Lymington
1480
Viernes. Día de mercado de pescado en Lymington. Los miércoles y viernes, a las ocho de la mañana, durante una hora, los pescadores instalaban sus puestos.
Una tibia mañana abrileña. El aroma de pescado era delicioso. Muchos de ellos habían sido descargados en el pequeño muelle al amanecer. Había anguilas y ostras del estuario; arenques, bacalao y otros pescados blancos procedentes del mar; había también pescado dorado, como llamaban en aquel entonces al rubio. La mayoría de las mujeres de la pequeña villa acudían al mercado de pescado: esposas de los comerciantes, ataviadas con vestidos de mangas amplias y cofias, mujeres de condición humilde y sirvientas, algunas de las cuales lucían corpiños abrochados en la espalda, todas ellas vestidas con mandiles y unas pequeñas capuchas que les conferían un aspecto respetable.
El alguacil acababa de tocar la campana para cerrar el mercado cuando aparecieron dos hombres procedentes del muelle.
Nada más verle dirigirse calle arriba aquella tibia mañana de abril, uno tenía la impresión de conocerlo. Era su forma de caminar. Estaba claro que le tenía sin cuidado lo que pensaran los demás. Los holgados calzones de lino que llevaba golpeaban alegremente sus pantorrillas, dejando al descubierto sus tobillos desnudos. Iba calzado con unas sandalias sujetas con unas tiras de cuero. Su jubón era de un tejido a rayas amarillo y azul, y no estaba demasiado limpio. En la cabeza lucía un gorro de cuero que él mismo había confeccionado.
El joven Jonathan Totton no recordaba haber visto nunca a Alan Seagull sin ese gorro.
Si el rostro jovial de Alan Seagull tomaba un atajo desde la boca hasta el pecho, si su barba negra y rala se prolongaba desde la boca hasta la nuez prácticamente sin detenerse en un ornamento como la barbilla, uno podía tener la certeza de que se debía a que sus antepasados habían decidido prescindir perfectamente de dicho elemento. Su sonrisa tan alegre como sagaz indicaba que lo más seguro es que tuvieras razón. «Hemos tomado un atajo —decía la sonrisa de los Seagull a propósito de la babilla—, y probablemente podríamos tomar alguno más, que no es preciso que tú conozcas.»
Olía a alquitrán, a pescado y a salitre del mar. Como hacía a menudo, canturreaba una canción. El joven Jonathan Totton, que se sentía fascinado por él, caminaba orgulloso junto al marino cuando, en la empinada calle donde se alzaba el edificio bajo y chato del ayuntamiento, una voz, tranquila pero autoritaria, le llamó:
—Jonathan, ven aquí.
A regañadientes, el joven Totton se separó de Seagull y se dirigió hacia la casa de madera, con elevados muros hastiales, frente a la cual aguardaba su padre.
Al cabo de unos momentos, con la mano del anciano apoyada en su hombro, Jonathan entró en la casa y oyó a su padre decir sin alzar la voz:
—Preferiría, Jonathan, que no pasaras tanto rato con ese hombre.
—¿Por qué, padre?
—Porque en Lymington viven personas más respetables con quienes tratarse.
Eso, pensó Jonathan, iba a ser un problema.
Lymington, situado en la embocadura del río que discurría desde Brockenhurst y Boldre hasta el mar, se encontraba geográficamente en el centro de la costa del Forest; sin embargo, en rigor, dado que ocupaba la pequeña franja de tierras de cultivo y marismas costeras, no había sido incluido en la jurisdicción legal del coto de caza del Conquistador.
Era una pequeña pero pujante población portuaria. La amplia calle Mayor, que arrancaba del amasijo de casetas de botes, almacenes y viviendas de pescadores junto al pequeño muelle, ascendía por una empinada cuesta frente a unas casas de madera y yeso de dos plantas, con el piso superior en voladizo y el techo a dos aguas. El ayuntamiento, ubicado en la cima de la cuesta, a mano izquierda, un edificio típico de la época, era de piedra y consistía en una pequeña y sombría habitación rodeada por una arcada en la que numerosos vendedores ofrecían sus mercancías; sobre ella había un espacioso cobertizo en voladizo al que se accedía por una escalera exterior, el cual constituía la sala del tribunal donde trataban los asuntos de la población. Frente al ayuntamiento se alzaba la cruz de la ciudad; al otro lado de la calle, la posada Angel Inn. A unos doscientos metros, en la cima de la cuesta, una iglesia señalaba el término del municipio. Había otras dos calles, situadas en ángulo recto, una iglesia y un mercado, en el que Lymington tenía derecho a celebrar una feria anual de tres días de duración cada septiembre. Había un potro de castigo y una pequeña prisión para los malhechores, una silla para zambullir al castigado en el agua y un poste de flagelación. También había un pozo: todo ello para servir a una comunidad de unas cuatrocientas almas.
Desde la calle Mayor se divisaba el muelle, el pequeño estuario y la elevada pendiente de la ribera del río. Desde detrás del ayuntamiento, se veía la larga línea de la isla de Wight al otro lado del Solent.
Éste era el Lymington en el que vivían personas más respetables que Alan Seagull.
Era difícil precisar cuándo había comenzado Lymington. Durante siglos, cuando los funcionarios del Conquistador habían compilado el Domesday Book, habían incluido en el inventario el pequeño asentamiento cerca de la costa conocido en la actualidad como Old Lymington, con tierras para un solo arado, una hectárea y media de pastos y un número de habitantes que constituían seis familias y un par de esclavos.
Técnicamente, pese a su pequeño tamaño, Lymington era un feudo, semejante a muchos otros, propiedad de sucesivos señores feudales que habían empezado a desarrollar la población. Su principal uso, según ellos, era un puerto desde el cual los barcos podían atravesar el pequeño estrecho para alcanzar las tierras que también poseían en la isla de Wight. Pero incluso esto no era inevitable. Los señores feudales también poseían el feudo de Christchurch, donde, poco después de la muerte de Guillermo el Rufo, habían construido un agradable castillo junto al nuevo priorato y el pequeño puerto. A primera vista, todo indicaba que ése era el puerto natural. El problema, no obstante, era que entre Christchurch y la isla de Wight había unos peligrosos escollos y corrientes, mientras que el acceso a la aldea de Lymington se verificaba a través de un canal profundo y fácilmente navegable.
—La travesía es más corta —observaron. De modo que decidieron utilizar el puerto de Lymington.
No era más que una aldea; pero hacia el año 1200 el señor feudal había dado un paso más. Entre la aldea y el río, en una zona donde el terreno describía un declive, había establecido una calle de tierra y treinta y cuatro modestas parcelas, llamadas burgages. Allí se habían afincado pescadores, marinos e incluso comerciantes, como los Totton, procedentes de otros puertos. Y para mayor acicate habían conferido al asentamiento, conocido como New Lymington, la categoría de borough, o villa que gozaba de una corporación y ciertos privilegios.
¿Qué significaba eso en la Inglaterra feudal? ¿Que el monarca le había otorgado una cédula en virtud de la cual adquiría el estatus de ciudad? No exactamente. La cédula había sido otorgada por el señor feudal. En ocasiones, éste era el mismo rey; en las nuevas ciudades catedralicias que se desarrollaron por esa época —como Salisbury—, la cédula había sido conferida por el obispo. En el caso de Lymington, se la había otorgado el gran señor feudal que poseía Christchurch y muchas otras tierras.
El acuerdo era bien sencillo. Los humildes ciudadanos libres de Lymington —a partir de ahora se llamarían burghers— formarían una corporación, la cual pagaría al señor feudal una cuota de treinta chelines al año. A cambio, quedaban exentos de prestar servicios al señor feudal, el cual había añadido la concesión de que podían trabajar en cualquier lugar de sus extensos dominios sin tener que pagar tasas ni aranceles. Confirmado medio siglo más tarde por una segunda cédula, los burghers de Lymington podían dirigir los asuntos cotidianos del municipio y elegir a su reeve, una mezcla entre un alcalde y el administrador de un señor feudal, para que los representara.
Comunico a todos los hombres actuales y futuros que yo, Baldwin de Redvers, conde de Devon, he concedido la presente cédula a mis burghers de Lymington, en virtud de la que les confirmo todas las libertades y exención de tasas… en tierra y en el mar, en puentes, barcos de pasaje, portales, ferias y mercados, al vender y comprar… en todos los lugares y en todas las cosas…
Así comenzaban las conmovedoras palabras de la cédula, o carta municipal, en virtud de la cual el pequeño puerto del señor feudal pasaba a ser una pequeña ciudad.
Pero el señor feudal no dejaba de ser el señor del municipio, y sus burghers y alcalde, como se llamaba entonces el reeve, aunque libres, seguían siendo sus arrendatarios. Tenían que pagarle las rentas de las tierras y viviendas que ocupaban. Si propugnaban unas leyes, el señor feudal tenía el derecho de aprobarlas. En las cuestiones cotidianas sobre la ley y el orden, los burghers y su villa estaban sometidos al tribunal feudal de aquél. Y si bien, al cabo de un tiempo, los tribunales del rey asumieron una mayor porción de la justicia local, el feudo de Old Lymington, basado en la tenencia de tierras rurales ajenas a la villa, seguía siendo el custodio legal del lugar.
Durante aproximadamente un siglo, los grandes acontecimientos de la historia inglesa apenas afectaron a Lymington. Hacia 1300, cuando el rey Eduardo I preguntó por qué ese municipio no había proporcionado un barco para su campaña contra los escoceses, sus comisarios le informaron: «Es un puerto pequeño y modesto, tan sólo una villa», y fueron eximidos de esa obligación. Pero en el próximo siglo había de producirse un cambio radical.
A partir de 1346, la terrible peste negra que se propagó por Europa a lo largo de varios años alteró la faz de Inglaterra para siempre. Un tercio de la población murió a consecuencia de la peste negra. Granjas y aldeas enteras quedaron vacías; la mano de obra era tan escasa que los siervos y los campesinos pobres vendían su trabajo para adquirir sus propias tierras. Los bosques de ciervos, con sus reducidas poblaciones de leñadores y cazadores, apenas experimentaron ningún cambio; pero en la región oriental de New Forest, en las tierras de Beaulieu, se produjo una versión moderada de la gran revolución agrícola. Ya no había suficientes hermanos legos para administrar las granjas. Por consiguiente, la abadía prosiguió con su vida de oración; lo cierto es que sus monjes vivían muy bien. Pero, en lugar de administrar las granjas ubicadas en grandes terrenos, solían arrendarlas, en ocasiones subdivididas, a agricultores. El joven Jonathan era llevado de vez en cuando a una de las granjas para visitar a los parientes de su madre, que habían vivido allí muy cómodamente durante tres generaciones. Cuando su padre señalaba hacia el este en la costa, no decía a Jonathan: «Esas tierras pertenecen a la orden cisterciense», sino «ahí es donde se encuentra la granja de tu madre». Los monjes de Beaulieu ya no eran un caso especial; se habían convertido en un señor feudal más.
Si la abadía se hallaba en franco retroceso, el pequeño puerto avanzaba. Poco después de la gran mortandad, cuando el rey Eduardo y su fascinante hijo, el Príncipe Negro, emprendieron sus brillantes campañas —la guerra de los Cien Años— contra los franceses, los hombres de Lymington estaban en disposición de suministrarles barcos y marineros. Mejor aún, ésta fue una de las pocas guerras que resultó provechosa para Inglaterra. El dinero de los saqueos y los rescates llenaba las arcas. Los ingleses arrebataron a sus primos franceses tierras y valiosos puertos. Pese a ser modesto, en el puerto de Lymington se llevaba a cabo un pujante comercio de vinos, especias y toda clase de pequeños lujos procedentes de los ricos y soleados territorios de los franceses. Los comerciantes se ufanaban de sus prósperos negocios. En 1415, cuando el heroico rey Enrique V alcanzó el triunfo definitivo de los ingleses sobre Francia en Agincourt, aquéllos se sintieron muy satisfechos de sí mismos.
Y si, en épocas recientes, las cosas no habían ido muy bien, se consolaban pensando: «Aún podemos ganar dinero.»
En ocasiones, su hijo preocupaba a Henry Totton.
—Cuando hablo con él no estoy seguro de que asimile lo que le digo —se quejó un día a un amigo.
—Todos los chicos de diez años son iguales —le aseguró el otro.
Pero eso no satisfizo a Totton y, al observar en estos momentos a su hijo, sintió una incertidumbre y una frustración que trató de ocultar.
Henry Totton era un hombre más bajo de lo normal, de talante retraído, pero su vestimenta indicaba de inmediato que se había propuesto que la gente lo tomara en serio. De joven, su padre le había dado unas ropas en consonancia con su posición social; eso era importante. Las viejas leyes suntuarias habían marcado hacía tiempo lo que cada clase en el rico y variado mundo medieval podía lucir. Con todo, esas leyes no eran una imposición. Si los concejales de Londres lucían unas capas rojas y el alcalde su cadena, toda la comunidad se sentía honrada. El maestro de la Universidad de Oxford se había ganado su solemne traje; sus alumnos aún no. Existía honor en el orden. El comerciante de Lymington no vestía como un noble y de haberlo hecho se habrían burlado de él; pero tampoco vestía como el campesino ni el humilde marinero. Henry Totton lucía una larga hopalanda, una túnica con mangas, abotonada del cuello a los tobillos. Totton la llevaba suelta, sin cinturón y, aunque austera, estaba hecha del mejor paño marrón pimpinela. Tenía otra, de terciopelo, con un cinturón de seda, para ocasiones especiales. Iba siempre perfectamente rasurado y sus serenos ojos grises no ocultaban el hecho de que, dentro de los límites precisos que correspondían a su posición social, tenía ambiciones para su familia. Durante siglos habían existido comerciantes de apellido Totton en Southampton y Christchurch, y él no estaba dispuesto a que la rama de Lymington fuera en zaga a sus numerosos primos.
Henry Totton trataba de no preocuparse por Jonathan. No era justo para el chico. Y nadie podía negar lo mucho que le quería. Desde la muerte de su esposa, ocurrida el año anterior, el joven Jonathan era cuanto tenía.
En cuanto a Jonathan, al mirar a su padre se daba cuenta de que éste se sentía desilusionado con él, aunque no supiera con exactitud el motivo. Algunos días se esforzaba en complacerle, pero otros olvidaba hacerlo. ¡Ojalá su padre comprendiera mejor a los Seagull!
Fue el año en que murió su madre cuando el pequeño Jonathan comenzó a pasearse solo por el muelle. Del extremo inferior de la calle Mayor, donde finalizaban las modestas parcelas o burgages, arrancaba una empinada cuesta que conducía al agua. Era escabrosa en todos los sentidos. La antigua villa finalizaba en la cima de ésta y, por lo que respectaba a gente como los Totton, la respetabilidad también. A los pies de esa escarpada cuesta social se arracimaban sin orden las destartaladas viviendas de los pescadores. «Y otros restos y desechos», según decía su padre, que arrastraba la corriente desde el mar o el Forest.
Sin embargo, para Jonathan constituía un pequeño paraíso: los barcos de tingladillo con sus pesadas velas, las embarcaciones boca arriba en el muelle, dispuestas a ser reparadas, los gritos de las gaviotas, el olor a alquitrán, sal y algas secas, las pilas de redes y trampas para peces… A Jonathan le encantaba pasearse entre ellos. La vivienda de los Seagull —si podía llamarse así— daba al mar. Más que una vivienda era una colección de artículos, a cual más fascinante que el otro, los cuales formaban un alegre amasijo. Debió de suceder por milagro —quizá los había depositado allí una noche la agitada marea—, pues era imposible imaginar a Alan Seagull molestándose en construir algo que no estuviera destinado a flotar.
Quizá la casa de los Seagull podía flotar, pensó Jonathan. En un muro colgaban, en sentido vertical, los restos de un enorme bote de remos; sus costados orientados hacia fuera formaban una especie de cala en la que solía sentarse la esposa de Seagull, meciendo en sus brazos a uno de sus hijos pequeños. El techo, trazado sin orden ni concierto, estaba construido con tablas, verga, fragmentos de velas, que exhibían aquí y allá bultos y salientes que podían ser un remo, la quilla de una embarcación o un viejo arcón. En un extremo brotaba humo de lo que parecía ser una olla para cocer langostas. Tanto el techo como los muros exteriores de tablas estaban ennegrecidos por el alquitrán. La presencia de algún que otro desvencijado postigo indicaba la existencia de ventanas. Junto a la puerta había dos grandes conchas pintadas. Frente a la vivienda había un bote y unas redes de pesca, dispuestas a secar, provistas de numerosos corchos. Más allá se extendía una amplia zona de juncos, que a veces despedía un olor acre. En resumidas cuentas, al chico le parecía un lugar mágico y prodigioso.
El propietario de esta choza marítima no era un menesteroso. Por el contrario, Alan Seagull era dueño de un barco de tingladillo, de un solo palo, mayor que un bote de pesca y lo suficientemente grande para transportar pequeños cargamentos de mercancías, no sólo por las aguas costeras sino incluso a Francia. Y aunque nada aparecía nunca limpio y lustroso, cada pieza del barco se hallaba en perfectas condiciones para navegar. La tripulación del barco lo trataba con el respeto que merecía el jefe. De hecho, muchos creían que Alan Seagull poseía una importante suma de dinero a buen recaudo. No tanto como Totton, por supuesto. Pero cuando deseaba adquirir algo, siempre pagaba por ello con dinero contante y sonante. Su familia estaba bien alimentada.
El joven Jonathan a menudo se acercaba a la vivienda de los Seagull, para observar a los siete u ocho hijos del matrimonio que, como peces en una gruta bajo el agua, salían y entraban continuamente de ella. Al verlos junto a su madre, el chico sentía una dicha y un calor familiar del que él no había gozado. Un día, cuando paseaba solo por las proximidades de la casa, uno de ellos, un niño de su edad, le siguió y preguntó:
—¿Quieres jugar?
Willie Seagull era un niño singular. Estaba tan delgaducho que daba la impresión de ser enclenque; pero era delgado por naturaleza y estaba dispuesto a todo. Jonathan, como los hijos de otros comerciantes adinerados, asistía a una pequeña escuela regentada por un maestro al que habían contratado Burrard y Totton. Pero en los días en que no tenía que asistir, él y Willie jugaban juntos y cada día representaba una aventura para el joven Jonathan. A veces jugaban en el bosque o pescaban en uno de los arroyos del Forest. Willie le había enseñado a pescar truchas. O bien bajaban a los terrenos pantanosos junto al mar, o caminaban por la costa hasta llegar a una playa.
—¿Sabes nadar? —Willie a Jonathan.
—No estoy seguro —respondió éste. Y al poco comprobó que su nuevo amigo nadaba como un pez.
—No te preocupes, yo te enseñaré —le prometió Willie.
En tierra, Jonathan corría más deprisa que Willie; pero cuando trataba de alcanzarlo, el pequeño niño siempre se escabullía. Willie lo llevaba también a jugar con los hijos de otros pescadores en el muelle, lo cual hizo que Jonathan se sintiera muy orgulloso de sí.
Y cuando, al encontrarse una tarde en el muelle con Alan Seagull, Willie había dicho a ese mágico personaje: «Éste es Jonathan, mi amigo», el joven Jonathan había experimentado una auténtica felicidad.
—Willie Seagull dice que soy su amigo —le había contado aquella noche a su padre muy ufano. Pero Henry Totton no había hecho ningún comentario.
A veces su padre llevaba a Willie en su barco y el niño se ausentaba durante uno o dos días. ¡Cómo le envidiaba Jonathan en esas ocasiones! No se atrevía a preguntar a su padre si podía acompañarlos, pero estaba seguro de que obtendría una respuesta negativa.
—Ven, Jonathan —dijo ahora el comerciante—, quiero mostrarte algo.
La habitación en la que se encontraban no era muy grande. Su fachada daba a la calle. En el centro había una recia mesa y, adosadas a los muros, varias alacenas y arcas de roble, provistas de impresionantes cerrojos. También había un voluminoso reloj de arena, del que el comerciante se sentía muy orgulloso y que le indicaba la hora exacta. Ésta era la contaduría, donde Henry Totton se ocupaba de sus negocios. Jonathan vio que su padre había dispuesto varios objetos sobre la mesa, y deduciendo que iba a utilizarlos para instruirlo en las artes del comercio, el chico emitió un breve suspiro de resignación. Odiaba esas sesiones con su padre. Sabía que éste lo hacía por su bien, pero ése era justamente el problema.
Para Henry Totton, el mundo era muy simple: todas las cosas interesantes estaban representadas por formas y números. Si veía una forma, la comprendía. Confeccionaba formas para Jonathan con pergamino o papel.
—Observa —decía a su hijo—, si lo vuelves de esta forma, presenta un aspecto distinto. Y si lo giras, muestra esta otra forma. —El comerciante hacía girar unos triángulos para transformarlos en conos y formaba cubos con cuadrados—. Si lo doblas —decía señalando un cuadrado—, obtienes un triángulo, un rectángulo o una pequeña tienda de campaña.
Totton también inventaba juegos para su hijo con números, convencido de que su hijo gozaba con ellos. Y el pobre Jonathan, a quien esos juegos le parecían aburridos a más no poder, ansiaba corretear por la alta hierba en los prados, o percibir el sonido de los pájaros en el bosque, o los olores salados junto al muelle.
El chico se esforzaba en aprender esas cosas, para complacer a su padre. Y debido a su nerviosismo y al empeño que ponía en ello, se quedaba en blanco, sin comprender nada y, rojo como un tomate, soltaba un despropósito tras otro al tiempo que observaba a su padre tratar de ocultar su desesperación.
La lección de hoy, según dedujo Jonathan, tendría un carácter práctico. En la mesa aparecían dispuestas varias monedas.
—¿Puedes decirme qué son? —preguntó Totton suavemente.
La primera era un penique. Eso fue fácil. Luego medio groat, equivalente a dos peniques; y un groat, cuatro peniques. Monedas inglesas de curso legal. Había un chelín: doce peniques; un ryal, que valía más de diez chelines. Pero la siguiente —una espléndida moneda de oro con la efigie del arcángel san Miguel matando a un dragón—, Jonathan no la había visto jamás.
—Ésta es un ángel —dijo Totton—. Una moneda valiosa y rara. Ahora dime cómo se llama ésta —prosiguió señalando otra moneda.
Jonathan no tenía ni la más remota idea. Era una corona francesa. Luego su padre indicó un ducado y un doble ducado.
—Ésta es la mejor moneda de todas, para el comercio marítimo —explicó Totton—. Todos, los españoles, italianos y flamencos, aceptan un ducado. —El comerciante sonrió—. Ahora déjame que te explique el valor relativo de cada una. Tienes que aprender a utilizar todas ellas.
La utilización de monedas europeas no estaba restringida al comerciante que hacía negocios en el extranjero. En las poblaciones del interior y plazas de mercado también se hallaban monedas extranjeras. El motivo era sencillamente que a menudo poseían mayor valor que las inglesas.
El siglo XV no fue una época favorable para los ingleses. Apenas tuvieron tiempo de saborear su triunfo sobre los franceses en Agincourt cuando esa extraordinaria figura de Juana de Arco, con sus visiones místicas, inspiró a los franceses a expulsar de nuevo a los ingleses de sus territorios. A mediados de siglo, cuando finalizó el prolongado conflicto de la guerra de los Cien Años, éste se había hecho costoso y el comercio había sufrido las consecuencias. Posteriormente estalló una disputa que había de durar una generación entre las dos ramas de la casa real, York y Lancaster. Si bien la denominada guerra de las Dos Rosas constituyó una serie de batallas feudales más que una guerra civil, no contribuyó a promover la ley y el orden en las zonas rurales. Con los disturbios civiles y la caída de las rentas de la tierra, no es de extrañar que cuando las arcas del tesoro estaban vacías, las cecas reales recortaban la producción de monedas. Y aunque recientemente se habían llevado a cabo algunas iniciativas para incrementar su valor, Henry Totton estaba en lo cierto al afirmar que era difícil encontrar buenas monedas inglesas. Por tanto, los comerciantes procuraban siempre utilizar, en sus negocios, la moneda más fuerte, que solía ser extranjera.
Henry Totton explicó todo esto a su hijo.
—Lo que necesitamos, Jonathan —concluyó—, son esos ducados. ¿Comprendes?
Y Jonathan asintió con la cabeza, aunque lo cierto es que no estaba seguro de haberlo entendido.
—Bien —dijo el comerciante mirando a su hijo con una sonrisa de satisfacción. En vista de que el chico estaba de un talante receptivo, Totton decidió abordar el asunto de los puertos.
Pocos temas le eran tan gratos. Para empezar, estaba la cuestión del puerto de Calais, perteneciente a la gran organización inglesa de la Etapa, y sus importantes negocios financieros. Y luego, por supuesto, estaba la compleja cuestión de Southampton. Totton decidió empezar por explicar a su hijo el tema de Calais.
—Padre.
—¿Qué quieres, Jonathan?
—Estaba pensando que si dejo de tratar a Alan Seagull, podré seguir jugando con Willie, ¿verdad?
Henry Totton miró a su hijo. Durante unos momentos no supo qué contestar. Luego se encogió de hombros disgustado. No pudo evitarlo.
—Lo siento, padre —dijo el niño cariacontecido—. ¿Seguimos?
—No. Creo que no. —Totton miró las monedas que había dispuesto sobre la mesa y luego observó la calle a través de la ventana—. Puedes jugar con quien te apetezca, Jonathan —dijo con voz queda indicando al chico que podía retirarse.
—¡Tendrías que verla, papá! —El rostro de Willie Seagull resplandecía de emoción mientras ayudaba a su padre a reparar una red.
A la mañana siguiente de haber mantenido Totton esa conversación con su hijo, Jonathan había llevado por primera vez a Willie Seagull a su casa. El marino dejó de canturrear.
—¿Henry Totton estaba en casa? —preguntó a su hijo.
—No. Sólo estábamos Jonathan y yo. Y los criados, papá. Tienen una cocinera y un pinche, un mozo de cuadra y dos doncellas…
—Totton tiene mucho dinero, hijo.
—Yo no me imaginaba… Esas casas no parecen tan grandes vistas desde fuera, pero se extienden muchos metros hacia atrás. Detrás de la contaduría hay un salón inmenso, en la segunda planta, con una galería adosada. Y en la parte posterior hay otras habitaciones.
—Ya lo sé, hijo.
La de Totton era la típica vivienda de un comerciante, pero el joven Willie nunca había estado en una de ellas.
—Tienen una bodega gigantesca. Ocupa todo lo ancho de la casa. El señor Totton guarda ahí toda clase de cosas. Barriles de vino, balas de paño. Y sacos de lanas. Un montón. Y debajo del tejado —prosiguió Willie muy exaltado— hay un desván tan grande como la bodega. El señor Totton guarda allí sacos de harina y malta y Dios sabe cuántas otras cosas.
—Es natural, Willie.
—Y fuera… Nunca había imaginado lo grandes que son esos jardines, papá. Se extienden desde la calle hasta el sendero situado en la parte posterior de la ciudad.
La disposición de las modestas parcelas de Lymington obedecía a un esquema muy típico de las poblaciones medievales inglesas. La fachada de la calle medía cinco metros, medida conocida como vara. Ésta se había elegido porque era la anchura normal de la franja arada de un campo corriente inglés. Una franja de doscientos un metros se denominaba furlong y cuatro furlong constituía un acre. Las parcelas eran por tanto largas y estrechas, como un campo arado. Henry Totton poseía dos parcelas contiguas; la segunda formaba un patio con un taller que había arrendado y los establos de su propiedad. Detrás, su jardín doble, de diez metros de ancho, se extendía casi medio furlong en sentido vertical.
Alan Seagull asintió con la cabeza. Se preguntaba si Willie ambicionaba vivir en una mansión semejante, pero al parecer su hijo se contentaba con observar el estilo de vida del comerciante. No obstante, decidió hacer dos advertencias a su hijo.
—Mira, Willie —dijo suavemente—, no debes creer que Jonathan será siempre tu amigo.
—¿Por qué papá? Es un buen chico.
—Ya lo sé. Pero un día las cosas cambiarán. Ocurrirá de forma imprevista.
—Me llevaré un disgusto muy grande.
—Quizá sí y quizá no. Y otra cosa. —Alan Seagull miró a su hijo con optimismo.
—¿Qué, papá?
—No debes contarle ciertas cosas, aunque sea tu amigo.
—¿Te refieres a…?
—Nuestro negocio, hijo. Ya sabes a qué me refiero.
—Ah, eso.
—Espero que mantengas la boca cerrada.
—Por supuesto.
—No debes hablar de ello con ningún Totton. ¿Entendido?
—Lo sé —respondió Willie—. Prometo no hacerlo.
La apuesta se hizo aquella noche. Fue Geoffrey Burrard quien la hizo, en la posada Angel Inn.
Pero Henry Totton la aceptó. Tras calcular las probabilidades de ganar, la aceptó. Medio Lymington fue testigo.
El Angel Inn era un agradable local emplazado en la cima de la calle Mayor; gente de todas las categorías sociales de Lymington acudían, por lo que no tenía nada de extraño que Burrard y Totton se hubieran encontrado allí aquella tarde por casualidad. Las familias de ambos hombres pertenecían a la categoría de yeomen: agricultores libres que poseían sus propias tierras, o prósperos comerciantes locales. Ambos eran importantes figuras en su pequeña población, hombres de mérito, como solía decirse. Ambos vivían en casas con techados a dos aguas y las plantas superiores en voladizo; ambos poseían acciones en dos o tres barcos y exportaban lana a través de Calais, el gran puerto aduanero de la Etapa. Si los Burrard llevaban más tiempo en Lymington que los Totton, éstos no estaban menos dedicados a los asuntos del municipio. En particular, los dos hombres se hallaban unidos por una causa común.
El gran puerto de Southampton era una ciudad importante cuando Lymington no era más que una aldea. Siglos atrás se había otorgado a Southampton jurisdicción sobre todos los pequeños puertos situados en aquella zona de la costa meridional, así como el derecho de cobrar las tasas y derechos arancelarios reales sobre las mercancías importadas y exportadas. El alcalde de Southampton incluso ostentaba el título de «almirante» en los documentos reales. Pero por la época de la guerra de los Cien Años, cuando Lymington suministró al rey unos barcos construidos en sus astilleros, el hecho de estar bajo la jurisdicción de otro puerto más importante ofendió el orgullo de Lymington.
—Nosotros cobraremos los aranceles —declararon los ciudadanos de Lymington—. Tenemos que mantener a nuestro municipio. De hecho, desde hacía más de ciento sesenta años se venían produciendo esporádicamente disputas y pleitos judiciales.
El hecho de que varios burgueses de Southampton fueran parientes suyos no mermaba en modo alguno la entrega de Totton a esta causa. A fin de cuentas, sus intereses residían en Lymington. Haciendo gala de su precisión mental, el comerciante analizó el asunto a fondo y aconsejó a sus conciudadanos:
—La balanza aún se inclina en favor de Southampton respecto del problema de los derechos arancelarios reales, pero si limitamos nuestras reivindicaciones a los derechos de quilla y de muelle, estoy seguro de que ganaremos.
Tenía razón.
—¿Qué haríamos sin ti, Henry? —comentó Burrard con tono de admiración.
Era un hombre fornido y apuesto, de mejillas rubicundas, unos años mayor que Totton. Exuberante a diferencia de Totton, que era de talante sosegado, e impetuoso a diferencia de Totton, que era prudente, los dos amigos tenían una sorprendente pasión en común.
A ambos les encantaba hacer apuestas. A menudo cruzaban apuestas. Burrard apostaba guiándose por su intuición, y en muchas ocasiones ganaba. Henry Totton apostaba sobre probabilidades.
En cierto modo, para Totton todo representaba una apuesta. Era cuestión de calcular las posibilidades de ganar. Esto era lo que hacía en todas las transacciones comerciales; incluso las grandes corrientes de la historia, según pensaba Totton, no eran sino una serie de apuestas que se habían decantado hacia un lado u otro. No había más que repasar la historia de Lymington. En los tiempos de Guillermo el Rufo, los señores feudales constituían una poderosa familia normanda; pero cuando Guillermo el Rufo fue asesinado en New Forest y su hermano Enrique ascendió al trono, aquéllos habían cometido la imprudencia de apoyar a Roberto de Normandía, hermano de Enrique. ¿El resultado? Enrique conquistó Lymington y buena parte de las tierras de los normandos, concediéndosela a otra familia. Desde entonces, durante tres siglos y medio, la propiedad de éstas había pasado de un descendiente a otro de la familia hasta que estalló la guerra de las Dos Rosas y los señores feudales decidieron apoyar el bando de Lancaster. Todo fue bien hasta 1461, cuando los partidarios de los Lancaster perdieron una importante batalla y el nuevo rey de la rama de York mandó decapitar al señor feudal. De modo que otra familia era actualmente la propietaria de Lymington.
Incluso la modesta familia de Totton había participado en este arriesgado juego de fortuna. Totton se había sentido muy orgulloso cuando su tío favorito se había convertido en un seguidor de ese aristocrático aventurero, el conde de Warwick, quien, gracias a su poder de modificar la suerte del bando que él apoyaba, era conocido como «el hacedor de reyes». «Ahora soy un próspero comerciante —había dicho a Henry antes de partir—, pero regresaré convertido en un caballero.» El tío preferido de Henry también había sido asesinado, y Henry había llorado su muerte. Pero no lo consideraba una tragedia, ni siquiera una suerte cruel. Su tío había hecho una apuesta y había perdido. Esto es todo.
Era una mentalidad que le permitía conservar la calma y templanza frente a la adversidad: era, en suma, una fuerza especial, aunque su esposa le había censurado en ocasiones por su frialdad.
De modo que cuando Burrard le propuso la apuesta, Totton calculó con detenimiento todos los aspectos.
—Apuesto, Henry —dijo su amigo—, a que la próxima vez que envíes un barco cargado hasta los topes a la isla de Wight, yo enviaré otro repleto de mercancías y regresará antes que el tuyo.
—Cuando menos uno de tus barcos es más veloz que cualquiera de los míos —declaró Totton.
—No enviaré a uno de mis barcos.
—¿De quién entonces?
Burrard reflexionó unos momentos antes de responder.
—Enviaré a Seagull a competir con tu barco —contestó sonriendo. Observó a Totton con los ojos relucientes de la excitación.
—¿Seagull? —Totton arrugó el ceño. Pensó en su hijo y el marino. Prefería mantener las distancias entre ambos—. No quiero hacer apuestas con Seagull, Geoffrey.
—No es con él. Ya sabes que Seagull nunca hace apuestas. —Curiosamente, era cierto. Pese a que el marino mantenía una actitud de total indiferencia hacia lo que pudieran pensar los demás en la mayoría de sus tratos con el mundo, por alguna razón que sólo él conocía jamás hacía apuestas—. La apuesta es conmigo, Henry. Sólo entre tú y yo. —Burrard sonrió afectuosamente.
Totton meditó sobre el tema. ¿Por qué apostaba Burrard sobre el triunfo de Seagull? ¿Acaso conocía las velocidades relativas de los barcos? No era probable. Lo más seguro es que su intuición le dijera que Seagull era un astuto bribón que lograría alzarse con la victoria. Él mismo, por otra parte, había observado en varias ocasiones el barco de Seagull y también había tomado buena nota de la velocidad de un pequeño barco en Southampton, en el que hacía poco había adquirido la cuarta parte de una acción. El barco de Southampton era decididamente más rápido.
—La apuesta es contra el barco de Seagull —dijo Totton—. Tienes que convencer a Seagull de que acepte realizar la travesía o retiro mi apuesta.
—De acuerdo —aceptó su amigo.
Totton asintió pausadamente. Mientras sopesaba todos los factores apareció de golpe el joven Jonathan en la puerta. El comerciante pensó que no sería una mala idea que su hijo viera al marino, su héroe, perder una carrera.
—Muy bien. Cinco libras —dijo.
—¡Pardiez, Henry! —exclamó Burrard, haciendo que otras personas en el local se volvieran para mirarlos—. Eso es mucho dinero. —En efecto, cinco libras era una apuesta muy alta.
—¿Demasiado dinero para ti? —inquirió Totton.
—No, yo no he dicho eso. —El rostro jovial de Burrard mostraba una expresión de desconcierto.
—Si prefieres no…
—Hecho. ¡Cinco libras! —aceptó Burrard—. ¡Pero pardiez, invítame a una copa, Henry!
Cuando el joven Jonathan avanzó, el chico dedujo, por la expresión de los rostros que le rodeaban, que su padre acababa de hacer algo que había impresionado a los hombres de Lymington.
Al ver al joven Jonathan Geoffrey Burrard, no sin cierto nerviosismo, le saludó con su habitual bohemia.
—¡Ah, señor! —exclamó—. ¿En qué aventura te has metido?
—En ninguna, señor. —Jonathan no estaba seguro de cómo responder, pero sabía que Burrard era un hombre al que había que tratar con respeto.
—Supuse que habrías ido a matar dragones. —Burrard sonrió a Jonathan y, al observar que el chico parecía perplejo, añadió—: Cuando yo tenía tu edad habitaba un dragón en el Forest.
—Es cierto —apostilló Totton—. Nada menos que el dragón de Bisterne.
Jonathan miró a los dos hombres. Conocía la historia del dragón de Bisterne, al igual que todos los niños del Forest. Pero como ésta se refería a un caballero y un animal tan antiguo, suponía que era una vieja fábula como la del rey Arturo.
—Creí que eso había sucedido antiguamente —comentó.
—No —repuso Totton meneando la cabeza—. Es cierto —explicó con expresión seria—. Cuando yo era joven existía un dragón, al menos así lo llamaban. Y el caballero de Bisterne lo mató.
Al observar la expresión de su padre, Jonathan comprendió que éste decía la verdad. Nunca le tomaba el pelo.
—Ah —dijo el chico—. No lo sabía.
—Y eso no es todo —continuó Burrard con tono serio y guiñando el ojo disimuladamente a los parroquianos del local—. El otro día vieron a otro dragón en Bisterne. Tengo entendido que van a ir a cazarlo, de modo que si quieres verlo será mejor que te apresures.
—¿De veras? —preguntó Jonathan con ojos como platos—. ¿No es peligroso?
—Sí. Pero mataron otro, ¿no es cierto? Debe de ser todo un espectáculo cuando se echa a volar.
Henry Totton sonrió y meneó la cabeza.
—Es mejor que regreses a casa —dijo con tono amable y besó a su hijo. Obediente, Jonathan se marchó.
Cuando Henry Totton llegó a su casa, había olvidado la historia del dragón.
Partieron poco después del alba. Willie estaba dispuesto a partir la víspera, en cuanto su amigo se lo contó, pero Jonathan le convenció de que necesitaban un día entero y que por tanto debían partir al amanecer. Era una caminata de veinte kilómetros hasta Bisterne, donde se hallaba el dragón.
—Estaré con Willie hasta el atardecer —había dicho Jonathan a la cocinera al salir apresuradamente de la casa, antes de que alguien le viera y preguntara a dónde iba.
La excursión, aunque larga, fue muy agradable. El feudo de Bisterne estaba situado en la región meridional del valle del Avon, más abajo de Ringwood, cerca del lugar llamado Tyrrell’s Ford. De modo que sólo tuvieron que atravesar la zona occidental del Forest, avanzar por su borde meridional y descender hacia el valle. Si partían al amanecer, incluso si iban a pie, llegarían allí a media mañana y no tenían que regresar hasta última hora de la tarde.
Willie le esperaba arriba de la calle. Impaciente por alejarse antes de que les sorprendieran, los chicos se apresuraron por el sendero que discurría a través de campos y prados de Old Lymington, atravesaron un arroyo junto a un pequeño molino y a la media hora pasaron frente al feudo de Arnewood, ubicado entre las aldeas de Hordle y Sway.
La mañana, límpida y despejada, prometía dar paso a un día caluroso, La campiña de Lymington formaba parte de los recoletos prados adornados con setos vivos y pequeños robles que tachonaban las hondonadas y los claros. Las hojas de color verde pálido comenzaban a brotar en las ramas desnudas; la leve brisa sembraba el camino con las flores blancas de los setos. Pasaron junto a un campo arado cuyos surcos recibían la visita de una bandada de aleteantes gaviotas.
Cualquiera que conociera a los habitantes de Lymington habría identificado de inmediato a los dos niños que pasaron por el feudo de Arnewood, puesto que ambos eran una perfecta copia en miniatura de sus padres: el semblante serio del comerciante que mostraba uno de los chicos, y el rostro jovial del marino, carente de mentón, que ostentaba el otro, eran casi cómicos. Al cabo de una hora dejaron a sus espaldas el mundo de Lymington y llegaron a un bosque por el que discurría un estrecho sendero. Luego, después de atravesar una zona cubierta de fresnos y abedules enanos, alcanzaron el amplio territorio del páramo en el Forest.
—¿Crees que el dragón vive aquí? —preguntó Willie, nervioso.
—No —contestó Jonathan—. No viene por aquí. —Nunca había visto titubear a su amigo y se sentía bastante orgulloso de sí mismo.
Tuvieron que recorrer ocho kilómetros por el borde meridional del páramo, pero el terreno de turba sembrado de hierba facilitaba la caminata. El sol matutino, situado a sus espaldas, se reflejaba en el límpido rocío que cubría la hierba. El inmenso páramo estaba sembrado de flores de un amarillo intenso de las matas de tojo. De vez en cuando, en los montículos a su derecha, veían unos pequeños grupos de arbustos de acebo. Antiguamente, los ingleses los llamaban holly holms. Pero recientemente habían adquirido otro nombre. Puesto que los ciervos y los ponis devoraban las ramas inferiores hasta donde alcanzaban —lo llamaban la línea de pastoreo—, los arbustos habían adquirido la forma de champiñón y, al contemplar un grupo de acebos sobre un montículo, éste ofrecía el aspecto del ala de un sombrero. Por consiguiente, las gentes del Forest los llamaban en la actualidad holly hats.
Anduvieron durante una hora y media sobre la mullida hierba. Habían recorrido unos ocho kilómetros por el borde del páramo cuando arribaron a la elevada colina conocida como Shirley Common. Luego, cuando alcanzaron la cima, se detuvieron.
A sus pies se extendía el valle del Avon.
Era un mundo más rico y variado. En primer lugar vieron un pequeño campo sembrado de pilas de helechos donde pacían unas cabras; luego, unos bosquecillos de robles y hayas, y más campos que descendían airosos por las laderas, hasta alcanzar una zona arbolada y unos frondosos prados situados en las amplias riberas del Avon, cuyas plateadas aguas, que los niños vislumbraban esporádicamente a través de los árboles, ofrecían una resplandeciente imagen. Después, más allá del valle, contemplaron los pequeños riscos de Dorset que se prolongaban a través de una bruma azulada. Era el paisaje ideal para caballeros, damas y amores cortesanos. Y dragones.
Pero hacia el norte, a unos tres kilómetros a través del inmenso páramo de color pardusco, se alzaban unos cerros y montes, detrás de los cuales se encontraba el sombrío bosque de la aldea de Burley.
—Creo que no tardaremos en ver al dragón —dijo Jonathan—. ¿Tienes miedo? —preguntó mirando a Willie.
—¿Y tú?
—No.
—¿Dónde vive el dragón?
—Allí —respondió Jonathan señalando el alargado cerro de Burley y su promontorio septentrional de Castle Hill. En aquel entonces, el cerro era conocido como Burley Beacon.
—Ah. —Willie observó el lugar—. Está muy cerca —comentó.
Probablemente se trataba de un solo jabalí. No quedaban muchos en Inglaterra en aquel entonces. Los habían cazado hasta prácticamente exterminarlos. Por supuesto, se veían marranos correteando por el Forest, durante la época de celo, en otoño; y alguno podía convertirse en un cerdo asilvestrado y ser confundido con un jabalí. Pero el auténtico jabalí, con su hirsuto pelaje, sus poderosos hombros e imponentes colmillos, era un animal temible. Incluso el noble normando o Plantagenet más valiente, con sus mastines y sus cazadores, era presa del temor cuando esta inmensa bola de fuego salía de su madriguera y se precipitaba hacia él. Pero era una caza llena de emoción. En toda Europa, la caza del jabalí se había convertido en el deporte aristocrático más noble, después de la justa. La cabeza del jabalí constituía el adorno central de la mesa en cualquier banquete.
Pero el reino insular de Inglaterra, aunque la naturaleza le había concedido numerosos bosques, no poseía las inmensas y desiertas explanadas francesas ni las tierras germanas. Si un jabalí habitaba en un lugar, su presencia era conocida y los nobles salían a cazarlo. Cuatro siglos después de la llegada del Conquistador normando, en el sur de Inglaterra apenas quedaban jabalís ingleses. Con todo, de vez en cuando aparecía uno. Por algún motivo no lograban capturarlo. Y al cabo de los años, quizá por el hecho de vivir aislado, llegaba a alcanzar un tamaño descomunal.
Todo indica que hacia 1460 en el valle del Avon ocurrió lo que se relata a continuación.
El feudo de Bisterne estaba situado en un maravilloso paraje en el amplio valle, en la zona donde el Avon discurría junto al bosque, al norte de Tyrrell’s Ford. En tiempos sajones se llamaba Bede’s Thorn, nombre que había sufrido varias transformaciones hasta derivar en Bisterne. Propiedad de un sajón desde la Conquista, había pasado por herencia a la noble familia Berkeley, del condado occidental de Gloucestershire; y a sir Maurice Berkeley, casado con la sobrina del poderoso Warwick «el hacedor de reyes», a quien, poco antes de iniciarse la guerra de las Dos Rosas, le deleitaba alojarse en su feudo de Bisterne y cazar con sus mastines en el valle del Avon, cosa que hacía con frecuencia.
A lo que parece, el jabalí había instalado su madriguera en Burley Beacon, que se alzaba sobre el valle, y solía penetrar en las granjas y matar a los animales. Un día, por San Miguel, cuando los campesinos habían matado a buena parte de sus animales, el jabalí había bajado a Bisterne, siguiendo los arroyos que fluían desde Castle Hill, hasta llegar a Bunny Brook, cerca de la mansión feudal. Al hallar unas tinas de leche puestas a refrescar en el arroyo, junto a la granja del feudo, el animal se había apoderado de la leche y había matado a una de las vacas que quedaban en la granja.
Su aparición en esa época debió de aterrorizar a los lugareños. No sólo debido a los feroces ojos negros del animal, la espuma que echaba por la boca y sus terroríficos colmillos. Cuando se sentía acorralado, el jabalí emitía un grito que helaba la sangre; su aliento formaba nubes de vaho en el frío aire de noviembre; los jabalís se desplazan por tierra con un extraño silencio. Cuando echaba a correr por los campos de Bisterne bajo la pálida luz del amanecer, debía de presentar el aspecto de una criatura sobrenatural.
No es de extrañar que una gélida noche de noviembre, el valeroso sir Maurice Berkeley saliera a encararse con el monstruo. El encuentro tuvo lugar en el valle y fue cruento. Los dos mastines favoritos del noble murieron en la refriega; sir Maurice logró acabar con la fiera, pero recibió unas heridas que se le infectaron y le provocaron la muerte en Navidad.
Algunas leyendas se inventaron con posterioridad, a partir de unos hechos algo olvidados. Al cabo de un año, todo el condado había oído hablar de la batalla librada por sir Maurice contra el dragón de Bisterne. Sabían que el dragón volaba sobre los campos desde Burley Beacon. Sabían que el caballero lo había matado él solo y había fallecido a causa del veneno del dragón. Y al cabo de unos años, mientras el mundo que se extendía más allá de Bisterne se sentía sobrecogido por el noble drama de la guerra de las Dos Rosas, en New Forest y el valle del Avon, la gente recordaba: «No hace mucho habitaba aquí un dragón.»
Desde la cima de Shirley Common hasta el feudo de Bisterne había que recorrer otros tres kilómetros a pie, y los chicos descendieron lentamente. A veces divisaban el promontorio de Burley Beacon; otras, quedaba oculto; pero tanto Willie como Jonathan permanecían alertas por si el dragón alzaba el vuelo desde su colina y se precipitaba hacia ellos.
—¿Qué hacemos si vemos que se acerca? —preguntó Willie.
—Escondernos —contestó Jonathan.
En la parte inferior de la ladera el sendero atravesaba un bosque. Los rayos sesgados del sol matutino creaban una luz de color verde pálido en el sotobosque. El musgo se extendía a los pies de los árboles, la hiedra alrededor de los troncos. Oyeron el arrullo de un pichón. El sendero doblaba hacia la izquierda, dejando los árboles atrás, y se extendía a través de las lindes del bosque. Una hembra de urogallo salió de entre la elevada hierba y pasó apresuradamente frente a ellos. Sólo tenían que descender otros cien metros cuando de pronto oyeron un aleteo, seguido de un destello metálico azul oscuro; de pronto apareció un urogallo macho, con su cola en forma de lira, que, asustado por algún ruido, salió de la copa de un árbol y pasó sobre ellos en vuelo rasante.
—Al verlo has pegado un bote, Willie —dijo Jonathan.
—Tú también.
Al poco llegaron al fondo del valle y comprobaron de inmediato que habían penetrado en un mundo donde en el momento más impensado podía aparecer dragón.
El mundo de Bisterne era muy llano. Sus grandes campos se extendían a lo largo de unos cinco kilómetros hacia el oeste, hasta las aguas plateadas del Avon que, como solía ocurrir en primavera, se habían extendido sobre los frondosos prados formando un mágico resplandor líquido. La mansión feudal —para los nobles Berkeley no era sino un pabellón de caza— consistía en un edificio de madera y yeso, con un establo adosado, que se alzaba en medio de un prado donde pastaba el ganado y los conejos, encerrados en una conejera, brincaban sobre la corta hierba. A lo lejos se divisaban las laderas detrás de las cuales estaba situado Burley Beacon; y unos robles o unos olmos tachonaban el paisaje, desde los setos vivos hasta los campos, extendiendo sus brazos desnudos como a la espera de que el monstruo alado echara a volar desde Beacon y se posara sobre ellos.
Era un lugar apacible. A veces oían los mugidos del ganado; en una ocasión, el sonido chirriante de las alas de los cisnes batiendo sobre las lejanas aguas. Y de vez en cuando los roncos graznidos y el aleteo de los cuervos posados en los árboles. Pero, por lo general, Bisterne se hallaba sumido en silencio, como si toda la naturaleza aguardara una visita.
En los campos se veían pocas personas. A unos centenares de metros al sur de la mansión había una pequeña alquería, con el techado de paja, y un bosquecillo de fresnos junto a un arroyo. Al bajar por el sendero del ganado, los chicos se encontraron a un pastor que, cuando le preguntaron educadamente dónde había caído muerto el dragón, sonrió y señaló un campo situado detrás de la alquería.
—Ése es el campo del Dragón —les dijo—. Junto al arroyo Bunny.
Los chicos se pasearon durante una hora o más por los caminos y bajaron hasta la orilla del río. Por la posición del sol dedujeron que debía ser mediodía cuando Willie declaró de improviso que estaba hambriento.
Junto al río, en el vado por donde cruzaba el ganado llamado Tyrrell’s Ford, había unas casas rústicas y una vieja fragua. Al decir que procedían de la población cercana de Ringwood, para no levantar sospechas, Jonathan pudo mendigar un poco de pan y queso, que una mujer que vivía en una de las casitas les dio de mil amores. De paso Jonathan le preguntó sobre el dragón.
—Hace más de veinte años que lo mataron —respondió la mujer.
—Eso ya lo sé. Pero ¿y el nuevo?
—A ése no lo he visto —contestó la mujer sonriendo.
—Quizá no haya ningún dragón aquí —dijo Willie a Jonathan mientras se comían el pan y el queso.
—La mujer sólo dijo que ella no lo había visto —replicó Jonathan.
Después de comer se tumbaron bajo el tibio sol y durmieron un rato.
Era más de media tarde cuando subieron de nuevo por el sendero del ganado junto a la alquería. Si se sentían impresionados por la larga caminata que les aguardaba de regreso a casa, trataron de ocultarlo. Sabían que tenían que partir ahora para estar de regreso sanos y salvos antes del anochecer.
Cuando habían alcanzado la mitad del sendero del ganado, se toparon con aproximadamente una docena de vacas, que conducía un chico hacia la alquería. El chico, mayor que ellos, debía de tener unos doce años.
—¿De dónde venís? —preguntó observándolos con recelo.
—Eso a ti no te incumbe.
—¿Buscáis pelea?
—No.
—De todos modos, tengo que conducir a esas vacas de regreso a la alquería. ¿Qué hacéis aquí?
—Hemos venido a ver al dragón.
—El campo del Dragón está allí.
—Ya lo sabemos. Nos dijeron que ahora había otro dragón, pero por lo visto no es cierto.
El chico los miró con expresión pensativa.
—Sí lo hay —repuso achicando los ojos—. Por eso tengo que conducir a las vacas de regreso al establo. —Después de una pausa añadió asintiendo con la cabeza—: Aparece por aquí todas las noches, como el otro. Desde Burley Beacon.
—¿De veras? —Jonathan observó su rostro—. Te lo estás inventando. Nadie viviría aquí.
—No, es cierto. Palabra. A veces apenas hace nada. Pero ha matado a perros y terneros. Puedes verlo volando al anochecer. Echa fuego por la boca. Tiene un aspecto horrible.
—¿Adónde se dirige?
—Siempre acude al mismo lugar. Al campo del Dragón. Así que nosotros nos abstenemos de ir allí y santas pascuas.
El chico se volvió y dio unos golpecitos con el palo a la vaca que tenía más cerca, mientras los dos niños proseguían su camino. Durante unos minutos guardaron silencio.
—Creo que nos ha mentido —dijo Willie.
—Quizá.
Al reemprender el regreso les llevó menos tiempo trepar hasta la cima de Shirley Common. Aunque el sol aún no había comenzado a declinar por el horizonte en el cielo vespertino, soplaba una brisa fresca típicamente abrileña y el resplandor dorado que se veía por el oeste tenía un tinte naranja. De nuevo se abrió ante ellos el magnífico panorama que ofrecía el valle, desde el río Avon hasta el cerro de Burley Beacon.
—Desde aquí lo veríamos con toda claridad.
—Pero llegaríamos tarde a casa —objetó Willie.
—Depende de cuándo aparezca. Quizá venga ahora.
Willie no respondió.
Jonathan sabía que su compañero no se había mostrado tan interesado en visitar ese lugar como él. Willie lo había acompañado en señal de amistad. No es que tuviera miedo, en cualquier caso no más que él. En la mayoría de los juegos, sobre todo cuando jugaban junto al río o en algo relacionado con el agua, era Willie, con su gracioso rostro carente de mentón, quien se mostraba más arrojado y Jonathan más cauto. Éste sabía que no se habría atrevido a venir solo. Pero, a medida que transcurrió el día, Jonathan descubrió también en sí mismo algo de lo que no se había percatado: una sosegada pero persistente determinación distinta del temperamento despreocupado de su amigo.
—Si llegamos después del toque de queda —dijo Willie—, nos azotarán.
El toque de queda —el couvre-feu, cuando se apagan todos los fuegos durante la noche y todas las personas tenían que recogerse en sus casas— se observaba incluso en las aldeas. A fin de cuentas, no se podía hacer gran cosa en la impenetrable oscuridad del campo, salvo cazar furtivamente o mantener una relación ilícita. En Lymington, algunos hombres como Totton se dirigían a sus casas en la oscuridad tras abandonar el Ángel, pero por lo general las calles estaban desiertas. La campana de la iglesia que señalaba el toque de queda imponía un largo silencio.
Jonathan nunca había recibido unos azotes. La mayoría de los chicos recibían de vez en cuando, de sus padres o sus maestros de escuela, una azotaina, pero quizá debido a su carácter y al silencioso ambiente que la enfermedad de su madre había impuesto en su casa, Jonathan había escapado a este castigo relativamente normal.
—No me importa —replicó—. Pero tú puedes regresar si quieres.
—¿Y dejarte solo?
—No me importa. Anda, vete. Tienes tiempo.
Willie suspiró.
—No. Me quedo.
Jonathan miró a su amigo sonriendo y por primera vez cayó en la cuenta de que él mismo era capaz de comportarse con dureza.
—¿Y si ya no existe un dragón, Jonathan?
—Entonces no lo veremos.
Pero ¿y si existía? Aguardaron una hora. El sol comenzó a ponerse sobre el valle. Una leve bruma se alzó de las lejanas praderas. El páramo que se extendía hasta el norte de donde se hallaban ellos mostraba un espléndido color naranja. Pero la silueta de Burley Beacon, en la que se reflejaban los rayos del sol, emitía un destello dorado como si ardiera.
—Observa el Beacon, Willie —dijo Jonathan echando a correr hacia la colina.
Faltaban sólo doscientos metros hasta el borde del campo. Por alguna razón, los campesinos habían cortado un gran número de helechos y los habían dejado apilados junto al seto vivo en lugar de llevárselos. Era relativamente fácil construir un pequeño y sólido refugio con una buena cama de helechos sobre el que tumbarse. Si utilizaban helechos como cama para los animales, pensó Jonathan, también servirían para seres humanos. Cuando terminó regresó junto a Willie.
—No estaremos de regreso en casa esta noche. Es demasiado tarde.
—Ya lo supuse.
—He construido un refugio.
—Bueno.
—¿Has visto algo?
—No.
Al atardecer Burley Beacon se tiñó de un color rojo fuego. Era fácil imaginar al dragón alzándose cual el ave fénix de sus cenizas y remontando el vuelo hacia el firmamento. Cuando se puso, el cielo de poniente adquirió un tono carmesí y el fuego de Burley Beacon se extinguió. En lo alto aparecieron las primeras estrellas.
—Creo que es posible que aparezca —comentó Jonathan. Tenía una idea muy clara del aspecto que tenía el dragón: aproximadamente del tamaño de una vaca, con una tremenda envergadura de alas. Era de color verde, cubierto de escamas. El sonido de sus alas se asemejaba al de un gigantesco cisne y al batirlas emitía por la boca un sonido sibilante. Eso es lo que uno vería en la oscuridad. Jonathan calculó que surcaría el cielo frente a ellos mientras se dirigía a Bisterne.
El sol desapareció. El fulgor de las estrellas se intensificó en el cielo zafirino. La línea de Burley Beacon presentaba un aspecto sombrío y peligroso mientras los chicos aguardaban, con los ojos fijos en él.
Al anochecer, cuando comprobó que no había señal de Jonathan, Henry Totton se dirigió de mala gana hacia el muelle y se acercó a la impresentable vivienda de Alan Seagull. ¿Había visto por casualidad a su hijo? No, respondió el marino, un tanto perplejo; ambos chicos se habían ausentado al amanecer y no tenía la menor idea de dónde podían encontrarse.
Al principio Totton temió que los niños hubieron tomado un bote, pero Seagull comprobó enseguida que no le faltaba ninguno. ¿Era posible que se hubieran caído al río?
—Mi hijo es un buen nadador —contestó Seagull—. ¿Y el suyo?
Totton tuvo que reconocer, avergonzado, que no lo sabía.
Al poco corrió la noticia de que alguien los había visto partir desde la parte alta de la población a primeras horas de la mañana. ¿Se habrían topado con algún peligro en el Forest? No era probable. Hacía años que no se veía ningún lobo por estos parajes. Y aún era pronto para que aparecieran serpientes.
—Tal vez —dijo Alan Seagull con tristeza— se hayan caído en el canal de un molino.
Cuando sonó el toque de queda, el alcalde y el alguacil ya habían sido informados y había dos grupos de rescate equipados con unas antorchas preparados para salir en busca de los niños. Uno de ellos se dirigió hacia los molinos de Old Lymington; el otro partió a través del bosque situado sobre la población. Estaban dispuestos a registrar la zona durante toda la noche si era necesario.
El refugio resultó muy eficaz. Al colocar los helechos de forma compacta, impidieron que penetrara buena parte de la humedad. Por fortuna, la noche era fría y los chicos se acostaron uno junto a otro para conservar el calor. Descubrieron una zarza y unas ortigas en la oscuridad, pero aparte de eso, y del hecho de que estaban famélicos, no sufrieron mayores percances.
Aquella noche no hubo luna. Las estrellas, que asomaban detrás de unos velos de nubes, emitían un intenso resplandor. Jonathan y Willie aguardaron largo rato para ver si aparecía el dragón, pero cuando notaron que se les cerraban los párpados comprendieron que, suponiendo que residiera en Burley, esa noche no se presentaría.
—Prométeme que me despertarás si aparece —dijo Jonathan a Willie.
—Y tú despiértame a mí.
Pero cuando se acostaron sobre los helechos, quizá debido al rocío que se formó sobre sus rostros, o porque temían que algún animal turbara su descanso, a ambos les costó conciliar el sueño. Y mientras contemplaban el firmamento nocturno, Willie abordó un tema que habían comentado la víspera.
—¿De veras crees que el barco de Southampton sobre el que ha apostado tu padre ganará al barco de mi padre?
—No lo sé —respondió Jonathan sinceramente. El día anterior, el gigantesco hombre se había convertido en la comidilla de Lymington. Tras una breve pausa, pensando que por amistad hacia Willie y su familia debía comunicarles lo que sabía, agregó—: Si mi padre ha apostado tanto dinero en esa carrera es porque está seguro de que va a ganar. Es muy prudente. Creo que tu padre debería apostar a que ganará, Willie.
—Mi padre nunca hace apuestas.
—¿Por qué?
—Dice que corre suficientes riesgos sin dedicarse también a apostar.
—¿Qué clase de riesgos?
—No insistas. No puedo decírtelo.
—Ah. —Jonathan reflexionó unos minutos—. ¿Qué es lo que no puedes decirme? —Parecía interesante.
Willie guardó silencio durante un rato.
—Te contaré una cosa —respondió por fin.
—¿Qué?
—El barco de mi padre es más veloz de lo que cree tu padre. Pero no se lo digas.
—¿Por qué?
Willie calló. Jonathan repitió la pregunta, pero no obtuvo respuesta. Propinó a su amigo una pequeña patada, pero Willie se negó a contestar.
—Te pellizcaré —le amenazó Jonathan.
—No lo hagas.
—De acuerdo. Pero dímelo.
Willie respiró hondo y contestó:
—¿Prometes no contárselo a nadie?
Todo Lymington hablaba de ello cuando Jonathan Totton y Willie Seagull aparecieron sanos y salvos a la mañana siguiente, muy temprano, pues habían emprendido el camino de regreso por el borde del Forest tan pronto como despuntaron las primeras luces del día.
Todo Lymington se alegró, todo Lymington estaba picado por la curiosidad.
Y cuando todo Lymington comprobó que había pasado la noche en vela preocupado porque los dos niños habían partido en busca de un dragón, todo Lymington se indignó.
Al menos, eso dijeron. Las mujeres afirmaron que los niños merecían una buena azotaina. Los hombres, recordando su propia infancia, se mostraron de acuerdo, pero menos severos. El alcalde dijo a los padres de los chicos que si no castigaban ellos a sus hijos, él mismo se encargaría de atarlos al poste de flagelación y azotarlos. Todo el mundo culpaba en su fuero interno a Burrard por haber contado a los niños esas absurdas historias de dragones. Por lo que Burrard decidió ocultarse en su casa.
Antes de imponer un castigo a su hijo, Henry Totton le explicó que aquella desgraciada aventura demostraba a las claras los peligros que corría codeándose con gente como Willie Seagull, quien le había llevado por mal camino; y se quedó perplejo cuando su hijo le aseguró que la expedición había sido idea suya y que había sido él quien había convencido a Willie para que pasaran la noche fuera de casa. Al principio, el comerciante no daba crédito a sus oídos, pero cuando comprendió la magnitud del asunto, experimentó un profundo pesar y desengaño. Sin embargo, por primera vez, a Jonathan no le afectó la reacción de su padre.
Alan Seagull agarró a su hijo por la oreja y lo llevó a rastras por el muelle hasta la extraña casa, en la que penetraron. Una vez allí, tomó un látigo que colgaba en la pared y propinó dos azotes a Willie, después de lo cual le sobrevino tal ataque de risa que tuvo que ser su esposa quien azotara al chico.
El castigo que sufrió Jonathan fue más triste. Nadie se rió. Henry Totton hizo lo que sabía que debía hacer. Lo hizo no sólo desconcertado ante aquel episodio, sino convencido de que sólo lograría que ese hijo suyo tan extraño le odiara aún más.
Por consiguiente, aunque los azotes le dolieron, Jonathan se sintió orgulloso de sí mismo, mientras que su pobre padre, al término de la sesión, experimentó un dolor infinitamente mayor que el que pudiera sentir su hijo.
«Este niño es cuanto tengo —pensó el comerciante—, y lo he perdido. Por culpa de un dragón.» El infeliz sabía tan poco sobre la infancia, que no sabía qué hacer con Jonathan.
Al día siguiente, Totton se quedó asombrado cuando su hijo le preguntó alegremente:
—¿Me llevarás a las salinas la próxima vez que vayas, padre?
Temeroso de perder esa oportunidad de una reconciliación se apresuró a responder:
—Pensaba ir esta misma tarde.
El insólito calor que había hecho los últimos días había dado paso a un tiempo más característico de abril. Unas nubecillas blancas y grises se deslizaban sobre el cielo de color azul pálido. Soplaba una brisa húmeda; de vez en cuando se levantaba una racha que traía consigo unas gotas de lluvia. Después de subir hasta la iglesia situada en la cima de la calle Mayor, Henry Totton y Jonathan giraron a la izquierda y descendieron por el largo sendero que conducía al mar.
La franja costera que se extendía a los pies de la villa era un lugar desierto y barrido por el viento. Desde el muelle de Lymington, el pequeño estuario del río se prolongaba hacia el sur durante unos dos kilómetros hasta unirse al Solent. A la derecha, a los pies del pequeño cerro sobre el que se alzaba la villa, se hallaban los amplios terrenos pantanosos de Pennington Marshes, los cuales se extendían hacia el suroeste a lo largo de unos cuatro kilómetros hasta llegar a la pequeña ensenada y aldea de Keyhaven.
Parecía un lugar desierto: el paisaje, formado por unos eriales verdes tapizados de hierba de las marismas, aparecía tachonado con matas de tojo impregnadas de una bruma salada y unos arbustos espinosos enanos, atrofiados por la brisa marina. Más allá del Solent se erguía la larga silueta de la isla de Wight; a la derecha, sus colinas azul verdosas daban paso a unos riscos gredosos. Daba la impresión de que los únicos seres que habitaban en aquellas marismas eran las gaviotas, los sarapicos y los patos salvajes. Pero era una impresión errónea.
Pues cerca de la orilla se veían unos pequeños edificios y una veintena de estructuras semejantes a diminutos molinos de viento, cuyas aspas permanecían en aquellos momentos inmóviles, relataban una historia muy distinta. Y es que a uno le recordaban que estas marismas proporcionaban el producto más importante que los comerciantes de Lymington transportaban en sus barcos: sal.
En aquel lugar existían las salinas desde los tiempos sajones. La necesidad de sal era enorme. No había otra forma de conservar la carne y el pescado. Cuando los granjeros mataban a sus cerdos y sus reses en noviembre, salaban la carne para poder utilizarla durante el invierno. Si el rey quería venado del Forest para agasajar a su corte o alimentar a sus tropas, tenía que salarse. Inglaterra producía gran cantidad de sal y toda procedía del mar.
Henry Totton poseía una salina en Pennington Marshes. Tan pronto como él y Jonathan echaron a andar por el sendero de grava divisaron la casa de la caldera y las bombas de aire. Ésta formaba parte de un grupo de salinas situadas junto a la costa. No les llevó mucho llegar al lugar.
A Jonathan le gustaban las salinas; quizá debido al lugar donde se hallaban, cerca del mar. Lo primero que se precisaba para fabricar sal era una gran balsa alimentadora, a escasa distancia de la orilla, en la que penetraba el agua durante la marea alta. Jonathan se deleitaba observando cómo fluía el mar a través de los sinuosos canales. En cierta ocasión, Willie y él habían construido un artilugio parecido, mientras jugaban en una playa arenosa situada en la costa.
A continuación, llegaron a las naves de las salinas; en rigor se trataba de un gigantesco depósito —a ras de suelo— divido en pequeños estanques, de unos dos metros cuadrados, situado junto a unos pequeños muros de lodo de aproximadamente quince centímetros de altura y lo suficientemente anchos para que un hombre caminara sobre ellos. El agua de la balsa alimentadora la trasladaban a las naves de salina con unos cucharones de madera, pero sólo las llenaban hasta unos ocho centímetros de altura. A partir de ahí comenzaba el proceso de elaboración de sal.
Era muy sencillo. El agua debía evaporarse. Eso ocurría sólo en verano y, cuanto más caluroso fuera el tiempo y más potente el sol, más sal podían producir. La temporada solía comenzar a fines de abril. En un buen año podía durar hasta dieciséis semanas. En una ocasión, durante un año funesto, había durado sólo dos.
Lo importante era no dejar que el agua se evaporara en una sola nave de salina.
—La evaporación lleva tiempo, Jonathan —le había explicado su padre hacía tiempo—, y necesitamos una constante provisión de sal.
Así pues, el método consistía en mover el agua a lo largo de una hilera de naves, de forma que se evaporara poco a poco y se alcanzara una mayor concentración de sal. A fin de hacer que el agua se moviera por las naves, utilizaban unas bombas de viento.
Eran unos instrumentos muy sencillos; probablemente los habían utilizado en las marismas situadas más abajo de New Forest en tiempos sajones y apenas diferían de las utilizadas en Oriente Medio mil años antes. Medían unos tres metros de altura y estaban provistas de una simple cruz con cuatro pequeñas aspas como un molino de viento. A medida que las astas giraban accionaban una leva, que hacía funcionar una rudimentaria bomba de agua situada más abajo. De este modo, el agua era bombeada de una nave a otra, hasta que alcanzaba la última fase del proceso en la casa de la caldera.
Totton había decidido visitar la salina aquel día para realizar una inspección a fondo y asegurarse de que se llevaran a cabo las reparaciones necesarias en cuanto concluyera el invierno. Él y Jonathan examinaron juntos las instalaciones.
—Hay que limpiar el conducto de la balsa alimentadora —observó el chico.
—Sí. —Henry asintió. También era preciso reparar algunos de los muros de lodo que separaban las naves de salina.
Aquí la presencia de Jonathan fue muy útil, pues debido a su pequeña talla podía inspeccionar fácilmente las estrechas barreras, señalando cada grieta con un poco de cal.
—¿No convendría limpiar también todo el fondo? —preguntó.
—Sí —respondió su padre.
La última fase del proceso consistía en la fabricación de sal. Cuando el agua de mar evaporada alcanzaba la última nave, se había convertido en una salmuera muy concentrada. Entonces el productor de sal colocaba una bola lastrada con plomo dentro de la nave. Cuando comenzaba a flotar, era señal de que la salmuera era lo suficientemente espesa. A continuación, abría una esclusa y dejaba que la salmuera fluyera hacia la casa de la caldera.
Se trataba de un tosco cobertizo, con los muros reforzados. En su interior se alojaba la caldera, un gigantesco recipiente que medía dos metros y medio de diámetro y estaba dispuesto sobre un horno, el cual ardía con carbón de leña o troncos. Al hervir el agua se evaporaba por completo, depositándose un montón de sal.
Durante la época de elaboración de sal, la caldera funcionaba casi continuamente. Cada partida de sal requería ocho horas de ebullición. Comenzando el domingo por la noche y finalizando el sábado por la mañana, sometían dieciséis partidas a ebullición cada semana. A ese ritmo, la caldera de Henry Totton producía casi tres toneladas de sal a la semana. Era una sal gruesa y no muy pura, pero lo suficientemente pura.
—Quemamos diecinueve fanegas por cada tonelada de sal que producimos —comentó Totton—. De modo —empezó a calcular para ayudar al niño—, si el costo del combustible por fanega es de…
Al cabo de unos momentos, Jonathan perdía la concentración. La casa de la caldera le gustaba menos que el resto. Durante el proceso de ebullición las nubes de vapor que exhalaba, impregnadas de sal, le cegaban. Sentía la boca reseca y le escocía. La zona que rodeaba la casa de la caldera era insoportablemente calurosa y turbia. El chico salía corriendo en cuanto podía para refrescarse con la brisa del mar y contemplar a los sarapicos y las gaviotas que revoloteaban en la orilla junto a la balsa alimentadora.
Su padre acababa de explicarle la forma de calcular el beneficio neto que conseguían si hacía buen tiempo durante las dieciséis semanas de la temporada, cuando notó que Jonathan le observaba con aire pensativo.
—¿Puedo preguntarte algo, padre?
—Naturalmente, Jonathan.
—Se trata… —balbució Jonathan— de unos secretos.
Totton lo miró fijamente. ¿Unos secretos? Entonces no tenía nada que ver con la sala. Ni con nada de cuanto él había tratado de explicar al chico durante la última media hora. ¿Había Jonathan oído algo de lo que él le había dicho? El comerciante notó que le embargaba la acostumbrada sensación de enojo y desengaño y se afanó en reprimirla para que su hijo no se lo notara en la cara. Trató de sonreír, pero no lo consiguió.
—¿Qué clase de secretos, Jonathan?
—Pues… Si alguien te cuenta algo importante, pero te hace prometer que no se lo dirás a nadie, porque es un secreto, y tú quieres contárselo a alguien, porque podría ser importante, ¿deberías guardar el secreto?
—¿Has prometido guardar un secreto?
—Sí.
—¿Ese secreto es algo malo? ¿Un delito?
—Pues… —Jonathan reflexionó unos momentos. ¿Era realmente algo malo el secreto que le había contado su amigo Willie Seagull?
Estaba relacionado con Alan Seagull y su barco. El secreto consistía en que navegaba a más velocidad de lo que imaginaba Totton. Y el motivo era que Seagull solía realizar unas travesías muy rápidas de contrabando.
En esas ocasiones transportaba lana. Pese al incremento de la industria del paño, la lana seguía siendo la principal fuente de exportación y riqueza de Inglaterra. A fin de que las arcas del tesoro se beneficiaran de ello, el rey insistía, como había hecho su predecesor, en que todo el comercio lanero pasara por el gran almacén y puesto aduanero, perteneciente a la Etapa, de Calais. Se cobraban aranceles aduaneros sobre toda la lana de la Etapa. Cuando los monjes de Beaulieu enviaban su inmensa producción anual al extranjero —principalmente a través de Southampton, una pequeña porción a través de Lymington— o cuando Totton adquiría lana a los comerciantes de Sarum, toda la mercancía pasaba a través del puesto aduanero de la Etapa y había que pagar unas tasas arancelarias.
Cuando Alan Seagull realizaba sus travesías ilícitas para otros exportadores, menos honorables, lo hacía de noche, deslizándose de costa a costa, sin pagar ninguna tasa. Cobraba un buen dinero por sus servicios. Otros hacían lo mismo a lo largo de la costa. Era ilegal, pero incluso los niños en todos los puertos estaban al corriente del asunto.
—Podría causar problemas a alguien —dijo Jonathan midiendo sus palabras—. Pero no creo que sea muy malo.
—Como la caza furtiva —apuntó su padre.
—Sí.
—Si prometiste guardar el secreto, debes cumplir tu palabra —dijo Totton—. Si no lo haces, nadie volverá a confiar en ti.
—Pero… —Jonathan no acababa de decidirse—. ¿Y si quisieras ayudar a una persona?
—¿En qué sentido?
—Si lo hicieras para ahorrarle dinero a un amigo.
—¿Romper tu palabra y traicionar una confidencia? Rotundamente no, Jonathan.
—Ah.
—¿Responde esto a tu pregunta?
—Creo que sí. —No obstante, Jonathan frunció el ceño. No sabía cómo advertir a su padre que iba a perder la apuesta.
En ocasiones, durante las dos semanas sucesivas, a Alan Seagull le costaba reprimir la risa.
Todo Lymington hacía apuestas. La mayoría eran pequeñas, de unos peniques; pero varios comerciantes habían apostado un marco o más sobre la carrera. ¿Por qué apostaban? En muchos casos, según dedujo el marino, porque no querían quedarse al margen del asunto. Algunos pensaban que la pequeña embarcación de Seagull vencería al imponente barco de Totton debido a la brevedad de la travesía; otros hacían complicados cálculos basados en la climatología. Otros depositaban su confianza en la sensatez de Totton y apostaban por él.
—Cuanto más hablan menos conocimientos demuestran tener —dijo Seagull a su hijo—. Ninguno sabe nada.
Luego estaban los sobornos. Apenas pasaba un día sin que alguien se presentara ante el marino con una oferta.
—He apostado medio marco en tu embarcación, Alan. Si ganas, cuenta un chelín.
Lo más interesante era la gente que le ofrecía dinero para que perdiera.
—No conozco a los hombres de Southampton —le dijo un comerciante con franqueza—. Además, la única forma de estar seguro del resultado es si tú me prometes que perderás.
—Es curioso —comentó Seagull a Willie—. Esas personas vienen a ti como las olas y puedes navegar a través de ellas. Tal y como está la situación en estos momentos, si gano me pagan y si pierdo también me pagan. —El marino sonrió—. El resultado da igual, ¿comprendes? Tenlo bien presente, hijo —añadió poniéndose serio—. Deja que apuesten. No digas nada y acepta su dinero.
La oferta más impresionante partió de Burrard. Al término de la primera semana dijo a Alan: «Te doy un marco si ganas.» Al término de la segunda dijo: «Me he endeudado hasta las cejas. Dos marcos.»
—¿Acaso es estúpido? —preguntó Willie.
—No, hijo. No es estúpido. Es rico.
Entre tanto, Totton mostraba su habitual serenidad y discreción. Unas cualidades que Seagull no podía por menos de admirar.
—Ese hombre no me gusta, hijo —confesó—. Pero sabe mantener la boca cerrada.
—¿Vas a ganar, papá? —preguntó Willie. Pero para desesperación del niño, su padre se limitó a tatarear una cancioncilla como toda respuesta.
No obstante, Willie tuvo más suerte cuando preguntó a su padre si podía acompañarlo durante la carrera. Después de una pausa, y observando a su hijo con expresión divertida, Seagull accedió, lo que dejó a Willie estupefacto.
Éste sí que era un gran premio. El chico se lo contó a sus amigos, que se pusieron verdes de envidia. Jonathan lo miró con ojos como platos.
—¿Es cierto que vas a navegar con tu padre? —preguntaba todos los días a Willie—. Estoy convencido de que ganaréis —añadía con tono confidencial.
Willie se sentía en el paraíso.
Pero ¿ganaría su padre la carrera? Aquella noche, en Bisterne, Willie había asegurado a Jonathan que sí, y no estaba dispuesto a retractarse. Pero habría dado cualquier cosa por saber qué se proponía su padre.
Lo cierto era que ni el mismo Alan Seagull lo sabía. Ciertamente, no tenía la menor intención de revelar públicamente la velocidad de su barco. Si eso era lo que necesitaba para ganar, perdería alegremente. Pero con el mar nunca se sabe. El otro barco podía sufrir algún percance. El resultado lo decidiría el mar, el destino y su propia voluntad. El marino no estaba en absoluto preocupado. Hasta una tarde, tres días antes de la carrera.
Comprendió que el joven Willie se traía algo entre manos en cuanto observó su expresión. Con todo, su pregunta lo dejó atónito.
—¿Puede venir Jonathan con nosotros en el barco?
¿Jonathan? ¿Jonathan Totton? ¿Cuando su padre había apostado en el otro barco? El marino miró a su hijo pasmado.
—Si su padre accede, claro está —agregó Willie.
Cosa del todo improbable, pensó Alan.
—Le he dicho que quizá le permitas venir con nosotros. Pesa poco —precisó Willie.
—Entonces que vaya en el otro barco.
—No quiere. Quiere venir conmigo. Además…
—¿Qué?
Tras dudar unos instantes, Willie respondió con voz queda:
—El barco de Southampton va a perder, ¿no es cierto, papá?
—Eso dices tú, hijo mío —repuso Alan sonriendo, pero de pronto se le ocurrió un pensamiento que hizo que se pusiera serio—. ¿Crees que vamos a ganar, Willie? —dijo a su hijo observándole con detenimiento.
—Por supuesto, papá.
—¿Es por esto por lo que Jonathan quiere venir con nosotros? ¿Porque le dijiste que ganaríamos?
—No lo sé, papá. —Willie parecía sentirse incómodo—. Es posible.
—¿Le hablaste sobre lo que hacemos?
—No, papá. Es decir, en realidad no. —Se produjo una pausa—. Quizá le haya dicho algo. —Willie bajó la vista y luego volvió a mirar a su padre con expresión contrita—. Me ha asegurado de que no se lo dirá a nadie, papá. Te lo juro.
Alan Seagull no respondió. Estaba pensando.
Muchas personas en Lymington sabían a qué se dedicaba Alan Seagull. Para empezar, su tripulación. Y uno o dos comerciantes, por el simple hecho de que ellos le entregaban la lana que debía transportar ilícitamente. Pero Totton no era uno de ellos y nunca lo sería. La norma del negocio era muy sencilla: no revelar una palabra a gente como Totton. Porque si lo averiguaban personas como él, más pronto o más tarde el asunto acabaría por descubrirse. Detendrían a los barcos, multarían a los hombres, el negocio se vendría abajo y, un factor extrañamente intangible pero el más importante, la libertad quedaría recortada.
¿Estaba enterado Totton? Puede que todavía no. «Lo que necesito —pensó Seagull—, es pasar un rato a solas con Jonathan.» Entonces averiguaría si el niño se lo había contado a su padre. De ser así, no había nada que hacer. En caso contrario… Seagull reflexionó. Si permitía que el chico los acompañara, algunos hombres en su lugar lo arrojarían discretamente por la borda. El marino se encogió de hombros. En cualquier caso, Totton no consentiría que su hijo fuera con ellos.
—No digas nada más sobre nuestro negocio. Mantén la boca cerrada —ordenó a su hijo, tras lo cual le indicó que se retirara. Necesitaba meditar más sobre el asunto.
Jonathan halló a su padre sentado en una silla en el salón, debajo de la galería. Estaba dormido.
La galería que se extendía desde la parte delantera hasta la trasera de las grandes mansiones de Lymington era un elemento imponente, pero no bonito. Aunque de dos pisos de altura, el salón central era bastante estrecho, de forma que la galería daba a un espacio reducido. Desde la muerte de su esposa, en lugar de retirarse al final de la jornada en el agradable saloncito situado en la parte posterior de la casa, el cual daba al jardín, y donde su esposa pasaba muchos ratos, Totton prefería sentarse en una silla en el angosto espacio del salón central. Y allí permanecía hasta la hora de cenar, que compartía puntualmente con su hijo. A veces descansaba tranquilo, con la vista fija en el infinito; otras, dormitaba durante unos minutos. Eso era justamente lo que hacía cuando Jonathan se acercó a él.
Después de permanecer unos momentos de pie delante de él, Jonathan le tocó en la muñeca y dijo suavemente:
—Padre.
Totton se despertó con un perceptible sobresalto y miró al chico. No había caído en un sueño profundo, pero tardó unos momentos en despabilarse. Jonathan mostraba esa expresión de ligera incertidumbre que indica que un niño confía en que la autorización que se dispone a solicitar sea rechazada.
—¿Qué quieres, Jonathan?
—¿Puedo pedirte una cosa?
Totton se preparó. Estaba completamente despierto. Se incorporó en la silla y trató de sonreír. Decidió que, si su petición no era un disparate, sorprendería a su hijo concediéndosela. Deseaba complacerle.
—Adelante.
—Bueno. Esto… —Jonathan respiró hondo—. ¿Sabes la carrera entre tu barco de Southampton y el barco de Seagull?
—Por supuesto que lo sé.
—Bueno, no creo que él acceda, pero suponiendo que Alan Seagull accediera, ¿podría navegar con él en su barco?
—¿En el barco de Seagull? —Totton lo miró perplejo. Tardó algunos minutos en digerir las palabras de su hijo—. ¿Durante la carrera?
—Sí. Sólo llegará a la isla de Wight —precisó Jonathan—. Quiero decir… Nosotros no saldremos en el barco, ¿verdad?
Totton no respondió. No podía. Apartó la vista de Jonathan y la fijó en la puerta del saloncito donde solía sentarse su esposa.
—¿Es que no sabes que he apostado contra el barco de Seagull? —preguntó al cabo de unos minutos—. ¿Quieres navegar con mis contrincantes? ¿Con un hombre con quien no deseo que te relaciones?
Jonathan guardó silencio. Sólo pensaba que deseaba navegar con Willie; pero no estaba seguro de si debía decirlo.
—¿Qué crees que la gente pensará al respecto? —le preguntó Totton con voz queda.
—No lo sé —contestó Jonathan alicaído. No había pensado en la opinión de los demás. No sabía qué responder.
Henry Totton siguió con la vista clavada en la puerta del saloncito. Por más que quisiera, no era capaz de mirar a su único hijo.
—Lamento, Jonathan —dijo por fin suavemente—, que no sientas la menor lealtad hacia mí ni hacia tu familia.
«Que hoy por hoy, y por desgracia, se reduce a mí», pensó el comerciante. De golpe Jonathan se dio cuenta de que había herido a su padre. Y lo sintió por él. Pero no sabía qué hacer.
Henry Totton, abrumado por la imposibilidad, la inutilidad de tratar de instaurar una relación afectuosa entre su hijo y él, se encogió de hombros y exclamó desesperado:
—¡Haz lo que quieras, Jonathan! ¡Puedes navegar con quien te dé la gana!
En el interior de Jonathan se libraba una lucha entre su amor filial y su deseo. Sabía que debía decir que no iría, o al menos decir que navegaría en el otro barco. Era la única forma de decirle a su padre que lo quería; aunque no estaba seguro de que incluso así el frío comerciante le creería. Pero deseaba ir con Willie y el despreocupado marino, navegar en su pequeña embarcación con su velocidad secreta. Y como tenía diez años, ganó el deseo.
—¡Gracias, padre! —dijo y le besó, tras lo cual salió a la carrera para contárselo a Willie.
A la mañana siguiente apareció Willie.
—Mi padre dice que puedes venir —informó jubiloso a su amigo. Henry Totton se hallaba ausente, por lo que no se enteró de la buena noticia.
Había caído el típico chubasco abrileño, pero en esos momentos lucía el sol. La noticia era demasiado emocionante para quedarse en casa, de modo que los niños se apresuraron a salir en busca de alguna diversión. Su primer plan era caminar unos tres kilómetros hacia el norte y jugar en el bosque de Boldre; pero no habían recorrido ni dos kilómetros cuando, en un punto en que el terreno describía un suave declive, se detuvieron para contemplar algo situado más arriba, en un saliente.
—Vayamos a los Rings —propuso Jonathan.
El lugar que les había llamado la atención constituía un curioso elemento del paisaje de Lymington: un pequeño recinto de tierra ubicado sobre un montículo desde el que se divisaba el río. Se llamaba Buckland Rings, aunque sus muros bajos cubiertos de hierba formaban un rectángulo en lugar de un círculo. Es posible que esa curiosa obra, que databa de los tiempos de los celtas, antes de que llegaran los romanos, hubiera sido un fuerte destinado a vigilar el río, o un aprisco, o ambas cosas; pero aunque era más que probable que en la villa de Lymington vivieran descendientes de las gentes que lo habían construido, incluso el recuerdo de este primitivo asentamiento había caído en el olvido hacía más de mil años. Los animales pastaban en la suculenta hierba y los niños jugaban en sus laderas.
Era un excelente sitio donde jugar. La lluvia que había caído anteriormente había hecho que sus herbosas laderas estuvieran resbaladizas y Jonathan acababa de defender por tercera vez la fortaleza de un ataque por parte de Willie cuando vio a un apuesto caballero cabalgando por el camino. Al verlos, éste les saludó alegremente con la mano, desmontó y se acercó a ellos.
—De modo —comentó con tono jovial— que hoy habéis librado una batalla en tierra y dentro de poco vuestros padres combatirán en el mar.
Richard Albion era un caballero muy agradable. Sus antepasados se llamaban Alban, pero durante los dos últimos siglos, como un arroyo en el bosque que poco a poco modifica su curso, el nombre había cambiado de Alban a Albion, más fácil de pronunciar, por cuyo cauce venía discurriendo con fluidez desde hacía varias generaciones. Como guardabosques reales, los Albion habían ocupado una posición entre los aristócratas de la región y se habían casado con personas acordes con su rango. La esposa de Albion pertenecía a la familia Button, quienes poseían tierras cerca de Lymington. Richard Albion, un hombre entrado en años, de pelo canoso y ojos de un azul intenso, guardaba un extraordinario parecido con su antepasado, Cola el cazador, que había vivido hacía cuatro siglos. Un hombre de carácter generoso, con frecuencia se detenía para dar a un niño una moneda; conocía de vista a la mayoría de los habitantes de Lymington, por lo que enseguida reconoció a los dos chicos que jugaban en Buckland Rings. Charló con ellos amablemente y comentaron la carrera que iba a disputarse dentro de poco.
—¿Va a presenciarla, señor? —preguntó Jonathan.
—Por supuesto. No me la perdería por nada en el mundo. Imagino que todas las gentes de la región estarán presentes. De hecho —añadió—, he estado en Lymington para hacer una apuesta sobre la carrera. Pero no he dado con nadie dispuesto a aceptar mi apuesta —explicó con una carcajada—. Todos están tan endeudados que no se atreven a apostar más dinero ¡Y todo por culpa de tu padre, Jonathan Totton!
—¿Sobre qué barco iba a apostar usted, señor? —inquirió Willie.
—Bien —respondió el caballero sinceramente—, me temo que iba a apostar sobre el barco de Southampton, no porque tenga ni remota idea de quién ganará, pero porque me gusta estar del mismo bando que Henry Totton.
—Y —Jonathan no estaba seguro si era correcto preguntárselo, pero Albion no era un hombre que se ofendiera con facilidad—, ¿cuánto estaba dispuesto a apostar, señor?
—Ofrecí cinco libras —contestó Albion con una risotada—. ¡Pero nadie quiso aceptar mi dinero! ¿Alguno de vosotros está interesado? —preguntó sonriendo.
Jonathan denegó con la cabeza y Willie respondió muy serio:
—Mi padre me ha ordenado que no haga nunca una apuesta. Dice que sólo los idiotas hacen apuestas.
—No le falta razón —repuso Albion de buen humor—. Debes hacer lo que tu padre te ordene. —Y con estas palabras montó en su caballo y se alejó.
—¡Cinco libras! —dijo Jonathan a Willie—. Esto es arriesgar mucho dinero.
Y los dos chicos siguieron jugando.
Aunque Alan Seagull no había perdonado aún a su hijo por su estupidez al revelar al chico Totton su secreto, aquella tarde, cuando vio a Willie, estaba de bastante buen humor. Acababa de contar todo el dinero que le habían prometido y, aunque perdiera la carrera, le pagarían más dinero por esa travesía que el que había ganado en el último medio año. Si ganaba, el dinero de Burrard pasaría a engrosar su bolsa. Pese a ser un excelente observador de la naturaleza humana, el marino tuvo que confesarse que aquel asunto lo tenía desconcertado. Pero aquel día no esperaba recibir más sorpresas cuando Willie se le acercó e inquirió:
—¿Conoces a Richard Albion, papa?
—Sí, hijo. Lo conozco.
—Hoy nos hemos encontrado con él en Buckland Rings. Quiere apostar en la carrera. Contra ti. Pero no encuentra a nadie que acepte su apuesta. Las gentes de Lymington ya han apostado todo su dinero.
—Ah —contestó Alan encogiéndose de hombros.
—Adivina cuánto iba a apostar, papá.
—No lo sé, hijo. ¿Cuánto?
—Cinco libras.
Cinco libras. ¡Otra apuesta de cinco libras! Seagull meneó la cabeza, estupefacto. Otro que estaba dispuesto a apostar esa cantidad a que él iba a perder. Para Albion probablemente no representaba nada. Pero para él era una pequeña fortuna. Cuando su hijo entró en casa el marino se quedó largo raro contemplando mar, meditando.
Había anochecido cuando Jonathan oyó los pasos de su padre por la galería.
Hasta los últimos días de su vida, cuando no podía moverse, su madre siempre entraba a darle las buenas noches y un beso. A veces se quedaba un rato y le contaba un cuento. Antes de irse siempre rezaba una breve oración. A los pocos días de haber fallecido, Jonathan preguntó a su padre:
—¿Entrarás a darme las buenas noches?
—¿Por qué, Jonathan? —había contestado su padre—. No tendrás miedo de la oscuridad, ¿eh?
—No, padre. —Indeciso, el niño había hecho una pausa—. Mamá lo hacía.
Desde entonces, Totton entraba casi siempre a darle las buenas noches. Al subir la escalera el comerciante trataba de pensar en algo que decir. A veces preguntaba al chico qué había aprendido aquel día, o le comentaba alguna noticia interesante que había ocurrido en la población. Entraba en la habitación y permanecía en silencio junto a la puerta, contemplando a su hijo tendido en su camita.
Y si a Totton no se le ocurría nada que decir, Jonathan se quedaba callado unos instantes y luego musitaba:
—Gracias por entrar a verme, papá. Buenas noches.
Pero aquella noche, fue Jonathan quien se preparó para decirle algo a su padre. Había estado pensando en ello toda la tarde. De modo que en cuanto apareció en la puerta la sosegada sombra de su padre y le observó sin decir nada, fue el chico quien rompió el silencio.
—Padre.
—¿Sí, Jonathan?
—No tengo que acompañar a Seagull durante la carrera. Podría navegar en tu barco, si lo prefieres.
Su padre se abstuvo de responder durante unos minutos.
—No se trata de lo que yo prefiera, Jonathan —repuso Totton por fin—. Tú mismo has decidido lo que vas a hacer.
—Pero puedo cambiar, padre.
—¿De veras? No lo creo. —La voz del comerciante denotaba cierta frialdad—. Además, has prometido a tu amigo que irías con él.
El chico comprendió la reacción de su padre. Él le había herido y ahora su padre rechazaba su oferta para resarcirse. Jonathan lamentó haberle herido y temió perder su cariño; su padre era cuanto tenía. Pero se lo estaba poniendo muy difícil.
—Él lo comprenderá, padre. Prefiero ir en tu barco.
No es cierto, pensó el comerciante, pero respondió en voz alta:
—Has dado tu palabra, Jonathan. Debes cumplirla.
Entonces el chico sacó a colación el otro asunto que le venía rondando por la cabeza.
—Padre, ¿recuerdas que en las salinas me dijiste que si yo sabía un secreto que había prometido no revelar debía cumplir mi promesa?
—Sí.
—Bueno pues… Si te cuento algo y te pido que lo guardes en secreto, pero no te lo cuento todo porque si lo hiciera revelaría el otro secreto, ¿obraría mal?
—¿Deseas contarme algo?
—Sí.
—¿Un secreto?
—Entre nosotros, padre. Porque tú eres mi padre —añadió más animado.
—Entiendo. Muy bien, adelante.
—Pues… —Jonathan se detuvo—. Creo que vas a perder esa carrera, padre.
—¿Porqué?
—No puedo decírtelo.
—Pero ¿estás seguro de ello?
—Bastante seguro.
—¿No deseas decirme nada más, Jonathan?
—No, padre.
Totton guardó silencio un rato. Luego su sombra empezó a retroceder y la puerta se cerró lentamente.
—Buenas noches, padre —dijo Jonathan. Pero no obtuvo respuesta.
La mañana en que había de disputarse la carrera apareció nublada. Durante la noche, el viento había cambiado y en esos momentos soplaba del norte; pero Alan Seagull pensó que tal vez cambiara de nuevo. Fijó sus perspicaces ojos en las del estuario. El tiempo no le gustaba. Una cosa era segura: tardarían poco tiempo en alcanzar la isla.
¿Y después? Totton observó el concurrido muelle. Buscaba a alguien.
El día anterior había sido un día extraño. Había hecho numerosos tratos en su vida, pero nunca uno tan insólito. A pesar de su sorprendente naturaleza, se habían resuelto muchas cosas.
Una de ellas era la suerte del joven Jonathan.
En el muelle se desarrollaba una escena muy animada. Todo Lymington se había congregado allí. Los dos barcos, amarrados junto al malecón, ofrecían un profundo contraste entre sí. La embarcación de Southampton no tenía la envergadura de un barco mercante propiamente dicho, sino que era una modesta barcaza, más corta. No obstante, tenía una capacidad para transportar cuarenta gigantescos toneles para vino de doscientos cincuenta galones que se utilizaban en aquella época en los envíos importantes del continente. Ancha, de tingladillo de roble, dotada de solo palo y una amplia vela cuadrada, la barcaza presentaba un aspecto primitivo comparada con los grandes barcos de tres mástiles, seis veces mayores que ella, que los comerciantes ingleses solían importar de los armadores del continente. Pero era una embarcación eficaz para navegar por las aguas costeras y atravesaba el canal de la Mancha hasta Normandía sin mayores problemas.
El barco de Seagull, aunque construido de forma similar, tenía la mitad de su tamaño. Además de los dos niños, llevaba una tripulación de diez hombres, seleccionados con esmero, y el propio Seagull.
El cargamento que transportaban ambos barcos era el típico de la travesía a la isla de Wight: sacos de lana, barriles de vino y balas de paño y seda. Asimismo, el barco de Southampton transportaba un lastre de mil kilos de hierro. Ambos barcos habían sido inspeccionados por el alcalde, quien había declarado que transportaban la máxima carga exigida.
Las condiciones de la carrera habían sido estipuladas entre ambas partes y el mayor convocó en el muelle a los capitanes de las dos embarcaciones para darles las instrucciones oportunas.
—Realizarán la travesía hasta Yarmouth con toda la carga. Descargarán las mercancías en el muelle de Yarmouth. Regresarán sin la carga, pero con la misma tripulación. El primero que llegue será el vencedor.
El alcalde los miró con expresión severa. A Seagull lo conocía bien; al corpulento capitán de barba negra de Southampton era la primera vez lo veía.
—Cuando yo dé la orden, soltarán amarras y se dirigirán remando río adentro. Cuando yo agite la bandera pueden izar la vela o avanzar remando, como deseen. Pero si uno de ustedes choca con el otro barco entonces o en cualquier otro momento de la carrera, será declarado perdedor. Yo decidiré quién ha sido el primero en llegar y mi decisión en ésta o cualquier otra materia será inapelable.
La travesía de ida y vuelta, con carga y sin carga, la descarga de mercancías, la oportunidad de utilizar los remos o la vela y la variabilidad del tiempo añadían suficiente incertidumbre para conferir interés a la carrera, según pensaba el alcalde, aunque personalmente estaba convencido de que ganaría el barco más grande y por tanto había apostado por él.
El hombre de Southampton asintió, miró con cara de pocos amigos a Seagull pero le tendió la mano. Seagull se la estrechó durante breves instantes. Pero no miró al otro marino, sino que tenía los ojos fijos en la multitud.
De pronto vio a la persona que buscaba. Cuando echó a andar hacia su barco, llamó a Willie y le dijo:
—¿Ves allí a Richard Albion, hijo? —preguntó señalando al caballero—. Corre a preguntarle si aún está dispuesto a apostar cinco libras a que no gano la carrera.
Willie obedeció y regresó al cabo de unos momentos.
—Dice que sí, papá.
—Bien —repuso Seagull asintiendo—. Ahora ve y dile que acepto la apuesta, si no le importa apostar su dinero con un trabajador.
—¿Tú, papá? ¿Vas a apostar?
—Exacto, hijo.
—¿Cinco libras? ¿Tienes cinco libras, papá? —El chico miró asombrado su padre.
—Quizá las tenga y quizá que no.
—Pero ¡si tú nunca apuestas, papá!
—¿Vas a ponerte a discutir conmigo, mequetrefe?
—No, papá. Pero…
—Anda, ve y díselo.
Willie regresó junto a Richard Albion, quien recibió la oferta casi tan sorprendido como el niño. No obstante, se dirigió sin vacilar al barco de Seagull.
—Tengo entendido que desea apostar en esta carrera —dijo.
—Así es.
—Bien —Albion esbozó una amplia sonrisa—, jamás creí que viviría para el día en que Alan Seagull aceptara una apuesta. ¿Cuánto desea apostar? —Sus relucientes ojos azules dejaban entrever cierta preocupación por el marino—. Nadie está dispuesto a jugarse cinco libras conmigo, de modo que fije usted mismo la cifra y aceptaré encantado.
—Cinco libras me parece bien.
—¿Está seguro? —El adinerado caballero no deseaba llevar al marino a la bancarrota—. A mí me inquieta un poco apostar cinco libras. ¿Quiere que lo dejemos en un marco? O dos, si lo prefiere.
—No. Usted ha ofrecido cinco libras y yo las acepto.
Albion dudó unos segundos, pero comprendió que el marino se sentiría ofendido si seguía insistiendo.
—Hecho —dijo, y estrechó la mano de Alan antes de regresar junto a la multitud de curiosos que se había congregado en el muelle—. Jamás adivinaréis lo ocurrido —comentó a algunos de ellos.
Al cabo de pocos minutos, todo Lymington se había enterado de la asombrosa noticia, y un par más antes de que comenzaran a circular diversas teorías acerca de lo que significaba. ¿Por qué había abandonado Seagull de pronto una costumbre que había mantenido toda su vida? ¿Acaso había perdido la cabeza? ¿Tenía las cinco libras que había apostado, o había hallado a alguien que se las prestara? Una cosa parecía clara: si había aceptado la apuesta, sin duda sabía algo que ellos ignoraban.
—Sabe que vamos a ganar —alardeó Burrard.
¿Era cierto? Quienes habían apostado contra el marino comenzaron a ponerse nerviosos. Algunos, que se hallaban junto a Totton, se volvieron hacia éste y le preguntaron qué diantres ocurría.
—Nosotros hemos apostado por ti —le recordaron.
Henry Totton había soportado algunas críticas cuando advirtieron que su hijo navegaba en el barco del marino.
—¿De modo que tu hijo está de lado de la oposición? —le habían espetado sus amigos.
El comerciante había encajado los reproches sin perder la compostura.
—Es amigo del pequeño Seagull —había respondido con calma—. Quería ir con él.
—Podrías habérselo prohibido —comentó un comerciante malhumorado.
—¿Por qué? —replicó Totton sonriendo—. El peso extra de mi hijo no les favorecerá. A Seagull le costará al menos la octava parte de una milla.
Su ingeniosa respuesta suscitó unas risas de admiración.
De modo que en estos momentos, cuando le miraron con aire acusador, él se limitó a encogerse de hombros.
—Seagull ha hecho una apuesta, como la mayoría de nosotros.
—Sí, pero nunca apuesta.
—Y hace muy bien. —Totton observó la expresión de sus amigos—. ¿No se os ha ocurrido que quizás haya cometido un error? Es posible que pierda.
Antes este comentario lleno de sentido común, los otros callaron. No obstante, sospechaban que había algo raro en el asunto.
Los espectadores no eran los únicos en sospechar algo raro. A bordo del barco del marino, Willie Seagull observó a su padre con curiosidad. El marino, que lucía su inseparable gorro con donaire, estaba cómodamente apoyado en un barril de vino.
—¿Qué te propones, papá? —murmuró el chico.
Pero Seagull se limitó a canturrear una breve cancioncilla marinera:
Haga frío o calor, por tierra o por mar,
las cosas a veces no son lo que aparentan.
Y ésta fue la única respuesta que obtuvo Willie hasta que el alcalde ordenó:
—¡Soltad amarras!
Jonathan Totton se sentía feliz. Navegar junto con Willie y el marino en el barco de él —durante un acontecimiento tan importante— era como hallarse en el paraíso.
La escena era impresionante. El pequeño río que discurría entre sus elevadas y verdes riberas ostentaba una tonalidad plateada. El cielo aparecía gris pero luminoso; los bordes de las nubes se extendían hacia el sur. Unas pálidas gaviotas sobrevolaban los mástiles y se sumergían entre los juncos, emitiendo unos gritos que resonaban en la superficie del agua. Las dos embarcaciones habían alcanzado el centro del río. El barco de Southampton navegaba a lo largo de la orilla oriental. En el muelle parecía mayor, pero en esos momentos, mientras se deslizaba por el agua, a Jonathan le pareció que la barcaza, con sus gigantescas plataformas en proa y popa, tenía un tamaño descomunal comparado con el bote de pesca.
La tripulación estaba preparada. Cuatro hombres empuñaban los remos, pero sólo para mantener la estabilidad del barco en el río. Los otros estaban dispuestos para izar la vela. Seagull se hallaba junto al timón; los dos chicos sentados de momento a sus pies. Cuando Jonathan alzó la vista y contempló el rostro del marino, enmarcado por los negros mechones de su barba que se recortaban sobre el luminoso firmamento gris, durante unos instantes le pareció extrañamente siniestro. Pero apartó ese pensamiento de su idea tachándolo de absurdo. En esto, en la orilla, el alcalde debió de agitar su bandera, porque Seagull asintió con la cabeza y gritó:
—¡Ahora!
Los chicos observaron cómo se izaba la vela sacudida por el viento a la vez que los cuatro remeros redoblaban sus esfuerzos. Al cabo de unos instantes, la embarcación comenzó a deslizarse aguas abajo propulsada por el viento del norte.
Al mirar hacia el muelle, Jonathan advirtió que su padre les observaba. Deseaba saludarle con la mano, pero se abstuvo porque no sabía si a su padre le agradaría. Al poco la villa, situada sobre una ladera, comenzó a desvanecerse. Un rayo de sol que se filtraba a través de una nube iluminó los tejados de los edificios durante unos breves y mágicos instantes; luego las nubes se cerraron y el paisaje quedó sumido en una luz grisácea. Navegaban rápidamente. De pronto, los árboles que crecían en las riberas se interpusieron y la población desapareció de la vista.
El barco más pequeño adquirió velocidad con más rapidez que el de Southampton, por lo que durante unos momentos lo adelantó. Se encontraban en un tramo largo del río. A la derecha se veían los eriales de Pennington Marshes; a la izquierda, una tierra cenagosa; y frente a ellos, más allá de un prolongado trecho de bancos de arenas que la marea alta había anegado, las agitadas aguas del Solent.
Los puertos del Solent ofrecían grandes ventajas a los navegantes. A primera vista, la entrada al río Lymington parecía poco prometedora. Al otro lado de la embocadura del río, desde más abajo de Beaulieu por el este y hasta más allá de Pennington Marshes por el oeste —unos once kilómetros en total y casi dos kilómetros de anchura en algunos puntos—, había unas extensas tierras pantanosas, a través de las cuales discurrían unos arroyos formando unos angostos canales. Esta amplia zona alimenticia, rica en nutrientes, en la que crecían zostera y algas, producía miles de millones de moluscos, caracoles y gusanos, que a su vez alimentaban a una inmensa población de aves, algunas estables, otras migratorias, de zancudas, patos, ocas, cormoranes, garzas, golondrinas y gaviotas. Un paraíso para las aves, cabría pensar, pero no para los navegantes. Ahora bien, las ventajas que ofrecía a los navegantes residían en dos elementos. Uno era el hecho evidente de que todo el tramo de agua, que se extendía a lo largo de treinta kilómetros, se hallaba bajo la protección de la confortable masa de la isla de Wight, en cuyos extremos oriental y occidental se adentraba uno en el mar. Pero lo más importante no era la protección. Eran las mareas.
El sistema de mareas del canal de la Mancha funciona de modo parecido a un columpio de tabla, oscilando en torno a un fulcro, o línea nodal. En cada extremo de la cota meridional inglesa, las aguas ascienden y descienden de forma acusada. En el nodo central, aunque buena parte del agua retrocede y avanza, el nivel del agua permanece relativamente constante. Dado que el Solent se encuentra cerca del nodo, el aumento y descenso de la marea es modesto. Pero la barrera que constituye la isla de Wight añade otro factor. A medida que asciende la marea en el canal de la Mancha, llena el Solent en ambos extremos, propiciando unas complejas mareas internas. En las aguas occidentales del Solent, donde se halla Lymington, la marea se eleva con una suave corriente durante siete horas. Posteriormente se produce una larga pausa; en ocasiones se registran dos crecidas en el espacio de un par de horas. Luego se produce un breve y rápido descenso de la marea, que forma un profundo canal en el estrecho junto al extremo occidental de la isla de Wight. Todo esto resulta perfecto para la navegación que utiliza el importante puerto de Southampton.
Incluso el modesto puerto de Lymington se beneficiaba de ello. Durante el ascenso de la marea, los gigantescos bancos de arenas quedaban sumergidos. El pequeño canal del río era fácil de divisar y lo suficientemente profundo para la quilla de los barcos mercantes que se utilizaban en aquella época.
Cuando penetraron en el Solent, el pequeño barco empezó a mecerse sobre las oscuras y agitadas olas que el viento había levantado; pero era un movimiento moderado, y Jonathan disfrutó con él. Frente a ellos se elevaban las amplias laderas de la isla de Wight, a sólo seis kilómetros de distancia. Su destino, el pequeño puerto de Yarmouth, se hallaba enfrente. Al volverse hacia el este, Jonathan observó el gran túnel del Solent que discurría a lo largo de veinticinco kilómetros, semejante a un gigantesco corredor gris formado por cielo y agua. En el lado occidental, más allá de las marismas de Keyhaven, se extendía una larga lengua de arena y grava con el extremo ganchudo a lo largo de dos kilómetros desde la costa hasta los riscos cretáceos de la isla, y a través del angosto canal que discurría entre la lengua de arena y la isla Jonathan contempló el mar abierto. La espuma de las olas le azotaba el rostro. Se sentía eufórico.
Con el viento de popa, no tenían más remedio que avanzar propulsados por el mismo. Pero el regreso sería más complicado. Aunque el barco estaba dotado de un voluminoso timón central, la primitiva vela cuadrada no estaba bien adaptada para voltejear. Quizá tuvieran que utilizar los remos. Tal vez eso beneficiara al pequeño barco. Ojalá fuera así, pensó el chico, pues advirtió que el barco de Southampton se aproximaba a ellos. Sospechaba que antes de que hubieran realizado la mitad de la travesía, el otro barco, más pesado, les sacaría ventaja.
Jonathan estaba más contento que unas pascuas, pero al mirar a Willie observó que su amigo parecía contrariado. Ambos chicos se trasladaron a un lugar situado justo debajo de la pequeña cubierta sobre la que se hallaba Seagull empuñando el timón. Mientras Jonathan contemplaba entusiasmado el paisaje marino, su amigo, sentado a unos palmos de distancia, arrugó el ceño y meneó la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó Jonathan acercándose a él.
Willie se quedó callado, pero luego, agachando la cabeza, murmuró:
—No lo comprendo.
—¿Qué?
—Por qué mi padre no ha izado la vela grande.
—¿La vela grande?
—Está ahí —repuso Willie señalando con la cabeza el espacio situado debajo de la cubierta de popa—. Tiene una vela grande. Oculta. Puede adelantar prácticamente a cualquier barco —dijo indicando con el pulgar la embarcación de Southampton, el cual comenzaba a aventajarles—. Con el viento de popa, jamás lograrían alcanzarnos.
—Quizá la utilice.
Willie meneó la cabeza en sentido negativo.
—Ya no. Y ha apostado en la carrera. Cinco libras. No entiendo qué se propone.
Jonathan contempló el pequeño rostro de su amigo, carente de barbilla, una réplica perfecta del de su padre. Al advertir su expresión preocupada comprendió que el gracioso muchachito que corría por el bosque y jugaba en los arroyos con él era a la vez un adulto en miniatura, cosa que él no era. Los hijos de campesinos y pescadores trabajaban junto a sus padres, mientras que los hijos de comerciantes no tenían que hacerlo. Los niños pobres tenían ciertas responsabilidades y, en cierto aspecto, sus padres los trataban como personas adultas.
—Sin duda sabe lo que hace —dijo Jonathan.
—Entonces ¿por qué no me lo ha dicho?
—Mi padre nunca me cuenta nada —contestó Jonathan, pero de golpe comprendió que eso no era cierto. El comerciante siempre trataba de contarle cosas, pero él no le prestaba atención.
—No se fía de mí —observó Willie con tristeza—. Sabe que te conté su secreto —añadió mirando a Jonathan—. No se lo habrás dicho a nadie, ¿verdad?
—No —respondió Jonathan. Era casi cierto.
Durante unos minutos, al tiempo que se aproximaban a la costa de la isla, el barco de Seagull consiguió aventajarlos.
De pronto, cuando se hallaban a mitad de camino el barco de Southampton les adelantó. Jonathan oyó las voces de júbilo de la tripulación, pero Seagull y sus hombres hicieron caso omiso. Con todo, cuando se aproximaron a Yarmouth el barco más grande sólo les llevaba un kilómetro de ventaja.
El puerto de Yarmouth era más pequeño que Lymington y se hallaba protegido de las aguas del Solent por un banco de arena que hacía las veces de un muro. Se hallaban todavía a un par de kilómetros de la entrada del puerto cuando Jonathan se percató de algo extraño: la vela flameaba.
Entonces oyó a Seagull emitir una orden y dos marineros se apresuraron a aflojar una de las escotas mientras otros dos tensaba la otra, modificando el ángulo de la vela. Seagull se apoyó sobre el timón.
—¡El viento está cambiando! —exclamó Willie—. Sopla del nordeste.
—Eso facilitará un poco el regreso —comentó Jonathan.
—Es posible.
El barco de Southampton tenía que emplear la misma táctica, pero se hallaba más cerca de la entrada del puerto, por lo que llevaba ventaja. Al poco rato lo vieron girar y dirigirse hacia el angosto canal situado cerca del banco de arena, arriando la vela al penetrar en la protección del puerto; pero ellos tardaron unos minutos en hacer lo mismo. Poco antes de entrar en el puerto, Jonathan vio que Alan Seagull alzaba la vista y contemplaba las nubes. La media sonrisa que solía mostrar su rostro había desaparecido y el chico tuvo la impresión de que parecía preocupado.
Al penetrar en el puerto comprobaron que el barco de Southampton ya estaba amarrado y su tripulación había comenzado a descargar las mercancías.
La población de Yarmouth había sido fundada también por el señor feudal de Lymington. En este caso, había dispuesto la villa formando un pequeño amasijo de calles en el lado oriental de las aguas del puerto. Aunque pequeño era un lugar muy concurrido, pues buena parte del comercio de la isla de Wight pasaba por ella. Durante los últimos cien años, habían construido el muelle e instalado un equipo para izar las mercancías, de modo que los barcos pudieran descargarlas directamente sobre el muelle en lugar de hacerlo en unos alijadores.
No bien hubieron amarrado el barco, la tripulación se puso manos a la obra. Mientras extendían las pasarelas desde el muelle e instalaban una palanca de balancín, los marineros se apresuraron a alzar un aparejo de poleas del tope del mástil mediante el cual podían izar sobre la borda los objetos más pesados, como los toneles de vino, desde el peñol. Todos andaban atareados. Incluso los chicos corrían arriba y abajo por las pasarelas transportando balas de seda, cajas de especias y otras mercancías ligeras. Jonathan no había tenido siquiera tiempo de comprobar la cantidad de mercancías que descargaban, pero sabía que, al aligerarse la carga, podrían recuperar algo de la ventaja que les llevaba el barco de Southampton. Estaba tan atareado que apenas reparó en que el cielo sobre el puerto había comenzado a oscurecerse.
Alan Seagull sí se había percatado de ello. Durante un rato ayudó a sus hombres a descargar la mercancía; pero cuando hubieron depositado en tierra los últimos toneles de vino, echó a andar por el muelle hacia el lugar donde se hallaba el capitán del otro barco dirigiendo las maniobras. Se detuvo junto a él y señaló el cielo.
El corpulento marino de Southampton alzó también la vista.
—Los he visto peores —gruñó encogiéndose de hombros.
—Es posible.
—Llegaremos a puerto antes de que la cosa se ponga fea.
—No lo creo.
En esto, como para corroborar las palabras de Seagull, se levantó una racha de viento que emitió un sonido sibilante sobre los tejados de las casas de Yarmouth, al tiempo que unas gotas de lluvia salpicaban los rostros de ambos hombres.
—¡Descargad ese tonel! ¡Apresuraos! —gritó el fornido capitán a su tripulación—. ¡Eso es! —Luego se volvió hacia Seagull—. Zarparemos antes que vosotros. Si no tienes agallas para hacer la travesía, ¡vete al diablo! —Y dando media vuelta, echó a andar por la pasarela y se subió en su barco.
Pero se equivocó al afirmar que zarparían antes que ellos. Pues fue el barco de Seagull el primero en soltar amarras y dirigirse hacia la entrada del puerto. El marino ordenó a sus hombres que empuñaran los remos. Antes de zarpar, recogieron la vela, de modo que cuando la izaran presentaría la forma de un estrecho triángulo en lugar de un cuadrado. Para Jonathan, el hecho de zarpar antes que el otro barco era motivo de satisfacción, pero al observar los rostros tensos de la tripulación y la expresión de concentración en la cara de Seagull dedujo que se sentían intranquilos.
—Esto va a ser duro —dijo Willie.
Al cabo de unos momentos pasaron el banco de arena y se adentraron en las aguas de río.
Lo único que el marinero debe temer en aguas del Solent es el vendaval que sopla del este. No ocurre a menudo, pero cuando se levanta lo hace de forma súbita y violenta. Abril es el mes en que sopla con más frecuencia.
Cuando el ventarrón del este sopla sobre el canal de la Mancha, la isla de Wight no ofrece protección alguna. Al contrario. El viento, que penetra por el extremo más ancho del Solent, se precipita por el angosto túnel agitando sus aguas. El apacible paraíso se convierte en un infierno de color pardusco. La isla desaparece detrás de unas espesas cortinas de vapor. El vendaval aúlla sobre las salinas, como si fuera a arrancar la temblorosa vegetación y arrojarla —espinos, tojo y todo lo demás— sobre Keyhaven hacia las tumultuosas aguas del canal de la Mancha. Los marineros, al ver que se aproxima el fuerte vendaval del este, se apresuran a ponerse a cobijo cuanto antes.
Alan Seagull calculó que tenían tiempo de ponerse a salvo.
El viento comenzó a soplar en el momento en que dejaron atrás el banco de arena. Las agitadas olas habían dado paso a una violenta marejada, pero al elevarse las aguas el barco podía navegar con mayor facilidad. Los diez componentes de la tripulación empuñaban los remos: cinco en cada lado, todos ellos expertos remeros. El plan de Seagull era seguir remando hasta alejarse de la costa, avanzar un trecho con el viento en contra, izar una vela pequeña y tratar, empleando la vela, el timón y los remos, de aproximarse lo más posible a la embocadura del río Lymington. Dado que Lymington se hallaba casi frente a ellos, el viento les arrastraría inexorablemente hacia el oeste, desviándolos de su rumbo. Pero al menos les conduciría a la relativa seguridad que ofrecían las aguas poco profundas sobre los bancos de arena y, gracias al reducido tamaño de su quilla, avanzarían remando en torno a la costa que rodeaba las marismas. En el peor de los casos podían varar el barco en las salinas y regresar a casa a pie. Una cosa era clara: cualquiera de ellos podía ganar la carrera, siempre y cuando lograra regresar sano y salvo.
Aunque el viento arreciaba era racheado. Al utilizar el timón, el marino consiguió mantener la proa del barco orientada hacia el nordeste, aproximadamente en dirección de Beaulieu, mientras sus hombres empuñaban los largos remos y bogaban con fuerza. Durante un rato sentía el viento soplando sobre su rostro, mientras la embarcación seguía avanzando. De pronto les golpeaba una racha de viento que hacía que el barco girara, al tiempo que de la cresta de la ola se derramaba sobre ellos una cascada de espuma salada, casi cegándolos; entonces Seagull maniobraba el timón para lograr que el barco se girara de nuevo. Por el este, río arriba, el marino divisó un velo de lluvia color pardo sobre las aguas. Trató de calcular dónde se hallarían cuando la lluvia les alcanzara. A mitad de camino. Con suerte.
Avanzaban despacio: cien metros; otros cien. Cuando hubieron recorrido aproximadamente medio kilómetro vieron aparecer a su espalda el barco de Southampton.
Éste había tomado un rumbo distinto. Con la proa encarada al viento, sin alejarse de la costa, la tripulación comenzó a remar con fuerza hacia el este. Su plan consistía en avanzar lo máximo posible a lo largo de la costa antes de que el viento arreciara y luego realizar la travesía con la vela izada, navegando con el viento casi de popa hacia la entrada del puerto de Lymington. Sin duda, el capitán del Southampton había apostado que el viento arrastraría a Seagull hacia el oeste y el mal tiempo le impediría regresar. Era posible que estuviera en lo cierto.
—Izad la vela —ordenó Alan Seagull.
Al principio dio resultado. Empleando la mínima cantidad de vela, avanzando casi contra el viento rumbo al límite oriental del estuario de Lymington, consiguió suplementar los remos. En ocasiones, una ráfaga sacudía la vela y hacía zozobrar el barco a tal extremo que los remeros perdían el ritmo, pero continuaron bogando. El oleaje no cesaba de abatirse sobre ellos, pero al volverse de vez en cuando para mirar la isla, el marino comprobó que seguían avanzando sin perder el rumbo. Vio que el barco de Southampton continuaba navegando a lo largo de la costa. Se hallaba a unos dos kilómetros frente a ellos, alineado con la entrada del puerto. Seagull escrutó las nubes. El velo de lluvia se aproximaba a mayor velocidad de lo que había previsto.
—Desarmar los remos. —Sorprendidos, los hombres obedecieron. Willie miró a su padre con expresión inquisitiva. Pero éste se limitó a menear la cabeza.
—Más trapo —ordenó. La tripulación obedeció de nuevo. El barco experimentó una sacudida.
—Todos a estribor. —Necesitaban el máximo de peso para compensar la vela—. Allá vamos —murmuró Seagull para sus adentros.
El efecto fue impresionante. El barco se estremeció, crujió y se precipitó hacia delante. No había más remedio que seguir adelante. La tormenta se aproximaba tan rápidamente que lo único que podían hacer era navegar a toda velocidad, para llegar lo más lejos posible antes de que se abatiera sobre ellos. Seagull observó la borrosa silueta de la costa al tiempo que la proa se alzaba y descendía bruscamente en las agitadas aguas. El viento les arrastraría hacia el oeste, por supuesto; la cuestión era, ¿hasta dónde? El marino pugnó por mantener el rumbo de su embarcación, que no cesaba de bambolearse sobre el oleaje, conduciéndolo hacia el centro del Solent.
De pronto estalló la tormenta. Se produjo con un estruendo y una cascada de lluvia y una oscuridad impenetrable, como si se propusiera negar la existencia de todo salvo ella misma a todos los que había engullido. La isla desapareció; la lengua de arena desapareció; las nubes desaparecieron; todo desapareció excepto la espuma y las densas cortinas de lluvia y el tumultuoso oleaje, que fue aumentando hasta que las olas se elevaban sobre la embarcación, la cual se hundía en unos senos, entre dos olas, tan profundos que era un milagro que consiguiera alcanzar de nuevo a la superficie. Desesperados, los marineros recogieron vela y Seagull soltó un poco el timón. No había más remedio que avanzar contra el viento con poca vela y confiar en que les condujera rápidamente al límite de este abismo acuático.
Los dos chicos, aferrados a la barandilla del barco, estaban sentados frente a Seagull en cubierta. El marino temía que uno de ello se mareara y comenzara a vomitar, y pensó que acaso fuera más prudente enviarlos a la bodega del barco. Mientras decidía qué hacer con Jonathan, el chico que conocía su secreto, comprendió que las circunstancias eran las idóneas para deshacerse de él. Un empujón con el pie cuando nadie le observara y lo arrojaría por la borda en un santiamén. ¿Las probabilidades de que lo rescataran en aquel mar embravecido? Mínimas.
Seagull no distinguía la costa, pero calculó que, dado que el viento les arrastraría hacia el oeste, les conduciría hacia Keyhaven o la prolongada lengua de arena y grava situada a la entrada del Solent. En cualquier caso, esto les conduciría hasta la orilla, donde podrían varar el barco. A Dios gracias no había rocas.
Seagull no habría podido precisar cuánto tiempo transcurrió a continuación. Le pareció una eternidad, pero estaba demasiado atareado tripulando la embarcación a través del furioso oleaje para pensar en nada, salvo en que no debía de faltar mucho para alcanzar la lengua de arena. No bien hubo llegado a esta conclusión cuando las nubes se separaron, lo que causó una breve pausa en la lluvia torrencial. A través de la densa espuma y el aullido del viento, el marino alcanzó a ver ante sí un cuarto de tierra, luego medio kilómetro, como si contemplara un gigantesco túnel de color pardo. En esto, como si la pequeña embarcación se alzara desde el seno entre dos olas, Seagull contempló una visión que le dejó estupefacto.
Era un buque fantasma: un gigantesco y estrecho navío, de veinte metros de eslora, que apareció cual un fantasma a través de la sutil cortina de lluvia. Seagull comprendió de inmediato lo que era, pues se trataba de la única embarcación capaz de surcar estas aguas. Era una galera veneciana, la cual se dirigía hacia la entrada del Solent de camino a Southampton. Estas galeras, o galeazas, como se denominaban con frecuencia, eran unas magníficas embarcaciones. Semejantes a los grandes navíos de la época clásica, ostentaban tres velas latinas y tres potentes bancos de remos que les permitían maniobrar prácticamente en todas las aguas. Transportaban ciento setenta remeros, en ocasiones esclavos, como en tiempos de los romanos. Aunque no estaban dotados de un gran espacio para mercancías, el valor de las mismas era muy elevado: canela, jengibre, nuez moscada, clavos y otras especias orientales; costosos perfumes como incienso; medicamentos para las boticas; sedas y rasos, alfombras y tapices, muebles y cristal veneciano. Auténticas casas flotantes repletas de tesoros.
Pero no fue sólo la visión de la galeaza fantasma lo que sobresaltó a Seagull, sino la posición del barco. Pues el navío veneciano, situado directamente ante ellos, se hallaba en el angosto canal que conducía hacia la salida del Solent. El marino lanzó un grito de terror. ¿Cómo había sido tan estúpido? Preocupado como estaba por el furioso vendaval había olvidado un elemento crucial; la marea.
La marea había comenzado a menguar. No se dirigían hacia la lengua de arena. El ventarrón les conducía hacia la corriente que, dentro de unos momentos, les arrastraría inexorablemente a través del canal del Solent hacia el tempestuoso mar abierto.
—¡Remos! —gritó—. ¡A babor! —Seagull se arrojó contra el timón. El barco dio una violenta sacudida.
Seagull apenas tuvo tiempo de ver cómo los dos niños, a quienes la brusca maniobra del barco había pillado desprevenidos, se deslizaban a través de la cubierta hacia el agua.
Cuando comenzó a anochecer en Lymington, muchas personas habían abandonado toda esperanza.
En rigor no podía decirse que hubiera anochecido: la gente había cerrado las puertas y los postigos desde hacía horas para protegerse del fuerte viento y la lluvia torrencial; el único cambio era que la oscuridad de la tormenta se había espesado hasta el extremo de no verse nada. Sólo Totton, con su reloj de arena, conocía la hora con precisión y sabía, al observar cómo caían los granos de arena, que hacía ocho horas que su hijo había desaparecido.
Al principio, todos celebraron el regreso del barco de Southampton. En el Angel Inn, donde se había congregado la mayoría de gente que había apostado sobre la carrera, algunos habían comenzado a cobrar sus apuestas. Pero no dejaban de formularse algunas preguntas. ¿Había emprendido el otro barco la travesía de regreso? Sí. Habían zarpado de Yarmouth antes que ellos. ¿Qué rumbo habían tomado? El más directo.
—En tal caso el viento les habrá arrastrado hacia el oeste —comentó Burrard—. Tendrán que utilizar los remos para virar. No les veremos aparecer hasta dentro de un rato.
Pero su aparente jovialidad ocultaba cierta preocupación y todos observaron que no trató de cobrar sus ganancias. Al poco rato, Totton bajó al muelle, seguido por Burrard. A partir de entonces, la conversación en el Angel discurrió en un tono más apagado; las bromas eran menos frecuentes.
Desde el muelle era imposible ver nada más allá de los juncos que se movían a merced del viento. Después de visitar a la familia Seagull, Totton insistió en bajar por el sendero que atravesaba el pantano hacia la embocadura del río. Burrard fue con él. Allí, el comerciante permaneció por espacio de media hora observando impotente el embravecido mar a través de la lluvia.
—Vámonos, Henry. Aquí no podemos hacer nada —dijo suavemente Burrard. Y le condujo a casa.
Posteriormente, Burrard puso en marcha unas medidas a fin de localizar a los desaparecidos y regresó por la noche para hacer compañía a su amigo.
—Te debo una apuesta —dijo Totton con aire ausente.
—Así es, Henry —contestó Burrard con tono jovial, pues comprendía el mal trago que atravesaba su amigo—. La saldaremos mañana.
—Tengo que ir en busca de ellos —declaró de pronto Totton al cabo de unos minutos.
—Te ruego que recapacites, Henry —repuso Burrard apoyando una mano en su hombro—. Lo mejor que podemos hacer es aguardar aquí. Es imposible ver nada en esta oscuridad. Pero cuando tu hijo vuelva calado hasta los huesos después de haber recorrido la mitad del trayecto a pie por la costa, es preferible que te encuentre aquí. He enviado a cuatro hombres para dar con su paradero. —Burrard se abstuvo de comentar a Totton que dos de ellos habían regresado de Keyhaven y le habían informado que no habían avistado el barco de barco de Seagull—. Anda, dile a tu bonita sirvienta —una descripción de la pobre chica que habría sorprendido a la mayoría de la gente— que nos traiga un pastel de carne y una jarra de vino tinto. Estoy hambriento.
Tras insistirle para que comiera un poco, Burrard hizo compañía a su amigo en el desierto salón, sin apenas decir palabra, mientras Totton permanecía con la vista fija en el infinito, como sumido en un trance.
Pero hasta Burrard se habría quedado atónito de saber en qué pensaba su amigo.
La víspera de la carrera, Henry Totton había ido a ver a Alan Seagull.
El marino se encontraba solo, remendando sus redes, cuando vio que se aproximaba el comerciante y se quedó asombrado cuando éste se detuvo delante de él.
—Quiero hablar con usted —comenzó a decir Totton. Cuando Seagull le miró intrigado, prosiguió—: Se ha apostado mucho dinero en la carrera de mañana.
—Eso dicen.
—Pero usted nunca hace apuestas.
—En efecto.
—Muy prudente por su parte. Más prudente que yo.
Si Seagull estaba de acuerdo, no lo dijo. Era extraño que Totton reconociera eso, pero menos que lo que afirmó a continuación.
—He oído decir que va usted a ganar.
—¿Ah, sí? —El marino achicó los ojos—. ¿Quién se lo ha dicho?
—Mi hijo. Me lo dijo anoche.
—¿Y qué le induce a pensar eso? —preguntó Seagull fijando de nuevo la vista en sus redes.
—No quiso decírmelo.
De ser eso cierto, pensó Seagull, el joven Jonathan había sabido guardar el secreto mejor que su hijo. Pero ¿era cierto, o había venido el comerciante para amenazarlo de algún modo?
—Supongo que depende del tiempo —declaró el marino.
—Tal vez. No obstante —prosiguió Totton con naturalidad—, el motivo de que yo apostara contra usted fue porque deduje que no quería ganar.
Se produjo una larga pausa.
Seagull dejó de remendar las redes y miró sus pies.
—¿Ah, no?
—No.
A continuación, con tono quedo, el comerciante mencionó dos travesías de contrabando que Seagull había realizado, una para un comerciante de Lymington y otra para un tratante en lana de Sarum. La primera databa de hacía cinco años, la segunda era más reciente. Pero lo interesante del caso era que el joven Willie no estaba enterado de ellas. Fuera como fuere que Totton había obtenido esa información, no la había obtenido de los chicos.
—De modo —concluyó Totton—, que cuando aposté con Burrard cinco libras por el barco de Southampton, lo hice porque supuse que aunque usted fuera capaz de vencerlo, no querría que la gente se enterara de sus andanzas. En todo caso, las probabilidades inclinan la balanza en ese sentido.
Seagull reflexionó. El razonamiento del comerciante era acertado, desde luego. En cuanto a su información, habría sido una pérdida de tiempo tratar de rebatirla.
—¿Desde cuándo lo sabe? —inquirió el marino.
—Desde hace años. —Totton se detuvo—. Los negocios de cada hombre sólo le incumben a él. Ésta es mi norma.
Seagull alzó la vista y contempló al comerciante con respeto. El saber mantener la boca cerrada era la mayor de las virtudes, tanto para los pescadores como para las gentes del Forest.
—¿Quiere proponerme un trato?
—Sí. —Totton sonrió—. Pero no de esa clase. Se trata de la carrera. Si mi hijo está en lo cierto y usted se ha propuesto ganar, eso modifica las probabilidades. Y yo perderé cinco libras. —El comerciante se detuvo—. He oído decir que Albion desea apostar cinco libras a que usted perderá. Le pido que acepte su apuesta. Y sea cual fuere el resultado, yo le pagaré una libra.
—¿Va a apostar contra usted mismo?
—Es una apuesta compensatoria.
—Pero si me paga tanto si pierdo como si gano la carrera, perderá una libra.
—He hecho otras apuestas. Si usted me ayuda, no perderé dinero.
—Pero es posible que yo pierda la carrera.
—Cierto. Pero no puedo calcular las probabilidades. Y cuando no puedo calcularlas, me abstengo de apostar.
Seagull se echó a reír. La frialdad del comerciante le divertía. ¡Y pensar que había estado a punto de ahogar al joven Jonathan! No sólo le parecía ahora absurdo, sino que gracias al chico, que había confundido los cálculos de Totton, había ganado otra libra.
—De acuerdo —dijo—, lo haré.
Pero en estos momentos, mientras se hallaba sentado en su salón, con la vista fija en el infinito, recordando esa transacción, Henry Totton no dejaba de maldecirse. Había hecho una apuesta estúpida. Pero ¿y su hijo? ¿Por qué le había permitido ir en el barco del marino? Porque el chico le había herido y estaba furioso. Furioso con un mero niño al que le atraía la aventura de navegar con su amigo. Le había permitido ir; se había comportado fríamente con su hijo. Y quizás eso le había costado la vida.
—No desesperes, Henry —oyó decir a Burrard con su voz bronca—. Lo más probable es que aparezcan por la mañana.
No era de extrañar que los hombres que había enviado Burrard no vieran señal de Seagull y su barco. Cuando habían llegado a Keyhaven, a última hora de la tarde, éste se encontraba a una distancia de dos kilómetros, en el extremo de la larga lengua de grava y llevaba allí un buen rato. Pero el marino no había tratado de alcanzar Keyhaven, ni deseaba que le viera nadie.
Había tenido suerte en no perder a los dos chicos. Habían estado a punto de ahogarse. En el instante en que Seagull los vio deslizarse por la cubierta, había soltado el timón y se había precipitado a sujetar a uno y a otro con cada mano mientras el barco daba guiñadas. Por poco habían caído los tres por la borda.
—¡Sujétalo! —había gritado el marino a Willie al tiempo que soltaba a Jonathan y asía la barandilla del barco con una mano; y si Willie no se hubiera agarrado a su amigo como una garrapata, el joven Jonathan habría caído irremisiblemente al agua.
El siguiente cuarto de hora había sido una pesadilla. Habían arriado la vela y empuñado los remos; pero cada vez que avanzaban un tramo la corriente les arrastraba, con una terrorífica e increíble lógica, hacia la larga sombra de la galeaza que permanecía a escasa distancia de ellos, a veces oculta por el velo de la tormenta, otras visible, pero misteriosamente inmóvil. Por fin, con un esfuerzo sobrehumano, los remeros habían conseguido, mientras la corriente seguía arrastrándolos de forma inexorable, tocar la lengua de grava y varar la embarcación en el extremo del canal cuyas aguas desembocaban en el mar.
Pero Seagull tenía otras cosas en qué pensar. Escudándose los ojos con las manos, contempló el agua.
La tormenta no había remitido, pero visto desde la orilla el chaparrón se había resuelto en unos retazos de nubes grisáceas que se deslizaban inexorablemente ante ellos. No se distinguía nada más allá de cien metros, pero en los breves espacios que mediaban entre aquéllos, Seagull logró divisar una parte del agitado canal.
Al cabo de un rato se volvió. La tripulación y los chicos trataban de protegerse de la lluvia a sotavento del barco, que habían varado en la playa.
—¿Qué vamos a hacer, Alan? —preguntó un marinero—. ¿Ponemos rumbo a Keyhaven?
—No.
—¿Por qué?
—Por eso. —Seagull se volvió y señaló al frente, y los otros observaron de nuevo la larga y elevada silueta de la galeaza que se divisaba vagamente en el canal—. No se ha movido —declaró el marino—. ¿Sabéis lo que significa? —Los hombres asintieron—. No creo que nadie la haya visto salvo nosotros —continuó Seagull.
—Quizá logren salvarse.
—Y quizá no. Ya veremos.
Tras estas palabras Seagull continuó observando el navío.
Los bancos de grava situados en la embocadura occidental del Solent no solían representar un grave obstáculo. En primer lugar, todos los navegantes los conocían y sabían cómo sortearlos. En segundo lugar, el canal que discurría entre ellos era profundo y sólo era preciso realizar una maniobra para virar al aproximarse al extremo de la isla de Wight. Pero cuando estallaban las tormentas en primavera, más de un barco embarrancaba y naufragaba en esa zona.
Era evidente que la galeaza había naufragado. Debido al descenso de la marea el navío permanecería embarrancado, a merced del vendaval. Quizá volcara y quedara destruido. Era difícil de precisar, pero Seagull tuvo la impresión de que la tripulación del infortunado navío trataba de sacarlo de allí utilizando los remos. En una ocasión, el marino observó que el barco comenzaba a escorarse. Pero no pudo verlo con nitidez. Transcurrieron unos largos minutos.
De pronto, durante unos breves instantes, Seagull contempló de nuevo el navío a través del velo de lluvia. Había conseguido alejarse un poco del banco de grava. Pero había ocurrido otra cosa. El barco se había girado y seguía girando mientras Seagull lo observaba. La galeaza se deslizaba contra corriente, exponiendo su costado a la furia del temporal. Estaba a punto de volcar. En esto la lluvia arreció y el marino perdió el barco de vista.
Pasaron otros largos minutos. Pero no ocurrió nada. Sólo se percibía el aullido del viento. «Pobres diablos», pensó Seagull. ¡Qué esfuerzos desesperados estarían haciendo para salvarse! ¿Habría volcado la galeaza? Seagull fijó la vista al frente, como si quisiera perforar la densa cortina de lluvia con los ojos.
De pronto, como en respuesta a una plegaria, la lluvia remitió casi hasta el punto de cesar. Seagull vio ante sí el centro del canal, donde se hallaban los bancos de grava, e incluso más allá del mismo. Divisó la débil silueta blanca de los riscos de la isla, a más de dos kilómetros de distancia. Contempló los bancos de grava. La galeaza había desaparecido.
Sin aguardar siquiera a dar una explicación, Seagull echó a correr a través de la lengua de arena hacia el lado del mar. La cortina de lluvia comenzaba a retroceder. Tras recorrer un centenar de metros hasta alcanzar la playa que daba al canal de la Mancha, el marino divisó la punta de la isla. Y entonces vio la galeaza.
En el extremo occidental de la isla de Wight, donde hacía tiempo se habían derrumbado los antiguos riscos cretáceos y habían caído al mar, se alzaban cuatro afilados peñascos de greda, semejantes a unos colmillos, junto al borde de los riscos blancos, como un indicador de que la espina dorsal de tierra no finalizaba en la isla sino que se prolongaba un trecho bajo el agua. Estas recias peñas, que se elevaban más de quince metros sobre el agua, se denominaban The Needles. Eran de greda, pero duras y afiladas, como agujas.
La galeaza se había escorado peligrosamente. Uno de sus mástiles se había partido y pendía sobre un costado. Los remos situados en la parte que no se había hundido aparecían suspendidos sobre el agua o apuntando sin orden ni concierto hacia el tormentoso cielo. Mientras Seagull contemplaba el navío, éste se giró impulsado por el viento y chocó contra una de las Needles. Luego retrocedió para volver a chocar, como de forma deliberada, contra la roca. Un renovado torrente de lluvia impidió a Seagull ver el barco. Durante unos momentos siguió distinguiendo los riscos más próximos, pero al poco éstos también desaparecieron. Y aunque el marino permaneció en su puesto de observación hasta el anochecer, no volvió a ver la galeaza.
Jonathan no pasó una noche cómoda. Por fortuna había unas mantas en la bodega. Por la noche, los dos chicos se guarecieron bajo la cubierta, donde permanecieron relativamente secos. Los hombres sacaron la vela del costado del barco y se acomodaron debajo de ella. Alan Seagull permaneció en la playa. No le importaba.
A primeras horas de la mañana, la tormenta comenzó a remitir. Al despuntar las primeras luces Seagull los despertó.
Cuando remaron en torno a la lengua de arena y se dirigieron hacia el mar abierto, no vieron rastro de la galeaza. El cielo seguía encapotado y las aguas agitadas. De pronto Seagull indicó a la tripulación algo que flotaba en el agua. Era un remo largo. Al cabo de unos minutos se aproximaron a otro objeto. Esta vez se trataba de un pequeño cofre.
—Canela —dijo el marino cuando lo abrieron. Al poco rato hallaron otros cofres—. Clavos —afirmó Alan Seagull.
Todo indicaba que la galeaza se había hundido; pero la cantidad de valiosas mercancías que pudieran hallar flotando en el agua o que la corriente pudiera arrastrar hasta la costa dependía de los destrozos que sufriera el navío antes de irse a pique. A juzgar por el número de palos y vergas que vieron, la galeaza se había desintegrado antes de hundirse.
—Papá conoce las corrientes —explicó Willie a Jonathan—. Sabe dónde encontrar las mercancías.
Pero para sorpresa de Jonathan, el marino no permaneció mucho rato en el mar abierto, sino que puso rumbo hacia la costa.
—¿Adónde vamos? —preguntó Jonathan a Willie, que le miró de forma extraña.
—Tiene que comprobar si ha habido supervivientes —repuso saliéndose por la tangente. Las blancas rocas de las Needles habrían destrozado a cualquier hombre que chocara con ellas en la tormenta. La playa más próxima, suponiendo que pudieran dar con ella en la oscuridad, se encontraba a tres millas y, por paradójico que parezca, pocos marineros sabían nadar en aquellos tiempos. Si la galeaza se había adentrado aquella noche en el mar abierto, lo más probable es que sus tripulantes se hubieran ahogado. Pero nunca se sabe. Era posible que algunos se hubieran deslizado flotando hasta la costa sobre los restos del naufragio.
Vararon el barco en la costa, a dos millas y media de la lengua de arena, donde había una pequeña ensenada de la cual descendía un arroyo. Después de arrastrar el barco hasta la boca de la ensenada, donde no podía ser visto, Seagull y su tripulación se dispusieron a explorar la zona. Las playas estaban desiertas. La costa estaba cubierta de matojos y brezo. Tras ordenar a los chicos que vigilaran el barco, Seagull desapareció con los hombres.
Jonathan observó que el marino portaba un pequeño palo que empuñaba a modo de arma contundente.
—¿Dónde van? —preguntó cuando los hombres se marcharon.
—A explorar la costa. Se dispersarán en varios grupos.
—¿Crees que encontrarán a algún superviviente?
Willie miró de nuevo a Jonathan con una expresión extraña.
—No —repuso.
Entonces, Jonathan lo comprendió. Las leyes marítimas en Inglaterra eran simples pero duras. El cargamento de un naufragio pertenecía a quienquiera que lo hallara, a menos que hubiera supervivientes que lo reclamaran. Motivo por el cual rara vez quedaban supervivientes de un naufragio.
Los dos chicos aguardaron mientras clareaba.
Durante ese rato, Henry Totton alcanzó el extremo de la punta de arena situada en la entrada del Solent y contempló el mar.
Había salido con las primeras luces del alba. Después de echar un breve vistazo al estuario, había atravesado los Pennington Marshes y se había dirigido hacia las salinas de Keyhaven. Desde allí podía contemplar la isla de Wight y la costa próxima a ella. No había ni rastro del barco. Luego había caminado por la lengua de arena confiando en que el viento los hubiera arrastrado hasta allí. Pero no vio señal alguna de Seagull y su tripulación.
Tras observar el angosto canal situado en el extremo de la lengua de arena, Totton se había dirigido hacia un punto desde el cual divisaba las Needles y había escrutado el mar y el largo litoral de la costa occidental del Forest.
Para entonces, el barco de Seagull se hallaba oculto en la pequeña ensenada, y el comerciante no lo vio. Pero no lejos de allí observó los restos de un naufragio, y como no conocía la existencia de la galera veneciana, Totton dedujo que se trataba del barco de Seagull y que su hijo se había ahogado. Así pues, recorrió la parte occidental de la lengua de arena para ver si hallaba el cadáver del chico. Pero allí no descubrió ningún cadáver, pues las corrientes habían arrastrado los restos de los tripulantes del navío a otro lugar.
En aquel preciso instante, el comerciante observó que Burrard se dirigía hacia él, y su brusco pero leal amigo, que llevaba buscándolo desde poco después del amanecer, le echó el brazo sobre los hombros y lo condujo a casa.
Era aburrido aguardar junto al barco. No se atrevían a alejarse por temor a que Seagull regresara de improviso, pero los dos chicos se turnaban en dar un paseo por la playa para ver si hallaban algo interesante.
La corriente comenzaba a arrastrar numerosos objetos hasta la costa: otro remo, unos aparejos, un barril hecho añicos.
Y unos cadáveres.
Jonathan inspeccionaba los restos de un arca de marinero, preguntándose qué había contenido, cuando descubrió el cadáver. Se encontraba a unos diez metros y las olas lo arrastraban poco a poco hacia la playa. El cuerpo flotaba boca abajo en el agua. El chico lo observó con una mezcla de temor y curiosidad.
Probablemente se había alejado de él de no haber reparado en un detalle que le llamó la atención: el jubón que lucía el hombre era de suntuoso brocado, recamado con hilos de oro. Su camisa estaba adornada con fino encaje. Se trataba de un hombre rico: un comerciante o quizás un aristócrata que acompañaba al buque en su travesía occidental. El chico se acercó con cautela.
Jonathan nunca había visto a un ahogado, pero le habían contado qué aspecto tenían: la piel cerúlea, la cara hinchada. Avanzó hasta situarse junto al cadáver. El agua le llegaba a la cintura. Jonathan lo tocó. Era pesado, inflado de agua. El chico no miró la cabeza, pero le palpó la cintura. El cadáver lucía un cinturón. No era de cuero sino de hebras de oro. Lo tocó con los dedos. Tuvo que acercar el cadáver para sujetarlo.
De pronto el brazo del muerto que flotaba sobre el agua describió un círculo como si tratara de asir al niño por la cintura. Durante unos angustiosos momentos, Jonathan imaginó que el cadáver quería abrazarlo, estrecharlo contra sí y sumergirlo bajo el agua para ahogarlo. Aterrorizado, el chico se echó para atrás, perdió el equilibrio y cayó al agua. Durante unos segundos contempló bajo el agua el espantoso rostro del muerto, que parecía escrutar, como si fuera un pez, el fondo marino.
Jonathan se enderezó, recobró la compostura y retrocedió. Apartó el brazo del ahogado con firmeza, le agarró el cinturón, respiró hondo y lo registró con los dedos bajo el agua hasta dar con lo que buscaba.
El talego estaba sujeto al cinturón por medio de unas tiras de cuero atadas con un simple nudo. Jonathan tardó unos minutos en deshacerlo, moviéndose junto al cadáver mientras las olas lo arrastraban hacia la playa, pero el agua aún le alcanzaba las rodillas cuando logró desatar el talego. Pesaba mucho. Jonathan no se molestó en abrirlo, pero echó un vistazo a su alrededor para comprobar si alguien le había observado. No había nadie a la vista. Willie permanecía junto al barco en la ensenada. Las tiras de cuero eran lo suficientemente largas para que Jonathan se las atara en torno a la cintura debajo de su ropa. Tras ajustarse la empapada camisa y el jubón sobre el talego, regresó a la ensenada.
—Estás empapado —observó Willie—. ¿Has encontrado algo?
—Un cadáver —contestó Jonathan—. Tengo miedo de tocarlo.
—Ya —dijo Willie y salió corriendo. Al cabo de un rato regresó—. La marea lo arrastró hasta la playa. He conseguido esto —agregó sosteniendo en alto el cinturón—. Debe de ser valioso.
Jonathan asintió con la cabeza y no dijo nada.
Ambos aguardaron un rato, hasta que Seagull regresó. El marino les echó un vistazo, vio el cinturón pero no hizo ningún comentario.
—¿Has visto a alguien, papá? —preguntó Willie.
—No, hijo. No hay nadie. Supongo que los cadáveres no tardarán en aparecer en la playa. —Seagull reflexionó unos momentos—. Nos dirigiremos mar adentro para ver si encontramos algo. Imagino que pasaremos todo el día fuera. —Si había algo de valor en las playas o en las aguas del canal de la Mancha en unos kilómetros a la redonda, Alan Seagull lo hallaría sin duda—. Vosotros regresad a casa. Dile a tu madre dónde estamos —ordenó a su hijo—. Tu padre estará preocupado por ti —dijo dirigiéndose a Jonathan—. Id derechitos a casa. ¿Entendido?
Los dos chicos obedecieron y se pusieron inmediatamente en marcha. Sólo tenían que recorrer ocho kilómetros a pie si tomaban el atajo por los Pennington Marshes. Ambos caminaron a paso rápido.
La pálida luz del sol se filtraba a través de las nubes sobre Lymington cuando los chicos bajaron por la calle Mayor desde la pequeña iglesia y enfilaron hacia casa de Totton. Se percataron de que la gente los observaba con curiosidad. Una mujer salió corriendo, agarró a Jonathan por el brazo y se puso a bendecir al Señor por haber salvado la vida del niño, pero éste se libró de ella educadamente y, para evitar más demoras, echó a correr hacia su casa.
Al llegar a su casa se dirigió a la puerta de la calle que daba a la contaduría de su padre, pensando en dar a éste una sorpresa si se hallaba en casa. Pero la habitación estaba vacía, de modo que Jonathan la atravesó y se dirigió al salón rodeado por una galería, que también estaba en silencio.
Durante unos momentos, Jonathan supuso que también estaría vacío. No vio a ningún sirviente. A través de la elevada ventana penetraba la luz, que incidía en los pálidos y desiertos espacios. Pero al dar unos pasos Jonathan se percató de que la silla de madera situada bajo la galería estaba ocupada.
La silla estaba ligeramente girada, de modo que lo primero que vio Jonathan fue la oreja de su padre. Pero el comerciante no le había oído entrar. Estaba sentado en su postura habitual, pero con la vista fija al frente, como sumido en un trance. El chico se aproximó en silencio, de puntillas, observando el rostro de su padre.
Era la primera vez que contemplaba la desesperación. Al morir su esposa, creyendo que de esta forma protegía al niño, Totton había ocultado su dolor bajo una fachada serena. Pero ahora, creyendo que estaba solo, contemplaba desesperado y en silencio las imágenes que le presentaba su mente: el bebé que amaba pero había abandonado, según la costumbre, al cuidado de su madre; el chiquillo de corta edad a quien observaba crecer y para el que sólo se había dedicado a hacer planes; el niño al que él no sabía consolar; el adolescente que sólo deseaba navegar en el barco con su amigo y alejarse de él; el hijo que había perdido.
Jonathan jamás había contemplado la faz de la angustia.
—Padre.
Totton se volvió.
—No te inquietes. Estamos todos a salvo. —El chico avanzó un paso—. El viento nos arrastró a lo largo de la costa. —Totton le miraba como si fuera un fantasma—. Un buque naufragó a causa de la tormenta. Alan Seagull ha ido a ver si halla algunos restos.
—¿Jonathan?
—Estoy bien, padre.
—¿Jonathan?
—¿Regresó tu barco a puerto?
—Ah… sí. —Su padre estaba aún estupefacto.
—De modo que ganaste la apuesta.
—¿La apuesta? —preguntó el comerciante mirando a su hijo de hito en hito—. ¿La apuesta? —preguntó pestañeando—. ¡Por todos los santos! ¿Qué importa eso cuando te tengo a ti?
Jonathan corrió hacia él.
En aquel momento, Henry Totton rompió a llorar.
Durante unos minutos yació en los brazos de su padre, y luego Jonathan se apartó suavemente y le mostró el talego que llevaba colgado alrededor de la cintura.
—Te he traído esto, padre —dijo—. Mira.
Jonathan abrió el talego y sacó su contenido. Eran unas monedas de oro.
—Ducados —dijo.
—Así es, Jonathan.
—¿Sabes cuánto valen, padre?
—Sí.
—Yo también.
Y ante el asombro de su padre, Jonathan repitió, sin el menor fallo, los valores que el comerciante le había indicado durante la lección que le había dado hacía tres semanas.
—Lo has dicho perfectamente —exclamó Totton encantado.
—Como ves, padre —repuso el chico muy contento—, recuerdo lo que me dijiste.
—Los ducados son tuyos, Jonathan —declaró Totton sonriendo.
—Los he traído para ti —insistió su hijo. Tras una pausa, preguntó—: ¿Podemos compartirlos?
—¿Y por qué no? —contestó Henry Totton.