El Forest

Abril de 2000

Domingo por la mañana. Dottie Pride había llegado la tarde anterior al hotel Albion Park, pero ya sentía el acostumbrado cosquilleo de nervios en la boca del estómago. Disponía de una semana, una semana para averiguar la verdadera historia y hallar el enfoque más adecuado. Tenía tiempo suficiente. Sin embargo, era justamente en esa fase cuando le entraba siempre el pánico.

Decidió visitar en primer lugar Beaulieu. El sábado se trasladaría allí para planificar el documental, pero antes quería echar un vistazo por su cuenta al lugar. Quizá le proporcionaría algunas ideas. Distaba tan sólo diez minutos en coche, incluso conduciendo a sesenta y cinco kilómetros por hora, que era el límite de velocidad impuesta en la zona para proteger a los ponis y a los ciervos.

Dottie estaba impresionada. Si las mansiones aristocráticas de Gran Bretaña necesitaban a los turistas para financiar su mantenimiento, el actual lord Montagu había demostrado tener un magnífico sentido de los negocios. Tomando el interés de su padre en los primeros automóviles como punto de partida, había convertido el Museo del Motor en Beaulieu en una institución nacional de gran envergadura. A Dottie no le interesaban especialmente las máquinas, pero había pasado una media hora fascinante admirando los Daimlers Victorianos, los Rolls-Royces eduardianos e incluso algunos coches de los años cincuenta. No obstante, cuando abandonó el museo y recorrió la breve distancia hasta la abadía, la era mecánica pareció disiparse discretamente y Dottie penetró en la silenciosa paz del universo medieval.

Todo seguía un orden perfecto. Después de visitar la casa, Dottie contempló una muestra de vida monacal en el gigantesco domus donde los hermanos legos habitaban cuando no se hallaban en las granjas. Y cuando recorrió los dilapidados claustros, casi le pareció ver a los monjes cistercienses afanándose en sus tareas cotidianas entre las piedras grises. En uno de los apacibles espacios donde solían sentarse bajo los arcos para leer o estudiar, Dottie observó con disgusto que un gamberro había tallado una pequeña «A».

Beaulieu abriría el documental y el momento no podía ser más idóneo. Lord Montagu había elegido el 24 de abril, domingo de Pascua, para conmemorar el noningentésimo aniversario del asesinato del rey Guillermo el Rufo en New Forest. Había organizado un importante torneo de tiro con arco en Beaulieu y el actor Robert Hardy, que era una autoridad mundial en dicho deporte, lo inauguraría. Lord Montagu haría las veces de lord Paramount de la jornada, un término medieval que designaba al promotor del acontecimiento. Sería una jornada pintoresca, llena de resonancias medievales. Un excelente material televisivo.

Con una sorpresa histórica. El señor Arthur Lloyd, un reputado historiador del lugar, había demostrado de forma palmaria que existían documentos de la época que confirmaban que el asesinato de El Rufo había tenido lugar en Througham, en la franja costera situada más abajo de Beaulieu. La célebre piedra de El Rufo, una de las atracciones turísticas más conocidas de Inglaterra, se hallaba ubicada en un lugar equivocado.

¿Y luego? Dottie dedicó el resto del día a recorrer en coche el Forest. En primer lugar se dirigió a Buckler’s Hard. En la actualidad, junto a sus riberas cubiertas de hierba habían erigido un museo naval. Contenía la maqueta de un astillero que mostraba el aspecto que debía de tener por la época en que construyeron uno de los buques de Nelson, el Swiftsure, el cual acaparó toda la atención de Dottie. La joven reparó en que algunas secciones de los inmensos Mulberry Harbours que habían utilizado para los desembarcos del día-D durante la Segunda Guerra Mundial, habían sido construidas en el astillero junto al río Beaulieu. Un dato muy interesante, ciertamente.

Al este de Beaulieu se encontraba los Exbury Gardens y Lepe County Park. En el borde del Forest, por el lado de Southampton, había un centro dedicado al medio ambiente y una granja modelo. Un poco más al norte Dottie vio un parque con ponis para que los niños se pasearan montados en ellos. El mensaje era claro. New Forest moderno se había equipado de forma muy profesional para atraer al mayor número posible de visitantes. Pero del negocio no sólo se beneficiaban grandes empresas turísticas. Cuando Dottie se dirigió por la tarde hacia el umbroso enclave de Burley, comprobó que la aldea se lucraba de su fama de antiguo centro de brujería con tres comercios en los que se vendían todo tipo de baratijas relacionadas con dichas artes. Turismo y ocio: ¿era ése el futuro del antiguo coto de caza del rey?

El lunes amaneció soleado. Dottie sintió que el corazón le latía de emoción mientras subía por la empinada calle Mayor de Lyndhurst. A su izquierda, la elevada torre victoriana de la iglesia se alzaba hacia el firmamento primaveral azul celeste.

Cuando había telefoneado al Museo de New Forest, no sólo le había dicho que podía asistir a la sesión que celebrarían esa mañana, sino que habían ofrecido enviar a alguien para recibirla allí.

—Descuide —había dicho la voz por teléfono con tono risueño—, la localizaremos.

Cuando Dottie llegó a la cima de la cuesta, comprendió el motivo. La Casa de la Reina, el antiguo pabellón de caza y mansión real, era un hermoso edificio de ladrillo rojo. Junto a la puerta se había congregado una veintena de personas, que aguardaban pacientes. Por la forma en que charlaban entre sí, Dottie dedujo que se conocían. Ella era la única forastera. Dottie echó una ojeada a su alrededor.

—¿Es usted Dottie Pride? —inquirió una voz a sus espaldas.

—Sí. —Dottie se volvió. Un hombre le tendió la mano. Una leve inclinación de cabeza. Una sonrisa. ¿Dijo su nombre? Si lo hizo, ella no lo captó.

Lo único que sabía Dottie era que tenía ante sí al hombre más hermoso que había visto en su vida. Era alto y delgado, con aspecto celta. Podía haber sido irlandés. Tenía el pelo negro y rizado, largo hasta los hombros. Su rostro pálido y sensible evocaba las ilustraciones de los poetas metafísicos del siglo XVII. Sus ojos castaños tenían una expresión dulce, maravillosamente inteligente. Lucía una cazadora de cuero marrón.

—Ya podemos entrar —dijo—. Han abierto la puerta.

La sala de los guardas mayores de los bosques reales era un cámara rectangular. Al fondo había una plataforma que se extendía de lado a lado de la habitación, como la tribuna de un magistrado; en el muro detrás de ésta se veía el escudo de armas real. Las paredes estaban decoradas con cabezas y astas de venado y alrededor de la habitación había unas vitrinas. En un lugar de honor estaba expuesta la antigua espuela, a través de la que tenían que pasar los perros para no ser proscritos. El suelo estaba ocupado por unos bancos de madera, salvo el espacio al frente, donde había una mesa y un estrado para los testigos. El techo estaba surcado por viejas vigas de roble. Dottie, un tanto aturdida, se sentó al fondo, procurando no mirar de forma descarada a su acompañante.

—El tribunal de los guardas mayores de los bosques reales se reúne el tercer lunes de cada mes, diez meses al año —murmuró éste—. El guarda mayor oficial es nombrado; unos pocos representan instituciones oficiales; los restantes son elegidos. Para presentarse como candidatos tienen que poseer derechos de pasto.

—¿Éste es el tribunal que fue establecido en 1877 para sustituir al viejo tribunal medieval? —Dottie estaba bien informada. Se preguntó si habría impresionado a su acompañante con sus conocimientos.

—Modificado en un par de ocasiones, pero básicamente, sí. Aquí viene.

Los guardas mayores entraron en la sala. El acompañante de Dottie le ofreció unas breves semblanzas de éstos a medida que iban apareciendo.

Dos habían publicado unos libros sobre New Forest. El guarda mayor oficial era un importante terrateniente. La mayoría de ellos tenían raíces en el Forest que se remontaban a siglos atrás. Esa mañana estaban presentes ocho de ellos en la tribuna. Al frente, vestidos con unos uniformes verdes, había dos agisters. El agister primero, situado junto al estrado de los testigos, dijo:

—Oíd, oíd, oíd. Todas las personas que deseen exponer un caso, o casos, relacionado con este tribunal de los guardas mayores de los bosques reales, pueden adelantarse y se les oirá.

Dottie tuvo la sensación de hallarse en la Edad Media.

Se leyó una breve relación. Luego vino la lista de ponis atropellados por coches: una triste realidad que se planteaba en cada sesión. Cuando se abrió la sesión, varias personas se acercaron al estrado de los testigos para realizar sus declaraciones, o exposiciones. Cada vez, el acompañante de Dottie le murmuraba una explicación al oído. Un hombre, de rostro orondo y cabello rubio, se quejó de los desperdicios que generaba un camping cercano.

—Reg Furzey. Un pequeño terrateniente.

Otro hombre, con un curioso rostro surcado de arrugas que parecía tallado en roble, se acercó al estrado para quejarse de una nueva propiedad cuya cerca ocupaba terreno perteneciente al Forest.

—Ron Puckle. Vendedor de muebles de madera para jardín en Burley.

El joven sonrió.

—Bien pensado, no deja de ser curioso —murmuró—. Durante siglos las viejas familias del Forest se dedicaban a ocupar ilegalmente terrenos del Forest; ahora se dedican a impedir que lo hagan los demás.

Al término de cada exposición, el guarda mayor oficial se ponía en pie educadamente, daba las gracias a la persona en cuestión y prometía tomar en consideración el asunto. Algunos temas referentes a las actividades de la Comisión Forestal de acuerdo con las ordenanzas municipales eran demasiado técnicas para que las entendiera Dottie. Pero el sentido de la sesión estaba muy claro: éste era el antiguo corazón del Forest. Y los comuneros y los guardas mayores estaban decididos a proteger su carácter ancestral.

Poco antes del mediodía salieron de la sala del tribunal. La siguiente cita de Dottie era en el museo a primera hora de la tarde, y su acompañante parecía dispuesto a marcharse. Dottie no sabía cómo arreglárselas para que se quedara con ella.

—Tengo que ir a echar un vistazo al Recinto de Grockleton —dijo—. ¿Podría mostrarme dónde está?

—Ah, bueno. —Su acompañante parecía sorprendido—. Supongo que sí. Tendrá que caminar un trecho.

—No me importa. Por cierto, ¿cómo dijo que se llamaba?

—Peter. Peter Pride.

—¿Pride?

Dottie nunca había caminado tan deprisa. Se preguntó que si se detenía, él seguiría adelante, pero no se atrevía a hacer la prueba. Por fortuna, Peter se detenía de vez en cuando para mostrarle unos líquenes, o un bicho extraño a los pies de un tronco, o una plantita que, a los ojos de un experto naturalista, convertía este antiguo lugar en un paraíso ecológico. En cierto momento, cuando llegaron a un extenso páramo, Dottie se fijó en que los acebos que crecían sobre una loma cercana presentaban un curioso perfil al recortarse contra el firmamento.

—Por debajo son planos, como setas —comentó.

—Ésa es la línea que crean los animales al pacer —explicó Peter—. Los ponis y los ciervos devoran las hojas hasta donde alcanzan.

Y Dottie comprendió que la mayoría de árboles que contemplaba mostraban esta característica. Vistos a los lejos, les confería un efecto mágico, como si flotaran.

Las lecciones continuaron. Aunque Dottie no entendía siempre los datos científicos que él le ofrecía constantemente, cuando menos captaba el sentido del tema. Por otra parte, podía observar a ese joven alto y atlético mientras caminaba frente a ella.

Era un ecologista de profesión, pero a la vez un historiador del Forest. Y muy instruido. Dottie se sentía impresionada por sus conocimientos. Se preguntó qué edad tendría. Veintitantos años, quizá veinticinco. Quizás un año o dos más joven que ella, pero no más. Ella se preguntó si estaría casado o tendría pareja.

A él le hizo gracia el nombre de ella.

—Yo soy uno de ellos —le explicó—. Pero hay Prides en todo el Forest. ¿Está usted segura que no es de aquí?

El padre de Dottie le había dicho de niña que le recordaba a su abuela Dorothy, en cuyo recuerdo le habían puesto su nombre. Más recientemente, Dottie había averiguado también que la abuela de su padre no se había casado nunca.

—Vivía a su aire —le explicó su padre—. Durante varios años vivió con un profesor de arte. Luego con otro. Tenía un talento especial para atraer a artistas. El primero le dejó un sinfín de cuadros, que al parecer se cotizaban bien. Nunca supimos con certeza quién era su padre, o sea el mío. Pero en cualquier caso adoptó el nombre de su madre, que era Pride.

—Mi bisabuela se llamaba Dorothy Pride de soltera —comentó Dottie—. Pero era de Londres.

Peter asintió brevemente, aunque no volvió a hablar del tema.

A Peter le intrigaba el motivo por el que Dottie deseaba visitar el Recinto de Grockleton. Cuando ella le explicó que su jefe, John Grockleton, estaba vinculado con el Forest, a Peter le pareció muy divertido.

—Grockleton era un comisionado de la detestada Oficina Forestal —explicó a Dottie—. Construyó una línea férrea y a causa de ella varias personas sufrieron daños. En estos parajes no es un nombre popular.

—Ah. —Dottie se devanó los sesos tratando de dar con otro tema.

—Ya hemos llegado —dijo él con tono jovial al cabo de unos minutos—. El Recinto de Grockleton.

La plantación, a pesar de que habían talado los árboles y habían plantado otros en numerosas ocasiones, presentaba el mismo aspecto que hacía un siglo. Las hileras de coníferas parecían interminables. Debajo de los árboles, en el poco espacio que había, todo estaba oscuro, silencioso, muerto.

—Vamos —dijo Dottie.

Como llegaron con unos minutos de adelanto al Museo de New Forest en Lyndhurst, aprovecharon para dar una vuelta rápida por la exposición. Abarcaba cada faceta de la vida en el Forest, desde un reciente y famoso cazador de serpientes hasta un detallado gráfico que mostraba cómo encender un fuego de carbón de leña.

Cuando subieron a la biblioteca que se encontraba en el piso superior, Dottie ansiaba formular algunas preguntas.

La figura que se levantó detrás de una amplia mesa central era un hombre de baja estatura, con una barba canosa, un rostro amable y unos ojos azules observadores y sagaces. Peter Pride ya le había explicado a Dottie que, aunque el anciano poseía un carácter afable, constituía la discreta fuerza detrás de buena parte de lo que se cocía en el museo del Forest. El anciano dispensó a Dottie una cálida bienvenida, le presentó a varias personas que trabajaban allí, las cuales se mostraron también muy amables, y le explicó que en el museo trabajaba también un equipo de voluntarios que acudían todos los días.

—Ésta es la señora Totton —dijo indicando a una señora de aspecto distinguido, que en su juventud debió de ser una rubia muy atractiva—. Hoy está de guardia —precisó sonriendo a Dottie con afabilidad.

—¿Qué le gustaría saber?

Dottie se había preparado a fondo para esta entrevista, la cual resultó muy interesante. ¿Se enfrentaba el Forest a una crisis?, preguntó.

—Los retos de los siglos XX y XXI son nuevos; pero hunden sus raíces en el pasado, como es lógico —respondió el riguroso historiador—. El motivo de las protestas y los fuegos es muy simple. Los comuneros no sólo tienen problemas en cuanto agricultores, debido a los precios exorbitantes del ganado, los cerdos y los ponis. Los recién llegados, los forasteros, pagan unos precios tan altos por las dehesas donde guardan sus ponis que el precio del suelo está subiendo de forma increíble. Ante todo, piensan que el mundo moderno (la Comisión Forestal, el gobierno local, el gobierno central) les desprecia. Y sin embargo, son ellos quienes constituyen el Forest.

—Luego está la degradación del antiguo espacio natural del Forest, por lo general provocado por los usuarios del camping y turistas que no cuidan el entorno.

—¿Miles de coches? —inquirió Dottie.

—Sí. Pero el noventa por ciento de la gente que viene en coche no se aleja más de quince metros de la carretera. La nueva afluencia de bicicletas podría resultar más dañina. Ya veremos.

Dottie asintió. Sólo había visto un ciclista de camino al Recinto de Grockleton, el cual circulaba entre los árboles y destripaba el terreno.

El anciano sonrió con tristeza.

—Como siempre, queremos que vengan turistas por la cantidad de dinero que gastan pero no por los daños que provocan. Aunque, por supuesto, ése es otro tema importante.

—Pero existe un tercer peligro, a largo plazo. La gran amenaza del siglo que viene, por así decirlo.

—¿La construcción?

—Exactamente. El imperativo de construir nuevas viviendas, la existencia de una gigantesca zona en la que apenas se ha construido. Algunos opinan que deberíamos proteger el Forest convirtiéndolo en un parque nacional, lo cual impediría en gran medida la construcción de viviendas aquí; otros, en especial los comuneros, temen que eso podría restar poder a los guardas mayores de los bosques reales, quienes durante los últimos ciento cincuenta años han sido la única protección que han tenido. —El anciano sonrió de nuevo—. Podríamos hablar de cualquiera de estos temas.

Y lo hicieron durante un rato. El anciano y sus colaboradores ayudaron a Dottie a compilar una lista de personas con las cuales le convenía hablar.

—¿Me permite que añada mi nombre a la lista? —preguntó la señora Totton.

Un gesto afirmativo de la cabeza por parte del amable historiador indicó a Dottie que debía aceptar.

—Perfecto —dijo la anciana—. Venga a tomar el té el viernes. Venga temprano, a las cuatro.

—Si desea comprender lo que sienten los comuneros —terció Peter Pride—, debería de asistir a una subasta de ponis. El jueves se celebra una.

—Suena muy pintoresco. Quizá deberíamos filmarlo —respondió Dottie mirando a Peter Pride—. ¿Asistirá usted?

—Es posible. ¿Mi presencia la ayudaría?

—Sin duda.

Cuando la reunión concluyó y Dottie se disponía a marcharse, se detuvo para formular una última pregunta.

—A propósito —dijo—, la gente con frecuencia asocia New Forest con la brujería. ¿Existe realmente gente que practica aquí la brujería?

El amable historiador se encogió de hombros. La señora Totton dijo que no lo creía. Peter Pride sacudió la cabeza y afirmó que eso eran pamplinas.

—Yo misma me preguntaba si sería cierto —dijo Dottie.

Los del equipo de rodaje estaban muy atareados. Una escena como ésta era un reto digno de admirarse. Los últimos dos días había tenido mucho que hacer, pero Dottie aguardaba con impaciencia que llegara el jueves.

Las subastas de ponis en la antigua estación particular de lord Montagu en Beaulieu Road, siempre eran muy animadas. Después de abandonar Lyndhurst siguiendo el recinto del parque, habían conducido a través del páramo en dirección al sureste, hacia Beaulieu, a lo largo de unos cinco kilómetros, cuando la silueta del puente tendido sobre la línea férrea les indicó que habían llegado a su destino. Y al cruzar el puente, a su izquierda, lo vieron: un recinto rodeado por una cerca en el que iba a celebrarse la subasta; junto al recinto había unos corrales.

Los camiones y los carromatos en lo que transportaban a los caballos empezaron a llegar temprano. Aparte de los acostumbrados puestos de bebidas, había otros en los que se vendían arreos de caballos y botas de montar. Pero eran unos negocios marginales. El recinto donde iba a celebrarse la subasta era el centro neurálgico de la jornada y los corrales comenzaron a llenarse de caballos.

Y la gente. Las gentes del Forest. Peter Pride ya estaba allí cuando llegaron. Se acercó a Dottie sonriendo y comentó:

—Hoy contemplará el auténtico Forest. Estas subastas de ponis, cuando conducen a los ponis fuera de cada zona del Forest para examinarlos, la carrera de caballos a campo traviesa el día de San Esteban: éstos son los acontecimientos más marcados del Forest.

—¿Y qué les parece nuestra presencia aquí? —preguntó Dottie.

—Les inspira recelo —respondió Peter encogiéndose de hombros—. ¿No se sentiría usted igual en su lugar?

Los asistentes iban llegando: los campesinos cubiertos con unas gorras de tejido, greñas y bigotes; las mujeres vestidas con todo tipo de prendas destinadas a protegerlas de los aguaceros primaverales; niños calzados con botas de goma de vivos colores. Las gradas instaladas en torno al recinto estaban atestadas de gente. Unos niños estaban encaramados en las barandillas, inspeccionando a los ponis. De pronto el rematador ocupó su lugar junto al recinto, dio unos golpecitos en el micrófono y comenzó la subasta.

Los ponis fueron conducidos al recinto de uno en uno o en parejas. Las descripciones del rematador eran breves, las pujas rápidas. Los ponis circulaban en torno al recinto mientras los hombres los tocaban, agitaban las manos y gritaban para controlarlos. Alguno mostraba ciertos rasgos árabes. Pero no todos los ponis eran de pura raza del Forest. En el recinto se veían también algunas espléndidas yeguas de pequeño tamaño.

Los del equipo de rodaje lo pasaban en grande. No necesitaban a Dottie. Confiaban en obtener una gran cantidad de material utilizable. Peter Pride, que no se despegaba de Dottie, seguía informándola discreta pero puntualmente.

—Ése es Toby Pride. El que está junto a él Philip Furzey. Ése es James Furzey y esos que están ahí son John Pride y su primo Eddie Pride. Ése es Ron Puckle. Lo vio en el tribunal de los guardas mayores. Y ese es Reg Furzey, ¿lo recuerda? Ése es Wilfrid Seagull, poco de fiar. Ése es mi primo Mark Pride. Y…

—Basta —le rogó Dottie—. He captado el mensaje.

Lo interesante, observó Dottie, era que al echar una ojeada en torno al recinto veía media docena de marcados rasgos familiares en todos esos primos. Un Pride no se parecía necesariamente a otro, pero el Furzey que estaba a su lado era evidentemente pariente suyo.

—Somos como los ciervos —comentó Peter—. Nos desplazamos por el Forest con el propósito de reproducirnos. Probablemente, ése es el motivo de que no tengamos tres ojos.

—¿Nunca dejan entrar a un forastero? ¿Me refiero dentro del Forest?

Peter señaló hacia el otro lado del recinto, donde había una chica muy atractiva con rasgos eslavos y el cabello rubio. Sus ponis acababan de entrar en el recinto.

—Ésos son de fuera —dijo Peter indicando a un hombre rubio que se hallaba dentro de un corral con uno de los Pride—. Se toman muy en serio la cuestión de los derechos de pasto. Han entrado a formar parte del Forest.

Dottie observó a la chica. Era muy guapa. De pronto sintió un absurdo aguijonazo de celos.

Entretanto, Peter meneaba la cabeza en un gesto de conmiseración mientras la atractiva muchacha frente a ellos arrugaba el ceño, furiosa. Los precios asignados a sus ponis eran escandalosamente bajos.

—No tiene ni para pagar el transporte y los jornales —dijo Peter con un suspiro—. Habrá que hacer algo.

Permanecieron otra media hora contemplando la subasta. Luego Dottie decidió que le apetecía beber algo. Cuando se dirigieron hacia la furgoneta en la que vendían refrescos, Peter se volvió hacia ella con aire pensativo.

—A propósito —dijo—, he comprobado unos datos. Hacia 1880 hubo una joven en mi familia llamada Dorothy Pride. Se trasladó a Londres.

Al igual que muchas mansiones georgianas, Albion Park había sido convertida naturalmente en un hotel. El comedor era elegante, y aunque a Dottie le había costado un poco convencerlo, Peter Pride había accedido por fin a ir a cenar con ella esa noche. Aparte del placer de seguir disfrutando de su compañía, Dottie se alegraba de tener la oportunidad de comentar ciertas ideas con él. Desde el lunes había entrevistado a casi una docena de personas: historiadores locales, gentes de la Comisión Forestal, los propietarios de la librería Nova Foresta, quienes conocían cada libro que había escrito sobre el lugar; comuneros, guardas mayores, residentes comunes y corrientes. Todos ellos tenían su propia opinión sobre el Forest. Pero Dottie tenía que empezar a analizarlas para decidir qué enfoque deseaba dar a reportaje.

Al principio, Peter y ella charlaron de temas generales. Dottie descubrió que les gustaba el mismo tipo de música. Peter era un buen jugador de ajedrez, lo cual no la sorprendió. Ella prefería los naipes, pero no tenía importancia. ¿Deportes? Senderismo. Él sonrió.

—Te tiene que gustar por fuerza caminar. Eres una Pride.

Ambos convinieron en que el hecho de que una Dorothy Pride se hubiera marchado del Forest y otra hubiera aparecido en Londres no demostraba nada.

—Si se hubiera casado —explicó Dottie—, al menos podríamos comprobar los nombres de sus padres en el certificado de matrimonio. Pero no se casó.

—Da lo mismo. —Peter le dirigió una sonrisa encantadora—. Quizá te adoptemos.

A Dottie le gustó ese comentario.

Al responder a sus preguntas, Peter procuró facilitarle la mayor cantidad de información posible. ¿Por qué odiaba todo el mundo a la Comisión Forestal?

—Por costumbre, en realidad. Ten presente que sustituyeron a la vieja Oficina Forestal, el enemigo natural de los comuneros.

¿Iban a convertir el Forest en una serie de horribles plantaciones de coníferas como el Recinto de Grockleton?

—No. De hecho, después de dedicarse a plantar coníferas durante un montón de años, la Comisión Forestal ha decidido plantar una mezcla de árboles de hoja ancha y coníferas adoptando un enfoque muy ecologista. —Peter sonrió con picardía—. Claro que nadie es perfecto.

No obstante, cuando Dottie sacó el tema de la ecología en su sentido más amplio, los ojos de Peter asumieron un brillo especial y empezó a improvisar sobre la marcha.

—¿Por qué es tan importante New Forest desde el punto de vista ecologista? —preguntó Peter a Dottie—. ¿Porque contiene más invertebrados que ningún otro espacio natural en Europa? —insistió sonriendo de gozo—. ¿Porque tenemos esos maravillosos cenagales? ¿Esta diversidad de hábitats intactos? ¿Estos insólitos ecotonos? Son unas zonas de gran riqueza natural donde se unen dos hábitats. Ahí es donde se congregan el mayor número de especies. —Peter la miró—. Responde, ¿por qué?

—Dímelo tú —contestó Dottie.

—Porque hace nueve siglos un rey normando lo convirtió en su coto de caza y, por un golpe de fortuna histórico, los bosques han conservado su estado primitivo, los pantanos no se han secado. La ecología es historia.

Peter la miró con aire triunfal.

—Excepto, claro está, que si el ser humano no hubiera intervenido, el Forest habría permanecido en un estado perfecto.

—Eso es imposible. El hombre forma parte de la ecuación natural junto con el resto de las criaturas de Dios. Piensa en ello. ¿Por qué la biomasa del Forest es pobre a nivel del suelo? Porque los ponis y los ciervos la devoran. Pero, paradójicamente, eso conduce a una diversidad de especies. ¿Acaso vas a eliminarlas? Lo más probable es que se hallaran aquí antes de que el ser humano llegara a esta región. No existe un sistema perfecto. Sólo un sistema equilibrado. E incluso ese equilibrio es precario. Si permitimos que sigan su evolución natural, las poblaciones animales, los bosques, todos los sistemas naturales mueren y se regeneran a distinto ritmo. Cuando tratas de imponer un orden estático sobre la naturaleza, no funciona. Todo el sistema cambia. En el extremo de la isla de Wight había cuatro Needles. Ahora hay tres. El mar se llevó una en el siglo XVIII. En cualquier caso, todo el paisaje ha cambiado desde que concluyó el período glacial, y de eso hace sólo hace diez mil años. Menos, para ser precisos.

»Un roble vive por un espacio de tiempo de cuatrocientos años. El tiempo que vivimos los humanos es siempre demasiado breve. De modo que metemos la pata, porque la mayoría de las veces no comprendemos esos procesos naturales.

—¿Qué norma propones para el Forest?

—Buscar el equilibrio. Pero sabemos que la naturaleza encontrará un equilibrio más perfecto. —Peter la miró a los ojos—. Creo que ésa es la mejor forma de vivir, ¿no opinas lo mismo?

Dottie Pride guardó silencio durante un rato.

—¿Estarás en Beaulieu el domingo? —preguntó.

A Dottie no le apetecía ir a tomar el té con la señora Totton. Era viernes. Los cinco últimos días le habían dado mucho que pensar y lo único que quería hacer era repasar sus notas y trazarse un plan. Había dedicado la mañana a esta tarea y había adelantado mucho. Tenía un excelente comienzo para el reportaje, pero faltaba algo. Dottie no conseguía identificar ese ingrediente mágico que ella llamaba la historia. En su caso siempre se producía al final del proceso y hasta la fecha siempre había aparecido puntualmente. Aunque por los pelos. En esta ocasión tenía que producirse antes del sábado.

No, no tenía ningunas ganas de ir a tomar el té con la señora Totton.

La señora Totton vivía en una deliciosa casa rústica encalada con un jardín tapiado y un pequeño huerto en la parte trasera. La casa estaba situada en el pequeño y frondoso valle cerca del lugar donde el puente de Boldre atravesaba el río.

—He pensado que como hace un día espléndido, podíamos cruzar el puente y acercarnos a la iglesia de Boldre —comentó la señora Totton cuando abrió la puerta a Dottie.

La iglesia situada sobre el boscoso montículo era un agradable edificio. El lugar donde se hallaba, rodeada de sombríos bosques, no producía una sensación incómoda, pensó Dottie, pero te sentías transportada a épocas remotas.

En los muros había varias placas que conmemoraban a miembros de antiguas familias del Forest. Una de ellas le llamó poderosamente la atención.

Estaba dedicada a Francés Martell, de soltera Albion, de Albion Park; y, curiosamente, también dejaba constancia de su devota ama de llaves y amiga leal —ésas eran las palabras—: Jane Pride.

—Albion Park. Es el nombre del hotel donde me hospedo —comentó Dottie.

—Es la casa donde yo nací —le explicó su anfitriona—. Yo era una Albion antes de casarme con Richard Totton. —La anciana sonrió—. Muchas de las grandes mansiones del Forest han sido transformadas en hoteles.

Durante el camino de regreso, la señora Totton dijo:

—Si quiere, le contaré la historia de Fanny Albion. Fue juzgada en Bath por robar un pedazo de encaje.

La señora Totton había invitado a otra persona a tomar el té. Una mujer muy afable de cincuenta y tantos años llamada Imogen Furzey, a quien la señora Totton presentó como «una prima mía». Dottie dedujo acertadamente que en el universo de la señora Totton una prima podía ser alguien varias generaciones mayor o más joven que ella, pero decidió no entrar en detalles.

—Es una artista, de modo que supuse que le gustaría conocerla —dijo la señora Totton con aplomo, como dando por sentado que cualquiera que trabajara en los medios de comunicación pertenecía al mundo de los artistas.

Imogen Furzey era pintora.

—Es de familia —explicó—. Mi padre era escultor. Y su abuelo fue un pintor de New Forest muy conocido llamado Minimus Furzey.

A Dottie le cayó bien Imogen Furzey. Vestía de manera excéntrica pero con sencilla elegancia. Llevaba un vestido holgado, como una bata corta, que seguramente lo había diseñado ella, al igual que el brazalete de plata que lucía. En torno al cuello, colgado de una cadena de plata que hacía juego con el brazalete, lucía un curioso crucifijo de madera oscura.

—Es una joya de familia —dijo, cuando Dottie comentó que le había llamado la atención—. Creo que debe de ser muy antiguo, pero no sé de dónde proviene.

El té fue una delicia. Incluso resultó ser útil. La señora Totton e Imogen Furzey conocían un montón de cosas sobre el Forest, y estuvieron encantadas de contárselas a Dottie.

—Lo que nos asombra —comentó la señora Totton cuando terminaron de tomar el té— es que con un apellido como Pride no esté usted relacionada con el Forest.

Dottie les contó la conversación que había tenido con Peter Pride sobre el tema y que no habían llegado a ninguna conclusión.

—Hubo una Dorothy Pride que partió para Londres, y una Dorothy Pride en Londres. Pero es imposible averiguar si son la misma persona.

—Hace años —dijo la señora Totton con expresión pensativa—, cuando decidimos vender Albion Park, mi hermano y yo revisamos los papeles del viejo coronel Albion. De eso hace mucho tiempo, pero creo recordar que entre ellos había algo sobre una joven Pride que se fue a Londres. —La anciana miró a Dottie—. ¿Le gustaría examinarlos?

Dottie dudó. Tenía que regresar al hotel para seguir trabajando. Por otra parte…

—Si no le causa mucha molestia…

—No, es muy sencillo —respondió la señora Totton sonriendo—. Es decir, si esos documentos se encuentran donde yo creo. Imogen, querida, en el cuarto trastero verás una caja con una etiqueta que dice «coronel Albion». Pesa mucho para mí. ¿Podríais traerla entre las dos?

El cuarto trastero en la casa de la señora Totton constituía una ingeniosa solución al problema que se plantea a muchas personas cuando se trasladan de una amplia finca rural a una vivienda más reducida: ¿qué hacer con el montón de papeles, fotografías y demás documentos familiares antiguos que no tienen cabida en una casita de campo? La solución con que había dado la señora Totton consistía en destinar un cuarto espacioso a trastero. En las paredes colgaban numerosos retratos familiares (cuyos protagonistas parecían observarlas con expresión ceñuda) que habrían producido una sensación de agobio expuestos en las habitaciones de la casa. Su difunto hermano había instalado unos anaqueles sobre los que estaban dispuestos unos veinte baúles, de forma ordenada y debidamente etiquetados, que contenían los papeles y recuerdos de éste u otro antepasado. Otros estaban ocupados por espadas, viejas cañas de pescar, látigos y fustas de montar; también había varios armarios que contenían uniformes, chaquetas de montar, vestidos de encaje y otras prendas, debidamente protegidas con bolas de naftalina. Era un auténtico tesoro familiar. Dottie e Imogen localizaron el baúl de cuero sin mayores problemas y entre las dos lo arrastraron por el pasillo hasta el cuarto de estar, donde lo abrieron.

El coronel odiaba escribir cartas, pero había hecho una copia de casi todas, de forma que existía una impresionante colección no sólo de la correspondencia que había recibido, sino de la que había escrito él. Para un hombre que detestaba todo lo relativo al papeleo, no dejaba de ser una hazaña encomiable. Las cartas no estaban ordenadas de forma cronológica, sino por temas, y cada grupo colocado en un sobre o envuelto en paquete de embalar, con una etiqueta escrita de puño y letra del coronel.

Las tres mujeres rebuscaron entre los documentos, tratando de dar con alguno con una etiqueta que pusiera «Pride». Pero no encontraron nada.

—Vaya por Dios —comentó la señora Totton—. Lo lamento. Debí de equivocarme al leer la etiqueta.

—No importa —respondió Dottie—. Le agradezco que pensara en ello.

Comenzaron a recoger las cartas.

—Fijaos —dijo Imogen, sosteniendo un paquete de cartas con una etiqueta que decía: «Furzey, Minimus», bajo la cual el coronel había trazado una breve raya, como con rabia—. ¿Puedo?

—Por supuesto.

El paquete contenía un gran número de cartas, en su mayoría breves. Pero había una que era mucho más larga. Comenzaba, cortésmente: «Señor, sin duda le interesará saber que el agente que contraté hace unos años me ha facilitado recientemente una respuesta.»

—¿De qué puede tratarse? —se preguntó Imogen en voz alta. Siguió leyendo la carta y de pronto exclamó—: ¡Oh! —Leyó un poco más—. Dottie —dijo, agarrándola del brazo—, creo que he dado con ella.

La joven Pride ha sido hallado sana y salva, por lo que supongo que debemos dar gracias a Dios. Vive en pecado, con una persona que dice ser artista, sin el menor sentido de la moralidad. Un personaje, en suma, muy parecido a usted.

A la joven Pride se le ha ofrecido un dinero a cambio de regresar junto a sus padres, o cuando menos comunicarles que está viva. Ella se ha negado en redondo, no sabemos si porque se ha hundido y se ha acostumbrado a vivir en una vida de pecado, o por vergüenza. En las presentes circunstancias, creo que es preferible no decir nada a sus padres.

Quizá llegue usted a la conclusión, si medita en ello, de que es el único culpable de la ruina de Dorothy Pride.

Digo quizá, cuando lo cierto es que es un hecho que no admite duda; pero conociéndolo como lo conozco, sé que es usted incapaz, bajo ninguna circunstancia, de llegar a una conclusión moral.

Por lo que a mí respecta, sólo me resta asegurarle que, a medida que transcurre el tiempo, su persona me inspira un mayor rechazo y repulsa.

—Creo que esa Dorothy debía de ser su bisabuela, Dottie.

—Sin duda. Vivía con un artista.

—Y mi bisabuelo… Lo lamento.

—Por fin hemos dado con ella —dijo la señora Totton—. Ha pasado mucho tiempo. Pero bienvenida a casa, Dottie. Al menos podemos decir eso. —La anciana miró el reloj en la repisa de la chimenea—. Queridas, creo que ha llegado el momento de tomarnos una copa.

Pero Dottie se excusó. Necesitaba dedicar el resto de la tarde a trabajar. Les dio las gracias a las dos y se dispuso a marcharse.

—¿Quieren que les ayude a colocar de nuevo esos papeles en el cuarto trastero? —preguntó.

—No. Creo que esta noche me entretendré revisándolos —contestó la señora Totton—. Confío en que volvamos a verla a menudo por el Forest —añadió sonriendo.

—Es posible.

Aquella tarde Dottie logró adelantar el trabajo. La cantidad de material que había recabado empezaba a separarse y luego a encajar de distinta forma. Eso solía presagiar que estaba a punto de conseguir su historia.

Era extraño lo de su bisabuela y Minimus Furzey. Dottie no tenía duda de que había dado con Dorothy y, por consiguiente, con sus raíces. En un par de ocasiones estuvo tentada de coger el teléfono para contárselo a Peter Pride, pero desistió. Podía decírselo el domingo, suponiendo que él se presentara.

Peter era primo suyo, aunque muy lejano, desde luego.

Aquella noche, la señora Totton se sentó a solas en su cuarto de estar, sintiéndose satisfecha. Había sido una jornada provechosa. Esa chica Pride le caía bien. En cuanto al hecho de descubrir sus raíces familiares, eso había sido obra de la providencia. El hecho de estar vinculada al Forest, en opinión de la señora Totton, era el mayor don que uno pudiera recibir.

La anciana leyó un libro durante un rato, dormitó durante una media hora y luego, después de colocar una silla junto al baúl que estaba en el suelo, se entretuvo examinando más cartas del coronel Albion. Muchas trataban sobre asuntos rutinarios relativos a la propiedad; otras se referían a las disputas de los guardas mayores de los bosques reales con la Oficina Forestal. Después de leer las cartas sobre Furzey, ninguna resultaba muy interesante. O quizás ella no estaba de humor.

Cuando se disponía a guardar las cartas en el baúl y cerrar la tapa, la señora Totton observó un sobre delgado que se había separado del resto. Parecía tratarse de una carta no relacionada con el resto de la correspondencia. En ella, escrita de puño y letra del coronel, aparecía una sola palabra: «¿Madre?»

Picada por la curiosidad, la anciana tomó el sobre y lo abrió. Contenía un solo folio, escrito apretadamente por ambas caras, con una letra pulcra y elegante, un tanto académica, que desde luego no pertenecía al coronel Albion.

«Querida esposa —comenzaba—, todos tenemos secretos y yo también tengo uno que deseo confesarte.»

Sin embargo, si se trataba de una confesión, era muy extraña. Al parecer la esposa del autor de la carta, a quien él amaba sinceramente, hacía tiempo que sufría pesadillas y hablaba en sueños. Por lo que decía, él había deducido que era culpable, o se creía culpable, de un grave delito. Otros, por lo visto, habían sido deportados e incluso sentenciados a muerte. Pero ella se había librado.

Porque había mentido. El sentimiento de culpa, los remordimientos, la visitaban en sueños. Era evidente que la mujer vivía atormentada por un recuerdo que no podía compartir con nadie, ni siquiera con su esposo. Despierta, no decía una palabra al respecto. Por lo visto, las pesadillas aparecían y desaparecían durante meses, hasta que se presentaban de nuevo.

Pero ¿qué tenía su marido que confesar? En primer lugar que había escuchado esas confidencias. Al parecer no sabía si hablar con ella del tema o no. Luego venía un párrafo crítico. Él la conocía demasiado bien, afirmaba, para tener la menor duda sobre su integridad. Como esposa, como madre, como ama de la propiedad familiar, en su alma no cabía pensamiento ni intención pecaminosa.

¿Había robado ella realmente el encaje, inquiría él, o era posible que lo hubiera imaginado? Él no lo sabía. El delito en sí mismo, suponiendo que lo hubiera cometido, no merecería el castigo que ella decía; y ella misma, en virtud de su bondad, se había ganado hacía tiempo el perdón.

Quizá, mi querida Fanny, consiga convencerte de estas cosas. Quizá terminen estas terribles pesadillas. Pero, en cualquier caso, deseo dejarte esta carta, cuando yo haya muerto.

Porque yo también debo confesarte algo. Cuando vine a verte en Bath y te imploré que te salvaras y te dije que no eras culpable de ese delito, amada esposa, te mentí. No lo sabía. Pero por encima de todo deseaba que te casaras conmigo, culpable o inocente. E incluso ahora, aunque no creo por un instante que tu destino sea otro que el reino de los cielos, te aseguro que aunque acabaras en el infierno, yo te seguiría hasta allí, hasta el pozo más insondable, y lo haría encantado una y mil veces.

Tu esposo, que te adora,

Wyndham

—Es increíble —murmuró la señora Totton—. Increíble.

Dottie Pride se despertó antes del alba. Ya estaba aquí. Lo presentía. Hoy iba a conseguir su historia.

No podía volver a conciliar el sueño. Así pues se levantó, se vistió, bajó la escalera tenuemente iluminada de Albion Park y salió por la amplia puerta principal.

Sus pisadas resonaban sobre el camino de grava. Incómoda ante la idea de despertar a los otros huéspedes del hotel, anduvo por el borde de césped hasta alcanzar la verja.

Había refrescado, pero no le importó. Sin saber muy bien por qué, Dottie echó a andar por el sendero que conducía a Oakley. La aldea estaba dormida.

Por las calles no se veía un alma. Al llegar al prado descubrió que ya habían cercado el espacio destinado al campo de criquet. Apenas lograba divisarlo en la penumbra.

Oakley. Si ella era una Pride, comprendió de pronto Dottie, había regresado a casa. Atravesó la hierba cubierta del rocío hasta llegar al borde del páramo. Tenía los zapatos empapados. Pero le tenía sin cuidado. Respiró hondo, deleitándose con el aroma de la turba y el brezo. Durante unos momentos se estremeció.

La noche primaveral, de un gris negruzco, se extendía aún sobre el firmamento como una manta. Todo estaba en silencio, como si New Forest aguardara que ocurriera algo en la quietud que precede al amanecer. Dottie echó a andar a través de Beaulieu Heath.

De improviso, un mirlo comenzó a cantar en la oscuridad.