La Revolución

Septiembre de 1881

El zar había muerto asesinado. Incluso entonces, cuando habían pasado varios meses, a aquella niña de diez años le costaba creer que fuera cierto.

¿Por qué había gente tan mala en el mundo? Durante los tres últimos años habían matado a mucha gente: policías, funcionarios y hasta un gobernador. Y ahora, con una bomba, habían cometido aquel atentado atroz que había causado la muerte de un hombre bueno, el zar reformista Alejandro II. Rosa no podía entenderlo.

¿Quién haría algo así? Había sido, al parecer un grupo que se hacía llamar Voluntad del Pueblo. Nadie conocía la identidad de sus componentes ni su número: tanto podían ser veinte como diez mil. Sí se sabía, en cambio, que pretendían imponer la revolución: la destrucción total del aparato del Estado ruso, con su sistema de gobierno autocrático. La organización Voluntad del Pueblo llevaba meses acechando al zar y por fin lo había aniquilado en un acto que parecía proclamar: «Mirad, vuestro poderoso Estado es una farsa. Contra nosotros, hasta el mismo zar se halla indefenso, a merced de nuestra voluntad». Después, una vez muerto el pobre zar, suponían que el pueblo se alzaría en armas.

—Eso demuestra lo equivocados que están esos revolucionarios —había dicho su padre.

No había ocurrido nada. No se había sublevado ningún pueblo, ni siquiera una fábrica. El impactante acontecimiento había sido recibido con el inmenso silencio del interminable territorio ruso. En la reacción represiva, habían sido detenidos muchos de los revolucionarios y buena parte del Imperio ruso se hallaba sometido a la ley marcial. Voluntad del Pueblo había fracasado, gracias a Dios. En Rusia reinaban la calma y la paz.

Esa era al menos la impresión que se tenía, hasta que comenzó aquello tan horrible y que resultaba tan sobrecogedor e inexplicable para ella. Una vez más, como venía haciendo en los meses anteriores, Rosa se preguntó por qué había gente mala en el mundo.

—Aquí no vendrán —le había asegurado su padre.

Pero ¿y si se equivocaba?

Era primera hora de la tarde, un momento de especial sosiego en aquel pacífico pueblo meridional asentado en la frontera del bosque y la estepa. Por la calle apenas circulaba nadie y los padres de Rosa descansaban en el piso superior de su sólida casa de tejado de paja. Aunque ya era otoño, en Ucrania todavía hacía buen tiempo. Por la ventana abierta frente al manzano del huerto, a Rosa le llegaba el dulce olor de la madreselva.

Rosa era una niña muy guapa. Su pálida cara ovalada, el largo cuello y la gracia de sus movimientos pausados le habían valido el sobrenombre de «el Cisne» entre la gente del pueblo. El pelo tupido, negro como el azabache, le caía por la espalda en una trenza. Tenía la nariz larga y los labios carnosos, pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos. Entre las negras pestañas, bajo el potente arco de las cejas, eran enormes y luminosos, de un color gris azulado, y observaban el mundo con la gravedad de las figuras representadas en los mosaicos antiguos.

Entonces estaba sentada delante del piano. Aunque no tocaba, en su mente resonaba todavía el eco de la música que había estado practicando por la mañana, una pieza de Chaikovski. Con la mirada perdida en el cielo azul, repasaba cada una de las frases, probándola de una manera y luego de otra hasta quedar complacida del todo.

Su piano era el único del pueblo. Nunca olvidaría aquel día mágico en que llegó en una pequeña barcaza por el río. Su padre había ahorrado durante un año para comprarlo y hacerlo trasladar desde Kiev. Todos los vecinos habían salido a mirar mientras ella y sus dos hermanos caminaban con orgullo al lado de aquella maravilla hasta que lo dejaron en la casa. Tenía solo siete años cuando un primo suyo músico, que pasó una temporada en el pueblo, les dijo que Rosa era un prodigio. Al año siguiente había ido a vivir con aquella familia durante el curso escolar, en la gran ciudad de Odesa, a orillas del mar Negro, donde había buenos profesores de música. Ya había dado un concierto en público y la gente decía que sería una pianista profesional.

«Con tal de que no se lo impida la salud», decía apesadumbrada su madre. Porque Rosa padecía del pecho. A veces tenía que pasar varios días descansando, aunque se moría de ganas de volver a la escuela. «Se te pasará cuando seas mayor», le prometía su padre. Ella rezaba para que estuviera en lo cierto, porque anhelaba vivir para la música.

Desde que se había adentrado en aquel territorio, lo demás había perdido importancia para ella. A veces le parecía que la música, absoluta como las matemáticas, infinita como el universo, lo impregnaba todo. La música estaba en los árboles, en las flores, en la inacabable estepa; la música ocupaba el cielo entero. Ella quería solo rezar y aprender.

Y ahí radicaba el extraño enigma que la tenía intrigada desde hacía meses y que ese día la había puesto melancólica y pensativa.

Si Dios había creado ese mundo tan hermoso y le había dado la música, y si ella había sido, como parecía, elegida para servir los propósitos musicales del Todopoderoso y tocar para él, ¿por qué había hombres malos que planeaban matarla?

En la orilla oriental del río, las acogedoras casas de paredes encaladas y tejados de paja flanqueaban un ancho camino de tierra a lo largo de más de un kilómetro. Algunas, como la de sus padres, tenían un huerto detrás. Cerca del río estaba la plaza del mercado, y más abajo se alzaba una destilería. De hecho, en las tierras del norte de Rusia, más pobres, donde las poblaciones eran más pequeñas que las de Ucrania, aquella localidad habría sido considerada una ciudad.

Se trataba de un sitio próspero. A los extensos campos de trigo que crecían en el fértil suelo de la estepa habían venido a sumarse en tiempos recientes dos nuevos tipos de cultivo muy productivos: la remolacha azucarera y el tabaco. Vendían las cosechas a los comerciantes, que las exportaban a través de los puertos del mar Negro y, gracias a ello y a la abundancia natural de la región, los campesinos vivían bien.

El abuelo de Rosa había acudido a aquella zona para cultivar la tierra. Había muerto cinco años atrás y su padre lo había relevado. Era un hombre emprendedor que, además, comerciaba con trigo y actuaba de representante de una empresa de Odesa que producía material agrícola, gracias a lo cual su familia se contaba entonces entre las más acaudaladas del pueblo.

La niña no sabía que en tiempos antiguos aquella población meridional se llamaba Russka.

Su ignorancia era lógica, ya que desde entonces había tenido otros dos nombres y, además, conservaba pocos vestigios de su pasado. El fortín de la orilla occidental se había reducido a unas pocas marcas esparcidas entre la hierba, y de la iglesia que habían quemado los mongoles no quedaba el menor resto. Hasta el paisaje se había visto alterado, pues los siglos de desarrollo agrícola habían propiciado la tala de muchos árboles. En la parte oeste del río ya no había bosque alguno, y el estanque y los espíritus que en él moraban habían desaparecido, desecados. Hasta el bosquecillo de las abejas se había esfumado. Desde la última casa del pueblo, la estepa del sur de Rusia se prolongaba hasta la lejanía, y el único distintivo de antiguos tiempos que conservaba el lugar era la pequeña elevación del montículo del kurgan que se alzaba a media distancia.

Rosa se fue andando hasta el final del pueblo, donde se detuvo para tender la mirada sobre la estepa bañada por un pálido sol. Allá en lo alto, unas nubes deshilachadas venidas del oeste se retiraban sobre la interminable extensión de hierba pardusca en pos del horizonte violeta.

Llevaba un rato allí parada cuando divisó el carro. En él iban dos personas: un hombre corpulento de negro y poblado bigote, que lo conducía, y un niño delgado y guapo, moreno también, que tenía solo un año más que Rosa. Eran Taras Karpenko, un granjero cosaco, y su hijo menor, Iván.

Rosa sonrió al verles. Desde siempre, había jugado a los cosacos y los bandidos con los hijos de Karpenko y los otros niños del pueblo. El joven Iván era su compañero predilecto de juegos. Además, desde que unos años atrás su padre le había vendido a Taras unos aperos de labranza que le habían dado muy buenos resultados, el fornido cosaco tenía en buen concepto a su familia.

Existía también otro motivo por el que Taras miraba con buenos ojos al padre de Rosa.

Costaba creer que aquel recio granjero fuera el sobrino del ilustre poeta Karpenko, cuyas delicadas facciones adornaban todavía, desde dibujos y grabados, las paredes de varias casas de la localidad. Taras estaba, no obstante, sumamente orgulloso de su ascendencia y siempre mencionaba con reverencia el nombre de su tío, emparejándolo con el del más célebre poeta ucraniano, el gran Shevchenko. Por eso, cuando se enteró de que el padre de Rosa no solo poseía un libro de poemas de Karpenko, sino que se los sabía de memoria y sentía un genuino amor por ellos, le dio una cordial palmada en la espalda; a partir de entonces, si alguien hablaba de la familia de Rosa, él declaraba: «No es un mal tipo, no». Aquello les venía muy bien para asentar su buena reputación en el pueblo. «Tu padre es muy listo», comentaba a menudo la madre de Rosa.

Era listo, en efecto, y bastante heterodoxo, puesto que aquel conocimiento que forjó un lazo entre él y el cosaco se estaba convirtiendo casi en una rareza.

La razón se hallaba en que, con el transcurso de los años, cada vez se notaba más el peso del dominio de los zares sobre Ucrania. A los zares les agradaba la uniformidad. En su inmenso imperio, sin embargo, no siempre era posible lograrla. En Polonia y las zonas más occidentales de Ucrania tenían que tolerar a los católicos, y en los territorios asiáticos que todavía incorporaban al imperio tenían que aceptar una presencia cada vez más numerosa de musulmanes. Pero, en la medida de lo posible, la consigna era rusificarlo todo, imponer la autocracia, la ortodoxia y la nacionalidad. En 1863, por lo tanto, dando una muestra más del talento para la ceguera oficial en que se había especializado, el Gobierno ruso anunció que la lengua ucraniana, hablada por el grueso de la población de la región, no existía. En el curso de los años siguientes se prohibió la utilización del idioma ucraniano en los libros, los periódicos, los teatros y las escuelas, e incluso se consideró ilegal la música ucraniana. Las obras de Shevchenko, Karpenko y otros héroes nacionales quedaron relegadas. Los intelectuales hablaban y escribían en ruso. En lo que se refería al pueblo, mientras que en el norte se extendía la escolarización, en el sur se experimentó un retroceso, de tal modo que a finales del siglo XIX un ochenta por ciento de los ucranianos eran analfabetos. Los zares estaban complacidos: en Ucrania no sonaban voces discordantes. Por eso no era de extrañar que el orgulloso cosaco Karpenko le comentara de vez en cuando al padre de Rosa: «Bueno, amigo mío, al menos usted y yo sabemos poner cada cosa en su sitio».

Así pues, desde el pescante de su carro, los dos cosacos saludaron con cordialidad a Rosa: el pequeño Iván con una expresión radiante; su padre con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Aquello le proporcionó a Rosa una sensación de seguridad.

«Aquí no vendrán.» No había nada que temer, se repitió.

El temor se debía a que Rosa Abrámovich era judía.

Hasta un siglo antes, cuando Catalina la Grande se apoderó de buena parte de Polonia, apenas había judíos en el Imperio de Rusia. Con la anexión de aquellos territorios occidentales, no obstante, se incorporó a Rusia una nutrida comunidad de judíos.

Su procedencia exacta no está clara. Aunque la historia de la diáspora es confusa y a menudo inextricable, se sabe que los judíos de Rusia provenían de Alemania, la zona mediterránea y los puertos del mar Negro; y también, quedan pocas dudas de ello, de los restos de la comunidad jázara turca que se había desperdigado por diferentes puntos del sureste de Europa. Por ello, de sus orígenes raciales poco se puede afirmar, aparte de su mezcolanza.

Pero tenían en común su creencia en el Dios de Israel.

Su diferencia planteaba un problema. Algunos consideraban que los judíos no eran de fiar, como los católicos; otros les reprochaban su empecinamiento, como a los viejos creyentes. Había dos hechos indiscutibles: no eran eslavos y no eran cristianos, y por ello suscitaban recelos. En el imperio del zar se cultivó respecto a ellos, igual que con otros elementos disidentes, una política de contención y, luego, de rusificación. Con tal espíritu, en 1833 el zar decretó que los judíos debían circunscribirse a un área concreta, la zona de asentamiento judío.

La famosa zona judía no fue, de hecho, el gueto que pudiera dar a entender esta denominación. Se trataba de un vasto territorio que abarcaba Polonia, Lituania, las provincias occidentales conocidas como la Rusia Blanca y buena parte de Ucrania, incluidos los puertos del mar Negro. En otras palabras, las tierras donde ya residían los judíos, ligeramente ampliadas. El objetivo de aquella limitación era prevenir la inmigración de los judíos al tradicional bastión ortodoxo del norte de Rusia, si bien en ese sentido la ley no se aplicaba a rajatabla, puesto que había grupos de judíos bastante numerosos tanto en Moscú como en San Petersburgo.

Los judíos vivían sobre todo en las ciudades o en sus propios pueblos, los tradicionales shtetl, que componían comunidades fuertemente cohesionadas. Entre ellos solían hablar el yiddish. Algunos eran artesanos o comerciantes; muchos eran pobres y se mantenían en parte gracias a la ayuda de otros judíos. También había casos, como el del abuelo de Rosa, en que se instalaban en pueblos normales para cultivar la tierra.

Con todo, no por ello dejaban de ser disidentes, y había que hacer algo para poner remedio a aquello. La solución que dictaron los sucesivos Gobiernos zaristas era siempre la misma: «Que se conviertan».

Durante décadas, el régimen aplicó una presión constante. Los judíos pagaban impuestos suplementarios; el sistema de gobierno comunitario por el que se regían —el kahal— fue declarado ilegal; su representación en las elecciones locales se veía limitada por cuotas injustas. Otro método más sutil era permitirles entrar en el sistema escolar y animarlos a convertirse desde él. Había procedimientos más burdos, como reclutarlos en el ejército y apalearlos si no se convertían. La conversión era una condición suficiente. Aunque ciertas personas todavía consideraban sospechosos a los descendientes de judíos, en lo que respectaba al Estado, una vez que un judío se había convertido a la ortodoxia era un ruso con todas las de la ley.

Aquella política dio algunos resultados, pues consiguió la conversión de cierto número de judíos. Aparte, se había iniciado un proceso gradual de asimilación; entre las generaciones más jóvenes, había surgido un movimiento liberal, el Haskalah, que sostenía que los judíos debían participar de manera más activa en la sociedad gentil. El hermano mayor de Rosa, que estaba casado y vivía en Kiev, le había hablado de aquello:

—Si queremos llegar a alguna parte en el Imperio ruso, los judíos deberíamos asistir a las escuelas y universidades rusas. Tenemos que involucrarnos. No por eso dejaremos de ser judíos.

Su padre, en cambio, tenía sus reservas respecto a aquella tendencia. Aun sin compartir la actitud de muchos judíos de estrictas costumbres, que se aislaban todo lo posible del mundo de los gentiles, no veía con buenos ojos el Haskalah.

—Es el primer paso por una pendiente en la que no hay forma de parar —aducía con firmeza—. Primero se equipara la enseñanza secular con la educación religiosa. Al cabo de nada, el mundo pasa al primer plano, y la educación al segundo. Luego uno se olvida incluso de su religión y, al final, se queda sin nada.

Rosa sabía que no le faltaba razón en eso, porque había oído de varios casos de liberales que se habían vuelto prácticamente ateos. Por eso, aunque mantenían buenas relaciones con sus vecinos ucranianos, la familia de Rosa observaba siempre de manera estricta los dictados de su religión en compañía de las otras familias judías de la zona. Los dos hermanos de Rosa habían recibido una educación religiosa; con respecto al mayor, que había llegado al nivel superior, la Yeshiva, su padre incluso había albergado esperanzas de que un día llegara a ser profesor de religión.

No obstante, había una excepción en el rigor religioso de su padre por la que Rosa daba gracias al Cielo. «Estudiar música en las escuelas rusas es diferente», aseguraba siempre. Aquello no suponía un peligro para la fe; de hecho, para un judío constituía la mejor manera de abrirse camino en Rusia.

«Aquí no vendrán.» ¿Por qué tendrían que ir a un pueblo tan pequeño y apartado como el suyo? Y, además, ellos no habían hecho nada malo.

Sabía que siempre había existido una especie de inquina entre su pueblo y los ucranianos, desde luego. Estos recordaban que los judíos actuaban como representantes de los terratenientes polacos. Además, los judíos solían vivir en ciudades en lugar de en el campo y se los consideraba herejes y extranjeros. Para los judíos, por otro lado, aparte de ser gentiles —los desdeñados goyim—, los ucranianos eran en su mayoría analfabetos. Aun así, habrían vivido en paz de no ser por un factor: la proporción numérica de integrantes de cada comunidad.

Quizá se debiera a la tradición judía de tener familias numerosas; quizás a la ayuda que se prestaban entre sí, que salvaba la vida de más de un niño; tal vez a su respeto por el conocimiento y la ciencia, que les hacía prestar más atención a la higiene y consultar con más asiduidad a los médicos. Fuera cual fuera el motivo, lo cierto era que, en los últimos sesenta años, mientras que la población mayoritaria se había multiplicado por dos y medio en Ucrania, la judía se había multiplicado por ocho. Cada vez se oía con mayor frecuencia este lamento: «Esos judíos nos quitarán el trabajo y nos arruinarán a todos».

Ese año se habían iniciado los conflictos, sin que nadie supiera qué había sido el detonante.

—Cuando la gente se enfurece —le había explicado a Rosa su padre—, se puede poner violenta por cualquier cosa.

Más allá de cuáles fueran las causas, el año en que asesinaron al zar se produjeron por todo el sur del país una serie de disturbios a raíz de los cuales se popularizó en el mundo una palabra terrible: el pogromo.

Allí no pasaría, ¿verdad? En ese pueblo tan tranquilo del borde del bosque y la estepa no pasaría. Con esa última reflexión, Rosa se dispuso a regresar a casa.

Había algún que otro viandante cuando volvió, pero el pueblo estaba tranquilo. Por el oeste había aparecido una masa de nubes, creando un círculo de sombra que avanzaba hacia ella. En la brisa se notaba cierto frescor ahora.

Cuando había recorrido la mitad de la calle, vio a un pequeño grupo de personas delante de su casa. No eran muchas: solo dos vecinas y tres hombres que parecían extranjeros. Desde lejos, se diría que estaban discutiendo. Luego vio que dos hombres del pueblo se unían a ellos. Al poco, su padre salió al umbral.

Llevaba una larga chaqueta negra y se había puesto su sombrero redondo de ala ancha, también negro. Los tirabuzones que le caían a ambos lados de la cara eran morenos, pero la barba estaba poblada de canas. «Les está diciendo que se vayan», pensó sonriente al ver que su padre agitaba con severo gesto el índice.

Entonces en la calle resonó un grito que le heló la sangre:

—¡Judío de mierda!

Echó a correr.

Cuando llegó junto a su padre, ya estaban dándole empujones. Uno de los hombres le quitó el sombrero de un capirotazo y otro escupió al suelo. Los dos del pueblo realizaron un desmayado intento de contenerlos, aunque Rosa no veía por qué se acobardaban tanto delante de esos forasteros… Hasta que, unos segundos más tarde, al mirar a un lado de la calle, comprendió la razón.

Había seis carros que acababan de cruzar el río. Los hombres que iban montados o caminaban junto a ellos sumarían unos cincuenta. Algunos empuñaban garrotes y unos cuantos parecían borrachos.

Rosa miró a su padre. Estaba recogiendo el sombrero con el máximo de dignidad posible, bajo la atenta vigilancia de los tres individuos. Tenía cincuenta años y una constitución más bien frágil, cara delgada y ojos grandes como los de ella. Sintió el impulso instintivo de cogerle la mano en busca de protección, y entonces se dio cuenta, consternada, de que el pobre estaba tan asustado como ella. ¿Qué podían hacer? ¿Refugiarse en casa? Dos de los hombres ya se habían interpuesto entre ellos y la puerta. El grupo de los carros ya estaba cerca. Rosa reparó en su madre, que salía para unirse a ellos. Su marido quiso disuadirla con un gesto que ella no percibió. Si al menos estuvieran sus hermanos, pensó Rosa. Pero los dos estaban en Kiev ese mes. La niña y sus padres permanecieron quietos e indefensos, esperando.

Los recién llegados formaron un corro en torno a ellos. Rosa se fijó en sus caras. Algunas transmitían una sensación de dureza, otras tenían una embrutecida expresión de triunfo. Durante un momento todo el mundo guardó silencio, hasta que su padre se decidió a hablar.

—¿Qué queréis?

Al principio no estaba claro si había un cabecilla, pero uno de ellos, un fornido campesino de barba castaña fue el encargado de responder:

—Poca cosa, judío. Solamente te vamos a quemar la casa.

—¡Y hay que darle unos azotes! —gritó otro individuo.

—Sí, también —convino, con una carcajada, el de la barba.

Rosa advirtió que su padre temblaba, pese a que intentaba aparentar calma.

—¿Y qué os he hecho yo? —preguntó.

Un coro de risotadas recibió la pregunta.

—¡Mucho! —gritaron varios.

—¿Qué le has hecho a Rusia, judío? —vociferó otro.

—Malditos aprovechados judíos —chilló un tercero—. ¡Usureros!

Sin embargo, fue otro grito, surgido del fondo del gentío, el que realmente dejó anonadada a Rosa.

—¿Quién les chupa la sangre a los niños? ¿Eh, di?

No era la primera vez que oía aquella terrible acusación.

—Hace mucho —le había explicado su padre—, los necios solían acusar a los judíos de los más extravagantes delitos. Esta infame acusación proviene de la Edad Media. La gente ignorante la tenía por cierta —reconoció con un suspiro.

Qué extraño y terrorífico era oírla repetida ahora.

Con todo, su sorpresa fue en aumento cuando un anciano bajito y calvo de barba blanca se adelantó de repente, señalando al padre de Rosa:

—¡No nos engañaréis, judíos! —tronó—. Sabemos de qué calaña sois. ¡Eres un traidor extranjero, un asesino de zares, un revolucionario!

Rosa advirtió con asombro el rugido de aprobación que saludó a aquellas palabras.

Aquello sí que era extraño, pues si de algo podían acusar a su pobre padre no era precisamente de eso.

Ella sabía de la existencia de revolucionarios judíos. Era verdad que unos años antes unos cuantos estudiantes radicales provenientes de familias judías se habían integrado en el movimiento que, dentro del famoso proyecto Progreso del Pueblo de 1874, había intentado promover la revolución entre el campesinado. Se trataba de judíos radicales que habían optado por asimilarse a la vida secular rusa. De hecho, por una doble paradoja, muchos de ellos se habían convertido a la ortodoxia, no por convicción religiosa, sino con el fin de sentirse más cerca de los campesinos en los que querían influir. Esos jóvenes eran el blanco preferido de la ira del padre de Rosa y del sector más conservador de los judíos. Ellos eran el ejemplo perfecto que presentaba su padre a sus hijos del peligro de descarriarse en el mundo y abandonar su religión. En cuanto al zar: «Debemos acatar siempre la ley y apoyar al zar —declaraba su padre—. Él sigue siendo nuestra mayor esperanza». Hasta que fue asesinado, aquel zar reformista había mitigado, en efecto, algunas de las restricciones que pesaban sobre los judíos. Como consecuencia de ello, la gran mayoría de estos eran por aquellas fechas conservadores y zaristas.

De todos modos, nunca es posible discutir con una multitud.

Los hombres que los tenían rodeados habían quemado ya varias casas de judíos en Pereiáslav la semana anterior y ahora viajaban por los pueblos en busca de más diversión.

—Es hora de pasar a la acción —gritó uno.

Sonaron varias carcajadas. Acompañado del vejete, el corpulento individuo de la barba castaña se acercó al padre de Rosa. Ella miró con desesperación a uno y otro lado, conteniendo las ganas de ponerse a chillar.

Justo entonces, a unos veinte metros, enfiló la calle el carro que conducía el forzudo cosaco Taras Karpenko.

—Loado sea Dios —oyó musitar a su madre—. Él puede salvarnos.

El cosaco se lo tomó con calma. Siguió adelante con lentitud y los hombres retrocedieron para dejarle paso. Con su largo bigote, su corpulencia y gran estatura, resultaba imponente. Al llegar al borde del corro interior, detuvo el carro y lanzó una mirada inquisitiva al tipo de la barba castaña.

—Buenos días —saludó con afabilidad—. ¿Qué ocurre?

—Poca cosa —contestó el campesino, que se encogió de hombros—. Solo le estamos dando una lección a este judío.

Karpenko asintió con aire pensativo.

—No es una mala persona —señaló con calma.

Gracias a Dios. Rosa miró agradecida al alto y fornido granjero, segura de que mandaría a paseo a aquellos hombres. Era tanto su alivio que, por un momento, se le escapó el sentido del diálogo que se produjo a continuación.

—De todas formas, es judío —adujo el campesino.

—Cierto. —El cosaco paseó la mirada por los individuos apiñados—. ¿Qué pensáis hacer?

—Quemarle la casa y azotarlo.

Karpenko asintió de nuevo y miró con un asomo de tristeza al padre de Rosa.

—Me temo, amigo mío, que van a pasar un mal rato —se lamentó.

¿Qué había dicho? Rosa lo observó con incredulidad. ¿A qué se refería? ¿El amigo de su padre, el hombre con cuyos hijos había jugado ella a los cosacos y bandidos, no iba a ayudarlos? Atónita, vio que volvía a tomar las riendas. Hacía girar la cabeza al caballo… Los abandonaba a su suerte.

Fue como si delante de sus ojos se hubiera acumulado la niebla. De improviso sintió náuseas; frente a ella creyó advertir un gran abismo cuya existencia no había imaginado siquiera, inmenso como un océano.

El cosaco estaba de parte de aquellos hombres.

—¡Padre!

Era el pequeño Iván. Rosa pestañeó para despejar las lágrimas y alzó la vista hacia el niño, que permanecía de pie, pálido y tembloroso, sobre el carro. Se le veía delgado, frágil casi, pero tan tenso y apasionado que parecía irradiar una extraordinaria fuerza.

—¡Padre! No podemos dejarlos —dijo, con la mirada clavada en el corpulento cosaco.

Entonces Taras paró el carro.

Despacio, con reticencia, se encaró al campesino de la barba castaña.

—Van a venir con nosotros —anunció con brusquedad.

—Nosotros somos cincuenta, cosaco —le hizo ver el anciano bajito—. No podéis hacer nada.

Taras Karpenko abarcó con la vista la multitud y meneó la cabeza tan solo.

—Le debo un favor personal a este judío —le explicó, casi avergonzado, al corpulento campesino.

—¿Y tú te consideras un cosaco? ¡Un cómplice de judíos, eso es lo que eres! Iremos a prender fuego a tu granja —le amenazó el viejo.

De todos modos, nadie impidió que los Abrámovich subieran al carro.

—Les van a quemar la casa, es una pena —le comentó Karpenko con actitud realista al padre—. Pero los he salvado del látigo.

A continuación, agitó las riendas y el carro se alejó a paso lento por la calle.

Rosa se volvió mientras se dirigían a la salida del pueblo. Los hombres estaban rompiendo las ventanas de su casa. El vejete había entrado con una antorcha encendida. «Van a quemar el piano», pensó. El piano que les había costado los ahorros de todo un año. Miró a su padre, sentado en el carro, tembloroso. Tenía lágrimas en los ojos; su madre lo rodeaba con los brazos. Rosa, que nunca había visto llorar a su padre, pensó que no era posible querer a alguien más de lo que lo quería en ese momento.

Luego sus pensamientos derivaron hacia los Karpenko. Iván los había salvado. No lo olvidaría mientras viviera.

Sin embargo, también recordaría que, de no ser por él, su padre, su amigo, los habría abandonado. Entonces pensó en algo que su padre le había dicho en cierta ocasión: «Ten siempre presente, Rosa, que los judíos no podemos confiarnos nunca del todo». Lo tendría presente.

Diciembre de 1891

Nicolái Bobrov se repetía que no debía preocuparse demasiado.

El mensaje de su padre era perturbador, qué duda cabía. Y, además, se sentía un poco culpable. «De todas formas, seguro que cuando llegue allí la situación no será tan mala», se dijo con un suspiro.

Era una larga distancia para recorrerla solo. Cómodamente instalado en el interior del trineo cubierto que lo trasladaba a la estación, Nicolái contemplaba las calles que se sucedían a su paso. Adoraba aquella majestuosa ciudad. Incluso en un día gris como aquel, parecía desprender una especie de tenue resplandor. Además, conviene resaltarlo, Nicolái era una persona fácil de conformar.

Al igual que cualquier otro caballero del mundo occidental, vestía levita, algo más corta que las que se llevaban en las décadas precedentes, con una sola abertura detrás y dos botones forrados de tela más abajo de la cintura. Los pantalones, bastante estrechos y de recia tela, presentaban una apariencia que habrían de considerar poco cuidada las generaciones posteriores, pues aún no se había impuesto la moda de modelarlos con una raya. Sus zapatos relucían de tan lustrados que estaban. Del bolsillo del chaleco sobresalía la cadena de oro del reloj. Sobre el cuello postizo de la camisa blanca, llevaba una estrecha corbata de seda, de lunares, anudada formando un holgado lazo que le daba un ligero toque artístico a su atuendo. El único rasgo genuinamente ruso de su indumentaria era el gran abrigo con cuello de piel, que llevaba desabotonado dentro del trineo, y la manta de piel que reposaba a su lado en el asiento.

Nicolái Bobrov tenía treinta y siete años. En su cabeza y en su pulcra y puntiaguda barba, el cabello había adquirido una prematura tonalidad gris. La nariz, algo más ganchuda que antes, dejaba clara la herencia de sus antepasados turcos. En su cara había, no obstante, pocas arrugas, y a menudo presentaba el mismo semblante franco que tenía en la época de estudiante, cuando intentaba convencer a los campesinos de su padre de que precipitaran el nacimiento de un nuevo mundo.

Qué lejanos quedaban aquellos días. En ese momento, Nicolái ya era padre de familia. Tenía una hija y dos hijos. El mayor se llamaba Mijaíl, como su padre, y al menor, de tan solo unos meses, le habían puesto Alexánder. En el bolsillo llevaba una fotografía del pequeño, que enseñaba con orgullo a sus conocidos. Si alguien le hubiera preguntado por sus tendencias políticas, sin duda habría respondido que era un liberal.

No era de extrañar que se hubiera apagado en él el fervor revolucionario de sus tiempos de estudiante. Nicolái no había olvidado nunca la humillación de 1874. «Los campesinos no mostraron el menor interés», reconoció al poco tiempo. Además, se había sentido estafado por Popov. «No era más que un oportunista que se aprovechó de mí», le confesó a su padre. Unos años después, cuando los terroristas mataron al zar, no se había alegrado precisamente. «Incluso el zar es mejor que el caos —comentaba—. Rusia será una democracia algún día —apostillaba—. Pero la verdad es que aún no estamos preparados. Tendrán que pasar un par de generaciones.» Mientras tanto, a Dios gracias, en Rusia predominaba el orden.

El orden era el elemento dominante, no podía negarse. Inmediatamente después del asesinato de su reformista padre, el nuevo zar, Alejandro III, había actuado con contundencia. Habían identificado y aniquilado a los máximos responsables de la organización Voluntad del Pueblo, y el reaccionario conde Dimitri Tolstói volvió a hacerse cargo del Ministerio de Interior. Pronto dispuso de un cuerpo de policía especial formado por cien mil gendarmes. Gran parte del imperio estaba sometido a la ley marcial en virtud de los llamados reglamentos provisionales dictados por el zar, que, de hecho, llevaban ya diez años en vigor. Ya a nadie le resultaba paradójico, pues el mismo Nicolái comentaba en tono jocoso: «Cuando nuestros gobernantes hacen algo bueno en Rusia, dicen que es permanente, y luego lo revocan; pero, cuando hacen algo malo, dicen que es provisional y lo mantienen de forma indefinida».

Había censura y se exigían pasaportes para viajar por el país; en las universidades estaba prohibida toda clase de organización estudiantil; en el campo se había creado la nueva figura de los capitanes territoriales, nombrados por el Gobierno para administrar justicia a los campesinos en sustitución de los tribunales independientes. La más perfecta expresión de la actitud oficial la había dado el procurador del Santo Sínodo, que a la pregunta sobre qué función debía tener el Gobierno en la educación, respondió: «Evitar que la gente invente cosas».

Rusia era entonces un Estado policial. Sin embargo, Nicolái pensaba que tal vez aquello fuese lo mejor. Al menos reinaba el orden. Se habían convocado algunas huelgas, cierto, y en el sur se habían producido pogromos contra los judíos. Pero, por más lamentable que fuera aquello, no había habido más bombas. Mientras observaba el paisaje invernal de la ciudad, se le ocurrió un símil para describir la situación del país.

«Es como si el Imperio ruso llevara diez años cubierto de nieve», concluyó. Sí, era justo eso. El invierno era inclemente y frío. Nada podía crecer, ahogado por la nieve. Aunque la gente se quejara de aquella parálisis rusa, la nieve protegía asimismo la tierra, de tal forma que bajo ella las delicadas semillas sobrevivían a las gélidas ventiscas. Tal vez bajo el gran manto de nieve del dominio zarista, Rusia pudiera prepararse de modo paulatino para asumir un futuro diferente en el mundo moderno. «En su momento oportuno —pensó, complacido—, la primavera rusa será espléndida».

El trineo cruzaba el cauce helado del Nevá. En la otra orilla se alzaba el palacio de Invierno; a la izquierda, bajo la pálida luz, relucía el fino pináculo de la catedral de Pedro y Pablo. En medio del hielo se elevaba una insólita construcción: un andamiaje de madera que sostenía una empinada pista de hielo. Era un gigantesco tobogán, una montaña de hielo, como lo llamaban los rusos, que constituía uno de los lugares de entretenimiento predilectos de la ciudad en invierno. Nicolái se fijó en dos parejas, montadas en sendos trineos, que descendían a toda velocidad por él profiriendo gritos de alborozo. Sonrió: con o sin estado policial, la vida en la capital de Rusia no era tan mala.

Al cabo de unos minutos se encontraban en la orilla meridional y, dejando atrás el palacio, desembocaron en la amplia y hermosa perspectiva Nevsky. Su visión hizo que otra sonrisa aflorara a los labios de Nicolái.

La calle de la Tolerancia, llamaban por aquel entonces en tono cariñoso a aquella avenida. En ella convivían, casi puerta con puerta, las iglesias de los calvinistas holandeses, los luteranos alemanes, los católicos romanos y los armenios, así como las consabidas y numerosas iglesias ortodoxas. En las calles contiguas a la perspectiva se hallaban las más célebres salas de conciertos y teatros y el elegante Club Inglés. El repostero real tenía una confitería en la zona, donde se podían comprar bombones que posiblemente habían estado en el palacio de Invierno a disposición de la realeza la noche anterior.

Nicolái llevaba casi diez años residiendo en San Petersburgo. No era rico, pero, gracias a una sinecura en un ministerio, donde solo tenía que presentarse una vez por semana, disponía de ingresos suficientes para vivir con cierto acomodo. Era miembro del Club Náutico, cuyo restaurante se honraba de tener un excelente chef francés. Con frecuencia llevaba a su esposa a uno de los cuatro auditorios de ópera de la capital, donde, por aquel entonces, aparte de las obras maestras de Europa, se escuchaban las óperas compuestas por los grandes genios de la música que en las últimas décadas había dado Rusia al mundo: Chaikovski, Músorsgski, Borodín, Rimski-Kórsakov. También iban al teatro Marinski, donde se podían ver las mejores representaciones de ballet del mundo. En verano, la familia se trasladaba a una agradable casa alquilada, a unos cuantos kilómetros de distancia tan solo, en el golfo de Finlandia. Una vez al año, Nicolái le compraba a su esposa una joya en el establecimiento del afamado maestro Fabergé, que realizaba sus fabulosos huevos de Pascua para el zar, pero vendía asimismo cientos de encantadoras piezas asequibles para bolsillos más modestos como el de Bobrov.

Realmente, en el San Petersburgo de 1891, un hombre de mentalidad liberal como él tenía pocos motivos aparentes de preocupación.

La llamada de su padre tenía, sin embargo, visos inquietantes.

El año anterior, las cosechas habían sido catastróficas en toda Rusia. Aunque San Petersburgo estaba bien abastecida, de las provincias centrales llegaban noticias de la escasez que sufrían las zonas rurales.

—No hay de qué preocuparse —le había asegurado un amigo del ministerio—. Estamos organizando una red de auxilio. Todo está controlado.

Por eso a Nicolái le había sorprendido doblemente la carta de su padre que le llegó la semana anterior:

Con franqueza, hijo, la situación en los pueblos de la región es desesperada y va de mal en peor. Nosotros hacemos lo que podemos, pero mi salud no es la que era y a duras penas me sostiene en el esfuerzo. Si tienes alguna posibilidad de hacerlo, ven, por el amor de Dios.

Aparte, había caído en la cuenta, con cierto sentimiento de culpa, de que habían pasado casi dos años desde la última vez que vio a sus padres. Aunque estaba seguro de que su padre exageraba, Nicolái Bobrov sentía cierto temor ese día gris de diciembre en que partió hacia Russka.

Tras el silbido del vapor, sonó el pitido de la locomotora y, con sus característicos resoplidos, el tren se alejó hacia las afueras y, finalmente, se adentró en las vastas extensiones nevadas.

En los vagones del expreso de San Petersburgo a Moscú, revestidos de cuidadas maderas y con refinados tapizados en los asientos, se podía comer y dormir disfrutando de un lujo que no tenía parangón en ningún ferrocarril del mundo. De todas formas, era ya todo un placer quedarse sentado, oyendo el suave silbido del samovar que mantenía siempre caliente el agua en todos los vagones, y tender la mirada sobre la interminable llanura que surcaba el tren.

Para Nicolái, el ferrocarril era sinónimo de futuro. Pese a su talante reaccionario, el Gobierno del zar se había embarcado ese mismo año en un magno y atrevido proyecto: una vía férrea que uniría Moscú con el puerto de Vladivostok, en el Pacífico, atravesando la inmensa masa continental de Eurasia. Cuando estuviera listo, el Transiberiano sería algo único en el mundo.

Ese era un exponente de la nueva Rusia, del país que estaba por ver la luz. El campesino ruso —el mujik que vivía en su izba— era pobre y permanecía sumido en el atraso y la ignorancia, cierto; los nuevos pueblos conquistados de los desiertos de Asia vivían todavía como en los tiempos de Gengis Kan y Tamerlán, cierto; pero sobre la superficie de aquel vasto y primitivo imperio, la modernidad tendía líneas de acero. De los inmensos filones de los remotos desiertos y las montañas del norte de Mongolia se extraía ya carbón, y en los desolados páramos del este de Siberia había oro. El capital alemán y francés afluía para financiar los colosales proyectos del Gobierno de un imperio cuyos vastos recursos comenzaban a ser explotados.

Esa era una cuestión esencial. Nadie dudaba del poderío militar de Rusia. La humillación de la guerra de Crimea quedaba muy lejos. Aunque había vendido el gran territorio despoblado de Alaska a Estados Unidos dos décadas atrás, su imperio todavía abarcaba buena parte del norte de la llanura euroasiática, desde Polonia hasta el Pacífico. El Imperio turco temblaba ante ella; el Imperio británico observaba su avance por Asia con cauteloso respeto; en Extremo Oriente, el debilitado Imperio chino no le regateaba nada; Japón ansiaba colaborar y comerciar con ella. «Ahora, poco a poco, instalaremos a nuestro pueblo en la modernidad explorando esta gran riqueza que poseemos.» Esa era la esperanza que acariciaba Nicolái Bobrov mientras viajaba en el tren.

Se encontraba solo en el vagón restaurante. Le acababan de servir caviar, blinis y vodka en una mesa preparada para cuatro, aunque las otras tres sillas estaban sin ocupar. Era muy aburrido no tener a nadie con quien conversar.

Por eso, cuando el camarero le preguntó si podía sentar a otros dos caballeros a la mesa, no puso objeción alguna y miró con curiosidad para ver qué compañía tendría.

Los dos recién llegados tomaron asiento con discreción frente a él, sin apenas mirarlo. Uno de los individuos, al que no había visto nunca, tenía un aspecto peculiar.

El otro era Yevgueni Popov.

No había margen de confusión: la misma mata de pelo color zanahoria, los mismos ojos verdes. No había cambiado mucho, pero en su rostro se advertía cierta madurez, una fortaleza conquistada en la que se adivinaban posibles sufrimientos. Al reparar en cómo lo miraba Nicolái, lo observó con atención.

—Ha pasado mucho tiempo, Nicolái Mijáilovich —señaló en voz baja, sin sonreír.

Qué extraño. Aunque no se habían visto desde hacía diecisiete años, Nicolái había previsto un mínimo asomo de incomodidad en el comportamiento de su antiguo amigo. Al fin y al cabo, Popov lo había utilizado con todo cinismo y después le había sacado dinero mediante aquel chantaje a su padre. Popov, sin embargo, no se mostró ni culpable ni desafiante. Tras escrutar con calma a Nicolái, le preguntó adónde se dirigía.

—Ah, sí, Russka —dijo con aire pensativo al oír la respuesta—. Ahí está la gran fábrica de los Suvorin —le comentó luego a su acompañante.

Entonces Nicolái se fijó en aquel hombre. Tenía un aspecto extraño. Nicolái le calculó menos de veinticinco años, pero en el nacimiento de su pelo rojizo se apreciaban ya unas considerables entradas. Llevaba una barba menuda, acabada en punta. Por su atuendo y porte, cabía deducir que pertenecía a la pequeña nobleza de provincias y que tal vez estuviera destinado a llevar una vida profesional en los estratos inferiores del escalafón funcionarial del Estado.

Su cara era realmente muy rara.

—Este es Vladímir Ilich Uliánov —lo presentó Popov—. Acaba de superar los exámenes legales en San Petersburgo y ahora ejercerá de abogado.

El abogado saludó educadamente a Nicolái y le dedicó una tenue sonrisa, más bien sombría.

¿Uliánov? ¿Dónde había oído antes aquel apellido? Pese a la tonalidad rojiza de su cabello, tenía unos rasgos asiáticos inconfundibles: estatura más bien baja, complexión ancha, pómulos elevados, nariz algo chata y ojos rasgados. No parecía ruso, para nada. Pero el apellido… ¿de qué le sonaba?

¡Ah, claro! Alexánder Uliánov. Cuatro años antes, un joven estudiante llamado así había participado en un disparatado complot para atentar contra el zar. Se trataba de algo aislado, un mero plan de unos cuantos jóvenes atolondrados. Aun así, aquel en concreto se había negado a presentar disculpas siquiera y lo había pagado con la vida. Recordando sus propios antecedentes revolucionarios, Nicolái sintió un escalofrío. ¿Habría obrado igual él en diferentes circunstancias? Uliánov pertenecía a una familia respetable, recordó: el padre había sido un inspector de escuela de origen humilde, pero había logrado por méritos propios ascender al rango que concedía derechos hereditarios de nobleza a su familia. Tal vez aquel joven abogado tuviera algún parentesco con ellos.

La conversación fue vacilante durante los primeros minutos. Nicolái sentía viva curiosidad por conocer la trayectoria de su antiguo amigo, pero este le daba respuestas evasivas, mientras que Uliánov se limitaba a observarlos. Nicolái sacó la conclusión de que Popov había pasado algún tiempo en el extranjero y poco más.

De todos modos, era una pena dejar pasar aquella oportunidad. «Seguro que se trae algo entre manos —pensó Nicolái—. Y luego desaparecerá y no sabré nada más de él hasta dentro de veinte años.» Con tal convencimiento, después de algunas indirectas, optó por preguntar sin rodeos:

—Y dime, Yevgueni Pávlovich, ¿todavía estás al servicio de la revolución?

Advirtió que Uliánov dirigía una mirada interrogativa a Popov y que este le contestaba con un leve encogimiento de hombros. Fue un diálogo mudo, tras el cual Uliánov se levantó y los dejó solos un rato.

—Un tipo interesante —comentó Bobrov cuando se hubo ido—. ¿De dónde es?

—De una pequeña ciudad de provincias, del este, cerca del Volga. Tiene tierras allí, una finca poco extensa con unos cuantos campesinos. De modo que, a efectos legales, es un terrateniente y un noble —concluyó con ironía Popov—. ¿No has reconocido el apellido?

Nicolái mencionó el estudiante que fue ejecutado.

—Exacto. Era su hermano. La familia quedó deshecha con todo aquello, naturalmente. A Vladímir le afectó mucho.

—¿Él no se involucraría en un complot de esa clase?

—Vladímir Ilich es mucho más prudente —respondió Popov con una sonrisa.

Nicolái comentó la apariencia asiática del abogado.

—Así es. De hecho, por parte de madre creo que es mitad alemán y mitad sueco, pero la familia del padre es oriental. Eran de la tribu chuvashi.

Ah, claro. Tenía que haberlo adivinado por el color del pelo. Los chuvashis eran un antiguo pueblo de origen asiático que se había instalado a la derecha del Volga; muchos de sus miembros tenían el cabello pelirrojo.

—Estaba seguro de que no era ruso —dijo Nicolái.

—No. En realidad, dudo de que tenga ni siquiera una gota de sangre rusa en sus venas.

—¿Y qué interés tienes por él? —preguntó Nicolái.

Popov lo miró un momento, en silencio.

—Te diré algo, Nicolái —murmuró por fin, en voz muy baja—, sea lo que sea este individuo, nunca he conocido a un hombre como él.

Justo entonces, Uliánov regresó, poniendo fin a aquel interesante diálogo. Nicolái aún no había saciado su curiosidad con respecto a aquel lacónico abogado y propietario chuvashi. No obstante, pronto habría de olvidarse de aquel primer sentimiento de decepción.

—Bien, Nicolái Mijáilovich —señaló con una sonrisa un tanto irónica Popov—, me había preguntado por la revolución.

En los años venideros, Nicolái todavía conservaría la impresión de que la hora que pasó entonces en el tren fue la más interesante de toda su vida.

Popov hablaba en voz baja, con fluidez. Aunque, de vez en cuando, Nicolái reconocía algún vestigio del frío conspirador que había tratado en su época de estudiante, no tardó en comprender que desde entonces Popov se había superado y había abrazado un ideario más amplio. En su exposición salieron asimismo a la luz algunos detalles de su vida privada. Se había casado, pero su esposa había muerto. Lo habían condenado a tres años en Siberia y había pasado otro año en la cárcel. Había estado en diversos países de Europa, incluida Inglaterra.

Nicolái sabía que, con los años, sumaban ya un buen número los extremistas rusos que se habían visto obligados a irse a vivir al extranjero. Tenía una noción de la clase de vida que llevaban: siempre de un lado a otro, viajaban a menudo con documentos e identidades falsas; dedicados a la agitación, asistían a conferencias de signo revolucionario y escribían artículos para periódicos que se hacían entrar de manera ilegal en Rusia; sobrevivían dando clases y traduciendo, o tomando dinero prestado de los simpatizantes e incluso robando. No era difícil compadecerse de aquel desarraigado vagabundeo. Nicolái tenía la impresión de que aquellas personas quedaban atrapadas en un círculo cerrado de conspiradores, consagrado por la pura fuerza de la costumbre al servicio de una revolución idealizada que probablemente no se produciría nunca.

Escuchando a Popov, no obstante, no tardó en advertir que este conocía mucho más a fondo el mundo que él. Le hizo una descripción de los movimientos izquierdistas de Europa occidental, de los sindicatos de trabajadores a los partidos políticos revolucionarios, y tuvo que reconocer que en Rusia no había nada comparable. Le relató asimismo, en clave de humor, las peripecias de algunos de los revolucionarios rusos exiliados. Mientras Popov exponía con todo su bagaje cosmopolita la situación europea, a Nicolái lo asombró sobre todo una cosa: su certeza.

Mientras que, de jóvenes, Nicolái recordaba que hablaban de la revolución y de un nuevo orden mundial como artículos de fe, ahora reparó en que Popov lo hacía de modo muy distinto, como si todo lo que ocurría formara parte de un proceso histórico concreto que comprendía a la perfección. Cuando se lo comentó a Popov, este asintió con una sonrisa.

—Por supuesto. ¿No has leído a Karl Marx?

Nicolái trató de recordar lo que sabía de Marx. Era un judío alemán, economista y revolucionario, que había vivido mucho tiempo en Inglaterra y había muerto pocos años antes. Había dejado un discípulo que aún estaba en activo, Engels. Pero las obras de aquellos formidables pensadores apenas comenzaban a circular en Rusia, y Nicolái tuvo que reconocer que no había leído nada.

Las teorías de Marx, explicó Popov, tomaban como punto de partida las que había expuesto a comienzos de siglo el gran filósofo alemán Hegel.

—Recordarás el gran sistema universal de Hegel de cuando estabas en la universidad, ¿no? —preguntó, en tono reprobador, Popov.

—Creo que sí. —Nicolái refrescó la memoria—. La dialéctica, lo llamaban.

—Exacto. La dialéctica es la clave de todo.

Nicolái recordaba bastante bien el hermoso sistema cósmico ideado por Hegel, que demostraba que el mundo progresaba hacia un estadio último de perfección: el absoluto. El proceso previo se componía de diferentes estadios consistentes en un enfrentamiento, al parecer inacabable, de ideas, que representaban cada uno un paso adelante. Así, una tesis —una verdad aparente— se enfrentaba a su contraria, o antítesis, y de ambas surgía una nueva idea, la síntesis, mejor que la anterior pero todavía imperfecta. De este modo, la síntesis se convertía en tesis y de nuevo se iniciaba la fase que culminaría con su sustitución. En general, según rememoró Nicolái, todas las tesis se venían abajo porque tenían algún defecto, alguna contradicción inherente. Los hombres habían creído, por ejemplo, que la Tierra era plana, hasta que la evidencia contradijo lo que al principio parecía obvio. Después dieron por sentado que la Tierra era el centro del universo y que el Sol giraba en torno a ella, hasta que se demostró que tal concepto era también falso. A Bobrov le gustaba la dialéctica porque evocaba un progreso imparable.

—Y el mayor genio de la dialéctica fue Karl Marx —afirmó Popov—, porque mediante ella explicó la historia de toda la humanidad… y también su futuro —añadió.

El marxismo. Nicolái, fascinado, escuchó a Popov exponer sus principios básicos.

—Solo existe la materia —declaró—. Esa es la gran verdad subyacente a todo. De ella deriva el nombre que le damos a la doctrina de Marx: el materialismo dialéctico.

»Todo viene determinado por los medios materiales de producción —prosiguió—, ya se trate de la manera en que nos alimentamos, nos vestimos, extraemos minerales de la Tierra o manufacturamos la materia prima. La misma conciencia del hombre, su sociedad, sus leyes, todo deriva de esta estructura económica. Y en todas las sociedades, hasta la fecha existen dos clases fundamentales: los explotadores y los explotados, los que poseen los medios de producción y los que venden su fuerza de trabajo.

—¿Y la dialéctica?

—La lucha de clases, esa es la dialéctica. Vamos a ver, en la Europa feudal, ¿de quién era la tierra? De los nobles. Y los campesinos explotados la trabajaban. Pero esa estructura poco a poco fue quedando desbancada. Surgió un nuevo mundo, el mundo burgués que ha desembocado en el capitalismo a gran escala. Ahora los explotadores son los propietarios de las fábricas, y los explotados son los obreros, el proletariado. Tesis y antítesis.

—¿Y la síntesis?

—La síntesis es la revolución. Los trabajadores se apoderan de los medios de producción. El capitalismo se autodestruye y entramos en una nueva era. Es inevitable que así sea.

—¿Y qué imperará en esa nueva era?

—Primero el socialismo, en el que el Estado del proletariado es el dueño de los medios de producción. Más tarde avanzaremos hacia el comunismo perfecto, donde el Estado, tal como lo conocemos, dejará incluso de ser necesario.

—O sea, que aún seguimos avanzando hacia el nuevo orden con el que soñábamos en nuestra época de estudiantes.

—Sí. Pero nuestra equivocación en el 74 fue intentar hacer la revolución con los campesinos. La revolución solo puede partir del proletariado. La diferencia fundamental es que ahora, gracias a Marx, sabemos lo que hacemos. Disponemos de un marco teórico. La revolución ha tomado un carácter científico.

Nicolái estaba impresionado, aunque tenía dudas de haberlo entendido todo bien.

—¿Y hay muchos marxistas en Rusia? —preguntó.

—Solo unos cuantos, por el momento. El dirigente del marxismo ruso es Plejánov, y vive la mayor parte del tiempo en Suiza. —Mencionó varios nombres más, que a Nicolái no le sonaron de nada.

—¿Y qué se desprende de todas estas teorías en el caso concreto de la revolución en Rusia? —preguntó—. ¿Cómo y cuándo se producirá?

—A veces, Nicolái Mijáilovich —reconoció con gesto irónico Popov—, parece que hubiera tantas opiniones como revolucionarios. De todos modos —añadió, más serio—, estas se pueden resumir en dos posturas.

»El marxismo oficial afirma que todo ocurre a su debido tiempo. Primero hay una economía agrícola de carácter feudal, a la que sucede un Estado burgués. A partir de este se desarrolla el capitalismo, que se vuelve cada vez más centralizado y opresivo hasta que por fin se desmorona. Los obreros rompen sus cadenas: la revolución socialista tiene lugar. Una secuencia clara y lógica.

»Ahora Rusia se halla aún en una fase primitiva —continuó—. Acaba de entrar en el estado burgués de desarrollo y cuenta con un proletariado poco numeroso. Si hubiera una revolución aquí, seguramente sería como la Revolución francesa. Se derrocaría la monarquía y la burguesía quedaría al mando. Solo en Europa se dan las condiciones para una revolución socialista, y entonces tal vez Rusia pueda quedar absorbida en el nuevo orden mundial que creará Europa.

—De modo que la revolución no puede iniciarse en Rusia.

—De acuerdo con las teorías clásicas de Marx, no. Pero, como ya he dicho, existen dos posturas. La otra, que incluso el propio Marx reconoció como posible, consiste en lo siguiente.

»¿Y si Rusia fuera un caso único, especial? Piénsalo, Nicolái: tenemos una autocracia caduca; una clase noble débil, totalmente supeditada al zar, sin ningún potencial económico con independencia de él; una clase media exigua, apenas existente; y un campesinado tradicionalmente organizado en comunas. Nada que ver con Inglaterra ni Alemania, pues; un régimen frágil y desfasado. Quizás en Rusia pudiera producirse una revolución repentina que condujera a una forma primitiva de socialismo, después de todo. No se sabe.

—¿Y tú qué opinas? —le preguntó Nicolái, que escuchaba fascinado aquellas explicaciones.

—Yo no tengo fe en los campesinos, como sabes —respondió con escepticismo Popov—. Creo en la doctrina general de Marx, según la cual Rusia debe pasar antes por ser un Estado burgués y capitalista. La revolución proletaria sería posterior.

—¿Crees que la revolución comenzará aquí?

—Tengo el convencimiento de que no.

Nicolái reparó en que, durante todo aquel rato, Uliánov se había limitado a guardar silencio, aunque un par de veces, en la exposición de las doctrinas de Marx que había realizado Popov, había asentido con gesto aprobador. Entonces, sin embargo, se decidió a hablar en voz muy baja.

—El marxismo está en lo cierto, sin duda. Aun así, hay que tener en cuenta que Marx era también un revolucionario, y que la revolución no es solo una cuestión teórica, sino práctica. Rusia padece un inmenso atraso, desde luego, pero la industria experimenta una rápida implantación que hace que aumente la clase proletaria. Es posible que antes de que nosotros seamos viejos se den en Rusia las condiciones que el marxismo considera imprescindibles para la revolución. Entonces…, y ahí está la clave de todo…, habrá que instruir y abanderar al proletariado. Para que funcione, se necesitará un líder cualificado como motor.

El abogado había hablado sin aspavientos, pero con una certidumbre absoluta que certificaba que, cuando expresaba su opinión meditada, no esperaba que nadie la cuestionara.

Nicolái escrutaba a Uliánov. Un líder revolucionario: los cabecillas o los nuevos hombres, como se autodenominaban él y Popov años atrás. Recordando las discusiones que por aquel entonces mantenía con su padre, le formuló otra pregunta a aquel individuo de apariencia tan singular:

—Y, dígame, ¿ese líder debería valerse de cualquier medio para fomentar la revolución?

El abogado se mesó la barba en actitud reflexiva antes de responder.

—Yo diría que sí.

—¿Inclusive el terrorismo?

—Si es útil, sí —respondió con aplomo Uliánov—. ¿Por qué no?

La conversación derivó hacia otros temas. Nicolái trató de averiguar algo más sobre las actividades de Popov, pero no tardó en renunciar a ello, y poco después Uliánov anunció que estaba cansado y se retiró a su compartimento.

Justo antes de irse, sin embargo, se produjo un diálogo que habría de permanecer grabado en la memoria de Nicolái. Estaban hablando de la hambruna y él les había comentado el contenido de la carta de su padre.

—Es verdad —corroboró Popov—. La situación es terrible en las provincias centrales.

Y entonces Uliánov tomó la palabra:

—Es un gran error —señaló.

—¿El qué? —inquirió Nicolái.

—Ese intento de paliar el hambre. No deberíamos hacer nada para ayudar. Hay que dejar que los campesinos pasen hambre. Cuanto más empeoren las cosas, más se debilitará el Gobierno zarista. —Lo dijo con calma y desapego, sin el menor asomo de malicia ni de rabia.

—Lleva toda la semana recomendando esto —declaró riendo Popov.

—Tengo razón —afirmó, igual de imperturbable, el abogado.

Nicolái pensó entonces que tal vez fuera esa falta de emotividad lo que convertía en un hombre formidable a aquel curioso chuvashi.

Se despidieron con cordialidad. Nicolái suponía que seguramente no volvería a verlos nunca. Lo cierto era que, aunque le pareciera formidable, no tuvo la premonición de que aquel abogado con entradas y exigua barba sería un día el cabecilla máximo de una revolución.

Entre los estudiosos de la historia rusa existe la tendencia generalizada a fijar —cada cual a partir de su propia teoría— un año concreto que según ellos marcaría el inicio de un proceso revolucionario imparable en Rusia. «Ese fue el auténtico comienzo», afirman unos y otros del año que han elegido.

Para Nicolái Bobrov, no obstante, el comienzo no se circunscribió a un año, sino a un solo día: un día en que tuvo lugar una insignificante escena doméstica de la que únicamente él fue testigo. Pese a que más tarde participó en muchos de los grandes acontecimientos que se desarrollaron en el escenario de la historia mundial, a su mente acudía de modo indefectible aquel incidente anónimo, y entonces decía: «Ese, ese fue el día en que empezó la revolución».

Tal incidente se produjo cinco meses después de la conversación en el tren.

Las dudas que albergaba Nicolái respecto a si su padre no exageraba describiendo las dificultades por las que atravesaba la gente en Russka quedaron disipadas en cuanto llegó.

La situación era desesperada. La cosecha de 1890 había sido escasa, no solo en Russka, sino también en Riazán, donde los Bobrov tenían sus otras propiedades. Por dicho motivo, en 1891, Misha Bobrov y los demás miembros de la asamblea del zemstvo habían intentado salvar la situación animando a los campesinos a diversificar los productos sembrados. «Hay que aumentar las parcelas de patatas —recomendó Misha—. Así, si fallan los cereales, habrá todavía algo que comer.» Sin embargo, las cosas se habían torcido. La cosecha de patata se había echado a perder totalmente y los otros cultivos también habían dado resultados catastróficos. Desde el terrible año 1839, no se había producido nada igual. En otoño ya se veía venir la hambruna que se avecinaba.

Asimismo, Nicolái enseguida se dio cuenta de que para su padre la hambruna había supuesto una crisis personal. Pese a sus setenta años y a una salud algo delicada, Misha Bobrov se había volcado en una actividad febril, rayana en la imprudencia. «La verdad es —confesaba— que como miembro de la nobleza del zemstvo actualmente siento una doble responsabilidad.»

Nicolái sabía muy bien a qué se refería. Ya desde que el zar reformista Alejandro instituyera aquel organismo electo, el Gobierno venía realizado alguna que otra componenda en relación con sus miembros. En más de una ocasión, el actual Gobierno se había negado a confirmar a ciertas personas, aun habiendo sido elegidas, porque desconfiaba de su lealtad. Sin embargo, el golpe de gracia había llegado en 1890, cuando el zar decidió alterar sin más las normas de votación de una forma tan drástica que el electorado quedaba a menudo reducido a menos de la mitad y la nobleza pasó a copar la gran mayoría de la Asamblea. Era una medida vergonzosa, una bofetada descargada con toda premeditación en la cara de los sencillos campesinos rusos, y Nicolái era consciente de que su padre se sentía a disgusto con ella. «Los nobles debemos demostrar nuestra valía —repetía con frecuencia—. Si no, ¿de qué servimos?» Como consecuencia de aquello, Misha Bobrov había trabajado hasta la extenuación, y lo más trágico era que había conseguido muy poco.

No era culpa suya. El zemstvo había organizado el almacenamiento y la distribución de las reservas de grano, aplicando una rigurosa vigilancia en su reparto, pero, por más que Misha y sus compañeros viajaran de continuo por la zona, nada podía alterar el hecho de que las reservas mermaban a un ritmo inexorable.

—Dentro de ocho semanas, se habrá acabado todo el cereal —le explicó Misha a su hijo—. Sabe Dios qué ocurrirá luego. Hemos intentado comprar grano de otras provincias que no se han visto tan mal paradas. Pero… nada —reconoció con impotencia.

Aun cuando a ellos no les faltaba comida, Nicolái percibió que la hambruna que se vivía a su alrededor había sido una experiencia demasiado atroz para sus padres. Su padre estaba demacrado y abatido, despojado de su habitual optimismo. En cuanto a Ana, normalmente tan decidida, se la veía débil e indecisa. Aun así, lo llevó aparte y le habló con firmeza.

—Nicolái, debes tomar el relevo. Tu padre no puede continuar.

Salió a recorrer el pueblo y lo encontró igual. Se llevó una alegría al encontrarse a Arina. Era una menuda babushka, encogida y arrugada, pero sus ojos tenían la misma mirada penetrante de siempre. Timoféi Románov y su esposa le dispensaron una cálida acogida. Su hija Arina, que Nicolái recordaba como una niña, era ahora una agradable muchacha de diecisiete años, de facciones más bien angulosas. Solo Borís lo saludó con frialdad, pero Nicolái no le dio mayor importancia. En todo el pueblo observó una calmada resignación. El anciano se ocupaba de que todas las familias recibieran un poco de pan. Aún había carne salada en algunas izbas y casi todas las familias iban todos los días a tratar de pescar algo en los orificios practicados en el hielo.

—Pero me temo que nos va a enterrar, Nicolái Mijáilovich —le comentó Timoféi.

Los monjes del monasterio, que disponían de una provisión de grano, se habían hecho cargo de la alimentación de los campesinos de los alrededores, a quienes daban harina todos los días.

—Tenemos reservas para nueve semanas —le informaron.

—Pero el hombre de quien depende todo ahora está en Russka —le dijo su padre—. Y esa persona es Vladímir Suvorin.

Vladímir, el nieto mayor del viejo ogro de Savva y hermano del infortunado Pedro Suvorin. En su momento, Misha no consideró pertinente hablarle a su hijo de la carta acusadora ni revelarle que la había utilizado para hacer chantaje al viejo Savva. Desde entonces había preferido dar por acabado el incidente. Nicolái solo sabía, por lo tanto, que Pedro se había ido y que había vuelto a aparecer al cabo de un tiempo.

—Me parece que trabaja de profesor en Moscú —le dijo Misha—. Nunca viene por aquí.

De Vladímir Suvorin, por otra parte, había oído hablar más. Aquel poderoso empresario dirigía con mano firme, pero también con equidad, sus fábricas de Moscú y Russka. Sus obreros nunca trabajaban más de diez horas al día; no empleaba a niños; había numerosas medidas de seguridad y las dependencias de trabajo y las viviendas estaban limpias; no se hacían pagar multas abusivas por las infracciones de poca monta. Quizá por ello, a diferencia de algunos de los industriales más importantes de Rusia, nunca había tenido que hacer frente a una huelga. Nicolái tenía entendido que Vladímir poseía una mansión enorme en Moscú, aunque iba a menudo a Russka. Al estar tanto tiempo ausente, Nicolái no lo había visto nunca.

—¿Cómo es? —preguntó.

—Una mole. Es impresionante —le había respondido su padre.

Nicolái se imaginó a un individuo alto e imponente como el viejo Savva.

La segunda mañana de su estancia en Bobrovo, Vladímir Suvorin acudió a casa de los Bobrov. Era enorme, desde luego, pero no como Nicolái había supuesto. De hecho, era distinto de todas las personas que Nicolái había visto antes.

Vladímir Suvorin medía metro ochenta y tenía la complexión de un oso, pero ahí acababa cualquier semejanza con el reino animal. Incluso cuando bajó del trineo y recorrió los metros que lo separaban de ellos, su sola presencia parecía llenar el espacio con una aureola de autoridad.

—Mi querido amigo —saludó con una afable sonrisa a Misha, extendiendo una manaza que acababa de desenguantar.

Era como si con ese gesto los envolviera a todos.

Aquella impresión resultó aún más chocante cuando pasaron al interior de la casa. Llevaba el voluminoso torso enfundado en una chaqueta de hermoso corte, gracias a la cual su incipiente barriga aparecía solo como un adecuado complemento del formidable pecho. La cara, ancha y cuadrada, presentaba el grado de carnosidad justa que permitía deducir una buena vida controlada. El pelo, algo ralo, lo llevaba corto; la nariz era abultada pero regular; el bigote y la barba corta, de color castaño claro, estaban recortados con gran pulcritud. En torno al cuello llevaba una suave corbata de seda gris, prendida con una aguja provista de un grueso diamante, y de su persona se desprendía un tenue y agradable aroma a agua de colonia.

Nicolái lo observaba, fascinado. Como todos los que residían en San Petersburgo, tenía una ligera actitud de superioridad con relación a Moscú. Moscú era una ciudad provinciana, un sitio de comerciantes. En San Petersburgo, Nicolái se había movido en los mejores círculos. Conocía a los integrantes de la corte imperial, a los cosmopolitas aristócratas. Conocía a nobles que vivían en grandiosas mansiones. No obstante, frente a sí tenía a un hombre —nieto de uno de los siervos de los Bobrov— que no pertenecía a aquellas esferas de las gentes de la élite y que, sin embargo, tal como Nicolái percibió enseguida, era aún más cosmopolita que ellos. Hablaba un ruso elegante y, por las palabras que intercaló, quedó claro que sabía francés. De hecho, aunque Nicolái no lo averiguara entonces, Suvorin también se desenvolvía bien en alemán y en inglés.

Pero ¿en qué consistía aquel extraordinario halo que rodeaba a Suvorin? «Es como un monarca, o como un potentado oriental», dedujo Nicolái. Sus ojos negros, bastante separados, dejaban traslucir una honda inteligencia y, sobre todo, trasmitían una asombrosa sensación de aplomo y de poder. Posee unos modales exquisitos, pero dice y hace lo que le place y todo el mundo lo obedece, intuyó Nicolái. Era la primera vez que conocía a un representante de aquel grupo especial de cosmopolitas millonarios. Pese a que tenía solo cuarenta y un años, Vladímir Suvorin se había acostumbrado hacía ya mucho a la halagüeña idea de que no había nada que no pudiera comprar si le apetecía. Aquella seguridad, combinada con inteligencia y cultura, podía transformar en príncipe hasta al nieto de un siervo.

El gran hombre tomó de inmediato la iniciativa.

—Gracias a Dios que está usted aquí, Nicolái Mijáilovich —lo saludó, dispensándole el trato que se da a un colega de confianza.

Con Misha se mostró cortés y protector a un tiempo.

—Ha hecho mucho ya, amigo mío. Es hora de dejar que la generación más joven asuma parte de la carga. Pero sé que podremos contar con sus consejos.

En cuestión de minutos, Nicolái se sintió orgulloso de verse englobado en su órbita.

—Han llegado noticias del gobernador provincial —anunció—. El Gobierno suministrará grano. Lo están cargando en Ucrania y llegará dentro de un mes. Como ya saben, todavía tenemos reservas para ocho semanas. Yo mismo iré a hablar con el gobernador, para asegurarme de que no se produzcan contratiempos. Lo único que queda por hacer, aparte de eso, es mantener la moral de la gente. Sí, gracias, chère madame, tomaré encantado una copa de cordial.

A continuación, tomó asiento entre ellos. Se comportaba con gran desenvoltura.

En el curso de su visita, Nicolái se enteró de algunos detalles sobre Suvorin. Su primera esposa había fallecido, y la segunda le había dado un hijo. Por lo general, dedicaba dos meses al año a viajar. Conocía París tan bien como Moscú. Conocía en persona a artistas como Renoir y Monet; se codeaba con el gran escritor Tolstói y había estado en su finca, en Yásnaia Poliana. A Chaikovski también lo conocía.

—Y a su desdichada esposa —añadió con un suspiro.

Aquel era un mundo rutilante de literatos, de salones repletos, de juiciosos mecenazgos de ricos aficionados al arte, un mundo al que brindaban acceso la categoría o la opulencia extrema, como sucede en todas partes, pero donde se toleraba solo el talento y la excelencia. No cabía duda de que, aparte, Suvorin era un formidable hombre de negocios. Asimismo, Nicolái se puso al corriente, gracias a él, de la labor que habían llevado a cabo los zemstvos durante los meses anteriores.

—Sin hombres como su padre —le confesó con franqueza—, la administración local se habría desbaratado por completo. Son los miembros de los zemstvos los que han mantenido la situación tanto en las ciudades como en el campo. No ha sido el Gobierno central.

—Gracias a Dios que contamos con él —señaló en tono admirativo Misha una vez que se hubo ido—. Él hace funcionar las cosas. Las autoridades no se atreven a hacer oídos sordos a sus demandas.

Aunque había advertido la reserva de Borís Románov, a Nicolái le habría sorprendido mucho oír la airada disputa que en ese mismo momento mantuvieron en la izba de Timoféi Románov la vieja Arina y él.

Timoféi y su esposa apenas intervinieron. En cuanto a la persona que motivaba la diferencia de opiniones, la muchacha de diecisiete años, nadie se interesó en averiguar su punto de vista.

—No puedes hacerlo —vociferaba Borís—. Esos son nuestros enemigos, lo que pasa es que tú eres demasiado estúpida para darte cuenta. —Timoféi pareció sentirse violento; la vieja Arina hizo un gesto de desdén—. Además —gritó Borís—, la chica debería quedarse aquí a ayudar a sus padres.

Sin embargo, la vieja Arina no dio su brazo a torcer.

—Sería una boca menos que alimentar —observó por fin la esposa de Timoféi.

—Mejor morirse de hambre —gruñó Borís.

Los años transcurridos desde el trágico incendio que acabó con la vida de Natalia no habían contribuido a mitigar el resentimiento de Borís Románov. En realidad, con el paso del tiempo no había hecho más que aumentar su sensación de que los Bobrov y toda la pequeña nobleza en peso conspiraban en su contra. Diez años antes, por ejemplo, cuando se rumoreó que el Gobierno aboliría por fin los pagos a los antiguos propietarios de las tierras que tan onerosos resultaban para los campesinos, al final la Administración concedió una miserable reducción del veinticinco por ciento tan solo. «¿Y de qué demonios sirve eso?», se quejaba Borís. «Otra estafa de los nobles —tronaba ahora con relación a la casi total supresión reciente del derecho de voto del campesinado en los zemstvos—. Ahora hasta nos quitan el voto.» Y cuando, durante la hambruna, el viejo Timoféi había destacado la gran labor realizada por Misha Bobrov, Borís replicó en tono despreciativo: «Si ese viejo criminal es capaz de hacerlo, un honrado campesino lo haría mejor».

La decisión de su abuela de poner a trabajar a Arina en casa de los Bobrov lo había enfurecido, pero como su padre era el cabeza de familia y no estaba dispuesto a llevarle la contraria a la resuelta anciana, no pudo hacer nada.

—Creo que sería lo mejor —convino por fin Timoféi—, si quieren quedarse con ella.

La vieja seguía inflexible. Era asombrosa la fuerza de voluntad que todavía albergaba en su menguado cuerpecillo. También resultaba extraño que, en su determinación de garantizar la supervivencia de la familia, hubiera desplazado todos sus pensamientos de la hija a la que tanto quería a la generación siguiente. Los recuerdos de la anterior hambruna y, tal vez algún sentimiento de culpa por el periodo en que había estado a punto de dejarla morir de frío cuando tenía meses, hacían que la vieja Arina luchara con implacable determinación por la muchacha. Si la situación empeoraba, solo había una casa donde no faltaría la comida.

—Yo hablaré con ellos —dijo—. La aceptarán.

De este modo, poco después de haberse ido Vladímir Suvorin, los Bobrov recibieron la visita de la vieja Arina y de su nieta.

La anciana no tuvo que explicarse apenas, pues Ana Bobrov la entendió enseguida.

—Por supuesto que nos quedaremos con ella —prometió. Luego, con una sonrisa, añadió—: Mi marido está cansado. Seguro que se alegrará de contar con su ayuda.

Esa misma tarde, la muchacha ya estaba instalada en la casa.

—Aquí estarás a salvo —le susurró su abuela antes de marcharse.

Asimismo, en el pensamiento de la muchacha permaneció grabado durante un tiempo otro mensaje: el que le había transmitido Borís en un aparte justo antes de que abandonara el pueblo.

—Vete a casa de esos malditos Bobrov si quieres. Pero recuerda que, si te encariñas con ellos, estarás a malas conmigo.

Las seis semanas siguientes fueron un periodo de actividad febril para Nicolái Bobrov. La predicción de su madre de que la muchacha de los Románov pronto sería útil resultó muy acertada, porque, al cabo de unos días, al verse libre de la tensión de hacer frente solo a los problemas de la escasez de alimento, Misha Bobrov cayó enfermo. Día tras día, permanecía en la cama, demasiado débil para moverse. Nicolái creía que, de no haber sido por la serena y constante presencia de aquella chica campesina que lo cuidaba, tal vez el anciano habría fallecido.

Aquella Arina era una joya. Tenía la piel clara y el pelo de un tono castaño muy claro; aunque no era lo que se dice guapa, en su cuadrada cara de campesina había una calma y una sencillez que la hacían muy atractiva. Además, desprendía una sensación de quietud, como una monja, e irradiaba sosiego con su sola presencia. Era muy devota. Ana y ella solían ir a pie al monasterio, las dos con la cabeza cubierta con un chal, de modo que desde lejos no había forma de distinguir quién era la dama y quién era la campesina. La joven había aprendido de su abuela un inmenso caudal de cuentos populares; cuando los recitaba, su plácido rostro y sus ojos azules resplandecían de placer y de una contenida hilaridad. Aparte de sus cuidados diarios, ese pozo de conocimientos era una fuente de regocijo para el viejo Misha.

«Cuéntame, pequeña Arina, ese del zorro y el gato», le oían, por ejemplo, solicitar con voz débil y ronca al pasar junto a su habitación. O bien: «Acércame ese libro, Arina… los Cuentos de hadas, de Pushkin. Hay uno como el que cuentas tú».

«Tus cuentos me recuerdan mi infancia —le decía a la muchacha—. ¡Qué curioso! Por entonces, a tu vieja abuela la llamábamos Arina la joven. Y los cuentos que tú sabes provienen de otra Arina…, su tía, me parece…, que aún vivía cuando yo era joven. ¿Sabes? —le decía a Nicolái—, esta joven Arina es la auténtica Rusia, la perdurable esencia de la tierra. Tenlo siempre presente.»

A veces, mientras la miraba con afecto, se quedaba adormilado; entonces soñaba con aquellos luminosos días en que Pushkin aún vivía y su tío Serguéi organizaba representaciones teatrales en Bobrovo.

—Si tu padre recupera la salud, será gracias a esa chica —le comentó Ana a su hijo.

Misha, de hecho, parecía recobrar poco a poco el vigor.

Al cabo de tres semanas, Nicolái hizo una breve visita a su esposa y sus hijos, en San Petersburgo, y luego regresó.

Todavía había, con todo, un tremendo problema pendiente de resolver: las remesas de grano prometidas seguían sin llegar.

—Y no me pondré bien hasta que no se solucione eso —declaraba el viejo Misha.

El zemstvo y Suvorin habían mandado mensajes al gobernador. Nicolái se ofreció a volver a San Petersburgo para intentar ver a algunos altos cargos de la Administración. Cada tres o cuatro días, se producía el anuncio de la llegada inminente del grano y todo el mundo se preparaba. Al principio, les quedaban aún reservas para un mes; después, para tres semanas; luego, para dos.

A mediados de febrero llegó al zemstvo local un conciso mensaje.

En él se lamentaba de que, debido a dificultades de transporte y almacenamiento, los envíos de grano previamente notificados no se llevarían a cabo.

Eso era todo.

—¿Os dais cuenta de lo que eso significa? —exclamó Misha desde la cama—. Significa que la gente de aquí va a morir. Nadie ha pescado un solo pez en el río desde hace dos semanas. Las dos terceras partes del ganado han sido sacrificadas. No puedo creer que ni siquiera esos necios burócratas se comporten así.

La noticia se expandió por la zona en cuestión de horas. Cuando Nicolái bajó al pueblo ese mismo día, apenas se extrañó de la rudeza con que lo interpeló Borís Románov.

—O sea, que esa gente de San Petersburgo ha decidido matarnos, ¿no? ¿Quieren nuestro pellejo para hacer caldo?

No era tampoco sorprendente que los otros aldeanos asintieran mientras tanto en señal de acuerdo.

Transcurrió una semana. Los campesinos tenían el semblante hosco. Muchas de las reservas de grano ya se habían agotado. El silencio se apoderó del pueblo.

Y de improviso, una mañana, el grano comenzó a llegar.

Daba gusto ver aquella extraordinaria escena, la hilera de trineos llegados de quién sabía dónde. Primero avistaron una decena; luego dos y después tres. Era como un tren de suministro para un pequeño ejército. Los trineos entraron pausadamente en Russka, donde al parecer los esperaban los capataces de Suvorin en uno de los almacenes. Una docena de ellos pasaron de largo para seguir entre los bosques en dirección al pueblo de Bobrovo. Al llegar a este, continuaron por la pendiente que conducía a casa de Misha Bobrov. Cuando ya estaban cerca, los que se asomaron a las ventanas para observarlos con estupefacción vieron que en el trineo de delante viajaba un corpulento individuo que, envuelto en pieles y con la cara enrojecida por el frío, entonces sí que parecía realmente un imponente oso ruso. Vladímir Suvorin descendió con semblante alborozado del trineo y, dando grandes zancadas, se acercó a Misha, que con la emoción se había levantado de la cama y permanecía envuelto en una manta. Le dio un fuerte abrazo.

—Aquí tiene, Mijaíl Alexéievich, he traído algo de grano para usted y para su pueblo. No podemos consentir que mi viejo amigo pase hambre.

—¡Os lo dije! —les gritó Misha a su hijo y su esposa—. Os dije que solo Suvorin podía aportar una solución. Pero ¿cómo demonios se las ha arreglado para que el gobernador se lo diera, después de habernos comunicado que no tenían nada? —le preguntó al industrial.

—No lo entiende, mi estimado amigo. Las autoridades no tienen nada. Nadie recibirá suministros.

—¿Y esto?

—Lo he comprado yo —contestó, sonriente, Suvorin—. Mis agentes lo localizaron y lo hicieron llegar desde el sur. Las autoridades no han intervenido en nada.

Misha se quedó sin habla unos segundos, mientras las lágrimas se le agolpaban en los ojos.

—¿Cómo puedo darle las gracias, Vladímir Ivánovich? —murmuró después, asiendo del brazo al empresario—. ¿Qué puedo decir?

Misha volvió a guardar silencio un momento con aire absorto y luego se permitió un extraordinario desahogo. Con la cabeza erguida, hizo acopio de todas sus fuerzas y se puso a gritar dando rienda suelta a toda su frustración, vergüenza y desprecio.

—¡Malditos sean esos burócratas! ¡Maldito sea el gobernador! ¡Maldito sea el Gobierno de San Petersburgo! Son todos unos inútiles, oíd lo que os digo. Que entreguen el poder a los zemstvos locales, ya que son tan incompetentes que no saben ni conducirse como Dios manda.

Lo gritó delante de los criados, los conductores de los trineos y varios aldeanos, sin arredrarse ante su presencia. Le salió directo del corazón. Misha Bobrov, terrateniente, noble, liberal pero leal monárquico, había perdido las esperanzas en su Gobierno. El suyo era, como bien sabía Nicolái, un sentimiento que compartían otros terratenientes y representantes de los zemstvos en las provincias centrales aquel invierno de hambruna.

Ese fue el día que en los años venideros habría de evocar Nicolái Bobrov, murmurando: «Ese fue el comienzo de la revolución».

El primer brote de la epidemia se manifestó a principios de la primavera.

Se inició en el grupo de cabañas situado en el talud del río, bajo la pequeña ciudad de Russka. Nadie sabía por qué empezó allí. Tal vez se debiera a la existencia de un antiguo vertedero, o tal vez no.

En un primer momento, nadie dio mayor importancia a la diarrea que sufrían varias personas. Pero, al cabo de dos días, un hombre expulsó violentamente un líquido de un color blanco amarillento, como suero, salido de los intestinos. Poco después vomitó por la boca la misma sustancia, y a continuación comenzó a pedir agua a gritos, quejándose de un insoportable ardor en la boca del estómago. Al día siguiente, lo asaltaron unos agudos calambres en las piernas y comenzó a amoratársele la piel. Los ojos se le hundieron tanto que parecía un cadáver; además, al hablar emitía solo un ronco susurro. Su mujer no le encontraba el pulso. Esa misma madrugada falleció.

Tras la muerte, su cuerpo conservó el calor durante un tiempo anómalo. Su esposa aseguraba que estaba aún más caliente después de muerto. También observó que el cadáver tenía unos espasmos musculares que la asustaron.

Al cabo de pocas horas, toda Russka supo que había llegado el cólera.

«Si al menos pudiéramos impedir que se propagara más allá del pueblo… —repetía Misha Bobrov como una letanía todos los días—. Claro que —puntualizaba—, si Rusia tuviera un Gobierno como es debido, ya se habría dispuesto una cuarentena. Habría un cordon sanitaire en torno a la zona.» Ni la Administración local ni la de la provincia se hallaban, sin embargo, en condiciones de adoptar aquella medida, de modo que la gente entraba y salía sin traba de la población. No obstante, gracias a los esfuerzos de Nicolái, de Misha Bobrov y de Suvorin, se estableció una especie de cuarentena informal que parecía haber limitado la expansión del cólera.

Pronto, el joven médico que había conseguido emplear el zemstvo para ayudar a contener la epidemia confirmó aquel pequeño éxito.

—En otras partes, se difunde casi de forma descontrolada —explicó—. El hambre ha dejado muy débil a la gente, propensa al contagio.

Nicolái no tardó en familiarizarse a fondo con la enfermedad.

—Ataca a los más jóvenes y a los viejos en especial —le informó el médico—. Los casos más graves parecen entrar directamente en la fase del vómito y la diarrea blancos. Los afectados mueren en cuestión de un día o dos. Existe un pequeño consuelo, al menos —agregó—. En general, la mayor parte de las muertes se dan al comienzo del brote. Por eso lo peor es la primera semana. Después, son muchos los que superan la enfermedad.

Había varias decenas de casos en Russka, unos cuantos en el monasterio y varios en los pueblos de los alrededores. Nicolái sentía una gran admiración por la entrega con que realizaba su trabajo el joven médico.

—La verdad es que no puedo hacer mucho —confesaba este—. En los primeros estadios, les administro opio o nitrato de plata; cuando empiezan los calambres les doy friegas con mostaza y cloroformo. Si se debilitan rápidamente y existe alguna posibilidad de que puedan recuperarse, el coñac o el amoniaco sirven de brusco vivificante. Y aquí se acaba prácticamente todo —concluía con ironía.

El ajetreado médico pronto se quedó casi sin remedios que administrar. Una vez más, el Gobierno central prometió enviar medicamentos, pero, en aquella ocasión, los Bobrov no se hicieron ilusiones de que llegaran, y no se equivocaron. «Mi mejor coñac se agotó ya la primera semana», decía Misha con una apesadumbrada sonrisa. Nicolái fue a la capital de la provincia en busca de repuestos, pero no encontró nada. En Moscú, no obstante, Suvorin consiguió un poco de nitrato. Entre tanto, el joven doctor trabajaba sin descanso.

—¿Cómo se las arregla para no contagiarse? —le había preguntado Nicolái cuando se conocieron.

—Algunas personas creen que se propaga por el aire —le respondió el médico—, pero yo creo que la causa principal de contagio pasa por la boca. Nunca beba agua ni coma nada que haya tocado alguien con cólera. Si se le manchara la ropa de vómito o algún fluido corporal de un enfermo, cámbiese y lávese a fondo antes de comer o beber nada. No digo que sea una garantía, pero yo por ahora no tengo cólera.

Lo cierto era que Nicolái acompañó en más de una ocasión al joven médico a sitios donde la enfermedad causaba estragos y, siguiendo con cuidado sus consejos, no se contagió.

Transcurrió una semana. A esta la sucedió una segunda, a la segunda una tercera, y el pueblo de Bobrovo seguía sin verse afectado por el cólera. Curiosamente, mientras el resto del mundo temblaba ante la enfermedad, Misha Bobrov recuperaba las fuerzas. A menudo salía con su esposa o la joven Arina a dar un paseo por el bosque que quedaba más arriba de la casa. El anciano y su hijo disfrutaban intercambiando pareceres, conociéndose desde una nueva perspectiva. De hecho, por aquellos días, Nicolái advertía, divertido, casi una inversión de posturas.

—¿Sabe una cosa? —le comentaba a su amigo el médico—. Desde que se rebeló contra el Gobierno, mi viejo padre es más radical que yo. ¡Quién lo iba a decir!

Poco a poco disminuían los fallecimientos por el cólera y los nuevos casos. Al cabo de un mes, el brote parecía remitir.

—Han tenido suerte —admitió el médico—. Y a mí me acaban de llamar para que vaya a otro foco de infección al norte de Múrom. Adiós.

Poco después, a mediados de mayo, Nicolái consideró llegado el momento de regresar a San Petersburgo.

—Volveré en julio —prometió a sus padres—. Y si no hay más señales de cólera en la región, traeré a toda la familia.

No era poca su sensación de alivio mientras emprendía de nuevo viaje hacia la capital. No fue solo esa vez. Los Bobrov habían descubierto, sorprendidos, que la joven Arina siempre había deseado ver la capital. Dado que Misha ya estaba bien de salud y que la esposa de Nicolái había escrito diciendo que necesitaba por un tiempo una niñera para sus hijos, resolvieron que Arina acompañara a Nicolái y se quedara con su familia durante el verano.

La muchacha, que parecía encantada, no había mencionado la desagradable entrevista que mantuvo antes de irse con su hermano Borís.

Tres días después de su partida, por la tarde, el viejo Timoféi Románov manifestó los primeros síntomas de enfermedad. Al cabo de una hora, vomitaba una sustancia grumosa, blanquecina.

Tenía cólera. Se hallaba ya en la segunda fase, irreversible.

Al anochecer, sufría dolores atroces. Por la mañana estaba transformado. Tenía un aspecto espectral y la piel casi purpúrea. Los ojos eran hondas cavernas rodeadas de una palidez cadavérica. Su esposa y la vieja Arina, que le habían cambiado una decena de veces la ropa empapada, lo miraban con lúgubre actitud a la tenue luz del alba. El viejo mantenía la vista fija, a veces en ellas y otras en el pequeño icono del rincón, pero no podía articular palabra alguna. En una ocasión consiguió, haciendo un tremendo esfuerzo, esbozar una sonrisa, como si quisiera darles a entender que estaba resignado.

Misha Bobrov se llevó una sorpresa cuando, a primera hora de la mañana, se encontró a Borís Románov en la puerta. No recordaba cuándo fue la última vez que aquel receloso y agrio individuo había acudido a su casa. Ese día, sin embargo, estuvo educado, afable casi.

—Me temo, señor, que traigo malas noticias —dijo—. Se trata de mi padre. —A continuación expuso la situación a Misha.

—Dios mío.

De modo que, justo cuando creía que habían quedado al margen, la epidemia había llegado a Bobrovo. «Gracias a Dios que he recuperado las fuerzas para hacer frente a la crisis», pensó Misha antes de ordenar que llamaran a un médico y avisaran del brote a la gente de Russka.

Unos minutos después, advirtió con extrañeza que Borís aún no se había ido.

—El caso es, señor —le dijo este—, que pregunta por usted. Quiere despedirse. —Por un instante, Misha vio lágrimas en los ojos de Borís—. No llegará a la noche.

Misha titubeó. No podía evitarlo: no quería entrar en una casa afectada por el cólera. «No puedo permitirme contagiarme. Hay demasiado que hacer», se dijo. De todos modos, enseguida se avergonzó de su miedo. «Dios sabe que yo le pido al médico que lo haga. Además, conozco al viejo Timoféi de toda la vida.»

—Por supuesto —aceptó, y se puso el abrigo.

Qué calor más agobiante hacía en la izba de los Románov. Y estaba impregnada de un olor penetrante, pese a que habían abierto una ventana.

Ante él yacía su compañero de juegos de la infancia, Timoféi, o lo que quedaba de él. El pobre debía de tener el pensamiento en otro lado, porque dio muestras de estupor al verlo. De todos modos, era difícil saber qué pensaba el anciano, porque no podía hablar. «Dios mío, pero si tiene la misma edad que yo —recordó Misha. Parecía como si tuviera cien años—. Bueno, ahora que estoy aquí, debo aguantar hasta el final.»

Recorrió con la mirada la habitación. Pese a todo, la vieja Arina y su hija habían mantenido una limpieza sin mácula. El suelo se veía recién fregado. Timoféi se encontraba en una cama con sábanas limpias, cerca de la estufa. La luz de la mañana entraba por la ventana. Misha posó un instante la mirada en el icono del rincón, tratando de sacar fuerzas de flaqueza. Borís se ofreció a quitarle el abrigo, y una vez que se vio libre de él sintió que disminuía el agobio del calor. No obstante, aunque le ofrecieron una silla, prefirió quedarse de pie, a cierta distancia del enfermo, y procuró no tocar nada. El querido Timoféi intentaba sonreír.

Misha pronunció las palabras de consuelo que le vinieron a la mente y descubrió que no era tan difícil. Evocó épocas pasadas, personas que habían conocido, y el amable campesino parecía escucharlo con placer. Borís, con una sonrisa de agradecimiento, salió un momento de la habitación. Era extraño cómo, en presencia de la muerte, se desvanecían los fútiles antagonismos.

Borís actuó con rapidez y sigilo. No podía creer lo sencillo que había sido todo. Su padre había puesto una cara tal de asombro al ver al terrateniente que, por un instante, había temido que Misha adivinara que no lo había mandado llamar. Sin embargo, no había sido así, y todo salía según lo previsto. Ahora atravesó el callejón para entrar en el almacén que tenían enfrente.

En un rincón se encontraban la ropa de cama y tres camisas de su padre que habían arrojado allí un rato antes. La vieja Arina había dicho que debían quemarlas, pero aún no habían tenido tiempo. Con meticulosidad, abrió el abrigo de Misha Bobrov y lo puso encima del montón. Luego lo volvió del otro lado y repitió la operación, apretando la prenda contra la ropa, hasta estar seguro de que había quedado bien impregnada. Después, con respetuoso semblante, volvió a la habitación, llevando con cuidado el abrigo.

—Esto es por Natalia —murmuró para sí.

Qué apuro había pasado, reconoció Misha poco después mientras regresaba a paso vivo a su casa. Qué calor más horrible hacía en la izba. Gracias a Dios que había tenido la prudencia de no tocar nada. Toda precaución era poca.

De todas formas, estaba orgulloso de sí mismo. Había hecho lo que debía hacer, y era evidente que el viejo campesino se había alegrado de su visita.

Debía de haber sudado allá dentro más de lo que había notado. Mientras subía la cuesta, notó que hasta el abrigo estaba húmedo. Se enjugó la frente y el bigote con la manga. Sí, había sido un trance desagradable y estaba contento de que hubiera quedado atrás.

Una semana después, Nicolái recibió la noticia en San Petersburgo: su padre tenía cólera.

Verano de 1892

Había un murmullo sofocado en la sala. Rosa Abrámovich sentía una leve excitación ante la inminencia de la llegada de aquel distinguido conferenciante. Nunca había asistido a una reunión como esa. Había unas treinta personas, casi todas de veintipocos años.

Fuera, el sol del atardecer bañaba la capital lituana de Vilna y la colina de su viejo castillo con una suave luz anaranjada.

Rosa Abrámovich tenía veinte años y llevaba una década viviendo en Vilna. Sabía que también habría podido emigrar a América. Muchos judíos habían comenzado a irse al Nuevo Continente después de los pogromos de 1881, pero en la reunión familiar que su padre convocó en otoño de aquel terrible año habían decidido cruzar la zona de asentamiento judío y pasar a Lituania.

—En Vilna hay pocos conflictos —había argumentado su padre—. Si los pogromos llegaran hasta allí, entonces abandonaríamos Rusia. —Todavía tenía fe.

A Rosa le gustaba su nuevo hogar. Desde la capital lituana bastaba un día de viaje en tren para trasladarse hasta el mar Báltico o, por el suroeste, hasta la antigua capital de Polonia, Varsovia. En el norte quedaban las provincias bálticas habitadas por los letones y los estonios, desde las que, siglos atrás, habían lanzado sus ofensivas contra Rusia los caballeros teutónicos.

—Es una provincia fronteriza, una encrucijada —había señalado su padre.

Efectivamente, aunque todos aquellos territorios formaran entonces parte del extenso imperio del zar, no podía decirse que tuvieran un carácter ruso. En aquella tierra ondulante, ocupada por prósperos cultivos y bosques, la gente no había olvidado que, en otro tiempo, el reino conjunto de Lituania y Polonia dominó toda aquella franja occidental e incluso territorios más al este. Los campesinos lituanos, con sus amplias y bonitas casas de madera, le recordaban a Rosa los independientes granjeros cosacos que había conocido en Ucrania. En cuanto a la capital, Vilna, era una agradable ciudad de aire europeo, compuesta por edificios de variados estilos y épocas: góticos, renacentistas, barrocos y neoclásicos. Tenía una hermosa catedral católica y numerosas iglesias. La arquitectura rusa apenas estaba representada. Y aquella ciudad cosmopolita albergaba una floreciente comunidad judía.

De hecho, el padre de Rosa le había hallado un solo inconveniente a aquel lugar: había demasiados jóvenes judíos de mentalidad secular que estaban volviéndole la espalda a su religión. Por más que lo había intentado, le había resultado imposible impedir que sus dos hijos trabaran amistad con ellos; pero a la pequeña Rosa la había sometido a una estricta vigilancia, hasta su repentina muerte, que se había producido un año antes. Y esa tarde se hallaba rodeada precisamente de aquellas peligrosas compañías. Era muy emocionante.

La habían llevado allí unos amigos de sus hermanos. La mitad de los presentes eran jóvenes de la clase media judía asimilada: estudiantes y algún que otro joven médico o abogado. El resto de ellos eran trabajadores judíos, entre los que se contaban tres muchachas que trabajaban de modistas. ¿Y por qué había ido ella? No lo sabía muy bien, pero suponía que porque no tenía otra cosa mejor que hacer.

Pese a que tenía tan solo veinte años, la vida ya le había deparado duros golpes. Al principio, después de llegar a Vilna, parecía que todo iba a ir bien. Había dado un salto en su carrera musical: a los quince años había ofrecido varios conciertos y había realizado una pequeña gira; un año más tarde, había concertado una gran gira con un director importante. Sus padres estaban encantados; sus hermanos se sentían orgullosos, y hasta le tenían un poco de envidia. Tenía cuanto podía desear. Y ahora no tenía nada.

¿Por qué, se preguntaba a menudo, por qué le había concedido Dios dotes para la música para luego frustrarla? Aquel debía de ser otro de los misterios inexplicables de la vida. Los tres años anteriores habían sido una pesadilla. A veces, la enfermedad tomaba la forma de un opresivo peso sobre su pecho, y entonces tosía hasta que no podía más de dolor; permanecía días seguidos postrada, incapaz de reunir energías para hacer nada. Había tenido que cancelar la gira e incluso, prácticamente, había abandonado sus estudios musicales.

—Si no puedo tocar como es debido, no quiero tocar —le había dicho a su apenado padre.

Se había hundido poco a poco en una depresión, ante la impotencia de su familia.

«Si al menos tuviera amigos…», se lamentaba su madre. El problema era que casi todos los amigos que había hecho en Vilna eran músicos y no quería verlos. Solo mantenía una estrecha amistad con una persona: el joven Iván Karpenko, que se había quedado en Ucrania. Desde aquel macabro día en que había salvado a la familia del pogromo, se había creado un vínculo especial entre Rosa y el joven cosaco. Por eso le enviaba largas cartas que escribió durante aquel periodo de dolor, y que recibían siempre cálidas y alentadoras respuestas.

La súbita muerte de su padre el año anterior había obligado a Rosa a salir de su letargo. La fuente de ingresos principal de la casa había desaparecido con él, y sus dos hermanos tenían que mantener a su madre. Rosa tuvo que plantearse qué iba a hacer con su vida. La carrera musical era impensable, de modo que debía buscar una alternativa. ¿Dar clases de piano por una miseria? Su madre lo había sugerido, pero a Rosa le producía espanto tal perspectiva. Estaba el Instituto de Profesores de la ciudad, donde los estudiantes judíos recibían formación para enseñar en los colegios estatales. Sus hermanos la consideraban una opción mejor. «¿Qué más da, si no puedo hacer lo que quiero? —pensaba ella—. Pero tengo que hacer algo. No puedo ser un estorbo.» Así pues, se había matriculado en aquel instituto. Y ahora estaba allí, aquella tarde de verano, en una reunión de trabajadores judíos, porque, simplemente, no tenía nada mejor que hacer.

Por entonces se celebraban muchas reuniones. Algunas eran de grupos de estudio, formados para enseñar a leer y escribir a los obreros; en otras, se planteaban medidas para mejorar las condiciones de vida y de trabajo de la gente. Y, de vez en cuando, se celebraban encuentros de un carácter político más o menos acentuado.

Sin embargo, la reunión de ese día era bastante especial. Desde Moscú, había venido un profesor para hablarles de la situación de los movimientos obreros en Rusia y en el extranjero.

—Pero yo diría que irá más lejos aún —le susurró una de sus compañeras—. El profesor es marxista. —Viendo la expresión de extrañeza de Rosa, aclaró—: Un revolucionario.

Un revolucionario. ¿Qué aspecto tendría una persona así? ¿Los detendrían a todos? Cuando el conferenciante entró en la sala, Rosa estaba más que interesada por lo que pudiera decir.

Pedro Suvorin hablaba bien. Al principio, su cara enjuta de expresión abstraída, las gafas pequeñas de montura dorada y la mirada amable hacían que pareciese un profesor tolerante. Al poco rato, no obstante, uno caía en la cuenta de que era esa misma mansedumbre y sinceridad, combinada con una extraordinaria claridad en sus explicaciones, lo que lo convertía en una persona impresionante.

A los treinta y siete años, Pedro Suvorin no había cambiado nada. Era una de esas almas puras y afortunadas que, al encontrar una idea potente, dan con su destino. La idea de Pedro, el tema de su vida, se resumía en pocas palabras: la humanidad podía —y debía— alcanzar el estado en que todos los hombres fueran libres y no hubiera opresión. Lo había creído en 1874 y seguía creyéndolo.

Había llevado una vida extraña. En 1874, después de su repentina partida de Russka, había estado vagando por Ucrania durante meses; ni los propios Suvorin sabían si estaba vivo o muerto. Después, no obstante, la necesidad de dinero lo llevó a ponerse en contacto con su hermano Vladímir, en Moscú. Este se había creído en la obligación de comunicarle al viejo Savva que su nieto seguía con vida.

¿Había sido, tal vez, Savva Suvorin quien había sellado el destino de Pedro? Desde su punto de vista, el anciano se había mostrado indulgente. La carta que había visto y que, supuestamente, había escrito Pedro confesando ser autor del incendio, le había causado una tremenda conmoción. Durante meses, estuvo murmurando para sí: «¡Atacar a su propia familia!». Habría sido difícil discernir si le producía más indignación aquella traición o la muerte accidental de los dos jóvenes. Se había quedado tan afectado que nunca le dijo nada a nadie, ni siquiera a Vladímir. Por ello, cuando tuvo noticias de Pedro, Savva le mandó un mensaje muy contundente: debía volver de inmediato y reparar sus terribles crímenes o cortar con la familia para siempre. Su irritación fue aún mayor cuando, tras recibir el mensaje con un gemido, Pedro se negó a regresar.

—Tiene el corazón endurecido por el pecado —declaró el viejo Suvorin.

Nunca más volvió a hablar de su nieto. Seis meses más tarde, falleció.

El testamento de Savva Suvorin no dejaba lugar a dudas. El peligroso revolucionario Pedro no tenía posibilidad alguna de controlar las empresas Suvorin y solo recibiría una modesta asignación.

—Podrías impugnarlo —le dijo con franqueza Vladímir—. O yo mismo podría cederte parte de mi fortuna.

Pero Pedro era joven y orgulloso.

—Además, no quiero tener nada que ver con esto —contestó.

Volvió a Moscú y se centró en sus estudios. Se enamoró, pero no fue correspondido. Descubrió un talento especial para la física; profundizó en el tema y redactó incluso un pequeño libro de texto que se vendió con éxito. Se decía a sí mismo que era feliz. Mientras tanto, continuaba invirtiendo sus esfuerzos en sentar las bases de un mundo mejor.

Se introdujo en la teorías marxistas en la década de los ochenta. Desde su primer encuentro con Popov, se había convertido en un estudioso del pensamiento revolucionario. Había vuelto a ver varias veces a Popov, que le había puesto en contacto con ciertos grupos radicales, pero todas aquellas personas lo habían considerado un amable soñador. En el marxismo, no obstante, había encontrado un sistema que le confería una estatura superior. Allí estaba la utopía a la que tanto aspiraba, pero definida como una realidad que se impondría de manera científica, sin violentos derrocamientos ni conspiraciones, mediante un proceso histórico natural y paulatino. «Tú tachas de utópicas mis ideas —le replicaba a Vladímir—, pero para mí no son más que el progreso de la humanidad.» En el fondo de su corazón creía, aunque no lo decía, que un día las fábricas Suvorin pasarían a manos de los trabajadores sin que hubiera que disparar ni un tiro.

Curiosamente, fue su temprano interés por el marxismo lo que había convencido a las autoridades zaristas de que aquel profesor de apacibles modales era inofensivo para el Estado. Ese mismo año, un alto funcionario había expresado en privado la actitud del Gobierno ante el mismo Vladímir Suvorin:

—Mientras su hermano se ciña al estudio de Marx, no tenemos de qué preocuparnos. Nosotros hemos estudiado todas estas cosas, ¿sabe? —agregó con aire de sagacidad—. Ese Marx era economista. Incluso dimos permiso para que se tradujeran y publicaran algunas de sus obras, porque, de todas maneras, tenga o no tenga razón en lo que dice, nadie es capaz de entender ni una palabra. A nosotros nos preocupan los revolucionarios, no los economistas… Y me cuesta imaginar a su hermano tirando bombas, ¿a usted no?

Era una extraña relación la que mantenían aquellos dos hermanos: el rico industrial y el profesor pobre, el padre de familia y el soltero solitario. Aunque se profesaban un afecto mutuo, era inevitable que hubiera tensiones entre ellos. Además, la intervención de la segunda esposa de Vladímir, una bella dama a quien le encantaba dar recepciones en su mansión de Moscú, y a quien despertaba sentimientos de compasión aquel amable individuo al que consideraba un pobre desgraciado, no resultaba muy positiva. «Pedro debería casarse —le decía a Vladímir—, pero me temo que es demasiado tímido.» Pedro captaba su actitud y se sentía herido en su orgullo, de modo que no solía ir a casa de los Suvorin.

En la charla de aquella tarde había pocos asistentes, pero Pedro Suvorin la consideraba importante y tenía un interés especial en que saliera bien. Mientras hablaba, trataba de calibrar la reacción del público. Con admirable precisión, les describió a aquellos jóvenes los hechos más destacados ocurridos en Europa. Tan solo tres años antes, una importante conferencia socialista, la Segunda Internacional, había reunido a delegados de muchos países. El año anterior, varios grupos de trabajadores rusos habían celebrado el Primero de Mayo en señal de solidaridad con el movimiento obrero internacional.

—Y estos sucesos, que se encuentran aún en su infancia, moldearán el futuro de la civilización a lo largo de las generaciones venideras —les aseguró.

Solo cuando tuvo la certeza de haberse granjeado su confianza, Pedro Suvorin abordó la que, para él, era la cuestión capital, el motivo del nerviosismo que sentía antes de iniciar la conferencia: la condición de judíos de sus oyentes.

Comenzó con cautela, realizando sutiles alusiones a los agravios de que eran objeto: en los últimos años, por razones que nunca se han averiguado, el Gobierno zarista había adoptado una actitud francamente hostil hacia la comunidad judía. Se había prohibido comprar tierras a los judíos y se había circunscrito su residencia a las ciudades; en el terreno de la educación, los habían sometido a unas cuotas que tan solo permitían acceder a la educación superior a un miserable porcentaje de judíos, incluso en las grandes ciudades de la zona de asentamiento judío. De repente, las leyes que los obligaban a vivir dentro de aquellas fronteras se aplicaron con tanto rigor que unos diecisiete mil judíos se vieron expulsados de Moscú. Peores eran los repetidos estallidos de violencia que se habían producido desde los pogromos de 1881 y que el Gobierno apenas se había esforzado en prevenir.

No era, pues, de extrañar que en los últimos tiempos los trabajadores judíos hubieran comenzado a plantear la posibilidad de organizar sus propios comités, aparte de los otros obreros. Pedro lo encontraba comprensible, pero era precisamente eso lo que pretendía combatir.

—Los trabajadores del mundo deben unirse —les dijo—. Todas las razas y todas las naciones deben ser una sola. Y además —les advirtió—, integrada en un movimiento de mayores dimensiones, vuestra voz tendrá mucha más potencia de la que alcanzaría como grupo separado.

Aunque lo escuchaban con deferencia, era evidente que no acababa de convencerlos. Un joven desgreñado que estaba en las primeras filas expuso sus reticencias:

—Usted dice que deberíamos formar parte de una hermandad mayor. Eso está muy bien, pero ¿qué debemos hacer si nuestros hermanos no judíos se niegan a defendernos, eh?

Era la pregunta que Pedro estaba esperando. Sabía muy bien que los obreros rusos tenían sentimientos encontrados con respecto a sus hermanos judíos. En Rusia propiamente dicha, eran extranjeros; en la zona de asentamiento, eran competidores; y había incluso activistas y socialistas que no se habían manifestado en contra de los pogromos por temor a perder las simpatías de los trabajadores que intentaban ganar para su causa.

Pedro era demasiado honesto para negar la existencia del problema, pero le aseguró al joven que aquello era un estadio pasajero.

—Recordad que estamos solo en el comienzo —dijo—. Incluso a muchos de los obreros activistas les falta aún educación, pero, a medida que aumente el número de integrantes de la gran hermandad y su nivel de concienciación, esta dificultad desaparecerá. Y vosotros aceleraréis ese proceso si permanecéis dentro en lugar de quedaros al margen.

Se produjo un silencio. Suvorin no sabía si el joven había quedado satisfecho con la respuesta. Luego siguieron más preguntas.

Justo cuando estaba a punto de dar por terminada la charla, una muchacha se puso en pie. Estaba sentada hacia el final, al lado de un corpulento joven, y él apenas había reparado en su cabellera morena. Entonces, de pronto, la vio observándolo con sus ojos enormes y luminosos, y con una expresión de genuino desconcierto en la cara. Rosa Abrámovich estaba, en efecto, desconcertada. Había escuchado con atención todo lo que había dicho Pedro Suvorin. Había captado su visión del gran impulso de la historia de la humanidad hacia el mundo mejor que había de llegar, y estaba profundamente conmovida: nunca había oído hablar a nadie de ese modo. No obstante, repasando su propia vida y sus recuerdos de lo que había ocurrido en Ucrania, había algo que escapaba a su comprensión. Por eso, con timidez y en voz baja, se decidió a preguntar:

—Pero, cuando llegue el nuevo mundo, cuando se haya conseguido un Estado socialista, ¿ya no se perseguirá más a los judíos?… ¿Significará que los hombres han cambiado?

Pedro se quedó mirándola. Era una pregunta de una estupidez tan flagrante que por un momento no supo qué contestar. ¿Pretendía tomarle el pelo? No. Viendo su mirada grave y su semblante pálido, concluyó que hablaba con absoluta sinceridad. Qué muchacha más sorprendente.

—Me temo que no lo has entendido bien —dijo con una sonrisa—. En un Estado obrero socialista, todos los hombres serán iguales. Las persecuciones de las minorías son inconcebibles. —Al ver que el desconcierto persistía en su cara, añadió—: Ven a verme después de la reunión. Te recomendaré algunos libros para que los leas.

Rosa se volvió a sentar. Alguien había tomado la palabra, pero no lo escuchó. No sabía si creer al profesor o no. De todos modos, de algo no le cabía duda. Era el hombre más atractivo que había visto en toda su vida.

El noviazgo de Pedro Suvorin y Rosa Abrámovich duró poco, puesto que desde el primer día tuvieron la impresión de que se conocían desde siempre.

—Casi te dobla la edad —le habían advertido sus hermanos.

—Es un revolucionario y no es judío —había aducido su madre. Luego había realizado un comentario más hiriente aún—: Acuérdate de tu padre, Rosa, antes de hacer esto.

Ella había querido a tres hombres a lo largo de su vida. Uno, ahora lo comprendía, era el muchacho cosaco, Iván Karpenko. Se trataba solo de un afecto infantil, por supuesto, al que había sucedido una amistad mantenida por carta. No obstante, a medida que se hacía mayor, no restó un ápice de importancia a aquel enamoramiento de la niñez. El otro hombre había sido un director de orquesta al que había visto de lejos cuando tenía quince años y con el que no había hablado nunca. Y ahora había aparecido Pedro Suvorin. Curiosamente, ninguno de los tres era judío.

¿Qué era lo que la conmovía tanto de Pedro Suvorin? ¿Su inteligencia? Su brillante dominio de la teoría económica la fascinaba, aunque no pudiera seguir siempre sus razonamientos. Era como si poseyera un sistema que aportaba explicación a todos los complejos problemas del mundo. Lo que más amaba de él, con todo, era su aureola de pureza, su apasionado idealismo. Era un alma peregrina, un marginado, un sufridor. Era un soltero que, en todos aquellos años, no había encontrado ninguna mujer digna de ser su esposa.

Pedro, por su parte, no cabía en sí de asombro por tener a su lado a aquella mágica y poética criatura que parecía haber llegado a su vida caída del cielo. Era judía, pero a la vez era la misma clase de persona que él. Además, se decía a sí mismo, no tengo a nadie en el mundo a quien deba rendir cuentas.

Si Pedro sentía que su vida comenzaba de nuevo, Rosa tenía la sensación de haber resuelto de improviso su propia existencia. Ahora tenía un objetivo, y hasta su salud experimentó una mejoría espectacular. Pese a que quería a su madre y reverenciaba el recuerdo de su padre, comprendía que ya no podía pensar igual que ellos. Había tenido demasiado contacto con la generación más joven, los amigos de sus hermanos, muchos de los cuales casi ya no iban a la sinagoga.

—¿Por qué debería destrozar mi vida, que ya ha sido bastante infeliz, por una religión que no me ha dado consuelo? —le espetó un día a su madre tras escuchar una de sus regañinas—. No pienso hacerlo. Me tiene sin cuidado la religión.

Estaba enamorada. Lo demás no importaba.

—Eres tú la que me abandona —replicó con amargura su madre—. No será culpa mía.

—Ya se le pasará —le dijeron sus hermanos.

En septiembre, Rosa se fue a Moscú con Pedro. Poco tiempo después, antes de casarse, dio un paso más recibiendo el bautismo en una iglesia ortodoxa rusa.

—Ya sabéis que no significa nada —escribió a sus hermanos—, pero facilita las cosas en Moscú, sobre todo si hay hijos. Supongo que tendremos que decírselo a mamá —añadía, reflejando su indecisión.

Un mes más tarde, cuando por fin se enteró, la madre de Rosa llamó a sus amigos para que la acompañaran en el shivah, el periodo de duelo. Ella misma había acompañado, en el mismo acto luctuoso, tan solo dos semanas antes, a un anciano matrimonio cuyo hijo se había hecho ateo y socialista.

—Para mí está muerta —anunció con tristeza.

Sus hijos se negaron a participar en el shivah, aunque intentaron consolarla. Sus amigos, en cambio, la comprendieron.

Julio de 1905

El joven Iván adoraba a su tío Borís. El tío Borís lo sabía todo.

Ahora era el cabeza de familia, porque Timoféi y su esposa habían caído víctimas de la epidemia de cólera de 1891, y la vieja Arina había fallecido un año después. Tenía una familia numerosa, con algunos hijos ya mayores, y a esta se habían incorporado su hermana menor, Arina, que había enviudado joven, y su hijo de seis años, Iván.

La noticia que el tío Borís acababa de darle al crío era de lo más emocionante.

—Este año, pequeño Iván, es el más importante de la historia de Rusia. ¿Y sabes por qué? Porque ha empezado la revolución.

La revolución. Era una palabra excitante sin duda, pero el niño no sabía muy bien lo que significaba.

—Significa —le explicó su tío— que vamos a echar a patadas a los Bobrov y nos quedaremos con todas sus tierras. ¿Qué te parece?

El pequeño Iván tuvo que reconocer que aquello sonaba de maravilla. Sabía que su madre, Arina, tenía simpatía por los Bobrov y que no todos los del pueblo hablaban mal de ellos. Pero el tío Borís siempre tenía razón.

—¡Viva la revolución! —gritó para complacerle.

Los extraordinarios sucesos que tuvieron lugar en 1905 venían gestándose desde hacía tiempo. Si el reinado de Alejandro III había sido de carácter reaccionario, bajo el mandato de su insulso hijo Nicolás II y su esposa alemana, los últimos once años habían sido una penosa continuación de cuanto tenía de opresivo el régimen anterior. De hecho, a veces parecía como si el infortunado zar Nicolás buscara deliberadamente pueblos a los que oprimir. Durante casi un siglo, los habitantes de Finlandia habían formado un ducado autónomo dentro del imperio; entonces el Gobierno había decidido rusificarlos de improviso, como había hecho con Ucrania, con la consiguiente sublevación de los finlandeses. En Ucrania, entre tanto, se habían producido revueltas campesinas, y un terrible pogromo en 1903. El Gobierno, asustado y empecinado en controlarlo todo, había adoptado una actitud casi irracional. Sin ningún motivo, se ordenaron redadas en las universidades, y a los estudiantes que protestaron se les trató como agitadores políticos, mandándolos al ejército. El Gobierno había provocado el distanciamiento incluso de los últimos partidarios con cuyo apoyo hubiera podido contar, limitando la labor de la nobleza liberal en los zemstvos.

Por todas partes había espías de la policía. El sistema de supervisión del Gobierno se había rodeado de tal maraña que, para demostrar su lealtad a los terroristas entre los que se había infiltrado, un agente gubernamental se había visto obligado a disparar nada menos que al ministro de Interior. Estaban naciendo diversos partidos políticos ilegales.

También había aspectos positivos. Con el inteligente ministro de Economía Serguéi Witte, la red de ferrocarriles y la industria pesada rusas habían realizado grandes avances. La línea transiberiana llegaba ya al Pacífico. El capital extranjero, sobre todo francés, invertía en el país. Aquellos adelantos, aun siendo destacados, no tenían apenas repercusión en el común de la gente, que, además, en los últimos años había sufrido los efectos de una leve depresión económica.

No obstante, la causa del cataclismo que se desencadenó fue la guerra.

Se repitió lo mismo que la vez anterior, cuando Rusia se había involucrado en el catastrófico conflicto de Crimea. En aquella ocasión, el enemigo estaba en Extremo Oriente, donde el Transiberiano había propiciado la expansión de la influencia de Rusia, que intimidaba a los chinos y amenazaba los intereses de Japón en la zona. Sobrado de confianza en su ejército y sus fuerzas navales, el poderoso imperio continental se había prestado a entrar en guerra con la pequeña nación isleña. Y había recibido una derrota antológica.

Era humillante ver cómo cada mes traía consigo la noticia de un nuevo desastre. Las tropas rusas, enzarzadas en tierras remotas en combates cuyo sentido no comprendían ni los soldados ni sus familias, sufrían un número abrumador de bajas. Los costes de la guerra habían provocado un caos económico e incluso hambruna. El Gobierno no tenía ningún amigo. Ni siquiera las regulaciones temporales —la ley marcial que aún se mantenía en vigor desde 1881— sirvieron para contener la situación. La nobleza liberal de los zemstvos rogó al zar que concediera una asamblea al pueblo.

Y entonces, en enero de ese año, se había producido el Domingo Sangriento.

Aquel incidente —en opinión de muchos, la chispa que encendió la gran conflagración rusa— fue un extraño y confuso suceso. La manifestación que, capitaneada por un sacerdote ucraniano, pedía solo la corrección de ciertas injusticias, recorría en cierto desorden las heladas calles de San Petersburgo. La masacre no tuvo como telón de fondo, como siempre se ha plasmado, el palacio de Invierno. (De todas formas, el zar no se encontraba en la ciudad ese día.) En uno de los diversos enfrentamientos, en la puerta de Narva, el miedo impulsó a los soldados a disparar contra la multitud y varias personas resultaron muertas. A partir de ahí quedaron sueltos todos los demonios. Los zemstvos liberales protestaron escandalizados. Las huelgas se sucedían por todas partes. Dando prueba de una contumaz ceguera, el Gobierno decretó el cierre de las universidades, con lo que dejaba a la población estudiantil en la calle sin nada que hacer. Intuyendo la inminencia de una crisis, todos los grupos de insatisfechos del imperio vieron llegada la ocasión de ventilar sus agravios. Hubo levantamientos en Finlandia, los estados bálticos y Polonia, así como en la misma Rusia. En verano, en los informes policiales habían quedado registrados cuatrocientos noventa y dos disturbios de mayor o menor alcance. En las grandes fábricas textiles de Ivánovo, al norte de Vladímir, cundían los alborotos. En los periódicos y panfletos que se distribuían en las ciudades, comenzaron a aparecer artículos revolucionarios firmados con un seudónimo que hasta entonces solo era conocido en los círculos revolucionarios: V. I. Lenin. En mayo y en junio, llegaron más noticias devastadoras de Oriente: el enemigo había hundido toda la flota rusa. Al poco tiempo, en el puerto de Odesa, en el mar Negro, la tripulación del acorazado ruso Potemkin se amotinó.

¿Qué iba a hacer el Gobierno? La policía no daba abasto; el grueso del ejército se encontraba en el este, en un estado de derrota y abatimiento. Toda Rusia aguardaba expectante.

El pequeño Iván estaba agitadísimo. ¿Qué pasaba en Russka?

Hasta esa mañana, en la ciudad y en la empresa Suvorin había prevalecido la calma, pero, justo antes de mediodía, un hombre que volvía de allí había informado de que en los telares se cocía algo. A media tarde llegó la noticia: «Es una huelga». Poco después, tres muchachas del pueblo que trabajaban en la fábrica de algodón aparecieron diciendo que les habían indicado que se fueran a casa. Por tales indicios, Iván comprendió que la revolución había llegado a Russka.

Cuando ya concluía la tarde, su tío Borís comenzó a portarse de una forma extraña.

Alexánder Bobrov todavía estaba ceñudo cuando entró en la plaza del mercado de Russka ese mismo día.

Era un muchacho guapo, de quince años, con cabello rubio y tan solo un atisbo de bigote sobre el labio. Se había apresurado a ir a la ciudad nada más enterarse de que había disturbios. Antes, sin embargo, había cruzado algunas palabras destempladas con su padre. Por eso aún estaba de malhumor cuando llegó a Russka. ¿Por qué no se había controlado?

Padre e hijo formaban una pareja singular: tan parecidos en el aspecto físico y tan diferentes en su mentalidad. «Supongo —había reflexionado Nicolái mientras observaba al chico aquella mañana— que algunas personas son conservadoras de nacimiento.»

La infortunada muerte del hijo mayor de Nicolái, ocurrida unos años antes, había dejado a Alexánder como su único heredero, y este se tomaba muy en serio aquella posición. Era muy religioso, le gustaba ir a misa con su abuela Ana y estaba orgullosísimo de la antigua relación de su familia con la monarquía. Por encima de todo, estaba impaciente por hacerse cargo de la propiedad: y eso venía siendo una fuente de tensiones entre ambos desde hacía tiempo.

Nicolái se acordaba muy bien del disgusto que él mismo experimentaba por la manera en que gestionaba las fincas su padre. Ahora que se encontraba en su lugar, no podía decir que lo hubiera hecho mejor. Parcela por parcela, las tierras de Riazán habían pasado todas a otras manos. Había recibido numerosas ofertas por terrenos de bosque y pastos en Russka, una de la comuna del pueblo, y otra, para dos pequeños campos, de Borís Románov. Siempre había respondido con una negativa debido a las protestas de su madre Ana y del joven Alexánder, pero era consciente de que no podría resistirse mucho más. «La verdad es que desde la emancipación no ha habido suficiente tierra ni para los campesinos ni para mí», confesaba. Su suerte iba a la par con el declive final de la nobleza rusa: la mitad de los terratenientes que conocía habían vendido sus propiedades en los últimos años. De todos modos, de nada serviría confesarle eso al joven Alexánder.

Pero, para el muchacho, incluso aquella falta no era nada comparada con el último delito cometido por Nicolái.

—A ver —lo había interpelado en tono acusador su hijo—, ¿por qué plantean los trabajadores esas abusivas exigencias al zar? Por culpa de los zemstvos, padre…, por tu culpa.

Nicolái sabía que debía haber castigado al chico por aquella impertinencia. No obstante, viéndolo allí, con lágrimas de indignación en los ojos, fue incapaz de vencer sus escrúpulos, pues no le faltaba razón. Un año atrás, antes incluso de que se iniciaran los disturbios, se había reunido con otros integrantes de los zemstvos de tendencias liberales en San Petersburgo, donde habían redactado una propuesta al zar en la que le solicitaban una asamblea electa, un parlamento, que colaborara en el Gobierno del país. Aún recordaba la sensación de embriaguez que le produjeron aquellos encuentros. Algunos asistentes habían declarado que era como la reunión de los Estados Generales previa a la Revolución francesa. El propio Nicolái había sentido de improviso la misma exaltación que conoció brevemente en su época de estudiante, durante la operación del Progreso del Pueblo, treinta años antes. «Si mi hijo es un conservador nato —se dijo con una sonrisa—, yo debo de ser un izquierdista nato.» Era verdad que cuando se desmandó la situación después del Domingo Sangriento, al no tener un plan político definido, los trabajadores y los revolucionarios habían adoptado las demandas de los aristócratas de los zemstvos, exigiendo la constitución de una asamblea electa. «Es un fiel reflejo del atraso de Rusia —pensaba Nicolái—, el hecho de que incluso a estas alturas, en 1905, el Gobierno considere poco menos que una traición que el pueblo exija capacidad de voto en la decisión de los asuntos del país.»

El joven Alexánder sí lo veía, en todo caso, como una clara traición, pues eso era lo que le había gritado a su padre antes de abandonar, anegado en lágrimas, la habitación.

—¡Traidor!

Alexánder estaba a medio cruzar la plaza cuando se le animó la expresión. Acababa de ver a Vladímir Suvorin.

El joven noble y el industrial mantenían una curiosa relación. El industrial era el héroe de Alexánder. Suvorin apenas había cambiado con los años: había aumentado algo su corpulencia y en sus sienes se percibía un asomo de canas, pero, hasta donde alcanzaba la memoria de Alexánder, su robusta y cuidada apariencia no había experimentado alteración alguna. No era solo el extraordinario encanto de Suvorin lo que cautivaba al chico, ni tampoco su vasta cultura, de la que él tenía solo una vaga conciencia. La figura que él percibía en Russka era la del práctico hombre de negocios y, por encima de todo, la de un conservador.

Pese al escaso interés que le inspiraba la política, era inevitable que Vladímir Suvorin fuera conservador. Conocedor de las tendencias zaristas de Alexánder, a menudo trataba de desengañarlo con humor. «No me tomes muy en serio, amigo mío —le decía—. Mi aprecio por el zar se debe solo al interés propio.»

A veces Suvorin trataba de instruir al muchacho. «Los zares siempre han considerado a los negociantes de las altas esferas el tercer brazo del Estado, el que contribuye a fortalecer Rusia —le explicaba—. Pedro el Grande abrumó tanto a los grandes comerciantes con impuestos que los llevó a la bancarrota, pero las Administraciones posteriores han demostrado mayor inteligencia; hoy en día, nos conceden contratos con el Gobierno y nos protegen de la competencia extranjera con aranceles.» En más de una ocasión, con intención de que el chico tuviera una imagen del mundo más ajustada a la realidad, le había advertido: «La industria rusa prospera ante todo, Alexánder, gracias a que exporta materias primas y vende productos manufacturados, normalmente de calidad inferior, a las distintas regiones de nuestro vasto imperio y a los países más pobres del este. Por eso el zar y el imperio son beneficiosos para mí, así de sencillo». No obstante, ni siquiera aquellas crudas explicaciones hacían mella en la opinión que de su héroe y de Rusia tenía Alexánder. Suvorin apoyaba al zar. Eso era lo que contaba. Al empresario le divertía aquella admiración y muchas veces, apoyando su voluminosa mano en el hombro del joven, comentaba: «Mi abuelo fue siervo del tuyo, pero, si a ti no te molesta, a mí tampoco».

Cuando Alexánder se le acercó, Suvorin se dirigía a la fábrica de algodón e hizo un breve gesto de saludo sin dejar de caminar.

—¿De verdad es una huelga? —le preguntó el joven Bobrov.

—Sí. —A pesar de todo, el industrial parecía tranquilo.

—¿Qué va a hacer? —susurró Alexánder—. ¿Llamar a los cosacos?

Sabía de varias huelgas que habían sido reprimidas por los fogosos escuadrones de la caballería cosaca. Suvorin lo sorprendió, sin embargo, con una negativa.

—No soy tan estúpido —repuso.

Pasaron media hora recorriendo diversas dependencias de la empresa Suvorin: las hilaturas, los telares, los dormitorios… Los trabajadores, que hablaban en voz baja, en corros, dispensaban educados saludos al paso de Suvorin.

—La huelga no es una protesta contra mí ni contra las condiciones de trabajo, ¿sabes? —le explicó a Alexánder—. Esto es diferente. Ha venido gente de fuera que los ha convencido de que se sumen a la huelga en muestra de solidaridad. Lo que piden son reformas políticas. Llamando a los cosacos no haría más que empeorar las cosas.

—Es por esos del zemstvo, como mi padre, ¿verdad? —murmuró, ceñudo, Alexánder—. Ellos han provocado todo esto.

Suvorin volvió a sorprender a Alexánder con otra vigorosa negativa.

—No le eches la culpa a tu padre —le contestó—. Espera.

Pasó varios minutos en silencio. No se decidió a hablar hasta que hubieron salido a la polvorienta calle. Entonces, tomando del brazo al muchacho mientras caminaban, expuso con convencimiento su punto de vista:

—No entiendes lo que está pasando. ¿Conoces el cuento del emperador que no tenía ropa? Pues bien, eso es lo que le ocurre ahora al zar. Ten en cuenta que Rusia es un Estado enorme, rudimentario y desorganizado. Es un inmenso país de campesinos en el que un zar autocrático, con su ejército y su policía, y una minoría de personas privilegiadas como tú, que tienen escasa conexión con el pueblo, mantienen un orden aparente. Pero el Estado es un enorme engaño, ¿no lo ves? ¿Y sabes por qué? Porque nadie tiene ningún poder real. El zar no tiene poder porque su ejército está en el este y carece de lazos genuinos con su pueblo. El Gobierno no está a favor del pueblo, sino en su contra. Tú y tu padre no tenéis poder: dependéis del zar para conservar vuestros privilegios. Yo no tengo poder: dependo del zar para mantener el orden y proteger mis negocios. El pueblo no tiene poder porque carece de organización y de una idea clara de lo que quiere. —Se encogió de hombros—. La crisis actual demuestra que el zar es, de hecho, incapaz de liderar nuestra sociedad y de controlar la situación. El emperador no tiene ropa. Y en este tremendo desbarajuste al que llamamos imperio, bastará solo una chispa para iniciar un colosal incendio. En cualquier momento, podría producirse una sublevación tal que la de Pugachev habría que considerarla como una cosa de niños, un caos ciego y absoluto. Por eso opto por la prudencia —terminó, y dejó escapar un suspiro.

—¿Y qué puede hacer entonces el zar?

—Adelantarse a ellos. Existen solo dos fuerzas organizadas. Hay sindicatos, aún en fase de formación, exceptuando a los ferroviarios y a profesionales como los médicos, los profesores y los abogados. Luego están los miembros de los zemstvos como tu padre, los únicos que tienen un programa definido. El zar debe llegar a un acuerdo con ellos y esperar a que el pueblo se calme. Cuanto más tarde, más empeorará la situación.

—Pero ¿y lo del zar como cabeza de la sagrada Rusia? —exclamó Alexánder—. Los campesinos creen en eso.

—Lo creen los días de fiesta, supongo —respondió con una sonrisa Suvorin—. Pero solo hay dos personas en toda Rusia que crean en ello todos los días del año.

—¿Quienes?

—El mismo zar, jovencito. Solo el zar… ¡y tú!

Le gustaba tomarle el pelo.

Mientras proseguían su paseo por la población, a Alexánder le pareció que Suvorin buscaba algo. Escrutaba sin cesar la calle hacia delante, y en varias ocasiones se volvió de manera repentina para mirar a un lado.

—¿Qué busca? —le preguntó.

—No es qué, sino a quién —le contestó con una tenue sonrisa—. ¿No te has fijado en que durante toda la ronda por la fábrica solo hemos visto caras conocidas? No había ningún indicio de los forasteros que han actuado de agitadores. Pero yo he descubierto que todo lo ha montado un solo hombre. —Asintió con aire pensativo—. Lo llaman Ivánov.

—¿Va a hacer que lo detengan?

—No. Ya me gustaría, pero eso complicaría más las cosas.

—¿Va a hablar con él?

—Me he prestado a hacerlo, pero me evita. Es un tipo astuto. —Calló un instante—. De todas formas, me gustaría observarlo de cerca, solo para saber qué aspecto tiene, para otra vez.

Siguieron andando. Atravesaron el pequeño parque que quedaba junto a la casa de Suvorin y contemplaron los bosques y el río que discurría más abajo. Después regresaron a la plaza. Y entonces lo vieron.

Estaba a unos cien metros de distancia, hablando con un grupo de hombres, y al principio no reparó en que Suvorin y el muchacho lo estaban mirando. Era un hombre de aspecto poco corriente. Todavía no debía de haber cumplido los cincuenta años. En su cara sin barba destacaban dos profundas arrugas que le surcaban las mejillas y tenía una leve hinchazón en torno a los ojos. La cabeza aparecía cubierta por un cabello corto de tonalidad entre rojiza y anaranjada.

—De modo que ese es Ivánov —murmuró Suvorin—. Qué individuo más curioso. —No cabía duda de que lo reconocería en una próxima ocasión.

Al cabo de un momento, el forastero advirtió su presencia y se escabulló.

Alexánder tomó buena nota de su apariencia. «De modo que esta es la cara del enemigo», pensó. No sabía por qué, pero intuía que tal vez volvería a verle.

El pequeño Iván observaba fascinado al tío Borís. Este no lo había visto entrar en el callejón y no tenía conciencia de su presencia.

Tan solo unos minutos antes, Borís charlaba con patente despreocupación con el encargado de la fábrica Suvorin.

—Un tipo pelirrojo, dice, ¿eh? Pues no. De mi edad poco más o menos. ¿Quién ha dicho que era? Ivánov, ¿no? No he oído hablar de él. ¿Y dónde dice que se queda a dormir? Bien lejos de Suvorin, seguro. Ah, sí. Justo al final de Russka. Vaya. Bueno, pues que haya suerte.

Sin embargo, la aparente calma de su tío se había esfumado. Ahora caminaba de un lado a otro del almacén murmurando para sí, en un estado de excitación que el pequeño Iván no había visto nunca en él.

—Conque Ivánov, ¿eh? Es ese diablo. Ese diablo pelirrojo. ¡Asesino! Esta vez te atraparé. Esta vez no te me vas a escapar. Ah, mi pobre Natalia.

Era tanta la vehemencia que impregnaba su voz que Iván se asustó un poco. Al cabo de un par de minutos volvió a salir, sin entender muy bien a qué se debía su agitación.

No era normal que el tío Borís saliera a cazar de noche en verano y menos que fuera tan lejos. Pero, por lo visto, esa noche hizo una excepción.

—Iré a los pantanos del sur —anunció en tono afable—. Me instalaré en un sitio con buena vista y esperaré a ver qué trae el alba.

Las noches eran cortas y cálidas; al amanecer acudían toda suerte de animales a los pantanos. Mientras se diluía el crepúsculo, Borís preparaba animadamente su escopeta. Antes de marcharse, Iván vio que se ceñía un gran cuchillo de caza a la cintura.

—¿Puedo acompañarte? —suplicó.

—La próxima vez —le respondió Borís, alborotándole el pelo.

Entonces, cuando ya anochecía, se alejó en su barca, remando hacia el sur.

Al poco rato, mientras lo acostaba, el niño le habló a su madre del extraño comportamiento del tío Borís.

—¿Quién era Natalia? —le preguntó.

Qué raros estaban todos aquel día. ¿Por qué se había puesto tan pálida su madre y luego había intentado disimularlo? ¿Y por qué, después de decirle que se durmiera y que ella iba a casa de los vecinos con el resto de la familia, había salido del pueblo?

La había visto desde la ventana, subiendo la cuesta de la casa de los Bobrov.

Si tales cosas causaron desconcierto al pequeño Iván, la escena de la mañana siguiente lo dejó sobrecogido.

Al despuntar el alba se despertó y salió a la calle. Apenas habían comenzado a oírse los primeros gorjeos de los pájaros cuando Borís apareció caminando entre la penumbra. Era evidente que su tío estaba furioso, pero no parecía que su ira tuviera que ver con él, porque incluso le había sonreído y se había parado a hablar un poco.

—¿Subió alguien a casa de los Bobrov anoche?

Había formulado la pregunta con tanta desenvoltura que el niño había respondido maquinalmente, sin sospechar nada.

—Solo mamá.

Ahora, encarado a toda la familia en el interior de la izba, Borís Románov temblaba de rabia.

—¿Lo avisaste, verdad?

Arina estaba encogida, pero todavía había un aire de desafío en su respuesta.

—¿Y qué si lo he hecho?

—¿Que y qué? Ya te explicaré yo que y qué. —Dando un repentino brinco, se abalanzó sobre ella y le propinó dos violentas bofetadas en la cara—. ¡Vaca estúpida! ¡Mordvana!

—¡No! ¡No! —chilló el niño mientras se precipitaba para proteger a su madre.

Borís lo cogió y lo arrojó al otro extremo de la habitación, donde quedó medio aturdido a causa del golpe que se dio contra un banco.

¡Maldita Arina! ¡Maldita bruja! Después de bajar un trecho por el río, Borís había escondido la barca en la otra orilla. Era ya noche cerrada cuando, armado con su largo cuchillo de caza, había rodeado a hurtadillas las casas hasta llegar a la vivienda donde se alojaba aquel maldito canalla pelirrojo. Era una noche cálida. Junto a la casa de enfrente había dos hombres sentados al fresco. Había aguardado pacientemente en la oscuridad a que se retiraran. Por fin, con cierta parsimonia, se habían levantado. Había oído cerrarse una puerta, luego otra. Después había dejado transcurrir un minuto. Sonrió, imaginando cómo le taparía la boca a Popov mientras deslizaba el cuchillo por su garganta, musitando: «Acuérdate de Natalia». Así pensaba hacerlo, para que supiera, para que entendiera antes de perder el mundo de vista. «Con un poco de suerte, supondrán que lo hizo alguno de los hombres de Suvorin y lo arrestarán», pensó con optimismo. La venganza, aunque uno tuviera que esperar treinta años, era infinitamente dulce.

Entonces, de improviso, por el camino llegaron dos caballos, uno montado y otro libre de carga. ¿Quién diablos sería? Las dos monturas se pararon en seco delante de la casa donde dormía Popov, y el jinete bajó y se puso a aporrear la puerta.

—¡Yevgueni Pávlovich! ¡Popov, sal de una vez! Sé que eres tú. Tienes que irte. Escucha, soy Nicolái Mijáilovich. No hay tiempo que perder.

Bobrov. ¿Cómo demonios lo sabía? ¿Quién lo había avisado? ¿Y por qué tenía que salvarle la piel a aquel tipejo, eh? Aquellos malditos estaban todos confabulados. ¿Cuándo volvería a tener otra ocasión para vengarse?

Se volvió hacia su hermana.

—¡Traidora! —vociferó—. ¿Sabes lo que has hecho?

—Sí —contestó ella con voz igual de airada—. Le pedí a Bobrov que te detuviera. ¿Qué hay de malo en eso? No puedes ir por ahí matando a la gente.

—¿Ni aunque él matara a mi propia hermana?

—No.

—Veo que eres amiga de Bobrov y del pelirrojo —dijo con una repentina calma al tiempo que la fulminaba con la mirada—. Pero te garantizo algo: no voy a olvidar esto.

Tanto Arina como Iván, que estaba aterrorizado, sabían que estaba hablando en serio.

Dos días después, un misterioso incendio arrasó una parte de los bosques que poseía Nicolái Bobrov. La gente lo tomó como una muestra más de la inminencia de la revolución.

Mayo de 1906

Entrada la tarde, en la gran mansión moscovita ya se habían iniciado los preparativos. Entre la servidumbre la expectación era mayor de lo habitual porque sabían que aquella noche llegarían unos invitados muy particulares. De todos modos, después de los extraordinarios acontecimientos que habían tenido lugar ese año, podía esperarse cualquier cosa.

En la acogedora habitación del piso de arriba, reinaba, sin embargo, la calma. La señora Suvorin, enfundada en una larga bata de seda malva, escribía cartas en un pequeño escritorio. Su espesa cabellera castaña, apenas sujeta con algunas pinzas, amenazaba con desparramarse sobre su elegante espalda.

Su hija Nadiezhda la observaba sentada en una silla de estilo imperio, con los codos clavados en un pequeño velador cubierto con una recia tela con borlas.

«Es una mujer guapa, desde luego —cavilaba Nadiezhda—, pero yo sería mejor que ella como esposa de papá.» Tal vez fuera un poco extraño que una niña de ocho años pensara algo como aquello.

Lo primero que llamaba la atención de Nadiezhda Suvorin era su pelo caoba. Como la dejaban llevarlo suelto, este descendía en lustrosas masas sobre sus hombros hasta llegar a la altura de los codos. Vestida con un vestido de tafetán, medias de seda, zapatos con cintas de satén y un gran sombrero de ala ancha bajo el que caía la melena, estaba encantadora. La gente reparaba, además, en sus hermosos ojos de color castaño oscuro, que transmitían la sensación de que lo sabía todo.

Era asombrosa la cantidad de conocimientos que poseía Nadiezhda. De todas formas, no podía ser de otro modo. El destino había querido que su hermano fuera mayor que ella, de manera que cuando ella cumplió seis años, él ya estudiaba en el extranjero. Era natural que su padre se hubiera volcado en la compañía de aquella niña tan despierta.

Conocía todas y cada una de las pinturas que había en la casa. Estaban los cuadros de los rusos contemporáneos, espléndidas evocaciones de escenas campestres de Repin, Surikov, Seron y Levitán, que había pintado un inmenso paisaje de Russka donde la pequeña ciudad se veía encaramada en el altozano que dominaba el río, bajo un cielo de un azul intenso, poblado de nubes impulsadas por la brisa. En el comedor había un retrato de su madre, de Repin, y otro de su padre, de Vrubel. Lo que más le gustaba a la niña era llevar a las visitas a las habitaciones reservadas a la deslumbrante colección de pintores europeos que había reunido Vladímir. Allí, los rusos de mediana edad que apenas sabían nada de tales maravillas se quedaban estupefactos oyendo sus explicaciones: «Este es un Monet; aquí hay un Cézanne. Parece que en los desnudos de Renoir se repiten siempre dos caras, ¿no cree?». O bien: «Este es de Gauguin. Dejó a su mujer y a sus hijos y se fue a vivir a Tahití». De su último viaje a París, su padre había vuelto con dos pequeños cuadros de dos artistas noveles: Picasso y Matisse. «Están empezando, de modo que los he comprado para ti», le había dicho.

A Vladímir le encantaba llevar con él a aquella personita tan vivaracha y enseñarle su mundo. Como mecenas de las artes, tenía acceso a todas partes y conocía a todo el mundo. Nadiezhda ya había estado en San Petersburgo y había visto bailar a la gran Pavlova; había visitado al célebre Tolstói en su casa de Moscú; conocía a todos los actores del Teatro de las Artes de Moscú y hasta le habían presentado al dramaturgo Chéjov. Cuando expresó el poco entusiasmo que le había inspirado aquel hombre sencillo que utilizaba quevedos, en comparación con la leonina figura del gran novelista, su padre le dijo: «Nunca juzgues por las apariencias, Nadiezhda. Chéjov tiene también su grandeza. Es la persona lo que cuenta». Ese consejo, mezclado con su inocencia infantil, la había llevado a formular a distinguidos ancianos que acudían a la casa preguntas del tipo: «Y, dígame, Iván Ivánovich, ¿qué ha hecho usted en concreto…?». Vladímir observaba, divertido, la perplejidad que aquello causaba a los aludidos.

Había algo que tenía desconcertada a la pequeña Nadiezhda. ¿A qué se debía la frialdad que a menudo mostraba su madre hacia su padre? Aunque para el exterior presentaban una imagen de pareja perfecta, la niña no se dejaba engañar por aquella fachada. Era a ella y no a su madre a quien Vladímir llevaba consigo al salir de casa; lo había visto acercarse a su esposa en privado y había observado que ella se retraía con elegancia. Era muy raro. No resultaba extraño, pues, que la niña dedujera que ella cuidaría mejor de su papá.

Una vez terminada la carta, la señora Suvorin se puso en pie.

Era una mujer realmente impresionante. Alta, flexible, con la cabeza erguida y unos ojos castaños con los que se diría que miraba el mundo desde una posición superior, parecía más un miembro de la realeza que la esposa de un empresario. Cuando los hombres la observaban —cosa que hacían a menudo—, su vista se fijaba en el encantador arrebol de sus mejillas, en los redondeados contornos de sus pálidos hombros, en sus espléndidos pechos, que asomaban sobre un generoso escote. Entonces adquirían conciencia de la poderosa y controlada sensualidad que ella no se molestaba en ocultar con su elegancia. «Si me lo permitiera —pensaban los que se hallaban rebosantes de vigor—, yo podría poner al rojo vivo ese cuerpo.» Otros, menos seguros de sí mismos, se decían tan solo: «Jesús, no la satisfaría cualquier hombre». Unos pocos, de talante más poético, creían advertir un atisbo de tristeza en sus altivos ojos. No obstante, viéndola en su salón, resultaba difícil discernir si no se trataba de un elemento más de su arte. En todo caso, una cosa era segura: la señora Suvorin se encontraba en la cumbre del esplendor de su madurez.

Al levantarse, notó la mirada de Nadiezhda fija en ella y la observó con aire pensativo antes de asentir para sí.

Nadiezhda se habría sorprendido mucho de haber averiguado que su madre sabía muy bien lo que pasaba por su cabeza. De hecho, hacía tiempo que lo había adivinado y se sentía culpable por ello. No obstante, ante la mirada acusadora de la pequeña solo pudo contener un suspiro y concluir que había aspectos de su vida que no podía explicarle. Quizá lo hiciese cuando fuera mayor, o tal vez no lo hiciese nunca. «Al menos —pensó con tristeza—, a pesar de mis faltas, soy discreta.»

—Ahora tengo que vestirme —dijo en tono enérgico.

Prometía ser una velada interesante. Aquellos tiempos eran, desde luego, pródigos en sorpresas.

El joven Alexánder Bobrov se quedó mudo de admiración. Sabía desde siempre que su héroe Suvorin era rico. «Es director de la Asociación de Empresarios y del Banco de Comercio —le había explicado su padre—. Forma parte de la élite.» Acorde con esa posición, su casa era uno de los seis antiguos palacios principescos que en las últimas décadas habían pasado a manos de nuevos magnates de los negocios como Suvorin, que los habían suplantado en el poder.

Como tenían que tratar cierta cuestión, habían llegado antes que el resto de los invitados, y ahora, mientras aguardaban a su anfitrión, el joven Alexánder observaba la espaciosa estancia adonde los habían conducido.

Era larga, de alto techo abovedado como el de una iglesia. En el centro, sobre una inmensa alfombra oriental, descansaba una imponente mesa cubierta con un mantel verde, encima de la cual habrían cabido seguramente cien personas de pie. Los colosales candelabros de bronce iluminaban un espacio que, de otro modo, habría estado sumido en una cavernosa penumbra y arrancaban destellos de los motivos dorados de la bóveda. Flanqueaban la sala unas altas sillas y mesas de madera oscura. Aquella atmósfera cargada, opulenta, opresiva casi, recordaba el palacio de algún zar de la antigua Moscovia. Lo más asombroso eran, con todo, las paredes, donde había una densidad tal de cuadros que los marcos se tocaban unos con otros. Los paisajes rusos, las pinturas impresionistas y las escenas históricas se sucedían con sus vivos coloridos, como iconos recién pintados.

A Alexánder le llamó la atención, sobre todo, uno que había colgado justo encima de él. Era una gran tela que reproducía una escena protagonizada por Iván el Terrible. El imponente zar, ataviado con una larga túnica de brocado de oro orlada con piel y empuñando un recio bastón, dirigía una mirada temible y acusadora a Nicolái Bobrov. No le faltaba razón, pensó Alexánder, teniendo en cuenta la penosa operación que estaba a punto de realizar su padre.

Nicolái había ido a venderle su finca al industrial.

Él no tenía, en realidad, la culpa. Ya no podía seguir resistiendo. No era un caso único, ni mucho menos, pues desde que se iniciaron los disturbios en el campo el año anterior, los propietarios de toda Rusia estaban vendiendo sus tierras. Además, Suvorin le había ofrecido un precio excelente.

—Más de lo que vale —le había señalado a su enfurecido hijo.

Entonces, sin embargo, viendo el abatimiento que se traslucía en su rostro, bajó la mirada y murmuró:

—Lo siento.

Vladímir Suvorin no los hizo esperar mucho. Entró en la sala con su abogado, dispensó un cálido abrazo a Nicolái y un afable apretón en el brazo a Alexánder; al cabo de un momento, ya tenían desplegados antes ellos los papeles.

Suvorin estaba contento. Hacía tiempo que acariciaba la idea de disponer de un lugar de retiro en el campo cerca de sus fábricas de Russka. En los últimos años, además, se había interesado por la artesanía rusa. «Voy a poner en marcha varios talleres para la talla de madera y la alfarería en la finca —había informado a Nicolái—. Y también montaré un pequeño museo de arte popular.» Entonces, viendo la actitud apesadumbrada del padre y el hijo, comprendió muy bien sus sentimientos.

—Tu padre ha tomado una decisión acertada —le aseguró a Alexánder—. Aunque yo quiero la propiedad para instalar un museo, no conseguiré sacarle más rendimiento que él. Todas las personas inteligentes están vendiendo, amigos míos, y solo los necios como yo compran —comentó con una sonrisa. Luego, volviéndose hacia Nicolái, añadió—: Naturalmente, me provoca envidia. Ahora es libre como un pájaro. Podría viajar por Europa. Todos los rusos lo hacen, y a los nobles como usted se les dispensa un trato de gran respeto en París y Montecarlo. Debería enseñarle el mundo a su hijo.

De todos modos, ni siquiera aquellas palabras lograron hacer aflorar una sonrisa a la cara de Alexánder. No se debía a que el industrial le inspirara resentimiento alguno, al contrario. Lo único que sabía era que los Bobrov habían poseído tierras desde que Rusia existía, y que su padre, con sus ideas liberales, las había perdido. Su padre había faltado a su deber. Mientras observaba con renovada admiración a Suvorin, pensó, y no por primera vez: «Ojalá fuera mi padre».

—Dejemos los negocios a un lado —zanjó Vladímir—. Es hora de que conozcan a los demás invitados.

Las recepciones que organizaba la señora Suvorin gozaban de una merecida fama. Todo el mundo acudía a su casa. Pintores, músicos y escritores recibían una acogida especial. De todos modos, la aristocracia no desdeñaba la hospitalidad del empresario, de modo que entre los invitados habituales se contaban personajes tan sofisticados como el altivo príncipe Shcherbatov. La influencia de Suvorin se extendía a todos los ámbitos: teatros, periódicos y escuelas de arte. Incluso un extraño joven llamado Diáguilev, que parecía querer erigirse él solo en embajador del arte y la cultura rusos, hallaba apoyo y aliento en casa de los Suvorin. De hecho, de todas las celebridades de Rusia, quizá Tolstói era el único que no había estado nunca allí.

A la señora Suvorin le gustaba organizar su lista de invitados según una tendencia temática, y ese día no era la excepción.

—Esta noche —había informado en voz baja Vladímir a Nicolái Bobrov mientras pasaban al inmenso salón— girará en torno a la política.

El tema era oportuno, ciertamente, pues los nueve meses anteriores habían sido escenario de extraordinarias convulsiones políticas. Durante el verano, la situación había ido empeorando ante la impasibilidad del zar. Se habían sucedido los actos terroristas y la agitación en las industrias. «¿Por qué demonios no hace caso a los zemstvos?», se indignaba Nicolái. El zar seguía, con todo, indeciso. Y luego, en octubre, se produjo lo impensable. Se había declarado una huelga general. Durante diez espeluznantes días, a las puertas del invierno, la parálisis se había adueñado de la totalidad del Imperio ruso. El Gobierno se había visto impotente para hacer algo. «O se implanta una reforma —opinaba Nicolái—, o moriremos todos.» Entonces el zar, por fin, había dado el brazo a torcer. Concedería al pueblo un parlamento: la Duma. «Por fin —se había felicitado Nicolái—, ese pobre hombre ha demostrado un mínimo de juicio. Tendremos una monarquía constitucional, como Inglaterra. Seremos civilizados, como en Occidente.»

Sin embargo, aquello era Rusia.

La primera Duma del Estado ruso se organizó de la siguiente manera. Se celebraron elecciones en las que pudieron participar la mayoría de los varones rusos, pero lo hicieron agrupados por clases, de tal modo que cada clase podía presentar solo un número determinado de diputados. En el sistema de cómputo aplicado, un voto de un aristócrata como Bobrov valía igual que los de tres comerciantes, quince campesinos o cuarenta y cinco obreros urbanos. En el mismo momento en que tenían lugar las elecciones, el Gobierno aprobó unas medidas a las que se les puso el anticuado título de Leyes Fundamentales. Estas añadían una segunda cámara que tenía supremacía sobre la primera, la mitad de cuyos miembros los nombraría el zar; el resto serían seleccionados por los elementos más conservadores, lo que representaba la práctica neutralización de la Duma. «Por si acaso quieren hacer algo», comentó con sarcasmo Nicolái Bobrov. Aun en el supuesto de que las dos cámaras llegaran a un acuerdo, no disponían, de todas formas, de ningún control efectivo sobre la burocracia que, de hecho, dirigía el imperio. Además, el zar confirmaba la autocracia, se reservaba el derecho de disolver la Duma a su antojo y afirmaba que, siempre que no estuviera reunida la Duma, podía gobernar mediante decretos de emergencia si lo creía necesario.

«En resumidas cuentas —había concluido Nicolái cuando se hicieron públicas las medidas—, es algo muy ruso. Es un parlamento y no lo es. Puede hablar, pero no puede actuar. El zar nos lo da y el zar nos lo quita.»

¿Por qué estaba entonces tan satisfecho mientras entraba en el salón de la señora Suvorin esa noche? Había dos motivos para ello. El primero era que los socialistas habían boicoteado el proceso, de modo que se había reducido el número de candidatos; el segundo, que el zar se había equivocado en redondo al suponer que el grueso de la pequeña nobleza y del campesinado se decantaría por candidatos conservadores. Una abrumadora mayoría votó contra el régimen, con lo que resultó elegido un nutrido número de liberales progresistas. «¿Sabes? —anunció con alborozo Nicolái a su esposa—, no sé si la próxima vez no me presentaré yo mismo.» Por eso, al entrar en el salón miró a su alrededor con interés.

La señora Suvorin lo saludó con simpatía.

—He cumplido bien con mi labor —dijo—. Tenemos representados a todos los partidos políticos.

Nicolái sonrió. Era otro rasgo típico de la situación de la Rusia zarista: en aquellos momentos, casi todos los partidos políticos continuaban siendo, en teoría, ilegales. ¡La Duma iniciaba sus deliberaciones organizada en partidos que oficialmente no existían!

La selección de invitados era, en efecto, intachable. Nicolái no tardó en identificar a hombres de incontestables tendencias derechistas que deseaban la abolición de la Duma. «Ahí tienes a unos amigos tuyos», le señaló con malicia a su hijo. Había conservadores liberales que querían que la Duma cooperase con el zar; y había hombres como él, demócratas constitucionales, conocidos con el nombre de cadetes, que estaban decididos a presionar al zar para que implantara una auténtica democracia.

—¿Y los partidos de la izquierda? —preguntó a la anfitriona.

En aquellos momentos, había dos de aquella tendencia. Uno era el de los Socialistas Revolucionarios, que representaba a los campesinos, algunos de cuyos miembros se dedicaban por desgracia, al terrorismo.

—Ahí me he quedado corta —reconoció alegremente la señora Suvorin—. Aunque si estalla una bomba, sabremos que había uno de incógnito. —Luego estaba el partido de los obreros, el Socialdemócrata—. En ese campo, está mejor la cosa. Venga, que le presentaré a mi cuñado, el profesor Pedro Suvorin.

Pedro y Rosa Suvorin no iban a menudo a la mansión de su hermano. No se debía a que no recibieran una calurosa bienvenida, pues entre los dos hermanos persistía un gran afecto, pero sus caminos se habían separado hacía mucho. Rosa y la señora Suvorin tenían poco en común, y Pedro captaba un sutil aire protector en la actitud de esta, como si dijera: «Seré encantadora contigo, por supuesto, pero no eres más que una pobre e infortunada criatura». En realidad, las dos familias apenas se habrían visto de no ser por una circunstancia: la amistad de sus hijos.

Rosa había tenido tres hijos, pero solo uno había sobrevivido. Se trataba de Dimitri, un niño moreno tres años mayor que Nadiezhda. Se habían conocido una Navidad, cuando Nadiezhda tenía tres años, y entre ambos había surgido una corriente de simpatía. Como la niña siempre preguntaba por él, lo invitaban con frecuencia, aunque la señora Suvorin nunca dejaba que su hija fuera a la modesta casa de su primo. De todos modos, parecía complacida viéndolos juntos y le decía a Rosa con una sinceridad fuera de duda: «Es tan bonito que Nadiezhda tenga a un niño con quien jugar».

Esa noche, sin embargo, la señora Suvorin tenía muchas ganas de ver al profesor marxista.

«Él es mi eslabón de enlace con esa gente de la extrema izquierda —había reconocido ante su marido—. Creo que es hora de que llegue a comprenderlos mejor.»

Sabía algo sobre los socialdemócratas. Sabía que en los años previos se habían dividido en dos tendencias, la más reducida de las cuales era la más radical. «Con la típica confusión rusa —había observado Vladímir—, la mayoría se autodenomina el pequeño partido, y la minoría asume la denominación de gran partido, los bolcheviques.» La señora Suvorin estaba segura de que el amable Pedro pertenecía a la mayoría menos radical, pero, movida por la curiosidad, unos días antes le había preguntado: «¿Conoces a alguno de esos individuos? ¿Cómo son? ¿Podrías traer a uno a nuestra casa?». A lo que Pedro había respondido: «Conozco a uno que está en Moscú en este momento, pero no creo que quiera ir». «Pregúntaselo de todas formas», había insistido ella, y así lo había hecho Pedro.

Nicolái Bobrov tenía interés por ver a Pedro Suvorin, de quien apenas conservaba recuerdos de su época de juventud. Enseguida, ambos iniciaron una fluida charla.

—Los cadetes vamos a oponernos al zar hasta que otorgue una democracia real —le aseguró Bobrov.

—Ambos compartimos ese deseo —convino Pedro—. ¡Pero nosotros queremos la democracia como preámbulo de la revolución, y ustedes la quieren para evitar la revolución!

»La organización de los trabajadores será la clave de todo a partir de ahora —explicó, contestando a una pregunta de Nicolái sobre sus previsiones de futuro—. La función del marxismo es mantenerlos activos en el ámbito político, comprometidos con una revolución socialista para cuando llegue el momento.

—¿Quién se encargará de eso? —inquirió Bobrov.

—En las provincias occidentales, la organización de trabajadores judíos, la Asociación Judía —contestó Pedro.

Lamentaba que hubieran fracasado sus anteriores esfuerzos por convencer a los impacientes y jóvenes reformistas judíos de que no siguieran una vía aparte. Aun así, no podía negar que la Asociación Judía había mantenido una gran fortaleza durante los meses de crisis; y eran buenos marxistas.

—¿Y en el resto de Rusia?

—Los nuevos comités de obreros. Comenzaron a funcionar el año pasado y son muy efectivos. Hay células políticas en todas las ciudades. Son la solución.

—¿Cómo las llaman? —se interesó Nicolái.

—Los soviets —respondió el profesor.

Nicolái se encogió de hombros, convencido de que, si la Duma hacía bien su trabajo, aquellos soviets pasarían pronto al olvido.

Durante aquella conversación, de vez en cuando desviaba la mirada para observar al anfitrión y a la anfitriona cumpliendo su cometido por separado. No cabía duda de que eran muy buenos organizando ese tipo de recepciones. La señora Suvorin recorría con paso majestuoso la sala. Tenía una gran facilidad para desplazarse de un grupo a otro con una gracia discreta, merced a la cual se granjeaba el respeto de todas las mujeres y dejaba prendidas de su estela las miradas disimuladas de todos los hombres. «Coquetea sin coquetear», advirtió. En cuanto a Vladímir, contaba con el respeto y la simpatía de los hombres, pero saltaba a la vista que poseía un talento especial con las mujeres. ¿A qué se debía el tenue rubor de placer que alegraba sus mejillas cuando hablaban con él? Tras observarlo un rato, Nicolái creyó haber hallado la respuesta. «Él entiende su forma de pensar. Penetra en su mente». Aquella era otra faceta de su extraordinaria inteligencia. De improviso, Nicolái se planteó si no sería infiel a su esposa. En todo caso, era seguro que muchas de las damas presentes habrían alentado cualquier señal de interés que Suvorin hubiera demostrado.

Nicolái todavía rumiaba sobre aquella cuestión cuando advirtió que Vladímir hablaba con Rosa Suvorin. Advirtió asimismo que de su cara había desaparecido su habitual sonrisa, sustituida por una expresión de tierna preocupación y ansiedad. ¿Qué le estaría diciendo con tanta urgencia? Pedro también se había puesto a mirar con desconcierto a su esposa. Rosa, que de repente parecía muy pálida y cansada, negaba con la cabeza, como si se resistiera a algo. Después, tras darle un leve apretón en el brazo, Vladímir se alejó, mientras Rosa se volvía hacia una ventana. A Nicolái Bobrov le pareció bastante extraño, y lo mismo le ocurría a Pedro, sin duda. Nicolái habría reflexionado más sobre ello si no hubiera sucedido algo que atrajo la atención de todos.

En aquel momento, la puerta se abrió, dando paso a un nuevo invitado. Era Yevgueni Popov.

El joven Alexánder Bobrov, que se encontraba al lado de Vladímir en ese instante, oyó salir por primera vez de sus labios una exclamación ahogada de asombro:

—¡Será posible! —Lanzó una mirada a Alexánder—. Es el tipo que vimos durante la huelga.

Así era. Se trataba del pelirrojo al que llamaban Ivánov.

—¿Lo va a echar? —preguntó en un susurro Alexánder.

—No. —El industrial esbozó una sonrisa—. ¿No recuerdas que ya entonces quería hablar con él? Ahora está aquí. La vida es realmente maravillosa. —Acto seguido atravesó radiante el salón para tenderle la mano al revolucionario—. Bienvenido.

Si aquella acción tomó por sorpresa al joven, no fue nada comparado con el horror que experimentó un momento después cuando el pelirrojo se acercó a su padre y le dispensó un caluroso abrazo.

—¿Se conocían? —preguntó, extrañada, la señora Suvorin.

—Oh, sí —respondió tranquilamente Nicolái—. Nuestra relación data de mucho tiempo atrás.

Su padre era amigo de aquella criatura, dedujo Alexánder con la sensación de que la insensatez y la deslealtad de este superaban todo límite.

El pequeño grupo que se reunió en torno a Popov lo observaba con curiosidad. Nicolái en concreto miraba a su viejo conocido, divertido de verle en un marco tan insólito. Mientras, la señora Suvorin reparaba en su expresión calmada, indiferente casi, y tras cotejarla con la de su hermano marxista, llegaba rápidamente a una conclusión: «Este hombre es muy diferente. Es de los que no reconocen límites».

—Querías un bolchevique, ¿no? —dijo en tono irónico Pedro—. Pues aquí lo tienes.

—Estamos muy contentos de tenerle aquí —afirmó la dama, sonriente.

No había hipocresía en aquellas palabras, pues, pese a la excelencia de los invitados que acudían a su casa, era consciente de que en los últimos tiempos le faltaba algo: los auténticos revolucionarios.

Más tarde se denominaría chic radical a aquella moda que cundió entre las clases privilegiadas de invitar a los revolucionarios a su casa y efectuar incluso contribuciones a su causa. Algunos industriales, convencidos de que el zar iba a precipitarse en la catástrofe, al parecer cortejaban a los revolucionarios como una manera de cubrirse las espaldas para el futuro. Otras personas ricas y ociosas lo hacían simplemente porque lo consideraban divertido, o elegante, o para experimentar tal vez un pequeño estremecimiento al saber que jugaban con fuego. La señora Suvorin siempre se había abstenido de tales actividades, pero, desde hacía un tiempo, la había asaltado el temor de que, sin un revolucionario de vez en cuando, sus salones podrían comenzar a perder encanto. Necesitaba, pues, a Popov como el elemento que completaba su colección.

Había que reconocer, además, que se comportó de un modo encantador. Era evidente que estaba bien informado. Había vuelto hacía poco de un congreso socialista celebrado en Estocolmo y, aunque se notaba que elegía con cuidado lo que decía, se mostró bastante predispuesto a responder a las preguntas que se le hacían. Cuando la señora Suvorin se interesó por los bolcheviques, por ejemplo, le dio una explicación detallada.

—La diferencia entre los bolcheviques y el resto de los socialdemócratas…, los mencheviques, como los llamamos nosotros…, no es de ideología. Todos queremos una sociedad socialista y seguimos la doctrina de Marx, pero hay diferencias de estrategia. —Sonrió a Pedro Suvorin—. Y a veces de personalidad. —Desgranó los nombres de algunos de los dirigentes mencheviques: el joven Trotsky, Rosa Luxemburgo (en Polonia), y otros más—. Pero es el líder bolchevique quien encarna la división. Se trata de mi amigo Lenin. Nunca transige en nada.

—¿Y quién es ese Lenin? —preguntó Nicolái Bobrov—. No sé nada de él.

—Ah, sí —replicó con una sonrisa Popov—. Lo conociste… hace quince años, en un tren. ¿Te acuerdas?

—¿El abogado? ¿El abogado chuvashi que tenía tierras en la zona del Volga?

—El mismo. Ha estado viviendo en el exilio casi todo este tiempo. Ahora está escondido, porque las autoridades no lo ven con buenos ojos, pero es el alma de la facción bolchevique.

—¿Y qué quiere? ¿Qué lo distingue de los demás?

—Es muy prolífico escribiendo —explicó Popov—, pero la clave de su pensamiento está en su libro. Ese es su manifiesto. —A continuación les expuso lo esencial sobre este.

Aquella importantísima obra había sido escrita cuatro años antes y, aunque habían tenido que introducirla de modo ilegal en Rusia desde Alemania, se había convertido ya en una especie de Biblia para la mayoría de los revolucionarios. Le había puesto el mismo título que aquella novelilla que tanto había inspirado a las generaciones anteriores de izquierdistas: ¿Qué hacer? No era tanto un opúsculo político como un manual de instrucciones, centrado en cómo hacer la revolución.

—El marxismo dice que el viejo orden se vendrá abajo —resumió Popov—, y Lenin explica cómo darle un empujón. Grosso modo, nuestros amigos mencheviques quieren esperar hasta que las masas estén preparadas para fundar un orden socialista en una nueva sociedad justa. Los bolcheviques somos más escépticos y pensamos que se necesita una cúpula organizada que impulse el gran cambio en la sociedad. Es solo una cuestión de táctica, pero nosotros creemos que las masas necesitan quien las lidere.

—Algunos de nosotros tenemos la sensación —observó Pedro Suvorin— de que Lenin considera a los obreros simple carne de cañón.

Para su sorpresa, Popov asintió.

—Probablemente sea cierto —admitió—. Eso es parte de su grandeza —añadió, de nuevo sonriente.

Quienes escuchaban guardaron silencio, para asimilar lo que había dicho Popov. Luego Nicolái Bobrov tomó la palabra.

—Quizá no estéis desencaminados en eso de que las masas necesitan líderes. Pero ¿no existe el peligro de que un pequeño grupo se vuelva demasiado poderoso e imponga una especie de dictadura?

Su amigo bolchevique volvió a sorprenderlos con su franqueza.

—Sí. Es un peligro, en teoría. De todos modos, debes tener en cuenta, Nicolái Mijáilovich, que nuestro objetivo político no difiere tanto del tuyo. La única vía para que Rusia avance, la única vía hacia el socialismo, pasa por el pueblo, es decir, por la democracia. —Hizo una pausa—. Sean cuales sean las consideraciones que se añadan, hay que tener siempre presente que todos los socialistas, incluidos los bolcheviques, tratan de conseguir lo mismo: un órgano democráticamente elegido…, un hombre, un voto…, que tenga un poder soberano. Nosotros no queremos deponer al zar para poner a otro tirano en su lugar. Queremos una asamblea constituyente, igual que vosotros. La democracia conducirá al socialismo; pero la democracia es un paso importantísimo.

Lo dijo con gran seriedad y fervor, y todos lo creyeron.

Eso pareció al menos, hasta que el joven Alexánder Bobrov salió de su mutismo.

Había permanecido al lado de Vladímir Suvorin todo ese tiempo, mirando con atención a Popov. También lo había estado escuchando, desde luego, pero para Alexánder aquella cuestión no se dirimía con argumentos.

Aquel pelirrojo bolchevique era su enemigo. Se lo decían sus vísceras y eso le bastaba. Por ello se limitaba a observar al objeto de su odio con el único objetivo de conocerlo mejor.

Pero las palabras del revolucionario lo habían enfurecido, no tanto por lo que había dicho, sino por la evidente impresión que había causado en su auditorio. «¿Serán todos tan estúpidos como mi padre?», se preguntó, invadido por la urgencia de desenmascarar a Popov, de arrojarle el guante, de humillarlo.

—Dicen que todos los dirigentes revolucionarios son judíos —señaló—. ¿Es eso verdad?

Era una impertinencia calculada, una especie de insulto generalizado que solían utilizar los de la derecha: enfurecer a los judíos llamándolos revolucionarios a todos, y a los revolucionarios llamándolos judíos. Se produjo un silencio horrible, incómodo.

Popov, con todo, clavó la mirada en el muchacho, que, de pronto, se ruborizó, y soltó una queda carcajada.

—Hombre, Trotsky y Rosa Luxemburgo son judíos —concedió—, y también lo son unas cuantas personas que me vienen ahora a la mente. Pero hasta el momento debo decirle, amigo mío, que los judíos son una minoría en nuestro partido. No obstante —añadió, dirigiendo un guiño a Pedro Suvorin—, Lenin, que tampoco es eslavo, siempre dice que los únicos rusos inteligente son los judíos. O sea, que cada cual es libre de sacar su propia conclusión.

El corro de personas congregadas a su alrededor rieron, aliviadas por lo bien que había llevado la cuestión. Alexánder notó que la voluminosa mano de Vladímir Suvorin apoyada en su hombro imprimía una suave presión a modo de aviso, pero ni siquiera le hizo caso a él.

—¿Y los terroristas? Tengo entendido que los bolcheviques son los responsables de las bombas que estallan tan a menudo, y que también han cometido robos.

Aquellas acusaciones eran, de hecho, ciertas. Lenin defendía ambos métodos como forma de intensificar el desorden y de conseguir financiación para los bolcheviques, lo cual causaba sonrojo en ciertos miembros del partido como Pedro Suvorin, que intentaban encubrirlo.

—Yo también he oído hablar de esos incidentes y expropiaciones —respondió con desenvoltura Popov—. Pero de eso no sé nada en absoluto.

Entonces Vladímir desplazó la mano hasta el brazo de Alexánder, y le dio un firme apretón.

—Ya basta —oyó que le susurraba.

Sin embargo, el muchacho no estaba dispuesto a dejar el diálogo en ese punto.

—¿Sabe que lo había visto antes? —dijo, elevando la voz—. Cuando incitaba a los trabajadores del hombre a cuya casa ha tenido la osadía de acudir. Pero entonces evitó reunirse con él. Usaba otro nombre…, Ivánov…, y se fue corriendo como un perro. ¿Cuántos nombres tiene, señor Popov?

Por un instante, cuando Popov lo miró con sus ojos verdes, el joven Alexánder tuvo la impresión de que tenía una serpiente delante. De todos modos, el bolchevique respondió con mucha calma:

—Es una triste realidad que, durante largo tiempo, debido a que cualquier forma de oposición en Rusia ha estado sujeta a vigilancia policial, muchas personas hayan tenido que utilizar más de un nombre. Lenin, que yo sepa, ha empleado más de cien. —Pese a su frialdad, Popov había palidecido.

—¿Niega entonces que es un ladrón y un cobarde? —le espetó Alexánder, interrumpiendo el embarazoso silencio.

Aquella vez, Popov se limitó a mirarlo, sonriendo apenas. Luego la señora Suvorin, con una desenvuelta carcajada, se lo llevó a otra parte.

—Te has granjeado un peligroso enemigo —le advirtió su padre minutos después.

—Es mejor eso que tenerlo como amigo —replicó el joven con ademán sombrío.

Pese a la incómoda escena que había provocado Alexánder, todos convinieron más tarde en que la velada había sido un éxito. Aquella fue, de hecho, una de esas ocasiones especiales que por diferentes motivos permanecen como hitos en la memoria de quienes participaron en ella.

Para Nicolái Bobrov, fue la noche en que su hijo se ganó la enemistad de Popov. Para la señora Suvorin fue la velada en la que, tras pasar media hora con ella, aquel extraño bolchevique de pelo rojizo le había prometido volver a visitar su salón cuando fuera de nuevo a Moscú.

Para dos personas, no obstante, la noche quedaría grabada en su recuerdo por el pequeño incidente que tuvo lugar justo al concluir la recepción.

Después de abandonar la casa de su hermano, Pedro Suvorin quiso satisfacer su curiosidad.

—¿De qué te hablaba Vladímir?

—Oh, de nada.

Esperó, pero ella no dijo nada más.

—De algo tenía que ser —señaló—, porque parecías preocupada.

—¿Sí? A mí no me lo parece.

¿Por qué, incluso entonces, ante aquella inofensiva mención de una conversación con su hermano, su esposa se alteraba como si estuviera a punto de llorar? Vladímir no podía haberla herido.

—Creo que mi hermano es una persona amable —dijo, para ver si aquello producía alguna reacción—. La gente lo considera sensato —añadió por decir algo.

Entonces se produjo aquella respuesta que siempre recordaría, aunque no llegaría a entenderla.

—Lo sabe todo, ahí está el problema. Por favor, no vuelvas a hablar de él.

Era realmente muy raro. No tenía el más mínimo sentido.

Para el joven Alexánder Bobrov, el acontecimiento que transformó su vida tuvo lugar cuando salía del gran salón detrás de su padre. Por casualidad, alzó la mirada hacia la galería de mármol de arriba y se quedó paralizado. A la pequeña Nadiezhda le gustaba mirar como se marchaban los invitados. Permanecía despierta en la cama durante las fiestas de sus padres, y luego salía en camisón para mirar a escondidas entre los pilares de mármol, sin perderse detalle de lo que sucedía abajo. En ese momento, como casi todo el mundo se había marchado, estaba de pie, bien visible, con su larga melena caoba desparramada por la espalda.

Así la vio Alexánder. Un joven, un hombre hecho y derecho casi, contemplando a una niña de ocho años.

—Debe de ser la hija de Suvorin —murmuró.

Nunca la había visto. Qué cara más angelical, qué cabello más reluciente. Y era la hija de Vladímir, su héroe. En ese mismo momento, se impuso un claro propósito.

—Un día —le susurró, aunque ella no podía oírlo—, un día serás mía.

Julio de 1906

Nicolái Bobrov miraba con tristeza la casa de madera que había sido siempre su hogar. Le costaba creer que quizá no volvería a ver Russka nunca más.

El resto de la familia se había ido un mes antes: su vieja madre Ana, su esposa y el joven Alexánder. Se habían quedado todos en Moscú, mientras él regresaba para llevarse los últimos vestigios de la prolongada ocupación de su familia.

A media mañana había terminado. Había tres carros cargados hasta los topes, junto a los que aguardaban expectantes los campesinos que se habían ocupado del trabajo. En una última inspección por la casa vacía había detectado solo unas cuantas cajas viejas de papeles en el desván. Seguramente cabrían en el tercer carro. Después habría llegado el momento de partir.

Nicolái dejaba la propiedad en perfecto estado y estaba orgulloso de ello. Había hecho tapar una gotera del tejado y reparar la caseta de baño. Asimismo, había realizado las gestiones pertinentes para que Arina y su hijo se trasladaran a vivir allí en calidad de cuidadores. Sabía que ellos mantendrían bien la casa. Suvorin no tendría ningún motivo de queja. De hecho, mientras daba el último paseo por la avenida de plateados abedules por encima de la casa, al mirar el pequeño río Rus que discurría abajo, había pensado que era un lugar magnífico y había tenido que enjugarse una lágrima.

Ahora, sin embargo, viendo que Arina y su hijo lo miraban desde la puerta de la casa, respiró hondo e irguió los hombros. Era un Bobrov. Tenía que dar una imagen de dignidad en su partida.

—Es hora de comenzar una nueva vida —musitó.

Tenía cincuenta y dos años, sí, pero, pese al tono gris de su pelo, sus ojos azules tenían una mirada viva y, a diferencia de su padre y de su abuelo, se mantenía delgado. Aunque hubiera perdido la finca, todavía le quedaba el futuro por delante.

¿Quién sabía, con todo, lo que traería el futuro? Los tres meses anteriores no habían sido muy prometedores. Desde las primeras sesiones, la Duma había caído en un mar de confusión. En un viaje que había realizado a San Petersburgo, había encontrado a todo el mundo enzarzado en disputas. Los representantes de los campesinos apenas tenían una idea de cuál era su función. Algunos de ellos se habían emborrachado y habían provocado riñas en las tabernas. A uno lo habían detenido por robar un cerdo. Por más cómicas que fueran aquellas actuaciones, aún le había producido mayor sonrojo el comportamiento de su propio partido, los cadetes liberales. Tras exigir una distribución general de la tierra a los campesinos, que el zar no quiso aprobar, se negaron a cooperar con el Gobierno en cualquier cuestión. Y, lo que era peor, mientras los terroristas proseguían con su campaña por toda Rusia, los cadetes no accedieron a condenar siquiera la violencia mientras el Gobierno no accediera a sus propias demandas.

—Yo soy un cadete —le comentó, abochornado, a Suvorin a su regreso a Moscú—. Pero están muriendo miles de personas y los liberales debemos ser responsables. No lo entiendo.

—Olvida, amigo mío, que esto es Rusia —respondió con más filosofía Suvorin—. A lo largo de nuestra historia hemos conocido solo dos formas de política: la autocracia y la rebelión. Esta cuestión de la democracia parlamentaria, que solo funciona por medio de un tira y afloja hecho de concesiones, es demasiado novedosa para nosotros. Creemos que queremos la democracia, pero, en el fondo, no la entendemos. Hará falta tiempo.

Unos días antes, dos meses después de su institución, aquella Duma se había disuelto y se preveían nuevas elecciones para más adelante, ese mismo año. No obstante, Nicolái había oído que era probable que los partidos socialistas participaran esa vez.

—Sabe Dios si eso hará que mejoren las cosas o que vayan a peor —había comentado.

El futuro se presentaba, en efecto, incierto.

Era hora de marcharse. Solo faltaba bajar aquellas cajas del desván. Si se iban pronto, llegarían a Vladímir al anochecer. Nicolái se volvió para entrar en la casa.

Justo entonces reparó en que alguien subía por la cuesta y reconoció con sorpresa a Borís Románov.

No esperaba verle. Cuando el día anterior fue a despedirse de los campesinos del pueblo, advirtió que Borís lo había evitado discretamente. Hacía mucho que había notado que albergaba resentimiento contra su familia. «Lleva cuidado con ese tipo —lo había prevenido en una ocasión su padre, Misha—. Tuve algunos problemas con él.» Misha, sin embargo, nunca precisó en qué habían consistido. Por su parte, Nicolái no tenía nada contra Borís. Recordó con una sonrisa irónica cómo lo había incitado a la revolución cuando era joven. «Y puesto que ahora soy cadete y procuro que los campesinos reciban más tierras, en realidad tendría que ser mi amigo», reflexionó. Quizás, al final, el cabeza de la familia Románov se había ablandado y había subido la colina para decirle adiós. Nicolái se adelantó para saludarle.

Se encontraron en un extremo de la casa. Nicolái dedicó una afable inclinación de cabeza a Borís, mientras este se detenía a unos pasos de distancia. Hacía tiempo que Nicolái no veía tan de cerca a Románov. Él también tenía el pelo cano, pero se le veía fuerte y saludable. Componían un típico contraste: el noble, con sombrero de paja, chaqueta de lino, chaleco, reloj de bolsillo y corbata, tenía un aspecto tan occidental que habría pasado inadvertido entre los espectadores de un partido de críquet inglés; el campesino ruso, el perfecto mujik, con pantalones holgados, zapatillas de corteza, camisa roja y ancho cinturón, inalterado desde los remotos tiempos de la dorada Kiev. Dos culturas que se autodenominaban rusas y que, sin embargo, no tenían en común más que la tierra, la lengua y una Iglesia a la que ni uno ni otro hombre acudían con frecuencia. En ese día, tras vivir uno al lado del otro durante siglos, se despedían.

—Así que se va.

El fornido campesino permanecía de pie, con los brazos caídos a ambos lados. En su ancha cara, los ojos se habían reducido casi a meras ranuras.

—Sí, ya lo ves, Borís Timoféievich —respondió con educación el noble.

Borís examinó un momento los carros en silencio y, tras posar la vista en la puerta de la casa, desde donde miraban Arina y el pequeño Iván, asintió con aire pensativo.

—Deberíamos haberles desalojado con humo hace tiempo.

Aunque habló en tono neutro, la frase estaba cargada de hostilidad. El proceso de vandalismo y la plaga de incendios premeditados mediante los que, en los últimos años, se había presionado a los terratenientes para que vendieran sus tierras eran comúnmente conocidos como «desalojo con humo». Nicolái recordó entonces el incendio de sus bosques el año anterior y observó, meditabundo, a Borís.

—Pero Suvorin se ha quedado con la tierra en lugar de nosotros —añadió con amargura.

—Los cadetes defendemos la distribución de la tierra. Existen terrenos estatales en los alrededores que podríais conseguir y que os serían de mayor provecho que mis pobres bosques —le recordó al campesino.

Borís no le hizo caso. Parecía seguir un curso de pensamientos predeterminado.

—La revolución empezó, pero aún no ha acabado —afirmó en voz baja—. Pronto toda la tierra será nuestra.

—Tal vez. —Nicolái comenzaba a cansarse de la sombría rudeza del campesino—. Debo irme —dijo en tono irritado.

—Sí. —Borís se permitió una tétrica sonrisa—. Los Bobrov se van por fin. Adiós, pues, Nicolái Mijáilovich.

Entonces dio un paso adelante. Parecía que iba a despedirse de manera medio civilizada, después de todo. Nicolái se dispuso a tenderle la mano. Entonces Borís esbozó una mueca y escupió.

Nicolái no sabía lo que era que alguien le escupiera a la cara. Era peor, muchísimo más insultante y violento que una mera bofetada. Retrocedió con paso vacilante.

—Mal viento lo lleve, maldito Bobrov —susurró el campesino—. Y no vuelva, porque lo mataré.

Luego giró sobre sus talones y se alejó.

Nicolái se quedó tan horrorizado, tan asqueado, que transcurrieron unos segundos sin que pudiera reaccionar. Luego se planteó un instante la posibilidad de pegarle al campesino, o de hacer que lo arrestaran, pero enseguida se adueñó de él un sentimiento de repugnancia y de futilidad. Volvió la cabeza hacia la casa y vio a Arina y al niño mirándolo. Los campesinos parados junto a los carros también lo observaban con semblante impasible. ¿Lo odiarían todos tanto como Borís?

—Nos vamos —ordenó con la dignidad que pudo reunir.

Un momento después, se encontraba sentado junto al conductor del primer carro, que descendía chirriando por la pendiente. Todavía acalorado y temblando de rabia e impotencia, apenas miraba nada a su paso. Cuando ya estaba a medio camino del monasterio, recordó que había dejado unas cajas en el desván. Daba igual, se dijo. Que se quedaran allí. Aquel capítulo estaba cerrado.

De este modo, los Bobrov abandonaron su propiedad ancestral.

1907

A los doce años, Dimitri Suvorin veía el mundo como un sitio maravilloso. Había, con todo, algunas cosas que no entendía.

Lo que más le intrigaba era su madre.

Era un niño extraño, bajito, menudo y de cara enjuta que a Rosa le recordaba a veces a su padre, aunque, como Pedro, era miope y llevaba gafas. Aquel aspecto de fragilidad física quedaba compensado, sin embargo, por la extraordinaria intensidad que expresaba su pálido rostro bajo una indomable mata de tiesos cabellos negros, y por las espontáneas carcajadas a las que con frecuencia daba rienda suelta.

Era un niño feliz. Pese a lo unida que estaba la familia —sus padres se profesaban adoración mutua, no cabía duda—, no se respiraba en ella un clima opresivo. Los tres vivían en un agradable y desordenado piso de techos altos, cerca del centro de la ciudad, en un edificio de tres plantas con la fachada de color crema. En el patio donde jugaban los niños crecía una morera. Desde allí se veía la cúpula de la pequeña iglesia donde había sido bautizado Dimitri, asomando, discreta, por encima del tejado. El barrio rebosaba encanto. Cerca estaba la Escuela de Pintura, y tampoco quedaba lejos una extraña casa con el tejado de cristal donde tenía su estudio el príncipe Trubetzkoi, el escultor. Dos calles más allá había un pequeño mercado de flores; junto a este, un taller de artesanía con un enorme oso disecado en el escaparate.

Y qué delicia era pasear por la ciudad en los cálidos atardeceres de verano. Aunque la esnob San Petersburgo fuera la cabeza del imperio, Moscú seguía siendo el corazón. Pese a que tenía ya casi cuatrocientos mil habitantes, era una curiosa mezcla de centro industrial y de la capital moscovita de antaño. En las afueras se alternaban las chimeneas de las fábricas con los antiguos monasterios fortificados. A lo largo de las dos décadas anteriores se había puesto de moda el estilo arquitectónico llamado «ruso», que era la versión nacional del neogótico predominante en Occidente en el siglo XIX. Las estaciones de ferrocarril y otros edificios públicos presentaban ahora extraños motivos en ladrillo y yeso, tan recargados que no habrían desmerecido en extravagancia al lado de la fantasía moscovita de la catedral de San Basilio, en la plaza Roja. Y aquellos edificios también tenían, a su manera, encanto. El pequeño Dimitri pasaba horas deambulando por las calles, por las amplias avenidas arboladas que rodeaban el centro de la ciudad o junto a los muros del Kremlin, desde cuyo recinto llegaba el nítido sonido de las campanas de las iglesias. A veces le parecía como si la ciudad entera fuese una especie de colosal partitura de Chaikovski, Musorgski o algún otro de los grandes compositores rusos, milagrosamente plasmada en piedra.

Tenía cuatro años cuando comenzó a mostrar los primeros signos de talento musical, que su madre detectó de inmediato. A los seis, por iniciativa propia, aprendía piano y violín. Cuando tenía siete, su padre declaró: «Quizá llegue a ser concertista de piano». «No lo creo», contestó, sin embargo, Rosa. Era verdad que, a medida que transcurría el tiempo, aunque tenía extraordinarias dotes para tocar, Dimitri prefería más a menudo componer pequeñas melodías propias a pasar tocando las horas necesarias para mantenerse en el arduo camino que lleva a ser instrumentista.

Ahora, a los doce años, asistía a un colegio excelente cerca de Arbat y estudiaba música con voracidad en su tiempo libre.

Aparte, se preparaba para la revolución. Aquello era algo que se daba por sentado en casa del profesor Pedro Suvorin. Todos trabajaban para ese fin. Dos años antes, había pasado una noche en vela mientras Rosa pasaba a máquina artículos revolucionarios, y a menudo había hecho las veces de mensajero, distribuyéndolos en diversos lugares. Era apasionante saber que contribuía a la gran causa.

Y ahora había ocurrido algo aún más emocionante. Su padre estaba en la Duma. Se había trasladado a San Petersburgo.

La cámara había dado un gran paso. Después de boicotear la primera Duma, los socialistas habían decidido participar en la segunda.

—Si conseguimos que haya un buen número de socialistas dentro —había explicado Pedro—, podremos derrocar al zar y poner fin a esta farsa de una vez por todas. ¡Se trata de utilizar la propia Duma del zar para abolir su mandato!

—¿Y luego?

—Una asamblea constituyente elegida por todo el pueblo. Un gobierno democrático. Todos los socialistas están de acuerdo en esta cuestión.

Libertad. Democracia. El nuevo mundo estaba a punto de comenzar, y su padre, el eminente profesor Suvorin, formaba parte de él. La vida era estupenda.

Había, con todo, algunas cosas que lo tenían perplejo. ¿Por qué, por ejemplo, su tío Vladímir era tan rico, mientras que ellos vivían con tanta sencillez? «Tu padre no tiene ningún interés en eso», le decía su madre. Sin embargo, a medida que se hacía mayor, aquella respuesta se le antojaba insuficiente. Pese a que él y Nadiezhda eran como hermanos, sabía que no sucedía lo mismo con sus padres. «Mi madre dice —le había comentado un día la niña— que si tu padre se saliera con la suya, nos echaríais a todos a la calle.» Luego, con absoluta inocencia, añadió: «Si pasara eso, Dimitri, ¿podré ir a vivir contigo?». Él le había prometido que sí. De todos modos, siempre le había parecido raro que su bondadoso tío Vladímir no comprendiera la necesidad de la revolución.

Luego estaba su madre. ¿Por qué parecía siempre tan nerviosa? Quizá fuera porque quería demasiado a su padre, pensaba Dimitri. Cuando este se fue a San Petersburgo, el tío Vladímir se había ofrecido a quedarse con Dimitri para que Rosa pudiera acompañar a Pedro. Ella había rechazado el ofrecimiento, pero desde entonces no pasaba un día en que no comentara con voz quejumbrosa: «¿Crees que tu padre está a salvo allí? Estoy segura de que le va a pasar algo». Por las noches la invadía también el miedo; por la mañana, tenía profundas ojeras.

Se acababa el mes de marzo cuando ocurrió el incidente. Pedro Suvorin estaba en la capital. Una tarde, Dimitri volvía del colegio por una ruta distinta de la habitual cuando llegó a una larga y estrecha calle.

Estaba desierta. Una apagada luz grisácea iluminaba apenas unos cuantos árboles desnudos a los lados y algún que otro resto de hielo sucio.

Se encontraba en mitad de la calle cuando oyó unos gritos y vio a la pandilla, pero no lo interpretó como un motivo de alarma.

Eran solo media docena: cuatro jóvenes y dos niños de su edad. Salieron de un patio y se pusieron a caminar a su alrededor. Así recorrieron unos metros. Entonces uno de ellos dijo algo.

—Me parece que lo es.

—¿Sí? Eh, chico, ¿cómo te llamas?

—Dimitri Petróvich Suvorin —añadió con el aplomo que pudo reunir, pues aún no sabía bien qué significaba aquello.

—Unos nombres rusos como Dios manda, joven señor Suvorin. ¿Lo dejamos, chicos?

—Puede. Pero fíjate en la cara que tiene.

—Es verdad. No nos gusta tu cara, Dimitri Petróvich. ¿Por qué no nos gusta su cara, chicos?

—Tiene pinta de judío.

—Exacto, Dimitri Petróvich. Ahí está la pega. ¿Seguro que no eres judío? ¿Ni un poco?

—Seguro —respondió, confiado, Dimitri, mientras seguían caminando.

—¿Cómo se llama tu madre?

—Rosa Abrámovich —contestó.

—Ajá. ¿De dónde es?

—De Vilna —repuso con inocencia.

—Rosa Abrámovich, de Vilna. Entonces tu madre es judía, chico.

—No lo es —replicó con vehemencia. Se habían parado y habían formado un círculo en torno a él—. Es cristiana —gritó con furia, no porque tuviera nada en contra de los judíos, sino porque la acusación era una mentira.

Al ver la rabia genuina del chiquillo, los de la pandilla titubearon.

Entonces Dimitri cometió una gran imprudencia.

—No me toquéis —vociferó—. Mi padre es diputado de la Duma y tendríais problemas.

—¿Por qué partido?

—El Socialdemócrata —dijo con orgullo.

Al instante tomó conciencia de su error. Había oído hablar de los Cientos Negros, desde luego —las pandillas de gamberros de extrema derecha que propinaban palizas a los socialistas y a los judíos en nombre del zar—, pero siempre se había formado de ellos la imagen de un grupo numeroso, tal como sugería su nombre. Además, puesto que era un buen ruso, no se le había ocurrido que pudieran tener nada en su contra.

—¡Judío! ¡Socialista! ¡Traidor!

El pequeño cayó al suelo en el acto. Había recibido solo un puñetazo en el ojo y varias patadas en las costillas cuando un carruaje entró en la calle y sus atacantes se dispersaron. Media hora después se hallaba en su casa y, pese a la conmoción, pudo comer algo durante la cena.

En todo aquello, había un detalle que no se explicaba.

—Dijeron que eras judía —le comentó a su madre.

Entonces, al oír de su boca que lo era, se quedó atónito.

—Me convertí cuando me casé —le explicó.

Nunca le habían dicho nada de aquello.

A partir de aquel día, el nerviosismo de su madre se volvió más agudo.

Lo curioso era que aquel episodio no había marcado a Dimitri, gracias a un extraordinario aspecto de su personalidad.

La razón estaba en la música.

Desde su temprana niñez, Dimitri pensaba en términos musicales. Hasta donde alcanzaba su memoria, las notas le habían sugerido siempre colores. En cuanto Rosa le enseñó las diferentes teclas del piano, cada una de ellas poseyó para él un carácter y un talante distintivo. Al principio, aquellos descubrimientos quedaron circunscritos a un mundo musical que asociaba con los instrumentos que tocaba, pero, más tarde, a los nueve años, se produjo un deslizamiento.

Había estado en la pequeña iglesia próxima a su casa escuchando el servicio de vísperas. Había un coro muy bueno; cuando salió del templo, las estremecedoras melodías de sus cantos permanecieron con él. El sol del ocaso flotaba sobre Moscú tiñendo el cielo de un color dorado y rojizo. Se demoró varios minutos, contemplando los gloriosos colores del poniente.

Entonces, en un intento de expresar lo que veía, eligió un acorde: do menor. Al cabo de un momento, añadió otro.

Era raro, pensó: él había escogido los acordes. Los había impuesto a la caída del sol. Aun así, mientras lo miraba, era como si el cielo le respondiera diciendo: «Sí, ese es mi sonido». En su mente, los acordes y el ocaso se fundieron en una unidad.

A continuación había entrado en el patio. Los rojizos rayos del crepúsculo encendían la copa de la morera, mientras unas acogedoras sombras invadían el resto. Entonces oyó otro acorde y una breve melodía, y esa vez la música le sobrevino de forma tan instantánea que era, no como si la hubiera elegido, sino como si le viniera de fuera.

Qué maravilloso era aquello. Sentía un extraño calor en el estómago. Cuando, un momento después, unos niños entraron corriendo en el patio, temió perder aquel estado de gracia, pero descubrió que, mediante la fuerza de su voluntad podía retener los acordes en la mente para que no se diluyeran en la nada. Entonces experimentó un leve acceso de miedo que no comprendió, como si el crepúsculo y el árbol le dijeran: «Si sigues adelante ahora, te perderás a ti mismo y pertenecerás exclusivamente a la música». Inseguro acerca de su significado, decidió preservar aquel estado de gracia de la misma forma que en ocasiones conservaba un sueño, para volver a sumergirse más tarde en él.

Aquello había sido el comienzo. Su vida no volvió a ser la misma a partir de entonces. Comprobó que, si se concentraba, podía introducirse de nuevo en un sueño siempre que quería; pronto los periodos de contemplación se alargaron, y muchas veces duraban horas, durante las cuales era tan profundo su estado de ensimismamiento que podía mantener conversaciones con otras personas o participar en una comida sin conservar el más mínimo recuerdo de ello.

No tardó en reparar en otros fenómenos. En cuanto se adentraba en aquel otro mundo, tenía la impresión de que no inventaba música, sino que la escuchaba, que las espléndidas armonías que oía procedían del exterior; le venían dadas, aunque no sabía quién o qué las originaba. Al poco tiempo, ese otro mundo musical comenzó a invadir la realidad cotidiana, como una luz que se superpusiera a la sombra, de tal modo que tenía la sensación de que hasta los detalles más mundanos, como un carruaje pasando por la calle o el ladrido de un perro, tenían su propia música, que él descubría regocijado. Su pensamiento era un almacén repleto de fantasmas musicales: las personas que veía todos los días, sus compañeros de colegio, su madre, su tío Vladímir, se convirtieron en presencias dotadas cada una de voz propia (su padre: un tenor; su tío Vladímir: un potente barítono), como personajes de una magnífica ópera que, por el momento, se le había revelado solo en parte.

Y —eso era quizá lo más maravilloso de todo— a menudo sentía como si percibiera, extendidas ante sí en una infinita planicie sinfónica, la vida de todas las personas y todos los seres, incluida la suya propia. De este modo, sus alegrías y penas pasaban a formar parte de ese inmenso proceso compuesto de hechos y volvían a él transformadas en música. Por eso, cuando sufrió el ataque de los Cientos Negros, el dolor que le causaron se transmutó en música en su mente.

Ese verano, no obstante, se produjeron dos acontecimientos que sí dejaron una honda impresión en Dimitri.

En junio, el zar disolvió la Duma; al día siguiente, se anunció el establecimiento de un nuevo sistema electoral.

—El zar no podía soportar a los socialistas —anunció Pedro a su regreso—. El nuevo sistema es asombroso.

Según las nuevas normas del zar, el voto de un terrateniente tenía el mismo valor aproximado que el de quinientos cuarenta obreros.

—La nobleza conservadora obtendrá la mayoría —pronosticó—, y yo no seré reelegido.

—Pero ¿es legal? ¿Puede saltarse el zar las reglas así, sin más? —preguntó Dimitri.

—Es ilegal de acuerdo con la Constitución que se aprobó el año pasado. Pero puesto que él impuso las reglas entonces, piensa que puede cambiarlas ahora. —Pedro esbozó una sonrisa—. El zar cree sinceramente que tiene la obligación de ser un autócrata, ¿sabes? Cree que Rusia es como una gran propiedad familiar que debe transferir a su hijo tal como la recibió de su padre. Él lo denomina su sagrada misión. —Sacudió la cabeza con aire fatigado—. Es tan tonto que casi da risa, la verdad.

Tras aquella actitud de irónico desapego, el pequeño Dimitri adivinaba una gran indignación. Aquel giro que había dado la situación presentaba asimismo otro motivo de inquietud. El nuevo ministro del zar, Stolipin, era un hombre capacitado, partidario de reformar el imperio. «Pero las reformas solo pueden llevarse a cabo después de una pacificación», había declarado; y se había aplicado a conciencia para propiciarla. El año anterior habían sido ejecutadas más de mil personas sospechosas de actividades terroristas, hasta el punto de que los rusos llamaban ahora «corbata de Stolipin» a la soga de la horca. La policía tenía espías por todas partes. Popov y otros como él habían tenido el buen juicio de desaparecer, en el extranjero tal vez, y Rosa estaba constantemente angustiada por su marido. «Yo no he hecho nada para ofender a Stolipin», le aseguraba él. «Pero conoces a personas que sí», aducía ella. Entonces, por primera vez, el pequeño Dimitri comenzó a considerar la revolución no como un gozoso estado que debía traer de modo inevitable el futuro, sino como una amarga y peligrosa lucha entre su padre y el zar. Y fue eso, más que su incidente con los Cientos Negros, lo que hizo que la vida se le antojara más sombría.

El segundo acontecimiento tuvo lugar a finales de verano, cuando llegó una carta de Ucrania. Era del amigo de infancia de Rosa, Iván Karpenko, y contenía una inesperada petición. Tenía un hijo, solo dos años mayor que Dimitri —un niño inteligente, decía—, que deseaba estudiar en Moscú. «Pensaba que quizá podría vivir en vuestra casa —escribió—. Naturalmente, yo correría con los gastos de su manutención.»

—No tenemos dónde acomodarlo —se lamentó Pedro.

Rosa, sin embargo, no quiso ni oír hablar de impedimentos.

—Nos las arreglaremos —aseguró.

Y, sin perder tiempo, le escribió a Karpenko diciéndole que mandara a su hijo.

—Le hará compañía a Dimitri —dijo.

Tanto Dimitri como su padre adivinaron lo que pensaba en el fondo: «Será un protector para él».

Llegó a comienzos de septiembre. Se llamaba Mijaíl.

—Es un genio —anunció Dimitri casi en el mismo momento en que lo conoció.

Mijaíl Karpenko era un chico guapo, delgado y moreno, con unos chispeantes ojos negros, que acababa de entrar en la pubertad. Poseía una asombrosa cantidad de conocimientos. A los pocos minutos de su llegada, descubrieron que sentía un intenso orgullo por su herencia ucraniana y su distinguido antepasado, el poeta.

—En los últimos años se ha producido una gran revitalización de la cultura ucraniana —le dijo a Rosa—. Yo formo parte de ella —declaró, con excesiva solemnidad tal vez.

Sus intereses no se acababan, empero, allí. Parecía fascinarle todo lo relacionado con la cultura y las artes, y absorbía las nuevas ideas con una rapidez extraordinaria. Cuando Dimitri lo llevó a ver a su prima Nadiezhda, Karpenko dio la sensación de hallarse en su elemento y enseguida se ganó el favor de los de la casa. Hasta el importante industrial quedó impresionado. «Vaya, me dejas atónito con lo que sabes, pequeño cosaco», le decía riendo. A menudo iba a sentarse con su hija y Dimitri a un lado, y Karpenko en el otro, y, rodeándolos con sus grandes brazos, los ponía al corriente de las últimas novedades del mundo del arte.

Aquella era una época emocionante para la familia Suvorin, pues ese año, además de su inmensa mansión, Vladímir había decidido construir una nueva casa, a unos dos kilómetros de distancia.

—Un pequeño lugar de retiro —les dijo—, aunque fuera de lo común.

La descripción pecaba de modesta. Solo un puñado de hombres en todo el mundo se habrían atrevido a hacer lo que él se proponía: construir una casa, de arriba abajo, en el estilo del art nouveau.

El proyecto que les enseñó a Dimitri y a Karpenko era impresionante. Aunque la estructura básica del edificio se reducía a una simple forma cuadrada con una entrada lateral, ahí terminaba toda concesión a los usos tradicionales. Las ventanas, las columnas, los techos, todo presentaba las curvas, volutas y espirales características del art nouveau. El efecto era mágico, evocador de un entorno natural.

—Es como una fabulosa orquídea —observó Karpenko, complaciendo con su comentario al industrial.

—Dispondrá de las últimas novedades en todo —los informó—. Luz eléctrica y hasta teléfono.

Iban a llegar diseñadores de Francia para supervisar las obras.

—Tu tío es como un príncipe del Renacimiento —le comentó más tarde en tono admirativo Karpenko a Dimitri.

Karpenko era un chico estupendo. Entre él, Dimitri y su prima Nadiezhda se creó una estrecha amistad. La niña de diez años, pese a su cultura e inteligencia, escuchaba embelesada a aquel guapo ucraniano de ojos relucientes y contagioso entusiasmo. Ese año estaba deslumbrado con los nuevos poetas rusos adscritos al movimiento simbolista. «La música —exclamaba— es el arte supremo porque tiene acceso al mundo perfecto de la mística, pero mediante las palabras casi podemos llegar a él.» Luego citaba poemas enteros del joven y brillante poeta ruso Alexandr Blok, que los transportaba a un reino de misteriosas diosas, o al fin del mundo, o a la llegada de algún anónimo mesías, mientras Nadiezhda lo miraba con ojos brillantes. Los dos chicos adoptaron la costumbre de ir a verla varias veces por semana.

La alegre intimidad de aquellas tardes que pasaban juntos se veía solo ensombrecida de vez en cuando por la presencia de un muchacho de dieciséis años muy serio.

Corría el mes de noviembre cuando comenzaron a darse cuenta de que Alexánder Bobrov había entrado en sus vidas. Por aquel entonces, su padre acababa de convertirse en diputado por Moscú, en representación del Partido Liberal de los Cadetes, de la nueva Duma conservadora impuesta por el zar, lo cual había supuesto cierto alivio para la familia tras la pérdida de sus propiedades. Dado que su padre acababa de ser excluido de la Duma, en Dimitri aquello no suscitaba precisamente sentimientos de simpatía para con aquel joven tan serio. Nadiezhda lo trataba con educación porque era amigo de su padre, pero Karpenko, con quien solo se llevaba dos años, no se molestaba en disimular su desprecio.

Alexánder hablaba muy poco. Después de visitar a Suvorin con cualquier pretexto, se presentaba con él o, a veces, aparecía solo, y después de dedicar unas palabras de cortesía a Nadiezhda, se quedaba un rato escuchando, bastante envarado, su conversación. Karpenko no tardó en sacarle un mote. «Cuidado, ahí viene el Calendario Ruso», susurraba.

Era un hallazgo ingenioso. Aunque Pedro el Grande reformó el calendario, había adoptado el antiguo sistema juliano para contar los días; mientras los demás países de Europa habían cambiado hacía tiempo al sistema gregoriano, Rusia y la Iglesia ortodoxa se habían aferrado al juliano. Como consecuencia de ello, a comienzos del siglo XX, el vasto imperio iba trece días por detrás del resto del mundo. Aquel sobrenombre reflejaba con certera crueldad la mentalidad conservadora de Alexánder.

Siempre que veía al joven Bobrov, Karpenko se ponía a hablar con entusiasmo de los nuevos tiempos que se avecinaban y de la insensatez del zar. A menudo recitaba versos de Alexandr Blok en los que el poeta denunciaba el estancamiento de Rusia:

Que los cuervos graznen y vuelen

por encima de quienes a diario fallecen.

Oh, Dios, haz que unos hombres mejores

presencien la llegada de tu reino.

Y el pobre Bobrov permanecía, taciturno, en su posición de observador.

Por Pascua del año siguiente, 1908, un pequeño incidente dejó a las claras cuáles eran las intenciones del joven Bobrov.

Igual que ocurría en todos los hogares rusos, el día de Pascua era una ocasión de gran trajín en la mansión de los Suvorin. Aunque ni Vladímir ni su hermano Pedro eran religiosos, a ninguno de los dos se les habría ocurrido no respetar la larga vigilia pascual de la noche anterior; y el día de Pascua la casa estaba abierta a un constante desfile de visitas. En la larga mesa del inmenso comedor se sucedían los suculentos manjares que por fin podrían comerse después del ayuno de Cuaresma. En el centro estaban los dos platos tradicionales de Pascua: kulich, el untuoso y espeso pan decorado con el signo pascual, y el pastel blanco en forma de pirámide, el paskha. Y por todas partes había, por supuesto, huevos decorados de Pascua, unos pintados de rojo, otros cubiertos a la manera ucraniana con filigranas. La gente los llevaba y los recibía en tal abundancia que en casa de los Suvorin, por ejemplo, se consumían varios miles de huevos, acompañados siempre con vodka helado.

Los Bobrov llegaron a mediodía, justo después de Pedro Suvorin y su familia, y por eso Dimitri y su amigo fueron testigos de la escena. Nadiezhda y su madre llevaban el vestido tradicional que se ponían las mujeres rusas los días de fiesta. Asimismo, la señora Suvorin lucía una alta diadema —el kokoshnik— de oro y nácar, que añadía aún más empaque a su apariencia. Tal como era costumbre, los recién llegados saludaban a una persona tras otra, besándola tres veces al tiempo que intercambiaban la fórmula pascual:

—Cristo ha resucitado.

—Ha resucitado, sí.

No obstante, cuando el joven Alexánder Bobrov llegó a la altura de Nadiezhda, se detuvo y sacó una cajita del bolsillo.

—Es un regalo para ti —dijo con gravedad.

La niña la abrió, estupefacta, y descubrió un pequeño pero hermoso huevo de Pascua, hecho en plata y decorado con piedras de colores. Era de Fabergé.

—Es precioso. —Estaba tan atónita que no sabía qué decir—. ¿Es para mí?

—Por supuesto —confirmó él, sonriente.

Dimitri y Karpenko observaban con un asombro parecido. Aunque era una de las piezas de menor tamaño de Fabergé, no era un regalo normal para un muchacho que aún iba al colegio, ni tampoco muy adecuado. Y no fueron solo ellos los que consideraron poco apropiado el presente, pues la señora Suvorin, a la que no se le escapaba nada, se interpuso entre ambos en el acto.

—Qué regalo más bonito. —Se hizo cargo del muchacho y de su huevo, y los llevó al otro lado de la estancia antes de que Alexánder se diera cuenta de lo que ocurría—. Pero, mi estimado Alexánder —añadió, con suavidad y firmeza a la vez—, no puedo permitir que le des algo así a Nadiezhda a su edad. Es demasiado joven, hazte cargo.

—Si usted no quiere… —Alexánder se había ruborizado.

—Ha sido muy considerado por tu parte, pero ella no está acostumbrada a ese tipo de regalos, Alexánder. Si quieres, puedes dármelo a mí y yo se lo daré a ella cuando sea mayor —se ofreció amablemente.

Sintiendo con tristeza que no podía hacer otra cosa sin faltar a las normas de educación, Alexánder se lo entregó.

El mensaje, sin embargo, era claro. Había intentado formular una declaración y la señora Suvorin no le había dejado. Se sentía turbado y humillado, y ni siquiera le sirvió de consuelo que Vladímir le rodeara con afecto los hombros y lo llevara a dar un paseo por la galería.

En cuanto a Dimitri y Karpenko, no cabían en sí de regocijo.

—Pobre Bobrov —se mofó Karpenko—. Fabergé le vendió un huevo podrido.

Y Nadiezhda, privada de su huevo, no acababa de saber qué sentimientos le había causado todo aquello.

Junio de 1908

En el verano de 1908 daba la impresión de que, después de todo, en Rusia podía imponerse la paz. La oleada de terrorismo estaba remitiendo. Las duras medidas adoptadas por Stolipin contra los revolucionarios habían causado estragos entre sus filas; además, el reciente descubrimiento de que el terrorista más destacado del Partido Socialista Revolucionario había sido, durante mucho tiempo, agente de policía había debilitado su posición a los ojos del pueblo. Por otra parte, se atisbaban algunos progresos. La nueva Duma no era, como muchos habían temido, la voz del zar. Los liberales como Nicolái Bobrov se manifestaban con valentía en favor de la democracia y hasta la mayoría conservadora apoyaba al ministro Stolipin en sus prudentes planes de reforma. Finalmente, ese año, el excelente clima prometía una pingüe cosecha. En el campo reinaba la calma.

Fue en el campo donde, bajo un cielo azul, sucedió de improviso lo que iba a decidir el destino de Dimitri.

La idea de ir a Russka fue cosa de Vladímir. El mal aspecto que había presentado Rosa durante toda la primavera había llevado a este y a Pedro a animarla a huir del calor de la ciudad. Al final dispusieron que Dimitri iría con sus amigos; Karpenko se quedaría el mes de junio antes de volver a Ucrania para pasar allí el resto de las vacaciones, y Rosa intentaría ir con Pedro en julio.

A Dimitri le encantó el lugar. Su tío ya le había conferido su huella personal. A unos treinta metros de la antigua casa de los Bobrov se alzaba ahora un largo edificio de madera que albergaba el museo y varios talleres en un extremo. En estos, había instalado a un experto tallista en madera y a un alfarero, cuyo trabajo pasaban largos ratos observando Dimitri y Nadiezhda. El museo contenía ya considerables tesoros, pese a que acababa de abrir sus puertas: las tradicionales ruecas, cucharas de madera pintadas y profusamente labradas, prensas para cortar con diferentes dibujos las galletas o el pan, y espléndidas telas bordadas en las que se representaba el curioso motivo del pájaro oriental habitual en Russka. Asimismo, Vladímir había iniciado una colección de iconos de la escuela local, del periodo cuya elaboración había girado en torno al monasterio.

En la vivienda en sí, Vladímir había añadido una surtida biblioteca y un elegante piano. La señora Suvorin, que no disimulaba el aburrimiento que le producía el campo, pasaba mucho tiempo leyendo en el porche; pero la casa funcionaba con eficiencia a cargo de Arina, cuyo hijo Iván permanecía siempre al acecho, con la esperanza de encontrar a alguien con quien jugar. Él y Nadiezhda tenían más o menos la misma edad, y era divertido ver a la erudita niña de diez años bajar a la carrera la cuesta en pos del niño campesino o jugar al escondite con él en los bosques cercanos a la casa.

Por las tardes, Vladímir solía llevar a Nadiezhda y a los chicos a nadar al río. El corpulento industrial demostraba una sorprendente agilidad y buenas dotes de nadador. Karpenko, según se vio, apenas sabía nadar, pero Vladímir le enseñó, y con tanto éxito que pronto el ucraniano fue capaz de ganarles a todos. Después, todavía con el hormigueo causado por el frescor del agua, se sentaban a charlar en la orilla.

El industrial era un conversador ameno. Rodeando con su fornido brazo a Nadiezhda o a uno de los chicos, discutía toda suerte de temas con ellos, igual que si fueran adultos. Una de aquellas tardes les expuso su visión del futuro de Rusia. Como siempre, estuvo muy acertado en sus apreciaciones.

—Rusia libra ahora una carrera contra el tiempo. Stolipin, que cuenta con mi apoyo personal, sabe que debe modernizar Rusia mientras contiene las fuerzas de la revolución. Si lo consigue, el zar se mantendrá en el trono; si no… —Hizo una lúgubre mueca—. Entonces vendrá el caos, la insurrección de los campesinos y los obreros. Es lo de «recordad a Pugachev» que se ha dicho siempre.

—¿Y qué debe hacer Stolipin? —preguntó Karpenko.

—Tres cosas, ante todo. En primer lugar, desarrollar la industria. Gracias al capital extranjero, ese aspecto va bien. A continuación, educar a las masas. Tarde o temprano, se impondrá algún tipo de democracia, y el pueblo aún no está preparado para ella. Stolipin también está logrando avances en eso. Y, en tercer lugar, reformar el campo, aunque eso me temo que va a ser duro —reconoció, exhalando un suspiro.

El intento de cambiar a los campesinos rusos era, como bien sabía Dimitri, un elemento vital de las reformas del gran ministro. A lo largo de los dos años anteriores se habían producido notables novedades. Se había concedido a los campesinos plenas libertades civiles, el derecho a los mismos tribunales de justicia que cualquier otro ciudadano y un pasaporte interno para viajar sin el permiso de la comuna, que ahora podían abandonar cuando quisieran. Por fin, medio siglo después de la emancipación, eran hombres libres tanto en la teoría como en la práctica. De todos modos, todavía persistía un grave problema.

—¿Qué se puede hacer en lo tocante a la comuna? —se planteó en voz alta Vladímir.

Todavía entonces, seguía aplicándose casi el mismo sistema de rotación de tierras de la época medieval, con su redistribución periódica. El rendimiento de los cultivos de cereales en Rusia continuaba siendo tres veces inferior al de la mayor parte de Europa occidental. Con el objetivo de poner remedio a esto, Stolipin animaba a los campesinos a separarse de la comuna, a cultivar sus propias tierras y a constituirse en granjeros independientes. Se habían aprobado leyes y el Banco Agrícola ofrecía créditos de fácil acceso, pero hasta el momento apenas se habían registrado avances.

—Pero ¿no intenta Stolipin convertir al campesino en un burgués, en un capitalista? —objetó Dimitri.

—Por supuesto —admitió Vladímir—. A diferencia de ti, Dimitri, yo soy un capitalista. De todos modos, reconozco que va a ser muy difícil que obtenga resultados.

—Pues yo hubiera dicho que es muy fácil —señaló Karpenko.

—Sí, claro, porque tú eres de Ucrania —repuso, alborotándole el cabello con afecto—. Allí, en las zonas occidentales de la Rusia Blanca, hay una tradición de explotaciones independientes, pero en las provincias centrales, en la Rusia propiamente dicha, el sistema comunal está muy arraigado. Basta con observar este pueblo. Fíjate en Borís Románov, el anciano del pueblo.

Dimitri y Karpenko no habían tardado en conocer a Románov. Como anciano del pueblo, gozaba ahora de cierto poder, y era evidente que eso le complacía. Su familia, en la que se contaban tres robustos hijos, disponía de la mayor parcela de tierra del pueblo, y la casa de Borís presentaba bonitas decoraciones de madera en los aleros y los postigos pintados. Aun así, esa primavera, cuando las reformas de Stolipin habían propiciado que se pusieran en venta unos terrenos del Estado contiguos al monasterio, no los había comprado. «Los va a comprar la comuna —respondió, radiante, a la pregunta que al respecto le había hecho Vladímir. Luego, en voz baja pero audible, había añadido—: Y un día también lo desalojaremos con humo a usted.»

—No hay forma de persuadir a Románov de que la solución de sus problemas no es arrebatar esta finca a sus propietarios —prosiguió Vladímir—. ¿Y sabéis lo irónico del caso? En muchas provincias no hay tierra suficiente, ni aunque se desposeyera a todos los terratenientes, para mejorar lo más mínimo las condiciones de los campesinos. Su mejor alternativa es trasladarse a provincias menos pobladas, cosa que Stolipin procura también fomentar. —Exhaló un suspiro—. De modo que los campesinos apoyan a los revolucionarios sociales, y hasta a los terroristas, porque prometen redistribuir toda la tierra.

»El típico campesino comunal —concluyó, con una triste sonrisa, el industrial— apenas hace nada por sí mismo y espera un milagro que lo resuelva todo de un día para otro. Pasivo, pero enojado. Prefiere décadas de sufrimiento innecesario, seguidas de un momento de violencia inútil.

Pese a saber, debido a la ideología socialista de sus padres, que su tío Vladímir estaba equivocado en sus planteamientos conservadores, Dimitri sentía gran respeto por su inteligencia y reconoció que lo que había dicho era, en gran parte, cierto.

—¿Crees entonces —preguntó, pensando en la revolución que de forma inexorable había de llegar— que Stolipin fracasará y el zar será destronado?

—No lo sé seguro —respondió con franqueza su tío—. De todos modos, hay que tener en cuenta que en 1905 hubo guerra y escasez de comida. Eso fue lo que provocó la revolución. Por eso yo diría que, para poder ganar la carrera, Stolipin necesita dos cosas: paz y buenas cosechas. Eso, y solo eso, es lo que decidirá el futuro de Rusia.

Con todo, aquel apacible verano resultaba duro pensar durante mucho rato en cuestiones tan graves.

Aquellos fueron días felices. Por las mañanas, Karpenko salía a menudo a explorar el campo o a dibujar, o ideaba fantásticos juegos para divertir al pequeño Iván y a Nadiezhda, que lo consideraban poco menos que un dios. Mientras tanto, Dimitri pasaba tres horas tocando el piano. Se había concentrado en el piano, relegando casi por completo el violín; aunque carecía del virtuosismo técnico de un solista profesional, tocaba con notable instinto musical.

Por las tardes, cuando no iban a nadar con Vladímir, permanecían en el porche leyendo o jugando a las cartas con la señora Suvorin.

Un día Vladímir los llevó a ver las fábricas de Russka. Fue un recorrido impresionante. Dimitri había observado con interés a los obreros mientras realizaban sus tareas. Karpenko había quedado fascinado más que nada por el mecanismo de la planta.

—Qué poder tan descarnado —comentó después en un susurro a Dimitri—. ¿Te has fijado en la belleza tan increíble y dura que tenía el lugar? Y tu tío está al mando de esa maquinaria. Cada día lo admiro más.

Habían ido al monasterio varias veces. La segunda semana de junio, Arina los llevó de excursión al otro lado del río, a las antiguas fuentes, que despertaron el entusiasmo de Karpenko.

—¡Qué eslavo! —exclamó—. ¡Qué pagano!

El atardecer era el momento predilecto de Dimitri. En ocasiones, mientras los otros charlaban y reían en la biblioteca, él se instalaba delante del piano e interpretaba los retazos de música que componía. Fue durante aquellos ratos cuando descubrió un nuevo y extraordinario rasgo de su tío, pues a veces, mientras tocaba, tenía conciencia de que este entraba en silencio y se sentaba en un rincón. Con frecuencia, no obstante, en las pausas que realizaba, Vladímir se acercaba y, tras observar con aire pensativo el teclado, sugería con su profunda voz de barítono: «¿Por qué no pruebas de esta manera?», o bien: «Si modificaras el ritmo aquí…». Lo más extraordinario era que sus consejos siempre contenían algo que, sin ser consciente de ello, Dimitri quería expresar ya antes. «¿Cómo sabes tan bien lo que hay en mi cabeza? —le preguntaba—. ¿Quién compone, tú o yo?» A lo que su tío le respondía, con un asomo de tristeza: «Algunos, Dimitri, poseen el talento para crear. Otros, solo para comprender el acto creativo». Dimitri se quedaba una vez más maravillado con aquel hombre, por quien sentía un creciente afecto.

El día antes de su partida, Karpenko hizo un aparte con Dimitri.