Albion Park
1794
No cabía la menor duda de que se cocían grandes cosas en Lymington en aquellos momentos, y no sólo allí, sino en todo el Forest.
—Y pensar —comentó la señora Grockleton a su marido— que el señor Morant de Brockenhurst Park percibe no sé cuántos miles de libras al año, y el señor Drummond de Cadland, y la señorita… —durante un instante le falló la memoria.
—¿La señorita Albion?
—Pues, claro, la señorita Albion, que debe de haber cobrado una cuantiosa herencia…
Sin duda obedecía a los designios divinos el que, habiendo sido creada con un insaciable afán de ascender en la escala social, la señora Grockleton fuera una desmemoriada. Hacía una semana, al mostrar a sus hijos a un clérigo que había ido a visitarlos, dijo a éste que tenía cinco, señalándolos por su nombre, hasta que su marido le recordó con delicadeza que tenían seis; entonces la señora Grockleton exclamó:
—¡Anda, pues es verdad! Éste es el pequeño Johnnie. Me había olvidado de él.
Su ambición, al igual que su falta de memoria, no contenía malicia. Para ella representaba una modesta escala que conducía a un también modesto paraíso. No obstante, conllevaba ciertas pequeñas peculiaridades. Tanto si era porque le parecía ingenioso, o porque creía que indicaba que sus orígenes se remontaban a una noble antigüedad, le gustaba utilizar expresiones o exclamaciones arcaicas y pasadas de moda. Después de aprendérselas solía utilizarlas durante varios años hasta adoptar otras. En la actualidad, cuando deseaba expresar algo de gran importancia, decía: «Tengo para mí…» O si rompía una taza, o contaba un chiste sobre un vicario aficionado a la bebida, concluía diciendo: «¡Ay de mí!» Unas expresiones tan anticuadas que daba la impresión de que la buena mujer había estado presente en la corte del jovial monarca.
Asimismo, la señora Grockleton era una consumada maestra, o en todo caso aficionada, en el arte de dirigir miradas cargadas de significado. Clavaba sus ojos castaños oscuros en ti y te miraba con una expresión tan elocuente que, aunque no tuvieras ni la más remota idea de lo que significaba, hacía que te sintieras privilegiado. Cuando esa expresión iba acompañada por la expresión «tengo para mí…», comprendías que estabas a punto de enterarte de algo de suma trascendencia, posiblemente un secreto de estado.
Teniendo en cuenta que la señora Grockleton era hija de un ferretero de Bristol y que su marido era un funcionario de aduanas, esos prodigios sociales sólo pueden describirse como un triunfo del espíritu humano.
La señora Grockleton era una mujer de mediana estatura, pero con una espléndida mata de pelo empolvado. Su marido era alto y delgado, con unas manos que curiosamente parecían unas garras. La intención de la señora Grockleton, que se proponía llevar a cabo tan pronto como fuera posible, era elevar a Lymington al estatus de un centro social comparable con Bath. Y, por supuesto, presidirlo.
Samuel Grockleton se lamentaba en su fuero interno. No es fácil para un hombre saber que su esposa se ha lanzado inevitablemente a su perdición social, sobre todo cuando él mismo, aunque sin culpa ninguna, es la causa del desastre.
—No olvides tu posición en la sociedad, señora Grockleton —observaba él—. Y dado mi cargo, no debemos albergar unas esperanzas desmedidas.
—Ocupas una posición muy respetable, señor Grockleton. La de un caballero.
—Es respetable, sí.
—La gente te tiene en gran estima, señor Grockleton. Todo el mundo me lo dicho.
—Los vecinos no siempre son sinceros.
—¡Quita, quita! —contestaba la señora Grockleton alegremente. Y al cabo de unos momentos empezaba a explicarle, por enésima vez, sus planes para el futuro.
Se diga lo que se quiera sobre la señora Grockleton, siempre tenía un proyecto entre manos. No llevaba ni un mes en Lymington cuando vio la necesidad de montar una academia para señoritas; y puesto que la amplia mansión de ladrillo junto a la suya, pasada la iglesia, en lo alto de la calle Mayor, estaba disponible, había convencido a su marido de que la arrendara para poder instalar en ella su academia.
La señora Grockleton había obrado con gran astucia. En primer lugar había logrado que se inscribieran en su academia la hija del alcalde y la mejor amiga de ésta, cuyo padre, un procurador, pertenecía a una familia de hacendados que vivía en el condado vecino. Luego había ido a ver a los Totton. En la actualidad vivían en una hermosa casa en las afueras de la población. Aunque el señor Totton participaba en el comercio de la ciudad, su hermana se había casado con el viejo señor Albion de Albion House, de modo que los jóvenes Totton y la señorita Albion eran primos. Edward Totton se hallaba en Oxford. Cuando consiguió atrapar en sus redes a Louisa Totton, la señora Grockleton lógicamente pensó que esto situaba su establecimiento en la esfera de la aristocracia local. En la cúspide de las familias de comerciantes se hallaba otra, que acababa de llegar a la zona: el señor St. Barbe era tendero de profesión, comerciante de sal y carbón, pero era un hombre caballeroso y filantrópico, un pilar de la comunidad. Una de las chicas de St. Barbe se inscribió también en la academia. Al cabo de unos meses, la señora Grockleton, al permitir que algunas jóvenes asistieran sólo a ciertas clases y otras, que vivían más lejos, se alojaran en régimen de internado, había conseguido atraer a casi una veintena de muchachas a su corral académico.
La academia poseía dos características de las que la señora Grockleton se sentía francamente orgullosa. En ella, sus alumnas asistían a clase de francés, que ella misma impartía. La señora Grockleton había adquirido de niña, este elegante don social de una modista francesa en Bristol, pero su dominio modesto de esta lengua reforzaba sus pretensiones de convertirse en una autoridad en materia social en Lymington. Y si el dominio del francés era una valiosa cualidad para la hija de un comerciante de Lymington que aspiraba a brillar en las grandes mansiones londinenses o las cortes europeas, el hecho de poder practicarlo con los jóvenes y encantadores oficiales franceses que recientemente habían sido destinados allí no dejaba de ser un acicate.
La segunda característica era la clase de pintura. El reverendo William Gilpin no sólo había sido el estimado y respetado vicario de Boldre durante dos décadas, sino que era un artista notable que de vez en cuando vendía sus dibujos y pinturas para una causa caritativa. La señora Grockleton le había comprado dos y, al poco tiempo, cuando el señor Gilpin fue a entregar unos premios en la academia, quedó asombrado al comprobar que eran sus obras las que las alumnas trataban de emular e incluso copiar. El vicario no tenía un pelo de tonto, pero a raíz de este episodio no pudo rechazar la invitación de pronunciar una conferencia y dar clase en la academia una vez al mes, lo cual le producía gran satisfacción.
La academia de la señora Grockleton iba creciendo. Su crecimiento, que la señora Grockleton pretendía controlar al máximo, consistía en una forma espiral: empezaba por las mejores familias de la población, luego giraba hacia aquellas cuya distinción les había llevado a instalarse en las inmediaciones, y por fin, describía unos círculos más amplios, como una inmensa concha que gira. De este modo, en dicha espiral la señora Grockleton confiaba en absorber a las jóvenes aristócratas que habitaban en las distantes casas solariegas en la agradable vorágine de su establecimiento. Una de ellas, era la señorita Fanny Albion quien asistía junto con su prima Louisa Totton a las clases de francés —un triunfo que había procurado a la académica cazadora una profunda alegría—, y sin duda acudirían otras. La familia a la que aspiraba conquistar, y que hasta la fecha la había eludido, eran los Burrard.
Los Burrard eran muy importantes en Lymington. A diferencia de los Totton, que habían permanecido, por así decir, en la cúspide social de la población, los Burrard, más atrevidos e infinitamente más ricos, habían adquirido hacía tiempo una finca rural llamada Walhampton, situada al otro lado del río desde Lymington. Tras sucesivas generaciones de matrimonios con familias aristocráticas como los Button, se habían situado en esa categoría. Pero su base de operaciones era la población de Lymington, desde la cual movían los hilos de su política. Aunque la señora Grockleton todavía no había conseguido trasponer la verja del parque de los Burrard, estaba segura de que algún día lo conseguiría. Es más, si todas sus esperanzas se cumplían, era un hecho inevitable.
Hacía poco que la academia había iniciado su andadura. Los planes que la señora Grockleton había concebido para Lymington eran mucho más ambiciosos.
—Lo veo con claridad, señor Grockleton —decía.
Y era cierto. En el cerro que se alzaba junto a Pennington Marshes y el mar, veía varias hileras de espléndidas mansiones y villas georgianas: gracias a la abundancia de arcilla, New Forest ostentaba actualmente numerosos y pujantes ladrillales. Pero lo que la señora Grockleton veía en su imaginación era piedra, como en Bath. Estuco pintado de blanco, pensaba. Las antiguas casas medievales de la calle Mayor, aunque su estructura seguía intacta, mostraban unas fachadas cuadradas georgianas. Los aguilones medievales que aún quedaban podían cubrirse, decidió la señora Grockleton. Podían transformar el modesto baño junto a la playa en algo semejante a las termas romanas que albergaba el elegante balneario ubicado en el oeste. El actual salón de celebraciones, contiguo al Angel Inn, lógicamente afearía un lugar tan magnífico como el que ella pretendía crear. Era preciso construir algo nuevo, clásico y espléndido, sobre la colina, pensó la señora Grockleton, muy cerca de su casa. Claro que para entonces quizás ocuparan una vivienda más suntuosa.
En cuanto al teatro, no estaba nada mal. Habían construido unos teatros parecidos en Sarum y otras poblaciones del oeste. Poseía una modesta platea con unos bancos de madera para la gente humilde, unos palcos para la aristocracia y en lo alto una galería con asientos más económicos. Durante la temporada, de julio a octubre, uno podía asistir a representaciones de Shakespeare, o una de las comedias del señor Sheridan, además de un variado repertorio de melodramas y tragedias. El teatro de Lymington solía ofrecer una o dos funciones de claro sabor marinero. Sin duda, cuando la población ofreciera un aire más elegante, remozarían el teatro. Lo único que lamentaba la señora Grockleton era que estuviera ubicado cerca de la capilla baptista, la cual, en su opinión, debía ser ubicada en un lugar donde no pudiera ofender el buen gusto de la gente.
No, el único motivo de queja que tenía la señora Grockleton acerca de la población estaba junto a la playa. Esas salinas, con sus inmundas chimeneas y sus bombas eólicas, y el muelle donde atracaban los barcos que transportaban carbón de la población septentrional de Newcastle, ¡nada menos que carbón!, que utilizaban para encender los hornos. Era preciso hacer algo al respecto.
¿Era su visión una mera fantasía? No exactamente. A fin de cuentas, New Forest era un lugar relacionado con la realeza. Durante más de veinte años el hermano del rey, el duque de Gloucester, había ostentado el cargo de guardián del Forest; y puesto que su esposa no era bien recibida en la corte, el duque se alojaba con frecuencia en Lyndhurst. El príncipe de Gales también pasaba temporadas en el Forest. Sin embargo, las esperanzas de la señora Grockleton se basaban en unas consideraciones más importantes.
En la gran calma política de la que había gozado la Inglaterra georgiana durante varias generaciones, la sociedad estaba cambiando. Un pujante imperio comercial había conducido al reino insular a una nueva riqueza. Aunque las parcelas y los nuevos métodos de producción habían arrebatado a algunos campesinos los medios tradicionales de ganarse el sustento, los terratenientes habían prosperado. En Londres y en el puñado de grandes ciudades situadas en las vastas regiones rurales de Inglaterra, los especuladores habían comenzado a construir magníficas plazas georgianas. La gente se trasladaba de un lugar a otro. Incluso los páramos del Forest aparecían surcados por una carretera de portazgo, el primer intento de regresar a este civilizado sistema de transporte desde los tiempos romanos. Al igual que los tardorromanos a quienes se parecían, las clases inglesas acomodadas buscaban la salud y el ocio. En el West Country habían reverdecido las antiguas termas romanas de Bath y habían construido un hermoso balneario en torno a sus fuentes minerales. Más recientemente, la corte real de Jorge III, convencida de que dichas fuentes podían contribuir a curar los ataques de locura del monarca, se había mostrado interesada en los beneficios que ofrecían no sólo las aguas minerales sino en la del mar. Durante los últimos años, el rey Jorge II había acudido en varias ocasiones a New Forest de camino a la pequeña población costera de Weymouth, situada a unos sesenta kilómetros al oeste. El rey se alojaba en casa de los Drummond y los Burrard, y visitaba la isla de Wight.
—¿Qué necesidad hay de trasladarse a Weymouth, cuando Lymington está mucho más cerca y es igual de saludable? —declaraba la señora Grockleton. Algunas personas muy respetables acudían a Lymington a bañarse. Si el rey y su corte iban a pasar temporadas allí, el resto de la gente no tardaría en imitarles—. Y entonces —explicó a su marido, que la escuchaba en silencio—, nuestra posición, gracias a la academia y a otros proyectos que tengo, estará asegurada. Porque nosotros ya estaremos ahí, ¿comprendes? Vendrán a nosotros. —La señora Grockleton sonrió satisfecha—. No te he contado, señor Grockleton, la última idea que se me ha ocurrido.
—¿De qué se trata? —preguntó su marido tal como debía hacer.
—¡Daremos un baile!
—¿Un baile?
—Exactamente. En el salón de celebraciones. Asistirán nuestras alumnas de la academia, sus familias y amistades. ¿No lo entiendes? ¡Acudirá todo el mundo! —Aunque la señora Grockleton no lo dijo, ya había incluido secretamente a los Burrard en la lista de invitados.
—Quizá no se presente nadie —comentó el señor Grockleton con sensatez.
—¡Quita ya! —replicó la señora Grockleton de nuevo, pero esta vez con cierta aspereza.
Sin embargo, el señor Grockleton tenía motivos para albergar esos temores, debido a algo que él sabía y su esposa no. Lamentablemente, no podía contárselo.
Cabía suponer que en la Inglaterra georgiana ya había pasado la época de los milagros. Pero en esos momentos en que la señora Grockleton se burlaba de su marido por su falta de fe en Lymington —es decir, a las once de aquella mañana primaveral—, a unos kilómetros de allí, en las tierras de Beaulieu, se estaba obrando un milagro. Concretamente en un bullicioso lugar a orillas del río Beaulieu llamado Buckler’s Hard.
Allí, bajo el espléndido sol matutino, un hombre se había hecho invisible.
El Hard —el nombre designaba un camino ondulante que discurría por la costa, donde atracaban los barcos— estaba situado en un marco maravilloso. En un recodo del río hacia el oeste, unos grandes bancos de arena formaban unas leves pendientes, a lo largo de casi doscientos metros, que llegaban hasta el agua. Situado a unos tres kilómetros aguas abajo desde la antigua abadía y a la misma distancia río arriba desde el Solent, era un lugar apacible, al abrigo de las persistentes brisas marinas. Antaño, en los tiempos de los monjes, un enfurecido prior con unas manos como garras casi la había emprendido a puñetazos con unos pescadores que se había topado en el recodo del río. Pero sus gritos habían sido de los pocos que habían logrado alterar el silencio habitual que imperaba en aquel recodo del río y en los pantanos repletos de junco situados al otro lado del mismo. La abadía había sido disuelta, los monjes se habían marchado; la Armada, la guerra civil, Cromwell, el alegre monarca, todo había aparecido y desaparecido, pero nadie había vuelto a preocuparse de aquel idílico lugar. Hasta unos setenta años atrás.
El motivo era el azúcar.
De todas las oportunidades para amasar fortuna que se ofrecían en el siglo XVIII, nada era comparable a las fortunas hechas con el azúcar. El grupo de presión de los comerciantes del azúcar en el Parlamento era poderoso. El hombre más rico de Inglaterra, que había adquirido una propiedad noble situada al oeste de Sarum, era el heredero de una fortuna hecha con el azúcar. Los Morant que habían adquirido Brockenhurst y otras propiedades en New Forest constituían también una dinastía azucarera.
Las antiguas tierras de la abadía de Beaulieu habían pasado, por matrimonio, de los Wriothesley a la familia Montagu; y el duque de Montagu, como tantos aristócratas ingleses del siglo XVIII, era un empresario.
Aunque no solía pasar muchos ratos en la dilapidada abadía, sabía que la doble marea alta del Solent, que se extendía aguas arriba del Beaulieu, hacía que éste fuera navegable y que siguiera poseyendo todos los antiguos derechos del río que pasaba por la abadía.
—Si la corona me concede una cédula para establecer un asentamiento en las Indias Occidentales —dijo—, no sólo podría poner en marcha una plantación de azúcar, sino traer el azúcar a mi puerto de Beaulieu.
Aunque las riberas eran mayormente de barro, en el abrigado recodo que formaba el Beaulieu eran de grava, perfectas para edificar en ellas. Al poco tiempo, el duque mandó preparar un proyecto para construir una pequeña pero elegante población portuaria.
—La llamaremos Montagu Town.
Pero lamentablemente el proyecto no pasó de ahí. El duque envió a las Indias Occidentales una flotilla privada compuesta por pobladores, animales e incluso casas prefabricadas, que le costó diez mil libras. Plantaron el asentamiento. Sin embargo, los franceses los arrojaron de allí. No pudieron hacer nada para impedirlo. En Montagu Town habían procedido a desbrozar y allanar las riberas y a preparar el plano de la calle Mayor que conduciría hasta el río; pero eso fue todo. El lugar volvió a sumirse, durante otros veinte años, en el silencio.
Pese a todo, estaba listo para su utilización comercial y, poco antes de mediado el siglo, gracias a la iniciativa del duque, hallaron el medio de aprovecharlo.
El imperio británico crecía. Los conflictos con las potencias rivales de Francia y España eran inevitables. El ejército británico carecía de envergadura, pero su Armada dominaba los mares. Por consiguiente, cada vez que se planteaba un conflicto era preciso construir más buques y en esa época la construcción de barcos se concedía a contratistas particulares. El lugar que había sido desbrozado y allanado junto al río Beaulieu era el emplazamiento ideal. La madera para los buques navales la obtenían en el New Forest del rey, no lejos de ahí; para los barcos mercantes utilizaban los robles que crecían en las propiedades particulares de la región. Una fundición, instalada en la antigua pesquería de la abadía en Sowley Pond, suministraba el hierro. Buckler’s Hard se convirtió en un astillero.
Aunque no era muy grande, rebosaba de actividad. Se necesitaban continuamente barcos mercantes. La construcción de buques navales se producía de forma interrumpida, cada vez que estallaba un conflicto: una disputa dinástica europea que afectaba a las colonias; la guerra de Independencia Americana; y en esos momentos, a raíz de la peligrosa Revolución Francesa, la cual constituía una amenaza para todas las monarquías consolidadas en Europa, Inglaterra estaba de nuevo en guerra con Francia.
A cada lado de la amplia calle cubierta de hierba que conducía al río, se alzaba una hilera de casas de ladrillo rojo. Detrás de ellas había unas parcelas destinadas a jardines y, más allá, unos cobertizos y establos. A orillas del río, dispuestas en ángulo recto con la ribera, había cinco gradas donde construían los barcos. En la calle Mayor y otros lugares se alzaban unas gigantescas pilas de madera de diversas formas y tamaños. Los hombres que trabajaban en el astillero se alojaban a un par de kilómetros de la población, en unas fondas en la misma aldea de Beaulieu o en el límite occidental de la propiedad de los Montagu, en un nuevo y concurrido asentamiento formado por un gran número de viviendas rústicas llamado Beaulieu Rails. En la misma población de Buckler’s Hard se hallaba la casa del maestro de obras, una herrería, una tienda de comestibles, dos hosterías, una zapatería de viejo y las viviendas de los carpinteros jefes de navíos.
Aquella mañana primaveral habían empezado a trabajar al amanecer. Una alegre columna de humo brotaba de la fragua del herrero. El señor Henry Adams, propietario del negocio, un hombre de ochenta años pero que seguía ocupándose del mismo, acababa de salir de la casa del jefe de obras, acompañado por dos hijos; los carpinteros de navíos trabajaban en la orilla del río; unos hombres transportaban madera; frente a la hostería de la aldea, la Ship Inn, había un carro.
Pero cuando llegó Puckle a trabajar, con varias horas de retraso, desde Beaulieu Rails y echó a andar por la calle, nadie lo vio. Si bien los hombres que trabajaban en el aserradero alzaron la vista no lo vieron. Las mujeres que se hallaban junto al pozo de la aldea tampoco lo vieron. Ni el zapatero remendón, ni los posaderos, ni los hombres que transportaban la madera, ni los carpinteros, ni siquiera el señor Adams, con su vista de águila, ni sus dos hijos… ninguno de esas buenas y respetables gentes vieron a Puckle cuando pasó frente a ellas. Era completamente invisible.
El prodigio quedó realzado por el hecho de que, cuando Puckle subió al barco que estaban construyendo en la orilla del agua, no hubo una sola persona en el astillero capaz de jurar, de habérselo preguntado alguien, que Abraham Puckle había estado allí toda la mañana.
—Éste es el mejor, Fanny —dijo el reverendo William Gilpin con tono de aprobación.
La heredera de la propiedad de los Albion sonrió satisfecha al tiempo que guardaba el boceto en su carpeta de dibujos, pues estaba de acuerdo con el reverendo.
Estaban sentados junto a la ventana de la biblioteca en la vicaría, una amplia casa georgiana con una inmensa haya que crecía junto a la puerta de entrada.
El vicario de Boldre era un anciano de buen ver. Un tanto corpulento, aunque de complexión atlética, él y la heredera de Albion House sentían una gran estima recíproca. Los motivos que tenía ella para estimar al distinguido sacerdote eran harto elocuentes. Los que tenía él para estimar a Fanny, a quien él mismo había bautizado, eran múltiples: se mostraba amable y comprensiva para con los demás, aparte de que era alegre e inteligente y poseía unas excelentes dotes para el dibujo. El reverendo gozaba con su compañía. Fanny tenía el pelo rubio con reflejos rojizos; sus ojos eran de un azul extraordinario; lucía un cutis impecable. De haber tenido el reverendo Gilpin unos treinta años menos y no haber estado felizmente casado —tal como él mismo reconocía sin ambages—, habría tratado de casarse con Fanny Albion.
El dibujo que había realizado Fanny consistía en una novedosa vista de New Forest, desde Beaulieu Heath, más allá de Oakley, hasta una distante perspectiva de la isla de Wight y el brumoso mar. Era francamente admirable: el terreno situado en primer plano, que mostraba una suave ondulación, había sido juiciosamente elevado en un extremo y la autora había añadido un solitario y decrépito roble. El pequeño horno para cocer ladrillos había sido sabiamente eliminado. El páramo y el monte poseían un carácter agreste natural pero controlado, el mar constituía un grato misterio. Era pintoresco: el máximo calificativo de admiración que empleaba el reverendo Gilpin.
Si había una cosa —en la Tierra, claro está— en la que el reverendo William Gilpin creía a pies juntillas, era la importancia de lo pintoresco. Sus Observaciones que publicaba sobre el tema le habían proporcionado fama y era muy admirado por ellas. Había viajado por toda Europa en busca de lo pintoresco —a las montañas de Suiza, a los valles de Italia, a los ríos de Francia—, y lo había hallado. En Inglaterra, aseguraba a sus lectores, existían paisajes deliciosamente pintorescos. La zona de los Lagos, en el norte, era donde más abundaban, pero se hallaban también en muchos otros lugares. Y sus lectores estaban ávidos de descubrir dichos parajes.
La época georgiana fue una época de orden. Las grandes mansiones clásicas de la aristocracia, paladines del buen gusto, mostraban el triunfo del hombre racional sobre la naturaleza; sus grandes parques, diseñados por Capability Brown, con sus extensos prados y bosques exquisitamente dispuestos, habían demostrado que el hombre —en todo caso si era poseedor de una cuantiosa fortuna— podía dominar la naturaleza y dotarla de elegancia. Pero a medida que discurría la edad de la razón, la gente halló sus dictados demasiado ordenados, demasiado severos, y buscó una mayor variedad. Así pues, el sucesor de Brown, el genial Repton, comenzó a añadir jardines florales y amenos senderos a los desnudos parques de Brown. La gente empezó a ver en la campiña natural no un caos peligroso, sino la amable mano de Dios. En resumidas cuentas, salían a dar un paseo por el parque en busca de lo pintoresco, tal como recomendaba Gilpin.
El reverendo explicaba con toda claridad cómo reconocer lo pintoresco. Era una cuestión de elección. El valle del Avon, que era llano y cultivado, no le atraía. Por esta misma razón las ordenadas laderas de la isla de Wight, aunque admirables en tanto que constituían una masa azul vista a lo lejos, resultaban intolerables si uno tomaba el ferry para examinarlas más de cerca. El páramo, pese a su carácter agreste, se le antojaba insulso, pero en los lugares donde existía variedad, un contraste entre monte y páramo, entre terreno elevado y llano —en definitiva, donde el Todopoderoso demostraba su atinado juicio mostrando su mano— el reverendo William Gilpin sonreía a su discípula y decía, con su voz profunda y sonora:
—Esto, Fanny, es pintoresco.
El reverendo se había sentido complacido del dibujo que acababa de mostrarle Fanny, pero eso no fue nada comparado con la emoción que experimentó cuando, después de guardar el dibujo, la muchacha miró por la ventana con gesto pensativo e inquirió:
—¿No se le ha ocurrido que deberíamos construir una ruina en Albion House?
Pues si había algo en toda la creación de Dios que el señor Gilpin amara incluso más que la campiña era una ruina.
Inglaterra poseía muchas ruinas. Estaban los castillos, por supuesto; pero mejor aún, gracias a la ruptura con Roma de la que la Iglesia anglicana del señor Gilpin era heredera, estaban los dilapidados monasterios y prioratos. Cerca de New Forest estaba Christchurch y Romsey; al otro lado del río de Southampton, había un pequeño monasterio cisterciense llamado Netley, cuyas ruinas junto al río eran ciertamente pintorescas. Y, por supuesto, estaba la abadía de Beaulieu, cuyas ruinas, pese a dos siglos de expolio para apropiarse de la piedra, seguían siendo notables.
Las ruinas formaban parte del paisaje natural: parecían brotar de la tierra. Eran unos lugares de serena meditación, misteriosos pero inofensivos. Eran absolutamente pintorescos. Un hombre que poseía una ruina poseía su antigüedad. Pues si la mano del tiempo había reducido los edificios de esos invisibles antepasados, la naturaleza había mediado y el feliz propietario era el heredero del producto. Los antepasados que habían caído en el olvido eran aplacados; el tiempo, la muerte, la disolución… incluso esos viejos enemigos pasaban a formar parte de su propiedad. Con frecuencia, el propietario de una ruina construía su mansión junto a ella. Así, por lo que respectaba a las clases altas inglesas de fines de la Ilustración, incluso el caos y la noche de tiempos remotos podían instalarse, al igual que un reloj de sol, en un jardín.
Y si daba la casualidad de que no existía ninguna ruina cerca, la solución, en una época en que la buena fortuna podía conseguirlo todo, era construirla.
Algunas personas preferían las ruinas clásicas, si sus mansiones clásicas estaban construidas en un lugar donde antiguamente se alzaba un palacio imperial romano. Otras preferían las ruinas góticas, como se denominaba el falso estilo medieval, que evocaban deliciosamente la afición por las novelas de terror góticas que constituían a la sazón uno de los pasatiempos de moda. Pero había un problema.
—Construir una ruina, Fanny —señaló el reverendo Gilpin muy serio—, es muy costoso. —Se necesitaba una gran cantidad de piedra, unos expertos mamposteros para tallarla, un buen anticuario para diseñarla, un arquitecto paisajista. Luego había que tratar la piedra para conferirle un aspecto desmoronado; después se requería tiempo, para que el musgo, las parras y los líquenes crecieran en los sitios oportunos—. No lo intente, Fanny —le advirtió el clérigo—, si no dispone de treinta mil libras para invertirlas en ello. —Era más barato construir una nueva mansión—. Pero hay otra cosa que a veces he pensado que podía usted hacer en la casa cuando sea suya —agregó con tono jovial, pues cabía pensar que, puesto que el anciano señor Albion estaba a punto de cumplir los noventa, no podía estar muy lejos el momento en que Fanny se convertiría en dueña de la propiedad.
—¿De qué se trata?
—Podría convertirla en una mansión gótica. Debería convertirla en Albion Castle. La situación —añadió el reverendo con tono persuasivo— es ideal.
Era una idea muy atrayente. Durante una visita a Bristol, el año pasado, Fanny había visto unas casas que habían sido transformadas en unas mansiones góticas admirables. Una casa esencialmente georgiana podía ser remozada, añadiendo unos cuantos adornos, instalando unos falsos baluartes en torno al tejado, insertando unos toques de tracería gótica en las ventanas y unas molduras de yeso —como en las bóvedas de abanico— en algunas habitaciones. El resultado era muy agradable, una pintoresca combinación de los estilos romano y gótico, muy apreciada por las familias que deseaban que su casa evocara sus orígenes medievales y sus preferencias clásicas, o la atmósfera de algunas de las familias aristocráticas con mayor linaje cuyas mansiones habían sido construidas en torno a los restos de las abadías que habían adquirido en tiempos de los Tudor. A esas falsas fortalezas, por pequeñas que fueran, solían denominarlas castillos, lo cual les confería más importancia. Albion House, construida en el marco íntimo de un claro entre robles, en medio del añoso Forest, constituiría un castillo pequeño y encantador.
—Podría hacerse —convino Fanny—. Sí, creo que deberíamos hacerlo. —La joven se quedó pensativa—. Pero no creo —continuó lentamente— que me atreva a emprender sola semejante proyecto. Necesito una mano que me guíe —sonrió con picardía—, o cuando menos la colaboración voluntaria de un marido. ¿No está de acuerdo conmigo, reverendo?
William Gilpin inclinó la cabeza amplia y canosa, maldiciendo para sus adentros el hecho de ser viejo, y respondió:
—¿Tiene a alguien en mente, Fanny?
Sin duda no andaba escasa de pretendientes. Debido a la edad y enfermedad de su padre, Fanny, por voluntad propia, había decidido no frecuentar los ambientes de sociedad. Pero no tenía nada de tímida. Era muy alegre. A sus diecinueve años sabía perfectamente que aunque no era una gran heredera, su herencia le abriría todas las puertas. Aquélla era una época en que todo joven y toda muchacha de cuna noble, o que aspirara a ingresar en los círculos aristocráticos, ostentaba sus ingresos cual una etiqueta con el precio en torno al cuello. Toda anfitriona sabía el valor monetario de cada uno de sus convidados. Seguramente fue el período más mercenario en la historia de Inglaterra que haya existido jamás. Y, por suerte para Fanny, estaba bien situada dentro del sistema.
¿Con quién debía casarse? No había ningún candidato que le atrajera por motivos de vecindad o intereses familiares. La familia más importante del Forest era la del viejo duque de Montagu, pero la propiedad de Beaulieu se hallaba dividida entre las familias de sus dos hijas, las cuales vivían lejos una de otra; sólo el administrador residía en las ruinas de la antigua abadía. A continuación, en opinión de Fanny, estaban las antiguas familias hacendadas como los Albion. Aún quedaban algunas en el Forest: los Compton todavía poseían Minstead; al norte de ellos vivían los Eyre, que según decían habitaban en la región desde tiempos de los normandos; en el lado oriental del Forest residían los Mili, que habían prosperado durante la época de los Tudor, cuando se había cerrado la abadía de Beaulieu, y poseían muchas tierras. Luego estaban las viejas familias de Lymington, que era como decir los Burrard. Y por último estaban las familias que habían llegado hacía relativamente poco a la región del Forest. En la actualidad había un gran número, las cuales se habían afincado ahí durante las dos últimas generaciones. Habían construido unas espléndidas mansiones clásicas a lo largo de la costa desde Southampton hasta Christchurch. Algunas poseían títulos; otras provenían de familias ilustres que habían hecho fortuna en la ciudad o con el comercio, como los Morant con el azúcar, o los Drummond, pertenecientes a una noble familia escocesa, que habían sido banqueros del rey y habían financiado su guerra en América. Casi todas esas familias recién llegadas eran muy ricas.
Las grandes familias mercantiles han manifestado a menudo su preferencia por el mar, sin duda debido a que, durante buena parte de la historia de la humanidad, el comercio se ha llevado a cabo en el mar. Durante el siglo XVIII, New Forest había adquirido este nuevo estrato sobre su antigua identidad, como un ameno y agreste litoral en el que los ricos podían construir sus mansiones y gozar del mar. Ofrecía un panorama del mundo que las antiguas gentes del Forest, pese a las actividades que desarrollaban de vez en cuando en la costa, nunca habían comprendido bien; y Fanny, que provenía del interior del Forest, se sentía, pese a su esmerada educación, más compenetrada con los Pride que con algunos de los nuevos terratenientes. Con todo, cabía apuntar que un matrimonio con un miembro de éstos podía ser provechoso. Y aunque en su fuero interno ella tuviera otras aspiraciones, se abstenía de expresarlo y no sabía con precisión qué era.
—En estos momentos no —respondió Fanny al clérigo.
—Tengo entendido que dentro de poco irá a visitar a su primo Totton en Oxford —dijo éste.
—La semana que viene.
Edward Totton estaba a punto de regresar de la universidad y su hermana Louisa y Fanny iban a pasar unos días con él en Oxford. La perspectiva de esa expedición ilusionaba a Fanny.
—Estoy seguro de que conocerá allí a algún profesor pobre y apasionado del gótico que le impresionará por sus méritos —comentó Gilpin con tono de chanza—. Y ahora —agregó— debo regresar a mi pequeña escuela. Hoy debemos realizar una tarea especial. Como está de camino a su casa, podemos volver juntos.
Samuel Grockleton avanzó con cautela por la calle Mayor de Lymington.
El tamaño y la forma de la población habían permanecido prácticamente intactos desde la época medieval, aunque casi todas las casas que bordeaban la amplia cuesta ostentaban unas fachadas georgianas, algunas dispuestas como tiendas provistas de ventanas saledizas.
Grockleton pasó frente a la entrada del Angel Inn. El señor Isaac Seagull, el propietario, que se hallaba de pie en la puerta, le saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa. Grockleton dirigió la vista hacia el otro lado de la calle. La casera del Nag’s Head, situado justo enfrente, también le sonrió desde la puerta.
—Buenos días, señor Grockleton.
A Grockleton le olía a chamusquina.
Observó que la brisa agitaba el letrero de madera que pendía sobre el Nag’s Head, el cual oscilaba un poco, un par de centímetros, al tiempo que emitía un leve crujido. ¿Sería una mera casualidad, o se había detenido toda la gente en la calle? Las únicas pisadas que sonaban sobre los adoquines eran las suyas; el resto de la población se había detenido para mirarlo: un centenar de máscaras, como figuras pintadas en carnaval, o mimos en Hallowe’en. ¿Y a qué venían esas sonrisas tan corteses que esbozaban tras las máscaras?
Enseguida lo comprendió. Los largos faldones de su levita negra, su almidonada corbata y sus calzones blancos de pronto adquirieron la solidez del cemento, atrapándolo como un cepo. Su sombrero de elevada copa y ala ancha se le antojó de plomo cuando trató de quitárselo para saludar a una dama delante de la pequeña librería. Grockleton captó el significado de aquellas amables sonrisas. Todos estaban confabulados.
La noche anterior habían capturado un cargamento de contrabando y él era el funcionario de aduanas.
El servicio de aduanas. Siempre habían tenido que pagar impuestos sobre el transporte y desembarco de mercancías. Y los comerciantes siempre habían tratado de evitarlos. Los contrabandistas de Lymington venían exportando ilegalmente lana inglesa desde hacía siglos. Pero no eran las exportaciones lo que a la sazón preocupaba a las autoridades, sino las importaciones. Ahí residía el descomunal problema.
Era un comercio gigantesco. A medida que el imperio comercial inglés crecía, el volumen de las importaciones había aumentado de forma imparable. Sedas y encajes, perlas y percal, vinos, frutas, tabaco y rapé, café y chocolate, azúcar y especias… la lista era interminable. En la actualidad se cobraban unos derechos de aduana sobre mil quinientos artículos. Y los más importantes eran dos sin los cuales daba la impresión de que los ingleses perderían toda su pujanza y su isla se hundiría bajo las olas del mar. El té: si beber café y chocolate se había puesto de moda, todo el mundo, desde los nobles hasta los humildes, bebían té. Y coñac.
El coñac era el elixir de la vida. Sus aplicaciones eran múltiples. Protegía contra la peste, curaba la fiebre, el cólico, la hidropesía. Estimulaba el corazón, limpiaba las heridas y te mantenía joven. Si estabas helado, el coñac te reconfortaba. Si el cirujano tenía que amputarte una pierna, antes de golpearte en la cabeza te daba un lingotazo de coñac. Y, por supuesto, siempre podías beberlo por placer. Había que pagar unas tasas arancelarias sobre cada gota de coñac que bebías. Pero nadie quería pagarlas.
—Es absurdo que la gente maldiga al servicio de aduanas —se quejaba Grockleton a su esposa—, cuando es precisamente el dinero que recaudan las aduanas el que financia los buques de la marina destinados a proteger el comercio, sin el que no dispondrían de muchos artículos.
—Es del todo ilógico —convenía su esposa.
A pesar de ello, por ilógico que fuera —y Grockleton tenía toda la razón—, todo el mundo trataba de evitar pagar esos impuestos. El contrabando estaba a la orden del día. La misión de los funcionarios de aduanas era frenarlo. Los funcionarios de aduanas no gozaban de simpatías entre la población.
El jefe de funcionarios aduaneros de la región, el recaudador, tenía su sede en Southampton. El segundo funcionario más importante era Grockleton, que residía en Lymington. Luego había otro funcionario, menos importante, que se encargaba del comercio de la costa en Christchurch. Teóricamente, los funcionarios de aduanas disponían de unas fuerzas impresionantes a su servicio. Utilizaban embarcaciones —por lo general unos rápidos cúters— para interceptar los barcos de los contrabandistas. Había funcionarios montados, uno cada cinco kilómetros, que patrullaban la costa. Había controladores, supervisores, medidores, calibradores (los títulos variaban a medida que a las autoridades aduaneras se les ocurrían nuevos sistemas de regular el comercio) encargados de registrar los barcos que entraban e inspeccionar el cargamento. Los altos funcionarios como Grockleton provenían casi siempre de fuera, a fin de evitar que tuvieran vínculos con el lugar; a menudo se habían retirado de otra rama del servicio gubernamental. Los salarios eran modestos, pero el funcionario tenía garantizada una suculenta porción de todo contrabando que interceptaban. Cabía pensar que eso constituía un excelente acicate para mantenerse alerta, pero a Grockleton le constaba que el supervisor de Christchurch había ordenado a sus agentes montados que se abstuvieran de patrullar y denunciar lo que vieran.
No todos los funcionarios aduaneros eran unos cobardes. En la isla de Wight el agente aduanero llamado William Arnold había logrado conquistar el respeto de toda la región por la forma en que desempeñaba su labor. Dada la escasa ayuda gubernamental con que contaba, había adquirido con dinero de su propio bolsillo un cúter para patrullar las aguas locales, el cual había resultado muy eficaz. Si todas las poblaciones hubieran utilizado esos cúters, los contrabandistas que transportaban sus mercancías por la costa lo habrían tenido más difícil. Pero existían otros medios de atraparlos y Grockleton, pese a sus numerosos defectos, poseía un profundo sentido del deber y coraje.
Por ese motivo, si su plan daba resultado, no tardaría en convertirse en el hombre más odiado del condado.
Grockleton siguió avanzando por la calle hacia el muelle. La gente había reanudado sus quehaceres, pero no le quitaban ojo de encima. Grockleton imaginó las miradas que le dirigían a sus espaldas, pero no se volvió. Al final de la calle, algo apartado del resto de edificios, se hallaban las oficinas de aduanas, donde él tenía su despacho.
Al aproximarse al edificio Grockleton vio al francés. El francés, al igual que los demás, le saludó con una inclinación de cabeza y sonrió educadamente. Pero por otros motivos. Él y sus compatriotas se hallaban en Lymington como huéspedes de su majestad británica. Por consiguiente, tenía la obligación de mostrarse cortés incluso con un funcionario de aduanas.
El conde —que además de capitanear un regimiento era un aristócrata— era un hombre muy agradable y muy estimado por la señora Grockleton, a quien él trataba como si fuera una duquesa. Varios parientes del conde habían muerto en la guillotina durante la reciente Revolución Francesa, y éste, al menos en opinión de la señora Grockleton, ostentaba cierto aura de romántica tragedia. Teniendo en cuenta que sus compañeros aristócratas y sus tropas se hallaban en Lymington, y que otras fuerzas de emigrantes franceses se habían refugiado en Inglaterra, el conde estaba lógicamente impaciente por ir a luchar a la primera oportunidad contra el nuevo régimen revolucionario en Francia.
—Paciencia, monsieur le comte —suspiraba la señora Grockleton—. Confío en que pronto vengan tiempos mejores.
El que durante los últimos cien años Inglaterra hubiera estado buena parte del tiempo involucrada de una forma u otra en hostilidades con la Francia monárquica era un hecho que, al hallarse frente al encantador aristócrata francés, la señora Grockleton olvidaba por completo.
Así pues, no tuvo nada de particular que, al ver al francés, el funcionario aduanero introdujera la mano en el bolsillo de su levita, sacara una carta y se le entregara con las siguientes palabras, que un transeúnte oyó por casualidad:
—Una carta de mi esposa, conde.
Tras lo cual avanzó hacia el edificio de aduanas.
Un poco, más tarde, en la intimidad de sus aposentos, el conde abrió la carta y leyó su contenido con expresión horrorizada.
—Mon Dieu —murmuró—, ¿qué puedo hacer?
Desde la entrada de la casa del reverendo William Gilpin discurría un sendero entre los setos de pequeños campos hasta encontrarse con otro camino en ángulo recto. Por el sendero, bajo el tibio sol, descendían Gilpin, luciendo un amplio sombrero eclesiástico y portando un bastón, y Fanny, vestida con un abrigo largo y una capa. Ambos amigos disfrutaban del grato paseo. Su objetivo era el pequeño edificio situado a la izquierda, poco antes de que el sendero llegara a su fin.
La escuela de Gilpin era distinta de la academia de la señora Grockleton, aunque posiblemente igual de útil. La parroquia de Boldre nunca había contado con una escuela y Gilpin la había fundado poco después de llegar allí. El modesto establecimiento pedagógico poseía tal encanto que podría describirse casi como pintoresco.
Todo el edificio medía apenas doce metros de longitud y estaba construido en forma de «T». La sección central consistía en una sola habitación, de ocho metros de largo. La parte transversal estaba dividida en dos pisos bajos, que albergaba a un maestro y un aula para las chicas. El extremo de la parte transversal que daba al sendero presentaba la encantadora forma de una fachada clásica con un frontón triangular. Esta alegre estructura se hallaba situada en una pequeña parcela de terreno. El sendero, que arrancaba más abajo del mismo, conducía hacia el río y el puente de Boldre. Por el lado oriental, discurría hacia la vieja vaquería medieval, convertida desde hacía muchos años en una aldea, de Pilley.
—¿Quién le vendió la parcela para la escuela? —le había preguntado Fanny en cierta ocasión. Ella conocía a los dueños de cada palmo de terreno en esta zona, pero no lograba identificar al propietario de esa parcela.
—La robé al Forest del rey —había respondido el vicario con amabilidad—. Posteriormente me hicieron pagar una multa por ello.
El propósito de dicho delito cometido por el vicario era bien simple: enseñar a veinte muchachos y veinte chicas de las familias que vivían en las aldeas de la parroquia de Boldre a leer, escribir y a contar, como se denominaban entonces las matemáticas. Como lectura, por supuesto, utilizaban la Biblia, sobre la que debían hacer una redacción dos veces a la semana. Cada domingo los alumnos se ponían sus elegantes abrigos verdes que les suministraba la escuela y marchaban hacia la iglesia de Boldre. Esto procuraba al vicario un práctico incentivo. Gilpin conocía a sus parroquianos. Si de vez en cuando unos padres necesitaban a su hijo para que les ayudara en los campos, nadie pedía explicaciones sobre la ausencia de un día; pero la recia ropa de lana y algodón que la escuela proporcionaba a los alumnos, junto con los abrigos verdes, constituían un poderoso aliciente para una familia campesina. Y si algunos padres expresaban dudas sobre la utilidad de que su hija adquiriera tantos conocimientos, el reverendo les aseguraba: «Puesto que escribir y contar son habilidades menos necesarias para las chicas, dedicaremos más tiempos a cosas prácticas, como hacer media, hilar y coser.» La escuela parroquial no se atrevía a aventurarse más allá de ese nivel de educación. El rebasarlo entrañaba el peligro, según convenían todos, de que los niños del pueblo se sintieran descontentos de su suerte.
—¿Es difícil para esos niños aprender a leer y a escribir? —inquirió Fanny cuando llegaron a la puerta de la escuela.
Gilpin la miró de reojo.
—¿Porque son hijos de humildes campesinos, Fanny? —El reverendo meneó la cabeza—. Dios no creó a la gente con esas desventajas. Le aseguro que un joven Pride puede aprender con la misma facilidad que usted o que yo. Los límites de los conocimientos que adquiera estarán determinados por lo que él juzgue (acertadamente, sin duda) que puede resultarle útil. ¡Un momento, jovencito! —exclamó de pronto el clérigo cuando un niño de diez años con una pelambrera negra y rizada salió corriendo del aula y trató de pasar entre ellos—. En cuanto a este joven —prosiguió Gilpin sonriendo mientras atrapaba al niño y lo tomaba en brazos—, este niño, Fanny, sería un magnífico estudioso clásico de haber nacido en otras circunstancias, ¿no es cierto, bribonzuelo? —añadió con afecto mientras sostenía al niño en alto.
Nathaniel Furzey fue un hallazgo de Gilpin. No pertenecía a la parroquia de Boldre, sino a la de Minstead; pero el niño poseía una inteligencia precoz tan viva que Gilpin quiso que asistiera a la escuela de Boldre. Dando por sentado que los Furzey de Oakley tenían lazos familiares con la rama de Minstead, había preguntado a aquéllos si estarían dispuestos a albergar al niño en su casa durante el curso escolar, pero los Furzey de Oakley se habían negado. Sin embargo, los Pride Oakley, que un siglo después del asunto de Alice Lisle seguían sin hablarse con sus vecinos los Furzey, no pusieron inconveniente alguno en alojar en su casa al niño de la familia de Minstead; su propio hijo, Andrew, asistía a la escuela. De modo que cada mañana, Gilpin observaba complacido a través de la ventana de su casa, a Andrew Pride y al pequeño Nathaniel Furzey de pelo rizado dirigirse por el sendero hacia la escuela.
—Por la prisa que llevas, deduzco que el médico ya ha llegado —comentó el vicario con tono jovial a su prisionero. Luego se volvió hacia Fanny y añadió—: Este niño no se fía de los médicos. Ya le he dicho que es inteligente.
El médico del que Nathaniel Furzey huía era nada menos que el doctor Smithson, el eminente médico de Lymington, a quien Gilpin había llamado y cuyos servicios pagaría de su propio bolsillo. El doctor Smithson se hallaba en el aula principal mientras los niños aguardaban dócilmente en fila ante él. El tratamiento que iba a administrarles era una vacuna.
Sólo habían transcurrido ocho años desde que se había producido una leve pero alarmante epidemia de viruela en el Forest. Aunque pasarían otros dos años antes de que el doctor Jenner verificara la eficacia de su vacuna contra la viruela, de un tiempo a esta parte se venía utilizando con éxito una vacuna que contenía minúsculas cantidades del virus de la viruela. Y Gilpin había mandado llamar al médico para que se la administrara a sus alumnos.
Sin embargo, aunque Gilpin se hallaba presente, cuando los otros niños avanzaron obedientes hacia el médico, el joven Nathaniel se negó en redondo a seguirles. De pie junto al vicario, que le sostenía de la mano, meneó la cabeza lentamente pero con manifiesta determinación.
—Creo que va a resistirse como gato panza arriba —murmuró Gilpin—. No sé qué hacer.
Fue Fanny quien solventó el problema.
—Si yo lo hago, ¿lo harás tú, Nathaniel? —preguntó al niño. Nathaniel Furzey lo pensó unos instantes. Sus ojos oscuros se posaron primero en ella, luego en el doctor y luego de nuevo en Fanny—. Yo iré antes que tú —dijo ésta. El niño asintió pausadamente.
Fanny se quitó la capa y alargó su brazo desnudo mientras todos los niños la observaban; al cabo de unos momentos, sin apartar los ojos de ella, el pequeño Nathaniel se sometió también a esa tortura.
—Bravo, Fanny —dijo Gilpin en voz baja, y ella se sintió orgullosa de sí misma.
Fanny comprendió que el vicario se sentía satisfecho de ella cuando, después de que todos hubieran sido vacunados y Gilpin hubiera dado las gracias al doctor, el reverendo declaró que la acompañaría hasta la iglesia de Boldre.
Había dos caminos para acceder a la iglesia desde la escuela: uno consistía en bajar hasta el río y subir de nuevo hacia la escuela; el otro consistía en tomar por un sendero que atravesaba la aldea de Pilley, discurría por el borde superior del pequeño valle y giraba alrededor del montículo. Gilpin y Fanny tomaron por este camino y, como era casi un kilómetro y medio, tuvieron tiempo de conversar sobre muchas cuestiones.
Cuando divisaron la iglesia el vicario comentó como de pasada:
—Hoy, cuando el médico le administró la vacuna, Fanny, me fijé que lucía una cadena de plata en torno al cuello. No es la primera vez que se la veo, pero también he observado que el colgante que pende de ella lo lleva siempre oculto debajo del vestido. Me pregunto qué será.
En respuesta, Fanny sonrió y sacó el colgante para mostrárselo.
—No es nada especial —dijo—, de modo que lo llevo escondido. Pero me gusta ponérmelo de vez en cuando.
Gilpin contempló el colgante con curiosidad.
Era un objeto peculiar, un crucifijo de madera, ennegrecido por el paso del tiempo. Al examinarlo con detenimiento, el reverendo observó que ostentaba una inscripción tallada con caracteres antiguos, pero no pudo descifrarla ni ver la fecha. Fuera lo que fuere esa inscripción, el colgante consistía en una sencilla cruz de madera y el vicario la miró complacido.
—Esta mañana realizó usted una buena acción —dijo con afecto—, y celebro comprobar que luce una sencilla cruz de madera, que para mí es más valiosa que cualquier adorno de oro o plata.
Fanny no pudo evitar sonrojarse ante esas palabras de admiración.
—Pero dígame, Fanny —prosiguió el reverendo—, ¿de dónde proviene ese colgante?
Por aquel entonces, ella tenía sólo siete años, pero se acordaba a la perfección. Su madre la había llevado a la casa. Ella suponía que se encontraba en Lymington. No estaba segura, pero su madre parecía enojada por algo.
La anciana estaba sentada junto al hogar. A Fanny le pareció una mujer muy vieja —probablemente tenía más de ochenta años—, envuelta en unos chales; pero con un aire entrañable: un rostro bondadoso, amable, y unos ojos de un azul muy vivo.
—Acerca a la niña, Mary —había dicho la anciana a la madre de Fanny, con cierto tono de impaciencia—. ¿Sabes quién soy, niña? —había preguntado.
—No. —Fanny no tenía remota idea. Observó que la anciana miró a su madre y meneó la cabeza.
—Soy tu abuela, niña.
—¡Mi abuela! —Fanny había sentido una gran emoción. Nunca había conocido a una persona así. Su padre era tan viejo cuando se casó que perdió a su madre mucho antes de que naciera Fanny. En cuanto a su propia madre, siempre había supuesto que la suya también había fallecido. Fanny se volvió hacia ella y le espetó—: Nunca me dijiste que tuviera una abuela.
—¡Pues la tienes! —exclamó la anciana secamente.
A continuación, mantuvieron una conversación muy grata. Fanny no recordaba apenas lo que habían dicho. Su abuela había hablado del pasado y de sus padres, y de otros parientes que habían muerto hacía tiempo. Sus nombres no significaban nada para Fanny, pero se había llevado una vaga pero inolvidable impresión de brisas marinas, barcos, la sensación de aventura: como si hubiera abierto una ventana oculta y hubiera visto, olido y saboreado un mundo que jamás había visto, y que no volvería a ver, pues no la llevaron nunca más a casa de su abuela. A partir de entonces había permanecido muchos años encerrada en el boscoso mundo de Albion House. La casa de Lymington y su abuela, a la que jamás volvió a ver, se habían sumido en el olvido como un día en su infancia, transcurrido junto al mar.
Sólo restaba una prueba tangible de aquel encuentro. Poco antes de que Fanny y su madre se marcharan, su abuela se había quitado el pequeño crucifijo de madera que lucía alrededor del cuello y se lo había dado.
—Esto es para ti, querida —dijo—, para que recuerdes a tu abuela. Mi madre me lo dio a mí y ha permanecido en la familia durante mucho tiempo. Dicen que desde la Armada española. —Su abuela le había tomado de la mano y añadió—: Si te lo regalo, ¿prometes guardarlo siempre?
—Sí, abuela —había respondido Fanny—. Te lo prometo.
—Bien. Ahora da un beso a tu vieja abuela, a quien nunca habías visto.
—Ahora que te conozco, volveré a visitarte, y tú debes venir a visitarnos —había dicho Fanny alborozada.
—Conserva esa cruz —había respondido la anciana.
A Fanny le asombró el enojo que había mostrado su madre cuando salieron de casa de la abuela.
—Qué ocurrencia darle a una niña esa sucia antigualla —había exclamado su madre mirando disgustada el pequeño crucifijo—. En cuanto lleguemos a casa la arrojaremos.
—¡No! —había protestado Fanny con inusitada vehemencia—. Es mía. Me la ha dado mi abuela. Prometí guardarla. Se lo prometí.
Fanny había ocultado la cruz para que nadie se la robara. Un año más tarde su madre falleció. En cuanto a su abuela, suponía que también había muerto. Nadie mencionaba nunca su nombre en Albion House. Pero Fanny siempre había conservado el crucifijo.
—¿Y quién era su abuela? —inquirió Gilpin.
—Mi madre era una señorita Totton, como ya sabe —repuso Fanny—. De modo que mi abuela debía de ser la anciana señora Totton. Sé que fue la segunda esposa del señor Totton. La primera mujer, de la que descienden mis primos Totton, era prima de los Burrard. Por lo que imagino que mi abuela pertenecía a una de esas antiguas familias de Lymington, relacionadas con el mar.
—Sin duda —dijo Gilpin—. Quizá los Button. —El reverendo asintió—. Probablemente figura en el registro de la parroquia de Lymington, si es que se casaron allí.
—¡Pues claro! No se me había ocurrido. Debe de constar allí. —Fanny sonrió—. ¿Me ayudará un día a buscarlo en el registro?
Comenzaba a oscurecer: dos figuras se aproximaban por separado, desde direcciones opuestas. Nadie habría adivinado que se encontrarían en un lugar fijado de antemano.
Charles Louis Marie, comte d’Hector, general, aristócrata, un hombre tan valiente como cualquiera de los Tres Mosqueteros legendarios, se afanó en subir por la calle Mayor con aire despreocupado, como si gozara de un paseo al atardecer. Su leal compañero descendió por un sendero posterior mostrando parecido talante.
El francés ofrecía una elegante estampa. Aunque la mayoría de los hombres lucían su pelo natural en esa época, él y sus compañeros emigrados lucían las pelucas cortas y empolvadas de la corte real francesa. Una chaqueta y unos calzones de seda completaban su atuendo, como diciendo: «No sólo deploramos la Revolución que se ha producido en nuestro país, sino que nos negamos a reconocer siquiera su existencia.»
Al margen de lo que pensara uno sobre el antiguo régimen monárquico en Francia, la Revolución Francesa de 1789 había degenerado en un trágico baño de sangre. Los experimentos iniciales en materia de democracia republicana habían dado paso a la guillotina, para la aristocracia y la familia real, y más recientemente, en el brutal terror, la ejecución indiscriminada de miles acusados de ser enemigos de la Revolución. Los aristócratas y sus seguidores, al igual que había hecho la comunidad francesa establecida en Lymington, habían tratado de huir. Toda Europa observaba horrorizada. Las potencias continentales se preparaban para la guerra. Nadie sabía cómo acabaría ese conflicto que se había originado en tierras más allá del mar. Incluso en la apacible Lymington, que rara vez prestaba atención a asuntos que no le incumbían, el conflicto francés había cobrado realidad debido a la presencia de los emigrados entre la población.
En Lymington, había aproximadamente una docena de caballeros como el conde, varios de ellos acompañados por sus familias, la mayoría de los cuales se alojaban en casa de los principales comerciantes de la localidad. Había también tres cuerpos de tropas, cuatrocientos soldados de caballería en el pequeño cuartel de la población, otros cuatrocientos artilleros en el almacén de malta de New Street y seiscientos hombres pertenecientes a la Marina Real francesa instalados en las dependencias de la granja cerca de Buckland. Los hombres, como era de prever, causaban numerosos problemas a la comunidad, pero las gentes de Lymington soportaban su presencia debido a los gallardos oficiales que mandaban las tropas. La víspera, el conde había mandado que administraran unos sonoros latigazos a ocho de sus hombres en la esquina de Church Street, para demostrar a los habitantes de Lymington que no toleraba la indisciplina, y todo el cuadro de oficiales se había afanado en mostrarse amable tanto con las damas de la población como con sus esposos. De momento, seguían siendo bien recibidos. Pero el conde no se hacía ilusiones. Sabía que si cometía una torpeza la vida en Lymington sería muy desagradable.
Así pues, el paquete que Grockleton le había entregado esa mañana le había atemorizado. No se trataba de la carta de la señora Grockleton, invitándole a él y a otros dos oficiales a cenar la semana próxima, sino el otro mensaje, que el marido de ésta había introducido discretamente en el sobre. Si el mensaje significaba lo que sospechaba el francés, el asunto requería ser tratado con el máximo tacto; y ése era el motivo de que, como medida de precaución, el conde hubiera pedido a un colega que le acompañara esta noche, en calidad de testigo, a la cita secreta.
—No voy a contárselo aún a los otros oficiales, mon ami —le había explicado el conde—. Te lo he revelado a ti no sólo porque confío en tu criterio sino en tu absoluta discreción.
Casi había anochecido cuando dobló por una esquina de la calle Mayor cerca de la iglesia.
De los muchos inventos que habían descubierto los constructores ingleses durante el último siglo, el más delicioso era un tipo de construcción utilizada para cercar un jardín.
Se trataba de una tapia que en lugar de prolongarse en línea recta como un muro de ladrillo corriente, era ondulada, curvándose de un lado a otro como una sucesión de «confidentes». Por lo general esas tapias se hallaban en los condados de East Anglia; pero por alguna razón —quizás un constructor de East Anglia se había establecido en la población— en Lymington existía un gran número de ellas. Solían ser bastante altas; podías asomarte sobre algunas de ellas. Las curvas eran lo suficientemente amplias para acoger en ellas a un par de hombres, de forma que si contemplabas la tapia en sentido longitudinal, no alcanzabas a verlos. Y era precisamente por ese motivo por el que Samuel Grockleton había pedido al conde francés que se presentara al anochecer, por el sendero que discurría detrás de su jardín, el cual estaba rodeada por una de esas tapias.
Grockleton aguardó en silencio hasta que oyó un golpecito que alguien dio con una moneda al otro lado de la tapia. Grockleton había arrancado con las uñas un poco de yeso de la fachada del muro, entre dos ladrillos. Al retirar un ladrillo en el lado en que se encontraba él, quedó una pequeña rendija a través de la cual podían hablar. Grockleton propinó unos golpecitos y luego preguntó:
—¿Es usted, conde?
—Sí, mon ami. He venido como me pidió que hiciera.
—¿Le han seguido?
—No.
—Es una precaución necesaria. ¿Sabe usted que vigilan mi casa?
—No me sorprende. Es natural, dado su cargo.
—Aunque venga a cenar a mi casa, no puedo exponerme a que me vean conversar en privado con usted. Daría que hablar.
—No lo dudo.
—Bien. Me han ordenado que le informe, conde, de que el gobierno de su majestad británica necesita su ayuda.
Eso no era del todo cierto. Nadie le había ordenado que se lo dijera porque, conociendo como conocía la incompetencia y posible corrupción de los canales oficiales, Grockleton había decidido tomar él mismo la iniciativa sin autorización oficial. Por descontado, si tenía éxito en su empresa todos mostrarían su conformidad, lo cual venía a ser lo mismo.
—Estimado amigo, estoy a disposición de su gobierno.
—En tal caso permítame, conde —repuso Grockleton—, que le explique con exactitud lo que necesitamos que haga.
No sólo se trataba, como sabían ambos, de una cuestión de pasar coñac y otras mercancías de contrabando. Aparte del gigantesco comercio ilícito, existía un tráfico de oro e información. El patriotismo que aparecería más tarde no estaba aún muy desarrollado en la costa meridional. Los oficiales navales británicos luchaban con la esperanza de hacerse con un buen botín al capturar un barco; sus hombres luchaban porque habían sido secuestrados por grupos de presión y obligados a embarcarse. Incluso un comandante tan estimado como Nelson no se atrevía a dejar que sus hombres fueran a tierra en los puertos ingleses, por temor a no volver a verlos. Así pues, ¿estarían los contrabandistas del sur de Inglaterra dispuestos a comprarles coñac, traficar con oro y vender información a los enemigos de su país? Por supuesto.
No obstante, ante todo, para los habitantes de la costa de New Forest, se trataba de un simple contrabando de mercancías. Y estaban tan bien organizados, en grupos numerosos, que ni todos los funcionarios montados juntos habrían sido capaces de detener una de sus inmensas caravanas nocturnas. Para hacerlo, necesitaban tropas.
Lo habían intentado. De vez en cuando enviaban unos destacamentos de dragones y otros regimientos a Lymington. Existía el proyecto de construir un nuevo cuartel en Christchurch. Pero, como es lógico, nunca habían reclutado a la caballería local; habría sido inútil. De todos modos, no siempre se mostraban dispuestos a capturar a las bandas de contrabandistas. Durante los últimos diez años se habían producido dos encarnizadas batallas. En ambos casos habían muerto numerosos soldados de caballería. Y puesto que éstos simpatizaban con los contrabandistas, no era una misión que aceptaran de buen grado.
—Las posibilidades que tengo de interceptar el contrabando con tropas inglesas son escasas —informó Grockleton al francés.
Pero ¿y las tropas francesas? La idea se le había ocurrido hacía una semana y quizá fuera una solución genial. Los soldados franceses no poseían vínculos en el lugar, no simpatizaban con los contrabandistas. Se aburrían, deseaban entrar en acción. En total sumaban más de mil hombres. Y estaban allí por cortesía del gobierno británico. Si Grockleton conseguía interceptar un cargamento importante de contrabando no sólo le valdría la gratitud del gobierno, sino que la parte del botín que le correspondía le procuraría una modesta fortuna. Tal vez no fuera popular, pero seguramente podría retirarse.
Por otra parte, si el francés se negaba a apoyarle, Grockleton se lo comunicaría de inmediato a Londres. Hasta el rey se enteraría de ello y se sentiría sumamente contrariado.
El francés comprendió la situación perfectamente sin que nadie se lo explicara.
—Es preciso proceder en el más absoluto secreto —respondió al conocer el plan de Grockleton.
—Desde luego.
—No me atrevo a decírselo a mis hombres ni siquiera el mismo día. Tendremos que organizar un desfile, algún pretexto para convocarlos armados, y entonces…
—Estoy de acuerdo. ¿Puedo contar entonces con su colaboración?
—Totalmente. Por descontado. Estoy a las órdenes de su majestad británica.
—En ese caso, señor, le doy las gracias —dijo Grockleton, tras lo cual volvió a colocar el ladrillo en su lugar.
Durante unos momentos el conde y su colega caminaron por el sendero en silencio.
—Bien, mon ami —dijo por el fin el conde—, ¿has oído toda la conversación? —El otro asintió con la cabeza—. Esto nos coloca en una situación delicada —prosiguió el conde—. ¿Crees que he obrado bien?
—Sí. No podías negarte.
—Celebro que estés de acuerdo conmigo. Huelga decir que nadie debe saber una palabra de esto.
—Puedes confiar en mí.
—Por supuesto. Ahora debemos regresar tal como vinimos, por separado.
La noche había caído sobre Albion House y, como tantas otras veces a lo largo de su joven existencia, Fanny se hallaba sentada en el saloncito con dos personas ancianas. Los leños que ardían en el hogar emitían de vez en cuando una llamarada; las velas arrojaban un suave resplandor sobre el oscuro artesonado de roble. Quizá Fanny tuviera el ambicioso proyecto de reformar su casa y convertirla en una mansión clásica de estilo gótico, pero de momento, el viejo saloncito apenas había cambiado de fisonomía desde los tiempos de la reina Isabel.
Reinaba un ambiente apacible. En ocasiones, Fanny leía en voz alta para los ancianos, pero esta noche preferían permanecer sentados tranquilos, gozando del silencio de la casa, interrumpido sólo por el suave tictac del reloj de pared en el vestíbulo y, muy de vez en cuando, el leve murmullo de las ascuas que caían en la chimenea.
—No entiendo qué se le ha perdido en Oxford —dijo por fin su padre.
Ese comentario fue acogido con silencio, durante el cual el reloj emitió cuarenta tictacs.
—Pues claro que debe ir —replicó la tía Adelaide.
Fanny sabía que era preferible abstenerse de interrumpir. Al menos, de momento. Mediaron sólo veinte tictacs antes de que su padre inquiriera:
—¿Cuánto tiempo estarás ausente, Fanny? Su voz denotaba cierto tono de reproche, tristeza, aunque sobrellevada con valor.
—Sólo seis días, padre, comprendido el viaje.
—Haces bien —terció Adelaide con firmeza—. Te echaremos de menos, pero haces bien en ir a ver a tu primo.
—Va a ver Oxford. Que está muy lejos.
Habían regresado al punto de partida. En el hogar cayó un ascua de color pardo.
Francis Albion había cumplido ochenta y ocho años. La gente decía que había vivido todos esos años para ver a su hija convertida en una mujer, lo cual probablemente era cierto. La gente comentaba también que deseaba verla bien casada. Sin embargo, dado que la sola mención del tema le producía un disgusto enorme, sin duda no era así. Algunos incluso se preguntaban si, después de mantenerse vivo durante un tiempo tan prodigiosamente largo, el señor Albion no lo haría por él mismo.
Lo cierto era que Francis Albion jamás había pensado en tener hijos. El menor de los hijos de Peter y Betty Albion, había dado por sentado que su hermano se encargaría de perpetuar el apellido familiar y durante buena parte de su vida había sido un trotamundos. Un procurador en Londres, un agente en Francia, durante un tiempo un comerciante en América, siempre había ganado lo suficiente para vivir como un caballero, pero no lo suficiente para casarse. Al cumplir los cuarenta, cuando la muerte de su hermano lo convirtió en heredero de la propiedad de los Albion, Francis era un solterón empedernido sin el menor deseo de casarse y sentar cabeza. Durante veinte años, su hermana Adelaide había mantenido ella sola la casa a flote hasta que él regresó por fin, según dijo, para asumir sus obligaciones familiares en el Forest.
Las obligaciones no eran onerosas y Francis se las arregló para que le resultaran rentables. Éstas comprendían el cargo de guardián de uno de los walks, como se denominaban a la sazón las pequeñas divisiones del Forest. Francis desempeñaba dicho cargo con característica desgana. Incluso en comparación con las afables normas del siglo XVIII, la administración de New Forest dejaba mucho que desear. Cuando años atrás la corona, en uno de sus ocasionales intentos de poner orden en el lugar, había convocado una comisión real, los comisionados, tras señalar que el administrador de la madera del Forest hacía dieciocho años que no se molestaba en llevar las cuentas, indicaron también con aspereza que al inspeccionar el bosquecillo en la división correspondiente al señor Albion, donde se suponía que crecían los árboles madereros del rey, habían comprobado que era utilizado como una gigantesca conejera, sin haber hallado un solo árbol en todo el recinto.
Tras asegurar a los comisionados que pondría remedio, el único comentario que Francis Albion hizo a su hermana fue:
—El año pasado metí a mil conejos allí y este año meteré a otros mil.
¿Qué había inducido al señor Albion, a los sesenta y cinco años, a casarse con la señorita Totton de Lymington, treinta años menor que él?
Algunos decían que fue el amor. Otros que, cuando su hermana Adelaide sufrió un grave resfriado, Albion pensó que quizá no estaría siempre presente para cuidar de él. Fuera cual fuere el motivo, el caso es que el señor Albion propuso matrimonio a la señorita Totton y ésta aceptó, y la pareja se instaló en Albion House.
Era un tanto extraño que la señorita Totton no se hubiera casado hasta entonces. Era bien parecida, de aspecto respetable; no era pobre. Quizás había sufrido un desengaño amoroso. Fuera cual fuere el motivo, a sus treinta y cinco años había comprendido que era preferible casarse con un Albion, aunque tuviera que hacer de enfermera de su esposo, que seguir soltera. Su hermanastro, como cabeza de la familia Totton, se había alegrado de emparentar con los Albion, y Adelaide se había mostrado encantada de que su hermano se casara. Adelaide había seguido ocupando un ala de la casa y ambas mujeres se llevaban bien.
El matrimonio fue un éxito. La señorita Totton no esperaba gran cosa, pero el matrimonio parecía haber infundido a Francis Albion renovada vitalidad. Con todo, Albion se quedó estupefacto cuando, habiendo cumplido ya los sesenta y ocho años, su esposa le informó de que estaba encinta.
—Esas cosas ocurren, Francis —le dijo ella sonriendo.
Pusieron a la niña el nombre de Frances, por su padre, y, según la moda de la época, la llamaron siempre Fanny.
No tuvieron más hijos. Fanny era, por tanto, la heredera. El viejo señor Albion se alegraba de tener una hija, cosa que suscitaba una grata admiración a su edad. La madre de Fanny también se alegraba: no sólo tenía una niña a quien querer y mimar, sino que el hecho de ser la madre de la próxima dueña de Albion House era mucho mejor que ser la esposa y enfermera de un anciano caballero. Adelaide también se sentía feliz, pues también tenía una niña a quien querer y mimar. El señor Totton de Lymington estaba encantado, porque sus hijos, que tenían la misma edad que Fanny, tenían ahora una prima que era la heredera de una de las propiedades de la localidad. Hasta Fanny se sentía feliz de ser rica y sentirse amada. No podía ser de otro modo. Pues lo único que debía hacer, en esas felices circunstancias, era estar a la altura de los deseos de todo el mundo.
Fanny tenía diez años cuando su madre murió. Su muerte causó una profunda conmoción a la familia, no sólo debido al dolor sino a la preocupación por el futuro de la niña.
—¿Qué podemos hacer? —había preguntado Francis Albion a su hermana.
—Vivir muchos años —había respondido ésta secamente.
Y ambos lo habían hecho. Fanny no se había quedado huérfana; pese a que Francis y Adelaide eran más bien unos abuelos para ella, Fanny vivía en un hogar feliz. Si su padre, al envejecer, se mostraba un tanto apocado y quejica, el carácter alegre de Fanny y la frecuente compañía de sus primos Totton superaron esa influencia. Y si la tía Adelaide propendía a repetirse, Fanny disfrutaba de la inteligencia que seguía poseyendo la anciana.
Y luego estaba la señora Pride.
Señora Pride. ¿Todas las amas de llaves ostentaban el apelativo de «señora» independientemente de si estaban casadas? Fanny nunca había conocido a ninguna que no lo ostentara. Era un término de respeto, un reconocimiento de que, dentro de sus dominios, era dueña y señora de la casa. Y no existía la menor duda de quién mandaba en Albion House. La señora Pride.
Era una mujer muy atractiva: alta, el pelo gris recogido en un elegante moño, de porte majestuoso; cualquier hombre habría adivinado al instante que debía de haber tenido un cuerpo soberbio. La única razón por la que no se había casado, seguramente, era que prefería dirigir una mansión señorial a la dura existencia que le habría caído en suerte de haber sido la esposa de un granjero o un pequeño terrateniente en el Forest, o un tendero de Lymington.
Siempre se mostraba respetuosa. Si había que renovar las sábanas, pedía permiso a Adelaide para hacerlo. Cuando llegaba el momento de hacer una limpieza a fondo en la casa, la señora Pride preguntaba qué fecha era la más conveniente para hacerlo. Si una chimenea daba la impresión de estar a punto de desmoronarse, ella preguntaba educadamente a Francis qué quería que hiciera al respecto. La señora Pride conocía cada resquicio, cada viga, cada tarro de conserva, cada gasto. La señora Pride era, a todos los efectos, la dueña y señora de Albion House; los Albion tan sólo residían en ella.
La señora Pride se convirtió para Fanny en una segunda y discreta madre. Durante años, Fanny no se percató de ello. Si decidía ir de paseo y Fanny la acompañaba, la señora Pride se sentaba un rato para que Fanny pudiera jugar en el agua del vado. Si veía materiales de dibujo en una tienda de Lymington, se tomaba la libertad de adquirirlos, por si Adelaide quería regalárselos a Fanny. Después de misa comentaba con el vicario el extraordinario don que tenía Fanny para el dibujo, opinando con modestia que convendría que acudieran unos tutores a casa para enseñarle otras materias, a lo que el señor Gilpin captaba la insinuación de inmediato y se ocupaba de contratar a los tutores. La mediación de la señora Pride eran tan discreta y eficaz que, a sus casi quince años, Fanny seguía pensando que ésta era simplemente la figura entrañable y cariñosa que se encargaba de su ropa y su comida, y que siempre se alegraba de su compañía cuando Fanny se sentaba por la tarde con ella en el saloncito de la señora Pride para beber una taza de té y comer unas deliciosas tortas de coñac.
Fanny miró a su padre. Éste había cerrado los ojos, después de estos últimos comentarios. Era extraño, en cierto modo, este apocamiento suyo, teniendo en cuenta la vida que había llevado. A veces, incluso ahora, hablaba a Fanny de sus viajes, describiendo la maravillosa corte francesa de Luis XV, o el bullicioso puerto de Boston, o la plantación de Carolina. Aún recordaba todos los grandes acontecimientos.
—Recuerdo el tumulto que se organizó en Londres, en el cuarenta y cinco —decía el anciano Albion—, cuando los escoceses trataron de marchar hacia el sur bajo el estandarte del príncipe Carlos.
Cada victoria de los británicos en los mares o en la India iba acompañada de una historia, y cuando Fanny era una niña su padre le relataba esas historias de forma tan detallada que, sin darse cuenta, Fanny había aprendido buena parte de la historia de su época de labios de su padre.
Le entristecía observar el deterioro de su padre, pero se alegraba de estar junto a él durante sus últimos años.
—Quizá —la voz de la tía Adelaide rompió el silencio— conozcas un apuesto joven en Oxford.
—Es posible —repuso Fanny echándose a reír—. El señor Gilpin me ha comentado hoy que está seguro de que me enamoraré de un profesor pobre.
—No creo que eso es lo que daba hacer una señorita Albion, ¿verdad, Fanny?
—No, tía Adelaide, no lo creo.
A Fanny le encantaba el viejo y aristocrático rostro de su tía. Confiaba en que un día se pareciera a ella. Tenía la impresión de que Adelaide no había tenido una vida muy feliz, pero nunca se quejaba. Si la señora Pride dirigía la casa en el sentido práctico, la tía Adelaide seguía siendo su firme guardián, en realidad un ángel guardián.
Fanny atesoraba estas veladas, cuando su padre se quedaba adormecido o se retiraba a acostarse, y ella y Adelaide se quedaban un rato en el salón. La vieja casa estaba silenciosa; las sombras, cual conocidos fantasmas, se proyectaban siempre en los mismos puntos del artesonado a la luz de las velas… De pronto, su tía comenzaba a hablar. Como hizo en esos momentos.
Fanny sonrió. Su tía contaba siempre las mismas historias, pero a ella le gustaba oírlas. Probablemente porque, aunque las historias que contaba su padre eran interesantes, se referían a su vida; mientras que Adelaide se refería a un pasado más distante: a su madre Betty, su abuela Alice, la historia de que la herencia de los Albion se remontaba a muchos siglos. La herencia de Fanny. Pero lo maravilloso era que cuando su tía Adelaide le contaba esas historias, ella tenía la impresión de que habían ocurrido el día anterior.
—Mi madre nació poco después de la Restauración del rey Carlos II —decía Adelaide. De eso hacía más de ciento treinta años. Pero Betty Lisle era un recuerdo viviente. Adelaide había compartido esta casa durante cuarenta años con ella.
»Esa silla, en la que estás sentada, era su favorita —decía tía Adelaide. O, una tarde en el jardín, comentó—: Recuerdo el día en que mi madre plantó ese rosal. Hacía sol, como ahora… —Incluso la casa parecía convertirse en una persona viva—. El revestimiento de ladrillos de la casa fue colocado por el padre de mi abuela, cuando ésta era tan sólo una niña. Pero dejó las vigas y este antiguo artesonado —añadía señalando el muro de la habitación—, tal como existía en tiempos de la reina Isabel. Por supuesto —y Adelaide emprendía una vívida descripción de la aterradora figura ataviada de rojo y negro— fue de esta habitación, en una noche como ésta, que la vieja lady Albion salió para soliviantar al condado y hacer que se uniera a la Armada española.
¿Cómo podía dejar de seducirte semejante historia familiar? Pero —y aquí residía la principal diferencia entre las historias de su tía y de su padre— las de Adelaide eran relatadas con gran sentimiento hacia las personas de quienes hablaba. Contaba a Fanny las vicisitudes de una, o que la otra había perdido un hijo y se había desesperado, de forma que las espectrales figuras que poblaban la casa se convertían en unos amigos cuyas alegrías y penas compartías y a quienes, de haber sido posible, habrías consolado y animado.
—Procuro conservar las cosas tal cual estaban en tiempos de mis queridos padres —solía decir Adelaide. Y aunque decidiera añadir unos elementos góticos, pensaba Fanny, seguiría siendo un guardián leal del hogar familiar.
Sin embargo, había una historia que conmovía a la tía Adelaide hasta las lágrimas, y era la de su abuela Alice Lisle.
No dejaba de ser irónico que la rebelión de Monmouth y la ejecución de Alice Lisle se hubieran producido en el momento en que lo hicieron. Tres años después de que Monouth hubiera intentado apoderarse de la corona para la causa protestante, el rey Jacobo II enfureció hasta tal extremo al Parlamento inglés debido a su apoyo del catolicismo que estaba dispuesto a derrocarlo; y cuando, en aquel momento crucial, su esposa católica dio inesperadamente a luz un robusto varón y heredero de la corona, lo hicieron. La gloriosa revolución de 1688 puso fin a la disputa civil y religiosa que se prolongaba desde los tiempos en que los Estuardo habían ascendido al trono de Inglaterra. Fue prácticamente incruenta. Los ingleses no querían ser gobernados por un monarca católico y se salieron con la suya. Jacobo y su hijo varón fueron destituidos. Su hija protestante María y su esposo holandés, Guillermo, subieron al trono. De haber estado vivo Monmouth, es posible que el Parlamento lo hubiera elegido a él, pero, al igual que muchos Estuardo, Monmouth era vanidoso e impetuoso. De modo que fueron Guillermo y María quienes ocuparon el trono. Después de ellos, la otra hija protestante, Ana. Y después de Ana, un nieto de una de las hermanas de Carlos I, el rey protestante Jorge, jefe de la casa alemana de Hannover, cuyo nieto Jorge III seguía reinando en esos momentos.
En la actualidad, los reyes gobernaban a través del Parlamento. Ni ellos ni sus herederos podían contraer matrimonio con católicos. Los católicos y los disidentes podían practicar su religión, pero no podían asistir a la universidad ni ocupar cargos públicos. La Inglaterra del siglo XVIII quizá no fuera lo que Alice Lisle habría deseado, pero puede decirse que la causa por la que se había ganado tanto ella como su marido habían sido asesinados.
Por más que fuera una ironía desde el punto de vista político, la tragedia personal persistía, como un árbol que sigue creciendo, sin apenas variación, pese a los cambios climatológicos que se registran cada año. Había transcurrido un siglo, pero el Forest no había olvidado a Alice. Y en Albion House seguía siendo un recuerdo viviente.
Aunque tía Adelaide había nacido hacía veinte años después de esos terribles hechos, los conocía por haberlos oído de boca de sus padres y parientes como su vieja tía Tryphena, y personajes de la localidad como Jim Pride, que habían vivido en esa época. A través de sus ojos y sus descripciones, Adelaide había sido testigo del arresto, el vergonzoso juicio y ejecución. Todavía se estremecía cuando recordaba a Moyles Court o el Gran Salón de Winchester. Moyles Court pertenecía ahora a otra familia, pero Albion House había sido el verdadero hogar de Alice, la casa que había amado, y su presencia perduraba.
Pero si con el tiempo Alice se había disipado para unirse a las otras sombras que la luz de las velas ponía de relieve al anochecer, Betty no.
Durante el primer año después de la ejecución de su madre, Betty se había retirado a Albion House, presa de una profunda conmoción. Cuando Peter le escribía, ella le respondía con evasivas; cuando la iba a ver le rogaba que se fuera. No podía verlo. Betty no sabía muy bien por qué, pero todo le parecía imposible. No obstante, Peter había perseverado durante tres largos años, hasta que ella consiguió superar su depresión y se casó con él.
¿Fue el suyo un matrimonio feliz? A medida que envejecía, Adelaide se planteaba a menudo esa pregunta. Habían tenido varios hijos que habían muerto jóvenes; su hermano que se había casado posteriormente y había muerto sin dejar herederos; luego ella y por último Francis. Peter viajaba con frecuencia a Londres mientras Betty se quedaba sola en Albion House. Cuando Adelaide cumplió diez años comprendió que su madre debía sentirse un tanto sola. Al cabo de unos años, Peter había muerto en Londres cuando estaba a punto de cumplir los sesenta, a causa de un exceso de trabajo, según decían. Peter se había propuesto pasar más tiempo en el campo.
Posteriormente, cuando enviaron a Francis a estudiar en casa de un vicario de Oxford y luego fuera para estudiar derecho, Betty se replegó poco a poco en la casa, como un animal que se refugia en su caparazón. De vez en cuando iba a visitar a los vecinos, por supuesto, o a comprar en Lymington. Pero la casa se convirtió en el centro de su vida, en la que Adelaide le hacía compañía, y al igual que la vida se prolonga a lo largo de los años, las sombras de la casa se fueron extendiendo lentamente, envolviéndolas. La sombra más destacada era Alice.
—Y pensar que estuve aquí con Peter aquella noche aciaga —se lamentaba a veces Betty culpándose de lo ocurrido. Y era inútil decirle que ella no pudo haber hecho nada, que probablemente la habrían arrestado—. No debimos ir a Moyles Court. —Cierto, pero era inútil lamentarse a esas alturas—. Ella se fue de Londres debido a Peter. —También era cierto, según le había contado Tryphena, pero tampoco servía de nada lamentarse en esos momentos.
Adelaide era una joven sensata y alegre. Tenía un carácter fuerte. Pero el escuchar esas letanías año tras año suscitaba en torno a ella una sensación trágica de la vida, y el dolor de su madre pesaba sobre ella.
Tras esta trágica nube apareció otra, negra, como la tormenta, que se deslizó a través del cielo. El nombre de este nubarrón era Penruddock.
A la sazón no vivía ningún Penruddock en el Forest. Los Penruddock de Hale se habían marchado a principios de siglo. Los Penruddock de Compton Chamberlayne aún seguían allí; pero eso estaba a sesenta kilómetros, más allá del horizonte, en otro condado. Por tanto, Adelaide no conocía a ningún Penruddock personalmente. Aún así se había formado una opinión de ellos.
—Todos eran monárquicos por supuesto —decía Betty—. Pero unos traidores a su causa. Cuando pienso en que mi madre trató de ayudarlos cuando estaban en apuros… Ya ves cómo se lo agradecieron.
A diferencia de los Pride, los Albion nunca se habían explicado la traición de los Furzey. Y aunque lo hubieran comprendido, sólo les habría valido el desprecio de éstos. Pero la crueldad de otra ilustre familia era algo muy distinto.
—Husmearon en torno a la casa toda la noche con sus repugnantes tropas. Trataron de derribar la puerta. Permitieron que sus hombres robaran las sábanas de hilo. Y la obligaron a montar en las ancas del caballo de un soldado vestida en camisón. Siendo como era una anciana. ¡Es vergonzoso! —exclamaba Betty furiosa, echando chispas por los ojos—. ¡Una atrocidad!
Adelaide tenía una imagen muy clara del coronel Penruddock, con su rostro saturnino y su naturaleza cruel y vengativa. Ese crimen entre familias no podía, ni debía, perdonarse jamás.
—Esos Penruddock —explicó a Fanny— son mala gente. No debes tratarte con ellos.
Lo había repetido esa tarde y Fanny le había asegurado sonriendo que jamás lo haría, cuando de pronto ambas se volvieron, Fanny alarmada, al oír un sonido angustioso. Era una tos seca, sibilante, seguida por unos jadeos. El sonido provenía del anciano Francis Albion, que parecía respirar con dificultad. Fanny palideció. Se levantó y corrió a ver qué le ocurría.
—¿Avisamos al médico? —murmuró—. Parece que papá…
—No —contestó Adelaide, sin moverse de la silla.
Francis abrió los ojos, pero tenía las pupilas vueltas hacia arriba, lo cual alarmó aún más a Fanny. Estaba pálido. En esto comenzó de nuevo a toser.
—¡Tía Adelaide! —exclamó Fanny—. ¡Se va a…!
—¡No! —replicó su tía con aspereza—. ¡Deja de fingir que te mueres, Francis! —dijo—. ¡Deja de hacer eso inmediatamente! —La tía Adelaide se volvió irritada hacia Fanny y le espetó—: ¿No comprendes que lo hace para impedir que vayas a Oxford, hija?
—¡Tía Adelaide! ¡Cómo se te ocurre decir eso del pobre papá! —Su padre respiraba cada vez con mayores dificultades—. Por supuesto que no iré si está enfermo.
—¡Pamplinas! —replicó Adelaide. Pero el angustioso sonido no cesaba.
Isaac Seagull, el mesonero del Angel Inn, dejó que la brisa húmeda le acariciara el rostro mientras contemplaba Pennington Marshes.
Era un hombre alto y flaco, tan alto como Grockleton cuando enderezaba la espalda. Aunque, por lo general, Isaac Seagull caminaba con la cabeza, curiosamente redonda, inclinada hacia delante. Tenía el pelo todavía negro y lo llevaba peinado con una trenza que le colgaba por la espalda. Su rostro, carente de mentón como todos los Seagull que le habían precedido, solía mostrar una expresión alegre; pero en esos momentos estaba serio. A Isaac Seagull le preocupaba algo.
La organización de pasar mercancías de contrabando en la región de New Forest era enorme y compleja. En primer lugar estaban los barcos que suministraban las mercancías. Si bien éstos procedían de diversos puertos europeos, los principales eran los de Dunkerque, que movía el comercio holandés, Roscoff en Bretaña y las islas de Jersey y Guernsey en el canal de la Mancha. Los principales barcos de cabotaje eran los lugres, que variaban de tamaño pero tenían una quilla ancha de poco calado y una gran capacidad. Solían atravesar el canal de la Mancha en unos convoys armados. Cuando había que zafarse de los escasos barcos aduaneros destinados a interceptarlos, los lugres eran capaces de virar contra el viento y alejarse remando a toda velocidad, o dirigirse hacia los bancos de arena donde las embarcaciones fiscales no podían seguirlos. A veces, los contrabandistas utilizaban clípers, los cuales eran capaces de dejar atrás prácticamente cualquier otro barco.
El hombre al mando del barco, o convoy, era el capitán. Pero luego, cuando el cargamento llegaba a tierra, lo recogía una gigantesca caravana que se ocupaba de transportar y distribuir las mercancías. El organizador de esta operación se denominaba lander.
El lander de la región de New Forest era Isaac Seagull.
No obstante, detrás del lander y del capitán había otro personaje huidizo. El hombre que financiaba toda la operación, que compraba las mercancías y contrataba el clíper: el empresario.
Pero ¿quién era? Nadie lo sabía. Y si lo sabían, no lo decían. El secretario de la parroquia de Lymington llevaba todos los libros de cuentas, de modo que debía de saberlo. El alguacil local se encargaba de recaudar las contribuciones de los agricultores y comerciantes que deseaban invertir en la empresa, de modo que probablemente lo sabía. Dada la envergadura de las operaciones, cabía pensar que se trataba de alguien con una gran fortuna, un aristócrata de la localidad o un miembro de la aristocracia rural.
Grockleton creía que era el señor Luttrell. Propietario de una magnífica mansión llamada Eaglehurst, situada más allá de la propiedad de Cadland del señor Drummond, donde se unían las aguas del Solent y la bahía de Southampton, el señor Luttrell había construido una torre desde la cual alcanzaba a ver todo el Solent y la isla de Wight. De todos era sabido que llegaban cargamentos de coñac a la torre de Luttrell, pero podía tratarse de un pequeño negocio suyo. ¿Era Luttrell el personaje misterioso, el empresario que se ocultaba detrás del descomunal comercio de contrabando en la costa de New Forest? Quizá no se tratara de un solo caballero. Quizás estuvieran todos implicados.
Tanto si participaban activamente en el contrabando como si no, dos afirmaciones podían hacerse no sólo de la aristocracia rural, sino de todos los habitantes de la costa meridional de Inglaterra en esa época. La primera era que, aristócrata o campesino, clérigo, magistrado o cazador furtivo, todos eran cuando menos destinatarios de la mercancía ilegal. La segunda era que nadie veía nunca nada. Podían enviar dos barriles de coñac al vecino del magistrado de Lymington, pero éste no se enteraba de nada. El púlpito podía estar repleto de botellas de coñac pero el vicario hallaba espacio suficiente para apoyar los pies mientras predicaba. Podían avanzar trescientos caballos de tiro raudos como el viento por el borde del parque de su señoría, pero su señoría seguía durmiendo a pierna suelta. Incluso el señor Drummond, el banquero personal de su majestad, que vivía a un tiro de piedra de la torre de Luttrell, jamás veía nada. Nada en absoluto.
¿Cómo se explica que durante un siglo la población de todos los condados meridionales de Inglaterra se las arreglara para violar alegremente la ley? ¿Porque no les gustaba pagar impuestos? A nadie le gusta. ¿Porque eran todos unos delincuentes?
Hasta los legisladores más sabios olvidan a veces que, en buena parte de los casos, el gobierno es un negocio como cualquier otro. En esa época, toda la población, hasta el peón más humilde, bebía té. El impuesto que se gravaba sobre el té era tan elevado que la gente común y corriente no podía pagarlo. Por consiguiente, tenían que prescindir del té o adquirirlo de contrabando. Probablemente, éste es el motivo por el que el negocio del contrabando era considerado ilegal tan sólo desde el punto de vista técnico. Nadie pensaba que fuera un delito. La ley, en este caso, no tenía peso alguno. Ni siquiera se llamada contrabando. La empresa se denominaba libre cambio; el libre cambio lo constituían los contrabandistas.
El caso del coñac, y las muchas otras mercancías que pasaban de contrabando, era similar; pero ahí entraba otro factor en juego. Los elevados derechos de aduana generaban un amplio margen de beneficios, lo que a su vez creaba un incentivo para montar un negocio de contrabando.
Cabe pensar que la solución más obvia habría sido reducir los derechos de aduana. La gente habría podido beber té y el comercio del contrabando no habría resultado provechoso. Se habrían incrementado los recibos aduaneros. Sin embargo, por lo visto esto no se le había ocurrido a nadie; aunque también cabía la posibilidad de que alguien lo hubiera considerado, pero que no todos los legisladores quisieran acabar con el lucrativo negocio.
El libre cambio poseía una estructura convencional. Los beneficios sobre distintos artículos variaban, pero sobre el coñac de calidad, que era el artículo de mayor demanda, eran los siguientes.
Un barril de coñac se vendía en Londres por unos treinta y dos chelines impuestos incluidos. Su precio de coste en Francia era la mitad. Por consiguiente, si el librecambista lo vendía por un treinta por ciento menos del precio de venta al público, obtenía un beneficio bruto de aproximadamente un treinta por ciento y la garantía de vender al contado y en el acto toda la mercancía. Descontados los gastos de transporte de la mercancía, entre otros, sus beneficios rondarían el diez por ciento de sus ventas; de modo que unos cuantos cargamentos de contrabando al año podían reportarle unos suculentos beneficios sobre el capital desembolsado.
Gracias a Isaac Seagull, el lander, la red de distribución era excelente. Jamás habían interceptado a ningún barco suyo que transportaba contrabando.
Así pues, ¿qué motivo tenía para preocuparse mientras contemplaba las marismas, tal como indicaba un tic nervioso en la boca?
El empresario había hecho grandes planes para el año próximo, unos planes fabulosos. Nada debía fallar. Su obligación, como lander, era asegurarse de que las cosas no se torcieran.
Pero ¿qué podía fallar? El año próximo, si los informes recibidos eran correctos, llegarían unos destacamentos de dragones al nuevo cuartel de Christchurch. ¿Qué significaría eso? Aunque era demasiado pronto para saber cuántos serían, convenía llevar a cabo los envíos de más envergadura antes de que llegaran.
Por otra parte, era preciso tener en cuenta los acontecimientos ocurridos en Francia. Hasta la fecha, la Revolución, la ejecución del rey y el reinado del Terror se habían producido en París. Incluso se había declarado la guerra. A pesar de ello, los grandes vinateros franceses habían firmado ambiciosos acuerdos con el empresario. Eso era problema del empresario, por supuesto, no suyo. No obstante, pensar en ello estimulaba su ágil cerebro.
Suponiendo que pudieran llevarse a cabo todos los envíos antes de que llegaran los nuevos dragones, ¿qué más había que tener en cuenta?
Grockleton. Algunos funcionarios aduaneros podían ser sobornados, pero ellos mismos se apresuraban a comunicarlo si ése era el caso, y Grockleton no lo había hecho. Isaac no sabía qué pensar. Lo más razonable era dejarse sobornar, desde luego, pero él respetaba a un hombre que estuviera dispuesto a presentar batalla. Suponiendo que tuviera la oportunidad de hacerlo, claro está. ¿Creía realmente Grockleton que tenía la menor oportunidad de salir airoso?
Seagull sólo recordaba un caso en que los funcionarios de aduanas en Lymington hubieran tenido éxito, y de eso hacía cinco años, poco antes de que Grockleton se instalara allí. Un grupo independiente de librecambistas había montado su centro de operaciones en una cueva conocida como Ambrose Hole, en valle del Avon, al norte de Lymington. Él los conocía, por supuesto, y había dejado de utilizarlos para pasar contrabando porque se negaban a obedecer órdenes. Se dedicaban a asaltar a los viajeros en las carreteras de portazgo y habían asesinado a varias personas. Todos estaban hartos de ellos. Los librecambistas estaban armados, pero casi nunca empleaban la violencia a menos que atacaran uno de sus convoys. Asesinar a la gente no era su estilo. El magistrado, el alcalde, incluso él mismo estaban de acuerdo en que había que acabar con eso. De modo que Seagull había revelado al funcionario de aduanas dónde se hallaban, habían reunido a unas tropas y habían detenido a esa pandilla de facinerosos. Habían hallado una gran cantidad de mercancías robadas en la cueva. Y treinta cadáveres, enterrados en una cámara oculta. Esa noticia había impresionado a Seagull.
Los funcionarios aduaneros y las tropas se habían apresurado a apuntarse el éxito. A Seagull no le había importado; con eso no hacían daño a nadie.
Sin embargo, Grockleton seguía allí. Parecía empecinado en salirse con la suya. Aunque lo vigilaran las veinticuatro horas del día, no podían descartarlo. Isaac Seagull nunca descartaba ningún peligro: por eso realizaba tan bien su labor.
En esos momentos, mientras reflexionaba sobre el problema que planteaba Grockleton y cómo resolverlo, se le ocurrió otra idea.
¿Y si Grockleton tuviera un espía? Uno bueno. Alguien infiltrado entre los librecambistas. No dejaba de ser una posibilidad. Por descabellado que pareciera, era preciso tenerlo en cuenta. Por supuesto, los librecambistas no dudarían en matar a un informador. No obstante…
Un tic provocó un movimiento espasmódico en la boca de Isaac Seagull. Estaba pensando.
A Nathaniel Furzey le gustaba vivir con los Pride en Oakley. Era una familia agradable y jovial. Andrew Pride y él se habían hecho amigos. El padre de Andrew, además de tener un pequeño rebaño de vacas, poseía un negocio maderero; compraba madera a buen precio al administrador de la madera y luego la vendía. Junto al prado de Oakley había grandes pilas de la madera con que Pride comerciaba.
Durante las primeras semanas que había pasado en casa de los Pride el chico había procurado portarse bien. Pero al poco había aflorado el temperamento bullicioso que poseía cualquier niño de su edad y desde entonces no había hecho sino que meterse en problemas.
Lo cierto era que el pequeño Nathaniel Furzey, de pelo rizado, se aburría enseguida de todo. Las tareas en la escuela del señor Gilpin le resultaban tan sencillas que por lo general las terminaba mucho antes que el resto de sus compañeros. A veces, el propio señor Gilpin se sentaba a su lado para leer con él. El vicario incluso había caído una vez en la tentación de enseñarle algo de latín, pero, al percatarse, de la asombrosa facilidad con que Nathaniel asimilaba lo que le enseñaba, el buen hombre se había apresurado a suspender el ejercicio antes de que éste fuera demasiado lejos.
—¿Qué crees que debo hacer? —había preguntado Gilpin a un clérigo amigo suyo—. No me refiero a una inteligencia natural. El joven Andrew Pride posee una inteligencia tan viva como cualquier alumno que pudieras hallar en las escuelas de Salisbury o Winchester. Me refiero a una personalidad peculiar, un intelectual nato, un chico que podría pasar toda su vida en Oxford o en Cambridge. —El vicario suspiró—. Supongo que sir Harry Burrard o los Albion pagarían sus estudios si les pidiera que lo enviaran a la universidad, siempre que sus padres accedieran, naturalmente. Pero…
—Lo alejarías de su familia, de sus amigos, del Forest —había respondido su amigo—. Y si no diera resultado…
—Quedaría varado como un barco en un banco de arena.
—En efecto.
—En las ciudades es más sencillo. Si el chico viviera en Winchester, o en Londres… —observó Gilpin con expresión pensativa—. Supongo que eso ocurre en toda la nación. En los bosques crecen multitud de árboles. Unos árboles maravillosos de los que se desprenden miles de bellotas. Una entre un millón es tallada para crear un espléndido mueble. El despilfarro de la naturaleza.
—Cierto, Gilpin. Pero también es la reserva de Inglaterra. Que siempre es abundante.
Así pues, el vicario decidió dejar al joven Nathaniel en la escuela de la aldea, tras lo cual se haría un hombre y gozaría de una apacible existencia en el Forest. Aunque de momento disfrutaba cometiendo travesuras. Uno de los pasatiempos que más entretenían a ese niño tan vivaracho era gastar bromas. A Andrew también le divertían, pero a menudo se quedaba admirado del ingenio de algunas de las bromas que ideaba Nathaniel. La más reciente tenía que ver con los Furzey.
Aunque llevaba el mismo apellido que los Furzey de Oakley, Nathaniel no tardó en compartir la opinión que tenían los Pride sobre sus vecinos. Dejando a un lado el siniestro recuerdo de la traición que los Furzey habían cometido contra Alice Lisle, los Pride estaban convencidos de que Caleb Furzey era un poco simple. Pero lo que intrigaba a Nathaniel era la imaginación de Caleb. Una imaginación rebosante de temor y supersticiones.
—Siempre llevo un poco de sal —aseguró Nathaniel al chico— para arrojarla por encima de mi hombro.
Caleb temía entrar en Burley «debido a las brujas». Se negaba a asistir a la iglesia de Minstead porque decía que estaba llena de fantasmas; y en cierta ocasión anduvo, por error, alrededor de la iglesia de Brockenhurst en sentido opuesto a las manecillas del reloj —aunque poca gente del Forest se habría atrevido a hacerlo— y había vivido aterrorizado durante semanas. Si veía una sola urraca se apresuraba a hablarle; evitaba pasar debajo de una escalera; si veía un gato negro sin marcas blancas salía corriendo.
—Gato negro, gato de bruja.
Nathaniel había hallado un gato negro. Cuando lo encontró estaba muerto y en realidad no era negro, pues tenía unos pelos blancos debajo de la barbilla. Pero después de llevarlo a un hombre que sabía disecar animales muertos y de aplicar un poco de tinte negro en el mechón blanco, el gato presentaba un aspecto estupendo. Luego, Andrew Pride y él se pusieron manos a la obra.
No había lugar donde no apareciera ese gato negro. Caleb echaba a andar por un sendero del bosque cuando de pronto se topaba con él, daba media vuelta espantado y no reparaba en la cuerda que arrastraba al gato de nuevo hacia la espesura. Con suerte enfilaba por otro sendero y los chicos le preparaban allí otra emboscada. Al día siguiente, Caleb lo veía junto a su ventana. Con todo, hay que reconocer que Nathaniel era un artista. Al cabo de unos días, Caleb se creía por fin a salvo del gato de marras cuando de golpe éste aparecía en un nuevo e improbable lugar para aterrorizarlo. Al poco, todo Oakley se lanzó en busca del misterioso felino. Fue el padre de Andrew quien adivinó la verdad, propinó a los dos niños sendos soplamocos y ofreció al gato disecado un entierro discreto y decente. A partir de ese día, nadie volvió a mencionar al animal y los dos chicos jamás averiguaron que el tratante en madera había contado a su esposa el episodio y ambos se habían reído a mandíbula batiente.
No obstante, había otras cosas en Oakley que interesaban a Nathaniel. De vez en cuando veía a los caballos de tiro de los librecambistas en Minstead; pero era imposible no percatarse de que en la costa cerca de Oakley se desarrollaba una actividad más intensa. Nathaniel había observado en varias ocasiones que el padre de Andrew desaparecía durante la noche y luego regresaba al alba con aspecto animado, conduciendo a su poni, y arrojaba un saquito de té en la mesa de la cocina sin decir palabra.
Una mañana se presentaron en Oakley tres funcionarios aduaneros montados y se pusieron a inspeccionar la pila de madera que tenía Pride junto al prado de la aldea. Pride los observó con curiosidad mientras los hombres comenzaban a desmantelarla. Era una ardua tarea, que les llevó toda la mañana. A mediodía apareció Grockleton a caballo y comprobó que no habían hallado nada.
—Espero que sus hombres vuelvan a colocar mi madera tal como la hallaron, señor Grockleton —comentó Pride.
—No creo que lo haga, señor Pride —replicó el otro con idéntica frialdad.
Cuando se fueron Pride y sus hijos volvieron a apilar la madera. Nadie abrió la boca. Ésas eran las reglas del juego.
Un día, Nathaniel se encontró con Grockleton. Ocurrió unas dos semanas después de que administraran al chico la vacuna de la viruela. Él y Andrew Pride acababan de salir de la escuela y, en lugar de dar la vuelta, como solían hacer, y pasar frente a la casa del señor Gilpin de regreso a Oakley, echaron a andar en sentido contrario, hacia la iglesia de Boldre.
Aquel día, su destino era Albion House, en la que la tía de Pride trabajaba de ama de llaves. Sus padres habían ordenado a Andrew que fuera a visitar a la admirable señora después de clase y Nathaniel había aceptado encantado acompañarlo.
Ésa era la casa donde vivía la joven dama que le había convencido de que se dejara vacunar. Era una casa muy grande, según le había contado Andrew: una mansión señorial. Nathaniel nunca había estado en una casa de esas características.
Cuando avanzaban por el sendero que conducía a la iglesia, oyeron el sonido de unos cascos a sus espaldas y al volverse vieron al funcionario aduanero que se aproximaba a caballo.
Aparte de tener unas manos como garras, Grockleton sabía ser muy amable cuando no iba en busca de contrabando. Al averiguar que los chicos se dirigían a Albion House, sacó una carta de su chaqueta y les preguntó sonriendo:
—¿Queréis ganaros dos peniques?
—Desde luego, señor —repuso Nathaniel, rápido como el rayo.
Grockleton dudó unos segundos, pero luego se echó a reír.
—Muy bien. Es una carta de mi esposa para el anciano señor Albion. ¿Podéis entregársela?
—¡Sí, señor! —respondieron ambos niños al unísono.
—Así me ahorráis el viaje. —Grockleton sacó el dinero y comentó con tono despreocupado—: Debéis entregarla de inmediato. Sabéis entregar una carta, ¿no es así?
—Por dos peniques soy capaz de entregar una carta a cualquiera en el Forest, señor —afirmó Nathaniel.
—Bien. Aquí tenéis el dinero.
Grockleton les entregó las monedas y los chicos se marcharon. Pero por alguna razón, como si de improviso se le hubiera ocurrido una idea, Grockleton no reanudó de inmediato su camino, sino que se quedó plantado ahí durante un minuto, contemplándolos mientras se alejaban. Y al volverse Nathaniel vio que Grockleton le observaba precisamente a él con expresión meditabunda.
¿Por qué le observaría el señor Grockleton de ese modo?, se preguntó el muchacho.
¡Oxford! Por fin. Frente a ellas contemplaron sus torres y sus cúpulas, alzándose entre la ligera bruma matutina que se cernía sobre los extensos prados, y el apacible río que discurría frente a los colegios mayores. Oxford, a orillas del río Isis, como se denomina el Támesis en este tramo de su prolongado viaje. Era inútil fingir que no estaban exaltadas.
—¡Y pensar, Fanny, mi dulce y querida amiga, que por poco no podemos venir! —exclamó su prima Louisa.
Qué bonita estaba Louisa, pensó Fanny con agrado. Siempre había admirado el cabello oscuro y los lustrosos ojos castaños de Louisa, y esa mañana su prima lucía un aspecto muy animado. Qué suerte, pensó Fanny, que su prima más cercana fuera también su mejor amiga.
Un inopinado percance de salud había estado a punto de costarles el viaje. En esta ocasión no se trataba del anciano Francis Albion, a quien su hermana había rescatado a fuerza de regañinas de las puertas de la muerte y lo había restituido a su estado habitual, sino la madre de Louisa, la señora Totton, que debía acompañarlas, pero se había caído y había sufrido un esguince tan doloroso en la pierna que había tenido que renunciar al viaje. Y de no haber mediado el señor Gilpin las dos jóvenes se hubieran quedado sin ir a Oxford.
—Mi esposa opina que llevo demasiado tiempo sin salir de Boldre —aseguró el vicario a las agradecidas señoritas Totton con tanta vehemencia como si fuera cierto—. Insiste en que las acompañe. Recuerden que yo también estudié en Oxford, de modo que el hecho de visitarlo me llena de gozo.
Yendo el vicario de acompañante, la seguridad de las jóvenes estaba garantizada.
—Ciertamente —comentó Fanny a Louisa—, es un gran honor para nosotras viajar con un hombre tan distinguido.
Ambas habían partido ilusionadas a bordo del mejor carruaje de los Albion hacia Winchester, desde donde recorrerían, por la antigua carretera del norte, los sesenta y cinco kilómetros que les separaban de Oxford.
A media mañana se instalaron en uno de los mejores hostales la ciudad, el Blue Boar en Cornhill. Las chicas compartieron una habitación; el señor Gilpin ocupó otra. Puntualmente, a mediodía, Edward Totton pasó a recogerlos.
Después de abrazar a su hermana y a su prima y de saludar con una reverencia al señor Gilpin, manifestando que era un honor que éste se hubiera dignado acompañar a las dos jóvenes, y al ver que todos estaban impacientes por explorar la ciudad, Edward propuso que fueran a dar una vuelta.
Era una ciudad deliciosa. Con sus calles anchas y adoquinadas y sus pintorescos senderos medievales, sus antiguas iglesias góticas que se alzaban junto a espléndidas fachadas neoclásicas, la universidad había ido creciendo serena y paulatinamente desde hacía más de cinco siglos. Por sus concurridas calles transitaba todo tipo de gente. Comerciantes y agricultores procedentes del campo se mezclaban con clérigos e intelectuales pobres, jóvenes ricos con el cabello empolvado, severos profesores ataviados con sus togas académicas y visitantes como ellos mismos. Pasaron frente a un imponente portal y casa del guarda, semejante a la entrada de un palacio, y contemplaron el inmenso cuadrángulo adoquinado que se extendía tras el mismo; también descendieron por un callejón y se asomaron a un pequeño y umbroso patio, el cual parecía haber caído en el olvido desde que unos monjes medievales lo hubieran utilizado cuatrocientos años atrás.
Edward estaba de excelente humor y las chicas se mostraban muy animadas; con todo, Fanny reparó admirada, en el papel que asumía el señor Gilpin. El vicario era un acompañante ameno y agradable, pero apenas despegó los labios. De vez en cuando —cuando llegaron a la Bodleian Library, por ejemplo, o cuando admiraron la perfección clásica del Sheldonian Theatre diseñado por sir Christopher Wren—, Gilpin les indicó discretamente, con su voz profunda, los puntos más sobresalientes del edificio. No hacerlo habría sido faltar a su deber. Cuando visitaron el colegio mayor en el que había estudiado él, el Queen’s College, el vicario les mostró sin duda las instalaciones. Pero aparte de esos casos aislados, el señor Gilpin se contentó con permanecer en un discreto segundo plano, dejando que Edward hiciera de guía y sin permitir que la más leve arruga surcara su distinguida frente cuando el joven cometía un error. Antes bien, el vicario parecía disfrutar tanto como ellos al tiempo que echaba una ojeada a esos rincones que conocía tan bien y emitía un «¡ajá!» de gozo al comprobar que seguían intactos como hacía cincuenta años. Visitaron el imponente Balliol College, el majestuoso Christchurch, el agradable Oriel y, hacia las tres de la tarde, llegaron al Merton, el colegio mayor donde estudiaba Edward.
—Nosotros afirmamos que somos el colegio más antiguo.
—Una afirmación discutible —objetó Gilpin con una campechana carcajada.
—Al menos, fue el primero que se construyó —replicó Edward con una sonrisa—. En 1264. Nos sentimos muy satisfechos de nosotros. El director del colegio se denomina rector.
Merton era encantador, ciertamente. Sus cuadrángulos no eran grandes e imponentes, sino que presentaban un aspecto recogido que evocaba su antigüedad. La capilla, sin embargo, era majestuosa; en su extremo occidental se hallaban numerosos monumentos y estatuas erigidas en memoria de diversos personajes. Se detuvieron delante de una magnífica estatua de un rector, Robert Wintle, que había fallecido hacía unas décadas. «Recuerdo bien a Robert Wintle. Era un rector extraordinario», había empezado a decir Gilpin, cuando Edward lo interrumpió con una alborozada exclamación:
—¡Ah, aquí está! Le dije que nos encontraría en Merton.
Gilpin y las dos jóvenes damas contemplaron sorprendidos a un caballero elegantemente vestido, unos años mayor que Edward y más alto que él, con unas facciones pálidas y aristocráticas y una espesa mata de pelo oscuro, que la brisa había alborotado un poco. Al ver a Edward lo saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa, tras lo cual hizo una breve pero cortés reverencia a Gilpin y a las damas.
—No os dije nada porque no sabía con certeza si vendría —comentó Edward—. A menudo no aparece —añadió—. Éste es el señor Martell.
El trámite de las presentaciones se llevó a cabo con presteza. El señor Martell se inclinó de nuevo con solemne cortesía ante Gilpin y cada una de las muchachas, aunque no era difícil adivinar cuál de ellas había despertado su interés.
—Martell estaba en el último curso cuando yo llegué a Oxford —explicó Edward—. Fue muy amable conmigo. Hablaba conmigo —agregó riendo—. No se habla con todo el mundo.
Fanny miró a Martell para ver si el otro iba a negarlo. Pero no lo hizo.
—¿Es usted uno de los Martell de Dorset? —inquirió Gilpin.
—Así es, señor —contestó Martell—. Confieso que no sé nada sobre la familia Gilpin.
—Mi familia es la propietaria de Scaleby Castle, cerca de Carlisle —repuso Gilpin con firmeza. Fanny nunca le había oído decir eso y observó a su viejo amigo con renovado interés.
—¿Ah, sí? Entonces quizá conozca a lord Loversdale, señor.
—De toda la vida. Su propiedad linda con la nuestra. —Tras haber aclarado ese dato, Gilpin miró a Fanny y continuó con tono más desenvuelto—. ¿Conoce usted la propiedad de los Albion en el Forest?
—He oído hablar de ella, pero no he tenido nunca el placer de visitarla —repuso el señor Martell, mientras hacía de nuevo una breve inclinación dedicada a Fanny. Ésta observó un mayor calor en su talante, pero tal vez fuera un efecto óptico producido por la iluminación de la capilla.
—Salgamos —sugirió Edward Totton.
Uno de los encantos de Merton College era su ubicación: la parte posterior de sus edificios daban a la amplia explanada verde de Merton Field más allá de la cual, al otro lado de Broad Walk, se hallaba el espléndido prado de Christchurch Meadow y el río.
Formaban un simpático grupo mientras caminaban por este idílico escenario. Las dos muchachas, vestidas con unos trajes largos y austeros, el señor Gilpin con su sombrero de clérigo y los dos hombres con sus chaqués, sus calzones y sus medias de seda a rayas. Al abandonar el colegio, Edward inició una animada charla, comentando la feliz circunstancia de que su amigo residiera cerca de él y destacando que era un deportista muy admirado en Oxford, además de un excelente estudiante. Pero cuando atravesaron Merton Field, al joven se le agotaron los temas, ni Fanny ni Louisa deseaban entablar conversación con ese extraño y el señor Martell no mostró la menor inclinación a decir nada. El señor Gilpin salvó la situación, arrancando a hablar mientras caminaba junto al señor Martell; los otros tres les seguían, escuchando la conversación.
—¿Ha iniciado usted alguna carrera, señor Martell? —preguntó el vicario.
—Todavía no, señor.
—¿Ha pensado hacerlo?
—Sí. Cuando estudiaba en Oxford pensé en hacerme sacerdote, pero las responsabilidades de mi posición me obligaron a desistir.
—Un hombre puede ser dueño de una importante propiedad y ser también clérigo —apuntó Gilpin—. Mi abuelo lo fue.
—Ciertamente, señor. Pero poco después de completar mis estudios en Oxford un pariente de mi padre murió, legándome unas magníficas tierras en Kent, las cuales vienen a sumarse a las tierras que poseemos en Dorset y que pasarán a mí cuando mi padre muera. Doscientos kilómetros separan una propiedad de la otra; a menos que renuncie a una de ellas —lo cual equivaldría a traicionar la confianza depositada en mí— creo que me resultaría imposible cumplir mis deberes como clérigo. Por supuesto, podría contratar a un cura párroco a perpetuidad, pero en ese caso no tendría sentido que yo tomara las órdenes sagradas.
—Entiendo —dijo el señor Gilpin.
—He pensado —continuó el señor Martell— en dedicarme a la política.
—Desea ocupar un escaño en el Parlamento —interrumpió Edward desde la retaguardia—. Le he aconsejado que hable con Harry Burrard. Él decide quiénes deben ser los representantes de Lymington. —Edward emitió una carcajada y añadió—: Creo que el señor Martell debería representarnos. ¿Usted qué opina, señor Gilpin?
Pero jamás sabremos si el vicario de Boldre se disponía a responder o no cuando Fanny exclamó de pronto:
—¡Mire, señor Gilpin! Una ruina.
El objeto que señalaba era un pequeño puente tendido sobre el río, a la derecha de ellos. Aunque no era exactamente una ruina, presentaba un estado muy dilapidado y sus arcos parecían a punto de desmoronarse. Atravesarlo suponía un peligro.
—Es Folly Bridge —respondió el señor Gilpin, que parecía alegrarse de cambiar de tema—. A ver, Edward, ¿puede usted decirme la fecha en que fue construido? ¿No? ¿Y usted, señor Martell? ¿Tampoco? Bien, creo que se remonta al siglo XI, por la época del rey Guillermo el Rufo. En tal caso, es mucho más antiguo que la universidad.
Esta información fue acogida con un respetuoso silencio. En esto Fanny decidió que podía dirigirse al extraño sin temor de cometer una grosería.
—¿Le gustan a usted las ruinas, señor Martell?
Éste se volvió para mirarla.
—Soy consciente —repuso inclinando momentáneamente la cabeza hacia Gilpin—, tras haber leído las Observaciones del señor Gilpin con gran provecho, del carácter pintoresco de las ruinas; ciertamente hay mucho que admirar en las ruinas antiguas, y mucho que aprender de ellas. Pero confieso, señorita Albion, que prefiero la robustez de un edificio vivo a la decadencia de sus restos.
—Hay personas que construyen ruinas —indicó Fanny.
—Yo tenía un amigo que lo hacía. No obstante, lo considero una ridiculez.
—Ah. —Al pensar en el proyecto que tenía en mente, Fanny no pudo evitar sonrojarse—. ¿Por qué?
—Yo no invertiría una gran suma de dinero en un objeto tan inútil. Me parece absurdo.
—De todos modos, señor —terció Gilpin en defensa de Fanny—, su argumento se apoya en un punto débil: es aplicable a cualquier obra de arte. En ese caso, también sería absurdo pintar unas ruinas.
—Reconozco que lleva razón, señor —contestó Martell—, pero su argumento no me convence. Creo que se trata de una cuestión de grado. El pintor, por ingente que sea su tarea, invierte sólo su tiempo, en sus pinturas y en su lienzo. Pero por el coste de una pequeña ruina uno podría construir numerosas casas tan útiles como hermosas. —Martell se detuvo. ¿Se sentía acaso molesto porque le obligaban a hablar durante tanto rato?—. Y hay otro aspecto a tener en cuenta, señor. Una mansión es lo que es, o sea una casa; una pintura es una pintura. Pero una ruina que se construye pretende ser algo que no es. Es falsa. Los sentimientos y los recuerdos que pretende evocar con falsos.
—Entonces ¿no aprueba la tendencia actual de construir edificios góticos, señor? —preguntó Fanny.
—¿Se refiere a añadir ornamentos góticos a una espléndida mansión para hacer que parezca lo que no es? Estoy rotundamente en contra, señorita Albion. Abomino de esa tendencia.
—Ah —dijo el señor Gilpin.
Sin embargo, se acercaron para examinar Folly Bridge, tras lo cual anduvieron un rato por la ribera. Edward comenzó a charlar de nuevo. Fue un paseo muy agradable. Cuando terminaron de pasear, el señor Gilpin y las dos jóvenes manifestaron su deseo de regresar al Blue Boar para cenar y descansar. Edward y el señor Martell les acompañaron hasta el hostal y convinieron en que Edward se reuniría con ellos a la mañana siguiente para seguir explorando Oxford. El señor Martell, al parecer, tenía otros compromisos. Pero Edward propuso que el último día de estancia de los visitantes fueran a la aldea de Woodstock para visitar el palacio de Blenheim, una impresionante finca rural situada en un espléndido parque cercano.
—En estos momentos, el duque está ausente —dijo Edward—, pero podemos visitar la casa tras solicitarlo, cosa que ya he hecho.
—¡Magnífico! —exclamó Gilpin—. El duque posee unos cuadros de Rubens que no debemos perdernos.
—¿Te apetece acompañarnos, Martell? —inquirió Edward. Al ver que su amigo dudaba, le preguntó—: ¿Has visitado Blenheim?
—Me he alojado allí en un par de ocasiones —respondió Martell con tono quedo.
—¡Caramba, Martell! —exclamó Edward sin dejarse amedrentar—. Debí suponer que conocías al duque. Bien, ¿accedes a venir para hacer compañía a estas damas, o sólo vas a Blenheim cuando el dueño está en casa para recibirte?
Ante el asombro de Fanny, Martell reaccionó a esa chanza meneando la cabeza con una sonrisa forzada. Por lo visto, la pueril broma de su amigo no le había molestado.
—Me encantaría acompañaros —dijo inclinándose ligeramente, aunque Fanny no pudo adivinar si lo decía en serio.
Al cabo de un rato, Martell se despidió de ellos y las muchachas cenaron con Edward y el señor Gilpin. Fanny pensó que en realidad era mejor así, pues les evitaba tener que conversar con un hombre que no deseaba su compañía.
No obstante, preguntó al señor Gilpin qué opinaba del amigo de Edward.
—Posee un intelecto bien dotado —respondió Gilpin con cautela—, pero quizá demasiado rígido. De todos modos, debería tratarlo más antes de emitir una opinión. —Una respuesta curiosa, porque, no era exactamente eso a lo que se había referido Fanny.
—Posee una fortuna exorbitante —comentó Edward—. Me consta.
Más tarde, cuando se retiraron a su habitación, Fanny preguntó a Louisa qué opinaba sobre Martell. Le gustaba discutir las cosas con ella. Su prima y ella estaban muy unidas, quizá porque eran en extremo diferentes. Ambas eran aficionadas y tenían buen ojo para la pintura, pero mientras Fanny se entretenía buscando un determinado efecto lumínico o climatológico en un paisaje, Louisa al cabo de un rato se contentaba con aplicar unas pocas pinceladas de color y decía que había terminado. O a veces, cuando el señor Gilpin les daba clase, Louisa añadía por su cuenta un toque personal a la escena y, cuando el insigne artista pasaba junto a ella, inquiría:
—¿Le gusta el conejo que he pintado, señor Gilpin? Tiene las orejas muy largas.
Pero como lo hacía con simpatía y estaba en consonancia con su carácter, Gilpin en lugar de ofenderse sonreía y contestaba:
—Sí, Louisa.
Louisa tenía una gran facilidad para imitar a la gente —su imitación del señor Grockleton era magistral—, pero no lo hacía de mala fe. Leía libros, tantos como quisiera; dominaba el francés lo suficiente como para divertir a los oficiales franceses de Lymington. Con sus hermosos ojos, su pelo oscuro y sus atractivas facciones, Louisa había llegado hacía tiempo a la conclusión de que le parecía de perlas el papel que desempeñaba como la bonita hija del comerciante más rico de Lymington.
En cuanto a ser más inteligente o más trabajadora de haberlo deseado, sin duda pensaba que no merecía la pena el esfuerzo.
—¿Que qué pienso del señor Martell, Fanny? Pues que es un excelente partido y él lo sabe.
—Pero ¿y su carácter y sus opiniones?
—Si apenas lo conozco, Fanny. Tú has hablado con él más que yo. —Fanny no había pensado en ello, pero en esos momentos reparó en que Louisa había permanecido callada durante el paseo que habían dado con el señor Martell. Eso le resultó extraño—. Pero me he fijado en una cosa —prosiguió su bonita prima sonriendo.
—¿En qué, Louisa?
—En que te gusta. —Y Louisa soltó una carcajada.
—¿Yo? No, no, Louisa. Te equivocas. ¿Qué te hace pensar eso?
Pero Louisa se negó a seguir hablando del tema.
Se sentó en una silla junto a la ventana, tomó un libro y, empezó a hacer un pequeño dibujo sobre la guarda. Se entretuvo un rato con eso, negándose a conversar, mientras Fanny se preparaba para acostarse, hasta que por fin indicó a su prima que se acercara y, pasándole el libro en silencio, dejó que ésta examinara el dibujo a la luz mortecina del atardecer.
Era el dibujo de un ciervo común en el páramo del bosque, iluminado por una luz crepuscular, con la cabeza coronada por una magnífica cornamenta inclinada hacia atrás, como si se dispusiera a emitir un bramido.
El dibujo plasmaba con precisión las características del animal y demostraba que su autora era una excelente observadora. Con una particularidad: tenía el rostro del señor Martell.
—Es mejor que no le veamos mañana —comentó Fanny—, pues me temo que no podría reprimir la risa.
Al día siguiente, que resultó una jornada deliciosa, no vieron al señor Martell ni pensaron siquiera en él. Pero a la mañana siguiente, éste se presentó en la puerta del hostal, luciendo una chaqueta y un pantalón de montar marrón y un sombrero de elevada copa a juego. Mientras ellos viajaban en el carruaje, él montaba su magnífico caballo bayo, explicándoles que, como hacía un día espléndido y su caballo había permanecido dos días encerrado en el establo, había decidido montarlo para que hiciera ejercicio. Aunque su argumento era perfectamente lógico, Fanny no pudo por menos de pensar que de este modo Martell se ahorraba tener que charlar con ellos durante la excursión.
El señor Martell iba montado en su corcel junto al carruaje, pero, con todo, el viaje fue delicioso. El señor Gilpin tenía una opinión desfavorable sobre la campiña de Oxfordshire.
—Es demasiado llana. Sólo se me ocurre describirla —dijo—, como un paraje cultivado y aburrido.
Pero si al paisaje le faltaba algún elemento pintoresco, su historia no dejaba de ser interesante. Al llegar a Woodstock, el vicario les recordó que un monarca inglés medieval había mantenido allí a su amante, la bella Rosamund. La reina estaba tan celosa de esta joven que decidió envenenarla. Según la leyenda, el rey mandó construir un laberinto alrededor de la casa en la que habitaba su dama, y sólo él conocía la entrada.
—Una bonita leyenda, aunque no sea verídica —comentó el vicario, que les entretuvo contándoles ésta y otras leyendas hasta que llegaron a la verja del parque del gran palacio de Blenheim.
John Churchill era un tipo simpático, con la fortuna de un pobre escudero de la corte del alegre monarca, con quien compartía una amante. Pero también era un magnífico soldado. Después de obtener una serie de brillantes victorias para la reina Ana, ésta le confirió el título de duque de Marlborough y en recompensa le concedió, como a todos los generales que se distinguían, una inmensa propiedad. Mientras el coche avanzaba aquella soleada mañana por el sendero, Fanny estaba impaciente por divisar la mansión. Y no tardó en verla, al otro lado de una gigantesca explanada.
Al verla, Fanny quedó conmocionada. Sintió que le faltaba el aliento y un profundo temor. Conocía las mansiones de New Forest; había visitado la gran mansión de Wilton en Sarum; pero jamás había visto nada parecido a esto.
El impresionante palacio clásico de Blenheim, cuyo nombre se debía a la célebre victoria del duque sobre el rey Luis XIV de Francia, no ocupaba un espacio en el paisaje, sino que se extendía a través del mismo como una carga de caballería tallada en piedra. Su barroca majestuosidad dejaba pequeña la más grande de las casas señoriales en Inglaterra. No era una finca rural inglesa. Era un palacio europeo, semejante al Louvre, o Versalles, o uno de los grandes palacios austríacos que se alzan en el horizonte en Viena, detrás de cuyas fachadas se intuye la presencia de un espíritu dotado de un poder casi oriental, como el de los zares rusos, o los kans turcos de la infinita estepa.
Incluso en Inglaterra, en esa época —cuando los retratos de los aristócratas los mostraban en poses de dioses clásicos— el fundador de la familia Churchill no podía habitar en una casa como cualquier mortal. De las cocinas al comedor mediaba una distancia de medio kilómetro. En primer lugar visitaron el interior de la casa. Los salones y las galerías de mármol del duque de Marlborough poseían una majestuosa grandeza como Fanny jamás había contemplado. Éste, pensó, era un mundo aristocrático totalmente ajeno al suyo. Se sentía cohibida. Pero notó que el señor Martell parecía sentirse a sus anchas.
—Existen ciertos vínculos entre Blenheim y New Forest —les recordó el señor Gilpin—. El último duque de Montagu, cuya familia es dueña de Beaulieu, se casó con la hija de Marlborough. De modo que los señores de Beaulieu están emparentados con los Churchill.
Admiraron los cuadros de Rubens.
—El primer retrato de familia en Inglaterra —declaró Gilpin. Pero sobre el retrato de la Sagrada Familia afirmó sin ambages—: Es insulso. No posee el fuego del maestro. A excepción, como observará, Fanny, de la cabeza de la anciana.
Pese a los prodigios que ofrecía el palacio, Fanny no se lamentó cuando el señor Gilpin los llevó fuera para mostrarles el parque.
El parque de Blenheim era gigantesco, uno de los más grandes jamás diseñado por Capability Brown. No contenía pequeños caprichos como los que le gustaban a Repton: en él no había modestos senderos y macizos de flores, sino inmensas avenidas por las cuales pudieron haber marchado los ejércitos de Marlborough. Parecía indicar que Dios, al modelar la naturaleza, había pretendido tan sólo crear un borrador para que un insigne duque inglés le confiriera orden y significado. Así, el parque de Blenheim, con sus inmensos espacios surcados por arroyos y lagos, sus bosques e infinitas praderas, se prolongaba hacia un horizonte que había sido conquistado.
—Se ha utilizado todo recurso capaz de añadir variedad a lo imponente —declaró Gilpin cuando iniciaron el paseo.
Todos charlaban animadamente. Mientras caminaba junto al señor Gilpin detrás de los otros tres, Fanny observó que incluso Louisa le decía unas palabras al señor Martell, sin duda sobre el escenario o el tiempo; y si el señor Martell apenas hablaba, al menos respondía a su interlocutora. Al margen de lo que uno opinara de él, era innegable que el señor Martell presentaba una magnífica estampa en este marco.
En cierto momento, al contemplar una hermosa vista, concebida por el genio de Brown, Gilpin exclamó:
—¡Ahí tienen! Como un inmenso estallido, diría yo, una obra de arte. La quintaesencia de lo pintoresco. Una escena que debería de plasmar en un dibujo, Fanny. Lo haría de un modo admirable.
El señor Martell se volvió.
—¿Dibuja usted, señorita Albion?
—Un poco —respondió Fanny.
—¿Dibuja usted, señor Martell? —inquirió Louisa; pero él no se volvió hacia ella.
—Me temo que mal. Pero siento una gran admiración por quienes son capaces de hacerlo. —Y, mirando a Fanny a los ojos, sonrió.
—Mi prima Louisa dibuja tan bien como yo, señor Martell —comentó Fanny ruborizándose ligeramente.
—No lo dudo —contestó él con educación, tras lo cual se volvió para reanudar su conversación.
Después de haber caminado un trecho, se volvieron para contemplar el palacio de los Churchill y Fanny, por decir algo, inquirió cuál era el origen de la familia.
—Monárquicos durante la guerra civil, sin duda —respondió Gilpin—. Una familia del West Country. Pero no creo que sea una de las más antiguas ni más nobles.
—No como tú, Martell —terció Edward con una carcajada—. Él es normando. Los Martell llegaron con Guillermo el Conquistador, ¿no es así?
—Así es —repuso Martell con una pequeña sonrisa—. Eso me han dicho.
—Entonces será cierto —dijo Edward con tono jovial—. Ni una gota de sangre plebeya contamina sus venas; ningún contacto con el comercio ha mancillado su escudo. Confiésalo, Martell. Te agradecemos que te dignes hablar con nosotros.
Martell respondió a este comentario meneando la cabeza con expresión divertida.
Fanny se quedó un tanto sorprendida al comprobar que Edward enfocaba el tema de ese modo, puesto que, siendo un Totton y de una familia de comerciantes, podía colocarlo en una situación de desventaja. Pero al observar el aire divertido con que Martell había reaccionado, Fanny dedujo que su primo había calculado aquel juvenil candor. Dado que su madre pertenecía a una familia de la aristocracia menor —sus vínculos con los Burrard, incluso su estrecho parentesco con ella, una Albion—, el joven Edward Totton ya había penetrado en el círculo de amistades aristocráticas. Su sesgada referencia a que su familia se dedicaba al comercio, por consiguiente, constituía una sutil invitación al aristócrata a que le dijera que ello no tenía importancia.
—A veces me asombra —comentó al cabo de unos momentos Martell, situándose con gran desenvoltura a la altura de las circunstancias—, el hecho de que me moleste en hablar con alguien.
Ante esto Edward sonrió y Louisa emitió una sonora carcajada; y Fanny, a fuer de ser sinceros, no pudo por menos de sentirse complacida de ser una Albion. Al cabo de un rato echaron a andar hacia el carruaje, las dos muchachas con el señor Gilpin, Edward y su amigo charlando entre sí. Todos parecían muy animados, salvo el señor Gilpin, que se mostraba un tanto callado.
Antes de montarse en el carruaje, se despidieron del señor Martell, quien se dirigía a caballo a otra casa situada en las inmediaciones.
—Pero no tardaremos mucho en volver a verlo —dijo Edward—, porque Martell ha aceptado venir a pasar unos días con nosotros en Lymington. Dentro de poco, según me ha asegurado. Está decidido.
Esto sí era una sorpresa, aunque no desagradable, tuvo que reconocer Fanny para sus adentros. A fin de cuentas, si Martell se alojaba en casa de los Totton, ella no se vería obligada a verlo más veces de las que le apeteciera.
De modo que todos se despidieron de Martell y le observaron mientras se alejaba. Luego regresaron a Oxford para gozar de una última cena antes de partir con el señor Gilpin, a quien no olvidaron dar las gracias, durante la cena, por su amabilidad.
Mientras preparaba el equipaje, con ayuda de la criada del hostal, Fanny estaba de un humor excelente.
Por lo que se quedó un tanto asombrada cuando Louisa le preguntó inopinadamente:
—¿Estás segura de que no te gusta el señor Martell, Fanny?
—¿Yo? No lo creo, Louisa. De veras.
—Ah —respondió Louisa con una curiosa expresión—. Pues a mí sí.
Puckle partió poco después de haber amanecido. Nadie le dio importancia. Uno no preguntaba a Puckle adónde iba. Era un hombre lleno de secretos.
Sólo un puñado de hombres que trabajaban en Buckler’s Hard residían allí; y aunque había una aldea a poca distancia de la entrada de la abadía de Beaulieu, no muchos peones y carpinteros se alojaban en ella, pues ni los propietarios de Beaulieu ni los lugareños los querían allí.
El motivo era bien simple. Si un peón que residía en la parroquia de Beaulieu enfermaba o envejecía, se convertía en una carga para la parroquia, la cual, conforme a lo previsto por la ley de asistencia pública, tenía la obligación de mantenerlo a él, a su viuda y posiblemente a sus hijos. Por consiguiente, todas las parroquias en Inglaterra procuraban endilgar a los pobres a sus vecinos, y en ocasiones se molestaban en averiguar el lugar de nacimiento de un menesteroso para que otros se hicieran cargo de su manutención.
La solución para los trabajadores de Buckler’s Hard consistía en un nuevo asentamiento. En los límites occidentales de las tierras de Beaulieu, a lo largo del páramo, habían construido unas viviendas rústicas. Técnicamente no tenían derecho a estar ahí, puesto que cada parcela representaba terreno sustraído al bosque del rey, pero aunque se había hablado de la necesidad de echarlo de allí, nadie hacía nada al respecto. Puesto que se hallaba en los límites de la propiedad, el asentamiento era conocido como Beaulieu Rails, aunque también ostentaba el nombre de East Boldre. Se encontraba tan sólo a unos tres kilómetros del astillero, por lo que los trabajadores no tenían que recorrer una distancia mayor que si residieran en la aldea de Beaulieu.
Pero en todo caso quedaban fuera de la parroquia.
Puckle vivía en Beaulieu Rails desde hacía muchos años, pero solía ir de vez en cuando a la parte occidental del Forest, donde habitaba la mayoría de sus parientes. De modo que cuando aquel domingo por la mañana, echó a andar a través del páramo, sus vecinos dedujeron que se dirigía allí. Se habrían llevado una sorpresa al comprobar que, después de atravesar el páramo, en lugar de enfilar hacia el oeste Puckle se dirigió hacia el norte a través del bosque, más allá de Lyndhurst y de Minstead. A media mañana llegó a las lindes del bosque, el lugar de la cita, que él había elegido por lo lejos que quedaba de su casa y porque, desde allí, era fácil ocultarse en la espesura del bosque cercano. Al aproximarse, observó con satisfacción que el lugar estaba desierto.
El árbol de El Rufo había desaparecido. Su vetusto tronco se había ido pudriendo hasta quedar reducido a un tocón que se había desintegrado hacía medio siglo. En su lugar habían erigido una piedra para conmemorar el sitio histórico. Pues aunque algunos todavía recordaban los prodigiosos renuevos que echaba en invierno, era la falsa reputación del árbol, que se identificaba como el lugar donde había sido asesinado el rey Guillermo el Rufo, lo que habían inmortalizado en piedra.
Puckle se detuvo ante la piedra y miró a su alrededor. A pocos metros se alzaban los dos hijos del viejo árbol. Uno había sido podado, el otro no. Puckle los observó a ambos con ojo experto. El roble podado no daría buena madera para los barcos, pues la poda debilitaba los nudos; pero el otro había sido marcado para ser talado dentro de poco. Y fue de detrás de ese árbol que salió de pronto una figura, a quien Puckle saludó con un gesto de la cabeza.
Grockleton había acudido puntual a la cita.
Puckle fue a reunirse con el aduanero debajo del roble. Luego echó otro un vistazo a su alrededor.
—Estamos solos —dijo Grockleton—. Me he cerciorado.
—Muy bien.
Grockleton aguardó unos momentos, para ver si el hombre del Forest iniciaba la conversación; pero en vista de que no lo hacía, dijo:
—¿Así que cree que puede ayudarme?
—Es posible.
—¿Cómo?
—Puedo contarle algunas cosas.
—¿Y por qué había de hacerlo?
—Tengo mis motivos.
La escena que Grockleton había presenciado seguía impresa en su mente. No había conseguido averiguar lo que había hecho este hombre para enfurecer al mesonero del Angel Inn, pero estaba claro que se trataba de algo más grave que una pelea o una borrachera. El caso es que en aquellos momentos, Puckle le había dado la sensación de estar completamente sobrio y en sus cabales. Pero sea lo que fuese que hubiera hecho para que Isaac Seagull lo arrastrara hasta la entrada del local y lo arrojara de una patada a la calle Mayor, Grockleton jamás olvidaría la mirada que este individuo había dirigido a Seagull al levantarse del suelo. No era la indignación de un borracho: era un odio puro e imperecedero. A pesar de ser un funcionario de aduanas, jamás había recibido una mirada semejante. Y confiaba en no recibirla nunca. Poco después había seguido a caballo al hombre del Forest cuando iba de camino a casa y, al encontrarse con él en un tramo desierto del camino, le había comentado que le pagaría un buen dinero si éste estaba dispuesto a revelarle algunos datos. Era mera intuición, desde luego, pero un funcionario de aduanas tenía el deber de tratar de averiguar tanta información como fuera posible.
En realidad no esperaba obtener ningún resultado de ese encuentro, pero al cabo de dos días Puckle se había puesto en contacto con él. Y en esos momentos estaban hablando.
—¿Qué tipo de cosas puede revelarme? ¿Sobre Isaac Seagull?
Grockleton no tenía la certeza de que el mesonero del Angel Inn estuviera implicado en el negocio del contrabando, pero sospechaba desde hacía tiempo que Seagull era una baza importante.
—Es un diablo —dijo Puckle con amargura.
—Tengo la impresión de que se han peleado.
—Así es. —Puckle se detuvo—. Pero no es sólo eso. —Bajó la vista—. ¿Ha oído hablar de la redada de Ambrose Hole hace unos años?
—Por supuesto.
Aunque la redada contra la pandilla de salteadores de caminos se había producido poco antes de que él llegara a Lymington, lógicamente Grockleton estaba enterado del asunto.
El otro escupió con rabia.
—Dos de los que se llevaron eran parientes míos. ¿Y sabe quién los delató? Ese condenado de Isaac Seagull. Él sabe que yo lo sé. —Ése era el motivo del odio. Grockleton escuchó con atención—. Me trata siempre como a un perro —prosiguió Puckle con intensa amargura—, porque piensa que le temo.
—¿Le teme usted?
Puckle no dijo nada, como si se resistiera a confesarlo. Su arrugado rostro recordó a Grockleton un roble enano, al igual que el de Seagull le recordaba un airoso lugre navegando viento en popa.
—Sí —confesó por fin el hombre del Forest con voz queda—. Le temo. —Luego, mirando a Grockleton a los ojos, añadió—: Como cualquiera que lo conozca.
Grockleton comprendía la situación. Rara vez se producía un acto violento entre los contrabandistas y los funcionarios de aduanas, pero podía suceder. En un par de ocasiones, si un funcionario montado les atosigaba demasiado, una noche llamaban a la puerta de su casa y le descerrajaban un tiro en a cabeza. Grockleton crispó su manaza semejante a una garra, pero no dio otra muestra. Era un hombre valiente.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Puckle.
—Interceptar un cargamento importante. En la costa. ¿Qué iba a querer?
—No dispone de los hombres suficientes para llevarlo a cabo.
—Ése es asunto mío.
Puckle lo miró con expresión pensativa.
—Tendrá que pagarme mucho dinero —dijo.
—Una parte de lo que requisemos. —Ambos sabían que esto podía ascender a una pequeña fortuna.
—¿Apresarían a Isaac Seagull?
—Si está presente, desde luego.
—Mátenlo —dijo Puckle con tono quedo.
—Para eso tendrían que disparar antes contra nosotros.
—Lo harán. Necesito dinero por anticipado. Mucho. Y un caballo veloz. —Al observar que Grockleton dudaba, continuó—: ¿Qué cree que harán conmigo si descubren que les he delatado?
—Quizá no lo descubran.
—Lo descubrirán. Tendré que abandonar el Forest. Marcharme de aquí. Lejos.
Grockleton trató de imaginar a Puckle fuera del Forest. No era sencillo. Algunos se marchaban, por supuesto. No muchos, pero ocurría. Y con los bolsillos llenos de dinero… El funcionario trató de imaginar a Puckle con dinero pero tampoco lo logró. Grockleton suspiró para sus adentros. Las personas cambian cuando se hacen ricas, incluso un hombre como Puckle. ¿Quién sabe lo que podía llegar a ser, con dinero, en otro lugar? Puckle era un tipo misterioso.
—Cincuenta libras —dijo Grockleton—. El resto más tarde. Podemos hacer que recoja su parte en Winchester, en Londres, o donde quiera.
El funcionario observó la reacción de Puckle, que se apresuró a ocultarla. La suma le había impresionado. Perfecto.
—Como ya sabe, habrá que esperar un tiempo —dijo Puckle.
Grockleton asintió. Los grandes envíos de contrabando solían hacerse en invierno, cuando las noches eran más largas.
—Una cosa —prosiguió el hombre del Forest con aire pensativo—. Necesito poder comunicarme con usted. No puedo arriesgarme a que nos vean juntos.
—Lo sé. Ya he pensado en ello. Creo tener la solución.
—Ah. ¿Y qué solución es ésa?
—Un chico —respondió Grockleton.
El señor Martell tardó unas semanas en ir a Lymington, pero cuando lo hizo, eligió las fechas de forma calculada.
Una soleada mañana estival partió a caballo por la carretera de portazgo hacia la población. Se sentía optimista. Había preferido adelantarse, dejando que su sirviente le siguiera en la calesa con su neceser y su baúl de viaje. Al pasar frente a la caseta de portazgo situada en la entrada del municipio, se percató de que nunca había estado allí.
No tenía duda de que sería una estancia grata e interesante. El joven Edward Totton le caía bien. Quizá no tuvieran muchas cosas en común, pero le gustaba el temperamento jovial de Totton y el hecho de que éste no le temiera, pues mucha gente se sentía intimidada por él. A Martell le complacía su fama de hombre severo, pues le protegía de quienes pretendían aprovecharse de él; pero le divertía que un joven como Totton se negara a dejarse amedrentar. Por otra parte, en este caso era él quien se proponía aprovecharse de Edward Totton.
El señor Wyndham Martell gozaba de una posición envidiable: no tenía que complacer a nadie. Era dueño de una inmensa propiedad y heredero de otra, se había graduado en Oxford y poseía un carácter intachable: en la sociedad en la que se desenvolvía nadie, salvo un impertinente, podía reprocharle la menor falta. Si era cortés —y a su estilo un tanto reservado lo era— ello se debía a que se habría despreciado de no serlo. Únicamente podría haber corrido su envidiable fortuna si él hubiera sido un jugador o un libertino y Martell, cuyas inclinaciones naturales tendían a los placeres del intelecto, era demasiado orgulloso para caer en esos vicios. Poseía la suficiente vanidad personal para esmerarse en presentar un buen aspecto; había llegado a la conclusión de que la falta de vanidad en un hombre de su posición era una afectación. Deseaba, por una cuestión personal y por el apellido familiar, llegar a ser alguien importante y podía permitirse conseguirlo sin hacer concesiones. En suma, había decidido dedicarse a la política como ese fenómeno, tan raro en la política de cualquier época, de un hombre independiente e insobornable. Y si alguien pretendiera interpretar esto como prueba de su desmesurada vanidad, quizás estuviera en lo cierto.
El verdadero motivo que le llevaba a visitar al joven Edward Totton, aparte de las simpatías que sintiera por él, era que Lymington, que se hallaba oportunamente ubicado entre las dos propiedades de Martell, enviaba a dos representantes al Parlamento.
—Y creo que en las próximas elecciones —había informado Martell a su padre— me gustaría ser uno de ellos.
¿Cómo es que el modesto municipio de Lymington contaba con dos miembros en el Parlamento? La respuesta escueta era que la reina Isabel se los había concedido unos años antes del episodio de la Armada, cuando precisaba un mayor apoyo político. ¿Era excesivo que hoy en día un lugar tan pequeño dispusiera de dos representantes parlamentarios? No, teniendo en cuenta que Old Sarum, el minúsculo municipio situado sobre la colina fortificada que dominaba Salisbury, tenía dos representantes y su población era prácticamente nula.
El sistema de elecciones que se llevaba a cabo en el municipio de Lymington era típico de muchas poblaciones inglesas en esa edad de la razón, y éste, preciso es reconocerlo, poseía los méritos de seguridad, conveniencia y economía. Lo cierto es que los electores lo consideraban modélico.
En algunos municipios el sistema de elecciones dejaba mucho que desear. Los panfletos injuriosos sobre los candidatos provocaban mala sangre. Existía un fuerte dispendio, pues había que sobornar a los electores; se producían conflictos cuando había que emborrachar a los electores de otro candidato y encerrarlos; y se producían conflictos más graves si éstos lograban salir. Incluso una democracia limitada, según convenían todas las partes, suponía un peligro y nada lo demostraba más a las claras que las peleas de borrachos que tenían lugar durante unas elecciones. Pero en Lymington esta cuestión se llevaba a cabo de forma ejemplar.
Los dos miembros del Parlamento eran elegidos por los diputados de la población, que eran unos cuarenta; y los diputados, al menos teóricamente, eran elegidos por los modestos comerciantes y otros titulares de pleno dominio del municipio. ¿Quiénes eran elegidos para ostentar el cargo de diputado? Hombres de pro, hombres dignos, hombres de fiar: amigos del alcalde o de quienquiera que fuera el responsable de dirigir los destinos de la población. Con frecuencia los diputados de Lymington residían allí; pero la búsqueda de hombres cabales podía llevar más lejos. Hacía veinte años, cuando Burrard, que a la sazón era el alcalde, había decidido crear treinta y nueve diputados nuevos, sólo había seleccionado a tres de la misma población; su búsqueda de hombres leales le había llevado por toda Inglaterra. ¡Incluso había llegado al extremo de buscar a un caballero que vivía en Jamaica!
Se suscitaban escasas disputas entre los diputados con respecto a qué hombres debían elegir. Hasta veinte años atrás, los Burrard habían compartido el control del municipio con el duque de Bolton, quien poseía numerosos intereses en el condado, y en una ocasión habían discutido sobre la conveniencia de conceder un escaño al señor Morant, amigo del duque, en unas elecciones. Pero posteriormente el duque había cedido el municipio por entero a Burrard, por lo que la posibilidad de un desacuerdo había quedado felizmente eliminada.
No obstante, cabe preguntarse cómo se las arreglaban cuando había elecciones. ¿Qué método empleaban los diputados que vivían a trescientos kilómetros, y no digamos el caballero de Jamaica, para desplazarse hasta Lymington y depositar su voto? Este extremo también había sido resuelto, mediante un sencillo trámite. Los escaños no se disputaban. No había candidatos rivales. Si sólo se presentaban dos caballeros para ocupar los dos escaños disponibles, los problemas y el coste de unas elecciones eran superfluos. Lo único que hacía falta era que un proponente y otro que apoyara la moción se presentaran ante el alcalde en la fecha y la hora convenidas. Era un sistema tan sencillo que ni siquiera era necesario que comparecieran los candidatos, con lo cual se ahorraban las molestias de desplazarse.
Así era como elegían, en el siglo XVIII, a los miembros parlamentos por Lymington. No sabemos si otro método hubiera dado como resultado mejores representantes; pero una cosa es cierta: los diputados, y los Burrard, se sentían plenamente satisfechos.
El padre de Martell prefería que su hijo se hubiera presentado como candidato para una capital de condado, puesto que éstas solían ser torys, mientras que Lymington, al igual que la mayoría de poblaciones mercantiles, apoyaba decididamente al partido whig. Por tradición el partido tory apoyaba al rey, y el whig el Parlamento posterior a 1688 que, aunque leal, era partidario de limitar el poder del monarca. Los caballeros hacendados solían ser torys, los comerciantes, whigs. Pero esas diferencias no siempre eran reales. Muchos de los terratenientes más importantes eran whigs; a menudo, el partido que uno apoyaba dependía de alianzas familiares. Incluso el rey prefería en ocasiones el líder whig al líder tory. Los intereses y las creencias de sir Harry Burrard, baronet, y de los caballeros diputados de Lymington, apenas diferían de los del aristocrático señor Martell.
Esta mañana sólo había dos detalles en el comportamiento del señor Martell que habrían extrañado a sus coetáneos. Si Martell deseaba ocupar un escaño por Lymington, ¿por qué diablos se había desplazado hasta allí cuando podía haber escrito a Burrard o haberse reunido con él en Londres? Y lo que resultaba aún más desconcertante, ¿por qué había decidido Martell ir a Lymington cuando sabía —pues se había informado al respecto— que el baronet se hallaba ausente?
Sin embargo, formularse estas preguntas significaba no conocer a Wyndham Martell.
Era un hombre concienzudo. En Oxford, a diferencia de muchos otros jóvenes, había decidido trabajar con ahínco. Tras estudiar minuciosamente la propiedad que su pariente le había legado había comenzado a realizar ciertas mejoras en la misma. De haber sido clérigo, por elevada que fuera su posición social, habría tenido en cuenta el bienestar de cada miembro de su parroquia. Por tanto, si había decidido presentarse para un escaño por Lymington, en primer lugar se proponía, como todo buen general, analizar a fondo el terreno.
Por supuesto, Martell sabía que cabía la posibilidad de que a sir Harry Burrard no le hiciera gracia esa intromisión. Se había dado el caso de que el insigne prohombre de un municipio, temiendo que un candidato le arrebatara el apoyo de sus diputados, había accedido a concederle un escaño con la condición, puesta por escrito, de que una vez que hubiera sido elegido el susodicho miembro parlamentario juraba no volver a poner los pies en la circunscripción electoral que representaba. A pesar de todo, incluso en el siglo XVIII esto se consideraba un tanto excéntrico. Aun así, era probable que Burrard no llegara a estos límites y no aprobara el que Martell metiera las narices en su territorio, de modo que éste decidió hacerlo con discreción visitando al joven Totton. Una cosa era segura: al cabo de una semana, Martell habría averiguado lo suficiente sobre el lugar para decidir si deseaba seguir adelante con el proyecto y bajo qué condiciones.
Entretanto, aparte de Edward, había dos encantadoras muchachas con las que pasar el rato. Louisa Totton era una chica atractiva y alegre. En cuanto a la señorita Albion, aunque menos agraciada, era muy simpática.
—Tienes que reconocer —comentó Edward Totton a su hermana, mientras esperaban que su convidado saliera de la casa—, que te traigo sólo lo mejorcito.
El señor Wyndham Martell era el tercer pretendiente que Edward llevaba a casa en el espacio de un año. Uno había sido un muchacho —demasiado joven por cierto, pero heredero de una gran fortuna— que estudiaba en Oxford con él. Otro, un joven de excelente familia que Edward había llevado con la promesa de que asistiría a las carreras locales, había mostrado un gran interés en Louisa, hasta el extremo de que en cierta ocasión en que se había emborrachado ella se las había visto y deseado para quitárselo de encima y le había pedido que se fuera. No obstante, incluso esos encuentros habían proporcionado a la joven otros conocimientos sobre la naturaleza humana y el mundo exterior. La actitud de Louisa durante esos encuentros —aunque ella no habría usado estas palabras— podría resumirse de la siguiente forma: que sigan viniendo.
Martell, sin embargo, era otra historia. Martell, según dijo Edward, era «un asunto serio». Edward suponía que su hermana se sentiría algo cohibida ante el severo hacendado.
—Le he observado —respondió ella—. Es orgulloso, a fin de cuentas tiene muchos motivos para serlo. Pero le gusta que le diviertan.
—¿De modo que te propones divertirle?
—No —repuso Louisa con aire pensativo—. Pero dejaré que crea que voy a hacerlo. —La joven dirigió la vista hacia la puerta de la casa—. Aquí viene.
Martell estaba de excelente humor. No había estado seguro del ambiente que iba a encontrar en casa de los Totton, pues nunca se había alojado en casa de un miembro de la clase mercantil provinciana. Hasta el momento se sentía gratamente sorprendido. La casa era una hermosa mansión georgiana provista de un amplio sendero que conducía hasta ella y con vistas al mar. Era del tamaño de una buena rectoría, el tipo de casa que podría pertenecer al hermano menor del terrateniente, a un almirante o alguien de esta talla. La señora Totton era una mujer de buen ver perteneciente a la misma clase social que Martell, emparentada con varias familias que él conocía. En cuanto al señor Totton, el comerciante, sólo habían intercambiado unas palabras hasta el momento pero parecía un hombre sensato y afable, un caballero de los pies a la cabeza. Si el joven Edward Totton sospechaba que su posición en sociedad no era todo lo distinguida que él habría deseado, pensó Martell, era como para decirle que no fuera estúpido y que no ofendiera a sus padres.
—Primero daremos una vuelta por la población —dijo Edward cuando Wyndham Martell se reunió con ellos. Y puesto que hacía un día espléndido, decidieron ir caminando.
Se dirigieron paseando hasta Lymington y recorrieron la calle Mayor. Martell admiró los comercios —la relojería Swateridge, la armería Sheppard, la tienda de porcelana de Wheeler— y los numerosos indicios de la prosperidad y el ambiente distinguido que reinaba en el lugar. Martell insistió en pasar un rato explorando la librería. Reparó en la placa de bronce colocada en casa del mejor médico de la localidad y también advirtió que el señor St. Barbe, el comerciante, incluso había fundado un banco en la calle Mayor. Averiguó que el servicio postal venía desde Londres por la rápida carretera de portazgo cuatro días a la semana y se detenía en el Angel Inn; al igual que la diligencia de Southampton, la cual recorría los veinticinco kilómetros de viaje en tan sólo dos horas y media. Martell se sintió impresionado.
Bajaron al muelle, donde vieron varias embarcaciones amarradas, y luego dieron una vuelta por las salinas antes de regresar a la casa con un buen apetito para cenar.
En casa de la señora Totton la comida era excelente. Empezaron con una sopa ligera de guisantes y pan, seguida por un plato de pescado; tras retirar esto los criados les sirvieron el primer plato, consistente en unas bandejas de filete de buey, pavo en salsa de ciruelas, asado de venado y apio frito. Los hombres bebieron clarete; Louisa, que en casa solía beber vino de grosella, ese día bebió champaña al igual que su madre.
La conversación era intrascendente y amena. La señora Totton habló sobre los antiguos ciervos del bosque, la reciente visita del rey y los lugares que Martell debía visitar, sobre los cuales le relató varias anécdotas. Louisa, cuyos grandes ojos, según Martell, insinuaban que la muchacha poseía un gran sentido del humor pese a su aparente timidez, le explicó con detalle algunas de las obras que debía ir a ver en el teatro y el trabajo que realizaban los actores.
Edward le habló sobre el hipódromo, que en la actualidad se hallaba instalado más arriba de Lyndhurst.
—Pero no sólo organizamos carreras de caballos, Martell —comentó el joven. Al parecer, un divertido caballero de la localidad tenía un buey de carreras que él mismo montaba y desafiaba a los forasteros a competir con él.
Cuando sirvieron el segundo plato —budín de patata, tostas con anchoas, un dulce frío de nata, licor y zumo de limón, pichón estofado y tartas—, Martell llegó a la razonable conclusión de que la zona costera de la población, debajo de los antiguos bosques, probablemente era una de las regiones más agradables de representar de toda Inglaterra.
Se retiró el mantel y a continuación se sirvieron las gelatinas, nueces, pirámides de confites y bandejas de queso, oporto para los hombres y coñac de cereza para las damas, antes de que Martell se acordara de interesarse por Fanny Albion.
—¡Nuestra pobre y querida Fanny! —exclamó Louisa—. Tiene la paciencia de una santa.
Al parecer, había pocas probabilidades de que apareciera.
—Aunque ten la seguridad —dijo Edward— de que trataremos de convencerla.
La íntima amiga de la tía Adelaide había caído enferma en Winchester y la intrépida anciana había insistido en montarse en su coche e ir a pasar unos días con ella, pese a su avanzada edad, dejando a Fanny y a la señora Pride a cargo del viejo señor Albion. Antes de partir, Adelaide había dado estrictas órdenes a su hermano de que no enfermara hasta que ella hubiera regresado, órdenes que él ya había desobedecido. Y si la naturaleza de su presente enfermedad era un tanto confusa, ello se debía a que estaba demasiado avanzada, según explicó él, para que pudieran identificarla. De modo que Fanny se había quedado en casa con él y no quería dejarlo solo.
—Quizá deberíamos ir a visitar a vuestra prima —dijo Martell.
—Se lo propondré —repuso Edward—, pero sospecho que dirá que no.
Al poco rato, las damas se retiraron y Martell pudo interrogar al señor Totton, mientras tomaban el oporto, sobre los negocios en la población. Tal como imaginaba, Totton estaba perfectamente informado.
—La sal, por supuesto, constituye desde hace siglos uno de nuestros productos principales. Al igual que en otras poblaciones, comprobará que la mayoría de comerciantes más importantes poseen varios negocios y la sal suele ser uno de ellos. St. Barbe, por ejemplo, trata en artículos de ultramarinos, sal y carbón. El carbón, por cierto, lo utilizamos como combustible para los hornos de las salinas. La sal, como sin duda sabe, no sólo se utiliza para conservar el pescado y la carne, sino que es una excelente medicina contra el escorbuto (por tanto es vital para la marina), se emplea para curtir pieles, fabricar vidrio y fundir metales, y también para esmaltar cerámica.
—En mi opinión existen métodos más económicos de fabricar sal que obteniéndola del mar.
—En efecto. A la larga, las salinas de Lymington pueden desaparecer. Pero aún falta mucho para que eso ocurra.
—¿Exportan ustedes madera?
—Sí, pero menos que antes. La marina y otros astilleros utilizan la mayor parte de nuestra madera. Pero en el puerto hay mucho movimiento. El carbón viene de Newcastle. Hay varios barcos mercantes que hacen la travesía a Londres, Hamburgo, Waterford y Cork, en Irlanda, incluso a Jamaica.
—¿Y las industrias locales?
—Aparte de las que he citado, la mayoría de parroquias poseen arcilla, por lo que existen numerosas fábricas de ladrillos. Ése es el motivo por el que actualmente existen varios ladrillares en la región. El más grande está en Brockenhurst. También fabricamos cabos para la marina. Algunas gentes del Forest se han ido a trabajar a Southampton. Además del puerto, allí hay unas instalaciones muy importantes donde construyen carruajes.
—Pero nuestra mayor esperanza para el futuro —intervino Edward sonriendo— reside en otra dirección. Vamos a convertirnos en un distinguido lugar de vacaciones, un segundo Bath.
—¡Ah, sí! —Totton se echó a reír—. Si la señora Grockleton se sale con la suya. ¿No conoce todavía a la señora Grockleton, señor Martell?
Martell confesó que no.
—Vamos a tomar el té con ella —comentó Edward riendo—. Mañana.
Dedicaron la mañana siguiente a visitar el castillo de Hurst. Aunque hacía un día soleado, soplaba una brisa fresca procedente de Pennington Marshes que hacía que las pequeñas bombas eólicas junto a las salinas emitieran un sonoro chirrido. El baño de la señora Beston, que estaba situado cerca de una de las bombas eólicas junto a la playa, estaba desierto. En el canal situado entre la fortaleza y la isla de Wight, el oleaje aparecía coronado de espuma, mientras que las agitadas aguas del mar presentaban un color verde. En el aire flotaba un intenso olor a salitre. Louisa, con las mejillas arreboladas y el cabello húmedo debido a las salpicaduras de las olas, ofrecía un aspecto insólitamente lozano mientras el viento agitaba su oscura caballera. Por su parte, Martell era consciente de los acelerados latidos de su corazón mientras ambos caminaban rápidamente, riendo, a través de los agrestes marjales de la costa.
Cuando se hallaban a medio camino de Lymington se toparon con el conde. Había ido a dar un paseo solo; parecía triste.
Martell ya se había percatado de la presencia de tropas francesas en la población y Edward le había explicado lo que hacían allí. Edward presentó el conde a Martell, quien le habló en un perfecto francés. El conde, al descubrir a un aristócrata como él, se afanó en granjearse su amistad.
—¡Usted es uno de los nuestros! —exclamó tomando la mano de Martell entre las suyas—. Es maravilloso que nos hayamos conocido en un lugar tan salvaje como éste.
No estaba claro si el conde se refería a los marjales o a Lymington. Luego inquirió sobre la propiedad de Martell y sus antepasados normandos, insistió en que éstos estaban emparentados a través del linaje de los Martell-St. Cyr —aunque Martell le aseguró secamente que desconocía ese dato— y le preguntó si le gustaba cazar, a lo que el otro respondió afirmativamente.
—En casa cazamos jabalís —comentó con nostalgia—. Me gustaría invitarle a cazar con nosotros, amigo mío, pero por desgracia si regreso ahora —añadió encogiéndose de hombros—, me cortarán la cabeza. ¿Tiene usted peces en su propiedad? —Martell le aseguró que tenía unos peces excelentes—. Soy muy aficionado a la pesca —dijo el conde.
Comoquiera que ese comentario fue recibido con una cortés inclinación de cabeza y un breve silencio, Edward intervino para informar al francés de que iban a tomar el té con la señora Grockleton y que debían regresar.
—Una mujer extraordinaria —repuso el conde—. En ese caso me despido de usted, querido amigo —dijo a Martell—. Me entusiasma pescar —añadió como si estuviera deseoso de prolongar la conversación, pero sus amigos ingleses se alejaron y él prosiguió, triste, hacia las bombas de viento situadas junto al mar.
—Como habrá comprobado, señor Martell —dijo la señora Grockleton a las tres de esa tarde mientras, con el pelo bien cepillado y vestida de forma austera, les servía una taza de té en su salón—, Lymington ofrece grandes posibilidades.
El señor Martell le aseguró que la población le parecía admirable.
—Ah, señor Martell, es usted muy amable. Aún queda mucho por hacer.
—Sin duda, señora, transformará usted el paisaje al igual que Capability Brown habría creado un parque.
—¿Yo, señor? —La señora Grockleton casi se ruborizó ante esa frase que ella interpretó como una lisonja—. Yo no puedo hacer nada, aunque confío en animar a otros a tomar ciertas iniciativas. Es la ubicación del lugar, sus residentes y sus mecenas reales quienes llevarán a cabo esa transformación. La cual se producirá sin ninguna duda. Me parece verlo con claridad.
—El mar es vigorizante, señora —dijo Martell por decir algo.
—¿El mar? Desde luego que es vigorizante —repuso la señora Grockleton—. Pero ¿ha visto usted esas grotescas bombas de viento, esos hornos, esas salinas? Tendrán que desaparecer, señor Martell. ¿Qué persona elegante desearía bañarse bajo la mirada de una bomba de viento?
No había respuesta para esa pregunta, pero teniendo en cuenta que los principales comerciantes de la población, sus anfitriones inclusive, trataban en sal, Martell no pudo por menos de mostrar su desacuerdo.
—Quizá consigan hallar un lugar adecuado para tomar baños de mar —sugirió.
Martell no llegó a averiguar si la señora Grockleton habría permitido eso, pues en aquel instante apareció el amo y señor de la casa.
Martell estaba informado de cómo era Samuel Grockleton y comprobó que la descripción que Edward había hecho de él se ajustaba a la realidad; aunque el empeño del joven Totton en referirse al funcionario aduanero como «la Garra» le pareció un tanto cruel. No bien se hubo sentado y aceptado la taza de té que le ofreció su esposa, la doncella que ayudaba a la señora Grockleton en este menester tropezó y derramó la taza de té caliente sobre su pierna.
—¡Ay! —exclamó la señora Grockleton—. Has quemado a mi pobre marido. ¡Oh, señor Grockleton! —Pero el caballero, aunque esbozó una mueca de dolor, se levantó y, con admirable compostura, tomó un jarrón de flores de una mesa y vertió el agua fría su pierna—. Pero ¿qué haces, estimado esposo? —inquirió la señora Grockleton, un poco enojada.
—Aliviar el escozor —contestó bruscamente el funcionario, tras lo cual volvió a sentarse—. Creo que tomaré un trozo de ese pastel de nueces, señora Grockleton —observó.
Martell, que admiraba la sensatez y el estilo directo del funcionario, decidió entablar de inmediato una conversación con su anfitrión, a quien le preguntó con franqueza si consideraba importante el negocio del contrabando en el Forest.
—Tiene la misma importancia que en Dorset, señor —respondió el funcionario aduanero.
Puesto que Martell sabía con certeza que de Sarum hacia el oeste, a través de todo Dorset y el West Country, probablemente no existía una sola botella de coñac que estuviera gravada con el impuesto correspondiente, se contentó con asentir con la cabeza.
—¿Es posible acabar con el contrabando? —inquirió.
—En tierra, no lo creo —respondió Grockleton—. Por la sencilla razón de que tendríamos que emplear a una gran cantidad de funcionarios. Pero un día, las patrullas marítimas lograrán frenarlo en gran medida. En todos los asuntos de nuestra nación, señor, el mar constituye la clave. Nuestras fuerzas terrestres por lo general son poco útiles.
—¿Se refiere a unos barcos que intercepten la mercancía en alta mar? Tendrían que ser muy veloces e ir armados.
—Y estar bien tripulados, señor.
—¿Emplearían a capitanes navales?
—No, señor. Contrabandistas retirados.
—¿Unos contrabandistas al servicio de su majestad?
—Desde luego. Siempre ha dado resultado. Sir Francis Drake y otros bribones como él en tiempos de la reina Isabel eran todos piratas, señor.
—¡Quita, quita, señor Grockleton! —exclamó su esposa—. ¿Qué dices?
—Nada más que la verdad —repuso él secamente—. Disculpe —observó levantándose—, debo ir a cambiarme. —Y después de inclinarse cortésmente desapareció.
—¡Vaya! —dijo la señora Grockleton, decepcionada por la conducta de su esposo—. ¿Qué pensará usted de nosotros, señor Martell?
En lugar de responder, Martell observó con calma que había oído decir que su academia gozaba de gran éxito.
—En efecto, señor Martell, no puedo negarlo. Cuéntale al señor Martell, Louisa, sobre nuestra pequeña academia.
Louisa, clavando sus grandes ojos en Martell, le habló brevemente sobre las clases de pintura y demás logros escolásticos de la academia de una forma que ni pretendía mofarse de ellos ni tomarlos demasiado en serio.
—Yo misma —agregó la señora Grockleton— enseño francés a las chicas. Y hago que lean a los autores más insignes, se lo aseguro. El año pasado leímos a… —Pero su memoria no le proporcionó el nombre que buscaba.
—¿Racine? —sugirió Louisa.
—Racine, sí —contestó la señora Grockleton, sonriéndole como para felicitarla por su perspicacia—. Sin duda habla usted francés, ¿no es así, señor Martell?
En ese momento Martell decidió que estaba harto de la señora Grockleton. La miró unos instantes de forma inexpresiva.
—Vous parlez français, señor Martell? ¿Habla usted francés?
—¿Yo, señora? Ni una palabra.
—Me asombra usted. En los círculos de sociedad… ¿No dijo Edward que había hablado usted con el conde?
—Así es, señora. Pero no hablamos en francés, sino en latín.
—¿Latín?
—Desde luego. Supongo que enseña a sus alumnas a hablar en latín.
—No, señor Martell.
—Lo lamento. En los círculos de sociedad… Los horrores de la Revolución, señora Grockleton, han hecho que muchos le tomen manía al francés. Estoy convencido de que en las cortes de Europa se hablará, única y exclusivamente, en latín. Como en tiempos pasados —añadió Martell con aire de erudición.
—Vaya. —Por primera vez la señora Grockleton parecía confundida—. No imaginaba… —empezó a decir. Luego, poco a poco, su orondo rostro se serenó—. Creo, señor Martell —dijo alzando un dedo y sonriendo con picardía— que me está usted tomando el pelo.
—¿Yo, señora?
—Sí. —Los ojos de la señora Grockleton dejaban entrever una expresión de advertencia, justo lo suficiente para que el aristócrata comprendiera que no había creado su academia sin una buena dosis de astucia—. Creo que se burla de mí.
Si Martell no quería granjearse enemigos en Lymington, debía apresurarse en enderezar el entuerto.
—Confieso —dijo sonriendo— que hablo un poco de francés, pero no lo suficiente, sospecho, señora, para impresionarla; de modo que no me gusta reconocerlo. En cuanto a mi chanza sobre el latín —Martell miró a la señora Grockleton con semblante serio—, después de los horrores que hemos presenciado en París, dudo que el francés siga siendo la lengua preferida de la sociedad.
El mal momento pasó. La señora Grockleton emitió unos ruidos condoliéndose de la suerte de la aristocracia francesa, y casi dio la impresión de que ella formaba parte de la misma. Convinieron en que sería mejor que el galante conde y sus leales tropas que se hallaban en Lymington regresaran lo antes posible a Francia para restaurar el orden.
A partir de entonces, la señora Grockleton volvió a sentirse en su elemento. Todos convinieron en la necesidad de un nuevo teatro, un nuevo salón de celebraciones y probablemente nuevos ciudadanos, de forma que ella no dudó en anunciar, cuando sus invitados se disponían a marcharse:
—Dentro de poco voy a dar un baile en el salón de celebraciones. Confío, señor Martell, en que no nos desaire negándose a venir.
Teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido, Martell no pudo por menos de responder que, si se encontraba en las inmediaciones de Lymington, estaría encantado de asistir, una frase que normalmente no le habría comprometido, de no ser por el hecho de que tenía la extraña e incómoda sensación de que la señora Grockleton se las ingeniaría para obligarle a acudir.
—¿Y bien? —murmuró Edward tan pronto como hubieron salido—. ¿Qué te ha parecido?
—Prefiero mil veces «la Garra» a esa mujer —contestó Martell.
No habían vuelto a mencionar a Fanny Albion, y tampoco lo hicieron durante la cena.
Al día siguiente por la mañana fueron en coche a visitar al señor Gilpin, que los recibió con gran cordialidad en la vicaría de Boldre. Lo hallaron en su biblioteca, entreteniéndose planteando unos problemas matemáticos a un chico de pelo rizado que asistía a su escuela parroquial; según les informó el vicario, el chico se llamaba Nathaniel Furzey.
El vicario mostró a Martell su biblioteca, que contenía unos magníficos volúmenes, y les enseñó algunos de los dibujos que había hecho recientemente de paisajes de New Forest.
—De vez en cuando organizo una pequeña subasta —explicó Gilpin a Martell—, y hombres como sir Harry Burrard pagan unos precios astronómicos por ellos porque saben que el dinero va destinado a la escuela y unas obras de beneficencia de las que me ocupo. La vida de un clérigo —añadió dirigiendo una mirada de soslayo a Martell— es muy gratificante.
No cabía duda de que la vicaría del señor Gilpin, un edificio muy espacioso de tres pisos, constituía una excelente residencia para cualquier caballero, y desde el jardín, situado detrás del edificio, el vicario les mostró un admirable panorama de la isla de Wight. Soplaba una brisa semejante a la que se había levantado la víspera, pero sobre el Solent se cernían unas nubes plomizas que, con sus reflejos plateados, conferían a la escena una densidad atmosférica, un contraste de haces lumínicos y zonas umbrosas que resultaba ciertamente pintoresco. Mientras contemplaban este fenómeno de la naturaleza, Martell preguntó por Fanny.
—En estos momentos se encuentra en Albion House —respondió Gilpin—. Lo cual me recuerda —añadió con aire pensativo— que debo comentarle algo. Pero no es urgente. —Miró a Edward—. ¿Pensaba ir a visitarla?
Tras dudar unos segundos, Edward contestó que no sabía si a Fanny le gustaría que fueran a verla en las presentes circunstancias.
Gilpin suspiró.
—Imagino que debe sentirse muy sola —comentó. Luego llamó al chico de pelo rizado y le dijo—: Ya conoces el camino a Albion House, Nathaniel. Ve allí y pregunta, de mi parte, si la señorita Albion puede recibir al señor Martell y a sus primos.
Tomaron unos refrescos y el vicario, respondiendo a las numerosas preguntas que le plantearon sobre la región, entretuvo de forma amena a sus visitantes durante algo más de media hora, hasta que regresó el joven Nathaniel.
—Me han dicho que le diga que sí, señor —informó éste al vicario.
No era lo que él había imaginado. No habría sabido decir por qué: quizá se debiera a la proximidad del bosque cuando doblaron por el sendero y traspusieron la verja; o posiblemente a los nubarrones que se habían formado y que, cuando ellos habían partido de la iglesia de Boldre, se deslizaban en lo alto con sus relucientes bordes, arrastrando tras de sí una sombra. Lo único que el señor Martell sabía con certeza era que, cuando el coche enfiló el recodo del estrecho sendero, el cielo se había ensombrecido y él se sentía extrañamente deprimido y turbado.
Luego doblaron el recodo y divisaron Albion House.
Era un mero efecto lumínico, se dijo Martell; era el resplandor grisáceo que se filtraba a través de las nubes lo que otorgaba a la mansión ese aspecto sombrío. Qué vieja parecía con sus desnudos aguilones; qué sensación de opresión producía la cercanía del bosque al círculo de césped que la rodeaba. Su revestimiento de ladrillos era oscuro como una mancha de sangre. Su arrugado tejado indicaba el viejo esqueleto Tudor de madera que albergaba. Tras las ventanas no se apreciaba el menor movimiento, como si la casa estuviera desierta y habitada sólo por unos espíritus que permanecerían allí año tras año hasta que la casa se convirtiera en un montón de ruinas, hasta que se desmoronara poniendo incluso en fuga a los espíritus.
Al llegar a la entrada vieron a una mujer alta junto a la puerta.
—La señora Pride, el ama de llaves —dijo Edward en voz baja. Martell creyó observar una expresión recelosa y preocupada en los ojos de la mujer.
Los últimos días no habían sido fáciles para Fanny. Su padre no se encontraba bien. A veces se mostraba quisquilloso; en cierta ocasión incluso le había contestado de malos modos, lo cual no era habitual en él. La víspera ella había permanecido casi todo el día sentada junto a él en su habitación, y hoy, aunque el anciano había bebido una taza de té, un poco de caldo y una copa de clarete, no parecía probable que se levantara del cómodo sillón de orejas en el que estaba sentado junto a su cama, cubierto con un chal.
Fanny se había quedado estupefacta cuando la señora Pride le había comunicado, hacía media hora, que los jóvenes Totton y el señor Martell irían a visitarla dentro de un rato.
—Pero no estamos preparadas para recibirlos —protestó Fanny—. Mi padre… Ay, señora Pride, debió consultármelo. No debió decirles que vinieran. —Pero por más que la señora Pride se disculpó diciendo que había supuesto que la señorita Albion deseaba recibirlos, la cosa no tenía remedio—. Tendremos que arreglárnoslas como podamos —dijo Fanny.
Sin embargo, para su sorpresa, cuando fue a informar a su padre sobre la inoportuna visita y le prometió despacharlos tan pronto como la cortesía lo permitiera, el anciano señor Albion experimentó una milagrosa mejoría. Aunque un tanto rezongón, insistió en que Fanny le acercara un espejo, una corbata limpia, unas tijeras, el cepillo del pelo y la brillantina. En un santiamén comenzó a dar órdenes a todos, haciéndoles ir de acá para allá, y Fanny se las vio y deseó para retirarse a su habitación y arreglarse también un poco.
Fanny se hallaba en la escalera, frente al vestíbulo, cuando entraron iluminados por la luz grisácea que penetraba por la puerta a sus espaldas. Edward entró primero, seguido de Louisa y del señor Martell.
Se detuvieron unos momentos antes de percatarse de la presencia de Fanny. Edward echó una ojeada a su alrededor y, poco antes de que la maciza puerta se cerrara tras ellos, Louisa se volvió hacia el señor Martell para decirle algo y Fanny observó que le tocó el brazo.
Qué pálida parecía en las sombras de la escalera, pensó Martell, cuando Fanny avanzó hacia ellos. Con su largo vestido evocaba una figura fantasmagórica en un drama antiguo. De inmediato observó unos signos de tensión en su rostro.
Fanny los condujo en silencio hasta el antiguo saloncito artesonado, se disculpó por no estar mejor preparada para recibirlos y se interesó educadamente por la salud de Martell y su familia. Éste notó cierta reserva en su talante y se preguntó si habría preferido que él no se hubiera presentado.
No obstante, conversaron animadamente. Louisa describió con todo lujo de detalles el rato que habían pasado tomando el té en casa de la señora Grockleton, lo cual hizo sonreír a Fanny, aunque de forma un tanto forzada. Y cuando Louisa hizo una imitación perfecta del señor Grockleton derramando el agua sobre sus piernas y volviendo a colocar las flores en el jarrón, Fanny se echó a reír a carcajadas al igual que ellos.
—Debería dedicarse al teatro, señorita Totton —declaró Martell meneando la cabeza con expresión risueña y observándola con afecto—. Su prima, señorita Albion —remarcó—, es muy divertida.
—Celebro que lo haya descubierto —respondió Fanny, pero parecía cansada.
La amena conversación se detuvo bruscamente con la entrada del anciano señor Albion en la estancia. Caminaba con una mano apoyada en un bastón con la empuñadura de plata, mientras la señora Pride le sujetaba el otro brazo. Sus calzones, chaleco y corbata de seda presentaban un aspecto impecable; se había cepillado el pelo blanco como la nieve; no se había afeitado la barba de varios días, pero se la había recortado. Sus ojos, pese a ser viejos, eran de un color azul extraordinario, como Martell jamás había visto. La chaqueta le quedaba holgada, pues estaba delgado y frágil; pero al cruzar lentamente la habitación para sentarse en una butaca, daba la impresión de que había hecho acopio de toda su vieja pero orgullosa dignidad para saludar a sus huéspedes.
Como suele ocurrir cuando esté presente una persona muy anciana, los otros se turnaron para acercarse a conversar con él. Martell, como era el visitante, fue el primero en acercarse. Después de los saludos de rigor, que el anciano aceptó de buen grado, Martell comentó lo mucho que habían gozado con la visita que su hija había efectuado a Oxford en primavera. Aunque era difícil tener la certeza, eso pareció complacer al anciano. Luego Martell comentó que había llegado hacía poco de Dorset y que se proponía dirigirse a Kent, puesto que este género de información geográfica solía propiciar una respuesta que facilitaba la conversación.
—¿Dorset? —preguntó el señor Albion con aire pensativo—. Me temo —confesó contrito— que nunca me ha gustado ese lugar.
—¿Demasiadas colinas, señor? —inquirió Martell.
—Nunca me muevo de aquí.
—Tengo entendido que estuvo en América —dijo Martell confiando en que eso hiciera que la conversación fuera más fluida.
El anciano clavó en él sus ojos azules.
—Así es.
El señor Albion parecía reflexionar y Martell supuso que iba a hacer algún comentario sobre el tema.
Pero al cabo de unos momentos tuvo la impresión de que, si había estado a punto de exponerlo, algo le había hecho cambiar de parecer, pues de pronto el anciano miró a Louisa y, señalándola con su bastón con la empuñadura de plata confesó:
—Es muy guapa, ¿verdad?
—Ciertamente, señor.
El señor Albion parecía haber perdido todo interés en Martell, pues volvió a señalar a Louisa.
—Estás hoy muy guapa —dijo dirigiéndose a ella.
Louisa hizo una pequeña reverencia e, interpretando ese comentario como una invitación a acercarse, se dirigió sonriendo hacia el anciano y se arrodilló junto a él, adoptando una postura encantadora.
—¿Te sientes a gusto ahí en el suelo? —inquirió el anciano.
—Siempre me siento a gusto cuando vengo a hablar con usted —contestó Louisa.
Puesto que era evidente que el anciano no deseaba seguir conversando con él, Martell se retiró mientras Fanny se acercó a su padre para preguntarle si deseaba algo.
—Me compadezco de la señorita Albion —murmuró Martell a Edward—. ¿Dónde habías pensado llevarnos mañana?
—A Beaulieu, si hace buen tiempo —respondió Edward.
—¿No podríamos pedir a tu prima que nos acompañara? —propuso Martell—. Debe de ser muy aburrido pasar todo el día encerrada en esta casa con su padre.
Edward se mostró de acuerdo y dijo que le parecía un plan excelente.
—Procuraré convencerla —prometió a su amigo.
Al rato, Fanny regresó y Martell tuvo ocasión de hablar con ella durante unos minutos. La muchacha parecía haber recuperado en parte su buen humor y gozaron de la grata intimidad de una conversación, como habían hecho en Oxford; pero, aparte de parecer mayor, cuando Martell la contempló en su ambiente familiar, pensó que Fanny emanaba un aire de tristeza, incluso de tragedia. Era preciso que saliera de allí. Alguien debía salvarla de esa situación, aunque Martell comprendió que esa huida no sería fácil. Por el rabillo del ojo advirtió que Edward se acercaba al anciano y supuso que el afable talante del joven Totton surtiría el efecto deseado.
—Creo, señor —dijo Edward dirigiéndose al señor Albion con una sonrisa encantadora—, que Louisa y yo le rogaremos, si hace buen tiempo, que mañana nos permita robarle a nuestra prima Fanny durante un par de horas.
—¿Ah, sí? —El señor Albion alzó la vista muy bruscamente—. ¿Por qué?
—Queremos visitar Beaulieu.
Durante unos segundos, ni siquiera eso, el rostro de Louisa se ensombreció ligeramente. Pero la sombra desapareció de inmediato.
—¡Sí! Deje que Fanny nos acompañe. No nos ausentaremos más de medio día —afirmó dirigiendo al señor Albion una sonrisa capaz de derretirlo, de no haber desviado él la mirada.
—¿Beaulieu? —repitió el anciano como si hubieran anunciado la intención de desplazarse a Escocia—. ¿Beaulieu? Eso queda muy lejos.
Nadie se atrevió a indicarle que se hallaba apenas a seis kilómetros de allí, pero Edward, en un noble gesto y con sonrisa afable, insistió:
—No es un trayecto más largo que el que hemos recorrido hoy para venir a verlos. Estaremos de regreso antes de lo que se figura.
El señor Albion parecía dudar.
—Estando mi hermana fuera y en mi estado… —Meneó la cabeza con cara de preocupación—. No hay nadie para ocuparse de…
—Tiene usted a la señora Pride, señor —repuso Edward.
Pero esta intromisión en sus asuntos familiares enojó al señor Albion.
—La señora Pride no tiene nada que ver en esto —le espetó.
—Creo —intervino Fanny con dulzura, tratando de evitar que su padre se disgustara— que es mejor que me quede aquí, Edward.
—Ya lo veis —dijo el señor Albion molesto, pero con una expresión de triunfo en los ojos—. A ella no le apetece ir.
Esa frase indignó de tal forma a Martell, quien no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria, que no pudo guardar silencio y fingir que no ocurría nada.
—Si me permite una observación, señor —dijo con tono sereno pero firme—, una breve excursión sentaría bien a la señorita Albion.
¿Había conseguido algo positivo con su intervención? Durante un par de segundos, mientras el señor Albion permanecía sentado en la silla, con la cabeza momentáneamente hundida en la corbata, en absoluto silencio, fue imposible adivinarlo. Pero de pronto quedó meridianamente claro. El anciano alzó la cabeza sobre su tallo de seda, mostrando de pronto el aspecto de un viejo pavo enfurecido. Puede que tuviera el cuello arrugado, pero sus extraordinarios ojos azules fulminaron a Martell.
—Pues permítame hacerle observar, señor —gritó—, que la salud de mi hija no es asunto suyo. No me había percatado de que la intendencia de esta casa hubiera pasado a sus manos. Que yo sepa, señor —añadió alzando su bastón con la empuñadura de plata y golpeando furioso el suelo para subrayar cada palabra que pronunciaba—, ¡el amo de esta casa sigo siendo yo!
—No me cabe la menor duda, señor —respondió Martell sonrojándose—, y no era mi intención ofenderlo, señor, sino simplemente…
Pero el señor Albion ya no atendía a razones. Estaba blanco de ira.
—Pues me ha ofendido. Le agradeceré mucho, señor —le espetó sulfurado—, que se vaya a hacer esas observaciones a otra parte. ¡Le agradeceré, señor —prosiguió el anciano tratando de incorporarse, sujetando el brazo de la butaca con una mano y el bastón con la otra—, que salga de esta casa! —Esta palabra la pronunció a voz en cuello mientras, incapaz de levantarse, se dejó caer de nuevo en la butaca tosiendo y boqueando.
Fanny, no menos pálida y temiendo que a su padre le diera un síncope, miró a Martell con gesto implorante y éste, tras ciertos titubeos —por si al señor Albion le daba un síncope y Fanny requiriera su ayuda— retrocedió hacia el vestíbulo, seguido por Edward y Louisa. La señora Pride había aparecido como por arte de magia y, tras comprobar el estado de su patrono, indicó a los visitantes que podían retirarse.
Una vez fuera, Edward meneó la cabeza con expresión risueña.
—Me temo que nuestra visita no ha sido un éxito.
—En efecto —respondió Martell, que todavía se sentía tan impresionado que apenas podía articular palabra—. Es la primera vez —comentó secamente— que alguien me echa de su casa. Pero temo por la pobre señorita Albion.
—Pobre y querida Fanny —dijo Louisa—. Esta tarde regresaré a verla con mamá, Edward.
—Bien hecho —repuso su hermano en tono de aprobación.
—Dicen que hay mala sangre en la familia Albion —continuó Louisa apenada—. Supongo que ésa debe de ser la explicación. Pobre Fanny.
Una hora más tarde, después de haber ayudado al señor Albion a regresar a su habitación y de haber hecho compañía a Fanny mientras ésta lloraba desconsolada, la señora Pride salió sigilosamente de la mansión y se dirigió a casa del señor Gilpin.
Al día siguiente amaneció soleado cuando Edward y Louisa partieron de buena mañana con el señor Martell. Lamentablemente, debido a que la señora Totton tenía un compromiso, Louisa no había podido regresar a ver a su prima; pero había enviado a Fanny una carta muy cariñosa, que el mozo había llevado aquella misma tarde a Albion House, de modo que tenía la conciencia tranquila.
Se sentía muy animada mientras el coche avanzaba por la carretera de portazgo hacia Lyndhurst, donde iban a detenerse brevemente antes de atravesar el páramo. El señor Martell estaba de buen humor y no cesaba de charlar. Era muy agradable que le hiciera preguntas y se mostrara tan interesado en lo que ella le decía. Aunque jamás perdía la educación, la joven observó que cuando le interesaba un tema, Martell insistía en él con una empecinada perseverancia, cuando menos en su fuero interno, que ella jamás había visto pero que le parecía lógica en un hombre.
—Veo, señor Martell —comentó Louisa en cierta ocasión—, que insiste en averiguar cosas. —A lo que él respondió con una carcajada.
—Le pido disculpas, mi querida señorita Totton. Es mi carácter. ¿Le parece desagradable?
Martell nunca la había llamado «querida señorita Totton» ni le había preguntado qué opinaba sobre su carácter.
—En absoluto, señor Martell —contestó ella con una sonrisa que dejaba entrever cierta seriedad—. A decir verdad, nadie me había exigido nunca en el curso de una conversación que me esforzara en discurrir. Pero cuando usted me lanza este desafío, compruebo que no me disgusta.
—Ah —repuso él, a la vez complacido y pensativo.
La aldea de Lyndhurst apenas había cambiado desde los tiempos medievales. El tribunal del Forest seguía reuniéndose allí. La casa del rey, aunque ampliada, con unos grandes establos frente a la mansión y un inmenso jardín cercado sobre la ladera que se alzaba en la parte posterior, era esencialmente la mansión real y el pabellón de caza que siempre había sido. En las inmediaciones se ubicaban las mansiones de dos caballeros, una llamada Cuffnell’s y la otra Mount-royal; pero el conjunto de viviendas rústicas que componía Lyndhurst apenas merecía la denominación de aldea. La importancia del lugar quedaba subrayada por una espléndida iglesia que, tras haber sustituido la antigua capilla real, había sido erigida en la parte más elevada de Lyndhurst, junto a la casa del rey, y podía divisarse como un faro desde muchas leguas a la redonda.
Se detuvieron sólo brevemente en la casa del rey antes de ir a visitar el hipódromo. Éste era un tanto tosco, dispuesto sobre una gran explanada de césped en el New Forest, al norte de Lyndhurst. Las gradas eran improvisadas: como era habitual en aquella época, la gente contemplaba las carreras desde sus carruajes y sus carros si deseaban gozar de una buena vista.
—Una de las atracciones de este lugar —explicó Edward— son las carreras de ponis de New Forest. Te asombraría lo veloces que son esos animales, pero conocen el terreno que pisan. Debes regresar para asistir a una de estas carreras, Martell. —Y por la expresión de éste, Louisa dedujo que probablemente lo haría.
Partieron para Beaulieu. El sendero que conducía a la vieja abadía, el cual discurría por el sureste a través del páramo, arrancaba de Lyndhurst más abajo que el hipódromo. Al enfilarlo, pasaron frente a dos cosas muy curiosas, que enseguida llamaron la atención de Martell. La primera era un enorme montículo cubierto de hierba.
—Se llama Bolton’s Bench —le explicó Edward.
El duque de Bolton, el gran magnate de Hampshire, había decidido a principios de siglo engrosar el pequeño montículo desde el que el viejo Cola el cazador dirigía antaño las operaciones; de este modo, desde el gigantesco montículo se dominaba todo Lyndhurst. El duque era conocido por su afición a realizar esos cambios majestuosos en el paisaje. En otra zona del Forest había proyectado a su arbitrio una inmensa carretera que atravesaba en línea recta centenares de kilómetros de viejos montes; así, podría darse un agradable paseo por él acompañado por sus amigos. Pero lo que impresionó a Martell, más que el montículo creado por Bolton, fue el descomunal y herboso terraplén que se extendía a través del paisaje más allá del montículo.
—Ése era el recinto del parque —dijo Edward—, donde antiguamente cazaban ciervos.
La gigantesca trampa para los ciervos desde la que Cola el cazador había dirigido las operaciones seguía siendo impresionante. Hacía cinco siglos la habían ampliado aún más y el terraplén que la circundaba se prolongaba a través del paisaje a lo largo de unos tres kilómetros, antes de describir un enorme giro y penetrar en el bosque situado más abajo de Lyndhurst. Bajo la diáfana luz matutina, la inmensa ruina parecía un recinto prehistórico situado en un mundo aristocrático. Los ciervos del Forest seguían allí, los hombres seguían cazando; pero la carretera de portazgo que habían construido cerca de allí y la iglesia que se alzaba sobre la loma de Lyndhurst habían modificado la fisonomía del lugar desde los tiempos medievales. ¿Quién sabe si de pronto, mientras contemplaban en silencio el terraplén, no saldría una pálida gama junto la colina verde de Bolton’s Bench y echaría a correr a través del páramo?
En esto oyeron una exclamación de gozo a sus espaldas y al volverse vieron una calesa que doblaba el recodo en el sendero detrás de Bolton’s Bench. En ella iba sentado el corpulento señor Gilpin, que agitaba el sombrero alegremente. Junto a él estaba el niño de pelo rizado. Y al otro lado del niño estaba sentada Fanny Albion.
—Ah —dijo Louisa.
Entraron todos juntos en la abadía. El señor Gilpin estaba de excelente humor.
La visita que le había hecho el día anterior la señora Pride le había sorprendido, pero se había mostrado encantado de ayudar a Fanny. Convino con el ama de llaves que la señorita Albion debía salir con sus primos, sobre todo después de la forma en que se había comportado el anciano señor Albion. Pero el vicario hizo ver a la señora Pride que si el anciano persistía en sus trece, sería imposible sacar a Fanny de la casa.
Aunque la señora Pride reconoció que era cierto, aseguró al señor Gilpin:
—Hay veces que, el señor Albion duerme todo el día y no se daría cuenta de que la señorita Albion ha salido o no.
—¿Cree usted que mañana podría darse esa circunstancia? —inquirió el vicario.
—El señor se acaloró tanto esta tarde, que no me asombraría.
—Creo —comentó el señor Gilpin sonriendo a su esposa con aire divertido, cuando la señora Pride se hubo ido— que va a administrarle un narcótico.
—¿Tú crees que eso es correcto, querido? —preguntó su esposa.
—Sí —contestó el señor Gilpin.
De modo que aquella mañana había partido muy animado en su calesa ligera de dos ruedas.
De camino, el vicario se había detenido en la escuela, para recoger al chico de los Furzey. Sabía que no debía hacerlo, pero el niño poseía una inteligencia tan extraordinaria que era prácticamente imposible resistir la tentación de educarlo.
Al llegar a Albion House, el vicario había hallado al señor Albion profundamente dormido y, cayendo de nuevo en la tentación, había rogado en secreto a Dios que el sueño del anciano fuera eterno. Pero Fanny le planteó un problema mayor de lo previsto. Lo que le preocupaba no era tanto lo que significaba abandonar a su padre, sino la perspectiva de encontrarse con el señor Martell después de la humillación que según ella había tenido que soportar la víspera.
—Querida niña —le había asegurado el vicario—, no hubo ninguna humillación. Aunque su conducta fue del todo injustificada, para un hombre de su edad su padre demostró estar en excelente forma.
—Pero que el señor Martell recibiera ese trato en nuestra casa…
—Mi querida Fanny —comentó el señor Gilpin hábilmente—. El señor Martell está más que acostumbrado a que la gente le colme de halagos. El cambio sin duda debió de complacerle. Además —añadió—, no sé con certeza si sus primos habrán podido ir a Beaulieu tal como querían. De modo que quizá cuente sólo con la compañía del joven Furzey y la mía. Se lo ruego, acompáñenos, pues de camino tengo que entregar una carta.
El señor Gilpin, en esos momentos, insistió en caminar junto a los dos Totton, dejando que Fanny y el señor Martell les siguieran.
Si Fanny sentía cierta turbación debido a los hechos acaecidos la víspera, el señor Martell logró disipar esa sensación. Se tomó el incidente a broma, diciendo que jamás le habían arrojado de una casa pero que sin duda ocurriría más veces en el futuro.
—Su padre, señorita Albion, me recuerda mucho al mío, aunque, si pudiéramos enfrentarlos, como dos ancianos caballeros en una justa, creo que su padre saldría vencedor.
—Es usted muy amable, señor, pues confieso que me sentí mortificada —reconoció Fanny.
Martell reflexionó. No era la mortificación de Fanny lo que él recordaba del día anterior. Era su pálida figura avanzando a través del vestíbulo, su aire de íntima tristeza, incluso tragedia, y el deseo que había experimentado él, aunque entonces no se había percatado de ello, de protegerla. Y, sin embargo, en esos momentos Fanny, con las mejillas arreboladas tras el viaje en calesa, parecía una joven cálida y llena de vida. Dos imágenes en una sola persona, dos aspectos de un alma: resultaba muy interesante. Martell se prometió tratar de evitar que aflorara su faceta trágica.
—Ah —prosiguió él con tono jovial—, ojalá pudiéramos controlar a nuestros padres. Pero cuando su padre me miró como si quisiera fulminarme observé que tiene unos ojos espléndidos. —Martell miró a Fanny con detenimiento—. Al igual que los suyos, señorita Albion. Tiene usted los hermosos ojos de su padre.
¿Qué podía decir ella, o hacer, más que sonrojarse? Martell sonrió. Ella nunca lo había visto mostrarse tan afectuoso.
—Tengo entendido que su familia lleva mucho tiempo en el Forest —continuó Martell.
—Nosotros decimos que somos sajones, señor Martell, y que poseíamos unas tierras en el Forest antes de que llegaran los normandos.
—¡Santo cielo, señorita Albion! ¿De modo que los normandos llegamos aquí y les robamos sus propiedades? ¡No me extraña que su padre me echara de su casa!
—Creo, señor Martell —comentó Fanny riendo—, que ustedes vinieron y nos conquistaron. —Y sin querer, al decir «nos conquistaron» lo miró a los ojos.
—Ah. —Martell le devolvió la mirada, como si la idea de la conquista también le hubiese afectado, y ambos se miraron a los ojos durante varios momentos antes de que él apartara la vista con expresión pensativa.
—Las familias antiguas como nosotros —dijo con un tono de intimidad, y Fanny tuvo la sensación de que le había arrojado un cálido manto sobre los hombros—, quizá nos recreamos demasiado en el pasado. Sin embargo… —Martell miró a los Totton como queriendo decir que, aunque eran personas intachables, había ciertas cosas que un Martell o un Albion jamás podría compartir con ellos—. Creo que los vínculos que nos unen a nuestra tierra son más profundos que los que tienen otros.
—Sí —respondió Fanny suavemente. Ella opinaba lo mismo.
—¿Y bien? —Martell se volvió hacia ella en extremo desenvuelto como si se dispusiera a rodearla con el brazo—. ¿Qué somos usted y yo? ¿Unas ruinas, o somos simplemente pintorescos?
—Yo soy pintoresca, señor —contestó Fanny con firmeza—. Pero espero que no me diga que usted es una ruina.
—Le prometo —repuso él suavemente— que no lo soy.
El río Beaulieu era caudaloso; la marea había subido cuando atravesaron el puente hacia la vieja casa del guarda y el inmenso estanque a su izquierda estaba casi vacío. Cuando se aproximaron a este lodazal los juncos que crecían en torno a él les recibieron con un grato murmullo.
Aunque hacía tiempo que la abadía había caído en un estado ruinoso, seguía conservando su antiguo carácter. No estaba destruida por completo. La casa del guarda y buena parte del recinto seguían en pie. La residencia del abad había sido restaurada y ampliada para luego transformarla en una modesta casa señorial. El recinto del claustro también seguía intacto, y el gigantesco domus de los hermanos legos aún ocupaba uno de sus cuatro costados. Y si bien la práctica totalidad de la iglesia monástica había sido desmantelada, el refectorio de los monjes, situado enfrente, había sido transformado en una hermosa iglesia parroquial. La actual heredera de los Montagu apenas visitaba el lugar, pues había contraído un matrimonio tan brillante como los restantes miembros de la familia, en este caso con el descendiente de Monmouth; evidentemente, a pesar de que el desdichado hijo natural de Carlos II había sido decapitado durante la rebelión de 1685, había legado, gracias a su esposa, importantes propiedades a sus descendientes. Y éstas estaban ahora unidas a las de los Montagu. No obstante, la familia se ocupaba con afecto del lugar, y sus viejas piedras grises conservaban su ancestral aire de paz.
—Por lo visto, señor Martell —dijo Louisa volviéndose hacia él tan pronto como hubieron pasado la casa del guarda—, prefiere usted la compañía de Fanny a la nuestra —concluyó dirigiendo a Martell una curiosa mirada, como si hubiera algo un poco raro en Fanny, pero Martell sonrió y pasó por alto este comentario.
—Disfruto con su conversación tanto como con la suya —respondió amable—. ¿No desea acompañarnos?
Y así, con una dama en cada brazo, Martell se dirigió hacia el recinto. Apenas habían recorrido unos metros cuando comentó de improviso:
—Esta abadía se encuentra en un lugar muy agradable. El aire… —Martell se detuvo. Louisa lo miró sin comprender.
—Se recomienda ágil y dulcemente —continuó Fanny riendo. Y al ver que Louisa seguía sin comprender, añadió—: Es de Macbeth, la obra de Shakespeare. La leímos juntas con la señora Grockleton. Pero en el original se refiere a un castillo, no a una abadía.
—Lo había olvidado —contestó Louisa sonrojándose y frunciendo el ceño con irritación.
—Pero sin duda recuerda, señor Martell, que apenas pronuncia el rey esa frase es asesinado —apuntó Fanny—. Le aconsejo que se ande con cautela.
—Creo que estoy a salvo, señorita Albion —repuso Martell mirando a Fanny y luego a Louisa—, pues ninguna de ustedes se parece a la temible lady Macbeth.
—No me ha visto blandir un puñal —replicó Louisa con fingida ferocidad, tratando de recuperar el terreno perdido.
Fanny tenía la impresión de que en aquellos momentos Louisa le habría clavado el puñal a ella y no al señor Martell, y decidió procurar que su prima no volviera a sentirse humillada.
Por tanto, se puso en guardia cuando, al llegar a casa del abad, Martell preguntó a Louisa a qué orden pertenecían los monjes que habitaban antiguamente la abadía.
—¿Orden? —Louisa se encogió de hombros—. Eran unos monjes, simplemente. —Sin quererlo, miró a su prima.
—Yo no estoy segura —dijo Fanny midiendo sus palabras, aunque lo sabía a la perfección—. Criaban ovejas, ¿verdad, Louisa? Creo que eran cistercienses.
—En ese caso —comentó Martell, que no se había dejado engañar por el afán de Fanny de proteger a su prima—, debía de haber hermanos legos y granjas, ¿no es así?
—Sí —confirmó Fanny—. Algunos de los grandes establos que había en las granjas aún se conservan —dijo señalando hacia la granja de St. Leonards. Martell asintió, interesado.
El señor Gilpin, que se había adelantado, se detuvo para observar algunos de los árboles que los Montagu habían plantado en unas hileras rectas, acerca de los cuales expresó su rotunda desaprobación a Edward y al pequeño Furzey. De pronto, mientras esperaban a que el vicario concluyera su perorata, apareció por el sur, sobre la casa del guarda, un archibebe rojo que surcó majestuosamente el aire. Ofrecía un espectáculo tan hermoso que todos se detuvieron para contemplarlo. Sin embargo, de pronto Louisa señaló la esbelta y elegante ave zancuda y exclamó:
—¡Mirad, una gaviota!
Durante unos segundos, Martell y Fanny supusieron que Louisa debía de estar bromeando, pero al mismo tiempo comprendieron que no era así. Fanny, que se hacía cruces del comentario de Louisa, abrió la boca para decir algo, pero cambio de parecer. Ella y Martell se miraron. Luego —no pretendían hacerlo, no pudieron remediarlo— ambos se echaron a reír. Peor aún, casi sin darse cuenta de lo que hacía, al tiempo que se apartaba de Louisa para inclinarse hacia Fanny y ésta hacia él, Martell tomó a Fanny del brazo y se lo estrujó con afecto. Así pues mientras Martell y Fanny se comportaban como una pareja de enamorados que comparten una broma —no podían disimularlo—, Louisa los observó enfurecida.
—¡Señor Gilpin! —Sin duda fue una providencia que justo en ese momento les interrumpiera una voz procedente del claustro, al tiempo que aparecía una figura corriendo hacia ellos—. ¡Nos sentimos honrados!
El señor Adams, el cura de Beaulieu —en rigor era el clérigo residente, pues el hombre que detentaba oficialmente el beneficio nunca aparecía por allí—, era el hijo mayor del viejo señor Adams que dirigía el astillero en Buckler’s Hard. A diferencia de sus hermanos, que se dedicaban a los negocios, él se había educado en Oxford y posteriormente había tomado las órdenes sagradas. Después de que Gilpin lo saludara y le presentara a sus acompañantes, el afable cura se ofreció para hacerles de guía y los condujo de inmediato a las dependencias del abad.
—Por motivos que no están claros, hoy en día se llama el Palacio —les explicó el señor Adams, al tiempo que ellos admiraban las magníficas estancias con techos abovedados. Martell, siempre cortés, prestó toda su atención al clérigo, mientras Fanny se contentaba con permanecer algo rezagada junto al joven Nathaniel Furzey, quien evidentemente se consideraba su amigo.
De allí pasaron al claustro y el cura los condujo hacia el antiguo refectorio de los monjes, que en la actualidad constituía su iglesia parroquial. Como ella ya lo conocía y el pequeño Nathaniel empezaba a aburrirse, Fanny les dijo que ella y el niño esperarían fuera mientras ellos recorrían el interior. De modo que cuando ellos entraron, Fanny se encontró a solas con el niño en el claustro.
Si en la época de esplendor de la abadía, el claustro siempre había sido un lugar agradable, en su presente estado ruinoso había adquirido un encanto nuevo y especial. El muro norte, con sus arcos y sus espacios recoletos, permanecía más o menos intacto. Los otros muros, cubiertos de parras, presentaban diversos estadios de deterioro; aquí y allá se veía una pequeña arcada formada por arcos desiertos, como una mampara más allá de la cual los fundamentos de viejos edificios, todos ellos cubiertos de hierba, ofrecían una vista íntima. Así pues, los Montagu, que no tenían necesidad de construir una ruina, habían optado juiciosamente por colocar un césped y unos pequeños macizos de plantas junto a los dilapidados muros y pilares rotos, creando un delicioso jardín que invitaba a pasear por él y gozar de la amable compañía de las viejas sombras cistercienses.
Fanny dejó que Nathaniel correteara por el lugar y, después de dar una vuelta por el jardín, buscó un lugar donde sentarse. Los arcos del muro norte, que daba a las salas de estudio de los monjes, protegían de la brisa y estaban iluminados por los cálidos rayos del sol. Fanny eligió uno en el centro y se sentó en la piedra, apoyando la espalda en el muro. Era un lugar delicioso. Al otro lado del claustro, frente a ella, el elevado muro del antiguo refectorio, situado en el extremo, formaba un triángulo de piedra con el firmamento azul. Los otros estaban en el interior del refectorio, del que no emanaba el menor sonido. Nathaniel había desaparecido también. Fanny respiró profundamente y cerró los ojos durante unos momentos, sintiendo la caricia del sol en su rostro.
¿Por qué se sentía tan feliz? Fanny creía saberlo. No era tan necia, se dijo, para creer que la simpatía que el señor Martell sentía hacia ella —pues era indudable que le agradaba su compañía— conduciría a otra cosa. El señor Martell, sin lugar a dudas, podía elegir a cualquier joven en Inglaterra. Sin embargo, no dejaba de ser muy agradable notar que él admiraba lo que ella tenía que ofrecer: su familia, su inteligencia, su amable sentido del humor. Fanny no había tenido tratos con otros hombres. Pero el primero que había conocido, y uno de los mejores partidos del país, evidentemente valoraba sus cualidades y se sentía atraído por ella. Eso proporcionaba a Fanny una seguridad en sí misma que resultaba muy grata. Ése, pensó, era el motivo por el que se sentía feliz y relajada.
Ahora bien, eso no era todo. No, la satisfacción que sentía derivaba de algo más sencillo. Algo que ella había experimentado mientras caminaba y reía con el señor Martell, y que tardó algunos minutos en comprender qué era.
Se había sentido muy a gusto en presencia de él. Ésa era la respuesta. Nunca se había sentido tan cómoda. Le procuraba una extraña sensación de ligereza. En aquellos momentos, Fanny había tenido la impresión de penetrar en un mundo en el que no existía el dolor.
Fanny sonrió para sus adentros y, sin ningún motivo especial, sacó el crucifijo que solía llevar y palpó las tenues líneas de la madera tallada. Permaneció sentada unos minutos disfrutando de la paz que le ofrecía aquel lugar.
Al cabo de un rato regresó Nathaniel y se sentó alegremente junto a ella.
—¿Qué es eso? —preguntó al observar el pequeño crucifijo de cedro.
—Un crucifijo. Me lo dio mi abuela. Es muy antiguo, según creo.
El chico lo examinó y asintió con expresión solemne.
—Parece antiguo —comentó mientras se inclinaba hacia atrás y buscaba una postura más cómoda. Luego recorrió el claustro con la mirada—. ¿Le gusta este lugar? —preguntó, y cuando Fanny respondió afirmativamente, añadió—: A mí también me gusta.
Permanecieron otro par de minutos sentados tranquilamente hasta que de pronto Nathaniel señaló algo en el muro, detrás de Fanny, y ésta se volvió. Durante unos instantes, Fanny no atinó a ver lo que indicaba el chico, pero luego observó que se trataba de una letra «A» que alguien había grabado en la piedra. Era muy pequeña, trazada pulcramente, y parecía gótica, como si la hubiera grabado un monje hacía mucho tiempo. Fanny sonrió. Una letra «A» grabada en la piedra, un pequeño documento de una vida, enterrada bajo tierra.
—Qué sorpresa se llevaría el monje que la grabó —suponiendo que fuera un monje— si nos viera sentados en estos momentos en su claustro —comentó Fanny—. Una sorpresa que seguramente le disgustaría.
Sí, era una lástima que el hermano Adam no pudiera aparecer para asegurar a sus descendientes que, por el contrario, se sentía muy complacido.
Al cabo de unos momentos apareció el señor Gilpin para decirles que iban a inspeccionar la fábrica de cabos y luego se dirigirían al astillero de Buckler’s Hard.
El gigantesco árbol avanzó muy despacio. Lentamente, los sesenta poderosos caballos de tiro, enganchados uno detrás de otro, tiraron de las cadenas al tiempo que el enorme carro avanzaba a trompicones y crujía cargado con el pesado árbol. Transportaban un roble del bosque hasta el mar.
Puckle suspiró. ¿Qué había hecho?
No se había equivocado, el día en que se había topado con Grockleton, al calcular el valor del gigantesco roble que crecía junto a la piedra de El Rufo. Normalmente, los árboles los talaban en invierno y los transportaban en verano, cuando el terreno estaba duro. Así, mientras su hermano que había sido podado viviría uno o dos siglos más, este espléndido vástago del antiguo y milagroso roble había sentido las afiladas hachas clavarse en sus costados, y avanzar a través de la madera de doscientos años de antigüedad hasta alcanzar su corazón; al final había caído, cerca del lugar donde se alzaba su vetusto y mágico padre, desplomándose sobre el musgo y las hojas que tapizaban el suelo del bosque. A continuación, los leñadores se habían afanado con sus sierras y sus hachas.
Un roble derribado consistía en tres secciones. En primer lugar, las ramas más grandes, que no eran aprovechables en el astillero, y eran desmochadas junto con las ramitas más pequeñas, que eran utilizadas como leña. Luego estaba la sección principal del árbol, el poderoso tronco, el cual cortaban en gigantescos pedazos y lo empleaban en el esqueleto del buque, y por último estaban los importantes nudos del tronco, conocidos como «rodillas», de los que brotaban las ramas, los cuales formaban los ángulos de sujeción en el interior del barco. Había una cuarta sección, la corteza, que algunos tratantes en madera arrancaban y vendían a los curtidores. Pero el señor Adams jamás permitía que hicieran eso, de modo que los grandes robles que llegaban a Buckler’s Hard llegaban con la corteza.
En esos momentos, debidamente encadenado y apuntalado, la sección principal del gigantesco tronco, con el extremo más ancho en primer término, era acarreado a través del Forest hasta el astillero, donde sería curado por espacio de uno o dos años antes de utilizarlo. Para construir la proa y la popa de un buque, se precisaba un árbol con un diámetro de tres metros como mínimo. Un árbol de la envergadura de este roble proporcionaría unas cuatro toneladas de madera. Un buque de guerra requería más de dos mil toneladas, aproximadamente unas veinte hectáreas de robles. Por consiguiente, las hachas de los leñadores no cesaban nunca, talando un árbol tras otro, mientras los vetustos y gigantescos robles caían cuan largos eran y la infinita reserva de madera avanzaba hacia el mar como riachuelos que fluían a través del Forest.
El árbol había llegado al término de su viaje por tierra y Puckle, que caminaba junto al caballo que encabezaba la comitiva, contempló Buckler’s Hard a sus pies.
¿Qué había hecho? Por algún motivo, aquella precisa mañana se había percatado de la magnitud de su acción, golpeándole como una ola. Al contemplar las dos pequeñas hileras de viviendas de ladrillo rojo construidas en terraplén, sintió ganas de romper a llorar. Tendría que dejar esto: todo cuanto más amaba.
Buckler’s Hard se había convertido en su hogar. ¿Cuántos años llevaba trabajando en los barcos de madera? ¿Cuántos años hacía que bajaba al río, al apacible lugar donde amarraban los lugres que transportaban los barriles de buen coñac, para acarrear la valiosa mercancía hasta el taller del zapatero remendón en Buckler’s Hard, de cuya bodega secreta salía el licor que, botella a botella, era transportado discretamente a las mansiones situadas en la parte oriental del Forest? ¿Cuántas veces se había cruzado en el astillero con el señor Adams, su patrono, o cualquiera de sus amigos —o incluso el joven señor Adams, el cura de Beaulieu—, a una hora intempestiva sin que nadie reparara en él?
La norma del señor Adams era muy simple. No veía nada. En Buckler’s Hard no desembarcaba ningún cargamento de contrabando. Si el taller del zapatero remendón contenía una bodega, las mercancías llegaban y partían al anochecer. Si una botella del mejor coñac llegaba a su casa, el señor Adams jamás preguntaba cómo. Y en tanto se cumplieran esos requerimientos, era asombroso la de cosas que el señor Adams no veía. Cada vez que Puckle se presentaba tarde después de que hubiera arribado un cargamento importante en el otro lado del Forest —a veces no aparecía en todo el día—, el señor Adams habría jurado invariablemente que había estado trabajando todo el día en el astillero y le pagaba el jornal convenido.
Puckle, el hombre de confianza; Puckle entre amigos; Puckle en el Forest. ¿Cómo iba a marcharse de allí?
Había pensado en ello, desde luego, incluso se había convencido de que conseguiría salirse del apuro. Pero era inútil. Algunas cosas tienen solución, pero ésta no. No habría perdón para él. Quizá pasaran semanas, o incluso meses, pero al fin pagaría el precio.
Ojalá pudiera negarse a hacerlo. Pero ¿cómo? Ante sus ojos apareció la imagen de la mano semejante a una garra de Grockleton y el astuto rostro de Seagull. No, era demasiado tarde. No podía negarse. Puckle se apartó del equipo de hombres que acarreaban el roble, cuando otros se acercaron para relevarlos, y se dirigió hacia la grada. Siempre se sentía mejor cuando estaba trabajando en un barco.
Poco antes de llegar al embarcadero, observó que el señor Adams se hallaba de pie a la puerta de su casa, conversando con un grupo de visitantes.
Aunque dos de sus hijos estaban presentes, fue el viejo señor Adams quien fascinó a Fanny. Con su rostro duro como el pedernal, su anticuada peluca blanca y su forma de caminar rígida y envarada, a sus ochenta y tantos años seguía desplazándose a Londres a fin de conseguir contratos para los buques navales que construían en su astillero. Aunque era evidente que no le complacía haber sido interrumpido por los visitantes, les mostró cortésmente las instalaciones.
Pero no menos interesante, como no tardó en comprobar Fanny, era el sutil cambio que se había operado en el señor Martell. Ella le había visto como un orgulloso aristócrata, un hombre instruido y —no podía por menos de reconocerlo— un compañero y sin duda un amante encantador. No obstante, mientras Martell recorría el astillero con el anciano señor Adams, ella se fijó en algo más. Debido a su elevada estatura, tenía que inclinar el torso ligeramente a fin de captar lo que le decía el armador; formuló preguntas incisivas, a las que el anciano respondió con evidente respeto. Su hermoso y solemne rostro dejaba entrever una profunda concentración y dureza. Era el semblante del poderoso terrateniente, el caballero normando que conocía el terreno que pisaba y exigía que le obedecieran. Mientras le observaba, Fanny sintió que un pequeño escalofrío le recorría el cuerpo, lo cual la sorprendió. No se había percatado de que Martell poseyera semejante poder.
La construcción de un buque apto para surcar los mares constituía, a fines del siglo XVIII, una hazaña extraordinaria. Al igual que muchas industrias en esa época, era una operación de carácter rural, a pequeña escala y hecha a mano. Pero el pequeño astillero situado en los límites del Forest era muy productivo: aparte de numerosos barcos mercantes, más de una décima parte de todos los nuevos buques de guerra salían del astillero a orillas del Beaulieu.
En primer lugar, el señor Adams los condujo a un inmenso edificio de madera semejante a un establo situado más arriba de las gradas, donde les mostró un espacio alargado en el que habían trazado unos esquemas en el suelo.
—Lo llamamos el taller de moldes —les explicó—. Trazamos los diseños a escala en el suelo; luego confeccionamos los moldes de madera para verificar la forma de cada centímetro del buque a medida que lo construimos.
A continuación, los condujo hasta un gigantesco aserradero. Dos hombres trabajaban en una sección de un tronco, que aserraban con una sierra descomunal; el hombre que sostenía el extremo superior del tronco estaba encaramado sobre él, y el que sujetaba el otro extremo se hallaba dentro del aserradero.
—El operario que está sobre el tronco es el jefe. Se encarga de guiar la sierra —les explicó el señor Adams—. El hombre que está en el suelo es su ayudante. Hace el trabajo más duro, pues es quien tira de la sierra.
—¿Por qué el hombre que está en el aserradero luce un sombrero tan grande? —preguntó Louisa.
—Enseguida lo verá —repuso el señor Adams torciendo el gesto. Y cuando la gigantesca sierra se deslizó hacia abajo y una cascada de serrín cayó sobre el pobre hombre, comprendieron el motivo.
Inspirado por la severa y práctica mentalidad del aristócrata que caminaba a su lado, el señor Adams empezaba a mostrarse afable. Los condujo a diversos lugares de las dependencias donde unos hombres trabajaban solos en determinados proyectos. Uno daba forma a un enorme timón con una gubia y un martillo; otro practicaba unos orificios en un madero con un instrumento semejante a un voluminoso sacacorchos con dos asas.
—Después de practicar un orificio con el taladro —explicó el armador—, introduce por él uno de estos clavos de madera —añadió tomando un perno de madera tan largo como su brazo—. Los fabricamos aquí. Siempre utilizamos la misma madera para el clavo que para el madero que debe asegurar, de lo contrario se afloja y el barco se pudre. Algunos clavos son aún más grandes.
—¿No utilizan clavos de hierro en el barco? —inquirió Edward.
—Sí. —De pronto dio la impresión de que al anciano se le acababa de ocurrir una idea—. Tengo entendido que han pasado por el taller de cabos que está en Beaulieu, ¿no es así? Pues bien, antaño los monjes construyeron en Sowley un enorme estanque de peces. Que ahora constituye una fundición. Nuestros clavos provienen de ella —apostilló el anciano sonriendo—. De modo que incluso un monasterio —era evidente que quería decir «algo tan inútil y papista como un monasterio»— puede transformarse, con el tiempo, en algo práctico. —Y, claramente satisfecho de esta reflexión, el señor Adams los condujo hacia el río.
En las gradas había tres barcos de diferentes tamaños y en distintas fases de construcción.
Martell los contempló admirado.
—Deduzco que construye un barco de menor tamaño junto a uno más grande por motivos de economía —comentó.
—Justamente, señor. Ha acertado usted —respondió el señor Adams—. En el barco de mayor envergadura —les explicó—, utilizamos las tablas más grandes y en el más reducido las más pequeñas, pero todas provienen del mismo árbol. No obstante —comentó dirigiéndose a Martell—, desperdiciamos una gran cantidad de madera, ya que sólo la parte interior del tronco posee la suficiente dureza para ser utilizada. Vendemos lo que podemos, pero… —Era evidente que cualquier tipo de desperdicio enojaba al armador.
—¿Todos los robles provienen de New Forest? —preguntó Fanny.
—No, señorita Albion. Éste —dijo el anciano indicando el Forest circundante— es nuestro almacén de madera. Pero aún vamos más lejos. Los barcos no los construimos sólo con madera de roble. La quilla es de olmo, las tablas de los muros son de haya. Para los mástiles y las vergas usamos madera de abeto. Acompáñenme.
En la grada más grande contemplaron un imponente buque de guerra prácticamente dispuesto para su botadura.
—Ése es el Cerberus —declaró el señor Adams—. Treinta y dos cañones, casi ochocientas toneladas. Los grandes buques de guerra miden sólo doce metros más de eslora, aunque su tonelaje es el doble. Lo botaremos en septiembre y lo remolcaremos a lo largo de la costa hasta el astillero de Portsmouth, donde será equipado. El barco de menor tamaño que hemos empezado a construir junto a él es un barco mercante, destinado al comercio con las Indias Occidentales. Estará terminado el año que viene. La pequeña embarcación que está en la tercera grada es una gabarra para la marina. Como ven, acabamos de instalar la quilla, y en cuanto al barco mercante hemos completado todo el esqueleto.
—¿Construyen también los grandes buques de guerra? —inquirió Fanny.
—Sí, señorita Albion, pero muy de vez en cuando. El más grande que construimos fue el Illustrious, hace cinco años. Un monstruo de setenta y cuatro cañones. El mejor barco que en mi opinión hemos construido era un buque de ochenta y cuatro cañones llamado Agamemnon. —El anciano sonrió—. Los marineros lo llaman el «Am an’ Eggs»[1]
—¿Se interesan por la suerte de los barcos una vez que abandonan el astillero?
—Tratamos de hacerlo. El Agamemnon, por ejemplo, ha pasado a manos de un nuevo comandante. Un capitán llamado Horacio Nelson. —El anciano se encogió de hombros—. Confieso que nunca había oído hablar de él. —Echó un vistazo a su alrededor. Los otros tampoco habían oído hablar de él—. Bien —continuó—, ¿les gustaría ver el Cerberus?
Puckle se hallaba en el entrepuentes, solo. Hacía unos momentos había percibido el sonido de unos martillazos mientras los hombres clavaban las últimas tablas de la cubierta; pero de pronto el sonido había cesado y el barco se había sumido en el silencio.
Qué aspecto tan cavernoso tenía en aquel silencio sepulcral, mientras la luz penetraba a través de los rectángulos vacíos de las portas para los cañones. En el entrepuentes no había nada excepto algún que otro puntal: no había tabiques, cañones, material de galera, coyes, cabos ni barricas.
Todos los elementos del buque, parte del esqueleto, lo instalarían en Portsmouth. Lo único que veía Puckle era madera: la cubierta de madera, los muros de madera, extendiéndose a lo largo de varios centenares de palmos, el grano de la madera visible bajo la luz mortecina, el olor de las tablas y el hedor de la brea que utilizaban para sellarlas, que hería su olfato; y en las esquinas, donde los cabeceros de cubierta se unían al casco, los soportes de ángulo confeccionados con nudos de roble como si la cubierta superior no estuviera hecha de tablas, sino que constituía una bóveda de ramas que formaba unas capas naturales dentro del eco silencio del barco.
En esto oyó unas pisadas y el señor Adams bajó por la escala desde cubierta acompañado por un grupo de invitados.
Qué aspecto tan curioso tenía ese individuo, pensó Martell, con la espalda encorvada, una hirsuta pelambrera castaña y un rostro como de roble. Todos bajaron por la escala uno tras otro y lo observaron con curiosidad.
El último en bajar fue el señor Adams, quien le saludó con una breve inclinación de cabeza.
—Este hombre se llama Puckle —les dijo—. Lleva quince años con nosotros.
—Diecisiete, señor —le corrigió Puckle.
—Puckle —dijo Edward riendo—. Qué nombre tan gracioso.
—Es un apellido del Forest muy respetable —se apresuró a aclarar Fanny, lamentando la grosería de su primo—. Los Puckle llevan en el Forest tanto tiempo como los Albion. Casi todos viven en Burley, ¿verdad? —preguntó a Puckle sonriendo afablemente.
—Así es. —Puckle sabía quién era la chica Albion y le caía bien. Pertenecía al Forest.
Los Totton seguían observando a Puckle con aire divertido, como si fuera un fenómeno de feria. Martell echó una ojeada a su alrededor, tomando nota de la forma en que se unía la cubierta y el casco. El señor Gilpin se mostraba meditabundo.
—Aquí abajo… —Fanny titubeó porque no estaba segura de cómo expresarlo—. Produce una sensación extraña. —Miró a los otros, que no parecían muy interesados, y luego se volvió hacia el hombre del Forest—. ¿Usted no lo ha notado? —inquirió al tiempo que oía a Louisa emitir una irritante risita a sus espaldas.
Comoquiera que él había notado la misma sensación y la chica le caía bien, Puckle trató, por primera vez en su vida, de expresar con palabras una idea compleja.
—Son los árboles —dijo, mientras indicaba el casco del buque haciendo un gesto con la cabeza. Se detuvo unos momentos, tratando de dar con las palabras adecuadas—. Cuando desaparecemos, señorita, apenas queda nada. Uno o dos años después del entierro, ya no existimos.
—Pero poseemos un alma inmortal, hombre —intervino Gilpin despertándose de improviso de su ensueño—. No lo olvide.
—No lo olvidaré, vicario —respondió Puckle educadamente aunque sin mucha convicción—. Pero los árboles —dijo dirigiéndose a Fanny—, que no tienen alma, cuando los talan consiguen otra vida —declaró señalando a su alrededor—. A veces, aquí abajo —añadió con sencillez, pero también con una profunda percepción de ese misterioso fenómeno—, tengo la sensación de estar dentro de un árbol. —Puckle sonrió a Fanny, aunque con cierta turbación—. Es curioso. O estúpido, quizá; pero un hombre como yo no sabe mucho.
—No me parece estúpido —repuso Fanny con tono afectuoso. Pero no pudo continuar, pues el señor Gilpin le indicó con una discreta tos que el señor Adams y él estaban cansados del tema y al cabo de unos momentos Fanny salió de nuevo al soleado exterior.
—¡Qué curioso! —exclamó Louisa echándose a reír—. ¡Ese hombre es igualito que un árbol! ¿No cree, señor Martell?
—Quizá —respondió éste sonriendo.
—Pues a mí me gustó lo que dijo —afirmó Fanny volviéndose hacia el terrateniente confiando en que compartiera su opinión.
—Estoy de acuerdo, señorita Albion —dijo éste—. Su teología quizá deje bastante que desear, pero estos campesinos poseen una sabiduría natural.
—Cuesta creer que ese hombre sea de carne y hueso —comentó Louisa—. Parece un duende o un gnomo. Estoy segura de que vive bajo tierra.
—Como cristiano, no puedo estar de acuerdo —replicó Martell riendo—, pero comprendo a qué se refiere, señorita Totton.
Había llegado el momento de marcharse. Los Totton y el señor Martell tomarían el sendero que conducía a Lymington a través de Sowley; el señor Gilpin expresó el deseo de tomar otro camino que los conduciría a través del páramo hacia el vado situado más arriba de Albion House.
Antes de partir, el señor Martell se acercó a Fanny.
—Dentro de poco concluirá mi estancia aquí, señorita Albion —dijo en voz baja—, pero espero volver. Confío en que a mi regreso la encuentre todavía aquí y pueda ir a visitarla.
—Desde luego, señor Martell. Aunque me temo que no puedo responder por mi padre.
—Le aseguro, señorita Albion —contestó Martell mirándola a los ojos—, que estoy dispuesto a afrontar su ira.
Fanny inclinó la cabeza para ocultar su satisfacción.
—En ese caso no deje de venir, señor —repuso suavemente.
Al cabo de unos minutos, acompañada por el señor Gilpin y con el joven Nathaniel que iba sentado junto a ella, Fanny atravesó el ancho páramo a bordo de la calesa con el corazón tan rebosante de alegría que sintió deseos de cantar mientras la brisa le acariciaba el rostro.
Después de que los visitantes se fueran, Puckle permaneció un rato en las entrañas del barco. Aunque detestaba a los Totton, se alegraba de haber hablado con la señorita Fanny Albion. Había algo en sus ojos azules que le gustaba. Pero cuando ésta partió y él observó con tristeza el gigantesco espacio de madera que había a su alrededor, los pensamientos que le habían inquietado retornaron con mayor insistencia que antes.
Dentro de unos meses la señorita Albion seguiría aquí, en el Forest. Pero ¿dónde estaría él? ¿Vagando a la deriva?
¿Qué había hecho? ¿Qué podía hacer para remediarlo?
La calesa se detuvo frente a Albion House y el señor Gilpin ayudó a Fanny a apearse. Cuando la acompañaba hasta la puerta se volvió hacia ella y comentó con naturalidad:
—A propósito, hay algo de lo que quiero hablarle, Fanny. ¿Recuerda que hablamos de su abuela y de su matrimonio?
—Desde luego —respondió ella sonriendo—. Dijimos que lo investigaríamos, ¿no es así?
—En efecto. Y hace un rato, cuando examinaba el registro de la parroquia de Lymington, me tomé la libertad de ver si podía encontrar algo al respecto.
—¿Y lo ha encontrado? —preguntó Fanny con impaciencia.
—Sí, eso creo. —El vicario se detuvo—. Quizá la sorprenda, o incluso le disguste.
—Explíquese.
—Por supuesto, esos parentescos son muy comunes en una familia, especialmente en la línea materna. Completamente normales. Aunque no lo crea.
—Le ruego que me cuente lo que averiguó, señor Gilpin,
—Por lo visto, el señor Totton, el padre de su madre, Fanny, se casó por segunda vez con una señorita Seagull, de Lymington. Como sin duda sabe, la familia es muy conocida en la población.
—¿Mi abuela, la anciana que me entregó esto —repuso Fanny palpando el crucifijo de madera que llevaba colgado del cuello—, se llamaba Seagull de soltera?
—Sí.
—Ah. De modo que no provenía de una familia aristocrática. Ni siquiera respetable.
—Estoy seguro de que era una joven respetable, Fanny. De lo contrario el abuelo de usted, el señor Totton, jamás se habría casado con ella.
—¿Supone usted que Edward y Louisa lo saben? —inquirió Fanny arrugando el ceño.
Gilpin sonrió con ironía.
—Siempre he sospechado que los Totton se alegraban de estar emparentados con los Albion. Es lo único que les importa.
—Tal vez los Seagull…
—De eso hace mucho tiempo, Fanny. Creo que podemos dar por sentado que nadie salvo nosotros lo sabe. No es algo de lo que usted deba avergonzarse, hija mía, se lo aseguro.
Era la primera vez que Fanny oía decir una mentira al señor Gilpin.
—¿Qué debo hacer?
—Nada. Se lo he contado…
—Para ahorrarme el sofoco de averiguarlo por mi cuenta, quizá delante de un administrador parroquial curioso. —Fanny asintió con la cabeza—. Gracias, señor Gilpin.
—No piense más en ello, Fanny. No tiene importancia.
—Seguiré su consejo. Adiós. Y gracias por haberme llevado a Beaulieu.
Fanny no entró enseguida en casa, sino que observó la calesa hasta que dobló un recodo en el camino. Luego se dirigió a un banco situado debajo de uno de los árboles y se sentó, para reflexionar un rato sobre lo que acababa de averiguar. Fanny se preguntó qué pensaría el señor Martell, cuyo aristocrático escudo no tenía una mancha, sobre el hecho de que ella estuviera emparentada, estrechamente, con los vulgares Seagull de Lymington.
—Tengo fundadas esperanzas —dijo la señora Grockleton mucho antes de que concluyera el verano— para creer que nuestra situación no tardará en mejorar. Es más, creo poder afirmar, señor Grockleton, que nunca me he sentido tan dichosa. —Esta afirmación causó cierta inquietud a su esposo, pues la dicha de la señora Grockleton constituía un espectáculo realmente temible—. Y pensar —continuó la buena mujer, que sobre esas cuestiones no se andaba con tapujos— que debemos dar las gracias a Louisa, una joven muy inteligente.
Como el señor Grockleton no tenía ni la más remota idea de por qué debía darle las gracias a Louisa Totton, pero era demasiado prudente para confesarlo, miró a su esposa con una expresión interrogante que al mismo tiempo indicaba que estaba de acuerdo, y ella prosiguió al cabo de unos instantes:
—Tengo para mí que fue Louisa quien consiguió que el señor Martell se interesara por Lymington. Al parecer ha hablado con sir Harry Burrard sobre presentarse como candidato al Parlamento.
—Quizá no se deba a Louisa —observó el señor Grockleton.
—Sí, sí, querido. Te lo aseguro. Y para más prueba, el señor Martell ha invitado a Louisa y a Edward a visitarlo en Dorset. Parten la semana que viene. ¡Qué te parece! Te aseguro, señor Grockleton, que está decidido a casarse con ella.
—No tiene nada de extraño que los haya invitado, teniendo en cuenta que él se alojó en casa de los Totton —comentó el funcionario aduanero.
—¡Qué obtuso eres para estas cosas, señor Grockleton! —exclamó su esposa—. Pero yo las veo con toda claridad. ¿No comprendes lo que esto significa para nosotros?
—¿Para nosotros, señora Grockleton? La verdad es que no.
—¡Significa todo, señor Grockleton! ¡Nuestra querida Louisa, mi protegida favorita, mi alumna más aventajada, casada con un miembro del Parlamento y un ilustre hacendado, y relacionada con los Burrard!
—¿Y los Albion?
—¿Los Albion? —La señora Grockleton miró perpleja a su esposo—. No entiendo qué tienen que ver los Albion en esto. Son dos ancianos y…
—Fanny.
—Fanny, desde luego. Pobre chica. Pero no te vayas por la tangente. Fanny no pinta nada en esto. Teniendo como amigos a Louisa y al señor Martell, te aseguro que no tardaremos en entrar en casa de los Burrard. Todo se desarrollará —añadió la señora Grockleton sonriendo— del modo más natural. —La buena mujer pensó en esa perspectiva como un explorador que por fin avista una tierra fabulosa—. La próxima vez que el señor Martell venga a Lymington —dijo con aire pensativo—, organizaré ese baile y estoy convencida de que los Burrard asistirán.
—Pues será mejor que venga en otoño —murmuró el funcionario aduanero, pero su esposa no le oyó.
Y aunque le hubiera oído, la señora Grockleton no podía saber a qué se refería su esposo con ese misterioso comentario; ni él deseaba que lo supiera. Pero fue precisamente ese misterioso comentario lo que le llevó a plantear una cuestión que venía preocupándole desde hacía tiempo.
—¿Se te ha ocurrido alguna vez, señora Grockleton, que quizá decidamos algún día marcharnos de Lymington?
—¿Marcharnos de Lymington? —Su esposa se volvió hacia él y parecía como si sus ojos tardaran unos instantes en enfocarle—. ¿Marcharnos?
—Es una posibilidad.
—Pero nunca trasladan a los funcionarios de aduanas, señor Grockleton. Te quedarás aquí siempre.
Era cierto, desde luego. Un cargo como el suyo no admitía la posibilidad de ser ascendido o trasladado. Uno lo ocupaba hasta la muerte.
—Cierto, querida. Pero quizá decidamos mudarnos.
—Esa posibilidad no existe, señor Grockleton.
—¿Y si —repuso su marido andándose con pies de plomo—, aunque no puedo asegurártelo, pero y si nos tocara una gran cantidad de dinero?
—¿Y de dónde iba a salir ese dinero, señor Grockleton?
—¿Te he hablado alguna vez de mi primo Balthazar, querida? —La pregunta era un tanto engañosa, pues el funcionario se había inventado ese pariente suyo el día anterior.
—No lo creo. No, estoy segura de ello. Qué nombre tan extraordinario.
—No si fueras hijo de una holandesa —repuso el señor Grockleton con calma—. Mi primo Balthazar hizo una gran fortuna en las Indias Orientales y se retiró en el norte, donde vive completamente solo. No tiene hijos. Creo que yo soy su único pariente. Y como tengo entendido que sufre una enfermedad de la que probablemente no se recupere, es posible que su fortuna pase a mí.
—Pero ¿cómo es que nunca me hablaste de él? Debes ir a verlo de inmediato.
—No me parece oportuno. Mi primo sentía una profunda antipatía hacia mi padre, aunque cuando yo era niño siempre me trató con amabilidad. Le escribí hace un año. Él me respondió, en un tono bastante afectuoso, pero decía sin rodeos que no deseaba recibir visitantes. Su enfermedad, según sospecho, le ha causado una deformidad. Si muere y me recuerda en su testamento, como he dicho, nuestras circunstancias cambiarán radicalmente y yo podré jubilarme.
El señor Grockleton observó a su esposa con atención, sintiéndose satisfecho de sí mismo. Estaba claro que ella le creía; y era importante que lo creyera. Pues la última parte de este comentario era totalmente cierta.
La entrevista que había mantenido con Puckle le había decidido. Al observar el terror que sentía el campesino —sin duda fundado—, él no había podido por menos de pensar en lo que los contrabandistas del bosque harían también con él después de la gran redada. Tal vez se mostraran acobardados; o respetuosos; o quizás hundidos. Pero no era tan necio como para apostar en ello. No, lo más seguro era que, al cabo de unos días o unas semanas, le tendieran una emboscada y le descerrajaran un tiro en la cabeza por haberles causado tantos contratiempos. ¿Estaba él dispuesto a esperar que eso ocurriera? Bien mirado, no. Era lo bastante valiente para plantar cara a los contrabandistas, pero si ganaba y conseguía una pequeña fortuna con este asunto, haría lo que pensaba hacer Puckle. Tomaría su dinero y se largaría de aquí, se retiraría en otro lugar. Nadie podría reprochárselo, y si lo hacían a él le importaba francamente un comino.
Como no podía contarle a su esposa la verdad, pues era incapaz de mantener el secreto, se le había ocurrido sacarse de la manga a su primo Balthazar y el legado a fin de prepararla para un posible cambio en sus circunstancias. El funcionario escudriñó con interés el rostro de su esposa; y después de reflexionar unos minutos ésta sonrió.
—Pero mi querido esposo, suponiendo que se produjera esta feliz circunstancia y consiguieras una fortuna, no habría motivo alguno para abandonar Lymington. Podríamos vivir aquí, gastando tan sólo un poco más de dinero, te lo aseguro, más que holgadamente. Imagino.
Era evidente que las perspectivas de futuros bailes, a los que asistirían los Burrard, los Martell, incluso personalidades regias, desfilaban por su mente uno tras otro, como cisnes aterrizando sobre un lago.
—Ah. —Eso no era lo que él pretendía—. Pero piensa en los lugares que podríamos elegir para vivir. Incluso —añadió arteramente— podríamos instalarnos en Bath.
—¿Bath? No deseo vivir en Bath.
—Pero señora Grockleton —repuso él mirándola asombrado—, si estás siempre hablando de Bath. Sin duda…
—No, no, señor Grockleton —le interrumpió ella—. Hablo de Bath como modelo para Lymington, pero no tengo el menor deseo de vivir allí. Bath ya está ocupada. Al margen de la cuantía de nuestra fortuna, allí no seríamos nadie. Mientras que aquí, con nuestros numerosos y estimados amigos…
—Los amigos que tenemos aquí —observó el funcionario con tono quedo—, quizá no sean tan leales como supones.
—Son tan leales —replicó ella en uno de sus feroces y desconcertantes arrebatos de realismo— como los que tú y yo podamos tener en cualquier lugar.
—En todo caso, querida —dijo él con tono conciliador—, no es necesario tomar ahora mismo una decisión al respecto, pues quizá mi primo Balthazar no deje nada en su testamento.
Sin embargo, si el funcionario creyó que con esto zanjaría el asunto, estaba muy equivocado, pues su esposa estaba indignada.
—Estoy decidida a quedarme aquí, señor Grockleton —contestó ella con una firmeza que hizo que al funcionario se le encogiera el corazón—. Por completo. —Ella lo miró con aire solemne—. No me moveré de aquí.
Durante una fracción de segundo, el señor Grockleton se imaginó a solas con su fortuna en Londres, sin la señora Grockleton, y en su rostro se pintó una expresión esperanzada. Pero enseguida mudó de expresión.
—Lo que tú quieras, querida —respondió, y se dispuso a ir a su oficina en el edificio de aduanas—. ¿De veras crees —preguntó para cambiar de tema— que el señor Martell está enamorado de Louisa Totton?
—Los vi juntos en la calle Mayor la víspera de que él partiera —respondió su mujer—, y observé la forma en que la trataba. Esa chica le gusta mucho. Y ella está decidida a casarse con él, tenlo por seguro. Es una joven inteligente y con carácter.
—¿Piensas que las mujeres con carácter siempre consiguen lo que quieren? —preguntó él con sincera curiosidad.
—Sí, señor Grockleton —respondió su esposa con tono quedo—. Siempre lo consiguen.
No era fácil pillar a Isaac Seagull por sorpresa.
Lucía un grato sol agosteño sobre la calle Mayor. Como de costumbre, él se hallaba junto a la entrada del Angel Inn, observando la escena. Había un motivo muy concreto por el que al señor Seagull le gustaba situarse en ese lugar, que no tenía nada que ver con la escena que se desarrollaba ante él. Le gustaba estar allí no debido a lo que contemplaba ante sus ojos, él, sino a lo que yacía bajo sus pies.
Un túnel. Se extendía desde el Angel, a través de la calle hasta un hostal más pequeño situado en frente. Luego discurría cuesta abajo hasta el río. Allí había otros túneles y cámaras que arrancaban del mismo. Por este sistema, como sabía Seagull, podía trasladar las mercancías de sus barcos y escondites repartidos por todo Lymington sin temor a que alguien le viera. Por tanto, cuando se plantaba en ese lugar y daba unos golpecitos en el suelo con el pie, se sentía como el amo de un antiguo laberinto repleto de tesoros secretos.
Los túneles de Lymington no tenían nada de particular. La mayoría de las poblaciones costeras del sur de Inglaterra disponían de túneles. En Christchurch había un complejo laberinto centrado sobre la vieja iglesia del priorato. Hasta en algunas aldeas que distaban cincuenta kilómetros de la costa, situadas en las colinas cretácicas cerca de Sarum, con frecuencia había unos túneles para ocultar contrabando. En una época en que los recaudadores de impuestos no podían hacer nada contra el negocio de los contrabandistas, algunos de estos sistemas reflejaban la afición del ser humano por los pasadizos y escondites subterráneos más que una auténtica necesidad.
Isaac Seagull pensaba tranquilamente en sus planes para los próximos meses y el provecho que podría sacarles a estos túneles cuando de pronto observó, con el rabillo del ojo, que la señorita Albion se dirigía paseando hacia él, protegida por una sombrilla. No se mostró sorprendido hasta que la joven se detuvo frente a él y le preguntó si podían hablar. Según le dijo, deseaba comentar con él un asunto privado.
Como dentro del hostal no había ningún lugar muy privado, Seagull la condujo a través del patio hasta un pequeño jardín situado en la parte posterior. Allí no había nadie más que ellos.
La señorita Albion cerró la sombrilla, lo miró con una extraña sonrisa y unos ojos azules extraordinarios, y preguntó:
—¿Es usted primo mío, señor Seagull?
Lo cual lo dejó patidifuso.
Había tardado mucho tiempo en decidirse a hablar con él. Desde que el señor Gilpin le había revelado lo que había descubierto en el registro de la parroquia, ella no había dejado de pensar en el asunto. Había preguntado a su padre y a su tía, después de que ésta regresara de atender a su amiga enferma en Winchester, si sabían algo sobre la familia de su madre. Por lo que ellos sabían era una Totton, un apellido muy respetable, y se había casado con un Albion, que era lo único importante, y punto. A Fanny no le apetecía ir a examinar el registro de la parroquia por su cuenta. Como mínimo, si deseaba averiguar algo más sobre los parientes de su madre, se enfrentaría a un proceso largo y tedioso. Lo más sensato, sin duda, era seguir el consejo del señor Gilpin y olvidarse del asunto.
Y eso fue lo que ella había tratado de hacer. Con la tía Adelaide de regreso, todos los esquemas de su vida habían vuelto tranquilamente a la normalidad. Visitaba de vez en cuando a sus primos los Totton, mostraba sus dibujos al señor Gilpin para obtener su aprobación y confiaba en su fuero interno que si un día el señor Martell regresaba a la región e iba a visitarla en Albion House, su tía se aseguraría de que esta vez se le dispensara un recibimiento más grato.
Aun así no podía olvidar el asunto. No del todo. Ni ella misma se lo explicaba. Quizás era porque había despertado su curiosidad, o porque quería conocer más cosas sobre la madre que había perdido. Pero a fuer de ser sincera consigo misma, había algo más y la verdad no resultaba cómoda.
Si estaba realmente emparentada con esa gente, pensaba, lo cierto es que se avergonzaba de ello. Temía aceptar que pertenecían a su familia. ¿Cómo podrá justificar esta cobardía?
Así, preocupada y picada por la curiosidad, Fanny pensó que había una persona que sin duda estaba al corriente: el padre de Edward y Louisa, el hermanastro de su madre, el señor Totton. Quizá pudiera preguntárselo a él. Sin embargo, la frenaba un cierta discreción. Si él lo sabía y nunca había hablado del tema, seguramente tenía sus motivos. Viviendo como vivía prácticamente en la población, al señor Totton no le complacería que ella le obligara a hablar sobre el parentesco de su hermanastra con sus elementos menos respetables. Por más que le picara su curiosidad, Fanny decidió no hablar con él.
Sólo quedaba otra fuente de información, que podía ser la más peligrosa de todas: los propios Seagull. Aunque existiera un parentesco, ¿lo sabrían los Seagull? Quizá no, o quizás hubieran decidido guardar silencio al respecto. Otra posibilidad era que lo supieran ellos y otras personas en Lymington, pero nunca hubiera llegado a oídos de ella. ¿Qué ocurriría si ella hablaba con ellos? ¿La aceptarían como una de ellos, la pondrían en ridículo, molestarían a los Totton y —ése era el meollo del asunto— socavarían su posición en sociedad? Sería una locura acercarse a los Seagull.
Fanny no había indagado más en esta delicada cuestión cuando una noticia muy distinta logró hacer que la olvidara durante breve tiempo.
—¿No te has enterado, Fanny? —Su prima Louisa había alquilado ella sola una calesa y se había presentado en Albion House para comunicarle la noticia—. ¡Ay, mi querida Fanny, jamás lo adivinarías! El señor Martell ha invitado a Edward a pasar unos días con él en Dorset. Y ha insistido en que yo vaya también. Partimos la semana que viene. ¡Ay, Fanny, bésame! —exclamó alborozada—. ¡Me hace mucha ilusión!
—Estoy segura —repuso Fanny consiguiendo a duras penas sonreír— de que será una visita muy agradable.
Cuando Louisa se fue, Fanny se preguntó si quizá la invitaría también a ella, pero pasaron los días y no recibió ninguna invitación. Se dijo que era natural que el señor Martell devolviera la hospitalidad de los Totton invitándoles, pero, aunque sabía que era absurdo, no perdía la esperanza. Fanny pensó que el señor Martell quizá le escribiría o le enviaría un mensaje. Aunque realmente no sabía, se dijo enojada, por qué debería hacerlo. El caso es que no lo hizo, y diez días después de la visita de Louisa, los dos jóvenes Totton partieron para Dorset, tras lo cual Fanny se sintió muy sola.
Estaba sentada fuera, tres mañanas después de que partieran Louisa y de Edward, tratando de concentrarse en un libro; y, sin apenas darse cuenta, se puso a juguetear con el pequeño crucifijo de madera que lucía cuando, de improviso, se le ocurrió una idea. ¿Y si su madre había ido a verla?, se preguntó Fanny. Probablemente no. A ella sólo la había llevado a verla en una ocasión. ¿Y por qué? Seguramente porque su madre se avergonzaba de ella. Ni siquiera quiso que se quedara este crucifijo de madera, el único objeto que la anciana podía ofrecerle a su nieta. Y ella se compadecía de sí misma porque no la habían invitado a casa de un hombre a quien apenas conocía y que sin duda se había olvidado de ella; pero ¿cuántos años había pasado la abuela de Fanny en su casa de Lymington, sola, habiéndosele negado el cariño y afecto de una nieta, y todo por una estúpida cuestión de vanidad? Por primera vez en su vida, Fanny comprendió que la naturaleza es tan derrochadora en materia de afectos como con las bellotas que caen en el suelo del bosque.
—No me importa lo que piensen —murmuró—. Mañana iré a Lymington.
Isaac Seagull la miró con interés. Comprendía bien la osadía de la pregunta que ella le había formulado, al tiempo que se disponía a cruzar tranquilamente el inmenso abismo social que los separaba, como un explorador que se dispone a atravesar un frágil puente. Ésta tiene coraje, pensó el jefe de los contrabandistas. Con todo, su respuesta fue breve.
—Jamás he pensado en semejante cosa, señorita Albion —dijo él—. Sería un parentesco muy lejano, y de eso hace mucho tiempo.
—¿Conocía usted a mi abuela, la anciana señora Totton?
—Sí —Seagull sonrió—. Una anciana muy amable.
—¿No se llamaba Seagull de soltera?
—Eso creo, señorita Albion. De hecho —reconoció Seagull sin rodeos—, ella era prima de mi padre. No tenía hermanos ni hermanas. Esa línea de la familia ha desaparecido.
—Excepto yo.
—Si desea interpretarlo de ese modo…
—¿No me lo aconseja?
Isaac Seagull fijó la vista en el extremo del pequeño jardín. Su curioso rostro, carente de mentón, en reposo y pensativo, poseía una inusitada nobleza, consideró Fanny.
—No creo, señorita Albion, que nadie en esta población recuerde que la anciana señora Totton fuera una Seagull. Debo de ser el único que lo sabe. —El contrabandista se detuvo para efectuar unos rápidos cálculos mentales—. Usted tenía dieciséis tatarabuelos y uno de ellos fue mi bisabuelo. Pero está también la madre de su madre. No. —Seagull meneó la cabeza al tiempo que torcía el gesto—. Usted es la señorita Albion de Albion House, estoy tan seguro de ello como de que yo soy Isaac Seagull del Angel Inn. Si yo dijera que estaba emparentado con usted, la gente se echaría a reír y diría que me estaba dando aires. —El contrabandista sonrió a Fanny con afabilidad.
—De modo que si mi abuela era la hija de un tal señor Seagull —insistió ella con calma—, ¿quién era su madre?
—Francamente no lo recuerdo. No creo que nadie me lo dijera nunca.
—Embustero.
Pocas personas se atrevían a llamar embustero a Isaac Seagull a la cara. Éste clavó la vista en los extraordinarios ojos azules de la joven.
—Usted no tiene por qué saberlo.
—Pero deseo averiguarlo.
—Si no me falla la memoria —dijo Seagull a regañadientes—, es posible que fuera una Puckle.
—¿Puckle? —Fanny notó que palidecía. No pudo remediarlo. ¿Puckle, aquel hombrecillo semejante a un gnomo con la cara curtida y tostada como un roble que había visto en Buckler’s Hard? ¿Puckle, la familia de leñadores y quemadores de carbón, los campesinos más humildes del Forest? Fanny incluso había oído decir que algunos de ellos vivían en chabolas—. ¿Una de los Puckle de Burley?
—Él estaba muy enamorado de ella, señorita Albion. Esa chica poseía una inteligencia extraordinaria. Aprendió a leer y a escribir ella sola, cosa, que, disculpe el inciso, jamás había conseguido ninguno de los Puckle. Mi padre siempre me dijo que era una mujer maravillosa en todos los sentidos.
—Entiendo.
Fanny se sentía aturdida. Ante ella se abrió de golpe un panorama desconocido, unas vistas compuestas por agujeros subterráneos, madrigueras secretas, raíces retorcidas. Estaban poblados por extrañas criaturas —repelentes, inhumanas, monstruosas— que se volvieron para mirarla cuando ella se acercó, reivindicando su parentesco con ella. Fanny sintió pánico, como si estuviera atrapada en una cueva y percibiera el persistente sonido de unos murciélagos. Ella, Fanny Albion, una Puckle. No una Totton, ni siquiera una Seagull, sino que por sus venas corría la sangre de los quemadores de carbón más humildes del Forest. Era demasiado horrible para aceptarlo.
—Señorita Albion —dijo Seagull tratando de devolverla a la realidad—. Puede que me equivoque. Son cosas que creo haber oído de niño. —No estaba seguro de que ella le prestara atención—. Eso no cambia nada —añadió con amabilidad.
Pero Fanny se limitó a inclinar la cabeza y murmurar unas palabras de agradecimiento. Luego se marchó.
Al cabo de unos minutos, Isaac Seagull se hallaba de nuevo en su lugar habitual, disfrutando del sol. El secreto de la joven Albion estaba a salvo con él. Estaba acostumbrado a guardar secretos. No obstante, reflexionó sobre la turbación de la j oven con un sentido filosófico no exento de asombro. Ése, pensó, era el precio que había de pagar por pertenecer a la aristocracia, el cual le exigía que exhibiera a sus antepasados como un plumaje y sus hectáreas de terreno para que todos las vieran. Un precio demasiado alto, pensó; y por enésima vez, el astuto librecambista meneó la cabeza, perplejo ante la vanidad de las clases hacendadas.
Personalmente, se sentía cómodo con lo oscuro y lo subterráneo. Por lo demás, su suerte dependía siempre de unos factores aleatorios.
No bien hubo recorrido unos metros, Fanny se topó en la calle Mayor con la señora Grockleton, que la saludó afectuosamente.
—¿No ha recibido aún noticias de su prima Louisa? —inquirió sonriendo—. ¡Qué chica tan inteligente!
—No, señora Grockleton. Pero en realidad no espero recibir noticias suyas. Por cierto, ¿por qué dice que es inteligente?
—Oh, vamos, querida —respondió la señora Grockleton sacudiendo su rechoncho dedo con gesto de censura—. No supondrán su prima y usted que pueden ocultarnos sus secretos a los viejos como yo, ¿verdad? —comentó con expresión picara—. Yo creo que no tardaremos en recibir noticias de ellos.
—Le aseguro que no sé a qué se refiere.
—Hermosa, vi al señor Martell y a Louisa la víspera de la partida de él. No se lo diga a su prima, pero estos ojos ven con toda claridad. Y, como era de prever, él le pidió que fuera a visitarlo en Dorset con su hermano Edward. Los dos. De no tener unas intenciones serias, imagino que la habría invitado a usted también.
—No veo por qué.
—Ay, Fanny, es una amiga sincera y leal y no le haré más preguntas. Pero, hermosa, ambas sabemos que Louisa está resuelta a casarse con él y le aseguro que, conociendo como conozco el mundo, lo conseguirá. —La señora Grockleton dio unas palmaditas en la mejilla de Fanny—. Cuando esto ocurra usted y yo lo celebraremos con ella.
Sin esperar más comentarios, la señora Grockleton echó a andar por la calle, como un barco a toda vela.