Los Pride del Forest

1868

La estación del ferrocarril de Brockenhurst: un soleado día de julio. La locomotora de vapor con su alta chimenea emitía un fulgor cobrizo, como una serpiente que acaba de mudar la piel, mientras silbaba y humeaba junto al andén. Detrás de ella, una hilera de fornidos coches marrones, con sus lunas y metales limpios y pulidos por los jefes de tren ataviados con elegantes uniformes, aguardaban para recibir a sus pasajeros, a quienes transportarían con un orgulloso traqueteo y a velocidades de más de cincuenta kilómetros por hora a lo largo de ciento quince kilómetros hasta Londres.

El London and South-Western Railway era un símbolo de todo lo bueno que tenía la era industrial. Aproximadamente una década antes, la línea férrea había sido ampliada hacia el oeste a través del Forest hasta Ringwood y luego descendía hacia Dorset. Pero aparte de pagar una compensación al Forest por esta intromisión, el director de la línea, el señor Castleman, había accedido a seguir una ruta serpenteante que infligiría el mínimo daño a los bosques, de forma que su línea era conocida como Castleman’s Corkscrew. En Brockenhurst, donde el aprisco del ganado y los establos de los ponis lindaban con la estación, las locomotoras tendrían que detenerse para repostar agua.

Las dos figuras que caminaban por el andén ofrecían un curioso contaste. El hombre mayor, a punto de cumplir los sesenta años, era la viva imagen de un caballero Victoriano. Como hacía calor no llevaba un abrigo sobre la levita gris. Lucía un cuello almidonado rodeado por una corbata anudada con un gran lazo. Llevaba un bastón con la empuñadura de plata. Su sombrero de copa negro había sido cepillado para darle lustre; sobre su pantalón no se apreciaba ni una mota de polvo. De rostro rubicundo, con los ojos azules, el pelo canoso y un largo y fláccido mostacho, al coronel Godwin Albion le habría complacido saber que guardaba un gran parecido con su antepasado sajón, Cola el cazador, con quien a buen seguro habría coincidido en las cuestiones más importantes.

Si el coronel Albion se sentía algo nervioso ante la perspectiva que tenía ante sí no lo demostró, como tampoco lo había demostrado, hacía una docena de años, cuando había conducido a sus hombres a luchar en la guerra de Crimea. Si era capaz de enfrentarse a los rusos, se recordó en esos momentos, sin duda era capaz de enfrentarse a un comité selecto formado por sus conciudadanos, aunque éstos fueran pares del reino. El coronel enderezó la espalda y avanzó resueltamente.

La figura junto a él, unos diez años más joven, presentaba también un elegante aspecto, aunque en un estilo distinto. Se había puesto sus mejores galas, una levita un tanto holgada hecha de un tejido más recio. Como tocado llevaba un sombrero de ala ancha propio de los hombres del campo. Sus botas, por orden estricta del coronel, relucían. Al igual que la mayoría de obreros, no entendía la insistencia de los aristócratas y los militares en lustrar constantemente las botas, dado que enseguida volvían a mancharse de polvo. Se había peinado la barba y su esposa había seguido cepillándole la levita hasta que el coronel había pasado a recogerlo. Pero mientras el señor Pride, pequeño minifundista de Oakley, caminaba alegre y a grandes zancadas junto a su patrón, probablemente estaba menos preocupado sobre lo que se le venía encima que el coronel.

Además, si el coronel quería que hiciera eso, para Puckle era motivo más que suficiente. Conocía al coronel y a sus padres de toda la vida. Aparte de su patrón, el coronel era un hombre de fiar. Cuando años atrás el coronel había fundado un pequeño equipo local de criquet en el prado de Oakley, y Pride había demostrado grandes aptitudes como lanzador, se había creado entre ambos un fuerte vínculo que, en la medida en que lo permitía la posición social, casi podía describirse como de amistad.

Sólo una nube ensombrecía el horizonte de Puckle. Su hijo George. Durante los últimos años apenas se habían hablado. Hasta hacía tres días, cuando el chico se había presentado para rogarle que no fuera, pues temía perder su empleo. Puckle arrugó el ceño al pensar en ello; no quería arruinar a su hijo.

—No debiste ponerte a trabajar para Cumberbatch —le había respondido fríamente. Y había partido con el coronel.

No había estado nunca en Londres. Había leído sobre la capital. Al igual que su padre Andrew, Puckle había asistido a la pequeña escuela fundada por Gilpin y era aficionado a leer los periódicos. Pero era la primera vez que visitaba Londres, de modo que esa jornada representaba para él toda una aventura. El hecho de que estuviera a punto de enfrentarse a un comité formado por pares no le impresionaba de modo especial. Suponía que serían semejantes a los caballeros guardabosques. En cualquier caso, fueran unos diablos o un coro de arcángeles, Puckle sabía quién era él. Uno de los Pride del Forest. Con eso bastaba.

El coronel, cuya mente estaba ocupada por unos distingos más sutiles, no lamentó ver, mientras se paseaba por el andén, otro caballero con un sombrero de copa, luciendo una espesa barba castaña y aguardando junto a la entrada del vagón de primera clase. Pues aunque su compañero terrateniente, señor de la soberbia propiedad de Beaulieu, tenía poco más que la mitad de años que él, era hijo de un duque, lo cual no era grano de anís en la Inglaterra victoriana.

—Mi estimado coronel. —El aristócrata se levantó el sombrero e incluso se dignó saludar a Puckle con una breve inclinación de la cabeza.

—Mi estimado lord Henry.

—Estamos aquí, según creo —dijo lord Henry sonriendo a ambos—, para salvar New Forest.

En 1851, el quinto año del reinado de la reina Victoria, el Parlamento británico había promulgado una ley que significaría la mayor novedad en New Forest desde los tiempos de Guillermo el Conquistador.

Habían decidido matar a los ciervos.

Nadie sabía con precisión cuántos ciervos había: seguramente siete mil; quizá más de diez mil. Ciervos comunes y gamos, machos, hembras y cervatillos, todos iban a morir. El título con que vino a denominarse esta iniciativa fue la ley de exterminio de ciervos.

Por supuesto, hacía siglos que New Forest, en cuanto a criadero de ciervos, había tenido alguna justificación económica. Cada año los ciervos seleccionados iban a parar a los funcionarios más veteranos, o a los terratenientes cuya propiedad se hallaba ubicada en la zona. Se calculaba que cada ciervo que mataban costaba a la corona la asombrosa suma de cien libras. El Forest constituía un anacronismo, sus cargos unas sinecuras, sus hermosos ciervos no cumplían ningún propósito. Sin embargo, ése no era el motivo por el que iban a matarlos.

Al matarlos, habría más espacio para más árboles.

Desde los tiempos de los primeros bosquecillos cercados, a fines del Medioevo, la corona había mostrado un gran interés en los árboles del Forest. Cuando Carlos II, el alegre monarca, puso en marcha sus plantaciones, ello supuso un enfoque más organizado de la cuestión de la madera; pero el Parlamento no se ocupó de la cuestión hasta 1698, al promulgar una ley en virtud de la cual establecerían unos recintos destinados al cultivo de árboles madereros. Los animales —ciervos, ganado y ponis— serían excluidos de estos recintos hasta que los árboles jóvenes hubieran crecido lo suficiente para impedir que los devoraran. Posteriormente abrirían de nuevo el recinto para que los animales pastaran en los matorrales, y crearían un nuevo recinto en otro lugar. Pero aunque habían establecido algunos recintos de robles y hayas, el asunto no había prosperado. La mayoría de los árboles talados para construir buques navales en Buckler’s Hard provenían de las zonas abiertas del Forest, no de las plantaciones. Los antiguos bosques y páramos medievales no habían experimentado apenas ningún cambio.

¿No constituía esto un escandaloso despilfarro? El Imperio británico se expandía, la Revolución Industrial había cedido paso a un mundo moderno de vapor y acero. En 1851 la Gran Exposición de Londres, con su gigantesco Crystal Palace de hierro y cristal, atraía a un ingente número de visitantes de toda Gran Bretaña ansiosos de contemplar los resultados del progreso industrial a escala mundial. La maquinaria industrial había llegado a las zonas rurales; en virtud de un nuevo y ambicioso proyecto habían comenzado a parcelar los antiguos e improductivos prados comunitarios y páramos comunales para crear unas eficaces unidades privadas. Si bien es cierto que habían expulsado a numerosas personas de las tierras donde habitaban, había empleos para ellas en las pujantes poblaciones industriales. Había llegado el momento de crear unas plantaciones organizadas en los indómitos parajes del Forest.

En 1848 un comité selecto de la Cámara de los Comunes procedió a investigar el Forest. Los resultados de dicha investigación eran un escándalo: los funcionarios del Forest percibían un sueldo por no mover un dedo; los encargados de los bosques vendían la madera para lucrarse; venalidad, delincuencia. En suma, el lugar no había cambiado desde los últimos novecientos años. Era preciso aplicar una reforma de inmediato.

Los miembros del comité selecto actuaron con una lógica que sólo podía despertar admiración. Los ciervos, dado que no cumplían ningún propósito, debían desaparecer. Pero si la Corona dejaba de criar ciervos, debía ser compensada. Las voces que protestaron porque al eliminar a los ciervos la Corona se ahorraba grandes pérdidas, fueron rápidamente sofocadas. La compensación se fijó en cinco mil seiscientas hectáreas destinadas a bosques cercados, aparte de las dos mil cuatrocientas hectáreas previstas, aunque no todas habían sido cercadas, por la antigua ley de 1698. Por último, a fin de dejar muy claros los nuevos intereses de la Corona, los comuneros que compartían el Forest estarían sometidos al control de la Oficina Forestal. Nadie consultó a los comuneros. Durante el breve período anterior a la propuesta y la legislación, los cinco terratenientes más importantes del Forest consiguieron que los nuevos recintos que iban a ser construidos se redujeran a cuatro mil hectáreas. Después de lo cual el Parlamento se apresuró a promulgar dicha ley.

Poco después, la gestión diaria del Forest fue puesta en manos de un nuevo agrimensor delegado. Se llamaba Cumberbatch.

¿Se había equivocado al llevar consigo a Pride? La Oficina Forestal inspiraba escaso respeto a las gentes del Forest, pero el odio de Pride hacia Cumberbatch era legendario. Por otra parte, sería un testigo importante. El mejor tipo de minifundista que existía en el Forest. Era un riesgo, sin duda, pero Albion había aleccionado a su arrendatario concienzudamente.

Lo importante era que no perdiera los estribos.

La presencia de lord Henry, por el contrario, tranquilizaba a Albion. No sólo la elevada posición social de lord Henry constituía un acicate, sino que puesto que el propietario de Beaulieu ocupaba también un escaño como miembro del Parlamento en la Cámara de los Comunes, tenía una gran influencia en Westminster.

En cierto modo, pensó Albion, sus situaciones eran similares. Antes de morir, Wyndham Martell había repartido sus bienes entre sus tres hijos: las antiguas propiedades de Dorset habían ido a parar a su primogénito, las tierras de Kent a su segundo hijo y las propiedades, más pequeñas, del Forest que habían pertenecido a Fanny a su hijo Godwin, quien había adoptado el apellido de su madre en lugar del de su padre por considerarlo más apropiado para el dueño de la heredad de los Albion. Pese a la envergadura de los bienes de Wyndham Martell, los del duque eran aún mayores. Aunque descendiente de los reyes Estuardo a través del desdichado Monmouth, además de ser un Montagu, un gran número de sus antepasados había pertenecido a la aristocracia escocesa. Sus tierras, al norte y al sur de la frontera, equivalían a centenares de miles de hectáreas. Para él no representaba nada conceder a su hijo las tres mil doscientas hectáreas de la propiedad de Beaulieu como regalo de boda, pero para New Forest era una cuestión muy importante. Pues aunque el duque y su familia se habían ocupado siempre con esmero de Beaulieu mediante sus administradores, no era lo mismo que el dueño residiera en la propiedad. Lord Henry —como hijo de un duque anteponía a su nombre el título de cortesía de lord— tenía proyectado reconstruir la ruinosa abadía y convertirla en el hogar familiar y demostraba un profundo interés en el lugar.

Había llegado el momento de subir al tren. El coronel había dado a Pride un billete para el vagón de segunda clase. Lord Henry y él se disponían a subir al vagón de primera y él había introducido un pie en la puerta cuando al oír una voz que le llamaba desde el andén se volvió, llevándose tal sobresalto que por poco pierde el equilibrio.

—Cuidado —dijo la voz con tono risueño—. Casi se cae.

El dueño de la voz, que se acercó con paso ágil y desenvuelto hacia ellos, tenía unos veinte años. Lucía una holgada chaqueta de terciopelo y un sombrero de fieltro de ala ancha. Sostenía un cartapacio bajo el brazo. Estos atributos, junto con su pequeña y puntiaguda perilla y los largos rizos rubios que rozaban sus hombros, indicaban que el joven caballero era un artista.

—¿Se dirige a Londres? —preguntó amablemente.

El coronel no respondió, pero tensó la mandíbula y crispó la mano como si se dispusiera a aniquilar a un ruso con su sable.

—Voy a mirar unos cuadros —continuó el joven. Luego, volviéndose hacia lord Henry, preguntó—: ¿Nos conocemos?

Con el fin de detener esta exasperante retahíla de comentarios y preguntas, el coronel Albion se volvió hacia el joven y bramó:

—No tengo nada que decirte. ¡Buenos días!

Y con esto se lanzó furioso hacia el vagón, como si éste fuera una batería rusa.

—Como quiera —repuso el joven con tono jovial, y se dirigió hacia otra puerta. La locomotora, sin duda como muestra de su simpatía por el coronel, emitió una gigantesca bocanada de humo.

Al cabo de un rato, mientras la locomotora circulaba entre nubes de humo y silbidos hacia las inmediaciones de Southampton, lord Henry se aventuró a preguntar:

—¿Quién era ese joven?

Y el pobre Albion sepultó el rostro entre las manos y le informó entre dientes:

—Ése, señor, era mi yerno.

—Ah. —Lord Henry no hizo más preguntas. Había oído hablar de Minimus Furzey.

Albion no tardó en adivinar el juego que se llevaban entre manos. La sala del comité estaba atestada de gente. Todos estaban presentes: Cumberbatch y sus amigos, los terratenientes del Forest y, sentados ante una larga mesa al frente de la sala, diez hombres, todos ellos lords parlamentarios y pares del reino. Albion había descubierto su juego por la forma en que lo miraban.

El coronel Albion siempre se había sentido orgulloso de descender de dos de las familias más antiguas del sur de Inglaterra. No era arrogante pero le satisfacía saber que nadie, ni el más poderoso de la nación, podía decirle que no era un caballero o que estaba fuera de su elemento. También se sentía orgulloso del hecho de que, aunque había adquirido su título de capitán, lo habían ascendido al grado de coronel por sus propios méritos. Su posición social entre la aristocracia del Forest era tan sólida como un castillo sobre una roca.

Sin embargo, los aristócratas que tenía delante en esos momentos eran muy distintos. Sus familias quizá no fueran tan antiguas, pero eso les tenía sin cuidado. Sus propiedades eran mucho mayores; pertenecían a ese exclusivo club que gobernaba el país.

Y para ellos —aunque fueran demasiado corteses para decirlo él lo leyó en sus ojos—, el coronel no era sino un hacendado de mejillas rubicundas.

—Coronel Albion, usted es un comisionado de la ley de exterminio de ciervos, ¿no es así?

—En efecto.

Había trece comisionados cuya tarea consistía en hacer vigilar que la ley se aplicara debidamente, y, en particular, autorizar la creación de nuevos recintos. Tres procedían de la Oficina Forestal, entre los cuales se hallaba Cumberbatch; luego había cuatro guardas mayores de los bosques reales en el condado, aunque su poder era mucho menor que en tiempos medievales. El resto eran caballeros o propietarios de una heredad con derechos de pasto en el Forest. Albion, debido a sus amplios derechos y sus numerosos arrendados, era lógico que formara parte de la comisión.

—En su opinión, coronel, ¿por qué se ha producido tal oposición a la Corona?

¿Oposición? Por supuesto que existía una oposición: cercados destruidos, jóvenes plantaciones incendiadas. Ésa era la forma en que las gentes humildes del Forest mostraban lo que pensaban y él no se lo reprochaba. Cumberbatch podía catalogarlo de rebelión contra el monarca, pero él no iba a permitir que se saliera con la suya.

—Ha habido cierta oposición a la Oficina Forestal —dijo con calma—, pero los comuneros de New Forest como yo somos ingleses leales y siempre hemos gozado de una protección especial por parte la Corona. Hasta hace poco —recalcó.

—Le agradeceríamos, coronel, que nos indicara cuáles han sido las causas que han provocado, a su entender, este malestar en el Forest desde que se promulgó la ley de exterminio de ciervos.

—Encantado. —Quizá no fuera sino un rudo soldado y un hacendado, quizá no había recibido la educación en Oxford que había recibido su padre Wyndham, pero la declaración del coronel Godwin Albion ante el comité de la Cámara de los Lores habría llenado de orgullo a su padre. Fue concisa, rigurosa y elegante.

—Mi declaración se divide en dos partes —explicó—. La primera es política, la segunda material.

Fue un relato triste.

¿Por qué, se preguntaba el coronel, habían elegido a Cumberbatch? Era demasiado joven, tenía poco más de veinte años cuando llegó. Parecía y se comportaba como un pugilista en el cuadrilátero. No sabía nada sobre el Forest y le tenía sin cuidado. Nada más llegar había comenzado a atacar duramente a las gentes del Forest.

Su primer asalto fue absurdo. En los días en que el Forest era efectivamente un coto de caza, los comuneros tenían que mantener a sus animales alejados del Forest durante un determinado mes, cuando las ciervas parían, y durante los meses fríos de invierno, cuando la comida escaseaba. Hacía décadas que no se aplicaban esas normas. Todo el mundo daba por sentado que las cuotas que pagaban los comuneros les daban derecho a llevar a sus animales a pastar en el Forest todo el año. Y si los ciervos desaparecían no existía motivo alguno para aplicar esas leyes medievales. Pero tan pronto como había tomado posesión de su cargo, Cumberbatch había tratado de imponer la normativa de que todos los animales se mantuvieran alejados del Forest durante esas épocas. Era una imposición absurda que, de llevarla a efecto, habría arruinado a la mayoría de comuneros.

No obstante, eso había sido sólo el principio. A continuación, habían compilado un registro de los derechos de los comuneros —esencialmente un registro actualizado del antiguo registro de 1670—, pero con una diferencia. Casi todos los derechos de pasto reivindicados, desde los más importantes como los de la heredad de los Albion hasta el más pequeño terrateniente, eran refutados por la Corona.

—Señorías, esto sólo podría conducir a una persona razonable a deducir que la intención era destruir a los comuneros. Los costes legales han sido tremendos. Pero incluso eso resulta pálido al lado de otro asunto.

Pese al hecho de que la ley de exterminio de ciervos había provocado numerosos cambios, muchas personas creían que aún habían de producirse otros más radicales. El motivo era bien simple: si la Oficina Forestal y los comuneros no se ponían de acuerdo en la forma de compartir el Forest, ¿por qué no parcelar todo el lugar de una vez para siempre? Los comuneros tendrían sus tierras, la Oficina Forestal sus recintos y ya no habría necesidad de pelearse. El problema era impedir que una parte obtuviera las mejores tierras a expensas de la otra.

—Me refiero —continuó Albion— a la célebre carta del señor Cumberbatch.

Tristemente célebre. Quizá fuera injusto haber publicado ese documento, una carta privada en la que Cumberbatch señalaba a sus superiores la postura más ventajosa que podían asumir. Pero en 1854 había sido publicada en un informe sobre el Forest y todos la había leído. El argumento del agrimensor delegado era hábil y brutal. Puesto que era más que posible que el Forest fuera parcelado, dijo, la Oficina Forestal debía crear todos los recintos cuanto antes, en las mejores tierras. Una vez que esas tierras quedaran fuera de juego, la futura parte correspondiente a los comuneros tendría mucho menos valor.

—Nada ha causado tanto malestar en los últimos veinte años —señaló Albion—. Se ha dado a entender sin ambages a los comuneros que la Corona se propone destruirlos. Ésa, señorías, es la política actual del Forest.

¿Les importaba eso? Era difícil adivinarlo.

—Ahora me referiré a la amenaza material. —Albion los miró con expresión severa—. Sus señorías deben tener en cuenta los problemas fundamentales. Los árboles crecen mejor en tierra fértil y ahí es dónde se hallan también los mejores pastos. De modo que los plantadores de árboles y los agricultores comuneros desean las mismas zonas del Forest. En segundo lugar, muchos creen que una vez que se acota un terreno para plantar árboles y se deja que éstos crezcan hasta alcanzar una determinada altura, luego se puede volver a abrirlo para que los animales pasten en él. Eso no es verdad. Gracias a los métodos modernos se plantan los árboles tan juntos unos de otros que debajo de ellos crece una escasa cobertura vegetal. Los nuevos recintos destinados a plantar árboles destruyen los pastos durante generaciones. Por tanto, es inevitable que, los plantadores de árboles pretendan privar al labriego de sus mejores tierras, durante un período indefinido.

—Dice usted que «pretendan privar», coronel. ¿No presupone eso que la Oficina Forestal utiliza unos métodos agresivos en sus demandas?

—No se trata de una suposición. Tengo pruebas materiales de la agresividad de sus métodos. Eso es lo que pretendo demostrar. En primer lugar, han repetido hasta la saciedad que acotarán las zonas que les sean asignadas, que posteriormente abrirán de nuevo los recintos —lo cual, como acabo de explicar, no es posible— para más tarde volver a acotar la misma cantidad de terreno. No creo que la ley lo permita, pero si éste fuera el caso, acabarán apropiándose de buena parte del Forest.

»De forma más inmediata, sin embargo, han hecho algo realmente ingenioso. Han afirmado que existían normas vigentes que permitían crear esos recintos, derivadas de la antigua legislación de 1698, las cuales nunca se han aplicado. Así pues, los han añadido a las cuatro mil hectáreas previstas por la ley, con lo que obtenemos unos cuantos miles de hectáreas más.

Albion torció el gesto.

—Quizá sea legal, señorías. Pero permítanme que les demuestre la astucia de esa gente. Sin duda recordarán que en virtud de la ley de exterminio de ciervos se acordó que ningún recinto debía medir menos de ciento veinte hectáreas. Esa norma estaba destinada a impedir que la Oficina Forestal se apropiara de pequeñas parcelas de los mejores terrenos del Forest. Pero al decir que iban a utilizar la cuota que no habían utilizado de la legislación anterior, prácticamente evadían la intención del Parlamento. Aquí tienen una lista de los recintos. Les invito a examinarla.

Albion había realizado una excelente labor. La lista mostraba exactamente lo que él había dicho: unas pocas hectáreas aquí, un centenar allá, doscientas acullá… todas en los mejores terrenos.

—Y eso no es todo —prosiguió el coronel—. Ahora llegamos a los recintos creados bajo la ley actual. Hasta la fecha han tomado unas cuatro mil hectáreas de terreno. Cada recinto debe medir como mínimo ciento veinte hectáreas, según recordarán. ¿Se atuvieron a lo previsto en la ley? Por supuesto. Yo les mostraré cómo. He trazado unos planos. Es algo que los viejos soldados aprendemos a hacer —añadió secamente—. Tengan la bondad de examinarlos.

Al contemplar los planos algunos de sus señorías no pudieron reprimir una sonrisa. Los nuevos recintos quizá midieran ciento veinte hectáreas, pero las formas eran increíbles. Uno consistía en un largo brazo que se extendía a lo largo de un frondoso pastizal; otro describía una curva para evitar un terreno pobre. Uno de los recintos tenía la forma de una gigantesca «C».

—Señorías —dijo el bueno del coronel con amabilidad—, nos han tomado a todos por idiotas.

Llevaban haciéndolo año tras año. Cumberbatch y sus hombres, ateniéndose a la ley, robando los mejores terrenos comunales, discreta pero sistemáticamente. Nadie había podido evitarlo. Hasta dos años atrás.

La reunión que había precipitado la crisis había tenido lugar cuando los comisionados, que no se habían reunido desde hacía años, fueron convocados repentinamente para informarles, sin previa consulta ni advertencia, de que debían autorizar la creación de unos recintos que ocuparían el resto del terreno según lo previsto por la ley. Cuatro mil hectáreas: la apropiación de terreno más brutal que jamás se había llevado a cabo. Cuando los comisionados expresaron su indignación, Cumberbatch les amenazó con expulsarlos de la comisión.

Había llegado el momento de plantar batalla. Al cabo de unas semanas, los terratenientes más importantes del Forest se reunieron y formaron una liga, la Asociación de New Forest. El coronel se había unido a la misma, como es lógico. Al igual que uno de los guardas mayores de los bosques reales, un tal señor Eyre, cuya familia poseía numerosas tierras en el norte del Forest. Otras familias como los Drummond, los Compton de Minstead y los señores de la antigua propiedad de Bisterne estaban dispuestos a defender su patrimonio. Lord Henry, que poseía la propiedad más grande de todas, era un miembro clave. Asimismo, acogieron encantados a otro miembro, un tal señor Esdaile, que hacía dieciocho años había adquirido una propiedad en la antigua y umbrosa aldea de Burley. En comparación con los otros era un recién llegado al Forest, pero su formación legal le convertía en un elemento muy valioso. Habían preparado una solicitud. La Oficina Forestal se había visto obligada a detener sus iniciativas. Y en esos momentos estaban todos reunidos en el ilustre marco de la Cámara de los Lores, luchando para salvar el Forest.

—Coronel Albion. —Quien se dirigió a él era otro par, más joven que el resto—. Permítame que le pregunte si sus colegas comisionados, aparte de los tres procedentes de la Oficina Forestal, se oponen también a estos recintos.

Albion lo miró muy serio. Sabía lo que eso significaba. Grockleton. Maldito fuera ese hombre. No sabía con certeza qué motivos había llevado al magistrado de Southampton a inmiscuirse en los asuntos del Forest, pero hacía unos años éste había adquirido unas cuarenta hectáreas con derechos de pasto, y había logrado que lo incluyeran en la comisión. Él y el agrimensor delegado parecían estar de acuerdo en todo. Por lo que cabía deducir, Grockleton deseaba que todo el Forest se convirtiera en una plantación comercial sin seres humanos.

—No sabría decir —respondió el coronel con calma—. Creo que la mayoría se opone, pero no debo pronunciarme en su nombre.

—Entiendo. Usted presenta estas quejas en nombre de los comuneros en general, ¿no es así? Los cuales totalizan, en números redondos, aproximadamente un millar, si no me equivoco.

—Los derechos de pasto varían. Creo que existen más de mil familias que detentan ciertos derechos de pasto.

—Sin embargo —en los ojos del joven par se apreciaba una expresión de triunfo—, ¿no son los miembros de la Asociación de New Forest, los principales terratenientes como usted mismo, quienes tienen más que perder o ganar?

De modo que era eso. El coronel lo advirtió con meridiana claridad. Cumberbatch y Grockleton habían adoctrinado a este joven par. Éste era el argumento que empleaba siempre la Oficina Forestal: si te oponías a ellos, debías hacerlo en provecho propio. El coronel sonrió con dulzura.

—Al contrario —dijo. El otro arrugó el ceño—. Verá —prosiguió con tono amable—, aunque es cierto que yo puedo arrendar a otro una hectárea con derechos de pasto por mucho más que una sin derechos de pasto, este asunto va a arruinarme. Y si un día el Forest es dividido y parcelado (la palabra técnica es «desforestado»), lo más probable es que nosotros, los grandes terratenientes, recibamos una compensación justa. Pero las gentes modestas, sin el inmenso Forest, quedarán arruinadas. Y, por lo que a mí respecta, quiero impedir que eso ocurra. —El coronel se detuvo—. Por supuesto —añadió como si se le acabara de ocurrir una idea—, es posible que otros terratenientes no piensen como yo. Mi compañero de comisión, el señor Grockleton, sin ir más lejos, posee tierras y algunos arrendatarios, cuya suerte ni sé si le importa.

El golpe surtió el efecto deseado. Pero el joven par aún no había terminado con él.

—Los minifundistas y arrendatarios del Forest, coronel, no constituyen una población muy estable, ¿no es cierto? Quiero decir, no se les puede comparar con unos sólidos agricultores o unos pequeños terratenientes.

El coronel debió de suponer que ocurriría eso. Más tarde o más temprano, siempre que uno hablaba con forasteros, acababa ocurriendo. Las clases hacendadas siempre han tenido una opinión muy clara sobre los labriegos. Los buenos labriegos vivían en el campo y se tocaban la gorra cuando se cruzaban contigo. Cuando uno entraba en terreno montañoso, había que andarse con tiento. En cuanto a los tenebrosos bosques, estaban llenos de forajidos: cazadores furtivos, quemadores de carbón y caldereros. ¿Quién sabe de qué tipo de gentuza descendían esos comuneros de New Forest? ¿Por qué habían de suprimirse los intereses legítimos de la Corona por una población de vagabundos itinerantes?

Albion sonrió.

—Sugiero a su señoría que juzgue por sí mismo —respondió con amabilidad—. La siguiente persona que entrevistará es uno de ellos. Mi arrendatario, el señor Pride.

Exteriormente, el coronel sonrió; en su fuero interno pronunció una oración. Ahora comprobaría si había hecho bien en correr ese riesgo. Confiaba en que Pride no la emprendiera a insultos y les perjudicara. Él se lo había explicado con toda franqueza, y Pride había prometido mostrarse prudente.

El otro problema era el joven George, el hijo de Pride.

Personalmente, Albion no censuraba a George Pride por aceptar un empleo en la Oficina Forestal. Otros lo habían hecho. Un trabajo era un trabajo. George tenía una joven familia en la que pensar. Sin embargo, Pride padre no opinaba así. Ambos se habían peleado. El padre había jurado no perdonarlo jamás, y desde que George había empezado a trabajar para Cumberbatch, su padre le había retirado la palabra. En el Forest se concedía una gran importancia a la lealtad familiar, por lo que esta ruptura era un asunto triste y grave.

Otra cosa muy distinta era que Cumberbatch comprendiera esto. Por lo que respectaba al agrimensor delegado, el padre de uno de sus empleados iba a declarar contra él, y a éste no le haría ninguna gracia. No podía despedir a George debido a ello, pero recelarían del joven. Aunque Albion lo lamentaba, en caso necesario había decidido sacrificar a George Pride en aras del bien del Forest. Si Pride padre lograba conservar la calma sería un testigo imponente.

Pero ¿lo lograría?

Todos miraron a Pride con interés cuando éste se levantó, tras lo cual le pidieron amablemente que se sentara frente ellos. Pride se sentó tieso como un palo. Hasta el joven par no pudo por menos de observar que el señor Pride presentaba un aspecto muy respetable. El presidente se dirigió a él con tono afable.

—¿Dónde vive usted?

—En Oakley.

—¿Cuánto tiempo hace que vive allí?

—Siempre.

—¿Siempre? —El presidente sonrió—. No puede haber estado allí siempre, pero creo que se refiere a que ha vivido toda su vida allí.

—Quiero decir que mi familia siempre ha vivido allí, señoría. Es decir —añadió arrugando el ceño—, no siempre, pero desde antes del rey Guillermo.

—¿Se refiere al rey Guillermo IV, antes de nuestra actual reina, o el rey Guillermo III?

—No, señor. Me refiero al rey Guillermo el Conquistador, que creó el Forest.

El presidente, asombrado, miró al coronel Albion, quien sonrió y asintió con la cabeza.

—¿Cuántas hectáreas mide su minifundio?

—Antes eran tres. Ahora tengo cinco. Las tres las arrendé al coronel, las dos restantes son de mi propiedad.

—¿Tiene usted familia?

—Doce hijos, señor. Por los que doy gracias a Dios.

—¿Puede usted mantener a una familia de doce hijos con esas pocas hectáreas?

—En el Forest, señor, calculamos que cinco hectáreas es un buen tamaño. Podemos trabajarlas sin tener que contratar a unos peones. Según el año, me saco unos beneficios de cuarenta o cincuenta libras. —No era una fortuna, pero permitía a un labriego ganarse la vida decentemente.

—¿Cómo se gana el sustento?

—La mayor parte de mi terreno está dedicado a pastos, donde produzco heno. Luego tengo un pedazo de tierra en la que cultivo coles, verduras, raíces…

—¿Nabos?

—Sí. Y avena.

—¿Qué animales tiene?

—Tengo cinco vacas lecheras, dos vaquillas y dos añojos. La leche y la manteca la vendemos en Lymington. En cuanto a cerdos, tengo tres puercas, que paren dos o tres veces al año. Además, tenemos varios ponis. Las yeguas pacen todo el año en el Forest.

—He oído decir que la vaca de New Forest posee unas cualidades especiales. Tenga la bondad de describirlas.

—Mayormente tienen el pelo manchado, señoría. Son menudas pero fuertes. En caso necesario, pueden alimentarse de brezos y de la hierba del páramo. Son unas excelentes vacas lecheras. Los granjeros de las poblaciones cercanas a las colinas cretácicas como Sarum acuden a Ringwood para comprar nuestro ganado. Lo cruzan con el suyo en los pastos más fértiles de las colinas y obtienen unas vacas que dan mucha leche.

—¿Lleva usted sus animales a pastar en el Forest?

—No podría alimentarlos de otro modo. Necesitaría más hectáreas.

—¿No podría usted mantener a su familia sin sus derechos de pasto?

—No. Y hay otra cosa. Se trata de los niños, señor. Tengo dos hijos crecidos. Uno vive conmigo y trabaja de peón. Pero posee también una hectárea en la que cría ganado que lleva a pastar al Forest. De esa forma duplica su jornal. Dentro de unos años, esto le permitirá adquirir un minifundio y casarse y fundar una familia.

—¿Tiene usted también derechos de turba?

—Sí. Caliento mi casa con ella, y con leña del Forest.

—Sin esos derechos…

—Pasaríamos frío.

—¿En qué sentido se han visto afectados los comuneros por la ley de exterminio de ciervos?

—En varios. En primer lugar, la ausencia de los ciervos ha reducido el pasto para mis animales.

—No lo entiendo. Si los ciervos no pacen, sin duda habrá más alimento para los otros animales.

—Eso creía yo, señor, pero resulta que la situación es otra. Las praderas, donde se halla la mejor hierba, están cubiertas de maleza, que los ciervos solían devorar. Me sorprendí al comprobarlo, pero es así.

—Explíquese.

—Aunque el señor Cumberbatch dijo que no podíamos llevar a nuestros animales a pastar en invierno, esa normativa sólo se ha aplicado en parte. Si la imponen, no sé cómo me las arreglaré.

—¿Y los recintos?

—Algunos comuneros tienen que llevar su ganado muy lejos para pastar. Los mejores pastos nos los han arrebatado. Los recintos, cuando vuelven a abrirlos, proporcionan poco alimento para el ganado y las zanjas de drenaje que cavan para plantar los árboles son un peligro para los animales.

—¿Teme usted por su futuro?

—Sí.

El comité guardó silencio. El minifundista les había impresionado. No se trataba de un cazador furtivo que saqueaba los bienes del Forest, sino un honrado agricultor que poseía su propio terreno y que, según comprendieron vagamente, se remontaba en la historia de su isla a los tiempos lejanos, incluso antes de que gobernaran los señores feudales. Sólo el joven par parecía dispuesto a seguir poniendo a prueba a Pride. Cumberbatch acababa de pasarle una nota.

—Señor Pride —dijo observando al hombre del Forest atentamente—, tengo entendido que el asunto de los recintos ha producido un gran malestar en el Forest. Incluso han llegado a derribar algunos cercados. Otros les han prendido fuego. ¿No es así?

—Yo también lo he oído decir, señor.

—Supongo que ésa era, hasta ahora, la única forma en que los comuneros podían demostrar lo que pensaban. ¿Está usted de acuerdo?

Era una trampa. El coronel Albion miró a Pride angustiado, tratando de atraer su atención. Pride fijó los ojos en el muro detrás del comité.

—No sabría decir, señoría.

—¿No simpatiza con ellos?

—Me compadezco de cualquier hombre al que han arrebatado su sustento —respondió Pride con calma—. Pero está claro que no podemos violar la ley. Yo no suscribo eso.

—¿Usted no haría una cosa semejante?

Pride miró fríamente al joven par. Si sentía ira, o desprecio, su rostro no lo dejaba entrever.

—Jamás he violado la ley —contestó con voz grave.

Bravo, pensó Albion. Observó al joven par, para comprobar si había terminado. Pero por lo visto no.

—Señor Pride, según parece le tiene usted inquina a la Oficina Forestal. No obstante, tiene usted un hijo mayor que se llama George, ¿no es así? ¿Podría decirnos dónde trabaja su hijo?

—Sí, señor. Trabajaba para el señor Cumberbatch.

—¿En la Oficina Forestal? —El joven par mostraba una expresión triunfante. Había atrapado al patán—. Si la Oficina Forestal es un monstruo, ¿cómo es que su hijo trabaja allí? ¿O es que está confabulado con el enemigo?

Albion contuvo el aliento. Había previsto la mayoría de situaciones en que podría encontrarse, pero esto no. No había imaginado que, en un lugar tan ilustre como éste, alguien utilizaría el señuelo de su hijo para hacer que el minifundista cayera en una trampa. Era posible que el joven par no hubiera entendido la pregunta que le habían pedido que formulara. Albion miró a Cumberbatch. Qué cerdo, pensó.

El coronel observó que a Pride se le erizaba el vello del cogote. ¡Por Dios bendito, ése era el fósforo que iba a prender la mecha! Se tensó, mordiéndose el labio.

Pride soltó una risita y meneó la cabeza.

—Vaya, vaya. Supongo que un joven acepta el trabajo que le ofrecen. ¿No haría usted lo mismo, señoría? En cuanto al señor Cumberbatch, no es mi enemigo. —Pride se volvió para mirar al agrimensor delegado y le dirigió una sonrisa muy típica de un habitante del Forest—. Al menos, de momento. Por supuesto —añadió volviéndose hacia el joven par—, si el señor Cumberbatch crea tantos recintos que consigue arruinarme, y mis hijos tienen que ir al asilo, puede estar seguro de que se convertirá en mi enemigo lo quiera yo o no. Hoy he venido aquí, señoría, confiando en que pueda ayudarnos, para que el señor Cumberbatch y yo podamos seguir siendo amigos.

Incluso el presidente sonrió complacido, y el joven par indicó con un elegante gesto que había sido derrotado.

—Creo —dijo el presidente— que hemos conocido al Pride del Forest. Opino que es el momento oportuno para hacer una pausa.

La mujer de pelo canoso aguardaba nerviosa en la espaciosa iglesia sobre la colina, la cual estaba desierta. No había dicho a su esposo que tenía una cita.

Cuando el señor Arthur West se casó con Louisa Totton tuvieron dos hijos y cuatro hijas: los varones habían sido educados para abrirse camino en la vida; las hembras para obedecer, en primer lugar a sus padres y luego a sus maridos. Cuando Mary West se casó con Godwin Albion fue con la clara intención de obedecerle, cosa que siempre había hecho. Por consiguiente, para ella representaba un duro trance acudir a una cita secreta en la iglesia de Lyndhurst, y para colmo con un hombre de reputación tan peligrosa como el señor Minimus Furzey.

Siempre sabía hacerse perdonar por las mujeres. Lo había hecho toda su vida. Minimus era el hijo más pequeño, el menor, de una numerosa familia, el más consentido, el que siempre se salía con la suya, cosa que ni sus hermanos ni hermanas habían conseguido. Tenía una personalidad tan encantadora que las mujeres se lo perdonaban todo. Los hombres, en especial los maridos, no siempre perdonaban a Minimus. Ni los padres.

Su familia no se había escandalizado cuando Minimus decidió ser pintor. Toda la familia poseía talento. Su abuelo Nathaniel había estudiado derecho y había ejercido de procurador en Southampton. Su padre también había estudiado la carrera de derecho, pero se había instalado en Londres y había prosperado. El hermano mayor era cirujano, el siguiente un catedrático. Dos hermanas suyas se habían casado con hombres ricos de la población, eran ellas quienes proporcionaban a Minimus unos modestos ingresos que le permitían ejercer su profesión sin pasar apuros económicos.

Hacía tres años, Minimus había llegado al Forest y le había entusiasmado. No era el primer artista que se sentía cautivado por él. Si Gilpin había escrito en el siglo pasado sobre la pintoresca belleza del Forest, numerosos pintores y escritores lo habían visitado en los últimos años. El capitán Marryat, el autor, cuyo hermano había adquirido una casa junto a la ruta de los contrabandistas conocida como Chewton Glen, había inmortalizado esta región en su obra Los hijos de New Forest, escrita veinte años atrás.

—¿Es quizás el juego de luz sobre el páramo o la belleza de los robles que les atrae a ustedes, los artistas, a este lugar? —había preguntado en cierta ocasión una anciana a Minimus.

—Ambas cosas, pero principalmente es el ferrocarril —había respondido él.

El hecho de que el Forest estuviera lleno de humildes Furzeys que sin duda eran parientes suyos ni le turbaba ni le interesaba especialmente. Minimus poseía una insensata inocencia con respecto a las normas sociales. No es que despreciara los tabús sociales: tenía una vaga idea de su existencia. Si algo le apetecía, Minimus solía hacerlo y le asombraba sinceramente que la gente se enojara con él. Esto incluía sus relaciones con las mujeres.

Minimus no se proponía deliberadamente seducir a las mujeres. Éstas lo encontraban encantador. Si se sentían subyugadas por su juvenil inocencia, si les parecía poético y deseaban protegerlo, o si de improviso él se sentía atraído por una hermosa joven, para Minimus todas esas cosas eran prodigios de la naturaleza. No se paraba a pensar en si eran unas damas o unas campesinas, casadas o solteras, experimentadas o cándidas. Para Minimus, todas las cosas eran maravillosas y no comprendía por qué el resto de la gente no obraba con la misma despreocupación que él.

Prefería la zona occidental del Forest, y había hallado una bonita casa cerca de Fordingbridge que se había puesto a decorar con entusiasmo. En las paredes colgaban pinturas y acuarelas realizadas por él; había construido un anexo consistente en una biblioteca y un estudio repleto de especímenes de plantas e insectos, por los que sentía un interés científico. Ahora bien, la habitación en la que se sentía más a gusto era la alcoba situada en el piso superior.

Lo había hallado durante uno de sus paseos, cerca de Burley. Había visto una vieja casa rústica, muy deteriorada por un incendio, que unos hombres se disponían a demoler. Llevado por su insaciable curiosidad, Minimus había entrado en ella. Arriba, expuesta al cielo raso, cubierta de cenizas y con las vigas chamuscadas, había observado la forma de un lecho en un estado lamentable, pero no destruido. La vieja y oscura madera de roble había sobrevivido al fuego. Después de limpiar las cenizas, Minimus se había percatado de que el tosco lecho estaba magníficamente tallado. Y cuando los hombres lo transportaron abajo, Minimus comprendió que había dado con un tesoro. Ardillas y serpientes, ciervos y ponis, el lecho estaba decorado con todos los animales que poblaban el Forest.

—Es preciso conservarlo —declaró, y por unos pocos chelines Minimus había adquirido el lecho y lo había transportado a su casa, donde lo había restaurado para su propio uso. Así, el lecho de Puckle halló un nuevo hogar.

La señora Albion llevaba esperándole un buen rato en la iglesia. Pero sabía que era inútil enojarse, pues Minimus jamás era puntual. En el cavernoso espacio, bajo la cálida luz que se filtraba a través de las vidrieras de intensos colores, había tenido tiempo de reflexionar en los motivos que habían llevado a su hija Beatrice a casarse con Minimus Furzey. El muchacho era casi diez años más joven que Beatrice. Y ésta había tenido que afrontar la feroz ira de su padre.

—Sólo quiere casarse con él porque está convencida de que no hallará marido —había tronado el coronel Albion.

—Nuestra hija va a cumplir treinta y cinco años —había señalado suavemente la señora Albion.

—Ese hombre es un aventurero vulgar y corriente.

El hecho de que Minimus perteneciera a la misma familia que algunos de sus arrendatarios más humildes no podía complacer a Albion, pese a ser un casero amable y comprensivo. Trastocaba el orden natural de las cosas. Sin oficio ni más beneficio que la caridad de sus hermanas, era innegable que se trataba de un aventurero.

Con todo, la señora Albion sabía muy bien que Minimus no se había casado con su hija por ese motivo. La cantidad de dinero que su marido iba a legar a Beatrice era modesta, y el hecho de que éste se hubiera negado a incluirla en su testamento no había afectado a Minimus. La señora Albion sospechaba que Furzey tenía menos interés en casarse con Beatrice que ella con él.

—Ese condenado joven la considera un ama de llaves gratuita —había protestado el coronel, y la señora Albion sospechaba que quizá no anduviera muy equivocado. Ciertamente, sorprendió la forma en que vivían, pues sólo disponían de una asistenta que iba a limpiar la casa y a prepararles la comida. Hasta el más modesto tendero en Fordingbridge disponía de una o dos sirvientas domésticas.

Pero ¿qué había visto Beatrice en él?, se preguntó la señora Albion. Y como en respuesta a su pregunta, la puerta de la iglesia se abrió y apareció Minimus Furzey, aureolado por el dorado resplandor del sol.

—¿Está sola? —inquirió él al tiempo que cerraba la puerta.

—Sí. He venido sola. —La señora Albion sonrió y, durante unos momentos, tuvo que contener la absurda agitación que sintió en su pecho cuando el joven se acercó a ella.

Minimus echó una ojeada por el interior de la iglesia.

—Un extraño lugar para citarnos. —Su melodiosa voz produjo un breve eco que se disipó enseguida en el silencio que les rodeaba—. ¿Le gusta?

La nueva iglesia que había sustituido a la estructura del siglo XVIII sobre la colina de Lyndhurst consistía en un edificio Victoriano alto y abigarrado, de ladrillo rojo, con una torre. La torre la habían terminado hacía poco y se alzaba, cual un monumento a la respetabilidad y el orgullo comercial de la época, por encima de los robles de la antigua mansión real situada en el corazón del Forest.

—No estoy segura. —La señora Albion no quiso pronunciarse en un sentido o en otro, por si él no estaba de acuerdo.

—Hmmm. Las ventanas son espléndidas, ¿no cree? —Las dos vidrieras que había indicado Minimus, una en el este y la otra en el crucero, eran ciertamente impresionantes. Habían sido diseñadas por Burne-Jones, el pintor prerrafaelista que había visitado el Forest en los últimos años. Con sus gigantescas y vistosas formas, resultaban espectaculares—. Esas dos figuras —dijo Minimus señalando la vidriera del crucero— en realidad fueron diseñadas por Rossetti, no Burne-Jones.

—Ah. —La señora Albion las contempló—. Supongo que conoces personalmente a todos esos artistas.

—Pues sí. ¿Por qué?

—Debe ser… —La señora Albion iba a decir «muy interesante», pero le pareció una banalidad y calló.

La luz que penetraba por la vidriera del crucero arrancaba reflejos dorados al pelo rubio de Minimus.

—Me encanta ese fresco —comentó él.

El inmenso cuadro titulado La virgen sabia y la necia, de Leighton, amigo de Rossetti, dominaba una parte del interior. Al obispo le parecían que las imágenes prerrafaelistas eran demasiado «papistas y ornamentales», pero no obstante las había autorizado. De modo que la señora Albion y Minimus se hallaban en esos momentos admirando ambas vírgenes, la sabia y la necia.

—Te he pedido que vinieras aquí —dijo la señora Albion—, para hablar sobre Beatrice. —La dama respiró hondo antes de continuar—: Quiero pedirte un favor.

Bognor Grockleton estaba de buen humor. Al pasar su mano parecida a una garra por su pálido y bien rasurado rostro para enjugarse las gotas de sudor, sonrió satisfecho.

Para apreciar a Bognor Grockleton —le habían puesto el nombre de la población costera en la que sus padres pasaban las vacaciones— era necesario comprender que obraba de buena fe. Quizá tuviera algo de misionero, o quizá se debiera a la dotación genética de su abuela quien, después de abandonar Lymington, había vivido hasta una edad muy avanzada en Bath; pero sea cual fuera el motivo que impulsaba a Bognor Grockleton a seguir adelante empecinadamente, el caso es que obraba convencido de que era preciso mejorar el mundo. Pocas personas, en la época vitoriana, se habrían mostrados disconformes con esa opinión.

Bognor se había afanado en mejorar el Forest desde que había llegado ahí. Era natural que al poco hubiera hallado un aliado en la persona del agrimensor delegado. Ambos hombres eran muy distintos. Para Cumberbatch el Forest era un bien material, como una mina de carbón o una cantera de guijarros. Los habitantes del Forest eran un estorbo. Si hubiera podido encadenarlos como esclavos de galeras o eliminarlos como a los ciervos que sobraban, con toda probabilidad lo habría hecho. Según Grockleton, los habitantes del Forest necesitaban ayuda. Muchos de ellos habitaban en humildes chozas y sólo tenían media hectárea. Era una forma de vida primitiva. Incluso los mejores, como los Pride de Oakley, conseguían ganarse un modesto sustento porque se aprovechaban de los recursos que ofrecía el Forest, lo cual representaba un tremendo despilfarro. Cuando el Forest fuera administrado de forma económica habría trabajo para muchos de ellos en la industria maderera. Algunas de las alquerías más grandes situadas en los límites del Forest lograrían sobrevivir. Las factorías y empresas que se establecían en Southampton y los mercados locales como Fordingbridge y Ringwood absorberían al resto. El nuevo mundo centrado en la productividad sería infinitamente mejor. Cuando las gentes del Forest lo comprobaran por sí mismas, se convencerían.

La visita a la Cámara de los Lores en Londres había sido interesante, pero aunque el comité selecto no había dado a conocer todavía su veredicto, él no tenía duda de cuál sería el resultado. Las plantaciones continuarían. Era necesario. Esto era el progreso.

Le había satisfecho que Cumberbatch pusiera a su disposición al joven George Pride para hacerle de guía esa tarde. Si el viejo Pride representaba el pasado, su hijo George era el futuro. Tenía un buen empleo. Desde que los ciervos habían desaparecido los hombres encargados de protegerlos ya no eran necesarios, pero había varios puestos de funcionarios forestales, encargados de atender las plantaciones, que incluían una vivienda. El joven George quizá trabajara para Cumberbatch, pero vivía del Forest y percibía un buen jornal.

—Se afanará en complacerlo —había comentado Cumberbatch con una sonrisa irónica. A su regreso de Londres el agrimensor delegado había llamado a George a su despacho para informarle secamente:

—Quizá no puedas controlar a tu padre, pero no me hizo ni pizca de gracia verlo en el comité. Ojo, que te vigilo. Un paso en falso, al menor indicio de deslealtad te echo de aquí.

De modo que cuando Grockleton se aproximó al lugar de la cita, halló al joven prácticamente en posición firme. Esto habría bastado para predisponerlo a favor de George, pero aunque no le hubiera dispensado ese recibimiento, Grockleton estaba de excelente humor.

Porque se habían citado en el recinto de Grockleton.

Era muy halagador que pusieran tu nombre a un edificio o a una calle. Sin embargo, cuando habían creado este recinto hacía unos años y Cumberbatch le había informado de que le pondrían su nombre, Grockleton había comprendido, asombrado, que esto significaba mucho más: todo un bosque, un lugar que figuraría en los mapas durante las generaciones sucesivas. El recinto de Grockleton: era su mayor orgullo y alegría.

Se encontraba en la región central del Forest, al oeste de Lyndhurst. Ocupaba más de ciento veinte hectáreas. Pero lo que más había impresionado a Grockleton era la madera que habían plantado en él. Pues el recinto de Grockleton consistía casi por entero en pinos silvestres.

Hacía medio siglo que habían comenzado a plantar abetos en el Forest. Por lo general los utilizaban para proteger a los robles o las hayas jóvenes del viento. Aunque en ocasiones cultivaban grandes abetos para utilizarlos como mástiles en las embarcaciones, la marina necesitaba sobre todo madera de roble y haya. Cuando menos antes. Pues los barcos de madera habían empezado a dar paso a los buques de hierro. En Buckler’s Hard ya no construían barcos; sus atractivos astilleros estaban cubiertos de maleza, sus viviendas arrendadas a artesanos y peones.

Desde 1851 las nuevas plantaciones contenían una mezcla de árboles distinta. Los robles y las hayas de crecimiento lento y hojas anchas, cuya madera era dura, había cedido paso al cultivo comercial de árboles de madera blanda que crecían rápidamente, como el pino silvestre y otras coníferas. Aunque reciente, este proceso ya había producido un cambio sutil en la fisonomía del Forest. El antiguo bosquecillo de robles y brezos, con su suave trazado, aparecía interrumpido por las líneas rectas, como en formación militar, de las plantaciones de abetos que durante todo el invierno mostraban un color verde oscuro. Más allá, los pinos se prolongaban hasta el páramo, donde crecían aquí y allá, e incluso brotaban unos arbolitos enanos en las ciénagas de suelo ácido.

Lo que más complacía a Grockleton de su plantación era su prodigiosa eficacia.

—Fíjese en lo juntos que crecen, Pride —comentó con satisfacción. Los árboles habían sido plantados tan juntos unos de otros que cuando caminabas a través de ellos te rozaban sus piñas—. Toda la bondad de la tierra va destinada a ellos. No se pierde nada. —El césped y la maleza que crecían entre los inmensos robles a Grockleton siempre le habían parecido un despilfarro. Las plantaciones de hayas eran mejores: el suelo debajo de las hayas consistía principalmente en musgo. Pero debajo de los pinos no había luz ni espacio. No crecía nada, ni siquiera hierba y musgo. No había vida—. Ésa es la utilidad de la plantación de pinos, Pride —explicó al funcionario forestal—. Un gran adelanto.

—Sí, señor —respondió George.

Anduvieron por el sendero que atravesaba la plantación, admirando su espléndida uniformidad. Cuando el comisionado se sintió satisfecho de lo que había visto, expresó su deseo de dar un paso por la zona septentrional del Forest. Así, conduciendo a sus caballos de las bridas echaron a andar a través del páramo hacia el norte.

George Pride era un joven de aspecto agradable. Su rostro juvenil, bien afeitado, estaba enmarcado por una delgada barbita que le cubría el maxilar y el mentón. Parecía listo y con ganas de aprender. Ésta era una buena ocasión de instruirle y Grockleton no la desaprovechó.

—Comprobará que soy muy franco, Pride —le dijo—. Y me gusta que los demás también lo sean conmigo.

—Sí, señor —repuso George.

—La Oficina Forestal —dijo Grockleton, cuando descendieron por un sendero en la ladera hacia el río conocido como Dockens Water— está haciendo grandes mejoras en el Forest.

—Sí, señor —repuso George.

—Celebro que estés de acuerdo conmigo —comentó Grockleton.

Muchos no lo estaban. El estado de las carreteras en el Forest era un ejemplo típico. Cuando las viejas carreteras de portazgo habían comenzado a deteriorarse, a mediados de siglo, fueron los consejos parroquiales, en buena parte de Inglaterra, quienes tuvieron que asumir la tarea de repararlas. Pero ¿se mostraron las aldeas de New Forest dispuestas a colaborar? Ni mucho menos. Y cuando la gente como él mismo y los caballeros de la Oficina Forestal protestaron, ¿qué fue lo que respondieron las gentes del Forest? «Si la Oficina Forestal quiere carreteras, que las financie ella. Nosotros no las necesitamos.» ¿Qué se podía hacer con gente así?

—No podemos quedarnos rezagados, Pride.

Vadearon el río. Frente a ellos se alzaba una prolongada ladera cubierta de brezos en cuya cima se extendía un tramo del páramo llamado Fritham Plain. Grockleton vio a unas vacas pastando, y cuando llegaron a la explanada, contó una docena de ponis. Grockleton suspiró. Los comuneros y sus dichosos animales: los hombres como el padre de George estaban demasiado apegados a esos animales inservibles. Comprendía que criaran vacas, pero esos pequeños y rechonchos ponis no valían para nada. Por la época en que promulgaron la ley de exterminio de ciervos, el esposo de la reina, el príncipe Alberto, les había prestado un purasangre árabe durante unas temporadas para que lo cruzaran con las yeguas de la localidad. En ocasiones, uno observaba ciertos rasgos árabes en algunos ponis, pero el experimento no había resultado productivo. Por alguna extraña razón, su amigo Cumberbatch se había interesado por los ponis y había mandado traer unas yeguas de otros lugares. No obstante, según Grockleton, esos rechonchos animales seguían presentando un aspecto grotesco.

—No debemos censurar a hombres como su padre por querer mantener a sus animales en el Forest, ¿comprende, Pride? —dijo Grockleton con tono afable—. Es un estilo de vida condenado a desaparecer, pero debemos tener paciencia.

—Sí, señor —respondió George.

—Tengo entendido que aquí arriba hay unas plantaciones nuevas —prosiguió Grockleton—. Me gustaría verlas.

—Sí, señor —contestó George—. Sígame.

No cabía duda, pensó Minimus Furzey: la parte septentrional del Forest era otro mundo. Había varios puntos, por supuesto, en las amplias explanadas situadas más abajo de Lyndhurst, desde las que se contemplaban unas vistas muy hermosas. Pero cuando te dirigías hacia el norte por la loma que dominaba Lyndhurst, pasabas por Minstead y trepabas por la elevada colina hasta el castillo de Malwood, te percatabas de que habías llegado a una ancha escarpadura que se prolongaba hacia el oeste a través de Ringwood. A los pies de la escarpadura se extendía, formando unas plataformas, la zona meridional del Forest; en cambio arriba, en un gigantesco triángulo orientado hacia el noroeste, había una altiplanicie cubierta de brezo que se extendía a lo largo de veinte kilómetros más allá de Fordingbridge hasta Hale.

A Minimus Furzey le fascinaba esta meseta. Allí arriba, en sus límpidos silencios, debajo de la bóveda celestial, se abría un inmenso panorama que se extendía más allá de la altiplanicie: por el este hasta las colinas de Wessex, por el oeste hasta los altozanos azules de Dorset, por el norte hasta los cerros cretácicos de Sarum que se alzaban a lo lejos como un mar. Era un lugar elevado, desnudo, de color castaño y púrpura, una tierra en el cielo, un mundo aparte.

Esa tarde, como hacía a menudo, Minimus había elegido un grato lugar sobre la colina para sentarse y dibujar. Beatrice y él habían subido caminando desde su casa, y ella había continuado a través del elevado páramo mientras él se sentaba a trabajar.

Hacía una temperatura deliciosamente templada. A sus pies, Minimus observó los relucientes lomos de color esmeralda de unos diminutos insectos del Forest conocidos como escarabajos tigre. Al otro lado del páramo y del brezal, oyó los gorjeos de una curruca, los golpecitos secos que daba un culiblanco y los tenues sonidos de un par de aves del brezal. Pero no permaneció solo mucho rato.

La caravana de gitanos que avanzaba lentamente desde el oeste por el sendero no constituía un espectáculo insólito. Nadie sabía con certeza cuándo habían aparecido los gitanos por primera vez en el Forest. Algunos decían que había sido en tiempos de la Armada española, otros afirmaban que había sido más tarde. Sea como fuese, esas extrañas gentes del este que deambulaban por toda Europa ponían una nota de color en el escenario del Forest. Con sus caravanas pintadas de brillantes colores y sus reatas de caballos, atravesaban Fordingbridge para dirigirse siguiendo la ruta prehistórica por los cerros situados debajo de Sarum hacia las ferias de caballos en el West Country.

A menudo, Minimus hablaba con los gitanos que pasaban por allí. En cierta ocasión se había marchado con ellos durante varios días, dejando a Beatrice una nota explicándole dónde estaba. Había regresado con una gran cantidad de dibujos y un nutrido vocabulario de palabras en caló, de forma que en la actualidad, cuando conversaba con ellos, sólo ellos y él sabían lo que decían.

Minimus estaba charlando con el gitano y la gitana cuando vio que se acercaban Grockleton y George Pride.

A Grockleton no le caía bien Minimus Furzey. Era una de las pocas cosas en la que él y el coronel Albion estaban de acuerdo. En el caso de Grockleton, no existía un motivo concreto por la antipatía que le inspiraba el joven: era más bien instintivo. Furzey representaba para él el desorden. Era una lástima que aquel intruso hubiera elegido para ponerse a pintar precisamente el lugar que él deseaba inspeccionar, pero no quería interferirse en su vida. Miró a Furzey y a los gitanos con expresión hosca, desmontó y comenzó a pasearse arriba y abajo.

El lugar que había elegido Minimus se hallaba en el borde de un cerro desde el que la ladera descendía hacia una hondonada pantanosa. Al otro lado de ésta, a medio kilómetro, habían plantado recientemente unos pinos silvestres sobre el brezal y los arbolitos apenas alcanzaban las rodillas. Después de ir a inspeccionar la plantación, Grockleton regresó y se detuvo a contemplar la ladera con aire pensativo.

—Cómpreme un ramito, señor. Unas flores para su esposa.

Grockleton se volvió. La gitana se había acercado a él por detrás. Grockleton observó que sostenía un cestito de flores en el brazo y que había atado los ramilletes con tallos de brezo de color púrpura. Grockleton la miró indignado. Lo más probable es que hubiera robado las flores de un jardín particular, pensó. Las gentes del Forest toleraban ese tipo de cosas, pero por lo a él respecta era un robo. En cuanto a los tallos de brezo, debía de existir alguna ley que prohibiera a esas condenadas gentes que lo sustrajeran.

—Malditas sean tus flores —contestó irritado.

—Es mejor que las compre —terció Furzey—. Si no lo hace, le traerá mala suerte.

—Cuando necesite su consejo, se lo pediré —replicó con aspereza. Luego se volvió hacia George Pride, que estaba un poco apartado y le ordenó—: Obligue a estas gentes a marcharse, Pride.

—Sí, señor —respondió George.

—Cómpreme unas flores, señor —insistió la mujer.

Lo hacía para enojarlo, pensó Grockleton.

Los intentos de Pride de obligar a la mujer a moverse no dieron resultado, pero ella retrocedió hasta donde se hallaba Furzey, el cual dijo algo que hizo que los dos gitanos rompieran a reír. Acto seguido se montaron en su caravana y partieron. Grockleton sabía que lo más indicado habría sido no hacer caso de Furzey, pero la persistente idea de lo que éste pudo haberles comentado a los gitanos no cesaba de rondarle la cabeza. Así pues, después de contemplar el paisaje durante un par de minutos, se dirigió hacia donde se hallaba éste trabajando, echó un vistazo al dibujo y declaró:

—No está mal.

Luego prosiguió y llegó a un lugar donde habían pisoteado unos helechos hasta crear una pequeña plataforma desde la cual contemplar dignamente la escena. Minimus lo observó, sonrió para sus adentros y siguió dibujando. Al cabo de un rato levantó de nuevo la vista.

—¿Sabe usted lo que está pisando? —preguntó.

Grockleton le miró sin comprender.

—Es el nido de un aguilucho hembra. Las gentes del Forest los llaman halcones azules.

—No veo qué tiene de interesante.

—Son visitantes. Unas aves muy raras. A veces transcurren años sin que aparezcan. Éste es uno de los pocos lugares en Inglaterra donde podemos hallarlos. Son uno de los tesoros del Forest, por así decirlo.

—Serán tesoros para usted, Furzey —le espetó Grockleton—. No para otras personas.

Y satisfecho de ver que Minimus se encogía de hombros en un gesto de irritación, Grockleton propinó un puntapié a los restos del nido y echó a caminar de nuevo por el borde de la ladera.

—Sin embargo —dijo al pasar junto al artista—, podemos sacarle provecho a este lugar. —Se detuvo un momento para sonreír irónicamente—. Podemos crear una plantación.

—¿Aquí? Destrozará este lugar.

—No sea necio, Furzey. Aquí no hay nada salvo su nido de pájaros. —Grockleton asintió satisfecho consigo mismo—. Podemos disponerla sobre este cerro y por la ladera. Calculo que serán unas ciento veinte hectáreas.

—No es aconsejable plantar en la ladera —respondió Minimus enojado—. Es una ciénaga.

Grockleton lo miró. No cabía duda de que este Furzey podía ser muy irritante.

—La ciénaga está a los pies de la ladera, Furzey —contestó—. El agua se deslizaba por la ladera y penetra en la hondonada que hay a los pies. Cualquier idiota lo sabe. —Grockleton meneó la cabeza—. Ya sé que no quiere que coloquemos aquí la plantación, Furzey, pero si quiere inventarse objeciones, ¿no podría habérsele ocurrido algo más ingenioso?

—Es una ciénaga —insistió Furzey.

—¡No lo es! —gritó Grockleton. En esto echó a andar ladera abajo—. Es una ladera, Furzey —gritó, pronunciando las palabras deliberadamente, como si hablara con un niño retrasado—. Una ladera y no un… —Pero no terminó la frase, sino que emitió un sonoro chillido y desapareció hasta la cintura.

Existen distintas clases de ciénagas en New Forest. En la región meridional, donde los valles son anchos y poco profundos, las grandes ciénagas de turba que absorben la humedad de la suave pendiente del Forest se extienden a lo largo de centenares de metros. En algunas crecen unos alisos sobre la línea de la torrentera. Ahí crece la hierba morada de los pantanos, mirto, helechos, matas de juncia y juncos. Los bordes están flanqueados con musgos. Pese a siglos de cortarla, en ocasiones la turba en estas ciénagas mide casi dos metros de altura.

En las hondonadas más profundas y angostas de la parte septentrional del Forest hay unas ciénagas más pequeñas. Sin embargo, en los elevados cerros del norte se encuentra un tipo de ciénaga muy distinta. Es el cenagal escalonado.

Su formación es lógica. A medida que el agua se filtraba a través de las laderas superiores, a menudo se topaba con un estrato de arcilla. Al filtrarse a partir de ahí en sentido lateral socavaría el ripio y crearía un saliente, o incluso una zanja en el saliente, desde la que se filtraría hasta el valle, donde, si el drenaje era insuficiente, se formaría una ciénaga. Una cubierta de musgos y matas de hierba morada de los pantanos en la parte principal de la ladera indicaría que se trataba de un brezal pantanoso. Pero hacia la parte superior, donde la humedad era absorbida rápidamente, la cubierta de hierba desnuda podía inducir al incauto a suponer que la ladera estaba seca. ¿Y el saliente? Los siglos lo habían llenado con una turba empapada en agua y lo había cubierto con vegetación. Presentaba el aspecto de una zona llana de ladera, pero en realidad era un profundo lodazal. Esto era el cenagal escalonado. Y Grockleton acababa de caer en uno.

—Se lo advertí —dijo Minimus con tono afable.

Por desgracia, al trepar por la ladera, sucio y empapado, Grockleton vio a Beatrice, que regresaba de su paseo. Lucía un sombrero de paja. Al mirarlo, los ojos azules de Beatrice expresaron preocupación.

—Pobre hombre. A mí también me ocurrió una vez.

Grockleton le agradeció el detalle. Incluso Furzey tuvo la delicadeza de no soltar una carcajada.

Pero George Pride se echó a reír. Aunque no pretendía hacerlo, no pudo contenerse. Por más que se mordió el labio, no cesaba de temblar.

Grockleton lo miró. Si el joven empleado forestal no se hubiera mostrado tan respetuoso durante toda la tarde, su reacción no le habría enojado tanto. Pero al verle reír, Grockleton no pudo por menos de preguntarse si George no se habría estado burlando de él disimuladamente desde que se habían encontrado. Esas condenadas gentes del Forest eran todas iguales. Grockleton se prometió hablar con Cumberbatch sobre el incidente.

Poco después de su matrimonio, Beatrice había empezado a teñirse el pelo. A veces se aplicaba un tinte negro, y Minimus decía que era su morenaza. Con su cuerpo delgado y pálido y sus voluminosos pechos (Minimus decía que eran voluptuosos), Beatrice se había percatado de que si se tendía sobre el lecho tallado dejando que su negra cabellera le cayera sobre los pechos, su marido se excitaba mucho.

A veces se lo teñía de rojo y se lo ondulaba para parecerse a una de las hermosas figuras de un cuadro prerrafaelista. Su rostro poseía una pronunciada osamenta, al estilo clásico, lo cual le permitía lucir airosamente esas transformaciones. Los cambios no eran meramente decorativos, sino que poseían cierta magia. También había una parte importante de cálculo. Cuando Furzey se ausentaba, Beatrice se quitaba la ropa y adoptaba una serie de poses frente al espejo. Luego, por supuesto, volvía a ser la rubia hija del terrateniente que era, y a Minimus también le gustaba así.

La actitud de sus padres ante su estilo de vida, al menos lo que conocían de ésta, era muy distinta. En cierta ocasión en que su padre la vio caminando hacia él por la calle Mayor de Lyndhurst, luciendo una espesa cabellera de rizos de color rojizo, comentó que parecía una ramera y se negó a dirigirle la palabra. La señora Albion, aunque no lo aprobaba, era más curiosa y preguntó a Beatrice por qué se comportaba de ese modo.

—A Minimus le gusta la variedad. —Beatrice pudo haber añadido que ella también se divertía con esas transformaciones, pero no lo hizo.

—A veces temo —se aventuró a decir su madre— que esta afición por la variedad pueda… —Pero no terminó la frase.

—¿Hacer que se fije en otras mujeres? —Beatrice miró a su madre con expresión pensativa—. Es más joven que yo, desde luego. —Sonrió y se encogió brevemente de hombros—. Es un riesgo, madre. Siempre lo he sabido. —Beatrice se detuvo, acariciando el pequeño y ennegrecido crucifijo que le había dado su abuela Fanny—. Le divierto, lo sé. Poseo cierta cultura. —Aunque tenía pocos estudios, Beatrice siempre había sido una voraz lectora en la biblioteca de Albion Park. A muchos jóvenes les parecía incluso demasiado lista—. Dice que soy inteligente.

Una de las cosas que la había atraído de Furzey era el interés que él demostraba por su cerebro. En lugar de deshacerse en alabanzas sobre sus inocentes acuarelas, como hacía su querida madre, él le había enseñado a perfeccionarlas. Si escribía una poesía, él le hablaba de otros poetas, le leía sus obras y le proporcionaba nuevos parámetros con los que juzgar sus trabajos. En ocasiones iban a visitarlos pintores o poetas, y salían todos juntos a dar un paseo o para dibujar al aire libre. De vez en cuando tomaban el tren a Londres, para visitar estudios, galerías o asistir a conferencias. Para Beatrice estas actividades representaban una novedad y le parecían maravillosas.

Lo más sorprendente es que Furzey le había abierto los ojos a los prodigios que contenía el Forest. A ella le encantaba, había vivido toda su vida ahí, pero ahora comprendía que jamás lo había conocido a fondo. Mientras paseaban examinando el suelo, inspeccionando una rama desprendida de un árbol o paseando por una ciénaga en un valle, Furzey emitía de pronto una exclamación y ella observaba a una mariposa remontar el vuelo, un escarabajo u otra diminuta criatura en la que jamás habría reparado anteriormente.

—El Forest es un paraíso natural —le decía él—. Probablemente existen aquí más especies de insectos que en ningún otro lugar de Europa.

A veces salían con redes para atrapar mariposas. Ella había visto a otra gente hacerlo y le parecía que presentaban un aspecto bastante cómico. Pero ahora, cuando regresaban a casa con los especímenes que habían logrado atrapar, los montaban y los catalogaban, y cuando ella leía algunos artículos en revistas naturalistas, algunas notas escritas por su marido inclusive, comprendía que era una labor científica digna de tomarse en serio.

Si Beatrice había esperado muchos años, y rechazado discretamente a varios pretendientes más convencionales antes de conocer a Furzey, no era menos cierto que ella era la primera mujer que él había conocido que estaba dispuesta y capacitada para ser su compañera en la vida. Beatrice había impresionado a los amigos de Minimus, lo cual a él le había complacido. La verdad es que eran muy felices juntos.

—¿Y los niños? —había preguntado recientemente la señora Albion. Le sorprendía que aún no hubieran tenido hijos.

—A Minimus y a mí no nos importa esperar un tiempo. Uno puede tratar de evitar que vengan, ¿sabes?

—Ah.

—Pero hace poco estuve pensando que… Creo que quizá los tengamos dentro de poco. Ya veremos.

—Deberías tenerlos —dijo su madre—. Es preciso.

Y en realidad había sido la perspectiva de tener nietos lo que había llevado a la señora Albion a citarse con Minimus en la iglesia de Lyndhurst. Sus dos hijos estaban en el extranjero, uno en la India; ninguno estaba casado todavía. Desde que se había casado Beatrice apenas se acercaba por Albion Park, y Furzey tenía prohibido poner los pies allí. A la señora Albion le horrorizaba pensar que esta situación perdurara hasta el nacimiento de un nieto. Además, estaba segura de que Beatrice necesitaría dinero.

Hasta la fecha, sus intentos de establecer la paz habían sido en vano. El coronel Albion no transigía. Se negaba a recibir a Furzey. Beatrice apenas se había esforzado porque sabía que a su marido le tenía sin cuidado ver o no a Albion. La única esperanza era que el propio Furzey iniciara un acercamiento. Una carta: seria, respetuosa, incluso humilde. Aunque no se disculpara por haberse casado con Beatrice, por lo menos debía mostrarse agradecido y humilde ante el sacrificio que había hecho Beatrice al casarse con él. Debía solicitar una reconciliación por el bien de su mujer y de sus futuros hijos. Todo esto y más. No era el tipo de carta que a Minimus le resultara fácil escribir. Pero esto era lo que la señora Albion le había rogado que hiciera en la iglesia de Lyndhurst.

Sorprendentemente, dio resultado. No de muy buen humor, y sólo después de que ella hubiera señalado los párrafos más respetuosos en la carta, de la que se sentía francamente orgullosa, el coronel había accedido a regañadientes a que Beatrice y el pintor fueran a cenar.

La cena transcurrió mejor de lo previsto. No hay nada como una desgracia para unir a las personas, y casualmente la víspera de la cena recibieron la mala noticia de la decisión tomada por la Cámara de los Lores. Sus señorías habían llegado a la conclusión, bastante razonable, de que dado que existían dos partes, la Oficina Forestal y los comuneros, cuyos intereses eran diametralmente opuestos, la única solución a largo plazo era dividir el Forest entre ambas partes. Estaban de acuerdo en que los comuneros debían ser tratados con justicia y era preciso impedir que Cumberbatch y sus hombres robaran las mejores tierras.

—Pero eso es lo que ocurrirá en la práctica —comentó Albion de mal humor—. No estoy seguro de que siquiera Pride consiga sobrevivir.

—Si lo he entendido bien —dijo Minimus respetuosamente, afanando en comportarse de forma irreprochable—, el informe del comité selecto no es vinculante.

—Cierto. No es más que una opinión. Pero tiene mucho peso —explicó Albion—. Es posible que el gobierno no tenga tiempo para preparar la legislación sobre el Forest hasta dentro de uno o dos años, pero cuando lo hagan seguramente seguirán las recomendaciones del comité.

—Entonces debemos seguir luchando —sugirió Minimus.

Eso le valió una sonrisa de la señora Albion y un gruñido de aprobación por parte del coronel. Pero Minimus estuvo aún más inspirado con su siguiente ocurrencia.

—Me niego a creer —comentó— que vayamos a dejarnos avasallar por personas capaces de caer en un cenagal escalonado. —Tras lo cual les explicó el reciente accidente sufrido por Grockleton.

El coronel sonrió de gozo.

—¿De modo que se metió en él sin darse cuenta? —preguntó, incrédulo.

—Se lo juro —respondió Minimus sonriendo—. Yo me comporté perfectamente. Se lo advertí. Le dije que era un cenagal. Pero él no me hizo caso. ¡Se hundió hasta las axilas!

A partir de entonces, la cena adquirió un aire decididamente alegre y, después de que hubieran bebido sus copitas de oporto, el coronel, mostrando casi un aire risueño, condujo a Minimus hacia su despacho para conversar con él en privado.

El despacho del coronel Albion expresaba la personalidad de éste, al tiempo que indicaba de forma harto elocuente la situación de New Forest. En las estanterías se hallaban las obras de rigor sobre genealogía e historia del condado, cimientos y puntales del mundo de la aristocracia rural. Había los informes parlamentarios sobre New Forest, del siglo XVIII, encuadernados, un estante con los inventarios en forma de pergamino de la propiedad de los Albion, y varios volúmenes que contenían las actas de tribunal de los guardas mayores de los bosques reales, que el coronel había tomado prestados de Lyndhurst diez años atrás y había olvidado devolver. También había numerosas obras literarias. Junto a una colección de novelas de Jane Austen se hallaban las obras del señor Gilpin, no tanto por sus méritos literarios sino porque el autor había vivido en el mismo condado. Y un ejemplar, regalo de un pariente del coronel dueño de la propiedad de Arnewood donde estaba ambientada la historia, de la obra de Marryat titulada Hijos de New Forest, cuyos numerosos errores técnicos sobre temas relativos al Forest estaban debidamente subrayados y anotados de puño y letra del coronel.

Junto a la puerta colgaba la chaqueta de montar del coronel, de un color rojo vivo. En la actualidad se organizaban dos importantes monterías en New Forest. Una dedicada a la caza del zorro y la otra a los ciervos que, pese a la ley de exterminio de ciervos, aún se encontraban en la zona.

Como recordatorio de los tiempos de las cacerías de ciervos medievales en el Forest, estaban autorizados a lucir la antigua insignia de lord Warden en sus solapas. El coronel Albion, descendiente de Cola el cazador, participaba en ambas.

Sobre la mesa había un estuche que contenía un par de escopetas. Las dos monterías no eran los dos únicos deportes que gozaban de gran popularidad en el Forest. En esta zona comenzaban a proliferar los animales salvajes. Puesto que desde el exterminio de los ciervos no se utilizaban los antiguos pabellones donde residían los guardabosques, Cumberbatch había decidido reformarlos y arrendarlos como pabellones de caza. De un tiempo a esta parte una constante riada de caballeros deportistas viajaban en tren al Forest. Mejor aún, según Albion, eran las oportunidades de cazar aves silvestres en los pantanos a orillas del Solent.

Podría parecer extraño que Albion guardara esos objetos, más propios de tener en su vestidor y en la sala de armas, en su despacho. Pero su esposa probablemente acertaba al pensar que lo hacía porque mientras atendía las cartas que detestaba escribir, le reconfortaba la idea de las futuras monterías en las que participaría.

Mientras Albion revisaba unos papeles que tenía en su mesa, Minimus vio sobre una butaca de cuero el libro de las monterías en el que el coronel apuntaba los resultados de la caza, y comenzó a hojearlo.

Minimus había bebido un poco de oporto: el suficiente para hacerle creer que al coronel Albion le unía una relación más amistosa de lo que era en realidad. Por consiguiente, no se le ocurrió que convenía andarse con cuidado.

—¡Madre mía! —exclamó.

—¿Qué ocurre? —preguntó el coronel alzando la cabeza.

—Miraba la cantidad de animales que ha matado usted. Es impresionante.

El historial del coronel habría hecho ufanarse a cualquier cazador de la época. Las piezas cobradas el año anterior, aparte de los acostumbrados gansos, agachadizas, patos, silbones y chorlitos, comprendía: un cisne salvaje; seis ánades rabudos; cuatro zarapitos y un ostrero.

—Menuda matanza —observó Minimus—. Como siga así dentro de unos años no quedará ni un animal salvaje. ¿Sabe usted cuántos ostreros quedan en las Islas Británicas?

—Pues no —respondió el coronel.

—Yo tampoco. Pero no muchos. —Minimus suspiró—. Si sigue usted así, habrá que ponerle freno —comentó con tono afable.

—Deduzco que no eres cazador —masculló el coronel.

—No, soy un naturalista —contestó Minimus—. A propósito —añadió volviéndose hacia Albion—, ya que parece que nos llevamos mejor, ¿le importa que le haga un comentario sobre el tema de salvar el Forest?

El coronel indicó que le escuchaba.

—Lo enfoca usted mal —dijo Minimus con desparpajo—. Verá —continuó—, si quiere influir en el gobierno tiene que lograr que la opinión pública esté de su lado. Ésa es la clave.

—¿La opinión pública?

Al igual que muchos hombres como él, las opiniones del coronel Albion sobre asuntos políticos no eran tan coherentes como suponía. Cuando se enfrentaba a las demandas de unos comuneros como Pride, que exponían una queja muy concreta, él tomaba partido por ellos. Si leía un artículo en la prensa sobre este asunto refiriéndose a la queja de Pride en términos generales, incluso un término tan inocuo como «opinión pública», a Albion le sonaba a revolución y se ponía de inmediato en guardia.

—Exactamente. ¿Qué sabe el público sobre el Forest? Lo que alcanzan a ver desde el tren. Su belleza, su carácter agreste, su naturaleza virgen. No comprenden lo que hay detrás del hecho de que Pride lleve a sus vacas a pastar, aunque imagino que les agrada como espectáculo. Pero lo comprenden perfectamente cuando les dicen que les van a arrebatar a Pride y el legado que éste representa. Porque el Forest les pertenece, ¿comprende? El Forest pertenece al público.

Si, al comienzo del discurso de su yerno, Albion había vislumbrado cierto elemento de interés, su última afirmación lo había eliminado al instante.

—¡No, señor, no pertenece al público! —El coronel miró sulfurado a Minimus. Luego, tratando de recobrar el autocontrol, añadió—: Para ser precisos, pertenece a la Corona y a los comuneros.

—Pero el público viene aquí, ¿no es cierto? No sólo los caballeros que vienen en tren a cazar aquí. Gentes vulgares y corrientes también vienen a visitar el Forest. Tenderos de Southampton o Londres; incluso obreros, trabajadores especializados que vienen a pasar el día con sus familias.

El coronel Albion había reparado en los pequeños grupos de gentes que se apeaban en la estación de Brockenhurst, para pasear por los extensos prados de Balmer Lawn y chapotear en los arroyos con el fondo pedregoso. No estaba seguro de qué sentimientos le inspiraban. Sabía que Pride y él amaban el Forest y les encantaba pasear todos los días por sus parajes. Si un niño de las calles grises de Londres venía para jugar en el arroyo como habían hecho siempre todos los niños del Forest, no podía reprochárselo. No hacía ningún daño, siempre y cuando no vinieran en masa.

—¿Esa gente es la opinión pública? —gruñó receloso.

—Muchos de ellos tienen derecho a votar. Reciben ideas de los líderes de la opinión pública.

Por lo que respectaba a Albion, en el Forest el líder de la opinión pública era él, pero suponía que no era eso a lo que se refería Furzey.

—¿Y quiénes son esos líderes? —inquirió con aspereza.

—Escritores, pintores, conferenciantes, científicos —repuso Minimus—. Personas que escriben en los periódicos.

—¿Personas como tú? —preguntó Albion, deprimiéndose por momentos.

—Exactamente —respondió Minimus con su habitual campechanería—. Lo que necesita es una solicitud, que los artistas escriban cartas a la prensa. Las nuevas plantaciones destrozan el paisaje. Luego están los naturalistas. Ellos le dirán que el Forest es único. Aquí se encuentra toda clase de especies que no existen en otros lugares. Podríamos organizar una protesta en la prensa, en las universidades. Los políticos temen este tipo de escándalos. En cualquier caso —concluyó Minimus—, si desea salvar el Forest, siga mi consejo. Yo puedo ayudarle, estoy de su parte —añadió para animar a su suegro.

La perspectiva de tener a Minimus de su parte no consiguió animar al coronel Albion.

—Gracias por el consejo —respondió secamente. Luego, al recordar que su esposa se lo había suplicado, respiró hondo y se dirigió a su yerno con tanta amabilidad como pudo—: Hay otra cuestión, Minimus —dijo, forzándose a pronunciar su nombre—, sobre la que debemos hablar. Se trata de dinero.

—¿Ah, sí? Yo no tengo dinero, como supongo que sabe —dijo Minimus.

—Lo sé —contestó el coronel.

—Pero nos las arreglamos. El año pasado vendí unos cuadros. Estoy escribiendo un libro, que confío en que me dé algún dinero.

—¿Un libro? ¿De qué trata?

—De los escarabajos.

El coronel inspiró profundamente.

—¿En caso de que murieras —inquirió esperanzado—, heredaría Beatrice algunos bienes tuyos? ¿Sabes qué sería de ella?

—Le dejo mis cuadros y mis colecciones. Supongo que tendría que regresar a vivir con ustedes. Ustedes la acogerían en su casa, ¿no es así?

—¿Habéis pensado en cómo viviréis si tenéis hijos?

—¿Hijos? Beatrice desea tener hijos, ¿sabe? —Minimus sonrió distraído—. Supongo que corretearán por los campos…

—Pero cuestan dinero. Hay ciertos gastos.

—Quizá —repuso Minimus dubitativo—. Podría pedirle dinero a mi padre. Pero no sé si nos ayudaría. Opina que yo debería buscar un empleo.

El coronel Albion no conocía personalmente al señor Furzey el procurador, pero se compadecía de él. ¿Cómo era posible, se preguntó, que este joven irresponsable se hubiera atrevido a aconsejarle cómo organizar los asuntos del Forest?

—¿Cómo pensáis educar a vuestros hijos?

—Ah, pues no sé. Beatrice y yo queremos educarlos en casa.

—¿A los hijos varones?

Las niñas podían ser educadas en casa, pero los varones eran otra cosa. Algunas familias aristocráticas contrataban a tutores, pero en este caso eso no sería posible.

—Desde luego no los enviaríamos a ninguno de esos nuevos internados —declaró Minimus.

En Inglaterra existían internados desde la Edad Media. Algunos, como Eton y Winchester, contaban con el apoyo de la aristocracia desde el siglo XVIII. Sin embargo, la afición de las clases pudientes de enviar a sus hijos a estas instituciones era un fenómeno reciente, y esos establecimientos habían comenzado a proliferar.

—Son unos lugares espantosos —continuó Minimus—. Impiden el desarrollo intelectual, destruyen la sensibilidad. ¿Sabía usted que azotan a los chicos y les obligan a practicar deportes? ¿Fue usted a uno de esos internados?

El coronel Albion lo miró estupefacto.

—Fui a Eton —contestó fríamente.

—Más a mi favor —dijo Minimus.

—No deseo ver a mi hija vivir de ese modo —dijo Albion enfureciéndose por momentos.

Minimus lo observó con auténtico asombro.

—Lo comprendo —repuso—. Pero si se ha casado conmigo —dijo echando un vistazo a su alrededor y observando los volúmenes sobre genealogía y la chaqueta de montar del coronel—, supongo que fue porque quería alejarse de todo esto. ¿No cree?

El hecho de que este comentario fuera probablemente cierto no contribuyó a mejorar el humor del coronel, que optó por pasarlo por alto.

—Cuando engatusaste a mi hija para que se casara contigo —dijo empleando un tono ofensivo—, ¿no se te ocurrió pensar en su bienestar?

Hasta Minimus notó que el coronel pretendía ofenderle.

—En realidad fue ella quien quería que nos casáramos —respondió—. Ya es mayorcita para saber lo que quiere. A fin de cuentas —agregó—, podía haber venido a vivir conmigo. Yo se lo propuse.

—¿Me estás diciendo —le espetó el coronel rojo de ira— que sedujiste a mi hija y trataste de convencerla para que fuera a vivir contigo?

—Pero me casé con ella —se justificó Minimus—. No es necesario escandalizarse —dijo meneando a cabeza—. Conozco a muchas personas que viven con sus amantes.

—¿Personas? —La voz de Albion ascendió varios decibelios—. Querrás decir personas como tú, ¡artistas! —soltó como si hubiera dicho leprosos—. ¿Y esas personas tienen hijos?

—Por supuesto —replicó Minimus—. Ya le dije a Beatrice que no era necesario que se casara conmigo para tener hijos.

Aquello era el colmo. El rostro del coronel Albion tenía el mismo color que su chaqueta de montar. El hombre no salía de su asombro.

—¡Villano! —gritó—. Eres un… —por más que se devanaba los sesos no hallaba la palabra precisa—, un… —por fin dio con ella—: ¡Un sinvergüenza!

1874

George Pride estaba dedicado por entero a sus recintos. Tenía tres a su cargo.

El trabajo de funcionario forestal era agradable. Se ocupaba de mantener las cercas y el sistema de drenaje en buen estado. Eso era sencillo. Más interesante era la intendencia del bosque, la labor de supervisar la tala, replantación y poda de los árboles. Asimismo, se encargaba de asignar las partes sobrantes de los árboles a los comuneros con derecho a utilizar madera del Forest, y a supervisar la corta de turba en los pantanos y helechos en la zona.

Cada funcionario forestal percibía quince chelines semanales y una vivienda con una dehesa para su poni. Tenía derecho a llevar a pastar una vaca en los prados del Forest todo el año y a disponer de cierta cantidad de helechos para la cama de los animales y turba para encender fuego.

En la actualidad había doce funcionarios forestales. Los recintos que George Pride tenía a su cargo se hallaban en terreno elevado, a unos cinco kilómetros al este de Fordingbridge. Era una zona muy hermosa, desierta. A tres kilómetros al este, sobre una colina boscosa, alejada de la civilización, se encontraba la aldea de Fritham. Los antiguos librecambistas solían subir allí desde Smuggler’s Road, según decían los viejos lugareños. Pero el servicio de guardacostas logró acabar con ese negocio antes de que George naciera y hoy en día Fritham era un lugar donde la gente respetaba la ley. Aparte de esto, todo aquel terreno era una maravillosa zona agreste.

Los recintos de George Pride eran una delicia. Aunque las plantaciones de coníferas resultaban un tanto insulsas, los recintos en los que habían plantado una mezcla de robles, hayas y castaños eran preciosos. Como los animales no podían pastar en ellos, en mayo estaban tapizados de campánulas. En ellos crecían aguileñas, violetas y primaveras. En un lugar, George había incluso plantado lirios del valle.

George se sentía muy orgulloso de sus cercas, tanto las de los recintos como las que rodeaban su casa. Quería que fueran de excelente calidad, de modo que había ido a Burley y se las había encargado a Berty Puckle.

Las cercas de Berty Puckle eran distintas de todas las demás. Para empezar, construía las tablas como era debido.

—Algunas personas —decía Puckle— adquieren las tablas en los aserraderos, donde las sierran. —Esta última palabra la pronunciaba con tono de profundo disgusto. Para construir una tabla, según explicaba Puckle, había que tomar un trozo de madera y partirlo con cuidado con una cuña y un martillo. Trabajando con delicadeza, siguiendo la fibra de la madera, un carpintero hábil construía unas tablas delgadas como el papel, consiguiendo mucho más de la madera que cualquier patán con una sierra. Pero duraban eternamente—. Lo natural es mejor —afirmaba—. Lleva más tiempo pero dura más.

Su especialidad eran las puertas de los cercados.

—Creo que se me ocurrió la idea cuando era niño —explicó una vez a George—. En Buckler’s Hard. Mi abuelo aún trabajaba allí, aunque mi padre se había trasladado a Burley. En aquel entonces era un anciano. Íbamos a verle y recuerdo los nudos de roble que utilizaban para construir los barcos, como ménsulas, para sostener las cubiertas. Son tan fuertes que no se pueden partir. Eso fue lo que me dio la idea.

Para sus puertas, Berty Puckle utilizaba dos ramas en forma de horquilla a fin de construir el ángulo recto y la vertical. A continuación, encajaba otros fragmentos de madera, ensamblados a cola de milano, que clavaba con unas estacas de madera o unos clavos hasta que la puerta parecía más un objeto natural que fabricado por el hombre. A veces utilizaba un fragmento nudoso y complejo y le daba la forma que deseaba. Podías reconocer una puerta construida por Berty Puckle a cien metros de distancia. George Pride tenía quince de esas puertas.

Pero eran precisamente los recintos, con sus cercas y sus puertas, los que proporcionaban a George su único quebradero de cabeza serio. Pues ésa era la otra parte del trabajo del guarda forestal: tenía que custodiarlos.

Y eran atacados con frecuencia.

Después del fracaso en la Cámara de los Lores, el Forest había tenido un golpe de fortuna. Un miembro del Parlamento, un tal profesor Fawcett que se había interesado en la zona, había promulgado una resolución deteniendo la construcción de más recintos y la tala de árboles centenarios hasta haber elaborado una nueva legislación. El gobierno estaba encabezado por el señor Gladstone, un liberal, quien se resistía a atacar a los comuneros.

Así pues, el Forest obtuvo un respiro. Pero nadie sabía cuánto duraría. Y si los hombres como el coronel Albion y lord Henry se preparaban para la próxima batalla en el Parlamento, las gentes del Forest no vacilaban en expresar lo que sentían.

Prendían fuego a los recintos y robaban las cercas.

En esos años de incertidumbre, una vez que habían logrado ponerle freno a la odiosa Oficina Forestal, no era de extrañar que las gentes del Forest se desquitaran provocando algún que otro incendio. Cumberbatch había contratado a más hombres como alguaciles, aunque por supuesto no sirvió de nada.

—Todavía no hemos llegado a tus recintos, ¿eh, George? —comentó jovialmente en cierta ocasión un habitante del Forest a Pride. Era un hombre alto y corpulento con el que uno procuraría no enzarzarse en una pelea.

—No. Y espero que no lo hagáis —contestó Pride.

—Yo que tú no me preocuparía —replicó el otro—. No dejes que eso te quite el sueño.

—No sé qué haré si se presentan —confesó George a su esposa—. Pero no dejaré que destrocen mis recintos.

Aparte de esos problemas, eran unos años felices. Sus hijos crecían. Gilbert, su primogénito, había cumplido diez años. Cuando observaba al chico regresar tan feliz y contento después de haber atrapado a unos conejos, o bajar corriendo a unos de los arroyos del Forest, George evocaba su infancia, lo cual le producía una profunda satisfacción.

Tenía cuatro hijos, pero George solía llevarse a los dos mayores, Gilbert y Dorothy, cuando salía a dar una vuelta por el bosque. A veces bajaban a unos de los arroyos de color ámbar y caminaban por los prados en los que se instalaban los ponis para zafarse de las moscas, para protegerse, como decían las gentes del Forest. De pronto veían a un martín pescador deslizarse a toda velocidad o la pequeña trucha del Forest, y George les contaba todo cuanto sabía sobre las leyendas del Forest.

Si se veía a sí mismo en Gilbert, no habría sabido decir a quién se parecía Dorothy. La niña poseía los mismos rasgos que su esposa, pero su cuerpo alto y delgado se parecía más a los Pride. Tenía los ojos de un azul tan intenso que eran casi de color púrpura. Cuando George la observaba ayudando a su madre con las faenas de la casa, horneando tortas y pan, o preparando jalea de manzanas en otoño, se sonreía pensando en que sería una magnífica esposa para el afortunado que se casara con ella. Pero Dorothy también sabía correr como un gamo. Gilbert aún no era capaz de atraparla. George se sentía más orgulloso de ella de lo que imaginaba.

Un día de verano, cuando Dorothy tenía nueve años, George había descubierto algo sobre sus sentimientos que le había turbado.

Un ciervo había conseguido colarse en uno de los recintos y George, que estaba autorizado a hacerlo, lo había matado de un disparo. Después de que su esposa y él lo hubieran desollado y troceado, George había llevado las ancas del animal a Fritham, donde el mesonero del Royal Oak —el único hostal a varias leguas a la redonda en esa zona del Forest— había accedido a ahumarlas. Una vez ahumadas, la mujer del mesonero envolvería los restos del venado en un trapo y los colgaría en la amplia chimenea de su casa, para que las moscas no los alcanzaran.

Un soleado día de agosto, conduciendo al poni por la brida, George había ido a recoger el venado a Fritham con su hija. Al llegar a Fritham, había bebido unos vasos de sidra y había charlado un rato con el mesonero del Royal Oak, tras lo cual, después de cargar el venado a lomos del poni, había emprendido satisfecho el camino de regreso a su casa. Dorothy saltaba y brincaba bajo el sol. Las ancas ahumadas del venado golpeaban los flancos del poni. Pasaron frente a un saliente rocoso junto al que crecían unas matas de aulaga, y George había observado a Dorothy acercarse corriendo como una pequeña salvaje. George se había echado a reír de gozo.

Cuando la oyó gritar, supuso que la niña había tropezado con una mata de aulaga y había caído al suelo. La llamó para que regresara y siguió caminando, mientras llevaba al poni de la brida. Pero cuando la oyó gritar de nuevo, George se detuvo.

—Es una serpiente —exclamó la niña.

Una víbora. En el Forest había unas serpientes inofensivas que se deslizaban por la hierba, pero también había víboras. George corrió hacia su hija.

—¿Era muy grande?

La niña asintió y señaló un agujero en el suelo, a pocos metros. La serpiente había desaparecido.

Dorothy indicó el lugar donde la serpiente la había mordido en la pierna. Estaba hinchado. George observó las huellas de los colmillos de la serpiente. Una mordedura de una víbora de gran tamaño podía ser muy grave para un niño. Tomó el cuchillo que siempre llevaba consigo.

—Siéntate —ordenó George a su hija—. ¿Ves el poni?

La niña asintió.

—Míralo —dijo George—. No le quites los ojos de encima.

Dorothy obedeció. George le practicó un corte en la pierna. La niña se tensó, pero no gritó. George hundió de nuevo el cuchillo. Luego succionó el veneno, lo escupió y volvió succionar. Notó el sabor del veneno, un sabor acre y repugnante.

George siguió practicando la cura durante un cuarto de hora. Dorothy temblaba como una hoja, pero no rechistó. Luego George la sentó sobre el poni y la condujo a casa. Cuando regresaban a casa, George se percató de que la quería más que a sus otros hijos.

Un día lluvioso de febrero: la señora Albion, montada en un pequeño carruaje cubierto, circulaba por el sendero que pasaba por Brook, llevando un paquete secreto a su casa. Estaba ansiosa por llegar antes de que el tren en el que viajaba su marido hiciera su entrada, envuelto en una nube de vapor, en la estación de Brockenhurst.

Las ventanillas del coche estaban empañadas, de modo que la señora Albion bajó y se asomó.

A veces, en invierno, da la impresión de que todo el Forest se convierte en agua. Una espesa bruma envolvía los árboles, adhiriéndose a los troncos cubiertos de parras de los vetustos robles, filtrándose en los intersticios de las ramas partidas, empapando la madera que comenzaba a ablandarse. El suelo del Forest estaba encharcado. Grandes charcos cubrían los senderos, los prados y las explanadas tapizadas de hojas, cubriéndolo todo con un lodo turboso de color pardo. En lo alto, abajo, en todas partes, la intensa humedad parecía dispuesta a calar hasta el alma. El Forest presentaba con frecuencia este aspecto durante los meses de la temporada invernal.

Ella había ido a visitar a sus nietos. El coronel Albion y Minimus no se habían vuelto a encontrar después de aquella entrevista. La ruptura no era del todo formal. Si alguien mencionaba al coronel en presencia de Minimus, éste se encogía de hombros y decía: «Me grita.» Si alguien cometía la imprudencia de hablar de Minimus al coronel, éste no decía nada, pero su rostro se arrebolaba peligrosamente. Puede que Minimus se sintiera un poco cansado de su distanciamiento; quizás Albion se sintiera un poco triste. Pero aun así no se encontraban. Y no había dinero.

En realidad, había un poco de dinero. La señora Albion era muy hábil a la hora de sisar pequeñas cantidades del dinero que le daba su marido —el suficiente para comprar ropa y contratar a una sirvienta—, las cuales entregaba a su hija durante sus visitas clandestinas a la casa cerca de Fordingbridge. No es que su marido le hubiera prohibido de forma expresa que fuera, pero ella había optado sabiamente por ocultarle esas visitas. Si el coronel Albion se encontraba con su hija en la calle, cosa que ocurría rara vez, la saludaba con una seca inclinación de cabeza, pero no se detenía. No conocía a ninguno de sus dos nietos de corta edad.

—Los están criando como ateos, en compañía de gentuza —había comentado el coronel malhumorado.

Era cierto, y a la señora Albion le escandalizaba que ni el hijo ni la hija de Beatrice hubieran sido bautizados.

—Sin duda —había afirmado el coronel—, seguirán el ejemplo de sus padres. No hay solución.

El coronel había ido a ver al abogado de la familia. Los Furzey habían sido, al mejor estilo de la época, excluidos de su testamento. El hijo mayor del coronel se había casado hacía poco. Tenía un hijo. El futuro de la familia residía allí. La mayoría de hombres en su situación habrían hecho lo mismo que él. De este modo sobrevivían las familias.

Los hijos de Beatrice eran rubios y hermosos. Poseían una gran inteligencia. Debido a que sus padres se interesaban por esas cosas, habían aprendido a leer y a escribir antes que muchos niños. Si correteaban por el Forest, para expresarlo en palabras del coronel, cual pequeños ateos, ese sistema de vida parecía sentarles divinamente.

No obstante, la casa de los Furzey era un desastre. No había vuelta de hoja. La víspera, la sirvienta ya no pudo más y se había despedido. No tenían niñera, sólo una criada, una chica del orfanato de Sarum que trabajaba para ellos en la minúscula cocina. Beatrice no sabía qué hacer. La señora Albion había tenido la genial idea de que contratara a Dorothy, la hija de George Pride.

Beatrice conocía bien al guarda forestal. La hija tenía unos doce o trece años.

—Iré a verles mañana —había informado a su madre. Siendo hija de los Pride, la señora Albion estaba segura de que sería una chica sensata y una buena influencia sobre los niños.

Pero la auténtica misión de la señora Albion ese día era más sibilina. Nunca había perdido la esperanza de atraer a los Furzey al redil familiar, pero sabía que sería una campaña larga y meticulosamente organizada. Su estrategia, aquel día, consistía en ejecutar dos actos deliberadamente engañosos. El primero era cumplir un favor que había pedido a su primo Totton, el hijo de su tío Edward, que vivía en Londres. Éste había accedido y ella llevaba su carta consigo. El segundo era el contenido del paquete marrón que yacía en el asiento del coche junto a ella.

El coronel Albion se mostraba de un talante meditabundo cuando llegó a su casa aquella tarde. La jornada en Londres había resultado más memorable de lo que había supuesto y tan pronto como llegó a Albion Park se apresuró a dar la noticia a su esposa.

—¡Gladstone ha dimitido! El gobierno ha caído. —La noticia era grave.

Lo cierto era que Gladstone le tenía sin cuidado, pero las consecuencias de su dimisión se dejarían sentir en el Forest.

—Todo indica que perderá las elecciones —declaró el coronel—. Lo cual significa que perderemos nuestra protección.

Era una cuestión técnica, constitucional, pero importante. La resolución adoptada en la Cámara de los Comunes que prohibía la creación de nuevos recintos sólo era vinculante para el actual Parlamento. Cuando los comunes fueran convocados de nuevo después de las elecciones, sería un Parlamento nuevo.

—Puedes estar segura de que la Oficina Forestal lo sabe tan bien como nosotros —dijo el coronel con gesto hosco—. Cabe esperar lo peor.

En el Forest no habían permanecido cruzados de brazos. Los terratenientes de la Asociación de New Forest habían preparado su caso de forma asidua. Otro grupo, la Liga de los Comuneros, que representaba a las gentes modestas, también había comenzado a moverse.

—Plantaremos batalla —afirmó el coronel.

Después de cenar su esposa le mostró la carta y el paquete.

—Mira lo que nos ha enviado mi primo Totton —dijo ésta—. Es muy amable de su parte.

La carta anunciaba que su primo había visto un cuadro en una galería. No estaba firmado, por lo que ignoraba quién era el autor del mismo, pero estaba casi seguro de que la escena que plasmaba pertenecía a New Forest. Había supuesto que les agradaría.

El coronel Albion emitió un gruñido. Los cuadros no le interesaban especialmente, pero por cortesía a Totton lo examinó.

—Es una vista desde el castillo de Malwood —declaró—. Ésa es la iglesia de Minstead. —El hecho de que no lograra identificar el terreno espoleó su interés. El coronel inspeccionó el cuadro más de cerca. Mostraba una puesta de sol estival. Al cabo de unos momentos sonrió.

—Sí, es exacta —dijo—. La luz. La ha plasmado a la perfección.

—Me alegro de que te guste.

—Me gusta mucho. Es estupendo. Ha sido muy amable por parte de Totton enviárnoslo. Mañana le escribiré unas líneas.

—No sé dónde colgarlo. —La señora Albion se detuvo—. Podría colocarlo en una de las alcobas. —Hizo otra pausa.

—Me gustaría tenerlo en mi despacho —dijo el coronel—. A menos que prefieras colgarlo en otro sitio.

—En tu despacho, sí. ¿Por qué no, Godwin? Celebro que quieras ponerlo ahí.

Aunque él no lo sabía, el coronel acababa de contemplar su primer Minimus Furzey.

El coronel Albion estaba en lo cierto respecto a las elecciones. Gladstone perdió. En marzo se formó un nuevo Parlamento. Al cabo de unas semanas, Cumberbatch y sus hombres comenzaron de nuevo a talar árboles. George Pride se había visto forzado a contemplar cómo abatían un vetusto roble junto a la piedra de El Rufo.

—Lo ha hecho para demostrar su poder —dijo a su esposa con tristeza.

Sus recintos estaban en buen estado. Ese mismo año iban a podar los árboles de una de las plantaciones; de modo que cuando Cumberbatch lo llamó y exigió que le entregara una lista de los árboles que iban a talar, George no tuvo dificultades en informarle.

—Es usted un buen hombre, Pride —dijo el agrimensor asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Es posible que le entreguemos pronto una nueva plantación para que se ocupe de ella. El señor Grockleton sugirió que drenáramos algunas de esas ciénagas y plantáramos árboles.

—Sí, señor —respondió George.

Aparte de esto, la primavera transcurrió sin novedad. La joven Dorothy se alegraba de trabajar para los Furzey.

—Es una casa un poco rara —informó a su padre. Pero los Furzey eran muy amables con ella y sentía afecto por los niños—. En ciertos aspectos, se crían como todos los niños del Forest —comentó.

Beatrice le caía bien.

—Se nota que es una dama, papá. Pero no le gusta vivir como una dama. —Minimus le parecía un tanto extraño—. Pero es asombroso la de cosas que sabe.

George a veces se preguntaba cómo se las había arreglado ese pintor para casarse con la hija del terrateniente. Todo el Forest sabía que los dos hombres no se hablaban.

—Son peores que papá y yo —solía decir George. Pues aunque los dos Pride seguían evitándose, cuando se encontraban no se negaban a dirigirse la palabra.

La primavera dio paso al verano y en el Forest todo seguía en paz.

Se habían encontrado a medianoche junto a Nomansland, la aldea más remota en el límite septentrional del Forest. Habían cabalgado a lomos de sus ponis a la luz de las estrellas y de una luna en cuarto creciente a través del páramo, pasando frente a Fritham, como una caravana de contrabandistas de los buenos tiempos. Eran una docena, todos hombres del Forest, encabezados por el individuo alto y corpulento que había hablado con George en Lyndhurst.

Cuando llegaron a los recintos de George se detuvieron y cortaron un poco de aulaga y unos helechos secos para encender un pequeño fuego. Portaban unas antorchas cubiertas de brea. En diversos puntos junto a la cerca colocaron unas pilas de ramas y hojas secas para que ardiera.

—Creo que podremos encender una buena hoguera aquí —dijo el individuo corpulento.

—¿Y las puertas? —inquirió uno de ellos.

—Berty Puckle construye unas puertas magníficas —contestó el otro—. No quisiera quemarlas. Sería un crimen. —Al tipo corpulento le gustó el chiste que había hecho—. Eso sí sería un crimen —repitió soltando una carcajada—. ¿No crees que eso sería un crimen, John? —En la oscuridad se oyeron varias risotadas—. Pero podríamos llevarnos algunas de esas puertas. Nos serían muy útiles.

Al cabo de unos minutos habían logrado desmontar varias de las puertas más pequeñas.

—Bien, ya podemos empezar —dijo el tipo corpulento, y los hombres que portaban antorchas comenzaron a encender los fuegos.

Habían prendido fuego a medio kilómetro de cercado cuando en esto apareció George Pride. Portaba una escopeta.

Los hombres lo recibieron con gritos y rechiflas.

—Aquí viene. Vamos a tener problemas. ¡Eh, George!

Pero George no sonreía.

Ni tampoco el individuo corpulento.

—¿No te dije que te quedaras en la cama? —le increpó.

George no dijo nada.

—Vete a casa, George —dijeron varias voces—. No queremos hacerte daño.

Pero George meneó la cabeza.

—Dejad de quemar mis cercas —protestó.

—¿Qué vas a hacer, George? —preguntó el tipo forzudo con voz estentórea—. ¿Vas a matarme a tiros?

—No, mataré a tu poni.

Se produjo un silencio.

—No seas estúpido, chico —dijo una voz.

—Si mato a unos cuantos ponis —replicó George—, no sólo tendréis que regresar a casa a pie, sino que tendréis que explicar al agrimensor delegado qué hacían vuestros ponis aquí.

—Podrías errar el tiro y matarme a mí, George —apostilló otra voz en la oscuridad.

—Es cierto —contestó George.

—Esto no me gusta, George —dijo el tipo corpulento.

—Ya lo supongo —respondió George.

Los hombres se marcharon y George derribó las cercas que ardían y comprobó que, de milagro, sólo había perdido unos pocos árboles.

—¿Quiénes eran? —preguntó Cumberbatch a la mañana siguiente.

—Se marcharon —respondió George.

—Sabemos quién es el cabecilla, Pride. Tuviste que verlo. Sólo tienes que decirnos quién es.

—No puedo, señor Cumberbatch —contestó George mirándolo a los ojos—. Mentiría porque no le vi. Se marcharon cuando vieron la escopeta.

—Mientes.

—No, señor.

Cumberbatch lo observó con curiosidad. ¿Era George Pride un hombre leal del Forest? De haber estado de lado de los incendiarios, podría haber fingido que estuvo dormido durante todo el episodio. Pero era evidente que no lo había hecho.

—Tienes una hora para cambiar de opinión —dijo Cumberbatch indicándole que se retirara.

Una hora más tarde, George Pride dijo lo mismo y Cumberbatch lo despachó a casa.

—¿No podrías darles al menos uno de los nombres? —le preguntó su esposa. Pero George tampoco le dijo nada a ella. El riesgo era demasiado grande.

Ni siquiera podía decirle que una de las voces que había oído en la oscuridad era la de su propio padre.

Al día siguiente despidieron a George Pride del trabajo.

1875

El comité selecto de la Cámara de los Comunes que se reunió en verano de 1875 emprendió la investigación más exhaustiva de la administración del Forest desde los tiempos en que lo fundó Guillermo el Conquistador. Durante once días, llamaron a declarar a las siguientes personas: Esdaile y Eyre, el profesor Fawcett, Cumberbatch y otras muchas. El presidente del comité, el señor W. H. Smith, había tenido una papelería y una librería y, tras haber ganado una fortuna, se había dedicado a la política y había demostrado ser un notable estadista. Era un hombre justo y riguroso. Si el gobierno se proponía legislar para New Forest, tenían que contar con excelentes asesores. Pues la opinión pública estaba muy preocupada.

El coronel Albion no podía por menos de reconocer que lo que había ocurrido el año anterior era realmente extraordinario. Cuando Esdaile y lord Henry le convencieron de la necesidad de conseguir el apoyo de la opinión pública, él había ido diligentemente a su club en Londres y había hablado con toda clase de personas como él mismo que habían escrito unas cartas bien argumentadas a The Times. Las cuales habían surtido efecto. Pero él no había estado preparado para las protestas públicas provenientes de otras fuentes. Si el señor Esdaile dominaba el caso legal de los comuneros, el terrateniente de la región septentrional del Forest, el señor Eyre, había hecho gala de una gran brillantez a la hora de recabar el apoyo del público. Científicos, artistas, naturalistas, todos bombardeaban a la prensa con cartas.

—¿De dónde diablos saca a esa gente? —había preguntado con tono jovial.

—De donde puedo —había respondido el señor Eyre—. Ésas son las personas que forman la opinión pública. Son las más necesarias para nuestra causa.

—Ah —contestó el coronel.

Las sesiones del comité habían comenzado. Aunque Albion no iba a prestar declaración, lord Henry había conseguido que asistiera. Le producía una sensación extraña asistir a un proceso como el que había presenciado siete años atrás, cuando había ido a Londres con Pride.

En la familia Pride se había operado recientemente un gran cambio, y a él le había complacido observarlo. Cuando Cumberbatch había despedido al joven George, éste y su padre se habían reconciliado. Albion había regalado a George una casa para que se instalaran en ella él y su familia y le había dado trabajo en la propiedad. No obstante, aunque se alegraba de que la familia Pride hubiera hecho las paces, el incidente del despido de George sirvió para que el coronel se reafirmara en su afán de conseguir que prosperaran las iniciativas para salvar al Forest.

En esta ocasión tenía otro acompañante. Por alguna razón que él ignoraba su esposa había insistido en acompañarlo.

Por lo general se sentía a gusto en compañía de su esposa, pero el quinto día de sesiones, el coronel se mostró no poco irritado cuando, debido a unas compras innecesarias, su esposa había conseguido que llegaran tarde. Cuando llegaron a la sala del comité, ya estaba atestada y tuvieron que sentarse al fondo. El coronel ni siquiera sabía quién iba a declarar aquel día.

Por consiguiente, se quedó estupefacto al oír al señor W. H. Smith dirigirse al siguiente testigo:

—Señor Furzey, tengo entendido que es usted pintor y reside en New Forest.

El coronel Albion deseaba marcharse. Ni siquiera la mano de su esposa sobre su brazo le habría retenido de no ser por el hecho que, si se levantaba en aquellos momentos, habría organizado un desagradable tumulto. Así pues, permaneció sentado, entre intrigado y furioso, mientras Minimus prestaba declaración.

—¿Cree usted, señor Furzey, que New Forest constituye una zona de gran valor para los artistas?

—Sin duda. Permítame hacer hincapié en la solicitud que recientemente ha sido firmada no sólo por mí, sino por algunos de los miembros más eximios de la Real Academia.

La solicitud había obtenido una inmensa publicidad. Muchos de los nombres más ilustres en las artes en Gran Bretaña habían opinado que el New Forest era incluso superior al País de los Lagos en cuanto a belleza natural.

—El Forest posee un carácter agreste decididamente romántico, emana una sensación de naturaleza primitiva intacta sin parangón en el sur de Inglaterra —oyó el coronel decir a Furzey—. El juego de luz sobre los vetustos robledales es extraordinario.

El coronel lo miró pasmado. ¿Era posible que Furzey se saliera con la suya empleando esta florida retórica ante un comité selecto del Parlamento británico? No obstante, algunos de sus miembros asentían con la cabeza.

—Desearía asimismo mencionar el extraordinario recurso que el Forest representa para el naturalista —prosiguió Minimus—. Quizá no lo sepan, pero las siguientes especies…

El coronel le escuchaba sin salir de su asombro. Moscas, insectos, escarabajos gigantes, nombres en inglés y en latín que él desconocía. Furzey enumeró una lista de bichos capaz de aburrir a aquellos caballeros a morir. Pero de nuevo, muchos de ellos asentían con la cabeza. Minimus no paraba de hablar. Exponía unas opiniones que desconcertaban al coronel, utilizaba una terminología que comprendía muy vagamente. Minimus se hallaba en su elemento. Entonces se lanzó a su perorata.

—Esta extraordinaria región constituye un tesoro nacional único. Digo nacional porque, aunque históricamente era el coto de caza de la Corona, en la actualidad es una fuente de inspiración, de estudio y de ocio para las gentes de esta isla. New Forest pertenece al pueblo. Debemos salvarlo para él.

Minimus había terminado. El comité hizo una breve pausa. Los asistentes empezaron a abandonar la sala. Mientras el coronel permanecía sentado, sin saber muy bien qué pensar, el señor Eyre se acercó a él sonriendo.

—Ese discurso fue muy contundente —comentó—. Justamente lo que necesitamos, ¿no cree?

Albion se sentía aún aturdido cuando su esposa lo llevó por la tarde a Regent Street. El señor Eyre y lord Henry habían organizado una recepción allí, y, aunque el coronel sabía que no se sentiría cómodo en el lugar que habían elegido, comprendió que sería una descortesía no asistir. No cabía duda de que la exposición de cuadros inspirados en New Forest que el señor Eyre había organizado en la galería de Regent Street había sido una idea genial, la cual había atraído la atención favorable de la prensa. En Inglaterra existía una gran afición por los cuadros de animales y los paisajes, y desde que la reina Victoria había puesto de moda los paisajes agrestes de Escocia, casi cualquier paisaje que contuviera un páramo o un ciervo hallaba de inmediato un comprador.

Tratando de poner buena cara al mal tiempo, el coronel dejó que lo condujeran al interior la galería.

Al entrar Albion observó que se había congregado un gran número de asistentes. Por fortuna, según pudo comprobar, la mayoría de ellos no parecían artistas, sino personas absolutamente respetables. Al poco entabló una conversación perfectamente razonable con un almirante jubilado de Lymington, en cuya compañía el año anterior había cazado un gran número de patos. El coronel se sentía más animado cuando se fijó en una pequeña pintura de una puesta de sol, vista desde el castillo de Malwood, con la iglesia de Minstead en primer plano.

—Es un cuadro precioso —comentó—. Yo tengo uno igual. No sé quién es el pintor.

El almirante tampoco lo sabía. Pero en esto se acercó lord Henry quien, al examinar el cuadro, miró a Albion perplejo.

—Mi querido amigo —dijo con tono risueño—, no me extraña que le guste. De hecho, es una obra de un excelente pintor. Se llama Minimus Furzey.

La nueva ley del Forest de 1877 había de configurar New Forest durante varias generaciones. Las cláusulas de la ley, basadas en el informe del comité de W. H. Smith, resultaron decisivas para los comuneros.

La Oficina Forestal no recibiría más asignaciones de tierras. Debían proteger los árboles centenarios del Forest y en ningún caso podían talarlos.

Los comuneros, previo pago de la cuota habitual, podían llevar a sus animales a pastar en el Forest todo el año.

Pero el golpe definitivo se hallaba en una cláusula ideada por el propio comité de W. H. Smith.

La antigua orden de guardas mayores de los bosques reales, que había gobernado el Forest en tiempos medievales a través de sus tribunales de Swainmote, iban a adquirir vida de nuevo bajo otra forma. A las órdenes de un guarda mayor oficial de los bosques reales, nombrado por la Corona, seis terratenientes locales serían elegidos guardas mayores de los bosques reales por los comuneros y los parroquianos del Forest.

Ellos gobernarían el Forest. Ellos se encargarían de promulgar las ordenanzas municipales, administrar los pastos, recaudar impuestos, presidir tribunales judiciales y, ante todo, proteger los intereses de los comuneros.

Si la Oficina Forestal cometía algún desmán en el Forest, respondería ante los guardas mayores de los bosques reales. Se habían vuelto las tornas. La Oficina Forestal había sido cercada con una barandilla, por así decirlo, dentro de sus recintos.

Al enterarse de la noticia, el señor Cumberbatch se marchó del Forest para no regresar jamás.

En una fiesta organizada por lord Henry en Beaulieu para celebrar el triunfo, el coronel Albion tomó, no sin cierta reticencia, la mano que le tendía su yerno Minimus y declaró:

—Hemos ganado.

1925

Fue la esposa de Jack, Sally, la nuera de George Pride, quien convenció al anciano de que hablara. Seguía teniendo el mismo cuerpo enjuto y erguido que ella había conocido siempre, pero había cumplido ochenta y tres años.

—Cuando usted haya desaparecido —le recordó—, ¿quién va a acordarse de todo esto?

La familia de Sally provenía de Minstead. Ella había estudiado enfermería y tenía la manía de apuntarlo todo.

Así, en la primavera de 1925, George Pride se sentaba en su silla de madera preferida, en su casita de Oakley, y hablaba durante una o dos horas, hasta que se cansaba.

A Sally le sorprendió la rapidez con que había llenado los cuadernos de notas que había comprado. Ya había utilizado dos cuando, al comienzo de la quinta tarde, el anciano llegó al punto que a ella le interesaba.

—Tu marido, Jack, era el menor de nuestros hijos —empezó a decir—. Creo que sabíamos que no tendríamos más.

»Eso ocurrió en el verano de 1880. Y tres días más tarde —añadió sonriendo—, me llamaron para que fuera a Lyndhurst.

»La Casa de la Reina, junto al tribunal de los guardas mayores de los bosques reales, es un edificio imponente, de modo que puedes imaginarte lo nervioso que me sentí las pocas veces que fui allí, y ésa fue la primera vez que tuve ocasión de saludar al nuevo agrimensor delegado que sustituyó a Cumberbatch. Pero se diga lo que se quiera de él, el señor Lascelles era un caballero. Un hombre alto, con aire deportista, muy educado. Me observó como si me estuviera midiendo y dijo:

»“He oído hablar de usted, Pride. Cosas buenas y malas.” Al decir eso Lascelles sonrió. “Mi antecesor le despidió. ¿Le gustaría recuperar su puesto?”

»Como puedes imaginar, por poco me desmayo de la impresión. Pero decidí andarme con tiento y respondí: “¿Puedo darle mi respuesta el lunes, señor?” Ese día era viernes. Y él contestó: “De acuerdo.” Y me fui.

»Lo primero que hice fue ir a Albion Park para hablar con el coronel. A fin de cuentas, yo era empleado suyo y él había hecho mucho por mí. Además, el coronel era miembro del nuevo tribunal de guardabosque real. Conque le dije: “El señor Lascelles acaba de ofrecerme mi antiguo puesto en la Oficina Forestal.”

»“¿De veras? —respondió el coronel—. Preséntate aquí el domingo por la tarde y ya hablaremos del asunto.”»

»Fue entonces cuando me ofreció el puesto de agister, equivalente a encargado de todos los animales en mi zona del Forest. El cargo apenas ha cambiado desde tiempos antiguos. Te pasas el día a caballo, vigilando al ganado y a los ponis. A veces ayudas a recaudar las tasas y licencias de marcar a los animales. El sueldo era mejor que el del otro trabajo: sesenta libras al año. Tú mismo tenías que buscarte la vivienda. “Pero te ayudaré a comprarla”, me dijo el coronel.

»Ante todo, significaba poder elegir. Podía trabajar para los guardas mayores de los bosques reales o la Oficina Forestal. Ésos eran los dos bandos que existían entonces en el Forest. Al igual que ahora e imagino que siempre. Yo tenía que elegir el bando al que quería pertenecer.

»De modo que dije que sí al coronel Albion y no al señor Lascelles.

»Mi zona comprendía la parte septentrional del Forest. Me alegré de regresar allí. Hallamos una casa en Fritham. Y ahí es donde se crió Jack prácticamente desde que nació.

»Fuimos muy felices allí. Yo tenía un buen caballo y salía montado en él todos los días. Me había afeitado el bigote y me dejé unos largos mostachos. Decían que me daban un aire muy gallardo. Me llevaba a mi hijo Gilbert, montado en su poni, porque suponía que en el futuro quizá querría desempeñar también ese trabajo. Tenía más facilidad que yo para percatarse de si una vaca estaba enferma y yo le enviaba a avisar al dueño del animal. En aquel entonces Gilbert tenía unos dieciséis años y era una gran ayuda para mí.

»Pero la mejor de mis hijos era Dorothy. Los Furzey se portaron muy bien con ella a partir del día en que Cumberbatch me echó de la Oficina Forestal. Trabajó para ellos durante varios años en su casa y le pagaban un sueldo, que nos venía muy bien. Aparte de que le sirvió como experiencia práctica, le enseñaron muchas cosas. Dorothy había leído más libros de los que suelen leer las chicas de su edad. Cada año pintaba un cuadro para mi esposa y para mí (unos cuadros preciosos), como regalo de Navidad. Los colgábamos en la pared. Nos sentíamos muy orgullosos de ella. Y aunque esté mal que yo lo diga, era una chica muy guapa, alta, delgada, con el pelo largo y negro. Sabía llevar la casa divinamente y era una segunda madre para los niños, de modo que cuando nos mudamos a Fritham mi mujer se alegró de contar con su ayuda. Imaginábamos que a la hora de casarse podría elegir como marido a cualquier muchacho del Forest.

»Dorothy decidió ponerse a trabajar en casa, como muchas otras chicas, lavando la colada de otra gente. Recorría las aldeas de la localidad, para captar clientes. Cada dos semanas iba a recoger la colada de los Furzey. Cuando Jack cumplió dos años, Dorothy tenía tanto trabajo que no daba abasto. A veces tardaba dos horas en entregar toda la colada. Por aquella época debía de tener veinte años.

»¿Subes alguna vez al estanque de Eyeworth? Recuerdo cuando Eyeworth era un hermoso pabellón de guardabosques. Como sabes, está a menos de medio kilómetro de Fritham. Pero la Oficina Forestal lo vendió a un hombre que pretendía fabricar pólvora allí. ¿Te imaginas? Una fábrica de pólvora en medio del Forest. Pero así funciona la Oficina Forestal. Luego la adquirió una compañía alemana. De modo que pasó a ser la fábrica de pólvora Schultze y convirtieron el estanque en un pequeño embalse para su fábrica. Instalaron un buen número de cobertizos allí, aunque por fortuna quedaban semiocultos por los árboles. De todas formas, hacían sentir su presencia en otros sentidos.

»¡La de desechos que generaba esa fábrica! Oscuros y sulfurosos. Apestaban. Y se filtraban hasta Latchmore Brook, el arroyo que pasa por aquel lugar, el cual los transportaba a lo largo de varios kilómetros hacia el oeste, a través del páramo. Uno de mis deberes como encargado de los animales consistía en impedir que el ganado se acercara al arroyo, porque si bebían esa agua enfermaban. Murieron un par de animales.

»Una tarde de verano pasé a caballo por Eyeworth, unos dos años después de que nos mudáramos a Fritham, cuando de pronto vi a Dorothy, que estaba muy pálida. Deduje que me estaba esperando.

»“Tengo que hablar contigo, papá”, me dijo.

»Yo le pregunté si no podíamos hablar en casa, pero ella meneó la cabeza y respondió: “No puedo volver a casa.”

»De modo que desmonté y nos detuvimos junto a las hediondas aguas del arroyo. Entonces Dorothy me dijo que iba a tener un hijo.

»Como puedes imaginar, me quedé estupefacto porque no sabía que tuviera novio. Espero que al menos sea un buen chico, pensé para mis adentros. Y luego pensé, espero que no trabaje para la Oficina Forestal.

»“Ah —dije—, entonces supongo que no tardarás en casarte.”

»Pero ella meneó la cabeza de nuevo.

»“Si quieres, puedo hablar con ese joven”, dije, porque a los jóvenes a veces cuesta un poco convencerlos, ¿sabes?

»“No es un joven —repuso Dorothy—. Y está casado.”

»“Ah”, dije yo.

»“No sé qué hacer, papá. De modo que he venido a buscarte. No me veo capaz de contárselo a mamá”, dijo Dorothy.

»En realidad es curioso que Dorothy acudiera a mí en lugar de a su madre. Recuerdo que en aquellos momentos pensé en el día en que la había mordido una serpiente. Porque ocurrió no lejos de donde nos encontrábamos entonces. Supongo que fue por esa razón por la que lo recordé.

»“Será mejor que me digas de quién se trata —dije yo—. Al menos podrá ayudarte.”

»“No lo creo, papá”, respondió ella.

»No quería decirme quién era el padre del niño, pero yo hablé con ella tranquilamente un rato y al final se encogió de hombros y dijo:

»“De todos modos, da lo mismo.”

»Y me dijo que era Minimus Furzey.

George se detuvo. Durante unos momentos, Sally se preguntó si iba a proseguir. Luego se dio cuenta de que estaba llorando. No hacía ruido, sólo movía ligeramente sus anchos hombros.

Sally aguardó.

—Supongo que cometí una imprudencia al permitir que fuera allí —dijo George al cabo de unos momentos—. Hice mal en confiar en él, ¿verdad?

—No sé qué decir, George —respondió Sally.

George guardó silencio unos instantes.

—Al día siguiente fui a ver al señor Furzey. Yo estaba muy enojado, como puedes imaginar. Me sentía traicionado. Pero cuando llegué a casa de los Furzey me comporté con educación. Pregunté si podía hablar en privado con él. De modo que el señor Furzey salió. Parecía un poco turbado. Y cuando estábamos de pie en su pequeño jardín, donde nadie podía oírnos, le dije que estaba enterado de lo ocurrido y le pregunté qué iba a hacer al respecto. ¿Y sabes qué me contestó?

»“Vaya por Dios —dijo—. Siempre me pasan esas cosas.”

»Y se quedó ahí plantado, meneando la cabeza.

»“No tengo dinero, ¿sabe usted?”, me dijo.

»Yo estaba tan indignado que no sé qué le hubiera hecho. Pero en aquellos momentos apareció la señora Furzey, que me sonrió amablemente, y deduje que estaba al tanto de las andanzas de su marido.

»“¿Qué ocurre? —me preguntó—. ¿Podemos ayudarle en algo?”

»“No —respondí—. Quería comentarle al señor Furzey que me he encontrado un nido de pájaros.”

»Yo estaba muy furioso por lo de Dorothy, pero cuando vi a la señora Furzey sentí lástima de ella.

»“Ha hecho bien —dijo ella—. Mi esposo sabe más que nadie sobre los animales del Forest.”

»“Bien —se apresuró a decir Furzey—, ya hablaremos de esto en otro rato, Pride. Deje que lo piense un día o dos.”

»Y como yo no quería decir nada delante de la señora Furzey, me fui. Como cabía imaginar, no volví a saber nada de él. Así era ese Furzey. Un demonio, por decirlo suavemente, pero no tenía solución.

»Fue mi esposa quien me obligó a ir a hablar con el coronel. Esperé una semana antes de contarle el asunto. Se puso furiosa. Le pegó a Dorothy una buena bronca. Le dijo lo que pensaba sin rodeos, lo cual quizá no debió hacer.

»Yo no estaba seguro de si debía ir a ver al coronel. Al fin y al cabo, él no tenía ninguna culpa. Y yo tenía que andarme con pies de plomo, ¿sabes? El coronel era un guarda mayor de los bosques reales y yo trabajaba para ellos. Pero mi esposa me insistió tanto que al fin cogí mi caballo y me dirigí a Albion Park.

»Me sentía muy incómodo, pero le expliqué lo más llanamente posible lo ocurrido y que aún estaba esperando que el señor Minimus Furzey me dijera algo.

»El coronel se sulfuró de tal modo que temí que fuera a darle un ataque al corazón.

»“Ha hecho usted muy bien en contármelo”, dijo.

»Yo me alegré de que se lo tomara así.

»“Ese hombre —continuó el coronel— se merece que le den una buena tunda. —Luego se calló un momento—. ¿Lo sabe mi hija?”

»“No, señor —respondí—. Y no pienso decírselo.”

»“Bien. Se lo agradezco, Pride. —El coronel meneó la cabeza—. Lo lamento por su hija. No es la primera vez que ocurre. —El coronel se quedó pensativo y luego añadió—: Supongo que está usted seguro de… —Pero luego se detuvo y descargó un puñetazo en la mesa—. ¡Por supuesto que ha sido él, maldito sea! Déjelo de mi cuenta, Pride. Es preciso hacer algo. —Luego me dirigió una mirada cargada de significado y añadió—: No quiero que esto se sepa. ¿Puede impedir que se propague la noticia?”

»“Sí, señor”, repuse.

»Al cabo de una semana vino a verme Furzey, que casi no se atrevía a mirarme a la cara, y me dio diez libras prometiéndome darme más cuando naciera el niño. Supongo que el coronel le obligaría a hacerlo.

»“Nos interesaremos por el niño —me dijo—. Me han pedido que se lo diga. Tendrá cuanto necesite.”

»De modo que Dorothy se quedó en casa y tuvo el niño. Yo habría preferido que en esa época hubiéramos vivido en la casa que me había dado la Oficina Forestal en lugar de estar en Fritham, porque nadie se habría enterado. Pero no podíamos hacer nada. Esas cosas ocurren en el Forest al igual que otros sitios, pero como es lógico, nosotros nos sentíamos avergonzados. Nunca dijimos quién era el padre. Lo que otros pudieran pensar no es cosa mía.

»El bebé era una niña. Una criatura muy bonita, las cosas como son. —George hizo una pausa—. Pero sólo vivió seis semanas. Cogió una fiebre. Dorothy se pasaba los días llorando.

»Un par de meses después de que naciera la niña, me llamaron para que fuera a Albion Park, esta vez para hablar con la señora Albion.

»“¿Conoce usted a los Hargreaves que residen en Cuffnells?”, me preguntó.

»Yo sabía que Cuffnells era una espléndida mansión situada en las afueras de Lyndhurst, pero nunca había tenido ocasión de ir allí. La familia Hargreaves la había adquirido tiempo atrás y hacía poco el joven señor Hargreaves se había casado con la señorita Alice Liddell. A ella todavía se la ve de vez en cuando. No sé si sabes que era la Alicia de Alicia en el país de las maravillas.

»“Son buenos amigos nuestros —continuó la señora Albion—. Desean contratar a una muchacha como doncella para la joven señora Hargreaves. En realidad —añadió la señora Albion sonriendo—, creo que dentro de poco tendrá que hacer de niñera. Hace un par de días tuve una larga charla con ellos y me pregunto si a su hija Dorothy le interesaría el puesto. Es una casa excelente y naturalmente estaré encantada de recomendarla. ¿Quiere preguntarle si le interesa?”

»Puedes imaginar cómo me sentí mientras cabalgaba de regreso a casa. Era un puesto muy respetable. Daría a Dorothy la oportunidad de comenzar de nuevo.

»Cuando llegué a casa observé que todos tenían un aspecto un poco abatido, pero les dije: “Traigo una noticia que os alegrará.”

»“No lo creo —respondió mi esposa. Y entonces me lo dijo—: Dorothy se ha marchado.”

»Se había marchado de casa. No sabíamos por qué motivo. Ni siquiera sabíamos dónde se encontraba. No supimos nada de ella durante un mes, cuando recibimos carta de Londres. No ponía las señas. Sólo decía que lo lamentaba, pero que no pensaba regresar.

»No podíamos hacer nada. El coronel contrató a un hombre para que tratara de averiguar su paradero, pero fue inútil. De modo que ése fue el fin de Dorothy, por lo que a nosotros respectaba.

El anciano bajó la vista y la fijó en sus manos. Luego miró a través de la ventana.

—Hoy no puedo seguir hablando —dijo George Pride.

—Tu marido Jack tenía sólo cinco años, un chiquillo, cuando salió en la prensa —comenzó a decir George al día siguiente. Se dirigió a la cómoda, sacó un viejo sobre marrón lleno de papeles y desdobló lentamente un viejo recorte de prensa que amarilleaba debido al paso del tiempo—. Nada menos que en los titulares.

»Fue un año que siempre recordaré. Pasamos un invierno muy frío. Fue el año en que lord Henry recibió el título de lord Montagu de Beaulieu, debido a todo lo que había hecho por el Forest. Los comuneros se alegraron de ello.

»Por aquella época todo tipo de gente común y corriente venía a retirarse en la costa. En todo el litoral, desde Hordle hasta Christchurch, veías unas villas pequeñas de ladrillo, en su mayoría semiadosadas, que surgían como setas. Pero la zona donde construyeron más viviendas se hallaba más al oeste, pasado Christchurch.

»Cuando yo era joven, Bournemouth no era sino una aldea de pescadores situada a unos pocos kilómetros al oeste de Christchurch. Pero luego se convirtió en una pequeña ciudad y, por la época en que ocurrieron los hechos que te he relatado, habían comenzado a construir casas, hoteles y albergues a lo largo de toda la costa.

»El viejo ferrocarril, Castleman’s Corkscrew, se extendía desde Brockenhurst hasta Ringwood, varios kilómetros tierra adentro desde el mar. Pero entonces decidieron construir un ferrocarril costero desde Christchurch hasta Bournemouth. La idea en sí era buena. El señor Grockleton tenía un nuevo entusiasmo: era uno de los directores del nuevo ferrocarril.

»Muchos jóvenes del Forest se pusieron a trabajar en él. Les pagaban un buen jornal. Pero yo me disgusté cuando Gilbert me dijo que iba a trabajar para el ferrocarril. Yo le había formado para que fuera un agister, como yo.

»El problema era que por esa época no había puestos de trabajo en el mismo Forest y él quería ganar dinero.

»“Sólo trabajaré allí durante un año o dos —me dijo—. Es lo que tardarán en terminar de construir la línea férrea.”

»Una semana después de que Gilbert firmara para ocupar el puesto de trabajo recibí una visita del señor Minimus Furzey. Como puedes suponer, no solía venir a menudo por mi casa.

»“No deje que su hijo trabaje en el ferrocarril de Grockleton —me advirtió—. Es peligroso. Es una locura hacer que la línea pase por allí. No hay más que ver la geología.”

»Después de lo que nos había hecho, como es lógico yo no tenía ningunas ganas de hablar con Furzey. Así que contesté: “Supongo que usted sabrá más que los ingenieros del London and South-Western Railway.” Al fin y al cabo, te gustara o no, el señor Grockleton era un magistrado y un hombre importante. Era impensable que se lanzara a una empresa semejante sin saber lo que hacía.

»“Aquello es arcilla y grava de Headon”, dijo Furzey, o algo por el estilo. Yo no entendí una palabra, de modo que no le hice caso. Y Gilbert fue a trabajar para el ferrocarril.

»Pero no tardamos en comprender lo que había querido decir Furzey. Al principio, no tuvieron problemas para excavar el suelo. Todo el terreno, desde Brockenhurst hasta Sway, consiste en arena y grava, que no es difícil de remover. El primer año se sentían muy satisfechos de sí mismos. Pero en el Forest las cosas no son siempre lo que aparentan.

»Cuando estás sentado en la playa tienes la sensación de que la arena está seca, ¿no es así? En cambio, un niño con un cubo y una pala que se ponga a excavar enseguida se dará cuenta de que debajo está húmedo y que la arena mojada se escurre y no se queda quieta. Pues bien, descubrieron que en la parte meridional del Forest ocurría lo mismo. Había unos riachuelos que descendían junto a Sway, perfectamente visibles, pero debajo el agua se filtraba a través de la arcilla y la grava. Cada vez que hacían un desmonte y trataban de levantar los terraplenes, todo se desplomaba. Varios hombres resultaron heridos. Llamaban esas obras las minas de melaza, porque la arcilla tenía un color dorado y era tan escurridiza como la melaza. Las obras llevaban varios meses de retraso.

»Pero a Grockleton no parecía importarle.

»“Todo irá bien —les decía—. Es el camino hacia el futuro.”

»Supongo que el terreno del Forest no compartía esa opinión. —El anciano sacudió la cabeza con tristeza—. Pero al cabo de un tiempo la situación se solventó. Por fin la línea que pasaba por Arnewood y Sway, donde habían tenido más problemas, quedó terminada. Los terraplenes junto a los desmontes parecían sólidos.

»Y para celebrarlo, el señor Grockleton anunció que organizaría un picnic en el páramo, junto a la línea. Supongo que pensó que eso levantaría la moral a los trabajadores, como suele decirse.

»Organizó un picnic por todo lo alto. Con una banda de instrumentos de metal para amenizar el evento, mesas de pino y pasteles, más de los que podían comer. Cerveza y sidra. Era como una feria. Lo organizó una maravillosa y cálida tarde agosto e invitó a un gran número de gente: las familias de los hombres que trabajaban en la línea; personas de Lymington, Sway e incluso Christchurch. El coronel Albion y su esposa también participaron, al igual que los Furzey.

»En cierto modo debía de ser un espectáculo un poco extraño, doscientas o trescientas personas, con una banda de música, sentadas alrededor de una línea férrea que aún no estaba terminada, bajo un sol que caía a plomo, en medio de un páramo. Sin embargo, aún había algo más extraño, que nos hacía compañía.

»¿Has notado alguna vez que cuando la gente gana mucho dinero suele volverse un poco rara? Había un hombre así que se había retirado en Sway. Tenía pasión por el hormigón. Se parecía un poco al señor Grockleton. Se estaba construyendo una torre de hormigón. Una estructura gigantesca, que hoy en día se ve a muchos kilómetros a la redonda. Decían que había expresado el deseo de que al morir lo colocaran en lo alto de esa torre. En aquel entonces estaba a medio construir; siempre la recordaré, apuntando hacia el cielo azul, a menos de medio kilómetro de donde nos encontrábamos aquel día, como una inmensa columna partida.

»Todos estábamos de buen humor aquel día. Incluso Grockleton, que por lo general mostraba un talante severo, se esforzaba en ser amable con todo el mundo. Organizó unos juegos para los niños, y cuando disputamos una carrera y Furzey organizó el juego de tirar de la cuerda, él participó también.

»A última hora de la tarde los Albion y algunas personas de Christchurch empezaron a marcharse, cuando me percaté de que el pequeño Jack había desaparecido.

»Era un niño muy temerario, con el cabello oscuro y unos ojos luminosos. Siempre andaba encaramándose a los sitios y cometiendo trastadas, pero era un niño tan alegre y tan valiente que era imposible no quererlo.

»Yo sabía que no andaría muy lejos. Se había encontrado con otro chico algo mayor que él, a quien imitaba en todo, llamado Alfie Seagull, de Lymington, y los dos habían estado jugando. Yo estaba seguro de que cuando diéramos con uno hallaríamos al otro. Al poco rato alguien reparó en el pequeño Seagull, que estaba jugando junto al desmonte del ferrocarril.

»“¿Está Jack contigo?”, me preguntó mi esposa. Yo asentí y señalé el desmonte, de modo que los dos nos quedamos tranquilos.

»En aquellos momentos se acercó a nosotros la señora Furzey, a quien siempre nos alegrábamos de ver, y conversamos un rato con ella. Con el rabillo del ojo observé a Furzey caminando por el borde del desmonte, que estaba algo alejado de donde nos encontrábamos. Supuse que lo estaría inspeccionando, pero no presté atención.

»Y entonces vi que echaba a correr. No creo haber visto jamás (y he visto muchas cosas en mi vida) a un hombre correr a la velocidad que corría él.

»Me dio la impresión de que corría más que un gamo. No sé cómo presintió lo que iba a ocurrir. El caso es que voló hacia el lugar donde se encontraba Alfie Seagull y lo alcanzó en el preciso instante en que oímos el ruido.

»Sería lógico pensar que, cuando se pone en movimiento tal cantidad de tierra y piedras, se oiría un ruido tremendo. Y quizás ocurra cuando se producen ciertos corrimientos de tierra. Pero desde donde nos encontrábamos, cuando el desmonte se desplomó lo único que oímos fue una especie de silbido.

»Furzey se precipitó sobre el borde. No se detuvo, se lanzó sobre él. Debió de bajar a la carrera por el corrimiento de tierras cuando éste comenzó. Y antes de llegar al fondo tomó en brazos a nuestro Jack y siguió corriendo. Deduzco que el peso de grava, arcilla y piedras debió de alcanzarlo y derribarlo cuando le faltaban unos metros para llegar abajo. Entonces sostuvo a Jack en alto y, en el momento en que la mole le cayó encima, arrojó al niño hacia delante.

»Cuando llegamos al lugar, unos momentos más tarde, Jack tenía unas contusiones y heridas, pero estaba alejado del corrimiento de tierras, que de otra manera lo habría sepultado inevitablemente.

»Vimos las manos de Furzey. Pero tuvimos que andarnos con cuidado al excavar porque enseguida nos dimos cuenta de que tenía ambas piernas destrozadas. Supongo que debió de volverse en el momento en que arrojó a Jack hacia delante.

»Por consiguiente, Furzey salvó la vida de tu Jack, y ése fue el motivo por el que salió en los periódicos. La prensa también destacó el valor de Furzey, muy merecidamente.

»A raíz de ese accidente no volvió a caminar con normalidad. Lo sentí mucho por él. La mayor parte del tiempo permanecía sentado en una silla, aunque se desplazaba de un lado a otro con extraordinaria habilidad. El caso es que mi esposa iba de vez en cuando a su casa a llevarle una de sus tortas. Supongo que, a los ojos de mi mujer, Furzey se había redimido, por así decirlo.

—A menudo me parece extraño —dijo George Pride al día siguiente—, teniendo en cuenta que casi acabó con él, que lo que a Jack le gustaba más en este mundo era bajar a la vía férrea.

Sally observó que las arrugas de su rostro parecían endurecerse y que sus viejas manos aferraron los brazos de la silla.

—Había muchos puentes pequeños tendidos sobre el ferrocarril, por los que cruzaba el ganado, para que los animales pudieran desplazarse de un lado a otro. Jack había enseñado a su poni a no tener miedo de atravesarlos cuando las locomotoras pasaban por debajo. Siempre andaba cerca de uno de esos puentes.

»Pero se produjo un incidente que debió de advertirnos sobre lo que iba a suceder.

»La Oficina Forestal jamás consiguió asimilar la victoria de los comuneros, y si bien el señor Lascelles era un hombre educado, nunca desaprovechaba la oportunidad de tratar de restar autoridad a los guardas mayores de los bosques reales. Teníamos que vigilar constantemente que esa gente no plantara árboles donde no debían (lo cual hacían a la primera ocasión) o que cometieran algún dispararte en el Forest. Hoy en día la Oficina Forestal se denomina la Comisión Forestal, ¿no es así? Pero es la misma cosa e imagino que siempre lo será.

»Una mañana, mientras Jack y yo ensillábamos nuestros caballos para salir, apareció Gilbert montado a caballo. Hacía poco le habían dado el puesto de agister.

»“Será mejor que vengáis conmigo”, dijo.

»De modo que Jack y yo fuimos con él a un lugar cerca del nuevo ferrocarril. Allí había un hermoso césped donde a los ponis les gustaba pastar a la sombra.

»Por lo general, cuando cortábamos madera la llevábamos a un aserradero instalado en un lugar adecuado. El serrín y las virutas lo ponen todo perdido y destrozan los pastos. Pero vimos que habían instalado precisamente ahí, junto al césped, una grotesca sierra, una máquina de vapor que no cesaba de eructar bocanadas de humo y diseminar serrín por todo el césped.

»“¿Quién ha autorizado esto?”, preguntamos.

»“El señor Lascelles”, respondió el capataz.

»Nosotros nos pusimos furiosos. Pero en esto vimos al joven Jack al otro lado de la máquina, tratando de descubrir cómo funcionaba. Y al día siguiente bajó de nuevo, según averiguamos, y siguió haciéndolo durante varias semanas.

»Los guardas mayores de los bosques reales y el señor Lascelles llevaron el caso de la sierra mecánica ante los tribunales. El pleito se prolongó durante años, no porque la sierra fuera tan importante, sino para demostrar quién mandaba en el Forest. Al final quedó en tablas. Pero al joven Jack eso no le importó.

Jack nunca había hablado a Sally de esto. Ella observó al anciano con interés. Nunca se había percatado de la amargura que se había instaurado entre su marido y el padre de éste. Pero ahora lo vio, en el rostro de George. Tenía las mandíbulas crispadas.

—Aunque yo se lo prohibiera —continuó George Pride—, él se escabullía para ir a jugar con aquella máquina infernal. Cada vez que Lascelles se encontraba conmigo, me decía:

»“Al menos su hijo nos aprecia, Pride.”

»Le gustaba todo lo que tuviera que ver con la mecánica. Durante esos años en el Forest empezaron a llevar a cabo maniobras militares. Por supuesto, para los militares el bosque no era sino un erial. Siempre teníamos que limpiar la porquería que dejaban. Mataban a los animales. Pero ¿tú crees que eso le importó a Jack? Ni mucho menos. Se moría de ganas de averiguar cómo funcionaban los fusiles y dispararlos cuando los soldados se lo permitían.

»A pesar de que le quería, confieso que cuando Jack cumplió dieciocho años ya no pude controlarlo. Así pues, supongo que es inevitable que con el tiempo nos alejáramos uno de otro.

»Un día salimos a caballo, él y yo, y llegamos más allá de Lyndhurst. No bien llegamos al viejo recinto de caza, donde atrapaban a los ciervos, de pronto vimos el vehículo más extraordinario que te puedas imaginar circulando por el camino de Beaulieu en dirección a nosotros. Parecía un pequeño carro metálico; emitía una barahúnda espantosa y echaba humo por detrás. Yo había leído sobre el automóvil, naturalmente, y había visto una fotografía, pero era la primera vez que veíamos uno en el Forest. Confieso que fue una experiencia muy desagradable.

»Conducía aquel artilugio el honorable John Montagu, el hijo de lord Montagu. Lamenté comprobar que su padre le permitía conducir aquella endiablada máquina. Pero a Jack, como es lógico, le pareció una maravilla.

»“Ése es el futuro, papá. ¡No te quepa duda!”, exclamó.

»Y fue ese comentario sobre el futuro lo que, de camino a casa, me llevó a plantear el tema de su futuro.

George se levantó de la silla y se acercó a la ventana. Fuera, los palos que sostenían sus judías trepadoras favoritas atrajeron su atención durante un rato. Luego el anciano meneó la cabeza casi con rabia y se volvió.

—Debes tener presente que a principios de siglo New Forest gozaba de una gran pujanza. En Inglaterra muchos agricultores y terratenientes se habían visto afectados negativamente, algunos incluso se habían visto arruinados, por el grano barato procedente de América. Como contrapartida a esto, existía una gran demanda de productos lácteos. Por consiguiente, los pequeños terratenientes de New Forest hacían un buen negocio. Vendían los ponis a unos precios elevados. Algunos eran destinados a las minas carboníferas, para acarrear el carbón, pues eran muy fuertes; otros, por desgracia, acababan en los mercados de caballos de Flandes. También había trabajo para las personas que se afincaban en poblaciones como Lymington. El precio del suelo aumentó, por lo que algunas personas ganaron mucho dinero vendiendo parcelas. En términos generales, la vida en el Forest era muy rentable.

»Yo llevaba muchos años trabajando como encargado de los animales en el Forest. Tenía algo de dinero ahorrado. Me pareció una buena idea ayudar a Jack a abrirse camino en la vida concediéndole un pequeño terreno, cosa que podía hacer. De modo que le hice una oferta.

»“Gracias, pero no lo acepto”, me dijo Jack.

»“¿Ah, no? —contesté perplejo—. ¿Qué planes tienes, si me permites preguntártelo?”

»“Quiero trabajar de maquinista en los ferrocarriles”, respondió Jack.

»Como puedes imaginar, eso no me gustó.

»“Bueno, supongo que podrás conseguir un puesto de trabajo en Brockenhurst”, dije, puesto que estaba junto a la estación del ferrocarril.

»“Me marcho del Forest”, respondió Jack.

»“¿Que te marchas del Forest? ¿Y adónde vas a ir?”

»“Quizá a Southampton. O a Londres. —Jack me miró con una sonrisa de conmiseración que no me gustó nada—. No quiero pasarme la vida contemplando el culo de una vaca. Es aburrido.”

»Yo me puse a discutir con él. Jack dijo algunas cosas que prefiero no recordar, pues de eso hace mucho y ya no tiene importancia. Pero dijo una cosa que recordaré siempre:

»“Dentro de poco, papá, ya no necesitaremos caballos.”

»Yo creí que se había vuelto loco.

George se dejó caer en la silla y cerró los ojos. Luego suspiró.

—Así que nos dejó y se fue a Southampton. Tuvo que trabajar en los ferrocarriles unos cuantos años antes de ver cumplido su deseo. Pero consiguió ser maquinista.

»Y, por curioso que parezca, logró entablar amistad con el honorable John Montagu.

»Cuando construyeron la línea férrea a través de la zona septentrional de la propiedad de Beaulieu, la compañía y los Montagu hicieron un trato. Éstos accedieron a que la línea pasara por su propiedad a cambio de que construyeran una pequeña estación allí, en medio del páramo. Cuando su señoría deseaba que el tren parara para que él o sus huéspedes pudieran montar, hacían una señal al maquinista y éste se detenía. Un día, al poco de que Jack hubiera ocupado el puesto de maquinista, advirtió la señal y se detuvo. Ante su sorpresa se subió al tren el honorable John Montagu, que le dijo: “Si no te importa, te acompaño.” Era un hombre muy interesado en la mecánica y un consumado maquinista. Como puedes imaginar, Jack no desaprovechó la oportunidad de proponer a John que a cambio del favor le permitiera examinar su automóvil. De modo que la próxima vez que vimos a Jack ya había averiguado todo lo referente a los automóviles. En cuanto al tren, nunca estabas seguro de si lo conducía un Pride o un Montagu.

»Al cabo de diez años, Jack se trasladó de Southampton a otra población situada más arriba, junto a la línea férrea. Seguía escribiéndonos de vez en cuando, pero no venía a vernos con frecuencia.

»No nos sorprendió que, al estallar la Gran Guerra Europea, Jack expresara el deseo de incorporarse a una unidad motorizada. Se ofreció de inmediato como voluntario. Y al poco tiempo logró conducir un vehículo cerca del frente. En sus cartas no hablaba de otra cosa. Por supuesto, ninguno de nosotros sabíamos con exactitud lo que ocurría, y mucho menos lo que iba a ocurrir, en el frente. De alguna forma suponíamos que si Jack conducía un vehículo blindado estaría a salvo. Desde luego, corría menos riesgo que muchos de los pobres muchachos que se hallaban en las trincheras, pero no puede decirse que estuviera a salvo.

George carraspeó.

—Un día recibimos un telegrama comunicándonos que Jack había sido herido. Dijeron que estaba grave y que debíamos esperar. De modo que esperamos. Cuando Jack regresó a casa (¿lo recuerdas, Sally?), nos llevamos una impresión tremenda. No teníamos muchas esperanzas de que volviera a ser normal, y menos aún de que pudiera casarse y tener hijos… Tenía la cara destrozada, pero al menos estaba vivo.

Sí, Sally lo recordaba perfectamente. El pobre inválido con el cuerpo destrozado que trasladaron al hospital de Southampton donde ella trabajaba de enfermera. Ni los mismos médicos conservaban una mínima esperanza de salvarlo. Ni las enfermeras.

Pero ella sí. Y lo había demostrado. Lo había atendido con mimo y poco a poco Jack se había ido recobrando de sus terribles heridas. Y luego se había casado con él. Sally sonrió. Se había ganado a pulso la felicidad de la que gozaba.

George había comenzado a hablar de nuevo:

—«Les oí hablar de ello, papá —me contó Jack una vez—. Oí al oficial, el joven capitán Totton, acercarse a mi cama. Era un buen oficial. Había perdido una pierna. Se presentó en el hospital renqueando y dijo que quería verme. La enfermera —yo no sabía qué aspecto tenía, como es lógico, pero por su voz deduje que debía de ser muy bonita, no sé si me explico— le dijo: “Me temo que va a morirse.” Y Totton preguntó: “¿Por qué?” Y ella respondió: “Creo que no desea vivir.” Y luego ella susurró unas palabras y él dijo: “Ah.”

»Ambos hicieron una pequeña pausa y luego Totton se acercó a mi cama, oí el tictac de su muleta, y me dijo en voz alta: “Venga, hombre, esto no puede ser. Ya sé que es difícil, pero tienes que luchar. No te rindas.” Yo no hice ninguna señal de haberle oído, papá. Pero sabía que trataba de salvarme. “Piensa en Inglaterra”, dijo Totton. Por desgracia, por más que lo intenté, no conseguí nada. Si pensaba en Inglaterra lo único en que pensaba era en conducir mi tren, cosa que lógicamente sabía que no podría volver a hacer. Así que me dije: no hay vuelta de hoja. Más vale que me muera y se acabó.

»Pero luego, al cabo de una hora, oí un ruido junto a mi cama… Y a pesar de los vendajes y del desinfectante, percibí un olor extraño, como a barro y sudor, que no era desagradable. Y entonces oí una voz. “¿Tú eres Jack Pride? —preguntó—. Porque si no lo eres me da lo mismo que te mueras o no. Me llamo Alfie Seagull y acabo de llegar. Pero si eres el Jack Pride que conozco, en una ocasión vi que por poco te sepulta un corrimiento de tierras que se produjo junto al desmonte del ferrocarril. ¿Eres ese Pride o no?”

»Yo traté de hacer una señal para indicar que sí. “Pues si eres el que yo creo —dijo Alfie—, no puedes morirte aquí. ¡Caray! ¿Has olvidado quién eres? ¡Eres uno de los Pride del Forest!” Es curioso, pero en aquel momento me acordé de nuestra casa, del bosque, de que tú y yo solíamos salir juntos a caballo al amanecer, y al pensar en eso, de alguna forma me dio fuerzas para luchar, y aquí estoy, papá.

»Y supongo que es una tontería —dijo George—, pero me gustó mucho que me dijera eso.