstvos locales provenían en su mayoría de aquella clase. ¿Qué tipo de persona sería el amigo de su hijo? Otra cosa en la que había reparado Misha era en que Popov hablaba con cierta brusquedad, como si le inspiraran desprecio los formalismos inútiles. «Tanto mejor —dedujo—. Es franco.» Por ello, procuró imitar su actitud directa cuando se dirigía a él.
No consiguió, con todo, contener la curiosidad que desde el primer momento había sentido por su familia, de modo que, cuando ya llevaban mediada la segunda botella de vino, se decidió a formularle cortésmente la pregunta:
—He advertido, querido señor, que su patronímico es Pávlovich. ¿No será por casualidad hijo de Pablo Popov, cuyo padre fue en otro tiempo el sacerdote de Russka?
—Sí —contestó Popov, sin molestarse apenas en levantar la vista del plato, pese a lo educado de la pregunta.
—Un hombre muy distinguido —agregó amablemente Misha, temiendo haberlo ofendido de algún modo.
—¿Sí? No tenía idea de que lo fuera —repuso Popov, tras lo cual continuó comiendo.
Algo desconcertado, sin haber saciado su curiosidad y con la vaga sensación de que, habiendo comenzado a preguntarle por su familia, sería de mala educación no proseguir con el tema, Misha insistió en él.
—Confío en que su padre se encuentre bien.
—Está muerto —respondió Popov, otra vez sin levantar la mirada de la mesa.
—Lo siento.
Fue Ana Bobrov la que lo dijo, casi de forma automática. Después de todo, era una exigencia de la más elemental cortesía, pero Popov la dejó estupefacta con la mirada que le clavó.
—No, no lo siente.
—¿Cómo dice?
—Que no lo siente. ¿Cómo va a sentirlo si ni siquiera lo conoció?
Ana puso cara de desconcierto; Misha frunció el entrecejo y Nicolái sonrió divertido.
—Yevgueni odia los cumplidos. Él cree que solo hay que decir la verdad.
—Una actitud muy acertada —aprobó Misha, con la esperanza de suavizar la tirantez del ambiente.
Sin embargo, el joven Popov volvió a sorprenderlo.
—¿Entonces por qué ha dicho —le preguntó con un asomo de desdén— que ese viejo idiota y corrupto de mi abuelo era distinguido?
Aquello era una flagrante impertinencia. Aun así, Misha notó con estupefacción que un sentimiento de culpa le hacía ruborizarse.
—Usted es mi invitado —murmuró. Luego, con irritación, añadió—: Hay que mostrar un respeto por la familia.
—No veo por qué, cuando no hay nada que respetar.
Se produjo un tenso silencio, que fue interrumpido por Ana. No estaba segura de haber comprendido todo aquello, pero había algo de lo que estaba absolutamente segura.
—El sentimiento de familia es lo más importante del mundo —afirmó con contundencia.
—Tonterías. No puede ser así si el sentimiento es fingido.
La mujer se quedó boquiabierta, sin poder salir de su asombro.
—Popov es el individuo más sincero del mundo —se apresuró a explicar, con una sonrisa, Nicolái—. Cree que debemos desprendernos de la falsedad en todos los aspectos, que hay que destruirla se halle donde se halle.
—¿Quiere decir —trató de desentrañar Ana— que hay que destruirlo todo, hasta la amabilidad con los demás, la urbanidad? ¿Qué nos quedaría si todo el mundo hiciera eso?
Entonces, por primera vez desde su llegada, Popov sonrió.
—La verdad —respondió.
Misha Bobrov también sonrió. Por fin comprendía a ese joven. «Es lo que llaman un nihilista», dedujo. Todos los rusos cultos sabían algo de aquellos tipos radicales que Turguéniev había descrito unos años antes en su famosa novela Padres e hijos. Eran seguidores del filósofo ruso Bakunin, que proclamaba la necesidad de eliminar toda falsedad en la sociedad y el valor creativo de aquella destrucción de ideas gastadas.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted y lo comprendo —aseguró, muy satisfecho de sí, Misha.
—No, no lo entiende. —Popov lo miraba con calmoso desprecio—. Es un producto típico de su generación. Hablan y hablan, llevan a cabo unas cuantas anémicas reformas y en el fondo no hacen nada.
Misha Bobrov crispó los puños, pero se contuvo, obligándose a apurar con parsimonia el vino que le quedaba en la copa. Al hacerlo, advirtió que le temblaba la mano. Realmente era indignante tener que soportar aquella rudeza en su propia casa. Y, sin embargo —y aquello era lo peor—, cabía pensar que tal vez hubiera algo de cierto en las palabras del joven. Misha evocó al querido tío Ilia, sentado en su sillón, dejando pasar las semanas, los meses y los años, leyendo y hablando sin hacer nada, tal como había descrito Popov. Pero él era distinto, ¿o no?
—Las reformas del actual reinado han sido reales —adujo, a la defensiva—. Si hasta hemos abolido la servidumbre antes de que los norteamericanos abolieran la esclavitud.
—Sobre el papel, pero no de hecho.
—Esas cosas llevan su tiempo. —Calló un momento y miró con gravedad al joven—. ¿De veras cree que todo está corrompido en Rusia?
—Desde luego. ¿Usted no?
Ahí estaba, por supuesto, el problema. Misha Bobrov no podía sostenerle la mirada a Popov y negar la acusación. Rusia mantenía aún una situación de penoso atraso. La burocracia era célebre por su corrupción. Incluso las asambleas electas, como los zemstvos, de las que estaba tan orgulloso, tenían una influencia nula en el Gobierno central del imperio, que constituía la misma autocracia que en los días de Pedro el Grande o del mismo Iván el Terrible. Sí, su amada Rusia estaba corrompida, desde luego. Pero ¿no iba a mejorar? ¿No se notaba en nada la influencia de los hombres ilustrados de mentalidad progresista como él? ¿O estaría en lo cierto aquel brusco y desagradable joven?
Entonces, mientras rumiaba aquella cuestión, Ana Bobrov tomó de improviso la palabra. Había estado escuchando la conversación. Del contenido filosófico no había entendido lo más mínimo, pero había captado a la perfección una frase concreta.
—Dice que el Estado de Rusia está corrompido, señor Popov, y tiene toda la razón. Es una desgracia.
—¿Y qué se puede hacer para poner remedio, madre? —le preguntó, asombrado, Nicolái.
—¿Para poner remedio? —repitió ella, atónita—. ¿Cómo voy a saberlo yo? —Luego, actuando de inconsciente portavoz de la gran mayoría del pueblo ruso, exclamó en un tono de voz que daba a entender la obviedad de su afirmación—: ¡Eso debe decidirlo el Gobierno!
—Madame, acaba de solucionar el problema —señaló Popov, con una sonrisa irónica.
Todos percibieron que ella, en su bendita ingenuidad, así lo creía.
Con aquello, la discusión tocó a su fin. Aparte de sentirse herido por las palabras de Popov, a Misha Bobrov le quedó la amarga sensación de que se había abierto un abismo entre él y su hijo, de que había algo en Nicolái y su amigo que no entendía.
En los días siguientes, la temperatura subió bastante. En casa de los Bobrov, todo transmitía una sensación de aparente calma. Los dos jóvenes iban todos los días a trabajar con los lugareños y volvían cansados al caer la tarde. Todos evitaban entrar en controversias. Cuando Misha preguntaba, de vez en cuando, si sus investigaciones iban por buen camino, ellos respondían que sí.
—A los jóvenes les dan a veces extravagantes arrebatos —le comentó a su mujer—. Seguramente esto no tendrá mayores consecuencias.
—Es bueno para Nicolái que esté al aire libre —señaló ella.
Bobrov tuvo que admitir que presentaba un aspecto francamente saludable. El joven Popov, en cambio, daba la impresión de estar algo aburrido a veces.
Nicolái, por su parte, estaba encantado con todo. Disfrutaba del trabajo físico y de la compañía de los campesinos, que parecían haberse acostumbrado a él pese a que nunca podría llegar a ser uno de ellos. De hecho, se mostró entusiasmado cuando, al cabo de una semana, Timoféi Románov se olvidó por un momento de quién era y le dedicó el mismo chaparrón de maldiciones que habría vertido sobre su hijo por cavar una zanja donde no debía.
Aunque había estado entre campesinos desde su infancia, hasta entonces no se había formado una idea cabal de lo que era su vida: los pagos opresivos, la escasez de tierra, la necesidad del joven Borís de salir de la agobiante claustrofobia de la casa de sus padres y la terrible perspectiva que aguardaba por ello a Natalia en la fábrica de los Suvorin. «Y la culpa de que vivan así la tenemos nosotros, la aristocracia —pensaba—. Es cierto que somos parásitos de esta gente, que no se beneficia en nada del sistema de gobierno ruso.»
Reparó también en otros aspectos del pueblo. Había aprendido algo, a través de los libros, sobre las prácticas agrícolas que se aplicaban en el extranjero y por eso ahora comprendía que los métodos que se empleaban en Russka, como en casi toda Rusia, eran medievales. Los arados eran de madera porque los de hierro resultaban demasiado caros. Aparte, las tierras de labor seguían distribuidas en franjas, separadas por terrenos de lomas que se descartaban para el cultivo. Dado que aquellas franjas estaban sometidas a una redistribución periódica, ningún campesino tenía un terreno que pudiera considerar propio y que, como tal, habría cultivado con mayor esmero. No obstante, cuando en una ocasión Nicolái le sugirió esta solución a Timoféi, este reaccionó con escepticismo.
—Pero entonces cabría la posibilidad de que algunas personas recibieran mejores terrenos que otras —adujo, aferrándose a los inmutables usos de la comuna—. De todas formas —le confesó—, nuestro mayor problema es que cada año recogemos menos por lo que sembramos. El suelo ruso está agotado y no se puede hacer nada contra eso.
A raíz de aquello, Nicolái consultó por primera vez a su padre sobre diferentes aspectos del pueblo y se quedó sorprendido del grado de información que demostró en su respuesta.
—Si quieres comprender cómo son los pueblos rusos —le dijo—, tendrás que tener en cuenta que muchos de sus problemas los generan sus gentes. El empobrecimiento del suelo es un buen ejemplo de ello. Hace seis meses —prosiguió—, el zemstvo provincial contrató a un experto alemán para que estudiara la cuestión. El problema básico está claro. Nuestros campesinos aplican un sistema de rotación de tres variantes: en primavera, avena o cebada junto con patatas; en invierno, centeno; mientras que el tercer campo reposa en barbecho. Esto resulta a todas luces ineficaz. En otros países siguen un ciclo de rotación de cuatro, cinco o seis años, y cultivan trébol y heno para reponer el suelo. Pero en nuestra atrasada Rusia actuamos de otra forma.
»De todas maneras —prosiguió—, aquí el mayor problema radica en Savva Suvorin y su fábrica de lino.
—¿Por qué?
—Porque anima a los campesinos a cultivar lino. Eso les reporta mayores beneficios. El inconveniente es que lo sustituyen por la cebada o la avena en la siembra de primavera, y el lino es la planta que más empobrece la tierra. De modo que es verdad que el suelo se está agotando, y el lino es la razón principal. En toda la región ocurre lo mismo.
»Pero ¿sabes cuáles son las dos paradojas más escandalosas? La primera es que nuestros campesinos cultivan heno, que sirve para recuperar la fertilidad del suelo, pero lo hacen en un campo aparte, que no incluyen en la rotación, así que resulta inútil. En segundo lugar, para compensar el bajo rendimiento del terreno, amplían los sembrados en las zonas de pastos, con lo cual reducen el ganado que pace en ellos, ¡el ganado cuyo estiércol es el único medio que tienen para abonar la tierra!
—Pero es un ciclo demencial —comentó Nicolái.
—En efecto.
—¿Y qué se puede hacer?
—Nada. Las comunas de campesinos no quieren modificar sus costumbres.
—¿Y las autoridades del zemstvo?
—Ay —suspiró su padre—. Me temo que no tienen ningún plan definido. Es demasiado complicado, ¿sabes?
Nicolái meneó con pesar la cabeza.
Había, con todo, momentos más alegres. Nicolái y Popov pasaban ratos con la familia Románov, en su izba, escuchando de la vieja Arina los mismos cuentos que le había contado a Nicolái de niño. Popov solía permanecer en silencio a un lado, pues no había intimado con la familia, pero Nicolái se sentaba muy contento junto a la anciana y la alentaba a que le contara, además de cuentos, episodios de su propia vida. En varias ocasiones le describió la terrible hambruna del treinta y nueve, y no tenía inconveniente en referir sus experiencias del periodo en que trabajó como sierva en casa de los Bobrov.
—Veo que hace el mismo gesto —observó una vez, imitando el suave movimiento acariciador del brazo característico de los Bobrov— que su padre. Ilia Alexándrovich también lo hacía. Y su bisabuelo, Alexánder Prokófievich.
—¿Sí? —Nicolái no había reparado siquiera en ese rasgo de su familia—. ¿Y el tío Serguéi también lo hacía?
La pregunta provocó un inexplicable ataque de risa entrecortada en la anciana.
—Ay, no. ¡El señor Serguéi hacía otra cosa, oh, sí!
Siguió riendo varios minutos, aunque nadie sabía el motivo.
Un día, después de una de aquellas agradables conversaciones, cuando Popov ya había salido, Arina lo llevó a un rincón. Parecía más agitada de lo normal.
—Señor Nicolái, perdone a esta pobre vieja, pero, se lo ruego, no se junte demasiado con ese. —Señaló a la puerta.
—¿Te refieres a Popov? Es un tipo fenomenal.
—Aléjese de él, señor Nicolái —insistió la anciana.
—¿Qué ha hecho?
—Eso es lo que no sé. Pero hágame caso, por favor, Nicolái Mijáilovich. Es… —Calló un instante, confundida—. Hay algo malo en él.
—Querida Arina —dijo riendo Nicolái, antes de darle un beso.
No era raro que encontrara extraño a Popov.
Por la cabeza de Popov discurrieron diversas cuestiones mientras realizaba, una tarde, el recorrido hasta Russka por el sendero rodeado de bosque. Una de ellas tenía que ver con un escondrijo.
Necesitaba un sitio pequeño y discreto, pensó; un cobertizo, por ejemplo. Pero tenía que ser un sitio que pudiera cerrarse con llave y a donde no fuera nadie. En Bobrovo no había ninguno que cumpliera esos requisitos.
En su habitación tenía el artículo en cuestión, desmontado y guardado en una caja con cerradura, de la que le había dicho a su anfitrión que contenía libros. Pronto llegaría el momento de utilizarlo.
En cualquier caso, se produciría algún tipo de avance.
En general estaba satisfecho de lo conseguido. Aunque albergaba algunas dudas con respecto al carácter del joven Bobrov, creía que le sería útil para cumplir sus propósitos allí. Debía mantener asimismo los ojos abiertos para atraer a otros posibles colaboradores. El joven Borís Románov, por ejemplo, le había llamado la atención por su ardor. Había hablado varias veces con él sobre cuestiones generales, pero por el momento no le había dado pistas sobre lo que se traía entre manos. Toda precaución era poca.
Tan solo un factor lo había pillado por sorpresa al llegar a Russka: la influencia de las fábricas cercanas y de sus propietarios, los Suvorin. No cabía duda de que eran importantes. Tenía que averiguar más cosas sobre ellos. Con ese objetivo, había dejado a Nicolái trabajando en el campo para dirigirse a la ajetreada población.
Pasó un rato deambulando y observando la sombría fábrica de ladrillo (dedicada al algodón), los almacenes y las tétricas hileras de casas de los obreros. El aburrimiento comenzaba a hacer mella en él cuando, de repente, se fijó en un solitario individuo que caminaba con visible desánimo entre los puestos del mercado.
Enseguida se acercó a él.
Natalia tenía la impresión de que estaba haciendo algún progreso.
Grigori había dejado que lo besara.
Aunque el beso no había sido un éxito precisamente. Había notado que él se tensaba porque no sabía qué hacer con los labios y había deducido que nunca había besado a nadie. De todos modos, era un comienzo.
Aún no la habían mandado a la fábrica, pero estaba segura de que era algo inminente. Borís no había mudado de propósito y, puesto que no podían remediarlo, la familia lo ayudaba a construir una nueva izba en una punta del pueblo. En cuanto él se fuera, quedaría sellado su destino. Todavía no le había dicho nada a su padre de ese joven ni de su intención de casarse con él, pero continuaba reuniéndose con Grigori cada pocos días y se aplicaba para vencer sus recelos pacientemente.
A menudo le hablaba de la vida en el pueblo, y también de aquellos dos extraños jóvenes que trabajaban con su padre. A Grigori le gustaba oír lo que le contaba sobre Nicolái y Popov. No podía entender por qué quería trabajar en el campo alguien que no tenía necesidad de ello, y trataba de imaginar cómo serían aquellos individuos.
Por eso su curiosidad fue grande cuando, una tarde, Natalia señaló de repente hacia el otro lado de la plaza de Russka.
—¡Vaya, vaya! —exclamó—. Ahí está el pelirrojo. ¿Qué estará haciendo?
Aquel curioso forastero estaba enfrascado en una conversación ni más ni menos que con el joven Pedro Suvorin.
Había transcurrido un mes. El suelo ya estaba seco y la primavera cedía paso al verano. En Bobrovo reinaba la calma.
¿Por qué, entonces, estaba preocupado Misha Bobrov?
Era por Nicolái. Al principio se le veía bien: volvía a casa acalorado por el trabajo, pero relajado. Había adquirido incluso un tono bronceado. Pese a que aún lo consumía la curiosidad en relación con los dos jóvenes, Misha los había dejado a su aire, evitando posibles discusiones. Así habían pasado los días: todo había discurrido de forma pacífica, placentera casi. Y después algo había comenzado a torcerse.
En torno a finales de la segunda semana, Misha había percibido la diferencia en su hijo. Al principio fue una leve palidez; después, a su cara afloraron señales de cansancio y preocupación; cuando charlaban, parecía existir una barrera entre ambos. Nicolái se había mostrado desafiante en el pasado, pero nunca frío y distante. Ahora, sin embargo, parecía decidido a convertirse en un extraño para sus padres. Los días anteriores había observado una creciente irritación en él. ¿Qué le habría sucedido?, se preguntaba. Pensando que quizás hubiera tenido algún contratiempo en el pueblo, Misha le preguntó a Timoféi Románov si había notado algo, pero este le respondió que Nicolái se mostraba bastante alegre en el trabajo.
«Debe de ser ese amigo suyo —concluyó Misha—. Ojalá supiera algo más de él. De hecho —reconoció para sí—, me gustaría saber algo más de lo que piensan esos dos jóvenes.»
La ocasión le llegó, de manera bastante imprevista, un domingo, gracias a Ana Bobrov.
Misha solo asistía a la iglesia los días de fiestas señaladas, pero su esposa iba todos los domingos, en ocasiones dos veces. Cuando estaba en casa, Nicolái siempre había tenido la costumbre de acompañarla. La mujer se había sentido decepcionada cuando, a lo largo de aquel mes, él había alegado una excusa u otra para no ir, pero lo peor se produjo aquella mañana.
—¿Vas a dejar que vaya sola a Russka otra vez? —le preguntó.
—Tengo cosas mejores que hacer —le espetó de mala manera Nicolái, delante de Popov— que perder el tiempo contigo y con tu dios.
Se había quedado tan consternada y dolida que Misha se había puesto la chaqueta y la había acompañado él mismo. Esa tarde decidió que tenía que darle un toque de atención a su hijo.
Era ya tarde cuando fue al encuentro de los dos jóvenes, que estaban en el salón. Comenzaba a oscurecer y Nicolái, que había estado dibujando un retrato de su amigo junto a la ventana, estaba cerrando su bloc cuando Misha entró en silencio en la habitación, encendió la lámpara de la mesa redonda y, tras tomar un periódico, se arrellanó en un sillón. Saludó con la cabeza a Popov, que tenía la mirada perdida en el jardín, y luego dirigió en tono sereno la palabra a su hijo.
—Perdona que te lo diga, pero a tu madre le ha dolido mucho tu actitud de esta mañana.
Pese a lo merecido del reproche, en lugar de reconocer su culpa, Nicolái lo miró con dureza. Luego soltó una aguda carcajada.
—¿Te refieres a que no he ido a la iglesia? —Meneó la cabeza—. La iglesia no es más que una taberna donde la gente se emborracha con la religión. Si necesito emborracharme, lo haré con vodka.
Misha exhaló un suspiro. No se había escandalizado. Desde la Ilustración eran pocos los hombres instruidos que no hubieran tenido en algún momento sus dudas sobre Dios y la religión organizada. Pero ¿por qué tenía que ser tan agresivo Nicolái?
—Puedes dudar de Dios sin insultar a tu madre —señaló con irritación—, y mientras estés en esta casa mantendrás las buenas formas con ella. Espero que quede claro.
Después se concentró con gesto malhumorado en el periódico, dando por supuesto que la conversación había terminado ahí.
Nicolái le dio una buena sorpresa al contraatacar. Era como si aquel pequeño incidente le hubiera incitado a dar rienda suelta a los pensamientos que no había manifestado durante aquellas semanas.
—No habrás oído hablar de la filosofía de Feuerbach, supongo —dijo, con desdeñoso ademán.
Misha había oído hablar, de hecho, de aquel filósofo alemán que estaba en boga entre los radicales, pero tuvo que reconocer que no lo había leído.
—Pues si lo hubieras leído —declaró con frialdad Nicolái—, sabrías que vuestro dios no es más que una proyección de los deseos humanos. Ni más ni menos. —Miró a Misha como si lo compadeciera—. Necesitáis a Dios y a la Iglesia porque pertenecen a la sociedad del pasado. En la sociedad del futuro ya no necesitaremos a Dios. Dios ha muerto.
Misha dejó a un lado el periódico para mirar con interés a su hijo.
—Si Dios ha muerto —preguntó—, ¿qué va a sustituirlo?
—La ciencia, por supuesto —contestó con arrogancia Nicolái—. La ciencia ha demostrado que el universo es materia. Todo puede explicarse mediante las leyes físicas, ¿no te das cuenta? No hay ningún dios que accione los resortes. Eso es mera superstición. Es como cuando pensaban que la Tierra era plana. La ciencia y solo la ciencia hace libres a los hombres.
—¿Libres?
—Sí. Dueños de sí mismos. En Rusia, una Iglesia supersticiosa sirve de apoyo a un zar autócrata y el pueblo vive en la ignorancia, como esclavos. Pero la ciencia barrerá todo eso y entonces un nuevo mundo verá la luz.
—¿Qué clase de mundo? —inquirió Misha.
—Muy distinto del tuyo —replicó, tajante, Nicolái—. Un mundo de verdad y de justicia. Un mundo donde los hombres compartan juntos los frutos de la tierra y donde nadie sea inferior a nadie. Un mundo donde ningún hombre explote a otro.
Misha asintió, pensativo. Aun admitiendo la nobleza de aquellas aspiraciones, no pudo evitar hacer una observación.
—A mí ese nuevo mundo me recuerda al Cielo cristiano.
—No tienen nada que ver —se apresuró a contradecirlo Nicolái—. Vuestro Cielo cristiano es una invención, porque se encuentra en una vida ultraterrena inexistente. Es una ilusión, una estafa. El nuevo mundo, el científico, está en cambio en la Tierra y la gente vivirá en él.
—De modo que mi esperanza de alcanzar el Cielo te merece desprecio y mi religión es una pura estafa.
—Exacto.
Misha reflexionó un momento. No tenía nada en contra del deseo de su hijo de construir un Cielo en la Tierra, aunque él no lo considerara factible. No obstante, creyó advertir un punto débil en su argumentación.
—Hablas de un mundo nuevo donde nadie será explotado —dijo—. Asimismo, aseguras que Dios no existe. Entonces, dime: si el universo es tan solo materia, si no inspiran mis actos la amenaza del Infierno ni la esperanza del Cielo en la vida venidera, ¿para qué iba a molestarme en ser bondadoso con el prójimo y a compartir con él los frutos de la Tierra? ¿No lo explotaré, materialmente, todo lo que pueda, puesto que no me cabe aspirar a nada más?
Nicolái lanzó una mirada a Popov y profirió un desdeñosa carcajada.
—No entiendes nada —le espetó con frialdad a su padre—. Me temo que no tengo nada más que hablar contigo.
Misha observó con tristeza a su hijo. No fue el desacuerdo lo que lo apenó, ni siquiera la rudeza. Él y Nicolái habían mantenido acaloradas discusiones antes, pero el tono que había empleado para poner fin a aquella le causó una honda preocupación. Percibía que en él iba implícita una profundización aún mayor de sus divergencias.
—Quizás usted pueda ayudarme a comprender —sugirió a Popov.
—Quizá. —Popov se encogió de hombros—. La cosa es muy simple. No puede entenderlo porque es un producto del viejo mundo. Su forma de pensar está tan condicionada por la sociedad que es incapaz de imaginar un orden moral sin un dios. En el nuevo mundo, donde habrá una organización distinta de la sociedad, las personas serán distintas. —Clavó una dura mirada en Misha—. Es como la teoría de la evolución de Darwin: unas especies se adaptan y otras se extinguen.
—O sea, que la persona que piense como yo dejará de existir, ¿es eso? —inquirió Misha.
Entonces Yevgueni Popov esbozó una de sus raras sonrisas.
—Ya está muerta —declaró.
¿Por qué se había levantado de manera tan repentina Nicolái y había abandonado tan pálido la sala?, se preguntó Misha.
Misha Bobrov quedó tan afectado por aquella conversación que buscó repetidas veces la oportunidad de pasar un rato a solas con su hijo. Jamás había sentido hasta entonces que no pudieran hablar. «No puedo dejar las cosas así», se decía. Hasta al cabo de dos días no se le presentó la ocasión propicia.
Fue al atardecer del día. Popov había ido a Russka y, tras volver del pueblo, Nicolái paseaba solo. Misha había descartado abordarlo en la casa por temor a que Nicolái lo rechazara y se retirara a su habitación. Unos minutos después vio que echaba a andar por un sendero que partía de la parte posterior de la casa y, después de dejarle un tiempo de margen, salió tras él.
Alcanzó a su hijo justo cuando este llegaba a lo alto de la loma y se disponía a seguir por ella hacia el este. Era una agradable ruta de alrededor de un kilómetro y medio, que transcurría en dirección este hasta desviarse hacia el sur para acabar de manera abrupta donde se volvía a encontrar el río. Precisamente por ese camino habían paseado a menudo juntos padre e hijo cuando Nicolái era niño, aunque hacía varios años que Misha no iba por allí. Se acercó con nerviosismo al joven, pero, al ver que, tras dirigirle una mirada de leve sorpresa, este guardaba silencio, Misha se contentó con ponerse a caminar a su lado.
—¿Te acuerdas de que cuando eras pequeño —preguntó con afabilidad al cabo de unos minutos— yo te llevaba a hombros por este camino?
—Lo recuerdo.
Habían recorrido otros cien metros cuando Misha se decidió a volver a hablar.
—Justo aquí, mirando al norte, se ven Russka y el monasterio.
Abajo, más allá de los bosques, divisaron las doradas cúpulas del pequeño centro monástico, relucientes sobre un fondo verde, y la puntiaguda torre de vigilancia de la población que se extendía enfrente. Ambos transmitían una sensación de calidez y sosiego. Al cabo de un poco, reanudaron el paseo.
Misha esperó hasta que el camino dobló hacia el sur para tomar de nuevo la palabra.
—Siento que ya no puedas hablar conmigo.
Pese a que no le respondió, Misha tuvo la impresión de que Nicolái había bajado un poco las defensas. «No diré nada más —resolvió—. Llegaremos al final de la cresta y comenzaremos a desandar el camino. Entonces quizá lo intente otra vez.» Por ello, con la esperanza de recobrar el afecto de su hijo, se enfrascó en sus propias cavilaciones mientras seguía andando a su lado.
En realidad, Nicolái se debatía entre emociones encontradas; su padre no se equivocaba al notar que se estaba ablandando. El paseo por la loma le había evocado un torrente de recuerdos de infancia, de la sencilla devoción de su madre, de la bondad de su padre… Misha había sido un buen padre, no podía negarlo. Aunque llevaba un mes tratando de insensibilizarse con el objetivo de odiarlo, en ese momento sintió que solo le inspiraba compasión. ¿Qué le convenía hacer? ¿Sería aún posible una reconciliación? ¿Podía, a aquellas alturas, salvar a su padre del temporal que se gestaba? Esos eran los pensamientos que se sucedían en la cabeza de Nicolái mientras los dos caminaban en silencio.
Entonces llegaron al final del camino y vieron lo que había ocurrido con los bosques.
Aquel había sido siempre un paraje delicioso, un lugar placentero para descansar. El terreno presentaba un brusco desnivel hasta llegar al río, y por el sur se disfrutaba de una extraordinaria panorámica sobre la plateada cinta de agua y el bosque. Esa era la vista que padre e hijo esperaban encontrar.
Pero el paisaje sobre el que tendieron la mirada estaba completamente transformado. Atónitos, contemplaron cómo el bosque se interrumpía de manera abrupta a unos cien metros de la loma. Ante ellos, a uno y otro lado se extendía una inmensa y desagradable cicatriz de terreno desnudo, salpicado de tocones. Al llegar al extremo de la loma, vieron un suelo pelado y, en lugar de la boscosa ladera que descendía hasta la orilla del agua, una pendiente de peñascos bajo la cual se había estrechado el río, encenagado a causa de un corrimiento de tierra.
Los dos observaron con horror aquel paisaje devastado.
—¿Has hecho tú esto, padre? —preguntó, muy bajo, Nicolái.
—Por lo que parece, he debido de ser yo —no tuvo más remedio que reconocer, tras una pausa, Misha—. ¡Ese maldito comerciante!
En realidad, a Bobrov no tendría que haberle sorprendido aquel terrible panorama, pues era una muestra más del resultado de una práctica que se había hecho muy habitual en Rusia y que estaba dejando ya su huella en amplias zonas del país. Tal práctica era el arriendo de bosques.
Como la mayoría de los terratenientes, tras la emancipación, Misha Bobrov había conservado una muy reducida porción de tierra de labranza, un poco más de pastos y una gran proporción de terreno boscoso. Ante su escasez de dinero, y reacio a desprenderse para siempre de la tierra que le quedaba, había arrendado parte de los bosques a un comerciante. Las condiciones de dicho arriendo eran casi siempre las mismas. Por una suma de dinero fija, la mitad de la cual se pagaba por adelantado, el comerciante disponía de la tierra por un plazo de diez años, durante el cual podía hacer lo que quisiera con ella. Lógicamente, para recuperar el dinero, el arrendatario cortaba todos los árboles tan deprisa como podía y vendía la madera. Como el plazo del arriendo era corto, no tenía ningún interés en volver a replantar y después de la tala dedicaba el terreno a pasto para el ganado. Así, cuando concluían los diez años, había quedado destruida toda posibilidad de regeneración natural.
La consiguiente erosión del suelo que ello ocasionó en numerosas provincias fue uno de los más desastrosos fenómenos que hubo de soportar el paisaje ruso hasta la llegada del siglo XX.
Misha había arrendado mucho tiempo atrás las partes arboladas de la finca de Riazán, que se hallaban ahora complemente arrasadas. Unos años atrás, había hecho lo mismo con aquellos bosques próximos a Russka, pero después se había olvidado por completo de la cuestión. Entonces, viendo las ruinas, lo asaltó un profundo sentimiento de vergüenza.
Fue, no obstante, una suerte para él que no pudiera adivinar los pensamientos de su hijo, pues, ponderando lo ocurrido a la vista de aquel pelado barranco, los conflictos que tanto lo habían angustiado quedaron resueltos de golpe. «Popov tiene razón —se dijo—. No hay nada que hacer con estos terratenientes, ni siquiera con mi propio padre. Son unos parásitos inútiles.» Una vez más, se consagró por entero a la gran misión que recaía ahora casi por completo sobre sus espaldas.
Mientras volvían sobres sus pasos, Misha advirtió con tristeza que entre ambos se había vuelto a instalar el silencio.
Durante el trayecto de regreso a Russka, esa misma tarde, Yevgueni Popov llegó a la conclusión de que, bien mirado, las cosas seguían un curso satisfactorio.
El joven Bobrov era algo emotivo, pero no importaba. Le serviría para su propósito.
Pedro Suvorin también le había sido útil. Ese joven tenía alma de artista; era un idealista, había juzgado Popov. «Está muy desorientado, pero es maleable», pensó. Lo principal era que el joven industrial se sentía culpable, igual que Nicolái Bobrov, y era sorprendente lo poco que costaba manipular a las personas que cargaban con sentimientos de culpa. Aparte, merecía especialmente la pena cultivar la amistad de hombres como esos, de familias acaudaladas e influyentes, porque nunca se sabía cuándo se podía necesitar que pusieran en juego sus recursos.
Por el momento, no le había dicho casi nada a Pedro Suvorin. Era mejor así. «Lo mantendré en reserva», resolvió. De todos modos, aquel joven le había proporcionado ya algo muy útil: el sitio discreto que buscaba.
Era una dependencia situada en un extremo de un almacén que apenas se utilizaba. Dentro había varias palas y otros utensilios que se empleaban para quitar la nieve en invierno, de tal forma que en verano nadie iba allí. Tenía una cerradura, cuya llave le había entregado Pedro Suvorin. A este le había contado algo así como que iba a guardar libros en ese lugar y él se había dado por satisfecho. Luego, a mediados de mayo, se había puesto manos a la obra.
La pequeña prensa que guardaba allí era suficiente para sus necesidades. En unos pocos días había impreso todos los folletos que precisaba por el momento, tras lo cual había desarmado la prensa y había guardado las piezas debajo de unos tablones del suelo.
Había decidido que era ya hora de actuar.
Era un librillo, una novela, de hecho, bastante deficiente, escrita por un revolucionario apenas conocido. Aunque sufría un absurdo sentimentalismo en algunas partes, para Nicolái Bobrov, como para miles de jóvenes de su generación, era una obra inspiradora. Se titulaba ¿Qué hacer?
Trataba del nuevo hombre que conduciría a la sociedad a la nueva era en que todos los seres humanos gozarían de libertad. Hablaba de sus sufrimientos y su dedicación. Creaba ante el lector la imagen de una nueva raza de ser humano, entre santo y superhombre, capaz de impulsar con su sola fuerza moral a sus hermanos más débiles hacia la consecución del bien común. La imitación de este ideal místico había llevado a Nicolái a soportar su ascético régimen de estudiante y a acostarse en una cama cubierta de clavos. La imagen de ese valeroso nuevo hombre le había hecho volver a Russka para cumplir aquella misión con Popov. Por eso, en vísperas del gran día, se quedó a leer hasta tarde aquella novelilla, a fin de prepararse para lo que le esperaba.
Natalia observaba con fascinación al joven Bobrov. Este se hallaba encima de un taburete de madera delante de la izba de sus padres, arengando a un pequeño grupo de personas congregadas a su alrededor.
El sol de la tarde, que le daba de lado en la cara, creaba con su resplandor el efecto de un río dorado en la fina curva de su juvenil barba. Dios bendito, qué guapo estaba.
Natalia llevaba dos semanas trabajando en la fábrica de algodón de Russka, en largos y aburridos turnos de diez o doce horas que las obreras aliviaban alzando sus cantos sobre el estrépito de los telares, como si se dispusieran a segar un campo. A menudo, antes de regresar a pie hasta su casa, veía a Grigori, que aún no había decidido si quería casarse con ella. Normalmente estaba tan cansada que algunos días le daba igual.
Ahora, sin embargo, tenía la mirada pendiente de Nicolái Bobrov, y no era solo por su apostura. Era también por lo que decía. Apenas podía creerlo.
Nicolái había comenzado a hablar unos minutos antes. Él no se habría subido al taburete, sobre el que se sentía incómodo y ridículo, pero Popov había insistido en que debía hacerlo. En realidad, por más que se hubiera preparado, la timidez se había adueñado de él y habría dejado gustoso que su amigo ocupara su lugar.
—Tú estás más cerca de ellos que yo —alegó, con razón, Popov—. Debes tener el valor para hacerlo.
De modo que allí estaba. En cuanto se había subido al taburete, a su alrededor se habían concentrado unas cinco o seis familias. Otras personas acudían. Como, pese a haberlo repasado mentalmente un millar de veces, nunca decidía cómo comenzar el discurso, de forma inconsciente acabó recurriendo a la fórmula bíblica que sabía que entenderían aquellas gentes.
—Amigos míos —dijo—, os traigo una buena nueva.
Los campesinos lo escucharon con atención mientras detallaba los múltiples problemas que los aquejaban. Cuando habló de los asfixiantes pagos de las tierras, hubo murmullos de asentimiento. Cuando se refirió a la necesidad de mejorar el rendimiento de sus sembrados y detener el asolamiento de los bosques, hubo gestos de aprobación. Cuando se disculpó por la participación que había tenido su propia familia en sus miserables vidas, hubo ademanes de sorpresa y algunas sonrisas, que enseguida se transformaron en una carcajada general cuando alguien exclamó en tono afable:
—¡Os lo perdonaríamos todo, Nicolái Mijáilovich, con tal de que nos dejarais ahorcar al cadáver de vuestro viejo abuelo!
—¡Si queréis recuperar a vuestros siervos, joven señor —gritó un hombre, provocando un tumulto de risas aun mayor—, dejaremos que os quedéis con Savva Suvorin, descuidad!
Y cuando Nicolái declaró con calma que deberían quedarse con toda la tierra, incluida la que aún poseía su padre, sonó un animado rugido aprobador.
—¿Y cuándo nos la va a dar? —preguntó una mujer.
Entonces, Nicolái pasó a la parte más extraordinaria de su mensaje.
—Mi padre no os va a ayudar, amigos míos —aseguró—. Ningún terrateniente lo hará. Son parásitos, una carga inútil, una reliquia de un tiempo pasado.
»Queridos amigos —prosiguió, cada vez más exaltado—, estamos entrando en una era nueva. Y, en este día preciso, en vuestras manos está el dar paso a esa nueva era. La tierra pertenece al pueblo. ¡Tomad, pues, lo que por derecho os corresponde! No estamos solos. Os garantizo que en toda Rusia, en este mismo momento, la gente de los pueblos se está levantando contra los opresores. Este es el momento oportuno. Seguidme y nos apoderaremos de la finca de los Bobrov. ¡Tomadla entera! ¡Es vuestra!
Lo había hecho.
Pocas veces en Rusia se han producido acontecimientos históricos más curiosos que los del verano de 1874.
Nicolái y su amigo no estaban solos, en efecto: su extraña misión entre los campesinos se repetía en otros pueblos de toda Rusia, en el movimiento que pasó a la historia con el nombre de Progreso del Pueblo.
Los jóvenes participantes, mujeres y hombres, eran estudiantes en su mayoría. Algunos habían estudiado en el extranjero. En torno a la mitad de ellos eran hijos de terratenientes o de altos cargos; el resto provenía de familias de comerciantes, sacerdotes o funcionarios. Su estrategia se inspiraba en las ideas de quienes creían, como el filósofo francés Fourier, que la comuna campesina era el mejor ejemplo de socialismo natural. «De hecho —sostenían muchos—, el mismo atraso de Rusia será su salvación, porque aún no está corrompida por el mal del capitalismo burgués. Puede pasar directamente del feudalismo al socialismo, gracias al comunismo natural de los pueblos.» Si bien eran pocos los que conocían de cerca la vida del campesinado, creían que, después de trabajar en los pueblos y ganarse la confianza de los campesinos, no tenían más que dar la primera palabra de aliento para que se produjera una revolución natural. «Los campesinos se sublevarán y establecerán un nuevo y simple orden, en virtud del cual todo el Imperio de Rusia será libremente compartido por la hermandad campesina», se decían.
No tenía nada de extraño que Nicolái se dejara atraer por aquel movimiento. Sus amigos de tendencias más idealistas se habían ofrecido voluntarios. Lo que sí resulta asombroso es que al principio las autoridades no se percataran de lo que ocurría. Unos dos mil quinientos estudiantes se dispersaron con discreción por varios centenares de pueblos aquel verano. Algunos fueron a sus pueblos o a localidades cercanas; otros se trasladaron a las tierras del otro lado del Volga o a los territorios contiguos al río Don. Aun entonces, algunos recurrían a nombres míticos para soflamar los ánimos de los campesinos cosacos. «El tiempo de Pugachev y de Stenka Razin está de nuevo aquí», decían. De todo ello esperaban que surgiera un nuevo mundo.
Nicolái miró las caras de los congregados a su alrededor. Lo había hecho. Por fin, después de todos aquellos meses de preparación, los dados estaban lanzados.
El camino había sido duro. No podía ser de otro modo. No le había importado sacrificar su herencia, que le tenía sin cuidado, pero sabía que a sus padres los destruiría verse desposeídos de todo. Pese a sus errores, seguía queriéndolos. Qué poco le había faltado, durante el paseo por la loma, para explicárselo todo a su padre. Sin embargo, la visión de los bosques devastados le había llevado a la conclusión de que no había modo de redimir a Misha. Seguramente había sido mejor guardar silencio, porque su padre no lo habría entendido. De todas formas, se decía, dentro de poco nadie tendría fincas. El estilo de vida de sus padres había llegado a su fin. «Por lo menos, después de la revolución —pensaba—, me tendrán a mí para enseñarles el camino correcto.»
Así estaban las cosas. Ya había lanzado su proclama y no había forma de echarse atrás. La revolución estaba ahí. Ahora que por fin se había iniciado, se hallaba en un estado de exaltación. Con la cara encendida, aguardaba la respuesta de los aldeanos.
—¿Y bien? —inquirió—. ¿Estáis conmigo?
Nadie se movió. El silencio era absoluto. Lo miraban con fijeza, enmudecidos. No habría sabido decir si los había convencido o no. De improviso cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de lo que pensaban. ¿No iba a decir nadie nada?
Hubo una larga pausa hasta que al final se adelantó un hombrecillo de barba morena que, mirando con recelo a Nicolái, le formuló una pregunta:
—¿Dice, joven señor, que el zar nos ha dado el resto de la tierra?
Nicolái se quedó de piedra. ¿El zar?
—No —respondió con franqueza—. Pero, de todos modos, es vuestra.
—Ah. —El hombre asintió, como si se hubieran confirmado sus sospechas—. Entonces el zar no nos la ha dado.
Luego sonó un murmullo que proclamaba, con más claridad que cualquier palabra: «Este joven no sabe de qué habla».
Nicolái notó que se quedaba blanco. ¿Era aquello la revolución, el espontáneo levantamiento de la comuna? ¿Qué había salido mal? ¿Había habido algún defecto en su argumentación? Escrutó las caras en busca de una respuesta, pero los lugareños seguían observándolo plácidamente, como si lo que los mantenía allí fuera la curiosidad por ver qué haría a continuación aquel excéntrico joven. Transcurrió casi un minuto, hasta que algunos de ellos se dispusieron a irse.
—Mañana hablaré otra vez —anunció Nicolái, procurando transmitir una sensación de calma con su sonrisa, antes de bajar del taburete.
Frente a él quedaba un grupo de unas diez personas, incluidos los Románov. Nicolái no sabía qué hacer. Advirtió, no obstante, que sus palabras habían surtido algún efecto en Timoféi Románov, al que vio agitado y ansioso por decirle algo.
—¿He entendido bien, Nicolái Mijáilovich? —preguntó este por fin, con cara de preocupación—. ¿Quiere que su padre pierda sus tierras?
—Sí.
—Eso me había parecido. —Sacudió la cabeza—. No sé qué pasa con los jóvenes de hoy en día. Mi propio hijo me está haciendo lo mismo a mí. ¿Por qué será?
—Es que no lo entiendes —protestó Nicolái—. La tierra pasará a la comuna, y así habrá suficiente para todo el mundo. Eso es lo que siempre habéis querido.
—¿Y esto va a pasar en toda Rusia?
—Sí. Justo ahora mismo.
Timoféi volvió a sacudir la cabeza.
—Es terrible —dijo—. Habrá un baño de sangre. —Advirtiendo la confusión de Nicolái, lo tomó del brazo—. No creo que obre con mala intención, Nicolái Mijáilovich —explicó en tono afable—. Un día, cuando Dios así lo decida, nos darán toda la tierra, tal como usted dice. Sí, será algo completamente natural —corroboró con una sonrisa—. El zar verá que pasamos necesidad y nos la dará. Puede que hasta yo lo vea. Entonces él me dirá: «Timoféi, la tierra es tuya». Y yo le diré: «Gracias, alteza». —Miró con vehemencia a Nicolái antes de añadir—: Debemos tener paciencia, Nicolái Mijáilovich. Esa es la voluntad de Dios y la manera de hacer las cosas en Rusia. Debemos sufrir y ser pacientes, hasta que el zar decida que ha llegado el momento. —Y satisfecho con lo que había dicho, que consideraba lo único sensato y pertinente, soltó el brazo de Nicolái con una cordial palmada.
Nicolái exhaló un suspiro. Luego, considerando que, si bien con su alocución no había logrado sacar de su error al hombre, quizás hubiera logrado mejores resultados con alguien de su propia generación, se dirigió a Borís.
—¿Qué opinas tú?
Borís tenía un aire pensativo. Para él eran un misterio los motivos que llevaban a hablar de ese modo al joven aristócrata. De todas formas, solo un loco iría a trabajar por voluntad propia a los campos cuando podía quedarse sentado en su casa. Borís conocía, no obstante, el área de la finca de los Bobrov y no se le daba mal calcular.
—Si compartiéramos toda la tierra de su padre —dedujo—, recolectaría lo bastante para tener dos o quizá tres jornaleros. Caramba, en unos cuantos años, suponiendo que fueran bien las cosechas, hasta podría hacerme rico —apuntó, sonriente—. Si eso es la revolución, Nicolái Mijáilovich, yo estoy a favor…, si es que usted y sus amigos pueden realmente ponerla en marcha.
Nicolái estaba estupefacto. ¿Era solo a eso a lo que aspiraba el joven, al medro personal y la explotación de otros? ¿Qué se había hecho de la revolución espontánea?
—Me temo —dijo entristecido— que no es exactamente eso a lo que me refería.
Nicolái y Popov subieron la cuesta de Bobrovo absortos en sus propios pensamientos. Tal vez se había precipitado al esperar que las cosas se produjeran con una rapidez excesiva, cavilaba Nicolái. Bastarían unos cuantos discursos más, unos cuantos días, semanas o meses incluso, para que comenzara a calar el mensaje. Volvería a intentarlo al día siguiente, y al otro. Se armaría de paciencia.
Fue Popov quien rompió el silencio.
—Deberíamos haberles dicho que el zar les daba la tierra —declaró con tono sombrío—. Hubiera podido falsificar incluso un decreto.
—Pero eso habría ido en contra de nuestras creencias —objetó Nicolái.
Popov se encogió de hombros.
—Pero quizás habría funcionado.
Nicolái se equivocaba, sin embargo, si creía que no había conseguido ni un solo adepto. Su sorpresa habría sido considerable de haber sabido lo que pasaba por la cabeza de uno de los miembros de la familia Románov a la mañana siguiente. El cerebro de Natalia era un hervidero. Aunque a nadie se le había ocurrido preguntarle su opinión sobre el discurso de la tarde anterior, lo cierto era que la había conmovido mucho. Ahora, mientras se encaminaba hacia el pueblo, en su mente todavía resonaban los retazos de frases: una nueva era, el fin de la opresión. Hasta ese día, había creído a su padre y había depositado la fe en el remoto zar. ¿Acaso no hacían todos lo mismo? Mientras escuchaba a Nicolái, no obstante, había tenido la impresión de que ante ella se abría un mundo inédito.
Qué guapo era… «Es como un ángel», se había dicho viendo cómo relumbraba el sol en su cara. A pesar de su indumentaria de campesino, saltaba a la vista que era un noble venido de otro mundo. Era una persona instruida y seguro que sabía muchas cosas que su pobre padre no podía entender.
Ella sabía que tenía razón en lo que decía de la tierra. Aun así, en los últimos tiempos había experimentado otra clase de opresión, igual de terrible que la que padecían cuando eran siervos: la de Suvorin y sus fábricas. Ese era entonces el auténtico escenario de la esclavitud del campesino. Ella lo detestaba con todas sus fuerzas; en cuanto a Grigori, le constaba que su odio contra Suvorin se había convertido casi en una obsesión. «¿Estaremos de veras en el amanecer de una nueva era —se preguntaba— donde todos seremos libres? ¿Se beneficiarán también de ella los campesinos de la fábrica?» Si pudiera preguntárselo al joven Nicolái…
Justo cuando el camino se adentraba entre los árboles, vio a Popov.
Había salido a estirar las piernas. Caminaba sin prisa, tocado con un sombrero de ala ancha como los de los artistas, y se acercó a ella con una agradable sonrisa. En condiciones normales, no habría hablado con él, porque, aunque no tenía nada en su contra, su presencia le había producido siempre cierto retraimiento. La sonrisa y su ansiedad por hallar respuestas la animaron, con todo, a formularle una pregunta:
—Esa revolución y la nueva era de la que habló Nicolái Mijáilovich… ¿cambiarán las cosas también en las fábricas?
—Hombre, por supuesto —afirmó, sonriendo de nuevo, Popov.
—¿Cómo será?
—Todas las fábricas pasarán a manos de los campesinos —respondió sin dudarlo Popov.
—¿No tendríamos que trabajar durante tantas horas? ¿Y echarían a Suvorin?
—Exacto.
—Tengo un amigo —dijo con voz vacilante— al que le interesaría saber de estas cosas, pero está en la fábrica.
—Esta tarde estaré en Russka —le informó Popov, con un interés patente en la mirada—, por si tu amigo desea hablar conmigo. —Al ver un atisbo de duda en la cara de la muchacha, precisó—: Conozco un sitio muy discreto.
Nicolái no fue a trabajar al campo ese día; pero, a última hora de la tarde, cuando bajó al pueblo y plantó el taburete delante de la izba de los Románov, advirtió complacido que se había congregado un gentío superior al del día anterior. En realidad, no quería volver a hablar tan pronto. Popov se había ido a Russka, y lo había dejado solo. Él habría aguardado a otra ocasión si su amigo no hubiera insistido.
—Valor, amigo. Han tenido tiempo de pensar en lo que dijiste ayer. Puede que hayas conseguido más adeptos de los que crees. Duro con ellos, Nicolái.
Entre la multitud se respiraba asimismo una excitación mayor que el día anterior. Había varios hombres de edad avanzada y al fondo estaba el anciano del pueblo. Estaban esperándolo.
Nicolái no se planteó la posibilidad de que los aldeanos tramaran arrestarlo. De hecho, algunos querían ir a buscar al jefe de policía de Russka, pero el anciano lo había descartado tomando en consideración que se trataba del hijo del terrateniente.
—Escucharé lo que dice antes de tomar medidas —resolvió.
El anciano se dispuso, pues, a escuchar con atención las palabras de Nicolái.
—De nuevo me hallo entre vosotros, amigos míos, para traeros la buena nueva, para anunciaros el amanecer de una nueva era. En este mismo día, a lo largo y ancho de nuestra amada Rusia se están produciendo grandes sucesos. No me refiero a unas cuantas protestas, ni a un centenar de motines, ni siquiera a una gran sublevación como las que ya se han visto en el pasado. Me refiero a algo más gozoso y más profundo. Me refiero a la revolución.
Mientras escuchaba la exclamación apagada surgida de la multitud, Nicolái vio que el anciano del pueblo daba un respingo. No advirtió, sin embargo, que Arina se alejaba a toda prisa.
Yevgueni Popov observaba con calma la agitada cara de Pedro Suvorin. Qué rostro más sensible tenía, pese a lo abultado de su nariz. Qué extraño resultaba que el nieto del arisco Savva Suvorin fuera una persona tan poética.
El documento que le había dado a leer a Popov era casi un poema. El pobre Pedro Suvorin no tenía conciencia de ello, por supuesto: él creía haber escrito un texto de carácter revolucionario.
Los dos jóvenes mantenían una curiosa relación. En poco tiempo, Popov se había convertido en el mentor de Pedro. No había tardado en descubrir el odio que le inspiraban las fábricas de la familia, su culpabilidad con respecto a los obreros y sus vagos anhelos de un mundo mejor. Popov le había entregado un ejemplar de ¿Qué hacer? y lo había aleccionado sobre sus responsabilidades de cara al futuro. No hacía mucho, le había confiado que formaba parte de una organización más amplia, dirigida por un comité central. Al observar que Pedro se había quedado intrigado, dejó caer otros indicios relacionados con futuras actuaciones e insinuó la existencia de la prensa. Y, por encima de todo, consiguió un ascendiente sobre Pedro aplicando el simple arte de dosificar sus manifestaciones de aprobación. La necesidad de aprobación que tenía la gente resultaba asombrosa. No obstante, aunque el heredero de la gran empresa Suvorin era una adquisición muy importante —con un potencial mucho mayor que el de Nicolái Bobrov—, su desorientación e idealismo eran tan acusados que Popov llegó a la conclusión de que, por más que pudiera hacer lo que quisiera de él, no veía de qué manera podría utilizarlo.
El texto que le había llevado a Popov, las hojas escritas con su nerviosa letra, era la apasionada destilación de todos sus pensamientos. Era un reclamo de justicia social, una invocación casi religiosa de la libertad humana, que denunciaba la opresión que percibía en Rusia, no tanto la del cuerpo como la del espíritu. En las últimas líneas, efectuaba una llamada a la revolución. Una revolución pacífica.
Había invertido muchas horas en su redacción, y aguardaba con expresión de ansiedad el veredicto de su mentor.
—¿Piensas —le preguntó Popov— que el pueblo puede hacerse con el poder de manera pacífica, sin que corra la sangre? ¿Crees que sus opresores se darán por vencidos sin luchar cuando el pueblo se niegue a cooperar?
—Exacto.
—Sería una especie de peregrinaje —señaló Popov.
—Ah, sí —concedió Pedro—. No lo había pensado.
Popov lo miró pensativo. No imaginaba cómo podía utilizarlo, pero ya se le ocurriría algo.
—Me quedaré con esto: podría ser importante —dijo—. Informaré de su existencia al comité central. Mientras tanto, mantente alerta por si acaso.
Pedro Suvorin se ruborizó de contento. Popov se guardó los papeles en el bolsillo y se dispuso a irse. Tenía que encontrarse con aquella chica, Natalia, y con su amigo un rato más tarde. Quizás aquella cita resultara más fructífera.
Misha Bobrov llegó acalorado al pueblo. Arina lo había alarmado tanto que había emprendido de inmediato el trayecto a pie, casi a la carrera. Si no hubiera conocido a Arina de toda la vida, no habría creído lo que le decía. Aun así, al llegar justo a tiempo para oír las últimas palabras de Nicolái, se quedó blanco como el papel. Aquellas terribles palabras, pronunciadas por su propio hijo.
—¡Sublevaos! ¡Ocupad la tierra de los Bobrov y de las otras fincas! ¡Sumaos, amigos míos, a la revolución!
Era cierto, pues, lo que le había dicho la anciana. De todos modos, apenas podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Su propio hijo, un traidor. «Pretende arruinarme a mí y a su propia madre. ¿Ese es el afecto que nos profesa?» Por un instante, Misha Bobrov solo pudo pensar en eso, hasta que Arina le tiró con insistencia de la manga.
—Mire.
De pronto advirtió que los aldeanos se habían vuelto para mirar en silencio al anciano del pueblo, que se acercaba con semblante sombrío a Nicolái, acompañado de dos hombres mayores.
—Lo van a llevar a la policía —susurró Arina—. Lo arrestarán. Debe hacer algo, señor Misha.
La anciana tenía razón. Misha Bobrov no se veía a menudo en la necesidad de tomar decisiones rápidas, pero, dadas las circunstancias, llegó en un abrir y cerrar de ojos a una resolución.
—¡Nicolái! —gritó con voz estentórea, de modo que el gentío se volvió con asombro hacia él—. ¡Nicolái, pobre hijo mío!
Avanzó dando grandes zancadas, seguido de Arina. Podía ser impresionante cuando quería. Los presentes le abrieron un pasillo; hasta el anciano y sus dos ayudantes vacilaron mientras se aproximaba a su atónito hijo.
—¿Por qué no me ha avisado nadie antes? —preguntó en tono airado. Después, con una leve y perentoria inclinación de cabeza, le indicó al anciano—: Rápido, ayúdeme a reducirlo. Pobre…
A Nicolái le pilló tan de improviso aquel desarrollo de los acontecimientos que dejó que lo abatieran casi sin tener conciencia de lo que estaba ocurriendo. Su sorpresa fue aún mayor cuando, tras dirigirle una compasiva sonrisa, su padre se subió al taburete para hablar a los congregados.
—Amigos míos, la culpa es mía. Debía haberos puesto al corriente —admitió con aparente embarazo—. Mi pobre hijo sufre un trastorno nervioso. Los médicos de Moscú le han recomendado aire puro y ejercicio. Por eso trabajaba en el campo. —Sacudió con pesar la cabeza—. Por lo visto, el tratamiento no ha dado resultado y vuelve a tener alucinaciones. —Alzó una mano y la dejó caer con desánimo—. Es una tragedia para la familia. Solo nos queda rezar para que se recupere con el tiempo. ¿Podrían ayudarme, si son tan amables —le dijo al anciano—, a llevarlo a casa?
Hubo un momento de silencio que hizo dudar a Misha del efecto logrado.
—Íbamos a arrestarlo, señor —adujo, titubeante, el anciano.
—Pero, hombre —replicó con contundencia Misha—, lo que necesita es un médico, no un policía.
El anciano parecía vacilar, y la gente no sabía tampoco a qué carta quedarse. Entonces, la querida Arina alzó su voz ronca, justo a su espalda.
—Ya había tenido alucinaciones de esas de niño. Yo pensaba que al hacerse mayor se le habían pasado.
Gracias a Dios que ella le seguía la corriente.
Un murmullo recorrió la multitud. Aquello lo explicaba todo: por eso el joven se había comportado de una forma tan rara. Se oyeron incluso un par de risas ahogadas.
El anciano llevó discretamente a Misha a un lado.
—De todas formas, tendré que dar parte de esto a la policía, señor —le dijo en voz baja.
—No hay necesidad —le contestó con aplomo Misha—. El chico necesita reposo. Es inofensivo y no quiero que lo alteren. —Luego, mirándolo de reojo, añadió—: Venga a verme mañana y lo hablaremos.
El anciano asintió. Ambos habían dado por sobreentendido que una pequeña suma de dinero cambiaría de manos. Un momento después, dos de sus asistentes ayudaron a Bobrov y a Timoféi a llevarse al pobre Nicolái.
Este andaba con premura. De hecho, no sabía qué otra cosa podía hacer. La indiferencia de los campesinos le había producido una conmoción el primer día, pero descubrir que iban a detenerlo… Aún le costaba creerlo. «Y ahora —se lamentaba, acongojado— creen que estoy loco. Quizá lo esté», reconoció, abatiendo la cabeza. Ni él mismo tenía conciencia de la tensión a la que había estado sometido en los últimos días. De repente, se sentía vacío, incapaz de hacer nada.
Mientras subían en silencio la pendiente hacia la casa, Timoféi Románov le formuló una pregunta a Misha Bobrov:
—El joven que va con su hijo, señor, ese tan callado…, ¿no será un médico?
—Es una especie de médico —murmuró, forzando una sonrisa, Bobrov—. Sí, podría decirse que sí.
Una hora más tarde, en el interior de la casa, Misha Bobrov daba rienda suelta a su indignación.
Tenía delante a los dos jóvenes, que ni siquiera habían considerado necesario presentarle una excusa.
—Y a usted —exclamó, dirigiéndose a Popov— le hago igualmente responsable. Sea cual sea la naturaleza de sus convicciones, ha abusado de mi hospitalidad. En cuanto a ti, Nicolái, acabas de incitar a los campesinos a atacar a tus propios padres. ¿No tienes nada que decir?
Nicolái estaba pálido y parecía agotado. En el caso de Popov, era imposible saber qué pensaba. El insolente joven daba muestras de un asomo de aburrimiento.
—Y me habéis mentido, tanto uno como otro —prosiguió Misha, enojado—, con esas patrañas de que reuníais variantes del folclore. ¿¡Vosotros os atrevéis a darme lecciones de moralidad!? —tronó.
La respuesta que obtuvo el terrateniente difería mucho de la esperada.
Popov soltó una carcajada seca y despreciativa.
—Pobre Mijaíl Alexéievich —dijo con una calma letal—, qué necio es. Claro que los liberales son todos iguales —agregó con un suspiro—. Hablan de libertad y de reformas. Elogian sus ridículos zemstvos. ¡Y todo es mentira, una sucia y minúscula concesión para aferrarse a su poder y riqueza! Ni siquiera se dan cuenta de que le hemos visto el juego. Sabemos lo que realmente son: son peores incluso que el autócrata, porque quieren corromper al pueblo haciéndole pensar que va a alguna parte. Pero serán destruidos, y nada pueden hacer para evitarlo. El avance de la historia es inevitable, de modo que no vale la pena que se enoje tanto.
Misha estuvo en un tris de propinarle un puñetazo a aquel detestable individuo, pero se contuvo. Estaba decidido a llegar al fondo de las ideas de Popov, aunque solo fuera por la influencia que ejercía en su hijo.
—El auténtico motivo de su presencia aquí es fomentar una revolución que dé paso a una nueva era, a ese Cielo en la Tierra sin Dios que ansían. ¿Me equivoco?
—No.
—¿Y la revolución lo arrasará todo…, al zar y a los terratenientes…, por el bien de los campesinos?
—Por el bien común.
—¿Incitaría a los campesinos a matar a los terratenientes?
—De ser necesario, sí.
—Pero los campesinos no les hacen caso. Han estado a punto de arrestar a Nicolái. ¿Qué va a hacer, entonces?
—Los campesinos todavía no tienen conciencia política. No entienden dónde reside el bien común.
—¿Es ese el nuevo mundo perfecto de igualdad?
—Sí. A los campesinos aún les falta que los instruyan en ese sentido.
—¿Quién lo hará, usted?
—Los nuevos hombres.
—Que saben lo que de veras les conviene. Y para lograr esa meta, el bien común, los nuevos hombres no tendrán reparos en aplicar cualquier clase de métodos, ¿no?
—Probablemente. ¿Por qué no?
—De eso se desprende que los nuevos hombres son superiores al resto. Están por encima de las normas generales debido a la superioridad de su discernimiento y de la misión que han asumido. Así pues, son una especie de superhombres.
—Tal vez —concedió, con una tenue sonrisa, Popov.
Misha asintió para sí. Ahora lo entendía todo.
—Abandonará esta casa mañana por la mañana —anunció con sequedad—. Al amanecer. Y tú, Nicolái, te quedarás aquí por el momento. Tu trastorno nervioso es lo único que te protege de la policía. ¿Entendido?
Misha, que no había creído posible tanta osadía, se quedó estupefacto al oír la contestación de Yevgueni Popov:
—En realidad, pienso quedarme un tiempo aquí.
¿Qué nueva impertinencia era aquella?
—Hará lo que le mando y se marchará al amanecer —le espetó Misha.
Pero Popov no cedió.
—No, me parece que no —replicó. Y mientras Misha enrojecía de furia, prosiguió, imperturbable—: Piense, Mijaíl Alexéievich, que se halla en una situación delicada. Ha sido su hijo quien ha incitado a los campesinos a la revolución, no yo. De cara a las autoridades, el delincuente es Nicolái. A mí, en cambio, no me pueden acusar de nada. Pero, si me obliga, podría hacer que se le complicaran bastante las cosas a usted y a su hijo. Si yo digo, por lo tanto, que quiero quedarme un tiempo, lo más sensato será que no me contraríe. —Al acabar, esbozó una sonrisa.
Misha se quedó sin habla. Después de posar la mirada en Popov, la clavó en su hijo.
—¿Y consideras a este hombre amigo tuyo? —preguntó con repugnancia. A continuación interpeló, enfurecido, a Popov—. ¿De veras piensa que va a salirse con la suya?
—Sí.
Misha guardó silencio. Seguramente era cierto que aquel alborotador podía perjudicar a Nicolái. «Ojalá dispusiera de más información, de algo que pudiera utilizar en su contra.» Quizá surgiera algo más adelante. Mientras tanto, por más que le pesara reconocer su debilidad ante aquel intruso, optó por la vía de la prudencia.
—Puede que sea útil aquí —dijo por fin—. Puede quedarse un tiempo con las condiciones siguientes: deberá abstenerse de toda actividad política y dirá a la gente que Nicolái está enfermo. Pero, si nos causa complicaciones o implica de algún modo a Nicolái en sus actividades, quizás averigüe que mi influencia con las autoridades de la zona es superior a la suya. ¿Entendido?
—Por mí, de acuerdo —aceptó educadamente Popov, antes de salir a paso lento de la estancia.
Media hora más tarde, Nicolái entraba en la habitación de Popov. Encontró a su amigo tranquilo, pero sumido en reflexiones.
—Ha sido una estratagema genial lo de amenazar a mi padre con que me denunciarías —lo felicitó Nicolái—. No sabía adónde mirar. —Nunca había admirado más que entonces la astucia de su amigo.
—Sí. No ha estado mal, ¿eh?
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó, angustiado, Nicolái—. Yo no puedo renunciar, después de haber llegado hasta aquí. ¿Y si voy a otro pueblo para intentar sublevar a sus campesinos?
Popov lo decepcionó con una negativa.
—Por el momento, quiero que te quedes en la casa y hagas lo que te diga tu padre —dijo. Y ante las protestas de Nicolái, añadió—. Ten en cuenta, amigo mío, que debo realizar algunas gestiones en Russka, y tu presencia me proporciona la tapadera que necesito, así que sé buen chico y colabora.
—Si crees que es lo mejor… —se conformó de mala gana Nicolái. Después miró con curiosidad a Popov—. ¿Qué estás tramando?
Popov tardó unos segundos en responder.
—Tu padre tiene razón, por supuesto —señaló con aire pensativo.
—¿Sí? ¿En qué?
—En que los campesinos no nos hacen caso.
—Quizá con el tiempo nos escuchen —apuntó Nicolái.
Se produjo un silencio.
—Jesús, cómo los desprecio —murmuró Popov.
Nicolái se quedó bastante confundido.
Habían transcurrido dos semanas desde la frustrada tentativa de Nicolái de comenzar la revolución, y en el pueblo de Bobrovo todo estaba en calma.
Nadie había vuelto a ver a Nicolái Bobrov. Se sabía que seguía en la casa solariega. Los criados decían que a veces salía a pasear por los bosques de detrás de Bobrovo. El resto del tiempo lo pasaba, al parecer, descansando o leyendo.
En cuanto a su amigo Popov, lo veían a menudo deambulando con un cuaderno de notas y un bloc de dibujo. En casa de los Bobrov había encontrado un sombrero de ala ancha que perteneció a Ilia y que le prestaba un aire de artista. Los habitantes de Bobrovo lo veían cruzar muchas veces el puente para dibujar bosquejos de la aldea desde el camino del otro lado del río. Con frecuencia también, tomaba el sendero rodeado de árboles que conducía a Russka y dibujaba el monasterio o el pueblo. Cuando alguien le preguntaba por Nicolái Bobrov, sacudía tristemente la cabeza y comentaba: «Pobre. Esperemos que se recupere pronto».
Aunque lograra engañar a los lugareños, Arina no se dejaba engatusar. No decía nada, pero sabía que Nicolái no estaba enfermo. «¿Qué estará tramando ese malvado?», se preguntaba en relación con Popov. En varias ocasiones, le dijo a su hija: «Va a ocurrir algo malo, Varia». Sin embargo, cuando esta le preguntaba qué, se limitaba a menear la cabeza y a responder: «No lo sé».
Quizá fueran los problemas familiares lo que la llenaba de sentimientos de mal agüero, se decía. A los Románov no les iban nada bien las cosas. El joven Borís y su esposa ya se habían ido, y en la cara de Timoféi se notaban las marcas del esfuerzo y el sufrimiento. El dinero que llevaba Natalia de la fábrica era una ayuda, pero últimamente había algo en la chica que escamaba a Arina. «No me gusta nada la pinta que tiene —pensaba—. Se fugará o hará alguna tontería.» A Varia no le sentaba nada bien el embarazo. Se la veía pálida y demacrada. Un día que fueron las dos a recoger setas, había tropezado en una raíz y se había caído al suelo. En lugar de levantarse, se había quedado tendida, gimiendo: «Este niño me va a matar, madre. Lo sé».
Repasando aquel panorama, Arina se reafirmaba en su propósito de hacer desaparecer al pequeño en cuanto naciera. «Es más fácil ser duro cuando se envejece —cavilaba—, porque entonces uno ve las cosas tal como son.» Para convencerla, solo le faltaba la conversación que mantuvo una tarde Natalia con la familia.
Natalia se sentía bastante orgullosa cuando lo anunció.
En cierto modo, tenía razón, pues el cortejo a que había sometido a Grigori había culminado con éxito.
Había sido una labor ardua hasta el final. Había tenido que vencer una y otra vez sus recelos y su timidez. Aquello se había convertido para ella en un juego cotidiano, de cuya obsesiva naturaleza no tenía conciencia. Desde aquel primer beso, los progresos habían sido lentos. Ella había cultivado con paciencia la raquítica flor de su confianza y afecto, que había crecido, vacilante, en el frío y baldío terreno de su estéril vida. ¡Qué excitación le producía abrazar el huesudo cuerpo de Grigori y notar cómo iba cobrando vida gradualmente! ¿Era aquello el resultado de su meticuloso esfuerzo? ¿Era amor? ¿Era afecto? Debía serlo, puesto que veía aflorar la vida donde antes no había nada. Esa reacción le producía una extraña y maravillosa sensación de fuerza. «Esto es mío», pensaba. Y puesto que la culminación de aquel proceso, el florecimiento definitivo, debía ser el matrimonio, creía que este traería la solución a todo.
Grigori, por su parte, se había dejado convencer. Poco a poco, sus inocentes abrazos se transformaron para él en algo apasionante. A medida que adquiría confianza, creció su urgencia de explorar el cuerpo de la muchacha, de poseerla. Y como ella le imponía límites, comprendía que debían casarse para que se le abriera y le revelara aquel nuevo y maravilloso mundo. «Bueno, entonces me casaré y será mía», concluyó.
Y, después, ¿qué? Se acostaría con ella. Tendría su cuerpo entero a su disposición. La perspectiva le parecía tan deseable que le daban ganas de reír a carcajadas. ¿Y qué más ocurriría? Aparte de aquello solo tenía clara una cosa. «En cuanto estemos casados, le daré una bofetada y luego una paliza —se decía—. Así quedará claro quién es el amo de la casa.» No era mucho, pero era lo único que conocía con respecto al matrimonio.
De este modo, una soleada tarde Natalia comunicó la noticia a sus padres. Ahora que Grigori la había pedido en matrimonio, se sentía tan satisfecha que casi olvidó que quizás a su familia no le gustara. La reacción de su padre la dejó, por ello, atónita.
—¡Ni hablar! —tronó, con la cara muy pálida.
—Pero ¿por qué? —balbució.
—¿Por qué? ¡Porque es un miserable obrero de fábrica, por eso! No tiene ni un metro de tierra. No tiene ni un caballo. ¡No tiene más que la ropa que lleva puesta! ¿Qué pretendes pidiéndome que acepte semejante yerno? —Después de descargar un puñetazo en la mesa, volvió la cabeza hacia su esposa—. Varia, Varia. Primero el niño; después mi hijo se va de casa; y ahora esto. ¿Qué demonios puedo hacer? —se lamentó, hundiendo la cara entre las manos.
Natalia reparó en que su madre sacudía la cabeza, también muy pálida.
—Pero él podría ayudarnos —explicó, y expuso su intención de que Grigori viviera con ellos—. Así, en la casa entraría también su jornal.
—Sí, y después tú tendrías otro mocoso —adujo su padre con un gruñido—. ¿Y luego adónde iríamos a parar?
—En el pueblo hay muchachos que se casarían contigo —intervino Varia en tono conciliador—. Es mejor que tengas tu propia vivienda, Natalia. No tardarás en comprobarlo.
—Te prohíbo que vuelvas a ver a ese chico —dijo Timoféi—. Tendría que sacarte de esa maldita fábrica, si…
Alzó las manos con gesto de impotencia. Si pudiera permitírselo…
Ahí estaba la clave, y todos lo sabían. Aun así, Natalia se decidió a hablar solo porque se sentía dolida.
—La verdad es que no queréis que me case ni con él ni con ningún otro porque me necesitáis aquí para manteneros. Y no sé por qué habláis tanto de buscar un campesino con tierra, si no podéis darme ninguna dote. Los chicos del pueblo tienen bastantes chicas entre las que elegir. Pero yo me casaré, os guste o no, y Grigori es la mejor oportunidad que tenéis.
Era humillante, pero era la verdad. Les dio la espalda para salir.
—Tienes solo quince años y puedo negarte mi consentimiento —le gritó Timoféi—. Te prohíbo que lo veas.
Una vez en el exterior, echó a andar hacia las afueras del pueblo. Al llegar junto al río dejó de contener el llanto.
Dentro de la izba, Timoféi permanecía cabizbajo, Varia sacudía la cabeza y Arina, que no había dicho nada, tenía un aire sombrío y pensativo. Ahora estaba segura. Pasase lo que pasase, no había espacio para ese niño.
Popov descubrió lo fácil que era dedicarse a sus actividades sin que nadie lo molestara. Con su sombrero y el bloc de dibujo —y sus medidas explicaciones sobre la enfermedad de Nicolái—, no parecía despertar las sospechas de nadie. A nadie llamaba la atención que deambulara por el mercado de Russka realizando bocetos. Incluso el viejo Savva Suvorin, al verlo en las proximidades de la fábrica de algodón, se había limitado a mirarlo con hosquedad. Esto último era importante para Popov, porque comenzaba a realizar avances considerables.
No había duda: el joven Grigori era un extraordinario hallazgo. ¿Quién habría sospechado, pensaba Popov, que un encuentro fortuito pudiera depararle semejante tesoro? Aquel individuo era inteligente y despierto, y lo más importante: tenía grandes reservas de hiel. «Tiene buena capacidad de discernimiento —ponderaba Popov—. No haría nada precipitado como Nicolái Bobrov o Pedro Suvorin.» De todas formas, quien hubiera oído expresar a Grigori sin tapujos su opinión sobre el viejo Savva Suvorin y sus fábricas sabía algo más: que, en caso necesario, llegaría a matar. Popov tenía la impresión de que ante Grigori se abría un futuro importante, tal vez incluso grandioso.
La chica tampoco estaba mal. Aunque carecía del fuego controlado de su novio, era una rebelde, estaba decidida a hacer su voluntad. Odiaba el orden tradicional. Y, por lo visto, estaba empeñada en casarse con Grigori. «Formarán un buen equipo», dictaminó Popov. Se imaginaba trabajando con ellos durante largo tiempo, según se desarrollaran los acontecimientos.
Por el momento, no obstante, hasta tener la certeza de que eran de fiar, mantenía la cautela con ellos. Pese a que era evidente que Grigori incendiaría con gusto las fábricas y degollaría a Suvorin, si no temiera las represalias, Popov mantenía las conversaciones con ellos en un plano general. Hablaba vagamente del mundo mejor que se avecinaba; dejaba caer alusiones sobre la conexión de su amigo Nicolái Bobrov con el misterioso comité central; les decía que él era solo un nuevo discípulo de la causa. «Bobrov no me ha explicado mucho, y, por desgracia, está enfermo», alegaba. De este modo, en cuestión de dos semanas averiguó mucho más sobre ellos de lo que ellos sabían de él.
El día después de la discusión que tuvo Natalia con sus padres, cuando estaban reunidos en el almacén donde escondía la imprenta, Popov les anunció en tono confidencial:
—Os traigo un mensaje de Bobrov. Está muy satisfecho con lo que ha sabido de vosotros y quiere confiaros una misión. —Hizo una pausa y, tras constatar su interés, continuó, bajando la voz—: Hay otra persona en Russka que mantiene contactos con el comité central. Mañana os dará unas octavillas, que deberéis distribuir de manera selectiva entre las personas que consideréis de confianza en las fábricas y en el pueblo. —Los miró fijamente—. Sin embargo, es vital que no habléis con esa persona y que no reveléis nunca su identidad a nadie. El comité sabe —advirtió con gravedad— el trato que ha de aplicar a los que lo traicionan.
Saltaba a la vista que los había impresionado.
—No te preocupes. Lo haremos —aseguró Grigori.
Al día siguiente, el joven Pedro Suvorin fue a un sitio discreto, no lejos del dormitorio donde vivía Grigori, y entregó un paquete envuelto con vulgar papel blanco a los dos jóvenes que encontró allí.
Pedro siguió al pie de la letra las instrucciones. No tenía ni idea del contenido del paquete. No les dijo ni una palabra a Grigori ni a la chica, ni tampoco ellos a él. De todos modos, se alejó de la asombrada pareja pletórico de alegría.
Tenía buenos motivos. ¿No le había dicho Popov que el tal Grigori tenía relación con el comité central? ¿Y no eran ahora aquellos dos jóvenes, que tenían razones de sobra para odiarlo y despreciarlo, camaradas suyos? Lo habían aceptado. Por fin se estaba liberando de la carga de aquella terrible herencia. Por primera vez desde hacía varias semanas, sonreía.
Borís observaba a su hermana con afecto y también con un sentimiento de culpa. Habían buscado un paraje tranquilo junto al río, donde no los molestaran. Justo cuando se sentaron, de repente, cayó en la cuenta de que habían pasado semanas desde la última vez que estuvieron solos.
¿Era todo culpa suya? Aun cuando él y su esposa no le hubieran pedido que fuese a vivir con ellos, su intención no era abandonarla a su suerte. Pero en los últimos tiempos habían estado muy ocupados. Entonces, al pensar en ello, supuso que se habría sentido muy sola. ¿Sería por eso por lo que iba detrás del tal Grigori?
Le prestó gran atención mientras se desahogaba con él.
—No dejaré que me lo impidan —le dijo—. Pienso casarme. Aunque no les guste Grigori —remachó, haciendo que a su hermano le diera un vuelco el corazón—, cuando me quede embarazada de él no tendrán más remedio que aceptarlo.
—¿Lo quieres? —le preguntó Borís.
—Por supuesto.
Borís no dijo nada, pero no parecía convencido.
Si tuvieran dinero, se lamentó, su hermana no tendría que haber entrado a trabajar en la fábrica y habría encontrado un marido en el pueblo. ¿Y quién era el causante de aquella situación tan apurada? Él, por haberse marchado de casa. «Si hubiera tenido conciencia de esto, quizás habría obrado de otra manera.» Sí, él tenía la culpa, y el dinero era el meollo del problema. Pero ¿qué podía hacer ahora? «Pensaré algo», se prometió.
—No hagas nada hasta que no estés segura —le dijo a Natalia al tiempo que la rodeaba con un brazo.
Así, juntos, permanecieron un rato, disfrutando de la intimidad reencontrada y de la paz del río.
Borís se quedó sorprendido cuando, unos veinte minutos más tarde, Natalia se introdujo de repente la mano bajo la camisa y sacó una octavilla.
—Lee esto —le invitó con una tenue sonrisa.
Era un texto fuera de lo común: sobrio y conciso. Con las mismas frases que había empleado Nicolái Bobrov, alentaba a los campesinos a prepararse para el día no lejano en que la revolución daría paso al nuevo mundo. Su objetivo eran los terratenientes, por supuesto, pero destilaba una causticidad especial hacia la nueva clase de explotadores, los propietarios de fábricas como Suvorin, «que os utilizan peor que si fuerais animales». Esas eran las personas que había que eliminar, afirmaba el panfleto. «Organizaos —exhortaba—. Estad preparados.»
—¿De dónde has sacado esto? —le preguntó Borís, con el corazón en un puño.
—Qué más da.
—Pero es peligroso, Natalia.
—Pensaba que estabas a favor de la revolución. Eso le dijiste a Nicolái Bobrov.
—Yo quiero más tierra, pero esto es distinto. Mantente al margen. Podrías tener serias complicaciones. ¿Te lo ha dado Nicolái Bobrov?
—No.
—¿Quién, entonces?
—No lo adivinarías ni en mil años.
—Prométeme que te apartarás de todo esto.
—No te prometo nada. Pero tú mantén la boca cerrada. No le digas a nadie que te lo he enseñado.
—Descuida. ¿Está ese Grigori implicado también en este asunto? —se le ocurrió preguntar—. ¿Te ha metido él?
—Puede que sí y puede que no. Puede que haya sido yo quien lo ha metido a él.
—Yo nunca he visto esto, Natalia —dijo al tiempo que le devolvía la octavilla—. Si tienes más, quémalas.
Luego se levantó.
Era culpa suya, lo sabía. Era culpa suya que su hermana hubiera ido a esa maldita fábrica, que hubiera decidido casarse con Grigori y que ahora estuviera involucrándose en algo muy peligroso. Tenía que hacer algo…, pero no sabía qué.
Savva Suvorin era un hombre meticuloso. Cuando recorría los talleres a diario, su aguzada vista registraba los más mínimos detalles, y era para él un motivo de orgullo el hecho de no haber utilizado nunca los servicios de ningún espía. Sus capataces le informaban de todo cuanto sucedía, desde luego. «Pero lo hacen porque tienen miedo de que me entere de todas formas», se decía él. Sin duda, por la misma razón se mantenía al corriente de todo lo que ocurría en el pueblo de Bobrovo.
Savva estaba de buen humor. Dos semanas antes, se sentía muy preocupado por su nieto. El muchacho había caído en un estado de melancolía y abatimiento tan acusado que Savva y su esposa temían por su salud. Desde hacía unos días, sin embargo, Pedro había experimentado un cambio perceptible. Tenía la expresión más serena, demostraba un nuevo interés por la vida y se le veía casi animado.
—Seguramente —apuntó María— necesitaba un poco de tiempo para acostumbrarse a la situación aquí, después de haber vivido en la capital.
Savva había renovado sus esperanzas con respecto a su nieto.
Una mañana, justo tres días después de haber observado las primeras señales de cambio en Pedro, advirtió que el joven Grigori le pasaba un papel a un compañero de la fábrica. Al principio no le dio mayor importancia. Cuando por casualidad vio que el hombre guardaba el papel debajo de su máquina un momento después, no imaginó que fuera algo digno de interés. Fue solo mera curiosidad lo que le llevó a introducir el bastón debajo de la máquina para sacar el papel. De este modo, descubrió uno de los panfletos de Popov.
En un arrebato de ira, Savva Suvorin partió su grueso bastón golpeándolo contra la rodilla. Por un instante, sintió deseos de interpelar al joven Grigori y romperlo a él igual que había hecho con el bastón. No obstante, uno de sus puntos fuertes era su capacidad para contener sus impulsos; era algo que había aprendido de las muchas dificultades que había pasado en su vida. ¿De dónde habría sacado Grigori la octavilla? ¿Era posible que un joven obrero miserable hubiera podido montar por sí mismo algo así?
Después de rumiar durante un rato tales cuestiones, se guardó el folleto en el bolsillo.
Una hora después, en la orilla de un campo de cebada, Timoféi Románov observaba a su hijo, perplejo por la propuesta que este acababa de formularle.
—¿Dices que deberíamos recurrir a Bobrov para que nos preste dinero? ¿Una cantidad suficiente para darle una dote a Natalia?
—Y para liquidar tus deudas.
—¿Y con qué cara podemos pedírselo?
—Digamos que por la amistad que te profesa. ¿Acaso no jugasteis juntos de niños? ¿No te ha ayudado otras veces?
—Él tampoco va bien de dinero —objetó Timoféi—. No quiero pedírselo. Además, diría que no.
—Quizá no pueda negarse.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que está en una posición delicada. ¿Recuerdas que a Nicolái estuvieron a punto de detenerlo?
—Pero está enfermo.
—Eso dicen. Pero no lo está. Están preparando una revolución, de verdad. Estoy seguro.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo intuyo y basta. Pero me consta que Bobrov finge que Nicolái está enfermo; si se da cuenta de que sabemos algo, quizás acceda a ayudarnos, ¿entiendes?
—¿Propones que le hagamos chantaje?
—Más o menos.
—No podría —contestó, consternado, Timoféi.
Aquello era contrario a su manera de ser.
—Yo iría contigo —dijo Borís—. Tampoco tienes que planteárselo tan crudamente. Tantéalo. Enseguida verás si se pone nervioso o no. Piénsalo, padre —sugirió, viendo que a Timoféi lo vencían los escrúpulos.
El sol estaba alto cuando, al día siguiente, los habitantes de Bobrovo, cohibidos, vieron acercarse a aquel hombre de imponente estatura, Savva Suvorin, con su alto sombrero, su chaqueta negra y un flamante bastón en la mano. El industrial cruzó el pueblo sin mirar ni a derecha ni a izquierda y continuó por la pendiente que llevaba a la casa solariega.
Iba a ver al terrateniente.
El trayecto le evocó muchos recuerdos. Habían pasado sesenta y dos años, recordó con ánimo sombrío el anciano, desde que hizo ese mismo camino con su padre para pedir permiso para desplazarse a Moscú. Hacía cuarenta y siete años que Alexéi Bobrov lo había llevado de vuelta allí después de capturarlo y mandarlo azotar por haber huido. Todavía entonces conservaba en la memoria, igual de frescos que el primer día, todos los detalles de aquellos episodios. Savva nunca olvidaba.
A aquellas alturas, naturalmente, su fortuna le habría permitido comprar la finca de los Bobrov y cien más de iguales características. Ahora, los amos que lo habían tratado como un perro le tenían miedo. Y ese día le habían proporcionado el medio de destruirlos.
Tras reflexionar con detenimiento, había perfilado los hechos básicos de aquel asunto. Había oído hablar, por supuesto, de los incidentes en los que había participado el joven Nicolái Bobrov en el pueblo, de su dedicación al trabajo en los terrenos de Románov y de sus llamamientos a la revolución. La excusa de la enfermedad de Nicolái le olía a falsa. Había reparado asimismo en que ese estudiante de pelo rojizo merodeaba por su fábrica, y en una ocasión lo había visto con Grigori, el muchacho que iba con la hija de Románov. Ahora, de repente, Grigori distribuía folletos revolucionarios. Había demasiadas coincidencias. No tenía ninguna duda de que la policía descubriría sin esfuerzo un vínculo entre aquellas dos personas.
—De modo que el joven Bobrov y su amigo son revolucionarios —murmuró.
Podría hacer que los metieran en la cárcel. Aquel sería el final de los Bobrov…, una venganza terrible y definitiva. Llevaba tiempo acariciando aquella posibilidad.
Misha Bobrov se llevó una buena sorpresa al ver aparecer al propietario de la fábrica en su casa. Ese día, de hecho, Nicolái se había acostado porque le dolía la cabeza, y Ana estaba de visita en casa de una amiga, cerca de Vladímir, de forma que se encontraba solo. Sin demora, hizo pasar al salón a Suvorin, que observó con sombría curiosidad la estancia. Puesto que rehusó el asiento que Misha le ofrecía, este se quedó de pie un tanto turbado, hasta que finalmente se decidió a sentarse de todas formas. En esa posición, se quedó mirando desde abajo al industrial, atenazado por un vago temor. Savva nunca desperdiciaba las palabras, de modo que fue directo al grano:
—Su hijo es un revolucionario —declaró, y cuando Misha se disponía a replicar que Nicolái estaba enfermo, sacó la octavilla y se la tendió—. He encontrado esto en la fábrica. Su hijo y su amigo son los instigadores. Léalo —ordenó.
Misha palideció al ver impresas, palabra por palabra, las mismas frases que había oído pronunciar a su hijo. Había solo una diferencia: allí se hacía un llamamiento a la violencia. ¿Matar a Savva? ¿Incendiar su casa?
—¡Oh, Dios mío! ¿Está seguro…? Yo… no tenía ni idea… —dijo, balbuceante. La consternación pintada en su semblante bastaba para confirmar las sospechas de Savva—. ¿Qué va a hacer? —preguntó, abatido.
Entonces Savva Suvorin dio prueba de su grandeza y de la reserva de donde emanaba su poder. Tenía ochenta y dos años. Cincuenta y dos de ellos, los había pasado luchando para liberarse de la tiranía de los Bobrov, y durante los treinta y uno restantes no se había apagado su resentimiento. Ahora, por fin, estaba en condiciones de destruir a aquella familia.
Pero no iba a hacerlo. Todavía no, porque Savva Suvorin entendía a la perfección los mecanismos del poder y, por más que odiara y despreciara a los Bobrov, sabía que si los destruía ya no podría servirse de ellos. Aunque fuera un necio, Misha poseía cierta influencia en el zemstvo, y con sus actividades había irritado más de una vez a Savva. Aquella información, no obstante, le brindaba la oportunidad de tenerlo controlado de manera indefinida. «Suvorin no se venga de los hombres de poca monta —pensó con orgullo—. Los utiliza.»
Con aplomo y sin levantar la voz, detalló lo que le correspondía hacer al terrateniente:
—Primero, le dirá a ese Popov que abandone Russka para siempre. Deberá permanecer en su casa sin comunicarse con nadie y partir mañana al amanecer. ¿Puede organizarlo?
Misha asintió, compungido.
—Aparte, hablará con Timoféi Románov. Su hija va siempre con ese Grigori al que pillé distribuyendo los panfletos, de lo que se deduce que ella también está implicada. ¿No mandó a esa chica a su maldita escuela? Ahora quizá se dé cuenta de que no trae nada bueno educar a los campesinos —censuró con dureza—. Le dará instrucciones a su amigo Románov para que mantenga a su hija en casa hasta que se le indique lo contrario. No hay que decirle por qué. Ah, y que se encargue de que la chica no tenga contacto de ninguna clase con Grigori. Haré que lo vigilen durante unos cuantos días para averiguar qué más se trae entre manos y luego me ocuparé de él.
Mientras lanzaba una fría mirada a Misha, pensó con satisfacción que ahora se habían invertido los papeles: él era el amo, y Bobrov, el siervo.
—Si cualquiera de ustedes incumple, aunque sea en lo más mínimo, estas condiciones —concluyó—, informaré del caso a la policía, que no tendrá dificultad en demostrar la existencia de una conspiración en la que están implicados su hijo, Popov y los Románov. Irían a parar a Siberia, si no les ocurre algo peor.
Con estas palabras, dio la espalda al apabullado terrateniente y luego salió de la casa con paso firme.
A lo largo de las veinticuatro horas previas, Timoféi y Borís Románov habían considerado varias veces la posibilidad de pedirle dinero a Misha Bobrov, pero Timoféi seguía mostrándose reacio. Así pues, se llevó una gran sorpresa cuando, a media tarde, lo llamaron para que acudiera con urgencia a la casa solariega. Al enterarse, Borís decidió acompañarlo.
Encontraron a Misha pensativo y apesadumbrado. Había pasado media hora con su hijo. Aunque no sabía si creerlo, por lo visto Nicolái no estaba al corriente de las actividades que recientemente había llevado a cabo Popov en Russka. De todos modos, había admitido saber que su amigo disponía de una imprenta. «Eso es suficiente para enviarlo a Siberia», dedujo Misha.
Delante de los dos Románov, Misha procedió con cautela.
—Dime, Timoféi —preguntó—, ¿tiene amistad tu hija con un chico llamado Grigori?
—Ay, Mijaíl Alexéievich —se lamentó el campesino—, ojalá no tuviera ningún trato con él. —Habría comenzado a desgranar su letanía de penas si Misha no lo hubiera atajado en el acto.
—Esto es lo que el joven Grigori distribuía —anunció, al tiempo que les enseñaba la octavilla.
Luego le leyó unas cuantas frases al campesino analfabeto y observó que, tras la confusión inicial, el pobre Timoféi se quedaba horrorizado.
El joven Borís, en cambio, en cuanto vio la octavilla, se puso blanco como un cadáver.
Era verdad, entonces. Suvorin estaba en lo cierto.
Con calma, los informó de las instrucciones de Suvorin.
—La persona que está detrás de todo esto es Popov —aseguró, eludiendo toda referencia directa a la participación de su hijo—. Todo apunta a que ha abusado de mi hospitalidad y nos ha engañado a todos. Se irá mañana a primera hora, para no volver jamás. —Luego, clavando la vista en Borís, señaló—: Estaréis de acuerdo conmigo en que, en el caso de Natalia, debemos hacer todo lo que exige Suvorin, ¿no?
—De acuerdo —respondió el joven, con expresión sombría.
En ese preciso momento, Yevgueni Popov entró muy animado en la habitación.
Popov había tenido, de hecho, un día perturbador. Por la mañana había recibido una carta en la que, en lenguaje en clave, se le hacía saber que la revolución campesina estaba siendo un fracaso. Los lugareños habían tenido en todas partes el mismo comportamiento que en Bobrovo. En más de una aldea habían llamado a la policía, y la noticia de la existencia del movimiento se estaba propagando hasta las autoridades provinciales. Había ya varios estudiantes detenidos y se preveía una operación represiva generalizada.
Pese a la preocupación que le había producido la carta, siguiendo su costumbre de encubrir sus pensamientos, Popov sonrió, casi con afabilidad, a los tres hombres reunidos en el salón.
Misha no perdió el tiempo.
—Se le ha acabado el juego —le espetó, sin disimular su aborrecimiento—. Suvorin ha descubierto los panfletos. —En pocas palabras, resumió lo que le había dicho el anciano—. No me molestaré en pedirle explicaciones —prosiguió en tono despreciativo— porque sé que mentiría. Debe marcharse al amanecer, de modo que le aconsejo que prepare el equipaje.
Qué frío era aquel monstruo. No había pestañeado siquiera. Muy al contrario, se mantenía impasible, con un asomo de sonrisa en los labios. Pese a aquellas observaciones, Misha se quedó perplejo ante la respuesta de Popov.
—No me voy a ir. Ya le dije que me marcharé cuando quiera.
—Se marchará mañana.
—No.
—No tiene otra opción. Suvorin hará que le arresten.
—Puede. —Se encogió de hombros—. Veo que todos están asustados, pero no deben preocuparse. No ocurrirá nada. Estoy demasiado cansado para cenar hoy —dijo con un bostezo—. Pero mañana por la noche estaré hambriento, seguro. Me van a tener aquí un tiempo más —afirmó con ligereza, antes de dirigirse a la escalera.
Misha y los Románov se quedaron mudos unos segundos, sin acabar de comprender.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó con gesto de impotencia Timoféi Románov.
Yevgueni Popov reflexionaba en su habitación. Su calmada negativa a marcharse había sido, en parte, una fanfarronada. No cabía duda, después de la inquietante carta de aquella mañana y de la amenaza de Suvorin, de que había llegado la hora de irse. De todos modos, no quería que ese estúpido terrateniente y aquellos malditos campesinos —ni tampoco el propio Savva Suvorin— pensaran que podían presionarlo. Él era un revolucionario y, por lo tanto, infinitamente superior a ellos.
Así pues, ¿qué debía hacer? En todos sus actos, Popov preveía siempre diversas vías de salida. Él se movía como pez en el agua entre la ambigüedad y tenía la certeza de que con su ingenio vencería a aquellas personas. Tras dedicar unos minutos a repasar la situación, a su cara asomó una sonrisa. Sacó la caja con cerradura que guardaba al pie de la cama y extrajo de ella un documento escrito a mano. Después, sentado ante la mesa contigua a la ventana, y consultando dicho documento, comenzó a formar letras y palabras en una hoja en blanco hasta que, al poco rato, seguro ya de sí mismo, tomó otra hoja y se puso a redactar con meticulosidad un texto.
Llevaba varios minutos escribiendo cuando oyó que alguien se acercaba con sigilo a su cuarto. Luego oyó que introducían una llave en la cerradura y que la hacían girar despacio. De modo que pensaban tenerlo prisionero, dedujo sin inquietarse, antes de volver a concentrarse en su escrito.
Transcurrieron veinte minutos, que dedicó a redactar dos cartas y una breve nota. Después de releerlas con atención, se puso en pie con la certeza de que no tenían defecto alguno.
A continuación sacó del armario las ropas de campesino que había llevado cuando trabajaba en los campos, junto con un sencillo sombrero que le serviría para tapar su cabello rojizo. Hasta que no hubo terminado de cambiarse no se molestó en tratar de abrir la puerta. Tal como preveía, estaba cerrada con llave. Entonces fue a mirar la ventana. Su abertura permitía el paso de la cabeza y un brazo. Si quería salir por allí, tendría que desencajar el marco; además, lo separaban casi cinco metros del suelo. Mientras consideraba la situación, cayó en la cuenta de que solo había una ventana de por medio entre la suya y la de la habitación de Nicolái. Arrojó una moneda en esa dirección… y luego otra. Después de que la cuarta moneda tintineara en el cristal, apareció la cabeza de su amigo.
—Eh, Nicolái —lo llamó—, me han encerrado. A ver si me dejas salir.
Al principio, Misha tenía muy claro lo que convenía hacer. Borís, sin embargo, hizo zozobrar su convicción.
A Borís, además, le habían bastado unas cuantas palabras susurradas al oído de su confundido padre para que este se hiciera cargo del peligro que corría Natalia por culpa de los panfletos. Una vez que lo hubo comprendido, Timoféi estaba dispuesto a todo para protegerla.
No había duda de que lo mejor para todos era llevar discretamente el asunto.
—No quiero que ese condenado Popov hable con nadie, ni siquiera con mi cochero —confesó con franqueza Misha—, porque no hay forma de saber lo que podría decir de nosotros.
Acordaron, por tanto, que los Románov acudirían antes del alba con su carro para recoger al estudiante pelirrojo y llevarlo hasta Vladímir.
—Tengo un garrote bien recio —comentó Timoféi—, y lo ataremos al carro si hace falta.
—Cuando lleguéis a Vladímir, montadlo en el tren de Moscú y no os vayáis hasta que se pierda de vista.
Con eso quedarían cumplidas las instrucciones de Suvorin. A partir de ahí, Misha hacía votos fervientes para no volver a ver nunca más a aquel detestable joven.
En ese momento, a Misha se le ocurrió encerrar con llave a Popov en su habitación, de modo que se ausentó un instante a tal fin. Cuando bajó, advirtió extrañado que los Románov se comportaban como si en aquel intervalo hubieran decidido algo por su cuenta.
Entonces fue Borís quien tomó las riendas.
De los tres, era el más avispado. Aún no había renunciado a sacarle dinero al terrateniente y, además, percibía un peligro real para todos ellos en el plan propuesto por este.
—Al fin y al cabo, Mijaíl Alexéievich, todos hemos visto de qué es capaz ese individuo —argumentó—. No se ha avenido a irse ni con la amenaza de la ley y de Savva Suvorin. Estando así las cosas, ¿de qué servirá que lo metamos en el tren de Moscú si puede bajarse en la siguiente estación y estar de vuelta aquí dentro de un par de días?
Misha no podía negar que en eso tenía razón.
—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó.
Borís se tomó un momento para reflexionar.
—El caso es —señaló con fría calma— que estoy preocupado por mi hermana, señor. Si se ha complicado con ese Grigori, es porque no tiene dote. Y no la tiene debido a las deudas de mi padre. —Le dirigió a Bobrov una significativa mirada, aunque procurando que no fuera ofensiva—. Usted siempre ha sido muy bueno con nuestra familia, señor. Natalia y yo tenemos una educación gracias a usted. ¿Habría alguna posibilidad de que nos ayudara también ahora, en este trance?
—¿De qué forma? —inquirió Misha.
—Quizá yo podría arreglar las cosas para que ese Popov hiciera un largo viaje y no volviera a importunarnos nunca más, señor.
—¿Un largo viaje?
—Sí, señor. Muy largo.
Misha notó que le flaqueaban las piernas. Era impensable aceptar tal propuesta. No obstante, no podía negar que le tentaba. En ese momento no había nada que deseara más en el mundo que verse libre, de una vez por todas, de la maligna presencia de Popov.
—Yo jamás podría aprobar…
—Naturalmente, señor —lo interrumpió con calma Borís—, nosotros haríamos solo lo que ha dicho, o sea, llevarlo a Vladímir. —Miró a los ojos a Misha—. Nadie lo espera en ninguna parte, ¿verdad?
—No. —Hubo una larga pausa, tras la cual Misha sacudió la cabeza—. Subidlo solo al tren —indicó—. Volved antes del amanecer.
Luego, pese a la expresión dubitativa de Borís, los despidió con un gesto.
Después de su partida, permaneció unos minutos en el salón. Lo que Borís había apuntado lo había dejado preocupado. Era muy cierto que nada impediría a Popov regresar y que no había forma de saber qué complicación podría causarles en tal caso. Por otro lado, hasta donde alcanzaban los conocimientos de Misha, nadie esperaba en ningún sitio al joven revolucionario.
Era un trotamundos, del cual se podía esperar que permaneciera solo el resto del verano en el campo por propia voluntad. Si desaparecía, podrían pasar meses antes de que se iniciaran las pesquisas, y para entonces…
Misha sacudió la cabeza. «Las personas como yo —caviló—, las personas honradas, son las que se ven inermes ante las fieras despiadadas como Popov. En mi lugar, no creo que él dudara ni un segundo.»
En ese preciso momento, Borís Románov se presentó de nuevo en el salón.
—Popov se ha ido, señor —le informó—. Lo han visto atravesar el pueblo en dirección a Russka. ¿Qué vamos a hacer?
—¡Imposible! —exclamó Misha, levantándose como accionado por un resorte.
Subió a toda prisa la escalera, pero cuando abrió la habitación de Popov, la encontró vacía. ¡Maldición! Suvorin le había dicho que mantuviera a Popov en la casa. Seguramente había ido a avisar a sus cómplices o a provocar algún nuevo conflicto. ¿Qué haría ahora Savva Suvorin? ¿Acaso no tenía límite la capacidad de ese desalmado pelirrojo de ponerlos en peligro?
—¡Tenéis que detenerlo! —gritó—. ¡Rápido!
Borís, sin embargo, continuó inmóvil.
—Si lo atrapamos hoy, volverá mañana —señaló con calma—. ¿De qué serviría, Mijaíl Alexéievich?
—Detenedlo, por el amor de Dios —casi rogó el terrateniente.
Borís seguía sin moverse.
—¿Qué hay de lo de mi hermana, señor —dijo sin levantar la voz—, y de lo de mi padre?
—Le daré una dote a tu hermana —murmuró tras un prolongado silencio, con la vista fija en el suelo,—. En cuanto a tu padre…, lo ayudaré. ¿Es suficiente?
—Sí, señor. Gracias.
—Y… —Misha no supo cómo continuar.
—No se preocupe, señor. Llevaremos al joven a Vladímir. No le volverá a causar problemas nunca más. —Cuando se disponía a marcharse, se detuvo un instante para decir—: Necesitará su equipaje si se va de viaje. Si le prepara las maletas, señor, las recogeremos antes de que amanezca.
Luego se fue.
La mala suerte quiso que, aunque se dieran prisa, los dos Románov llegaran tarde. Cuando salieron del bosque a la franja despejada que quedaba delante del monasterio, Popov había desaparecido. No había nadie en el camino que conducía entre los campos a Russka.
—Sabe Dios dónde estará —susurró Timoféi. Nada se podía hacer, pero de algo estaba seguro—. Lo sorprenderemos cuando vuelva —declaró.
Timoféi llevaba un garrote; Borís, un cuchillo. Habían acordado un plan de acción muy sencillo:
—Cuando lo hayamos matado —le había indicado Borís a su padre—, tú te escondes con él en el bosque mientras yo voy a buscar su equipaje y el carro. Luego lo ponemos en la parte de atrás, como si durmiera, y nos vamos en dirección a Vladímir. A medio camino, lo enterramos a él y sus maletas.
Aquello no sería difícil, dado que debían recorrer una zona boscosa en la que había solo unas cuantas aldeas.
—Sitio no faltará para enterrarlo —comentó animadamente Timoféi.
El lugar que eligieron para esperar era el pequeño claro situado junto a los antiguos túmulos funerarios, que ofrecía una buena panorámica del monasterio. Aun en el supuesto de que Popov regresara después de que hubiera anochecido, la luz de la luna les bastaría para distinguirlo en el camino.
Así pues, se dispusieron a aguardar.
Yevgueni Popov esperó pacientemente junto a las antiguas fuentes del camino del skete. No quería ir a Russka a plena luz del día, pero, por suerte, había encontrado a un niño en los alrededores del monasterio al que le había dado unos cuantos kopeks con el encargo de hacer llegar una nota. Una hora más tarde, había aparecido el joven al que citaba en ella.
Pedro Suvorin estaba muy excitado, intrigado por el motivo de aquella llamada tan urgente. Cuando Popov se lo expuso con grave semblante, se puso a temblar.
—El mensaje del comité central no deja lugar a dudas —explicó—. Tan solo disponemos de unas pocas horas. ¿Estás dispuesto a sufrir por la causa?
—Oh, sí.
—Perfecto.
Repasaron juntos los detalles. El joven Suvorin tenía dinero y enseguida ideó un plan. Popov observó con interés que, ante una situación de apuro, el idealista joven demostraba un sorprendente sentido práctico.
—¿Cómo te irás? —le preguntó.
—Mi abuelo tiene una barca que utiliza para pescar —respondió Pedro al cabo de un momento—. Me la llevaré.
—Excelente. Márchate al anochecer. Volveremos a vernos —le prometió Popov, que le dio un abrazo.
La luz del día declinaba cuando Popov emprendió el regreso desde el camino de las fuentes hacia Russka. Cuando encontró un paraje elevado, se sentó a mirar el río. Las estrellas comenzaban a aparecer en un cielo color turquesa. El turquesa viró a índigo y todavía no se veía a nadie.
Entonces divisó la barca. Avanzaba con ligereza, bordeando la orilla. Contempló cómo se alejaba, rumbo sur, con el suave fluir de la corriente. Por la mañana estaría ya en el río Oká, calculó sonriendo Popov. Había captado a la perfección la manera de ser de Pedro Suvorin. Se había creído a pie juntillas la historia de que la policía iría a arrestarlos a todos al día siguiente y había encontrado verosímil que el ilusorio comité central quisiera preservarlo a toda costa. Él mismo se había ofrecido de manera espontánea a pasar varios meses escondido. Para ello, el joven Pedro tenía otra razón, de la que quizá no fuera consciente del todo. «Acabo de darle la excusa para escapar de su abuelo», pensó Popov. Muy raras veces se equivocaba con la gente.
Y ahora que Pedro se había ido sin percance, era hora de ponerse manos a la obra.
Popov actuó con prudencia. Con el sombrero calado, evitó entrar en el pueblo por la puerta principal, dando un rodeo por el sendero del otro lado del río. Había algún que otro transeúnte, pero nadie le prestó atención mientras atravesaba silenciosamente la penumbra.
Tal como preveía, el callejón del almacén estaba desierto. Al llegar, abrió primero con llave la pequeña dependencia donde había escondido la prensa y después entró en la nave principal. Ayudado con la luz de unas cerillas, localizó tras una breve inspección lo que buscaba: junto a una de las paredes se alzaba una gran pila de balas de paja; en un rincón, se amontonaban unos cuantos sacos vacíos; y en unos estantes había en torno a una decena de lámparas que, gracias a Dios, contenían todavía un poco de aceite. Con cuidado, sin precipitarse, tomó varias balas de paja y las colocó junto a las paredes. Después retorció los sacos para formar varias antorchas y reunió el aceite en dos recipientes. Finalmente, completó los preparativos trasladando media docena de balas a la habitación pequeña. Aun sin apurarse, en total había invertido media hora.
Ahora venía, con todo, la parte más osada de su plan. En el almacén pequeño, desenterró las piezas de la imprenta y el paquete de octavillas y, tras cerciorarse de que no pasaba nadie, salió.
Las calles estaban silenciosas. Pegado a la sombra de los edificios, desembocó en la amplia avenida del otro lado de la plaza que conducía al pequeño parque y la explanada. A la derecha había tres casas, rodeadas de cercas. La primera era la de Savva Suvorin.
No había luz en las ventanas. Los Suvorin se acostaban temprano. Con cautela, mirando a uno y otro lado, Popov abrió la puerta de la cerca y entró en el patio. Aunque la vivienda era de piedra y mampostería, se accedía a ella por una escalera de madera techada que se elevaba hasta unos dos metros del suelo. Popov se dirigió al hueco que quedaba debajo y depositó allí su carga.
Tenía que repetir el viaje. La segunda vez, además de las octavillas y una parte de las piezas de la imprenta, Popov llevó consigo una pala del almacén.
Después, se puso a cavar bajo la escalera de los Suvorin.
Por el momento todo salía a pedir de boca. De hecho, había cometido tan solo un error, del cual no tenía conciencia. Al salir del almacén auxiliar la segunda vez, no se había entretenido en cerrarlo con llave, sino que tan solo había entornado la puerta. Si se hubiera vuelto a mirar, habría advertido que, al cabo de un momento, esta se había abierto sola.
Popov trabajaba en silencio. La tierra no estaba demasiado dura. En cuestión de minutos había practicado un agujero de unos treinta centímetros de profundidad, pero siguió cavando con tesón, muy satisfecho de sí.
Era la simetría impecable de toda la operación lo que le causaba aquel regocijo. Cuando hubiera acabado, Savva Suvorin y Misha Bobrov se neutralizarían mutuamente y él estaría a salvo. El joven Pedro Suvorin sería el delincuente. Todo apuntaría también a que había sido él quien había enterrado la imprenta y los panfletos revolucionarios junto a la vivienda de los Suvorin. Aquel último acto era un mero remate artístico, debía reconocerlo, pero no había podido resistirse. «Les he ganado por la mano a todos», se felicitaba.
Había un par de cabos sueltos, claro, como el joven Grigori y Natalia, por ejemplo. No había concebido ningún plan para ellos. De todos modos, eran inofensivos y lo único que sabían era que Pedro Suvorin les había entregado las octavillas. No, su estrategia era perfecta: él era infinitamente superior a todos ellos.
Cuando ya llevaba cavado medio metro, la pala topó con algo duro. Popov palpó una superficie lisa y redondeada, y retiró, intrigado, la tierra de alrededor. Al cabo de un par de minutos extrajo un objeto de color claro.
Era una calavera. Sabía Dios qué haría allí. La examinó un instante. Sus conocimientos de medicina le permitieron identificar un contorno que parecía corresponder más a un mongol que a un eslavo. ¿Sería un tártaro tal vez? No alcanzaba a imaginar qué hacía enterrado al lado de la casa de los Suvorin.
Al poco rato, la imprenta y el paquete con las octavillas se encontraban ya en el hoyo. Popov los cubrió de tierra y la aplanó. Después, llevándose la calavera, se escabulló en dirección al almacén.
Un poco antes de llegar, pasó por una esquina donde había un pozo hundido. Se detuvo un instante para dejar caer la calavera dentro y escuchar el ruido que hacía al chocar con el agua. De este modo, la calavera de Pedro, el tártaro anónimo fundador del monasterio, halló un nuevo lugar de reposo en las aguas subterráneas del pueblo.
Natalia y Grigori se habían quedado charlando por los alrededores del dormitorio hasta después de que hubiera anochecido. Ella lo había informado de la actitud de su padre, asegurándole, no obstante, que pronto se le pasaría. De todas formas, a Grigori no parecía inquietarle la opinión de su padre. Su campaña había sido tan magistral que lo cierto era que el joven solo pensaba en una cosa: en la manera de disfrutar de su cuerpo. Por eso, cuando poco después de oscurecer, Natalia propuso que fueran los dos solos a algún sitio, no puso ningún reparo.
Era habitual que en los meses de verano las parejas jóvenes se adentraran en los bosques próximos al pueblo en busca de intimidad. Precisamente se dirigían al camino para salir de Russka cuando, al pasar junto al almacén, se fijaron en que la puerta de la habitación más pequeña estaba abierta. Al echar un vistazo dentro, vieron que había varias balas de paja; a Natalia se le ocurrió que aquel era un sitio perfecto. En cuestión de segundos había dispuesto un lecho de paja en un rincón. Después atrajo con un gesto a su amante y cerró la puerta. Muy pronto, se prometió a sí misma, estaría embarazada y se casaría.
Al llegar al almacén, Popov se fue directo a la nave principal. Con gestos precisos, vertió el aceite en las antorchas que había preparado con los sacos. Luego encendió una y la arrojó a la pila de paja. Con las demás prendió fuego a las balas que había dispuesto junto a las paredes. A continuación, cuando le quedaban únicamente dos antorchas, corrió hacia la dependencia auxiliar.
No había pensado que el fuego se expandiría a tanta velocidad. Si había puesto paja en la habitación pequeña era porque, al estar cerrada con llave, calculaba que sería muy difícil apagar el fuego allí. De todos modos, cuando llegó a ella las llamas lamían ya las vigas de la nave principal. Tenía que darse prisa. Abrió la puerta, prendió las dos antorchas y las arrojó a las balas de paja más cercanas. Después volvió a cerrar e hizo girar la llave en la cerradura. Como no se le ocurrió mirar, no vio a la joven pareja que, unos minutos antes, se había quedado dormida en el rincón.
Sin perder tiempo, se alejó entre la oscuridad y abandonó la población. Era hora de volver a Bobrovo.
Misha Bobrov se encontraba solo en el salón; arriba, Nicolái dormía como un tronco, y su padre se congratulaba de que así fuera, pues, si hubiera entrado en aquel momento, no habría sabido con qué cara mirarlo.
El terrateniente había pasado unas horas terribles. Siguiendo la recomendación de Borís, había preparado el equipaje de Popov, que luego había bajado sin ayuda hasta el patio. Ahora esperaba.
¿Qué había hecho? Nada, se repetía. Simplemente, los Románov iban a coger a Popov para llevarlo a Vladímir. Eso era lo que habían dicho, ¿no? Había pasado casi una hora aferrándose a aquel absurdo engaño hasta renunciar por fin a él, asqueado consigo mismo. Les había pagado para que asesinaran al joven: esa era la verdad. A aquellas alturas ya estaría muerto, sin duda.
Un asesinato. Rememoró aquella ocasión, veinte años atrás, en que había estado tentado de matar a Pinegin en Sebastopol. Entonces había sido un asesino en la intención, pero no en los hechos. ¿Era más inmoral ahora? ¿O la diferencia estaba en que aquella vez contaba con otros que actuaron por él? Atenazado por el miedo y los reproches contra sí mismo, bajo la cabeza, murmurando:
—¿Qué he hecho, Dios mío?
El asombro, el alivio y el terror se mezclaron en su interior cuando, algo después de medianoche, al oír un ruido, alzó la vista y vio a Popov parado delante de él, mirándolo con expresión curiosa.
Misha abrió la boca, pero no pudo hablar.
Popov no se había topado con ningún contratiempo en el camino de regreso. Su deseo de pasar inadvertido lo había llevado a salir por la parte posterior del pueblo. Cuando llegó al río, vio un resplandor rojizo sobre los tejados y oyó algunos gritos. Por ello, en lugar de cruzar el puente principal y el camino abierto que pasaba por el monasterio, optó por tomar el sendero de las fuentes, siguiendo el curso del río para atravesarlo por la pequeña pasarela de Bobrovo. Suponía dar un largo rodeo, pero, de ese modo, no se encontró con nadie.
Mientras se aproximaba a la casa solariega, era imposible que no experimentara un sentimiento de satisfacción, de alborozo incluso. Todo iba como la seda, y en el bolsillo llevaba dos cartas.
No le había costado imitar la letra de Pedro Suvorin, pues poseía talento para ese tipo de cosas, pero lo que de verdad lo enorgullecía era el tono de ambos escritos. Inspirándose en el largo ensayo revolucionario que le había entregado el joven, había reproducido no solo sus giros de estilo, sino su forma característica de razonar. «He captado la esencia de su alma», había pensado mientras escribía las dos cartas. Su autenticidad era un logro extraordinario.
Las cartas eran bastante directas. Una iba dirigida a Nicolái Bobrov, supuesto compañero de lucha y conspiración. En ella le comunicaba que se marchaba, que iba a intentar prender fuego a la fábrica de su abuelo y que la imprenta y los panfletos estaban escondidos a buen recaudo en la casa de Savva Suvorin, donde no los encontraría nadie.
Lo único que faltaba era entregar aquella carta a Misha Bobrov. En cuanto el terrateniente amenazara con ella al cascarrabias de Suvorin, este quedaría completamente neutralizado. «Si hiciera detener a Nicolái, detrás caería su nieto.» Aquella era la perfecta simetría que tan complacido lo tenía.
La otra carta era solo un elemento complementario, una medida preventiva para un posible uso posterior. Pedro le decía en ella a Popov que estaba a punto de irse y le daba las gracias por su amabilidad. Constituía, sobre todo, una magnífica prueba exculpatoria para Popov.
Has sido un buen amigo para Nicolái y para mí, y sé que le has rogado, al igual que a mí, que se mantenga en la senda de la reforma y renuncie a sus ideas revolucionarias. Pero tú no entiendes estas cosas, amigo mío, ni el alcance que tienen…, y yo no puedo explicártelo. Mi única esperanza es que un día, cuando el nuevo amanecer surja con todo su esplendor, nos reunamos de nuevo como amigos y compruebes que todo lo hemos hecho, en verdad, en aras del progreso.
Adiós.
Tras haberlos superado a todos con su ingenio y haber demostrado su superioridad, Popov concluyó que tal vez se quedaría unos días más en Russka, les sacaría algo de dinero a los Bobrov y luego se iría.
Solo lo habían sorprendido dos detalles. Al entrar en el patio de la casa, había visto su equipaje fuera. ¿Por qué estaría tan seguro Bobrov de que iba a partir esa noche? Y ahora, en el salón había encontrado al terrateniente sin habla, como si hubiera visto a un fantasma. Bobrov tenía que saber que había escapado de la habitación, puesto que alguien había sacado de ella sus maletas.
Popov observaba a Misha con aire pensativo, analizando a toda prisa la situación.
—¿Sorprendido de verme? —inquirió.
—¿Sorprendido? —contestó Misha, con patente nerviosismo—. No, en absoluto, mi querido amigo. ¿Por qué iba a estarlo?
—Sí, ¿eh?
¿Y por qué se había puesto rojo como la grana y lo llamaba «mi querido amigo»?
A Misha, que también barajaba a toda prisa las diferentes posibilidades, se le ocurrió entonces que, si a los Románov se les había escapado Popov, era probable que aparecieran de un momento a otro. ¿Qué harían entonces? ¿Subirlo por la fuerza a su carro y darle muerte? No. No podía consentir aquello. Pero ¿qué diablos debía hacer? Inconscientemente, lanzó una mirada ansiosa hacia la puerta.
A Popov le bastó aquello para atar cabos. Aun sin conocer todos los detalles, dedujo que alguien estaba al llegar para cogerlo y que el terrateniente estaba aterrorizado. Muy bien, él se les adelantaría.
—¿Cuánto me daría si pudiera neutralizar por completo a Suvorin? —inquirió en tono cordial.
En respuesta a la expresión de desesperación y esperanza que se mezclaron en el semblante de Misha, le habló de la existencia de la carta que había escrito Pedro Suvorin a Nicolái, y le explicó su contenido.
—¿Tiene esa carta? —le preguntó Misha, ansioso.
—Está escondida, pero puedo ir a buscarla…, a cambio de determinada suma.
—¿Cuánto?
—Dos mil rublos.
—¿Dos mil? —El pobre hombre se había quedado de piedra—. No los tengo.
Estaba tan nervioso que Popov intuyó que seguramente decía la verdad.
—¿Cuánto tiene? —preguntó.
—Unos mil quinientos, me parece.
—Perfecto. Será suficiente.
—Hay otra cosa —dijo Misha con renovada ansiedad, después del alivio inicial—. Si le doy el dinero, debe marcharse ahora mismo.
—¿Quiere decir ahora, en plena noche?
—Sí. De inmediato. Es vital.
Popov esbozó una sonrisa. «Es lo que pensaba, pues. Qué raro que este idiota haya tenido los arrestos para mandar que me mataran. Aunque es muy típico de él dejarse llevar, luego, por el pánico.»
—Tendrá que darme un caballo, un buen caballo.
—Sí, por supuesto.
El animal también le reportaría algo de dinero. Era asombroso el poder que le otorgaba a uno la mala conciencia de los otros.
—Vaya a buscar el dinero —ordenó.
Un cuarto de hora después, estaba listo para partir. Montaba el mejor caballo de Misha Bobrov. Él llevaba mil quinientos rublos en el bolsillo y Misha tenía la valiosa carta. Antes de abandonar la casa, se detuvo un momento, considerando la posibilidad de despertar a Nicolái para despedirse de él. Al final la descartó. Su amigo ya había cumplido su función y no tenía nada que decirle.
—Adiós, hasta la revolución —dijo alegremente al nervioso terrateniente antes de espolear el caballo.
Un cuarto de hora más tarde, los Románov aparecieron en Bobrovo para preguntar si Popov había estado allí. Para evitar que lo siguieran, el terrateniente les dijo que no lo había visto.
El incendio de Russka destruyó el almacén, una nave contigua y cuatro de las casitas adosadas, a cuyos tejados habían ido a parar algunas brasas. Hasta la mañana siguiente nadie se percató de la ausencia de Natalia y Grigori, cuyos restos calcinados fueron localizados horas más tarde.
Debido a la entrevista que mantuvieron a primera hora del día Savva Suvorin y Mijaíl Bobrov, no se inició ninguna investigación policial para indagar las causas del siniestro. Se dijo que había sido un accidente. Nunca se encontró una explicación al hecho de que Natalia y Grigori quedaran atrapados en el almacén. La gente observó, no obstante, que unas semanas después el jefe de policía local y su familia vestían ropa nueva.
Varia Románov dio a luz a finales de año. Tuvo una niña a la que decidieron poner el nombre de Arina. Varia le tomó tanto afecto a la pequeña que sustituía a su única hija que esta superó sin percance el invierno, ignorante de que su abuela se había parado más de una vez junto a su cuna, murmurando: «Sé que debería dejarte ahí afuera, a la intemperie, pero me falta valor».
Tampoco la niña tuvo conciencia de otro acontecimiento que se produjo justo una semana después de finalizar el invierno.
Misha Bobrov tenía por costumbre revisar sus papeles todas las primaveras. En un año se acumulaba mucho material para ordenar: cartas, notas que había redactado para uso propio, memorandos de las actividades del zemstvo, facturas impagadas… A él le gustaba trabajar con el despacho repleto de papeles porque así daba un repaso al año anterior, y se tomaba su tiempo, de modo que la tarea le ocupaba tres o cuatro días. Sobre todo, le gustaba releer las cartas, muchas de las cuales clasificaba en fajos atados con una cinta que guardaba luego en el desván. Cuando su mujer afirmaba que aquello era una pérdida de tiempo, él respondía que nunca se sabía, antes de volver a enfrascarse con gusto en ese trabajo.
Aquel último año le había dejado mucho que leer y ponderar. Se había planteado incluso poner sobre el papel una relación de los extraordinarios sucesos que habían tenido lugar en verano, pensando que serían un interesante recuerdo para los nietos de Nicolái. Por el momento lo había dejado para más adelante —«cuando no esté tan ocupado»—, de modo que el único vestigio de aquellos días lo encontró representado en la carta de Pedro Suvorin que le había entregado Popov. «Esta sí que tengo que guardarla», pensó. Después de todo, nunca se sabía cuándo podía hacer falta para pararles los pies a los Suvorin. Como aquel documento especial no guardaba relación con ningún otro, lo ató con una cinta roja y una etiqueta prendida que rezaba «Incendio Suvorin», y lo guardó en el desván con las demás cartas.
Al día siguiente de terminar aquella tarea, recibió la inesperada visita de Borís Románov. Llevaba un tiempo sin ver al joven campesino y le extrañó que no lo acompañara su padre.
—¿Qué te trae por aquí, Borís? —preguntó con una sonrisa, tras hacerlo pasar al despacho.
Borís se enzarzó en una exposición tan lenta y retorcida que al principio Misha no comprendió adónde quería ir a parar. De todos modos, la expresión sombría y tensa de la cara del campesino le causó cierta inquietud. Borís le recordó con minuciosidad la pobreza de la familia, la necesidad que tenían de disponer de más tierra y su lealtad con los Bobrov. Después fue por fin al grano.
—Estaba pensando en lo que pasó este verano, señor —dijo.
De modo que era eso.
—¿Sí? —lo animó a seguir, con cautela, Misha.
—Entonces llegamos a un acuerdo, señor. Que ayudaría a mi padre y le daría una dote a mi hermana. —Misha guardó silencio—. Mi hermana ahora está muerta, señor.
—Dios la tenga en su seno.
—Pero, como sabe, en la familia ha nacido una niña. —Clavó la mirada en el suelo—. Por eso se me ha ocurrido que quizá pudiera ayudarnos tal como dijo, señor. La dote de Natalia podría ser para la pequeña Arina.
Misha lo observaba con aire pensativo. En realidad, las palabras del joven habían caído en terreno abonado. Desde aquella terrible noche del incendio, no habían vuelto a mencionar el funesto trato a que había llegado con los Románov. Al fin y al cabo, el asesinato no se había producido, la pobre Natalia había muerto y Misha había intentado borrar por completo aquel episodio de su memoria. Aparte de una ayuda de poca cuantía, Misha no había considerado necesario darle una cantidad sustancial de dinero a Timoféi Románov, ni tampoco este se había atrevido a pedírselo. No obstante, en más de una ocasión había pensado: «Somos nosotros, en el fondo, los que hemos provocado la desgracia de los Románov». Algún día tendría que hacer algo por ellos. La sugerencia de Borís de que les regalara algo de dinero para la pequeña le parecía atractiva. Quizá, dentro de poco, le entregaría… Como estaba rumiando la cuestión, no se molestó en dar una respuesta inmediata al campesino.
Entonces Borís Románov cometió un gran error, porque malinterpretó la vacilación de Misha.
—Al fin y al cabo —declaró de repente, con una desagradable mueca—, después de haber muerto mi hermana quemada, no convendría que usted tuviera complicaciones, ¿no?
Misha lo miró con asombro y luego se ruborizó. ¿Qué demonios sabía aquel individuo?
En realidad, el joven Borís no sabía nada. Con todo, si Misha hubiera tenido una idea de lo que sospechaba, se habría quedado anonadado, pues, si bien las autoridades habían archivado el incendio de Russka atribuyéndolo a un mero accidente, Borís no pensaba igual. El recuerdo de su pobre hermana Natalia lo atormentaba; cuanto más cavilaba sobre el asunto, mayor era su convencimiento de que había algo sospechoso en todo aquello. Una y otra vez, durante aquel invierno, hizo partícipe de sus dudas a su padre.
—Si fue un accidente, ¿cómo se explica que Natalia y Grigori estuvieran encerrados dentro? —le decía—. ¿Por qué querría matarlos alguien? Quizá sabían demasiado.
Sobre la identidad del asesino, siempre acudía una misma respuesta a su cabeza:
—Ese malvado pelirrojo, Popov. Tuvo que ser él.
Hasta el viejo Timoféi admitía la verosimilitud de aquel último supuesto. No estaba dispuesto a asumir, en cambio, la siguiente deducción de Borís:
—Aquí tiene que haber gato encerrado —insistía—. Piénsalo. —Repiqueteando con un dedo en la mesa, comenzaba a detallar—: Bobrov nos dejó ir en busca de Popov, pero no pudimos atraparlo. ¿Quién permitió escapar a ese indeseable? Tuvo que ser el propio Bobrov. Debió de enviar a un criado, o al mismo Nicolái, a avisarlo. ¿Cómo es posible que Popov desapareciera de esa forma, y que no se dijera nada del fuego ni de Nicolái Bobrov? Tiene que haber algo que nosotros no sabemos, y el terrateniente lo está ocultando. Él sabe quién provocó el incendio; sabe quién mató a mi hermana, y quizá mucho más.
—No me lo creo —respondía con tristeza Timoféi—. Y aunque así fuera, ¿qué podrías hacer tú?
En eso Borís tenía que darle la razón. Carecía de pruebas y las autoridades no lo escucharían. Lo único que conseguiría era complicarse la vida.
Aun así, a medida que transcurrían los meses, su sombrío convencimiento se convirtió en una obsesión. Finalmente, cuando la nieve comenzaba a fundirse, decidió ir a ver al maldito terrateniente con la intención de asustarlo y sacarle algo de dinero.
Pese al rubor inicial, Misha recobró enseguida la compostura. Al cabo de un instante, presentaba una apariencia de calma absoluta mientras reflexionaba sobre la situación.
El incendio… el campesino insinuaba algo sobre el incendio. De todos modos, el único delito que cabía reprocharle a Misha era ocultar la carta que Popov le había entregado, en la que se revelaba la identidad del culpable. ¿Cabía la posibilidad de que el campesino supiera algo al respecto? Era bastante improbable.
—Me parece que no te he entendido bien —contestó, sosteniéndole la mirada a Borís.
—Solo quería decir, señor, que tanto usted como yo sabemos quién lo hizo —se arriesgó a afirmar Borís.
—¿Sí? ¿Y quién fue?
Aunque lo dijo con una leve sonrisa en los labios, Misha notó que se le aceleraba el pulso. ¿Sería posible que lo supiera?
—Ese pelirrojo de mala madre, Popov —respondió con aplomo Borís.
¡Dios bendito! No sabía nada. Aquel insolente joven estaba fanfarroneando.
—Entonces sabes más que yo —contestó afablemente Misha—. Y ahora, en vista de tu impertinencia, mejor será que te vayas. Si oigo una palabra más sobre este asunto —le advirtió con dureza a Borís—, presentaré una queja a la policía.
Acto seguido le dio la espalda, mientras Borís se marchaba, rojo de ira.
Aquel incidente hizo que se instalara entre los Bobrov y los Románov una frialdad de la que nunca hablaron. A partir de entonces, Misha Bobrov no tuvo ningún gesto amable, ni siquiera hacia Timoféi. Por más que lamentara aquella actitud, este la achacaba a su hijo. «Después de lo que hiciste —le decía—, me cuesta mirarlo a la cara.»
En cuanto a Borís, a pesar de la humillación que le había causado el desenlace de aquella entrevista, mantenía intactas sus sospechas. De hecho, cuanto más tiempo transcurría y más pensaba en ello, más motivos encontraba para confirmar sus recelos. «Lo vi ruborizarse», recordaba. Misha Bobrov sabía algo y no habría quien lo convenciera de lo contrario. Aunque no pudiera desentrañar sus pormenores, había habido una conspiración, de eso estaba seguro. «Ese pelirrojo y los malditos Bobrov, y puede que incluso los Suvorin…, todos están involucrados de alguna forma —cavilaba—. Ellos mataron a Natalia.»
Aguijoneado por la rabia, tomó dos decisiones que no alteraría mientras siguiera vivo. La primera, que compartía con su padre, era muy simple: «Un día volveremos a vernos las caras ese condenado de Popov y yo, y entonces lo mataré».
La segunda decisión no la había comentado con nadie, pero no era menor su determinación de llevarla a término. «Voy a arruinar a ese terrateniente que ocupa la tierra que debería ser nuestra —se prometió a sí mismo—. Antes de morir, me encargaré de que echen a esos malditos Bobrov. Lo haré por Natalia.» De este modo, en el pueblo que se extendía bajo su casa, la familia de los Bobrov se granjeó un enconado enemigo.
No obstante, aquella inquina contenida no alteraba la sensación de placidez de la vida del pueblo. Al año siguiente, todo indicaba que los acontecimientos de 1874 habían caído en el olvido. Aparentemente, nadie se acordaba del estudiante Popov, y en la población de Russka solo de vez en cuando a alguien se le ocurría preguntarse qué habría sido del joven Pedro Suvorin.