Beaulieu

1294

El hombre echó a correr por el borde del campo, agachado, pegado al seto. Tenías las mejillas coloradas, no cesaba de resollar. Aún oía los gritos de indignación que provenían de la granja situada a sus espaldas.

El hábito manchado de barro que llevaba indicaba que pertenecía al monasterio; pero, en lugar de tener la coronilla rasurada como los monjes del coro, lucía una abundante pelambrera. Por consiguiente, era un hermano lego.

Al llegar al extremo del campo se detuvo y miró hacia atrás. No le seguía nadie. Todavía. Laudate Dominum. Alabado sea Dios.

En el campo en el que se encontraba había numerosas ovejas. Pero en el campo colindante había un toro. Ni corto ni perezoso el hermano se alzó la falda del hábito, se encaramó sobre la cerca y pasó sus largas piernas al otro lado.

El toro no andaba lejos. Era de color tostado y peludo, semejante a un pequeño almiar. El animal clavó sus ojos rojos en él, observándolo por debajo del flequillo que asomaba entre sus largos y curvados cuernos. El hermano estuvo a punto de hacer la señal de la cruz para bendecirlo, pero cambió de opinión.

Tauri Basan cingunt me… Los toros de Bashan me han acorralado: las palabras en latín del salmo vigésimo segundo. Precisamente las había cantado la semana pasada. Un amable monje le había explicado su significado. Domine, ad juvandum me festina. Señor, apresúrate a ayudarme.

El hermano se lanzó como una flecha a través del campo, sin quitarle ojo al toro.

En su mente bullían tres preguntas: ¿le estaban persiguiendo?, ¿le atacaría el toro?, ¿había matado al hombre que había dejado tendido en un charco de sangre en el suelo de la granja?

La abadía de Beaulieu se hallaba en paz en aquella tibia mañana de otoño. Desde allí no se percibían los gritos procedentes de la granja. Sólo el aleteo de los cisnes que se deslizaban sobre las vecinas aguas rompía, de vez en cuando, el grato silencio que reinaba en el recinto de piedra gris situado junto al río.

En su despacho particular, seguro tras la puerta cerrada, el abad contempló con aire pensativo el libro que había estado inspeccionando.

Todas las abadías encerraban un secreto. Generalmente constaban por escrito y se hallaban a buen recaudo, pasando de un abad a otro, que era el único que tenía acceso a ellos. A veces tenían una importancia histórica, ya que se referían a asuntos reales de estado o al lugar secreto de enterramiento de un santo. Por lo general se referían a escándalos, ocultos u olvidados, en los que estaba implicado el monasterio. Algunos, al cabo de los años, parecían triviales; otros se alzaban de la página como gritos que la historia había tratado de sofocar con la mano. Y por último estaban las recientes entradas, referentes a los actuales ocupantes del monasterio, unos asuntos que, en opinión del abad anterior, su sucesor debía saber.

No puede decirse que Beaulieu poseyera un largo historial. Pues hacía poco que se había construido la abadía en el Forest.

Desde el asesinato de Guillermo II el Rufo habían tenido lugar pocas tragedias en el Forest. Cuando murió Enrique, tras un largo reinado, su hija y su sobrino se habían disputado durante años el trono. Pero no habían combatido en el Forest. Cuando el hijo de su hija, el cruel Enrique Plantagenet, ascendió al trono, se peleó con su arzobispo, Tomás Becket, y algunos decían que lo había mandado asesinar. La muerte de Becket había conmocionado a toda la cristiandad. Posteriormente se produjo otro gran revuelo cuando Ricardo Corazón de León, el heroico hijo de Enrique, reunió a sus caballeros en Sarum para emprender una cruzada.

Pero lo cierto era que a las gentes del Forest esos hechos les tenían sin cuidado. La caza del ciervo continuaba. Pese a los numerosos intentos por parte de los barones y la Iglesia de reducir las inmensas áreas de bosques reales, los rapaces monarcas Plantagenet las habían agrandado de forma que en la actualidad los límites de New Forest eran incluso más amplios que en tiempos del Conquistador; aunque, por fortuna, las leyes forestales eran ahora menos severas. El rey ya no utilizaba Brockenhurst como su pabellón de caza, sino que solía alojarse en la propiedad real de Lyndhurst, donde el antiguo recinto de los ciervos había sido enormemente ampliado.

No obstante, se había producido un acontecimiento nacional que había impresionado a las gentes del Forest. Cuando el rey Juan el malo, hermano de Ricardo Corazón de León, había sido obligado por sus barones a conceder la humillante Carta Magna, la gran carta de las libertades inglesa, había establecido los límites de las opresiones del soberano en el Forest. Y la cuestión había quedado aún más clara en otro documento redactado dos años más tarde, la Carta del Forest. No se trataba de un asunto baladí, puesto que en aquellas fechas casi un tercio de Inglaterra se había convertido en un bosque real.

Y luego estaba el asunto de Beaulieu.

El rey Juan era considerado un mal rey, ello no sólo se debía porque había perdido todas las guerras y había disputado con sus barones. Lo que era más grave, había insultado al Papa y había hecho que Inglaterra estuviera sometida a un interdicto papal. Durante años en el país no se habían celebrado ceremonias religiosas. No era de extrañar que fuera detestado por los clérigos y los monjes, quienes en última instancia se encargaban de escribir la historia. Según ellos, Juan sólo había realizado un acto encomiable en su vida: fundar la abadía de Beaulieu.

Era la única institución religiosa que había fundado Juan. ¿Por qué lo había hecho? ¿El acto noble de un mal hombre? Las crónicas escritas por monjes rechazaban esa complejidad. Una persona era buena o mala. La opinión general sostenía que el rey la había fundado para expiar una acción detestable. Una leyenda llegaba incluso a afirmar que Juan había ordenado que murieran unos monjes pisoteados por los cascos de unos caballos, y más tarde había tenido un sueño que le condenaba por semejante acción.

Fuera cual fuere el motivo, el caso es que en el año 1204 de la era cristiana, el rey Juan fundó Beaulieu, un monasterio perteneciente al orden cisterciense, o monjes blancos, como se denominaban, otorgándoles al principio una rica propiedad en Oxfordshire y más tarde un terreno inmenso en la parte oriental de New Forest, que casualmente comprendía el lugar donde su tío tatarabuelo, Guillermo II el Rufo, había sido asesinado hacía un siglo. Durante los noventa años que habían transcurrido desde su fundación, la abadía había recibido otras donaciones por parte del piadoso hijo de Juan, Enrique III, y del presente monarca, el poderoso rey Eduardo I, que era asimismo un amigo leal. Gracias a esas generosas donaciones, la abadía no sólo era rica, sino que unos grupos reducidos de su creciente plantilla de monjes habían establecido pequeñas casas filiales en otros lugares; uno de ellos, Newenham, se hallaba ubicada a unos ciento diez kilómetros en la costa del suroeste, en Devon. La abadía gozaba de la bendición divina y era próspera.

El abad suspiró, cerró el libro, lo depositó en una enorme caja fuerte y cerró después la puerta con llave.

Había cometido un error. El último abad, cuya opinión él había pasado estúpidamente por alto, había estado en lo cierto. No podía estar más claro: aquel hombre estaba cargado de defectos y quizá fuera peligroso.

—Entonces ¿por qué le ofrecí ese cargo? —murmuró el abad. ¿Lo había hecho por una especie de penitencia? Tal vez. Se dijo que aquel hombre se merecía una oportunidad, que se había ganado el puesto, que le tocaba a él, en su calidad de abad (mediante la oración y la gracia divina, por supuesto) conseguir que diera buen resultado. ¿En cuanto a su delito? Constaba en el libro. Era agua pasado. Dios es misericordioso.

El abad miró a través de la ventana abierta. Hacía un día espléndido. Luego reparó en dos figuras que caminaban juntas, enfrascadas en su conversación. Al verlas su rostro se relajó.

El hermano Adam. Un tipo muy distinto de hombre. Excelente bajo todos los conceptos. El abad sonrió. Era hora de salir un rato. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

El hermano Adam estaba de buen humor. Como solía hacer cuando se paseaba de un lado a otro de su celda, extrajo un pequeño crucifijo que pendía de un cordel alrededor de su cuello, debajo de su camisa de crin, y lo acarició con expresión pensativa. Se lo había regalado su madre al entrar en la orden. Le había dicho que lo había obtenido de un hombre que había estado en Tierra Santa. Estaba tallado en madera de un cedro del Líbano. El hermano Adam gozaba aquella tarde sintiendo el calor del sol en su incipiente calva. A los treinta años había perdido buena parte del pelo, y el que le quedaba era canoso. Pero eso no le confería un aspecto avejentado. Tenía treinta y cinco años recién cumplidos y sus facciones nobles y armoniosas le daban un aire inteligente y casi juvenil, al tiempo que uno intuía que, bajo el hábito de monje, su fornido y musculoso cuerpo exhalaba una sensación de potencia física.

Asimismo, el hermano Adam gozaba con la tarea que le tenía ocupado en estos momentos, la cual consistía en inculcar con la mayor delicadeza, mientras paseaban arriba y abajo entre dos cuadros de hortalizas, un poco de sentido común al joven novicio que caminaba respetuosamente a su lado.

La gente acudía con frecuencia al hermano Adam en busca de consejo, porque tenía un temperamento sosegado y era inteligente, pero siempre accesible. Jamás ofrecía consejo a menos que se lo pidieran —era demasiado listo para caer en ese error—, pero cabe hacer notar que fuera cual fuere el problema que le preocupara, después de que la persona en cuestión lo hubiera comentado con el hermano Adam, esa persona casi invariablemente rompía a reír y por lo general se iba a su casa sonriendo.

—¿No regaña nunca a nadie? —le había preguntado en una ocasión el abad.

—No —había respondido el hermano Adam con expresión picara—. Para eso ya está el abad.

La presente plática, sin embargo, no era agradable. No podía serlo. El hermano Adam ya la había dado en otras ocasiones. La consideraba su catecismo «basado en la verdad sobre los monjes».

—¿Por qué vienen algunos hombres a vivir en un monasterio? —había preguntado al novicio.

—Para servir a Dios, hermano Adam.

—Pero ¿por qué en un monasterio?

—Para huir del mundo pecaminoso.

—Ah. —El hermano Adam echó una ojeada al recinto de la abadía—. Un refugio seguro. ¿Cómo el Jardín del Edén?

En cierto modo, lo era. El lugar que los monjes habían elegido para construir su monasterio era delicioso. Un riachuelo discurría en sentido paralelo a las aguas del Solent a través de la gran ensenada que éste formaba, situada al este del Forest, y que a su vez formaba una pequeña ensenada costera, de unos cinco kilómetros de longitud. En la cabeza de esa ensenada, donde el rey Juan poseía un modesto pabellón de caza, los monjes habían construido su gran recinto amurallado. Era una réplica de la casa matriz que tenía la orden en Borgoña. El conjunto arquitectónico estaba presidido por la iglesia de la abadía, una estructura imponente, del gótico primitivo, con una torre ancha y cuadrada que se alzaba sobre el crucero. Aunque sencillo, era un hermoso edificio, hecho de piedra. En el Forest no había piedra, por lo que una parte de la misma había sido transportada a través del Solent desde la isla de Wight, y el resto, al igual que la mejor piedra en la Torre de Londres, de Normandía. Los pilares eran del mismo mármol oscuro de Purbeck, procedente de la costa meridional, que habían empleado en la nueva y gigantesca catedral de Sarum. Los monjes se sentían muy orgullosos del suelo de la iglesia, pavimentado con unas decorativas losas que ellos mismos habían confeccionado con gran esmero. El claustro se hallaba junto a la iglesia; en el lado meridional estaban las dependencias de los monjes del coro; todo el lado occidental estaba ocupado por el domus conversorum, un edificio gigantesco semejante a un granero en el que comían y dormían los hermanos legos.

El recinto amurallado contenía asimismo la vivienda del abad, numerosos talleres, un par de estanques de peces y una barbacana exterior donde daban de comer a los pobres. Hacía poco habían comenzado a construir una barbacana interior más grande e imponente.

Al otro lado del muro estaba la ensenada y un pequeño molino; sobre la noria del molino había un inmenso estanque rodeado de juncos plateados. Más allá, en el lado occidental, unos campos cubrían las laderas de una pequeña colina, desde la que se contemplaba un espléndido panorama: hacia el norte éste consistía principalmente en bosques y páramos; y hacia el sur, en unos fértiles terrenos pantanosos que los monjes ya habían avenado en parte para construir unas prósperas granjas, los cuales se extendían hasta las orillas del Solent, enmarcados por la larga joroba de la isla de Wight que se alzaba más allá como un amable centinela. Toda la finca, monte, páramo y terrenos de cultivo, ocupaba una superficie de más de tres mil hectáreas; y como los límites estaban marcados por una zanja y un cercado de tierra, los monjes se referían no al recinto de la abadía amurallada, sino a la propiedad de más de tres mil hectáreas como «el Gran Recinto».

El nombre en latín de la abadía era Bellus Locus, «Lugar Bello»; en francés normando: Beau Lieu. Pero como las gentes del Forest no hablaban francés, decían «Buli» o «Biuli». Al poco, los monjes también pronunciaban su nombre de este modo. El Gran Recinto de Beaulieu, un remanso de paz, podía haber sido confundido con el Jardín del Edén.

—Uno se siente seguro aquí, sin duda —comentó el hermano Adam con tono jovial—. Nos visten y nos dan de comer. Tenemos pocas preocupaciones. Dime —añadió volviéndose bruscamente hacia el novicio—, ahora que has tenido la oportunidad de observarnos durante varios meses, ¿cuál crees que es la cualidad más importante que debe poseer un monje?

—El afán de servir a Dios —contestó el muchacho—. Un gran fervor religioso.

—¿De veras? Vaya por Dios. No estoy de acuerdo contigo.

—¿No? —preguntó el muchacho, confundido.

—Permíteme que te diga algo —le explicó el hermano Adam con expresión risueña—. El primer día que pases del noviciado a convertirte en monje, ocuparás el lugar que te corresponde como miembro más bisoño del monasterio, junto al monje que llegó poco antes que tú. Al cabo de un tiempo llegará un nuevo monje, que ocupará un lugar inferior a ti. Durante todas las comidas y todos los oficios religiosos te sentarás siempre en el mismo lugar, entre esos dos monjes, cada día, cada noche, año tras año; y a menos que uno de vosotros se marche para ir a otro monasterio, o se convierta en abad o prior, permaneceréis los tres juntos el resto de vuestras vidas.

»Piensa en ello. Uno de tus compañeros tiene la fastidiosa costumbre de rascarse o bien desafina al cantar; el otro se lo echa todo por encima cuando come, y le huele el aliento. Y ahí los tienes, sentados a cada lado tuyo. Para siempre. —El hermano Adam se detuvo y sonrió al novicio—. Ésa es la vida monástica —concluyó afable.

—Pero los monjes viven para Dios —protestó el novicio.

—Y también son seres humanos vulgares y corrientes, ni más ni menos. Es por eso —añadió el hermano Adam suavizando el tono— por lo que necesitamos la gracia de Dios.

—Supuse que me iba a ofrecer una plática más amable —dijo el novicio con sinceridad.

—Lo sé.

El novicio guardó silencio. Tenía veinte años.

—Las cualidades más importantes de un monje —prosiguió el hermano Adam—, son la tolerancia y un buen sentido del humor. —El monje observó con atención al joven novicio—. Pero ambas cualidades son dones de Dios —añadió para consolarlo.

La última parte de esta conversación había sido observada con discreción. El abad había pensado en reunirse con ellos, pues le complacía la compañía del hermano Adam; y se había sentido irritado cuando, al salir de su despacho, había aparecido de pronto el prior, que no se había despegado de su lado. Pero era preciso observar los modales de cortesía. Mientras el prior seguía murmurando junto a él, el abad lo miraba de vez en cuando con expresión solemne.

John de Grockleton había sido nombrado prior hacía un año. Al igual que la mayoría de sus colegas, no iba a ninguna parte.

El cargo de prior en un monasterio no deja de tener cierto prestigio. A fin de cuentas, es el monje que el abad ha elegido como delegado. Pero eso es todo. En ausencia del abad quien manda es el prior, aunque sólo en lo referente a los asuntos cotidianos. Todas las decisiones importantes, incluso la asignación de las tareas de los monjes, quedan pendientes hasta el regreso del abad. El prior es el caballo de carga; el abad, el jefe. Los abades tienen carisma; sus delegados, no. Los abades resuelven problemas; los priores informan acerca de ellos. Un prior rara vez pasa a ser un abad.

John de Grockleton: propiamente dicho, era el hermano John, pero de algún modo siempre se le añadía su nombre original, Grockleton. ¿Dónde diablos estaba situado Grockleton? El abad no lo recordaba. En el norte, con toda probabilidad. En realidad le tenía sin cuidado. El prior John de Grockleton no era un hombre agraciado. De joven debió de ser alto, antes de que la curva de su espalda le hiciera encorvarse. Su pelo negro y ralo había sido hacía años espeso. Pero, pese a esos defectos, el prior conservaba todavía una gran vitalidad. Él me enterrará a mí, pensó el abad.

Pero ¡esas manos! Al abad se le antojaban unas garras. Trató de corregirse: no, eran manos. Quizás un tanto huesudas, algo deformes. Pero no peor que cualquier otro par de manos pertenecientes a una criatura de Dios. Salvo que parecían garras.

—Celebro comprobar que nuestro joven novicio busca el consejo del hermano Adam —comentó al prior—. Beatus vir, qui non sequitur… —Salmo uno: «Dichoso el hombre que no sigue el consejo del impío…» Versículo uno.

Sed in lege Domine… —murmuró el prior. «Sino que en la ley divina se complace.» Versículo dos.

Esta referencia a los salmos era muy natural en el curso de una conversación corriente. Lo hacían incluso los hermanos legos, que asistían a menos oficios religiosos. Pues en los constantes oficios monásticos celebrados en la iglesia que marcaban la vida cotidiana de los monjes, desde los maitines hasta las vísperas pasando por las completas, así como el oficio nocturno para el cual los despertaban pasada la media noche, eran los salmos lo que cantaban los hermanos, por supuesto en latín. En una semana solían entonar los ciento cincuenta salmos.

Toda la vida humana se contenía en los salmos. Existía una frase apta para cada ocasión. Al igual que los humildes aldeanos conversaban a menudo a través de dichos y proverbios locales, era natural que los monjes se expresaran por medio de los salmos. Eran las palabras que oían continuamente.

—Sí. La ley de Dios. —El abad asintió con la cabeza—. El hermano ha cursado estudios, desde luego. En Oxford. —La suya no era una orden de intelectuales, pero hacía una docena de años se había promovido una iniciativa para enviar a algunos de los monjes más inteligentes a Oxford. El hermano Adam había ido en representación de Beaulieu.

—Oxford —dijo John de Grockleton con desdén. Aunque al abad le gustara ese lugar, a él no le convencía. Se sabía los salmos de memoria; eso bastaba. Las personas como el hermano Adam solían creerse superiores al resto de los mortales. Pero aunque los monjes que estudiaban en Oxford se alojaban en unas dependencias alejadas de la propia ciudad universitaria, no dejaban de compartir la corrupción mundana que imperaba en ese lugar. No eran mejores que él, sino peores.

—Un día, cuando yo haya desaparecido —comentó el abad—, el hermano Adam sería un buen abad, ¿no cree? —El abad miró al prior como esperando que asintiera.

—Para entonces yo ya estaré criando malvas —replicó Grockleton con aspereza.

—Tonterías, mi querido hermano John —dijo el abad con tono jovial—. Usted nos enterrará a todos.

¿Por qué atormentaba de esa forma al prior? El abad emitió un suspiro para sus adentros y se impuso una penitencia. Es la empecinada negativa de ese hombre a reconocer sus limitaciones lo que me saca de quicio, pensó el abad, y encima hace que me sienta culpable de crueldad.

Estas reflexiones quedaron interrumpidas de golpe por unos gritos procedentes de la barbacana. Al cabo de unos momentos apareció un hombre que se dirigió corriendo hacia ellos, seguido por varios monjes con aspecto angustiado.

—¡Acompáñenos, padre abad! ¡Apresúrese! —exclamó el hombre resollando.

—¿Adónde, hijo mío?

—A la granja de Sowley. Ha habido un asesinato.

Nadie le había seguido. Luke se detuvo a descansar junto a unas matas de aulaga, sin saber qué hacer. A un kilómetro, en el páramo, uno de los pastores de la abadía atendía a su rebaño de ovejas, pero el pastor no había reparado en él.

¿Por qué lo había hecho? Dios sabe que no había querido hacerlo. No habría ocurrido de no haber aparecido el hermano Matthew. Pero eso no era una disculpa. Máxime cuando había sido precisamente el hermano Matthew —Luke hizo una mueca de disgusto al pensar en el pobre hermano Matthew tendido en el charco de sangre— quien le había encargado a él, un humilde hermano lego, que se ocupara de la granja en su ausencia.

Los cistercienses no eran distintos de otros monjes. Prácticamente, todas las órdenes monásticas se basaban en la regla de san Benito. Y el modelo de san Benito era claro: los monjes debían llevar una vida comunitaria de oración constante combinada con trabajos físicos; y debían hacer los votos de vivir pobremente, castamente y obedientemente. No les costaba demasiado observar los votos de obediencia y castidad. Pero el de pobreza siempre era un problema. Por más humildes que fueran sus comienzos, los monasterios siempre terminaban atesorando una gran fortuna. Sus iglesias eran imponentes, la vida de los monjes regalada. Había habido un gran número de reformas. La más célebre era la gigantesca orden francesa centrada en Cluny; pero hasta los cluniacenses habían seguido el mismo camino y su abadía había sido ocupada por una nueva orden, que se había extendido desde su casa matriz en Citeaux, Borgoña: los cistercienses.

Eran inconfundibles. Conocidos como los monjes blancos, debido a que llevaban unos hábitos de lana tosca sin teñir, los cistercienses evitaban el mundo pecaminoso eligiendo lugares remotos y desolados para erigir sus monasterios. Los monjes, que regentaban unas granjas a menudo muy alejadas del monasterio, se habían especializado en la cría de ganado lanar. Los monjes de Beaulieu criaban miles de ovejas, que pastaban no sólo en el Gran Recinto sino también en el Forest, donde les habían concedido derechos de pastura. Y con el fin de poder dedicar la mayor parte de su tiempo a la oración contaban con una categoría subsidiaria de monjes inferiores —los hermanos legos—, que tomaban los votos monásticos y asistían a algunos oficios, pero cuya principal ocupación consistía en atender a las ovejas y trabajar los campos. Por lo general eran unos jóvenes rústicos, de la localidad, que por diversos motivos se sentían atraídos por el ambiente religioso del monasterio o la seguridad que les ofrecía. Eran hombres como Luke.

Habían acudido la noche anterior. Eran ocho. Con arcos y mastines. Entre ellos estaba Roger Martell, un joven y rebelde aristócrata, y cuatro amigos suyos; pero los tres restantes eran hombres de la localidad, unos tipos humildes como él. Uno de ellos era pariente suyo, Will atte Wood. Luke suspiró. El problema en el Forest era que todo el mundo era primo tuyo.

¡Ojalá no hubiera estado a cargo de la granja! El hermano Matthew le había hecho un favor, por supuesto. La granja de Sowley era un lugar importante. Aparte de animales y tierras de cultivo, los monjes poseían allí un inmenso estanque poblado de peces. En Througham, una población cercana, había un parque de ciervos que pertenecía también a la abadía.

El hermano Matthew sabía que Luke no le caía bien al prior. Al ponerlo a cargo de la granja había dado a Luke la oportunidad de demostrar al prior que era de fiar. Pero cuando se presentaron el joven Martell y sus amigos, exigiendo que les diera hospedaje aquella noche, no había sido fácil para un hombre sencillo como Luke negarse a su petición.

Él sabía que habían practicado la caza furtiva, por supuesto. Incluso llevaban un ciervo consigo. Era un delito grave. El rey ya no exigía la vida del reo o que le amputaran una mano por haber matado a uno de sus preciados ciervos, pero las multas eran muy elevadas. Si Luke les daba hospedaje se convertía en cómplice de un delito. ¿Por qué lo había hecho? ¿Porque le habían amenazado? Ciertamente, Martell le había maldecido y le había dirigido una mirada que había hecho que se le helara la sangre. Pero en su fuero interno, Luke sabía que lo había hecho porque Will le había dado un codazo amistoso al tiempo que murmuraba:

—Vamos, Luke, les he dicho que eras mi primo. No querrás dejarme en ridículo, ¿verdad?

Se habían comido todo el pan y un queso entero. La cerveza les había parecido detestable. La mejor cerveza y el mejor vino para los huéspedes se hallaban en la abadía, no en una humilde granja. Los jóvenes habían partido por la mañana.

Aparte de él, en la granja había media docena de hermanos legos y otros tantos peones. Pero no era necesario decir nada. Todos lo habían comprendido. Nadie diría una palabra sobre aquella visita clandestina.

—¿Cómo vamos a ocultar la desaparición del queso y la cerveza? —se había aventurado a preguntar uno de los hermanos legos.

—Abriremos un poco el grifo del barril, dejaremos que se vierta un poco de cerveza en el suelo y no diremos nada. Cuando alguien repare en ello supondrá que el grifo gotea. En cuanto al queso, diré que alguien lo robó.

Quizás hubiera dado resultado de no haber sido el hermano Matthew tan perspicaz y de no haber decidido pasarse por la granja dos días después de su última visita. Tras presentarse poco después del mediodía, se había afanado en inspeccionar las dependencias y al percatarse de que el barril de cerveza goteaba había llamado de inmediato a Luke.

—Debe de estar goteando desde ayer —empezó a decir Luke, pero el otro no le había dejado continuar.

—Tonterías. El barril estaba lleno. El grifo goteaba un poco. En cualquier caso, cuando me marché lo dejé bien cerrado. Alguien se ha bebido la cerveza. —El hermano Matthew echó una ojeada a su alrededor—. Falta un queso.

—Alguien ha debido robarlo.

Era inútil. A Luke no se le daban bien las mentiras y el hermano Matthew lo había pillado por sorpresa. El monje lo miró con severidad. Quién sabe qué absurda historia le habría endilgado Luke de no haber sonado, justamente en aquellos instantes, unos furiosos golpes en la puerta.

Era Martell, que saludó a los hermanos legos con una inclinación de cabeza.

—Fiemos regresado porque necesitamos de nuevo tu ayuda, Luke. —Acto seguido, volviéndose hacia el hermano Matthew, en quien no se había dignado reparar, preguntó con desdén—: ¿Quién demonios eres tú?

Luke sepultó la cara entre las manos al recordar el resto de la escena: la furia del hermano Matthew; su propia humillación; la enérgica orden a los cazadores furtivos de que se marcharan y la arrogante negativa de éstos. Luego…

Si el hermano Matthew no hubiera perdido los estribos… En primer lugar había acusado a Luke de estar confabulado con aquellos delincuentes. Era lógico que lo pensara. Le amenazó con contárselo al prior y hacer que éste le expulsara del monasterio. Delante de los otros hermanos legos, que fueron testigos del hecho. El hermano Matthew y él salieron para encararse con los cazadores furtivos. Entonces el hermano Matthew ordenó a los otros que les impidieran la entrada. Martell tuvo el descaro de introducir el pie por la puerta y el monje perdió los estribos. Al ver un bastón apoyado en la pared, lo tomó y se volvió apresuradamente.

Luke no pretendía herir al hermano Matthew. Al contrario, sólo quería protegerlo. Si el monje golpeaba a Martell, se exponía a que el joven aristócrata lo matara. No había tiempo de pensar en otras consideraciones. Junto al bastón había una pala, un recio instrumento de madera con el borde de metal. Luke se apoderó de ella y la alzó en el preciso momento en que el hermano Matthew se disponía agredir a Martell.

El golpe fue tremendo. El bastón se partió en dos y la hoja de la pala atravesó la cabeza del monje con un ruido espantoso. A continuación, se desató el caos. Los otros hermanos legos se precipitaron sobre él para reducirlo, Martell y Will la emprendieron contra los hermanos legos, y él, aprovechando el barullo, soltó la pala y salió huyendo.

Una cosa era segura. Por más que tratara de explicar lo sucedido, le achacarían la culpa a él. Él había franqueado la entrada a los cazadores furtivos; él había golpeado al hermano Matthew; el prior le odiaba. Si quería salvar la vida, tenía que huir, o cuando menos ocultarse. No tardarían en salir en su busca.

Luke no sabía adónde ir.

Mary se detuvo mientras fregaba el cacharro el tiempo suficiente para menear la cabeza.

Básicamente, el problema era muy sencillo. Al menos, eso creía ella. El problema era el poni.

John Pride afirmaba que era suyo. Y Tom Furzey decía que no lo era. Ése era el problema. Podían decirse otras cosas al respecto. Al cabo de una semana, muchas personas habían dicho muchas cosas. Pero eso no alteraba la situación: Pride afirmaba que el poni era suyo y Furzey decía que no.

Un observador imparcial habría sostenido que cabía una duda razonable. El poni forzosamente había sido parido por una yegua del Forest. En tanto que el potrillo permaneciera junto a su madre, no había problema; pero si la madre moría o el potrillo se extraviaba —cosa que podía suceder— uno podía encontrarse a un potrillo vagando por el bosque y no saber quién era su dueño. Eso era lo que había ocurrido en este caso. Pride había hallado al potrillo. Al menos, eso decía él. Uno era libre de dudar de su palabra.

Era un bonito animal. Lo cual complicaba las cosas. Aunque era un típico poni de New Forest —de baja estatura, fornido y con el cuello recio— su cara poseía unos rasgos nobles, casi delicados, y se movía de forma airosa. El pelo del poni presentaba un color castaño sin manchas, y la crin y la cola un tono más oscuro.

—Es el poni más bonito que he visto —le había dicho su hermano a Mary, y ella no le había llevado la contraria.

Mary y John Pride se llevaban un año. Habían jugado juntos durante toda su infancia. Morenos, agraciados, esbeltos, de carácter libre e independiente, nadie podía rivalizar con ellos cuando echaban una carrera a través del Forest. Sólo aminoraban el paso para dejar que los alcanzara su hermano menor, un chico que siempre parecía estar en las nubes. John había manifestado su desprecio cuando Mary se había casado con Tom Furzey. Tom, un hombre rechoncho, con la cara redonda y el pelo rizado de color castaño, daba la impresión de ser un botarate. Pero lo conocían desde pequeños; todos vivían en Oakley. Nadie le tomaba muy en serio. En realidad, el matrimonio de Mary no era sino una extensión de la familia.

Ella siempre se había sentido satisfecha. Después de cinco gestaciones, con tres robustos hijos de corta edad, Mary había engordado un poco; pero sus ojos de color azul oscuro seguían siendo tan cautivadores como siempre. Si su rechoncho marido se mostraba en ocasiones quisquilloso e invariablemente aburrido, ¿qué importaba eso cuando vivías con toda tu familia en el Forest?

Hasta que ocurrió lo del poni. Hacía tres semanas que John Pride y Tom Furzey habían dejado de hablarse. Y el caso no les incumbía a ellos solos. Un asunto así no podía despacharse a la ligera. Se habían dicho y repetido demasiadas cosas. Ninguno de los Pride —que eran muchos— se hablaba con ninguno de los Furzey —que no eran menos numerosos— en el Forest. Dios sabe cuánto tiempo se prolongaría esta situación. El poni se hallaba en el establo de John Pride. No podía llevarlo a pastar al Forest porque se exponía a que uno de los Furzey se lo birlara. De modo que el animalito permanecía encerrado en el establo, como un caballero a la espera de que pagaran un rescate por él, mientras todo el Forest hacía cábalas sobre el desenlace del asunto.

Pero por lo que respectaba a Mary el verdadero problema residía en casa.

Su marido no le permitía ver a su hermano. John vivía a menos de medio kilómetro, en la misma aldea, pero ésta se había convertido en territorio prohibido. Al cabo de unos días de haber estallado la disputa, Mary se había dirigido allí sin darle mayor importancia. Cuando su hosco marido había regresado a casa, los vecinos se habían apresurado a contárselo. Y a él no le había gustado una pizca. Se lo había explicado a Mary con toda claridad: a partir de aquel día no podía hablar con John en tanto que éste mantuviera al poni encerrado en su establo.

Pero ¿qué podía hacer ella? Tom Furzey era su marido. Aunque prescindiera de lo que le había ordenado y fuera a ver a John de tapadillo, la hermana de Tom vivía en una casa situada entre ambos y en cuanto la viera no dudaría en correr a contárselo a Tom. Entonces se produciría otro altercado entre ella y su marido, que los niños presenciarían. No merecía la pena exponerse. Por consiguiente, Mary se había abstenido de ir a ver a John y él, como es lógico, no podía ir a casa de ella.

Mary salió de la casa. El aire de la tarde otoñal aún era tibio. Mary alzó la vista y miró con tristeza el firmamento. Tenía un aspecto metálico, amenazador. Nunca había vivido sola con su marido.

En esto, mientras contemplaba el bosque cercano a su casa oyó un silbido entre los árboles. Mary frunció el ceño. El sonido se repitió. Mary se dirigió hacia el lugar del que procedía y quedó estupefacta cuando, al cabo de unos momentos, vio salir una figura que conocía de detrás de un árbol.

Era su hermano menor Luke, de la abadía de Beaulieu. Y parecía asustado.

En un primer momento, el hermano Adam no reparó en la mujer, cuya silueta apenas se distinguía en la espesa bruma matutina. Además, tenía otras cosas más graves en que pensar.

Los acontecimientos del día anterior habían conmocionado a toda la comunidad. Cuando los monjes asistieron a las vísperas todos estaban enterados de lo ocurrido. No era frecuente que los monjes sintieran deseos de conversar. Los cistercienses, aunque no era una orden silenciosa, restringían las horas en que la conversación estaba permitida, pero el tiempo se expande en los largos silencios de un monasterio y no se tiene una sensación de urgencia: un día es tan bueno como otro para comentar una noticia. Sin embargo, aquel día, al anochecer, todos ardían en deseos de hablar.

El hermano Adam sabía que convenía reprimir ese exaltado parloteo: no sólo constituía una distracción, sino un obstáculo entre uno mismo y Dios que excluía al Espíritu Santo. Era preferible escuchar a Dios en silencio, contemplarlo en la oscuridad. Por tanto, se alegró cuando, después del oficio nocturno de las completas, se impuso el summum, silencium, la regla de silencio absoluto, hasta la hora del desayuno.

La noche era un momento especial para el hermano Adam. Siempre le aportaba paz. De vez en cuando se lamentaba de las cosas a las que había renunciado al abrazar la vida religiosa, o ansiaba frecuentar a intelectuales tan estimulantes como los que había conocido en Oxford. Y como es lógico, en ocasiones maldecía la campana que tañía en plena noche, cuando uno se calzaba unas pantuflas de fieltro y bajaba los fríos peldaños de piedra para dirigirse a la sombría iglesia de la abadía. Pero incluso en esas ocasiones, cuando cantaba los salmos a la luz de las velas, sabiendo que fuera de aquellas cuatro paredes el inmenso universo estrellado observaba como un solícito centinela el monasterio, Adam creía sentir la presencia palpable de Dios. La vida de constante oración, según pensaba, erigiría un muro protector tan sólido como el de cualquier claustro, creando un espacio desierto y apacible dentro de uno mismo en el cual recibir la silenciosa voz del universo. Así, durante muchos años, el hermano Adam había vivido dentro de sus muros de oración, sintiendo la presencia de Dios por las noches.

Las mañanas le habían resultado especialmente gratas de un tiempo a esta parte. Hacía unos meses, al sentir la necesidad de entregarse unos días a la contemplación, había pedido al abad que le asignara durante un tiempo unas tareas que requirieran poco esfuerzo, petición que le había sido concedida. Después del oficio de prima, al amanecer, y del desayuno, que los monjes del coro tomaban en su frater y los hermanos legos en su domus, el hermano Adam salía a dar un paseo.

Esta mañana había sido deliciosa. Sobre el río se cernía una neblina otoñal. En la otra orilla, las hojas de los robles presentaban una tonalidad dorada. Los cisnes parecían cobrar forma en la neblina, como engendrados milagrosamente por la superficie del agua. El hermano Adam se sentía aún a su regreso tan cautivado por esta imagen de la creación de Dios, que apenas había reparado en la mujer hasta casi toparse con el grupo de menesterosos que aguardaban recibir sus limosnas cotidianas junto a la verja de la abadía.

Era una mujer de aspecto agradable: de rostro ancho, con los ojos azules, celta, probablemente inteligente, según dedujo el hermano Adam, en suma, una típica habitante del Forest. ¿La había visto antes? La mujer parecía desear hablar con alguien, aunque observaba al hermano Adam con recelo. Poseía unos ojos hermosos.

—¿Qué deseas, hija mía?

—¡Ay, hermano! Dicen que el hermano Matthew ha sido asesinado. Mi marido trabaja para la abadía durante la cosecha. El hermano Matthew siempre se portó muy bien nosotros. Mi marido y yo nos preguntábamos… —La mujer se detuvo, mirándole angustiada.

El hermano Adam arrugó el ceño. Seguramente a estas horas todo el Forest estaba enterado de lo que había ocurrido ayer. Además de los hermanos legos, la abadía daba trabajo temporal a muchas gentes del Forest. Sin duda, éstas sentían gran aprecio por el bondadoso hermano Matthew. El gesto de preocupación del hermano Adam había sido provocado por el recuerdo del incidente que no cesaba de atormentarlo. Era un egoísta. El hermano Adam sonrió.

—El hermano Matthew vive, hija mía. —El primer informe sobre el incidente, como de costumbre, era confuso. El hermano Matthew había recibido un golpe que podía haber sido mortal y había perdido mucha sangre, pero gracias a Dios estaba vivo e incluso había tomado un poco de caldo en la enfermería del monasterio.

El alivio de la mujer era tan palpable que el hermano Adam se sintió conmovido. Era una bendición que esta campesina apreciara tanto al monje.

—¿Qué les harán a los culpables?

Ajá. El hermano Adam comprendió la intención de la pregunta. Los monasterios tenían fama de proteger a sus ocupantes de la justicia, lo cual irritaba a la gente. Pues bien, él mismo se encargaría de tranquilizar a la campesina a este respecto.

El abad estaba furioso. Hacía unos quince años se había producido un incidente parecido: una numerosa partida de cazadores furtivos; la fundada sospecha de que los hermanos legos de una de las granjas estaban implicados en el asunto… Eso, unido al informe desfavorable sobre Luke que le había entregado el prior, había sido la gota que colmó el vaso.

—El hermano lego que lo golpeó no recibirá protección alguna de la abadía —aseguró el hermano Adam a la mujer—. Será juzgado por los tribunales del Forest.

La campesina asintió con la cabeza.

—¿Cree usted que pudo haber sido un accidente? —preguntó con expresión pensativa—. Si el hermano lego se arrepiente, puede que los jueces se muestren misericordiosos con él.

—Hace bien en mostrarse cauta a la hora de juzgar los hechos —observó el hermano Adam—. La misericordia es una gracia de Dios. —Qué buena mujer era esa campesina. Temía por el monje, aunque al mismo tiempo juzgaba con benevolencia a su agresor—. Pero todos debemos aceptar un castigo justo por nuestras faltas. —El hermano Adam se había puesto serio—. ¿Sabe que el culpable ha huido? —La mujer hizo un gesto vago, como denegando con la cabeza—. Pero lo atraparán. —Aquella mañana, el abad había informado del hecho al alguacil del Forest—. Tengo entendido que llevarán consigo a los mastines.

Tras despedirse de la mujer con una cortés inclinación de la cabeza, el hermano Adam se alejó. Y la pobre Mary, con el corazón a punto de saltársele del pecho, atravesó el páramo a la carrera hasta regresar al lugar donde, la noche anterior, había ocultado a su hermano Luke.

Tom Furzey crispó los puños. No tardarían en recibir su merecido. Ya le parecía ver los mastines a lo lejos. No era un mal hombre. Pero de un tiempo a esta parte le habían ocurrido cosas malas. A veces se sentía tan confundido, que no sabía qué pensar.

Los Pride siempre le habían tomado por idiota. Él lo sabía. Pero antes reinaba entre ellos un ambiente afable y amistoso. Todos pertenecían al Forest: todos estaban emparentados, por así decir. Pero el asunto del poni… Eso no se lo esperaba. Si John Pride era capaz de apoderarse sin pestañear de un poni que había parido su yegua, la yegua de Tom Furzey, ¿qué clase de cuñado era? «Ese hombre me desprecia —pensó Tom—, ahora estoy seguro de ello.»

Era curioso. El primer día Tom no daba crédito a lo sucedido, incluso con el potrillo encerrado en el establo de Pride, ante sus propios ojos. Luego, al encararse con Pride, éste se había mofado de él.

Entonces Tom le había tachado de ladrón. Delante de los otros. Y había insistido en que lo era. A partir de allí, la situación se había ido complicando cada vez más.

Pero Mary: eso era otra cuestión. El primer día, cuando ella había averiguado lo ocurrido entre él y su hermano, había ido a casa de Pride como si tal cosa, tan dicharachera y amable como de costumbre.

—¿No le dijiste que nos devolviera el poni? —había rezongado Tom.

Pero ella le había mirado perpleja. Ni siquiera se le había ocurrido.

—¿De qué lado estás? —había gritado él.

Lo cierto era que, al cabo de tantos años de matrimonio, ella no se había parado nunca a pensar en él. Ésa era la trágica verdad. Pobre Tom, un marido útil para Mary: esto es lo único que soy para los Pride, se dijo él.

Pero al margen de lo que pensara sobre él, ella le debía un respeto por ser el cabeza de familia. ¿Qué ejemplo daría a sus hijos si dejaba que todo el Forest viera la nula consideración que le tenía? Tom no estaba dispuesto a permitir que ella le dejara en ridículo. Se había mostrado firme; le había prohibido ir a casa de John Pride. ¿Acaso no tenía razón? Su hermana le había asegurado que tenía todo el derecho de hacerlo. Al igual que muchas otras personas. No todo el mundo estimaba a los Pride y sus aires de superioridad.

Pero no había sido fácil para él observar cómo su mujer se mostraba cada día más fría con él.

Pues bien, los Pride iban a recibir hoy su merecido. A partir de ahí… Tom no estaba seguro qué ocurriría. Pero algo tenía que ocurrir.

En su mente bullían esos pensamientos cuando de pronto divisó, aproximadamente a un kilómetro de distancia, a Puckle montado en un poni del Forest. Parecía arrastrar algo tras él.

Eran diez jinetes. Los mastines estaban muy excitados. El prior les había dado a oler el camastro del hermano Luke y los perros venían siguiendo su rastro desde la granja. El administrador del Forest encabezaba la partida. Dos de los otros jinetes eran caballeros guardabosques, otros dos unos guardabosques subalternos y el resto sirvientes.

Desde de que fuera acotado, New Forest había estado dividido en unas áreas administrativas llamadas jurisdicciones, cada una de las cuales estaba a cargo de un guardabosque, por lo general perteneciente a la aristocracia rural. En el lado occidental se hallaban las jurisdicciones de Godshill, Linwood y Burley. Al oeste de la región central había un inmenso terreno denominado Battramsley. Recientemente, sin embargo, la jurisdicción de mayor tamaño, la jurisdicción central real de Lyndhurst, que se prolongaba a través del páramo hasta Beaulieu, había sido subdividida y la aldea de Oakley, donde vivían los Pride y los Furzey, se hallaba en la parte meridional. Todas las jurisdicciones estaban controladas por el alguacil del bosque, amigo del rey, cuyo administrador había ocupado hoy su lugar en el Forest.

Al llegar a la aldea quedaron atónitos al ver a Tom Furzey plantado ante ellos, agitando los brazos al tiempo que gritaba:

—¡Yo sé dónde está!

Los jinetes se detuvieron. El administrador le lanzó una mirada severa.

—¿Lo has visto?

—No era necesario. Sé dónde se encuentra.

El administrador arrugó el ceño. Luego miró al joven rubio y bien parecido que cabalgaba a su lado.

—¿Alban?

Philip Alban era un joven caballero con suerte. Hacía dos siglos, su antepasado Alban, hijo de Adela la normanda y Edgar, su esposo sajón, no había logrado mantener su posición en la sociedad, cada vez más afrancesada, de la Inglaterra de los Plantagenet; pero sus descendientes, que habían tomado su nombre a lo largo de varias generaciones, habían ocupado el cargo de guardabosques subalternos en varias jurisdicciones y, en recompensa por este prolongado servicio y debido al hecho de haberse casado con una joven de familia adinerada, el joven Philip Alban había sido ascendido a guardabosques de la nueva jurisdicción creada en el sur. Nadie conocía el Forest y sus habitantes tan bien como él.

—¿Dónde está, Tom? —le preguntó Alban con tono afable.

—En casa de John Pride, naturalmente —replicó Tom y, sin añadir otra palabra, dio media vuelta y los condujo hacia ella.

—El fugitivo y John Pride son hermanos —explicó Alban. Y puesto que los mastines se dirigían en esa dirección, el administrador asintió bruscamente y siguieron a Tom.

Pride se había ausentado, pero su familia estaba en casa. Permanecieron de pie en silencio mientras dos de los hombres registraban la casa sin resultado. En el resto de la pequeña alquería tampoco hallaron nada.

—¡Mirad ahí! —les exhortó Furzey gesticulando como un loco para indicar el establo.

Estaba tan excitado que esta vez todos los hombres que componían la partida, el administrador inclusive, se metieron en el atestado establo. Pero al cabo de unos momentos comprobaron que allí no había nadie agazapado.

Tom parecía desalentado, pero no estaba dispuesto a rendirse.

—Estaba ahí —insistió. Luego, al ver la expresión de incredulidad de los otros, soltó—: ¿Dónde creéis que se encuentra en estos momentos John Pride? ¡Mofándose de vosotros! ¡Ha ido a ocultar a su hermano para que no deis con él! —Los hombres empezaron a salir del establo—. ¡Mirad ese poni! —gritó Tom para detenerlos—. ¿Qué vais a hacer sobre este asunto? —El potrillo estaba atado en un rincón, observándolo y pestañeando de miedo—. ¡Ese poni es robado! ¡Pride me lo robó a mí!

Los hombres salieron. El plan de Tom se estaba yendo a pique. Se había convencido a sí mismo de que iban a encontrar a Luke, a llevarse a John Pride encadenado y restituirle a él el poni.

—¡No lo entendéis! —gritó Tom corriendo tras ellos—. ¡Todos los Pride son iguales! ¡Unos delincuentes!

Dos de los hombres se echaron a reír.

—¿Eso incluye a tu esposa, Tom? —preguntó uno de ellos.

Hasta Alban tuvo que reprimir una sonrisa. Luego se apresuró a explicar al administrador, que le miró de forma inquisitiva, que la esposa de Tom también tenía un hermano fugitivo.

—¡Válgame Dios! —exclamó el administrador irritado—. ¡Un asunto muy típico del Forest! —Luego, volviéndose hacia Tom, le espetó—: ¿Quién diablos me dice a mí que no lo ocultas tú? ¡Probablemente eres el mayor delincuente de esa pandilla! ¿Dónde vive ese hombre? —Cuando se lo dijeron, el administrador les ordenó—: ¡Registrad de inmediato su casa!

—Pero… —Tom no daba crédito al extraño giro que había dado la situación—. ¿Y mi poni? —gimió.

—¡Al cuerno con tu maldito poni! —bramó el administrador espoleando a su caballo y partiendo hacia la casa de Tom.

Allí tampoco encontraron nada. Mary se había asegurado de ello. Pero al cabo de unos minutos, los mastines percibieron el olor de Luke entre los árboles del bosque cercano y siguieron su rastro durante varios kilómetros.

Al cabo de un rato, el camino que habían tomado comenzó a serpentear de forma muy curiosa hasta desembocar en un gigantesco círculo en torno a Lyndhurst, donde, por así decir, se prolongaba de forma indefinida.

Nadie había visto, hacía tan sólo unas horas, la solitaria figura de Puckle montado en su poni, arrastrando el bulto con la ropa de Luke que le había entregado Mary.

—Esto es una maldita pérdida de tiempo —comentó el administrador a Alban—. Supongo que ese idiota acertó en lo que dijo esta mañana. Lo han ocultado los Pride.

—Es posible —respondió Alban sonriendo—. Pero nadie puede permanecer oculto en el Forest para siempre.

Cuando recibió la orden de presentarse ante el abad, una mañana de noviembre, el hermano Adam estaba preparado. Había hecho lo que el abad le había pedido que hiciera hacía un mes y había llegado a ciertas conclusiones. Paradójicamente, dado el carácter mundano y político del asunto, había comprobado que su largo período de meditación y estudio personal le había proporcionado fuerza y certidumbre. Su espíritu estaba en paz.

En la abadía, pensó el hermano Adam con satisfacción, también reinaba la paz. Octubre había transcurrido sin novedad. Las aves migratorias habían puesto rumbo al sur a través del mar. Luego habían aparecido las nubes grises de noviembre, como las velas de un viejo barco, que se habían deslizado a través del firmamento; las hojas amarillentas de los robles habían caído junto a la margen del río y nada había alterado el silencio de la abadía. Por San Martín, en noviembre, los guardas mayores del bosque real, que constituían el tribunal inferior del Forest, o tribunal de embargos, habían remitido el incidente ocurrido en la granja al tribunal superior, que se reuniría cuando les placiera a los ilustres jueces del rey, con motivo de su visita al Forest la próxima primavera. El joven Martell y sus amigos habían tenido la sensatez de entregarse a los sheriffs de sus condados, quienes los conducirían ante los jueces en primavera. Aún no habían hallado el paradero de Luke, el hermano lego. El bondadoso hermano Matthew había manifestado su deseo de perdonarlo, pero el abad se había mostrado firme.

—La justicia debe seguir su curso, en aras de nuestro buen nombre.

Mientras se encaminaba hacia las dependencias del abad, el hermano Adam contempló satisfecho la escena que le rodeaba. La sosegada actividad del monasterio, acentuada por el tañido de la campana que llamaba a los monjes cada tres horas, aproximadamente, para que acudieran a rezar, era incesante. Había talleres donde tejían y confeccionaban paños, y el batán enfurtidor junto al río, donde limpiaban el gigantesco esquileo de la propiedad. Las pieles del ganado lanar y vacuno generaban numerosos departamentos: una curtiduría, instalada fuera del recinto de la abadía debido al hedor que exhalaba; una peletería en la que confeccionaban capuchas y mantas de cuero; un zapatero, el cual andaba siempre muy atareado puesto que todos los monjes y hermanos legos precisaban dos pares de botas o zapatos al año. Junto a los claustros se encontraba el departamento de pergaminos y encuadernación. Había un molino de harina, una panadería, una cervecería, dos establos, una porqueriza y un matadero. Con su forja, su carpintero, su candelero, sus dos enfermerías y un hospicio que ofrecía alojamiento a los visitantes, la abadía se asemejaba a una pequeña población amurallada. O quizá, con sus libros y oficios en latín, y los hábitos de los monjes parecidos a la vestimenta de los romanos de hacía mil años, se asemejaba a una gigantesca villa romana.

Nada se desperdicia aquí, pensó Adam; todo era utilizado. Entre los edificios, por ejemplo, la tierra estaba dispuesta en unos cuadros de hortalizas y hierbas. Las frutas crecían sobre unas espalderas junto a resguardados muros; la uva en las vides. Había madreselva para las abejas cuyos panales, distribuidos a través del recinto, proporcionaban miel y cera.

—Nosotros somos industriosos como las abejas —había comentado un día en broma a un caballero que había ido a visitar la abadía—. Pero a la única reina que servimos es la reina de los cielos. —El hermano Adam se había sentido bastante satisfecho de esta jactancia, aunque más tarde se reprochó el haber sucumbido tan fácilmente al pecado de vanidad.

Ante todo, la abadía era autosuficiente.

—Toda la naturaleza —le complacía señalar— fluye a través de esta abadía. Todo está equilibrado, todo está completo. El monasterio puede resistir, al igual que la propia naturaleza, hasta el fin de los días.

Era una máquina perfecta para contemplar la prodigiosa creación de Dios.

Y fue meditando precisamente sobre esta verdad que el hermano Adam entró en el despacho del abad, tomó asiento junto al prior y mantuvo la vista al frente al tiempo que el abad se volvió hacia él y le soltó a bocajarro:

—Adam, ¿qué vamos a hacer sobre esas dichosas iglesias?

Curiosamente, si existía algo que provocaba problemas y conflictos a un monasterio, era, ante todo, la posesión de una iglesia parroquial. Era un dato que se había constatado a través de los siglos.

¿Cómo era posible? ¿No era una iglesia en virtud de su misma naturaleza un remanso de paz? En teoría, sí. Pero en la práctica, las iglesias tenían vicarios, parroquianos y caballeros de la localidad; y todos discutían sobre el mismo tema: el dinero.

El diezmo, por lo general una décima parte del producto de la parroquia era pagado por la parroquia con el fin de mantener a la iglesia y a su sacerdote. Pero si la iglesia era propiedad de un monasterio, era el monasterio el que cobraba el diezmo y pagaba al vicario. Eso se traducía con frecuencia en una disputa con el vicario. Peor aún, si un monasterio cisterciense poseía tierras en una parroquia por lo general se negaba a pagar el diezmo, una antigua exención que se concedía a la orden cuando se trataba de terrenos incultos que había que desbrozar para plantar pastos para sus ovejas, pero que era injusto cuando la orden se apoderaba de terrenos productivos ya existentes. Esto enfurecía al vicario, al caballero de la localidad y a los parroquianos, y a menudo desembocaba en un pleito.

Era el riesgo de una disputa de esta naturaleza lo que había inducido al abad a pedir al hermano Adam que examinara todo el registro de cédulas, títulos y privilegios e hiciera alguna recomendación. La iglesia de marras se hallaba a ciento cincuenta kilómetros, más lejos que la pequeña casa filial que tenía la abadía en Newenham, al oeste, en Cornualles, y había sido concedida a la abadía por un príncipe real hacía algunas décadas.

El abad estaba impaciente por resolver la cuestión porque dentro de poco iba a partir, como hacían con frecuencia los abades, para asistir al consejo del rey y al Parlamento, un deber que quizá le mantuviera ausente durante un tiempo.

—Deseo hacer dos recomendaciones, padre abad —repuso el hermano Adam—. La primera es muy sencilla. Esta vicario de Cornualles tiene todas las de perder. Los ingresos anuales que recibe fueron acordados con su predecesor y no hay motivo para modificar el acuerdo. Dígale que nos veremos en los tribunales.

—Exactamente. —Es posible que John Grockleton estuviera celoso de Adam, pero coincidía plenamente en su enérgico enfoque del asunto.

—Desde luego.

—Muy bien. Así lo haremos. —El abad suspiró—. Envíele un par de zapatos. —El abad tenía el entrañable convencimiento de que un buen par de zapatos confeccionados con primor por la abadía era capaz de aplacar a cualquiera. Regalaba más de cien pares al año—. ¿Y la segunda recomendación?

El hermano Adam se detuvo unos momentos. No se había hecho ilusiones sobre la acogida que tendría su propuesta.

—Usted me pidió que examinara todo el registro de nuestros tratos con las iglesias —empezó a decir con tono jovial—, y así lo he hecho. Fuera de Beaulieu, tenemos propiedades en Oxfordshire, Berkshire, Wiltshire y Cornualles, donde percibimos también importantes beneficios de las minas de estaño. Todas esas propiedades cuentan con iglesias parroquiales. También poseemos una capilla no recuerdo dónde.

»En todos los casos hemos estado implicados en una disputa legal. No he hallado un solo caso, en las nueve décadas transcurridas desde que se fundó Beaulieu, en el que no hayamos mantenido un pleito judicial sobre las iglesias. Algunos han durado veinte años. Le aseguro que en Cornualles todavía estarán pleiteando contra nosotros cuando ya nos hayan enterrado a todos.

—Pero la abadía siempre ha conseguido solventar estos problemas, ¿no es cierto? —inquirió el abad.

—Sí. Nuestra orden ha adquirido una gran habilidad en estos temas. El caso siempre se resuelve con un compromiso. Nuestros intereses están protegidos en todo momento.

—Perfecto —terció Grockleton—. El caso es que siempre ganamos nosotros.

—Pero —prosiguió el hermano Adam adoptando un tono más suave— ¿a qué precio? En Cornualles, por poner un ejemplo, ¿hacemos obras benéficas? No. ¿Nos respetan? Lo dudo. ¿Nos detestan? Desde luego. ¿Tenemos legalmente la razón en estas cuestiones? Es probable. Pero ¿desde el punto de vista moral? —El hermano Adam extendió las manos en un gesto ambiguo—. Gracias a las donaciones reales, Beaulieu nos reporta unos beneficios más que generosos. No necesitamos esas otras iglesias y sus rentas. —Adam hizo una pausa—. Me atrevo a decir, padre abad, que a este respecto no somos muy distintos de los cluniacenses.

—¿Los cluniacenses? —saltó Grockleton—. No nos parecemos a ellos en absoluto.

—Nuestra orden se fundó precisamente para evitar los errores de los cluniacenses —convino Adam—. Y después de llevar a cabo la tarea que me encargó, padre abad, volví a leerme la carta constitucional de nuestra orden. La Carta Caritatis.

La Carta Caritatis —la Carta de Amor— de los cistercienses era un documento extraordinario. Había sido redactado por el primer superior de la nueva orden, un inglés para más señas, y constituía un estatuto destinado a garantizar que los monjes blancos se atuvieran a la antigua regla de san Benito sin desviarse un ápice. Su finalidad consistía precisamente en que los monasterios cistercienses fueran modestos, sencillos y autosuficientes, a fin de no distraerse con cuestiones mundanas. Y una de las normas más severas era que los monasterios cistercienses no podían poseer iglesias parroquiales bajo ningún concepto.

—Nada de iglesias parroquiales —dijo el abad asintiendo con tristeza.

—¿No podría la abadía de Beaulieu permutar esas iglesias por otras propiedades? —inquirió Adam suavemente.

—Son unos presentes reales, Adam —señaló el abad.

—Que el rey ofreció a la orden hace mucho tiempo. No creo que el monarca se opusiera.

El rey Eduardo I, poderoso legislador y guerrero, había dedicado buena parte de su reinado a someter a los galeses y se proponía hacer otro tanto con los escoceses. Es posible que no le interesara lo que hiciera la abadía con sus donaciones reales. Pero nunca se sabe.

—No me gustaría preguntárselo —confesó el abad.

—En fin —dijo el hermano Adam con una sonrisa—, he cumplido con mi deber de conciencia al exponerle el asunto. No puedo hacer más.

—Desde luego. Gracias, Adam. —El abad le indicó que podía retirarse.

Durante un rato, después de que el hermano Adam hubo abandonado su despacho, el abad permaneció con la vista fija en el espacio, mientras John de Grockleton le observaba con una mano semejante a una garra apoyada en el borde de la mesa. Por fin, el abad emitió un suspiro.

—Adam tiene razón —declaró.

Grockleton crispó un poco la mandíbula, pero no le interrumpió.

—El problema —prosiguió el abad— es que muchos otros monasterios cistercienses poseen iglesias. Si nosotros organizamos un revuelo, a los otros abades no les gustará.

Grockleton continuó observándolo. Personalmente le importaba un comino que el abad poseyera una docena de iglesias y machacara a la mitad de los vicarios de la cristiandad.

—Como abad —continuó el abad—, uno debe andarse con pies de plomo.

—Desde luego.

—Su primera recomendación era clara. Debemos aplastar a ese vicario de Cornualles. —El abad enderezó en la silla—. ¿Qué otros asuntos debemos despachar?

—El reparto de tareas durante su ausencia, padre abad. Mencionó usted dos cargos: superior de los novicios y supervisor de las granjas.

A raíz del reciente y violento episodio ocurrido en la granja en el que se había visto implicado Luke, el abad había decidido que, al menos durante un año, un monje de confianza ocupara el cargo de supervisor permanente y visitara con asiduidad las granjas.

—Quiero que sientan —había comentado el abad— una mano de hierro. —No era una tarea grata para ningún monje; entre otras cosas, dejaría de asistir a muchos oficios cotidianos en la iglesia—. Pero es preciso —había afirmado el abad.

»Superior de los novicios —empezó a decir el abad—. El hermano Stephen necesita un descanso, en esto estamos todos de acuerdo. Por consiguiente había pensado en el hermano Adam. Se lleva muy bien con los novicios —observó asintiendo con aire satisfecho.

La garra de Grockleton seguía reposando sobre la mesa.

—Deseo hacerle una petición, padre abad —dijo con voz queda—. Durante su ausencia, y mientras yo esté a cargo de la abadía, prefiero no poner al hermano Adam a cargo de los novicios.

—¿Por qué? —preguntó el abad arrugando el ceño—. Explíquese.

—Porque está obsesionado con el asunto de las iglesias. No pongo en duda su lealtad hacia la orden…

—Por supuesto que no.

—Ya, pero si por ejemplo un joven novicio, que estuviera leyendo la Carta Caritatis, le hiciera alguna pregunta al respecto… —Grockleton hizo una deliberada pausa—. Me temo que el hermano Adam no podría evitar criticarnos… —Tras otra pausa, Grockleton añadió con un tono cargado de significado—: Lo cual me colocaría en una posición muy delicada. No me consideraría el más indicado…

El abad lo miró. El prior no le engañaba. Imaginaba el afán con que Grockleton se apresuraría a afear la conducta del hermano Adam. Por otra parte, debía reconocer que el prior no andaba desencaminado.

—¿Qué propone usted? —le preguntó con frialdad.

—El hermano Matthew aún sigue conmocionado por el golpe que sufrió. Pero sería un magnífico superior de novicios. ¿Por qué no encarga la supervisión de las granjas al hermano Adam? Deduzco que su período de meditación le habrá dado fuerzas para acometer esa tarea.

Qué ladino, pensó el abad. La última frase era una puya dirigida a él por asignar a Adam unas tareas que requerían poco esfuerzo. El mensaje no podía estar más claro: soy tu delegado y te hago una petición razonable. Si no asignas a tu favorito una tarea ingrata, le haré la vida imposible.

De pronto se le ocurrió al abad un pensamiento indigno: si yo soy capaz de soportar al prior, Adam es capaz de bregar con las granjas durante un tiempo.

—Tiene razón, John —dijo el abad sonriendo con dulzura a Grockleton—. Y si, como sospecho, Adam se convierte un día en abad, tal vez un abad reformista —el abad disfrutó al observar que Grockleton torcía el gesto ante ese último comentario—, esta experiencia le resultará muy útil.

Así, antes de que el abad abandonara el monasterio a fines de año, puso a Adam a cargo de las granjas.

Una ventosa tarde de diciembre, Mary echó a caminar apresuradamente hacia Beaulieu.

Soplaba un viento helado que le golpeaba la espada, empujándola por el pequeño sendero mientras el brezo le arañaba las piernas. Hacia el norte, la distante línea de árboles había desaparecido debajo de la lenta curva ascendente del terreno, de forma que el paisaje se asemejaba a la desnuda tundra que debía ser hacía mil años. Detrás de Mary, más allá del pardusco brezal y el tojo verde oscuro, unas nubes iluminadas por un tenue resplandor naranja avanzaban sistemáticamente por el litoral, amenazando con alcanzarla y ahogarla bajo una lluvia torrencial mientras se dirigía hacia el este, a través del inmenso yermo situado entre el centro del Forest y la abadía, que había dado en llamarse Beaulieu Heath.

Mary no deseaba estar allí; sólo lo hacía para complacer a su marido.

Tom no trabajaba para la abadía en invierno, pero este año los monjes le habían llamado para hacerle un encargo especial. Querían que les construyera un carro.

Tom no solía hacer de carpintero. Era difícil convencerle para que hiciera algún trabajo en casa. Sin embargo, por alguna razón, la idea de construir carros siempre le había atraído. Un carro construido por Tom Furzey era un objeto de envergadura, provisto de un armazón principal y cuatro armazones laterales, todos ellos desmontables. Cada tabla encajaba con precisión en la otra. Los carros que construía Tom eran todos iguales y duraban una eternidad. Pero se negaba a hacer las ruedas.

—Eso es tarea del constructor de ruedas —decía—. Yo construyo el carro y él lo hace rodar. Así es como lo veo yo. —Parecía como si a Tom le gustara recrearse con ese pensamiento.

En cierta ocasión, cuando aún se hablaban, John Pride había conseguido hacerle confesar que le disgustaba la idea de construir las ruedas porque eran curvadas.

—No te importaría construirlas si fueran cuadradas, ¿verdad, Tom? —le había preguntado Pride con tono socarrón. Y, para regocijo de éste, Tom había contestado con aire pensativo:

—Pues quizá sí.

De modo que Tom se había puesto a trabajar en el carro para los monjes. Eso había ocurrido hacía diez días. Le llevaría al menos seis semanas completar el trabajo y durante ese tiempo se alojaba en la granja de Saint Leonard. Cada pocos días Mary acudía a visitarlo. Mary le había prometido llevarle hoy unas tortitas. Deseaba hacerlo porque se sentía culpable de alegrarse del hecho de tener a su marido fuera de casa, en primer lugar, debido al persistente malhumor de Tom y en segundo debido a Luke.

Con ese aire extraño y soñador que tenía, Luke casi parecía feliz de vivir en el Forest. Incluso cuando el tiempo refrescó siempre lograba construirse una madriguera en algún lugar.

—Soy un animal del bosque —había dicho a Mary satisfecho.

Siempre había afirmado que era capaz de buscarse él mismo el alimento. Pero Mary se había apresurado a recordarle:

—Incluso los ciervos se alimentan de lo que les da la gente en invierno.

De modo que en cuanto Tom partió para la granja de Saint Leonard, Mary instaló a Luke en su pequeño establo. Nadie, ni sus hermanos ni sus hijos, sabían que Luke dormía y comía allí. Mary ignoraba cuánto tiempo podía durar esa situación; estaba asustada. Pero ¿qué podía hacer?

Cuando Mary llegó al borde de los campos que rodeaban la granja, el viento había arreciado. Sintió un frío húmedo en la nuca. Al volverse, vio que sobre Beaulieu Heath se cernían unas nubes amarillentas, provocando unas neviscas en el límite occidental. Durante unos instantes Mary pensó en regresar, pero puesto que había llegado hasta allí decidió seguir adelante.

El hermano Adam contempló aliviado la puerta de la granja. Los copos de nieve, aunque parecían blandos, habían comenzado a golpearle el rostro.

Había cinco granjas situadas al suroeste de la abadía: Beufre, el centro donde se concentraban los bueyes utilizados para arar los campos; Bergerie, donde esquilaban a todos los corderos; Sowley, junto a la costa, donde los monjes habían construido el gigantesco estanque de peces; Beck y, muy cerca de la embocadura del estuario del río, Saint Leonard. El hermano Adam había ido aquel día a Bergerie y se proponía regresar por la tarde a la abadía desde Saint Leonard.

Las dos últimas semanas habían sido agotadoras. Dentro del Gran Recinto, aparte de las cinco granjas en el suroeste, había otras diez situadas al norte de la abadía y otras tres en la parte oriental del estuario de Beaulieu. Además, poseían unas pequeñas alquerías en el valle del Avon, al oeste del Forest, que suministraban a la abadía heno de sus fértiles prados. Y otras ubicadas fuera del Gran Recinto, que el hermano Adam ni siquiera había tenido en cuenta todavía. El prior no le había dejado descansar un instante. El período de contemplación del que había gozado había quedado destruido.

El hermano Adam abrió la puerta de la granja. La media docena de hermanos legos se mostraron sorprendidos al verlo. Perfecto. El hermano Adam había aprendido a presentarse de improviso, como un maestro de escuela. Apenas se había detenido a la puerta para sacudirse la nieve.

—En primer lugar —dijo con tono severo—, inspeccionaré vuestras despensas.

La granja de Saint Leonard era típicamente cisterciense. La vivienda consistía en una estructura alargada, de una sola planta, con una puerta de roble en el centro. Los hermanos legos vivían en ella en condiciones espartanas, regresando al domus de la abadía para asistir a los oficios de los santos más importantes y demás festividades. De vez en cuando eran relevados del centro en el que se hallaban por otros hermanos. En las granjas solía haber unos treinta de los aproximadamente setenta hermanos legos que tenía la abadía.

—Hasta ahora, todo está en orden —comunicó Adam a los hermanos legos mientras comprobaba que no se habían dedicado a sustraer alimentos ni a beber cerveza, cosa que tenían prohibido—. Ahora examinaré el establo.

Era extraño, pensó el hermano Adam, que aunque durante años había visto a los hermanos legos todos los días, nunca había llegado a conocerlos. Aunque el gigantesco domus conversorum de los hermanos legos ocupaba toda la parte occidental del claustro, estaba separado del muro del claustro por un estrecho sendero. Para acceder al domus había que salir al exterior. En la iglesia, los monjes cantaban en el coro, los hermanos legos en la nave. Comían en zonas separadas.

Hasta ese momento, el hermano Adam no se había percatado de que sentía cierto desdén hacia ellos. Ciertamente, había tenido que tratarlos como niños a fin de imponer disciplina en las granjas. Pero eran hombres adultos. Su responsabilidad hacia la abadía no era menor que la suya. Piensan con menos intensidad que yo, se dijo Adam: cada día mido mi vida por lo que he pensado, sobre Dios, sobre mi prójimo o sobre el mundo que yace más allá de la abadía. En cambio, ellos sienten esas cosas y recuerdan los días según los sentimientos que experimentaron durante los mismos. No obstante, es posible que, al pensar menos, y sentir más, recuerden más que yo.

Si la vivienda era modesta, el resto de las dependencias de la granja no tenía nada de modesto. Había corrales para el ganado y un establo para las vacas; Saint Leonard solía albergar un centenar de bueyes y setenta vacas. Pero todo ello estaba presidido por el gigantesco granero. Era del tamaño de una iglesia, construido en piedra y con inmensas vigas de roble. El trigo y la avena que cultivaban los almacenaban en gigantescos montones de sacos; también guardaban allí todos los instrumentos de la granja. En un lado había una montaña de helechos, que utilizaban como cama para los animales. Incluso contenía una trilladora. Y en estos momentos, en medio del cavernoso espacio, débilmente iluminado por unas lámparas, aparecía el carro que Tom Furzey había comenzado a construir hacía poco.

Pero, al escudriñar las sombras, Adam advirtió otra cosa que le llamó la atención. Junto al campesino, en la penumbra, aparecía una figura que, si sus ojos no le engañaban, era una mujer.

La abadía estaba vedada a las mujeres. Una dama importante podía visitarla, desde luego, pero no podía pernoctar en ella, ni siquiera en las dependencias reservadas a los huéspedes reales. Las esposas de los peones podían visitarlos en las granjas, pero, según había recalcado el abad al hermano Adam: «No deben quedarse mucho rato. Y jamás, bajo ningún concepto, pueden quedarse a dormir.»

Adam se dirigió rápidamente hacia ellos.

La mujer estaba sentada en el suelo junto a Furzey. Cuando Adam se acercó, ambos se levantaron en señal de respeto. La mujer llevaba la cabeza cubierta con un chal y bajó modestamente la vista, por lo que el hermano Adam no pudo apreciar bien su rostro.

—Es mi esposa —dijo el campesino—. Me ha traído unas tortas.

—Entiendo. —El hermano Adam no quería ofender a Furzey, pero creyó oportuno mostrarse firme—. Me temo que tu esposa debe marcharse antes de que anochezca, y ya ha empezado a oscurecer. —El campesino lo miró con expresión hosca, pero la mujer no pareció molestarse—. Su marido está construyendo un carro magnífico —observó Adam con tono afable antes de volverse hacia los otros.

Estuvo conversando un rato con ellos mientras inspeccionaba el granero, por lo que no le sorprendió comprobar, cuando concluyó su inspección, que la mujer se había marchado. Dispuesto a emprender el fatigoso regreso a la abadía, Adam se dirigió hacia la pequeña puerta situada en la gigantesca entrada del granero y la abrió.

El vendaval se abatió sobre él con violencia. Adam no daba crédito a sus ojos. Los gruesos muros del granero habían sofocado el sonido del viento a medida que arreciaba: durante el breve rato que Adam había permanecido en el interior, la ventisca había dado paso a unas fuertes ráfagas de viento y éstas a una tormenta en toda regla. Los copos de nieve le azotaban el rostro a pesar de que lo arrimaba al muro del granero. Al volverse en la dirección que soplaba el viento, Adam tuvo que pestañear para ver con claridad. Le parecía una imprudencia recorrer siquiera los cinco kilómetros que distaba la abadía. Era mejor que permaneciera en la granja.

Entonces se acordó de la mujer. ¡Santo cielo, la había enviado a casa con esta tormenta! ¿Viviría muy lejos? ¿A unos ocho kilómetros? Casi diez. Tenía que atravesar el páramo y meterse en la boca de la tormenta. Era inhumano; Adam se sintió avergonzado. ¿Qué pensaría el marido de la mujer de él y de la abadía? Adam entró apresuradamente en el granero y llamó a Tom y a dos de los hermanos legos.

—Abrigaos. Rápido, traed una manta de cuero.

Deteniéndose lo justo para averiguar qué sendero había tomado la mujer, el hermano Adam salió de nuevo a la nieve, dejando que los otros le alcanzaran.

Según la hora, todavía era la tarde. En lo alto, aún no había anochecido. Pero abajo, la luz diurna se había extinguido. Frente a sí Adam no vio sino una furia cegadora y blancuzca que le asestaba zarpazos en la cara, como si Dios hubiera invocado una nueva plaga de langostas para que atacara las tierras septentrionales. La nieve caía casi en horizontal, envolviéndolo todo de forma que, a pocos metros de distancia, el mundo se disipaba en una opacidad grisácea.

Dios santo, ¿cómo encontraría a esa pobre mujer? ¿Moriría inevitablemente? ¿Se sumaría a las docenas de ciervos y ponis que sin duda hallarían tendidos en el suelo, congelados, después de una noche como ésta?

El hermano Adam quedó atónito cuando, poco después de haber dejado el último seto a sus espaldas, vio frente a él a una oscura silueta que avanzaba penosamente bajo la tempestad. Adam gritó, sacándose un puñado de nieve de la boca; pero ella no le oyó. La mujer no se percató de su presencia hasta que él la alcanzó y le rodeó los hombros con el brazo en un gesto protector y, al notar su sobresalto, el hermano Adam la hizo volverse para alejarla de la feroz tormenta.

—Venga.

—No puedo. Debo regresar a casa. —La mujer trató de apartarlo suavemente y reanudar su imposible caminata.

Pero el hermano Adam, sorprendido ante su propio atrevimiento, la sujetó con fuerza.

—Su marido está aquí —dijo, aunque no podían verlo. Y el hermano Adam condujo a la mujer de regreso a la granja.

La tormenta que cayó aquella noche fue la peor que la gente del Forest recordaba. Junto a la costa, la tempestad de nieve parecía confundirse con el agitado mar. En los alrededores de la granja de Saint Leonard había tal cantidad de nieve sobre los setos que éstos habían quedado sepultados bajo ella. El viento que soplaba sobre Beaulieu Heath producía un estridente silbido o un gigantesco lamento blanco. E incluso cuando apareció en la oscuridad un débil resplandor gris que indicaba que estaba amaneciendo, la furiosa tempestad no remitió, sino que sofocó la luz.

El hermano Adam tenía claro cuál era su deber. No regresaría a la abadía; debía permanecer en la granja y prestar todo el apoyo espiritual que pudiera.

Cuando regresaban hacia el granero, el hermano Adam se percató de que la mujer era la misma con la que había hablado sobre el hermano Matthew. Se alegraba de haber salvado de la tormenta a un alma tan bondadosa.

La solución era bien sencilla. Adam mandó que colocaran un brasero cargado de carbón en el granero. Furzey y su esposa podían pasar ahí la noche, y él y los otros hermanos se acostarían en la vivienda. Y para aclarar la situación y evitar malos entendidos, Adam los convocó a todos en el granero después de la cena y, una vez que hubieron rezado unas oraciones, pronunció un pequeño sermón.

En esta fría noche próxima a la Navidad, les dijo, en la que ellos habían hallado refugio, como la Sagrada Familia, en un humilde granero, deseaba recordarles que todo el mundo ocupaba un lugar digno y honroso en el plan divino. Las dos categorías de monjes de la abadía, les explicó, se asemejaban a María y Marta. María, la piadosa, quizá desempeñara un papel más lucido, al igual que los monjes del coro. Pero Marta, trabajadora y leal, también era necesaria. ¿Pues cómo iba la abadía a mantener una vida de oración constante sin el esforzado trabajo de los hermanos legos? ¿Y acaso no necesitaban también ellos la ayuda de los buenos campesinos que vivían fuera de la orden religiosa? Por supuesto. Y por último, ¿no necesitaba el buen campesino Tom el apoyo de su esposa, más humilde pero no menos amada por Dios?

—Quizás os preguntéis —dijo— por qué permito que esta mujer se quede aquí esta noche. Nadie debe desobedecer la norma del abad, que impide que una mujer pase la noche dentro del Gran Recinto. —El hermano Adam los miró con gesto severo—. Pero —prosiguió— nuestro Señor también nos exhorta a ser misericordiosos. ¿No salvó él mismo a la mujer que estaban lapidando por adúltera? Así pues, haciendo uso de la autoridad que me ha dado el abad, permitiremos que esta buena mujer se quede aquí esta espantosa noche y se refugie de la tormenta. —Tras estas palabras Adam los bendijo y se retiró.

Al día siguiente, en vista de que la tempestad de nieve no remitía —en ocasiones casi le derribó de espaldas cuando el hermano abrió la puerta—, la pobre mujer comenzó a preocuparse por sus hijos. Pero Furzey aseguró a Adam que su hermana y otros aldeanos se ocuparían de ellos, de modo que Adam prohibió a la mujer que se marchara. Y así, al amor del brasero y mientras Tom proseguía su labor con el carro, la mujer se quedó en la granja, al tiempo que el hermano Adam les reunía a todos, tres veces al día, para rezar unas sencillas oraciones.

Mary anhelaba regresar a su casa. No quería estar con Tom. Su hija mayor velaría por los pequeños, pero temerían que a su madre le hubiera ocurrido algo malo. Ante todo, debía pensar en Luke.

¿Qué haría Luke? Le extrañaría que Mary no hubiera aparecido por la tarde. ¿Iría a su casa a investigar lo ocurrido? ¿Y si le veían sus hijos? Mary esperó todo el día a que remitiera la tormenta.

No podía hacer gran cosa. De vez en cuando aparecía el hermano Adam, y Mary se percató de que lo observaba con interés. Los hermanos legos, según notó ella, lo consideraban frío y distante.

—Es un tipo frío —comentó Tom. Pero a Tom no le caía bien nadie que no fuera del Forest.

El monje procedía de un mundo muy distinto, ciertamente. No obstante, cuando Mary recordaba la forma en que la había conducido de regreso al granero para salvarla de la tormenta, no le parecía un hombre frío. Sin embargo, no dijo nada. Cuando rezaban todos juntos en la penumbra del inmenso granero, la suave voz del hermano Adam emanaba una convicción tan intensa a la par que serena que impresionaba a Mary. Suponía que el monje era mucho más inteligente que las personas sencillas como ella; pero en su fuero interno una vocecilla le decía: «Tú también podrías aprender a leer y escribir, y saber lo que él sabe.» En todo caso, Mary sólo podía responder con un suspiro: será en otra vida. Hasta entonces, el monje poseía algo de lo que ella carecía. Mary se abstuvo de comentárselo a Tom, pero consideraba que el hermano Adam, a su manera, era un hombre refinado.

Mary se llevó una sorpresa cuando, a última hora de la tarde, la puerta del granero se abrió con un breve gemido del viento y volvió a cerrarse precipitadamente tras el monje, quien avanzó unos pasos hasta situarse cerca del brasero y le indicó que se acercara. Mary obedeció. No podía hacer otra cosa.

El hermano Adam se quedó observándola unos instantes con curiosidad. Era un hombre fornido, como Tom, según constató Mary, pero más alto. A la luz del brasero, cuyo calor ella sentía en la espalda, sus oscuros ojos reflejaban una extraña expresión. Tom, que trabajaba a pocos metros, parecía separado de ellos, en otro mundo.

—Cuando hablamos a la puerta de la abadía… —Así pues, él la recordaba—. Me han dicho que Luke, el fugitivo, es su hermano.

Ella observó que hablaba en voz baja, para que Tom no pudiera oírles.

De pronto, Mary sintió temor. No podía mirarle a los ojos. Su parentesco con Luke era del dominio público, por supuesto, pero en manos de este hombre tan astuto podía ser peligrosa. Mary fijó la vista en el suelo.

—Así es, hermano. Pobre Luke.

—¿Pobre Luke? Tal vez. —Una pausa. Luego, bajando más la voz, Adam preguntó—: ¿Sabe dónde se encuentra?

Mary alzó la cabeza y le miró a los ojos.

—Si nosotros lo supiéramos, hermano, usted también lo sabría. Opino que no debió escapar, dado que es inocente. En todo caso, mi marido ya le habría entregado a la justicia. —A Mary no le costó ningún esfuerzo mirarle a los ojos porque, técnicamente, había dicho la verdad. Había dicho «nosotros».

—Pero cabe la posibilidad de que usted lo supiera, ¿no es así?

Mary se percató del olor de su hábito. La húmeda lana emanaba un olor a cera de las velas. También percibió el olor de su persona. Un olor agradable.

—A estas alturas podría encontrarse en la otra punta de Inglaterra. —Mary suspiró. Esto también era cierto. Podía muy bien haber atravesado el país.

Adam se quedó pensativo. Cuando formulaba una pregunta fruncía el ceño y su ancha frente aparecía surcada de arrugas. Pero cuando reflexionaba inclinaba la cabeza un poco hacia atrás y adquiría una expresión agradable que borraba sus arrugas.

—Esta mañana me dijo usted en la abadía —continuó el hermano Adam con cautela— que pudo haber sido un accidente, que quizá Luke no quisiera golpear al hermano Matthew. —Mary no respondió—. En ese caso, creo que Luke debería salir de su escondite y decir la verdad.

—No creo que regrese jamás —repuso Mary con tristeza—. Tendrá que vagar hasta los confines de la tierra. —No sabía con certeza si su respuesta había satisfecho al monje.

De pronto, Mary hizo algo que jamás había hecho.

¿De qué forma dar a entender a un hombre que lo desea? Puede hacerlo con una sonrisa, con una mirada, con un gesto. Pero esos signos externos y visibles habrían disgustado a un monje como el hermano Adam. De modo que Mary permaneció plantada ante él y le envió una señal tan sencilla como primitiva: el calor de su cuerpo. Y el hermano Adam sintió —¿cómo no iba a sentirlo?— ese calor inconfundible que irradiaba del vientre de ella hacia el suyo. Entonces ella sonrió y él se volvió, confundido.

¿Por qué había hecho eso Mary? Era una mujer honesta. No se dedicaba a coquetear. Había obrado motivada por un instinto primordial. Quería crear una intimidad y una atracción que, aunque escandalizara al monje, distrajera su atención. Tenía que establecer un rastro falso para proteger a su hermano menor.

Al cabo de unos momentos, el hermano Adam salió del granero.

La tormenta no remitió. Echaron más carbón al brasero para que ardiera durante una segunda noche. De nuevo, después de cenar, el hermano Adam les reunió a todos para rezar. Pero unas horas más tarde, cuando se hallaba a solas con su marido y lo único que se veía en la cavernosa oscuridad del inmenso granero era el resplandor del brasero, Mary se permitió esbozar una sonrisa irónica y cerrar los ojos, al tiempo que Tom alzaba sus fornidas ancas para tenderse sobre ella, y pensó en secreto en el hermano Adam.

Por la noche, hacia la hora del oficio nocturno, el hermano Adam se despertó de un sueño agitado y reparó en que el gemido del viento había cesado y todo estaba en paz en la granja.

El monje se levantó del banco sobre el que estaba acostado y pronunció el salmo y las plegarias en voz baja. Luego, no satisfecho, musitó el Padrenuestro. Pater Noster, qui es in coelis: Padre nuestro que estás en el cielo…

Amén. La noche. Cuando la voz silenciosa del universo de Dios descendía sobre él. ¿Por qué se sentía entonces tan inquieto? Adam se levantó con el propósito de caminar un poco por la habitación y sosegarse, pero no podía hacerlo sin despertar a los otros hermanos. Así que volvió a acostarse.

La mujer. Sin duda dormía junto a su marido en el granero. Probablemente era una buena mujer, a su manera. Al igual que todas las campesinas, tenía las mejillas ligeramente arreboladas y olía a granja. El hermano Adam cerró los ojos. Su calor. Jamás había sentido nada semejante. Trató de conciliar el suelo. Ese Furzey. ¿Le había hecho el amor a su mujer en el granero aquella noche? ¿Era posible que lo estuvieran haciendo en estos mismos instantes, mientras él yacía en la oscuridad? ¿Se sentiría el constructor de carros envuelto en ese calor?

Adam abrió los ojos. Santo Dios, ¿en qué estaba pensando? ¿Por qué? ¿Por qué pensaba continuamente en esa mujer? El monje suspiró. Debió de ser más prudente. Era el demonio, que trataba de confundirlo con sus trucos habituales: una pequeña prueba de su fe; otra más.

¿Sería el demonio una mujer? Por supuesto. El demonio estaba en todas las mujeres desde el inicio de los tiempos. Cuando la campesina se había plantado ante él esta tarde, él debió de hablarle con severidad. Pero en realidad era el demonio quien la utilizaba, al igual que ahora utilizaba su imagen para trastornarlo. Adam cerró de nuevo los ojos.

No logró pegar ojo.

La mañana resplandecía. El viento había cesado. Todo estaba en silencio. El cielo estaba despejado. Beaulieu, su abadía, sus campos y sus granjas, aparecían cubiertos por un mullido manto blanco.

Cuando salió de la granja, el hermano Adam vio unas huellas que arrancaban frente a la puerta del granero y concluyó que la mujer ya se había marchado. Y durante unos momentos, antes de reprimirse, pensó en ella, caminando sola a través del páramo blanco y deslumbrante.

A finales de febrero, Luke desapareció y Mary no habría sabido decir si se sentía aliviada o triste.

Tan pronto como la nieve comenzó a fundirse, a fines de enero, Luke solía marcharse antes del amanecer y no regresaba hasta el anochecer. Mary temía que dejara unas huellas en la nieve que delataran su presencia en la casa, pero no lo hizo, y cada día Mary le dejaba un poco de comida oculta en el desván donde dormía.

Durante todo el mes de enero, mientras Tom seguía trabajando en Saint Leonard, después de acostar a los niños Mary salía sigilosamente y se estaba un rato charlando con él, como hacían de niños. Hablaron varias veces de lo que era más conveniente para Luke. Los jueces del tribunal superior del Forest no se reunirían hasta abril. Y puesto que los guardas mayores del bosque real no les habían remitido el caso hasta hacía poco, nadie sabría hasta abril con qué severidad juzgarían el asunto de Beaulieu. Mary y Luke comentaron la posibilidad de que Luke se entregara a la justicia, tal como había aconsejado el hermano Adam, pero Luke siempre la rechazaba.

—Para él es fácil decirlo. Teniendo en cuenta que el abad y el prior me han repudiado, cualquiera sabe lo que puede pasar. Al menos ahora estoy libre.

Mary se sentía feliz de poder hablar con un miembro de su familia. ¡Y qué conversaciones tan interesantes mantenían! Luke le describía la abadía, al prior caminando con los hombros encorvados y sus manos semejantes a garras, a cada hermano lego y a cada monje, hasta que Mary rompía a reír tan fuerte que temía despertar a los niños. Pero Luke tenía un carácter tan dulce e ingenuo que era incapaz de detestar a nadie, ni siquiera a Grockleton. Mary le preguntó sobre el hermano Adam.

—A los hermanos legos no acaba de convencerles. Pero todos los monjes le aprecian.

En cierto modo, debido a la naturaleza soñadora de Luke, a Mary no le había sorprendido que se hiciera hermano lego; pero un día no pudo resistir preguntarle:

—¿Nunca deseas acostarte con una mujer, Luke?

—No sé qué decirte. Nunca me he acostado con ninguna.

—¿Y eso no te inquieta?

—No —respondió Luke echándose a reír alegremente—. Siempre hay tanto que hacer en el Forest…

Mary sonrió, pero no volvió a sacar el tema. Puesto que era un fugitivo, no tenía sentido hablar de ello.

También comentaron la disputa entre Furzey y Pride sobre el poni. Luke lo sentía por ella, como es lógico, pero comentó: «¡Pobre Tom! Jamás recuperará su poni. Eso seguro», mostrando en opinión de Mary su faceta infantil e irresponsable de su carácter.

—¿Cuánto crees que durará esa disputa? —le preguntó él.

—Un par de años, creo.

Cuando Tom regresó a casa a fines de enero, los encuentros entre los dos hermanos se hicieron menos frecuentes y breves, una conversación fugaz de vez en cuando. Y como no había señal de que la disputa fuera a terminarse, Mary se sentía ella misma casi como una prisionera. Luke salía antes del amanecer y regresaba por la noche; la única muestra de que había estado allí era el cuenco de comida vacío.

Un día anunció a Mary que se marchaba.

—¿Dónde?

—No puedo decírtelo. Es mejor que no lo sepas.

—Tal vez tengas razón.

Así que Mary le besó y le dejó partir. ¿Qué podía hacer? Lo único que le importaba era que su hermano estuviera a salvo. Pero se sentía muy sola.

El jueves siguiente a la festividad de San Marcos Evangelista, durante el vigésimo tercer reinado del rey Eduardo —es decir, un lluvioso día de abril del año 1295 de la era cristiana—, el tribunal de New Forest se reunió en solemne sesión en el gran salón del palacio real de Lyndhurst.

Era una escena impresionante. De los muros del salón, adornados con espléndidos cortinajes, pendían las astas de imponentes ciervos y gamos. El juez del Forest, sentado en una silla de roble ennegrecido sobre un estrado situado en primer término, presidía la sesión ataviado con una espléndida toga de color verde y una capa carmesí. Le asistían, sentados también en unas sillas de roble, cuatro guardas mayores del bosque real, que actuaban a modo de magistrados y fiscales y presidían el tribunal inferior de embargos. Los guardabosques y alguaciles, que eran responsables de todo el ganado que pastaba en el Forest, estaban también presentes. Habían acudido representantes de todas las aldeas para rendir cuenta de los delitos cometidos en ellas. El tribunal estaba también asistido por un jurado compuesto por doce caballeros de renombre en la región. Todo hombre acusado de una ofensa grave podía, si lo deseaba, solicitar que el jurado decidiera si era inocente o culpable. Al rey le complacían los jurados y fomentaba su utilización. Aunque no era obligatorio, muchos elegían un juicio con jurado.

Hoy también se hallaba presente el prior de Beaulieu, dado que el abad seguía ausente por motivo de unos asuntos del rey. Dos oficiales de condados vecinos acompañaban al joven Martell y sus amigos. Hacía mucho que no se convocaba una reunión de tal envergadura y la sala estaba atestada de espectadores.

—¡Escuchad! ¡Escuchad! ¡Escuchad! —dijo el secretario del tribunal—. Informo a todas las personas que deseen exponer algún asunto, que este tribunal abre la sesión.

Hoy iban a exponerse ante el tribunal varios casos relativos a asuntos habituales. Algunos consistían en delitos cometidos contra el Forest. Todos los casos venison eran remitidos automáticamente al tribunal del Forest. Al igual que los delitos cometidos contra la paz del rey. Con frecuencia se presentaban también casos civiles entre partes litigantes.

La sesión duró toda la mañana. Un individuo había robado leña en el Forest. Otro había realizado un assart de tierras ilegal. Una de las aldeas no había comunicado la aparición de un ciervo muerto dentro de sus límites. La vida en el Forest no variaba mucho. Pero de haber asistido a la presente sesión un guardabosque de la época de Guillermo II el Rufo, habría observado una diferencia. Pues si la ley forestal normanda había sido creada, con sus mutilaciones y ejecuciones, a castigar y atemorizar a la gente, hacía tiempo que se había alcanzado una avenencia entre el monarca y las gentes del Forest, incluso ante el tribunal más severo. No se producían mutilaciones. Sólo los criminales más recalcitrantes eran condenados a la horca. El castigo impuesto a la mayoría de delitos era una multa. El culpable era condenado a pagar cierta suma de dinero, que variaba según la riqueza de éste. Un pobre hombre que había sido condenado a pagar seis peniques durante la última sesión del tribunal, y que no podía pagarlos, fue indultado. Muchas multas impuestas por apropiación de tierras de la corona se repetían de forma tan automática en las actas de las sesiones del tribunal, que constituían, a todos los efectos, una renta abonada por tenencia ilegal. Las gentes acomodadas se conformaban con que sus vecinos se comprometieran a pagar una multa, o a portarse bien en el futuro. La ley en el Forest, como en todos los lugares de la Inglaterra Plantagenet, era una cuestión de sentido común y comunitaria.

Por fin, al cabo de un rato, llegaron al asunto de Beaulieu.

Se manifiesta que el viernes anterior a la fiesta de San Mateo, Roger Martell, Henry de Damerham y otros penetraron en el Forest armados con arcos y flechas, mastines y lebreles, con el propósito de cazar venados…

El secretario leyó los cargos, que serían insertados en las actas del tribunal en latín. Describían con todo lujo de detalles el delito cometido por los cazadores furtivos y no fueron refutados por éstos. Todos ellos imploraron misericordia al tribunal. El juez los observó con severidad mientras las gentes del Forest prestaban atención a cuanto se decía en la sala.

—Éste es un delito venison que viola de forma rotunda las leyes del Forest, perpetrado por unos hombres que, en razón de su posición social, deberían observar otro tipo de conducta. Les impongo las siguientes multas: Will atte Wood, medio marco.

Pobre Will. Una multa elevada. Dos primos suyos comparecieron como fiadores y el tribunal le concedió un año para pagarla. Los otros hombres de la localidad que formaban el grupo fueron condenados a pagar la misma multa.

Luego les tocó el turno a los jóvenes caballeros: cinco libras a cada uno, quince veces la cantidad impuesta a los hombres del Forest. Era justo. Por último, el juez se dirigió a Martell.

—Roger Martell, usted era, sin duda ninguna, el cabecilla de esos malhechores. Usted los condujo a la granja. Usted mató al ciervo. Por otra parte, es usted un joven de fortuna. —El juez hizo una pausa—. Al rey no le complació enterarse de este asunto. Le impongo una multa de cien libras.

En la sala se oyó una exclamación colectiva. Los dos oficiales se miraron cariacontecidos. Era una multa abusiva, incluso para un rico terrateniente. Estaba muy claro que el rey Eduardo había aprobado de antemano esa suma. Martell había caído en desgracia ante su majestad. Martell se puso blanco como la cera. Tendría que vender algunas tierras o despedirse de sus rentas durante muchos años. A pesar de su aspecto viril, estaba visiblemente afectado.

Los miembros del tribunal comenzaron a cuchichear entre sí cuando el juez preguntó bruscamente al secretario:

—¿Qué es ese asunto sobre un hermano lego?

La sala enmudeció de nuevo. Luke era uno de los Pride. El caso había suscitado un gran interés. Mary, situada al fondo de la sala, se afanó en no perder palabra de lo que decían. El caso contra Luke era menos claro.

—En primer lugar —anunció el secretario del tribunal—, dio cobijo a los malhechores en la granja. Segundo, estaba confabulado con ellos. Tercero, atacó a un monje de la abadía, el hermano Matthew, que trató de impedir que los cazadores furtivos entraran en la granja.

—¿Está la abadía representada en esta sala? —inquirió el juez.

John de Grockleton levantó una garra, y al cabo de unos momentos el hermano Matthew y tres hermanos legos se situaron ante el juez.

El juez, como es lógico, estaba enterado de los hechos por habérselos referido el administrador del Forest, pero había algunos aspectos del caso que no le gustaban.

—¿Se niegan ustedes a responsabilizarse de este hermano lego?

—No queremos saber nada de él —respondió el prior.

—Según los cargos, estaba confabulado con esos cazadores furtivos. Presumiblemente porque les franqueó la entrada en la granja, ¿no es así?

—¿Qué otra explicación podría haber? —preguntó Grockleton.

—Quizá lo hizo porque estaba atemorizado.

—Los otros no cometieron ningún acto violento —terció el secretario.

—Eso es cierto. ¿Cómo se produjo la agresión? —El juez se volvió hacia el hermano Matthew.

—Bien. —El amable rostro del hermano Matthew traslucía cierta turbación—. Cuando Martell se negó a llevarse a su compañero herido, me temo que le ataqué con un bastón. El hermano Luke agarró una pala y partió con ella el bastón. Luego la pala me golpeó en la cabeza.

—Entiendo. ¿Ese hermano lego era enemigo suyo?

—No. Al contrario.

Grockleton levantó la garra apresuradamente.

—Lo que demuestra que estaba confabulado con Martell.

—O que trataba de impedir que el monje se metiera en una pelea.

—Debo confesar —observó el hermano Matthew con tono afable—, que yo mismo me pregunto cómo ocurrió el percance.

—El hermano Matthew es un trozo de pan, señoría —intervino el prior—. Juzga a su agresor con excesiva benevolencia.

En aquel momento, el juez llegó a la conclusión de que ese Grockleton no le gustaba en absoluto.

—¿De modo que salió corriendo?

—Salió corriendo —contestó Grockleton con rotundidad.

—¿Por qué diantre el abad no lo ha juzgado por la agresión perpetrada contra el monje?

—Ha sido expulsado de la orden. Estamos aquí para juzgarlo —respondió Grockleton.

—¿Está presente el acusado? —Varios menearon la cabeza para indicar que no—. Muy bien —dijo el juez observando al prior con evidente disgusto—. Puesto que el acusado pertenecía a la abadía el día en que se cometió el delito, si cabe catalogarlo así, y se encontraba dentro del Gran Recinto, ¿se da usted cuenta usted de que tenía la obligación de hacerle comparecer ante este tribunal?

—¿Yo?

—Usted. La abadía. Por supuesto. Así pues, impongo a la abadía una multa de dos libras por la incomparecencia del acusado.

El prior se puso rojo como un tomate. Muchos de los asistentes esbozaron una sonrisita.

—Lamento que el acusado no esté para defenderse —prosiguió el juez—, pero la ley sigue su curso. Puesto que parece que se trata de un delito de felonía y el acusado no está presente, no tengo más remedio que proceder con el juicio. El acusado deberá comparecer ante este tribunal, y si no se presenta cuando éste vuelva a reunirse, será declarado fuera de la ley.

Desde donde se hallaba, al fondo de la sala, Mary escuchó con angustia la sentencia. Luke estaba obligado a comparecer ante el tribunal, y si no lo hacía sería declarado fuera de ley. Eso significaba que nadie podía albergarlo en su casa; incluso podían matarlo con impunidad. No tendría ningún derecho. Era una condena durísima.

¡Ojalá Luke se hubiera presentado hoy! El hermano Adam, ese monje tan inteligente, había estado en lo cierto. Luke había infravalorado el sentido común del tribunal. Era evidente que el juez estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda. Pero ¿qué podía hacer ella? Luke había desaparecido y nadie conocía su paradero. Mary sintió deseos de romper a llorar.

—Bien, eso es todo. —El juez miró al secretario. La gente se disponía a marcharse—. ¿Hay algún otro caso pendiente?

—Sí.

Mary se sobresaltó. Tom se había levantado de su lado al principio del juicio para permanecer de pie junto a otros hombres, y ella no había vuelto a verlo debido a la cantidad de cabezas que tenía delante. Pero la voz que acababa de oírse era la suya y entonces lo vio, abriéndose camino hacia el frente de la sala. ¿Qué se proponía hacer? Al mismo tiempo, Mary percibió un pequeño movimiento a su izquierda, junto a la puerta.

Tom se plantó ante el juez, con el pelo encrespado y su jubón de cuero, como si se dispusiera a pelear con él.

—No estamos informados. Este caso no nos ha sido remitido por el tribunal de embargos —dijo el secretario con visible irritación.

—Bien, ya que estamos aquí, escucharemos lo que tiene que decir ese hombre —replicó el juez observando a Tom con expresión severa—. ¿De qué se trata?

—De un robo, señoría —bramó Tom con un vozarrón que sacudió las vigas—. De un maldito robo.

En la sala se hizo el silencio. El secretario, a quien el bramido de Tom casi había hecho saltar de su asiento, tomó la pluma.

El juez, un tanto perplejo, miró a Tom con curiosidad.

—¿Un robo? ¿Qué han robado?

—¡Mi poni! —gritó Tom de nuevo como si quisiera poner al cielo por testigo.

Al cabo de dos segundos se oyeron unas risas en toda la sala. El juez arrugó el ceño.

—¿Su poni? ¿Dónde se lo robaron?

—En el Forest —contestó Tom.

Las risas habían dado paso a sonoras carcajadas. Incluso los guardabosques sonreían sin disimulo. El juez miró al secretario, que meneó la cabeza sonriendo.

Al juez le gustaba el Forest. Le gustaban sus campesinos y en su fuero interno disfrutaba con sus modestos delitos. Después del asunto de Martell, que le había contrariado sobremanera, le parecía de perlas concluir la jornada con un asunto más divertido.

—¿Se refiere a que robaron su poni de los pastos del Forest? ¿Ostentaba alguna marca?

—No. Nació allí.

—¿Entonces se trata de un potro? ¿Cómo sabe usted que es suyo?

—Porque lo sé.

—¿Dónde está ahora el potro?

—En el establo de John Pride —soltó Tom rabioso y desesperado—. Ahí es donde está.

Era demasiado. Toda la sala prorrumpió en risotadas. Incluso los Furzey, sus parientes, no pudieron reprimir la risa. Mary clavó la vista en el suelo. El juez se volvió hacia los alguaciles para que le iluminaran y Alban, a cuya jurisdicción pertenecía este caso, se adelantó y le murmuró unas palabras al oído, mientras Tom lo observaba con aire hosco.

—¿Y dónde se encuentra John Pride? —inquirió el juez.

—¡Aquí! —gritó Tom, volviéndose y señalando con un gesto triunfal hacia el fondo de la sala.

Todos los asistentes se volvieron. El juez también miró intrigado hacia el lugar que había señalado Tom. Se produjo un breve silencio.

En esto se oyó una voz ronca junto a la puerta:

—Se ha marchado.

Aquello fue el colmo. La sala se hundió. Las gentes del Forest rieron a mandíbula batiente hasta saltárseles las lágrimas. Los guardabosques, los solemnes guardas mayores del bosque real, incluso los caballeros del jurado no pudieron reprimir sus carcajadas. El juez meneó la cabeza y se mordió el labio.

—¡Podéis reíros cuanto queráis! —gritó Tom mientras los asistentes seguían desternillándose de risa. Pero él no había terminado. Tras mirar a diestro y siniestro, con el rostro rojo de rabia, se volvió hacia el juez y, señalando a Alban, bramó:

—¡Son él y sus compinches quienes permiten que Pride se salga con la suya! ¿Y sabe usted por qué? ¡Porque les paga!

El juez mudó de expresión. Varios guardabosques dejaron de reír. Mary gimió consternada.

—¡Silencio! —gritó el juez. Las carcajadas comenzaron a disiparse—. No le tolero ninguna impertinencia —añadió mirando indignado a Furzey.

El problema era que Tom no había mentido. Es probable que el joven Alban fuera todavía inocente. Sin embargo, existía inevitablemente cierto tráfico entre las gentes del Forest y las autoridades de las jurisdicciones. Un buen pastel, un queso, una cerca reparada sin gastos… Era difícil para el administrador, después de esos favores, no hacer la vista gorda con respecto a algún pequeño delito. Todo el mundo lo sabía. El propio rey había comentado en cierta ocasión al juez, no del todo en broma, que un día establecería una comisión para investigar la administración del Forest. Si Furzey pretendía organizar un escándalo, éste no era el lugar ni el momento de ser observado.

—Le recomiendo que utilice la vía legal para exponer el asunto —le amonestó el juez con aspereza—. Sólo escucharemos su caso cuando nos sea remitido por el tribunal de embargos. Incluya esto en el acta —ordenó el juez al secretario. Tras lo cual declaró—: La sesión queda cerrada.

Mientras Tom permanecía inmóvil, echando chispas por los ojos, y la multitud comenzaba a desfilar hacia la puerta entre risas y carcajadas, el secretario mojó la pluma en el tintero y dejó constancia por escrito en un pergamino que se conservaría, como la auténtica voz del Forest, durante siglos:

Thomas Furzey denuncia a John Pride por haberle robado un poni. John Pride no se ha presentado. Así pues, el caso queda pendiente para la siguiente sesión del tribunal, etcétera.

A Luke le encantaba pasear por el Forest. Caminaba durante varios kilómetros. De niño había aprendido a desplazarse con rapidez para seguir a John y a Mary, de tal forma que ahora, cualquiera que le acompañara en esos paseos, quedaba asombrado de su velocidad.

La gente lo tomaba por un joven soñador, pero era más perspicaz que muchos. No existía un río en todo el Forest que no conociera Luke. Los robles más vetustos, cada uno de esos troncos gigantescos cubiertos de hiedra, eran amigos personales suyos.

Su aspecto había cambiado desde que había dejado la abadía. Vestido con una camisa y un jubón de leñador, unas medias de lana y un cinturón grueso de cuero, el pelo y la barba largos y encrespados, era igual que muchos otros leñadores como él y nadie que le hubiera visto caminar por un sendero del bosque se habría detenido para mirarlo con curiosidad.

Pero era un fugitivo, que iba a ser declarado fuera de la ley. ¿Qué significaba eso? Teóricamente, que todo el mundo estaba en contra tuya. ¿Y en la práctica? Dependía de los amigos que tuvieras y si las autoridades deseaban realmente dar contigo.

Tal como estaba la situación, si uno de los guardabosques se lo encontraba cara a cara y le reconocía, se lo llevarían detenido. De eso no cabía la menor duda. Pero si, por ejemplo, el joven Alban divisaba a lo lejos una desastrada figura que podía ser Luke, ¿se acercaría a él? Era posible. Pero lo más probable es que hiciera que su caballo diera la vuelta y se alejara.

¿Qué podía hacer? No podía continuar así eternamente. El tribunal de Lyndhurst había dejo bien claras sus intenciones. Luke debía entregarse y confiar en la misericordia de los jueces.

El problema —quizá fuera congénito— era que Luke desconfiaba instintivamente de toda autoridad.

Eso podía resultar extraño tratándose de un hombre que había decidido vivir bajo la disciplina monástica de Beaulieu. Pero no lo era. Para Luke, la abadía era un santuario situado en medio de una gigantesca propiedad donde disfrutaba trabajando y le permitía gozar de la libertad del Forest. Le gustaba asistir a los oficios en la iglesia de la abadía. Escuchaba, entusiasmado los cantos de los monjes. Su curiosidad natural le había llevado a aprender muchos salmos en latín y su significado, aunque no supiera leer. Pero no le apetecía asistir a todos los oficios religiosos, como hacían los monjes. Deseaba salir de nuevo a los campos, o ayudar a los pastores que iban de granja en granja. La abadía le proporcionaba comida y ropa, sin responsabilidades ni problemas. ¿Qué más podía desear?

Ante todo, en su opinión la abadía funcionaba porque estaba sujeta al orden natural. La naturaleza era lo que mejor comprendía Luke.

Los árboles, las plantas, los animales del bosque: todos poseían su propio ritmo. Uno nunca podía saberlo todo, pero funcionaba; y la finca de la abadía tenía sentido porque formaba parte de ese proceso.

De modo que cuando unos forasteros, hombres como Grockleton o los jueces del rey que no comprendían el Forest, trataban de imponer unas estúpidas reglas afirmando que representaban la autoridad, lo mejor que uno podía hacer era evitarlos. En su fuero interno, las únicas leyes que respetaba Luke eran las leyes de la naturaleza.

—El resto no importa —solía decir. Y las autoridades que concedían tanta importancia a esas leyes no eran de fiar—. Un día te tratan con amabilidad y al siguiente te hunden. Lo único que les importa es su poder.

Era la opinión de un modesto campesino sobre la autoridad, y acertada.

Luke no estaba dispuesto a fiarse del juez y su tribunal, en especial teniendo en cuenta que Grockleton se había propuesto fastidiarlo. Lo mejor que podía hacer, se dijo Luke, era procurar pasar inadvertido y esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Nunca se sabe lo que puede suceder.

Tenía amigos. Podría sobrevivir hasta el próximo invierno. Entre tanto, tenía muchas cosas en qué ocuparse. Cada pocos días, aunque ella lo ignoraba, Luke se acercaba por la casa de Mary para cerciorarse de que estaba bien. Le gustaba observarla mientras ella se afanaba en sus tareas cotidianas, o corría tras los niños cuando jugaban fuera, pero nunca le habló. Luke se comportaba como si fuera su ángel guardián, custodiándola en secreto.

—Estoy más cerca de ti de lo que imaginas, hermanita —murmuraba satisfecho.

Disfrutaba tanto con ese ejercicio de invisibilidad que Luke comenzó a observar también a John. De un tiempo a esta parte John permitía que el poni correteara ahora por los campos, pero siempre bajo la vigilancia de uno de sus hijos.

Luego, por supuesto, daba largos paseos por el Forest.

Aquel día, su ruta le había llevado desde cerca de Burley hasta el norte de Lyndhurst. El bosque estaba en silencio. A su alrededor se alzaban los robles gigantescos. De vez en cuando aparecía un pequeño claro donde un vetusto árbol, que había sido derribado por una tormenta, yacía en el suelo del bosque, permitiendo que a través de la densa cubierta de vegetación se atisbara un retazo de cielo. Mientras caminaba, Luke se detenía de vez en cuando para inspeccionar un tronco cubierto de liquen, o dar la vuelta a una rama que yacía en el suelo para ver qué animalitos habitaban debajo de ella. Acababa de pasar por encima de la aldea de Minstead y había llegado a la parte del Forest que lindaba con un elevado páramo, cuando se detuvo para observar algo con curiosidad.

Era un objeto diminuto: una bellota que había caído en otoño del año pasado y, tras escapar a la voracidad de los cerdos, se había partido y había echado raíces en el suelo, en el moho de las hojas castañas y húmedas.

Luke sonrió. Le complacía ver cómo crecían las cosas. Las minúsculas raíces blancas tenían un aspecto vulnerable. Comenzaba a asomar un renuevo verde. Era asombroso pensar que esto era el comienzo de un imponente roble.

—Jamás lo conseguirás —dijo Luke meneando la cabeza suavemente.

¿Cuántas bellotas que caían se convertían en robles? ¡Quién sabe! ¿Una entre cien mil? Seguramente no. Tal vez menos de una. Ésta es la inmensa fuerza, la ingente e increíble excedencia de la naturaleza que encierra el silencio del bosque. Los cerdos que se alimentaban en otoño en los pastos del Forest, o cualquier otro tipo de animales, las devorarían. Los ponis o el ganado las pisotearían. Suponiendo que una bellota lograra sobrevivir aquella primera temporada y se encontrara en un terreno en el que pudiera arraigar, sólo se convertiría en un árbol si recibía la luz del sol que se filtraba a través de las copas de los árboles. Pero incluso las pocas que se convertían en unos arbolitos, corrían un peligro constante.

No sólo el hombre destruye. Otros animales, cuando corretean libremente por campos y montes, destruyen pastizales, bosques, todo tipo de hábitats, con lo que demuestran una estupidez tan grande, si no superior, como la de los humanos. A los ciervos les encantaba devorar raíces de roble. Éstos sólo conseguían sobrevivir si disponían de un protector. La naturaleza les procuraba varios. El acebo, aunque los ciervos comían también acebo, servía para proteger a los robles. El brusco, por ejemplo, es una pequeña planta perenne que posee unas afiladas espinas y los ciervos la evitaban como si fuera la peste. Por alguna razón, tampoco les gustaba comer helechos.

Con cuidado, Luke recogió el pimpollo junto con un poco de tierra que lo rodeaba y lo transportó en las manos, procurando no lastimar aquel diminuto organismo. A pocos metros descubrió un pequeño grupo de acebo rodeado por brusco. Sin hacer caso de los arañazos que le causaban las espinas en los brazos, Luke se metió entre los arbustos y plantó el pimpollo en el centro. Luego levantó la vista. El cielo estaba despejado. «Espero que logres crecer aquí», dijo satisfecho, y se alejó.

El hermano Adam conocía la abadía de Beaulieu tan a fondo que podría haberla recorrido con los ojos vendados.

De todos sus lugares gratos, ninguno resultaba más encantador que los recintos con arcos situados en la parte norte del gran claustro, frente al frater donde comían los monjes del coro. Estaban perfectamente resguardados de la brisa, y dado que se hallaban orientados al sur, el sol les daba de pleno. Sentado en un banco de uno de estos recintos con un libro en las manos, mientras contemplaba el apacible rectángulo verde del claustro y aspiraba el dulce aroma de la hierba recién cortada aderezado con el perfume más intenso de las margaritas, a Adam le parecía hallarse lo más próximo al cielo que podía estar un hombre en la Tierra.

Su recinto favorito se encontraba cerca del centro. Había que bajar los escalones de piedra situados en la puerta de la iglesia: cinco escalones. Luego doblar a la derecha. Doce pasos exactamente. Si hacía una tarde soleada sentías el calor a través de los arcos abiertos junto al quinto peldaño. Después de dar el paso número doce girabas a la derecha y ya estabas allí.

En las últimas semanas, Adam había tenido pocas oportunidades de gozar de este placer. Su trabajo en las granjas había alterado esa costumbre. Pero una tibia tarde mayo se había acercado allí y se encontraba sentado con la capucha puesta —la señal que empleaban los monjes para que no los perturbaran— leyendo distraídamente la vida de san Wilfrid, cuando su ensueño fue interrumpido por un novicio que corría por el claustro exclamando en voz baja:

—¡Venga, hermano Adam! ¡Apresúrese! ¡Ha llegado la Salvación! Y todos han ido a contemplarla.

Naturalmente, Adam se levantó enseguida. La «Salvación», como lo había llamado el ignorante novicio con encantadora ingenuidad, era el Salvata, el barco de la abadía, una embarcación rechoncha con velas cuadradas que utilizaban con frecuencia. La primera escala, después de abandonar el estuario de Beaulieu, era un puerto cercano. Durante los últimos siglos el pequeño puerto situado en la embocadura de la gran bahía del Solent, en la zona oriental del Forest, llamado Southampton, había adquirido una gran pujanza. Junto a su malecón, los monjes de Beaulieu poseían un almacén donde guardaban el producto anual de la lana que exportaban. Posteriormente, en su viaje de regreso, el Salvata recogía toda clase de mercancías en Southampton, entre ellos el vino francés con que los monjes obsequiaban a sus huéspedes. Tras zarpar de Southampton, el barco navegaba a lo largo de la costa hasta el condado de Kent, desde donde atravesaba el canal de la Mancha. O bien proseguía hacia el estuario del Támesis, hasta Londres o, más frecuentemente, hacia la costa oriental de Inglaterra, hacia el puerto de Yarmouth, donde recogía un cargamento de arenques salados para la abadía. La llegada del Salvata al embarcadero situado más abajo de la abadía siempre provocaba un gran revuelo.

Como era de prever, cuando el hermano Adam llegó al embarcadero la mayor parte de la comunidad de la abadía —más de cincuenta monjes y unos cuarenta hermanos legos— ya se había congregado allí para presenciar la llegada del barco, y el prior, a quien le encantaba este tipo de sucesos, gritaba unas órdenes innecesarias:

—¡Cuidado! ¡Ojo con el cabo de amarre!

Adam contempló la escena con afecto. Era preciso reconocer que en ocasiones hasta los monjes más devotos se comportaban como niños.

El cargamento consistía en arenques salados. Tan pronto como hubieron colocado la pasarela, todos se precipitaron para sacar rodando uno de los barriles.

—¡Dos para cada barril! —ordenó el prior—. Transportadlos hasta el almacén.

Veinte barriles ya se hallaban en camino. Los monjes bromeaban entre sí; reinaba un ambiente festivo. El hermano Adam se disponía a regresar a su lugar favorito en el claustro cuando observó que el capitán del barco se dirigía al prior y le decía algo. El hombre señaló aguas abajo y John de Grockleton reaccionó con enérgicos aspavientos.

A continuación, se puso a vociferar.

Si había algo que sacaba a Grockleton de sus casillas, era un ataque contra los derechos terrenales de la abadía. Había dedicado su vida entera a protegerlos. Entre estos derechos estaba el de pescar en el río de Beaulieu.

—¡Una villanía! —gritó—. ¡Un sacrilegio!

Los monjes que transportaban los barriles rodando se pararon y se volvieron.

—¡Hermano Mark! —gritó el prior—. ¡Hermano Benedict…! —Grockleton señaló a un hermano tras otro—. Vayan en busca del esquife. Acompáñenme.

No era necesario estar inspirado para adivinar lo ocurrido. Habían visto a un grupo de hombres pescando —arrojando sus redes desde un boterío abajo. Y para colmo, uno de ellos era un comerciante de Southampton, donde los burgueses sostenían rotundamente que ellos también tenían unos derechos, más antiguos que los de la abadía, para pescar en el río. Ésa era el tipo de batalla, según creía Grockleton, que Dios deseaba que librara.

Dios no invita todos los días a deleitarse con la emoción de la caza aquellos que han renunciado a los goces terrenales. En un abrir y cerrar de ojos, un esquife que contenía a tres monjes se deslizó río abajo mientras dos grupos, cada uno de ellos compuesto por una docena de monjes y hermanos legos, bajaban apresuradamente por las riberas. Grockleton, cayado en mano, con la espalda encorvada e inclinado hacia delante como un ganso dispuesto a atacar, encabezaba el grupo que descendía por la ribera occidental. El hermano Adam se incorporó a éste sin que nadie se lo pidiera.

Avanzaban a un ritmo pasmoso. Utilizando su cayado como si fuera otra pierna, el prior caminaba a tal velocidad que algunos monjes tuvieron que levantar la falda de su hábito y casi echar a correr para alcanzarlo. Dos hermanos legos se adelantaron para explorar el terreno. El sendero discurría a través de un robledal antes de salir a un amplio recodo pantanoso del río. No bien llegaron a él los monjes oyeron un grito procedente del esquife que navegaba a su izquierda y simultáneamente vieron a su presa ante ellos, más abajo del recodo.

Los hombres de Southampton poseían un voluminoso barco de tingladillo, con un solo palo y ocho remos. Puesto que no había señal de una vela, era de suponer que se proponían regresar a Southampton remando a lo largo de la costa. Aún no habían recogido sus redes del río pero, con un descaro infernal, tres de ellos habían encendido una pequeña fogata en la ribera y se hallaban preparándose la comida. A juzgar por la calidad de su ropa, Adam dedujo que uno de éstos era un rico comerciante. Suposición que quedó confirmada cuando el prior masculló entre dientes:

—Henry Totton.

El comerciante de marras incluso poseía unos almacenes próximos al cobertizo donde los monjes guardaban la lana, junto al malecón.

—¡Intrusos! —tronó la voz de Grockleton a través del pantano—. ¡Villanos! ¡Desistid inmediatamente!

Sorprendido, Totton alzó la vista. Adam tuvo la impresión de que murmuraba algo, tras lo cual se encogió de hombros. Sus dos acompañantes parecían indecisos. Pero no cabía duda alguna sobre la actitud de los ocupantes del barco.

Eran cinco. Uno, instalado en la proa, era un tipo de aspecto singular. Aunque el barco se hallaba al menos a doscientos metros de la orilla, era un individuo inconfundible porque, aparte de su pelo negro, que llevaba peinado hacia atrás y sujeto con una coleta, su raída barba no podía disimular el hecho de que, tras descender hasta el labio inferior, su rostro había decidido hundirse directamente en el cuello, prescindiendo de la tediosa necesidad de una barbilla. Sus rasgos poseían un cierto aire jovial que indicaba que el hombre se sentía satisfecho de los mismos. Y fue ese individuo quien, volviéndose lentamente, sin malicia y a modo de saludo, miró al prior, alzó el brazo y levantó un solitario dedo.

A Grockleton le sentó como una flecha disparada con un arco.

—¡Perro impío! —exclamó—. ¡Atrapadlos! —gritó señalando a los hombres situados en la ribera—. ¡Azotadlos! —chilló esgrimiendo su cayado.

Durante unos instantes sus seguidores vacilaron. Algunos miraron a su alrededor en busca de ramas para utilizarlas como armas. Otros crisparon los puños como si se dispusieran a abalanzarse sobre los hombres instalados junto a la fogata.

Fue sólo un instante, que el hermano Adam aprovechó sin dilación.

—¡Deteneos! —gritó con tono de autoridad. Sabía que contradecía las órdenes del prior, pero tenía que hacerlo. Luego se acercó rápidamente a Grockleton y dijo—: Padre prior, si empleamos la violencia, los hombres del arco pueden atacarnos. —Adam señaló como para hacer que Grockleton reparara en algo que le había pasado inadvertido—. Aun teniendo la razón de nuestra parte —añadió con deferencia—, después de lo que ocurrió en la granja…

El sentido no podía estar más claro. Si el prior se enzarzaba en una pelea con esos hombres, la reputación de la abadía quedaría malparada.

—Si conocemos sus nombres —agregó Adam—, podemos querellarnos contra ellos. —El hermano se detuvo, conteniendo el aliento.

La reacción de Grockleton fue muy curiosa. Emitió una pequeña exclamación, como si hubiera despertado de pronto de un sueño. Miró a Adam unos momentos con cara de no entender lo que decía. Los demás hermanos le observaban.

—Hermano Adam —dijo de sopetón en voz alta—, tome sus nombres e identifíquelos. Si se resisten, les reduciremos.

—Sí, padre prior. —Adam inclinó la cabeza y echó a andar resueltamente. Después de dar unos pasos, se volvió y preguntó con tono respetuoso—: ¿Puedo llevar conmigo a dos hermanos, padre prior?

Grockleton asintió. Adam indicó a dos monjes y se apresuró a cumplir la tarea que le había encomendado su superior.

El hermano Adam había tratado de salvar el honor del prior y confiaba en que su plan diera resultado. Por lo que se quedó de una pieza cuando, tan pronto como se hubieron alejado un trecho, oyó murmurar a uno de sus acompañantes:

—Ha dejado usted al prior en ridículo, hermano Adam.

Y éste comprendió que Grockleton nunca le perdonaría por ello.

Una semana más tarde, en una apartada zona del bosque occidental, dos hombres descansaban tranquilamente junto a su pequeña hoguera y aguardaban.

Unos metros más lejos se alzaba un gigantesco montículo cubierto de turba, que añadía misterio a la umbrosa escena, y, de unos orificios situados en sus costados, brotaban unas nubecillas de humo. Puckle y Luke elaboraban carbón de leña.

El oficio de quemador de carbón es muy antiguo y requiere una gran destreza. Durante el invierno, Puckle cortaba una ingente cantidad de ramas y troncos, llamados zoquetes. Todas las principales maderas del bosque —roble, fresno, haya, abedul y acebo— servían para fabricar carbón de leña. Luego, a finales de primavera, Puckle encendía su primer fuego.

El fuego de un quemador de carbón no se parece a otros. Es gigantesco. Lenta y minuciosamente, Puckle comenzaba disponiendo los leños en un enorme círculo, de unos cinco metros de diámetro. Una vez completada, la montaña de madera se alzaba unos tres metros del suelo. Luego, Puckle se encaramaba a una escalera curvada sobre esta gigantesca construcción y cubría el montón de leña con una capa de tierra y turba, de forma que cuando había concluido ofrecía el aspecto de un misterioso montículo herboso. Lo encendía por arriba.

—El fuego de carbón de leña arde hacia abajo —explicó Puckle—. Ahora no queda sino esperar.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Luke.

—Tres o cuatro días.

El cono de carbón de leña es un aparato fantástico. Su fin es transformar la madera húmeda y resinosa en un material que se asemeje lo más posible al carbón puro. Es preciso quemar la leña sin dejar que se consuma y oxide hasta el extremo de convertirse en cenizas inútiles, lo cual se consigue cubriendo los costados con turba a fin de restringir al máximo la cantidad de oxígeno en el interior del cono. Asimismo, el proceso se retarda y controla haciendo que el material arda hacia abajo, de forma más gradual. El carbón de leña que se obtiene de este modo es ligero, fácil de transportar y, una vez calentado en un brasero hasta el punto de encenderse, arde despacio, sin llama, y emite un calor más intenso que la madera del que procede.

Al final de la jornada, la primera vez que realizaron esta operación, Luke observó que el humo que brotaba de los orificios desprendía vaho y que los costados superiores del cono estaban húmedos.

—Esto se denomina sudar —explicó Puckle—. La madera exhala agua.

El tercer día, cuando el proceso estaba casi completado, Luke observó que de los leños inferiores se escurría un material negruzco y viscoso.

—Ya está —anunció Puckle al final de aquella jornada—. Lo único que tenemos que hacer es esperar a que se enfríe.

—¿Y eso cuánto tardará?

—Un par de días.

Los dos hombres llenaron su carrito repetidas veces con el carbón de leña obtenido de aquel cono.

Luke se sentía satisfecho de ser un quemador de carbón. Estos hombres vivían principalmente en el Forest; poca gente les veía y reparaba en ellos. Era un oficio ideal para Luke, tanto más cuanto que la zona cercana a Burley en la que trabajaba Puckle se hallaba lejos de la abadía, y los funcionarios forestales en aquella comarca no le conocían. Era un trabajo sencillo. Mientras la fogata ardía, Luke podía pasear por el bosque o bien observar a Mary cuando le apeteciera.

Puckle aceptó encantado darle alojamiento. Siempre se había regido por sus propias normas. Tenía una familia numerosa, compuesta por sus propios hijos, los de su difunto hermano y la progenie de otros miembros de la familia cuyos orígenes nadie se había molestado en indagar. De modo que cuando un guardabosque le preguntó un día quién era su ayudante y Puckle respondió sin inmutarse «uno de mis sobrinos», el hombre asintió y no le dio más vueltas al asunto.

Luke pensó que podría quedarse en el Forest con Puckle unos meses. Sólo la familia de Puckle sabía que se encontraba allí. No se lo dijeron a nadie.

—Cuantas menos personas lo sepan, mejor —dijo Puckle—. Así estarás seguro.

No obstante, Luke no pudo reprimir un breve escalofrío de temor aquella tarde de mayo cuando Puckle alzó de pronto la vista y dijo:

—¡Vaya, tenemos visita! —Tras lo cual añadió en voz baja—: Haz lo que yo te diga.

El hermano Adam cabalgaba despacio a lomos de su poni. Se sentía un tanto apático. Creía conocer el motivo. Incluso farfulló la palabra para sus adentros: «Acedia.» Todos los monjes conocían ese estado. Acedia: un término en latín que no tenía un equivalente preciso en la lengua inglesa. Significaba indolencia, aburrimiento, depresión, apatía; como si los sentimientos de uno hubieran muerto; una sensación de vacío; una especie de desgana, como cuando uno oye el tañido de una campana pero no se responde. Le sobrevenía algunas tardes, como un aletargamiento, o en ciertas épocas del año, en pleno invierno, cuando no ocurría nada interesante, o a fines de verano, después de la cosecha. Era preciso combatirlo, desde luego. No era sino obra del demonio, que trataba de minar las fuerzas de uno y debilitar su fe. El remedio más eficaz era el trabajo duro.

Nadie podía negar que el hermano Adam había trabajado duramente. Los últimos días había permanecido en el valle del Avon. Una vez que hubieran segado los prados, los campesinos cargaban el heno en unos carros que atravesaban el Forest. Adam se había alojado en Ringwood, desde donde había navegado aguas arriba y abajo para inspeccionar todos los prados. Prácticamente había inspeccionado las guadañas de los campesinos. El prior había enviado a tres hermanos legos para que supervisaran las operaciones y le había encargado a él que vigilara la buena marcha de las mismas. Ni siquiera Grockleton podía insinuar que Adam no había cumplido con su menester.

Por primera vez, según reconoció Adam, se alegraba de haber abandonado la abadía. Los días siguientes al incidente del río habían sido tensos. El deber de todo monje era apartar de su pensamiento cualquier pensamiento nocivo y mostrarse caritativo con todos sus hermanos, y, le gustara o no, Grockleton seguramente lo había intentado de veras. Pero la presencia de Adam en aquellos momentos no podía dejar de irritarle, por lo que Adam había accedido encantado a marcharse de la abadía.

Pero había llegado el momento de regresar, cosa que no le apetecía. Al llegar a Burley se sentía deprimido; sin apenas reparar en lo que hacía, había permitido que su poni enfilara por un sendero errado y había tenido que tomar por unos atajos hasta alcanzar el camino indicado, sintiéndose un tanto culpable, cuando vio a los quemadores de carbón aplicados a su faena.

Un año atrás el hermano Adam habría pasado de largo sin más que un apresurado saludo, pero ahora le pareció natural detenerse y charlar con ellos. Y si a la vez era un pretexto para retrasar un poco su regreso, tanto mejor.

El leñador se hallaba de pie junto a la pequeña fogata del campamento; el segundo individuo estaba algo alejado, junto al humeante cono de carbón de leña. El hermano Adam creía recordar haber visto a Puckle el año anterior, cuando éste había acudido a la abadía para entregarles unas estacas para las viñas. El rostro del joven también le resultaba familiar, pero esas gentes del Forest estaban todas emparentadas, y era lógico. Adam fijó la vista en Puckle y le preguntó con tono afable si había terminado de quemar el carbón.

—Falta un día más —respondió Puckle.

Adam le formuló otras preguntas obvias: de dónde procedía, a quién le vendería el carbón de leña. El movimiento de los ciervos constituía un tema de conversación fácil con cualquier habitante del Forest, mejor incluso que el tiempo.

—Supuse que vería a algún ciervo común en Stag Brake —comentó Adam.

—No, ahora deben de estar cerca de Hinchelsea.

Adam asintió. Luego miró el cono de carbón de leña, tras el cual se ocultaba el otro individuo.

—¿Sólo tiene a un ayudante? —preguntó.

—Sí, hoy sólo tengo a uno —respondió Puckle. A continuación, dijo con naturalidad—: Acércate un momento, Peter.

El hermano Adam observó con curiosidad al joven que se acercó a él.

Avanzó tímidamente, con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo. Tenía la boca entreabierta, fláccida. Un tipo patético, pensó el monje. Pero no queriendo mostrarse descortés, le preguntó:

—¿Has estado alguna vez en Beaulieu, Peter?

El joven pareció sobresaltarse, tras lo cual farfulló una respuesta incoherente.

—Es mi sobrino —dijo Puckle—. Apenas habla.

El hermano Adam contempló la hirsuta cabeza que tenía ante sí.

—Nosotros utilizamos vuestro carbón de leña para caldear la iglesia —comentó con tono jovial, pero no se le ocurrió ninguna otra frase.

—Está bien, chico —terció Puckle con suavidad, indicando al joven que podía retirarse—. En realidad —explicó al monje cuando su sobrino se alejó—, es un poco simple.

Como para confirmar ese comentario, al alcanzar el gigantesco y humeante cono el joven se detuvo, se volvió un poco, señaló el cono de carbón de leña e imitando a la perfección la voz de un imbécil pronunció una sola palabra:

—Fuego.

Adam tendría que haber reemprendido viaje, pero por alguna razón no lo hizo. En lugar de ello se quedó un rato con el quemador de carbón y su sobrino, compartiendo con ellos la paz que ofrecía aquel escenario. Qué aspecto tan raro tenía el descomunal cono cubierto de turba. ¿Quién sabe qué potente calor, qué ardiente fuego contenía, oculto en el gigantesco montículo verde? Acaso el humo que exhalaba en silencio por los orificios de sus costados procedía de Tártaro, o de la misma región infernal, situada en los abismos. De improviso se le ocurrió al monje un divertido pensamiento. ¿Y si Puckle, que habitaba en lo más recóndito de New Forest, fuera en realidad el guardián del infierno? Esa idea hizo que Adam observara de nuevo al quemador de carbón.

No había reparado en la curiosa estampa que presentaba el leñador. Quizá se debía al umbroso paraje, o al resplandor rojizo de las brasas de la fogata, pero Adam pensó de pronto que su deforme figura le confería el aspecto de un gnomo; su rostro curtido, tostado como un roble, parecía haber adquirido un misterioso resplandor. ¿Una expresión diabólica tal vez? Adam se dijo que aquello era una tontería; Puckle no era sino un inofensivo labriego. Sin embargo, poseía una cualidad insondable, un calor profundo, oculto, potente, un calor que Adam no poseía. Por fin, tras despedirse con una inclinación de cabeza, el monje azuzó a su poni con una pequeña patada y partió.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó Luke con una carcajada—. ¡Temí que no se fuera nunca!

Adam no debió tomar aquel camino. Después de pasar frente a la pequeña iglesia de Brockenhurst, el monje siguió por un sendero que discurría hacia el sur a través del bosque y le había conducido hasta el apacible vado del río. El lugar estaba tan desierto como cuando lo habían utilizado Adela y Tyrrell. Pero al otro lado del vado, situado en el extremo de un largo sendero que ascendía a través del bosque, había un inmenso terreno que había sido desbrozado y dividido en varios grandes campos, que los monjes supervisaban.

Frente a él, más allá de esa explanada que había sido desbrozada, bajo el cielo raso, se hallaba Beaulieu Heath y el sendero que conducía al este, hacia la abadía. Era el sendero que debió tomar Adam. Pero en lugar de ello se había dirigido hacia el sur. El monje se dijo que daba lo mismo, pero no era así.

Adam anduvo a lo largo del borde del bosque. Al cabo de un rato vio un camino a la derecha. Si bajaba por él, sabía que llegaría a la antigua iglesia parroquial de Boldre, situada en una sombría loma que dominaba el valle del río. Pero Adam no se dirigió allí, sino que continuó hacia el sur. Al poco llegó a una pequeña vaquería, con una dehesa para treinta vacas y un toro, y unas cuantas viviendas rústicas. Pilley. Adam apenas reparó en ella.

¿Por qué había pensado en aquella mujer, la campesina que había visto en el granero? No había motivo alguno. Estaba aburrido. No tenía importancia. Adam prosiguió durante otro par de kilómetros, hasta llegar a una aldea. Se llamaba Oakley.

Desde allí podía atravesar perfectamente el páramo.

Las aldeas de New Forest no habían cambiado. No solían tener un centro. Estaban construidas sin orden ni concierto, a veces junto a un río, o al borde de un páramo. Ningún señor feudal les había forzado a adoptar una forma ordenada. Idénticas viviendas con techado de paja, unas alquerías dotadas de pequeños establos de madera, unas modestas haciendas, más que unas explotaciones agrícolas, proclamaban que éstas eran unas comunidades iguales que se habían asentado en el Forest en tiempos remotos.

El sendero que atravesaba Oakley discurría de este a oeste y tenía la superficie de lodo turboso y grava que solía encontrarse en el Forest. En lugar de girar hacia el este, Adam dobló hacia el oeste y anduvo conduciendo a su caballo de la rienda. Vio varias casuchas, pero al cabo de medio kilómetro éstas finalizaron y el sendero comenzaba a descender, entre profundos terraplenes, hacia el valle del río. Adam observó que el último lugar, situado en el lado norte del sendero, era una hacienda rodeada de varios edificios anexos, entre ellos un pequeño granero. Detrás de él se veía una pequeña dehesa, una explanada sembrada de tojo y, más allá, el bosque.

Adam se preguntó si la mujer viviría allí. En caso de que ésta apareciera, él se detendría para interesarse educadamente por su marido.

No había ningún mal en ello. Adam obligó sin prisas a su poni a dar la vuelta, para comprobar si alguien salía de la hacienda, pero no vio a nadie. Se detuvo, escrutó las otras viviendas y regresó lentamente. En el lugar donde había echado a andar hacia la población, Adam vio a un campesino y le preguntó quién vivía en la hacienda que acaba de pasar.

—Tom Furzey, hermano —respondió el hombre.

Adam notó que el corazón le daba un brinco de alegría. Asintió con calma al campesino y se volvió. De modo que allí era donde vivía la mujer. Adam sintió deseos de retroceder. Pero ¿con qué excusa? Intercambió otro par de frases con el campesino, comentó de pasada que nunca había visitado esa población pero luego, temiendo quedar como un idiota, prosiguió su camino.

Al llegar a su extremo oriental, la aldea cedía paso a un prado con un estanque. La última hacienda, algo mayor que las otras y provista de un campo, pertenecía a Pride, según sabía Adam. Unos robles enanos, un pequeño fresno y unos sauces tachonaban el borde del estanque, que estaba cubierto de ranúnculos blancos acuáticos.

El sendero pasaba frente a la hacienda de Pride y se prolongaba hacia el páramo.

Adam lo atravesó cabalgando lentamente. Algunas zonas eran pantanosas. De haberlo cruzado más hacia el norte, el suelo habría sido más seco.

Adam se lamentó de no haber visto a la mujer.

Cuando hubo atravesado la mitad del páramo, observó la tenue luz crepuscular reflejada en los pálidos muros de barro de un establo de ovejas. Más allá se extendían los campos de la granja Beufre.

Pronto estaría de regreso en la abadía.

Acedia.

Tom Furzey se sentía tan satisfecho de sí mismo que cuando estaba a solas se quedaba ensimismado babeando de alegría. Estaba francamente asombrado de haber sido capaz de concebirlo. El plan era de lo más sutil, rebosaba ironía y poseía una simetría perfecta; Tom quizá no conociera esas palabras, pero las habría comprendido sin dificultad alguna.

El asunto había surgido inopinadamente. La esposa de John Pride tenía un hermano que había ido a Ringwood y dentro de unos días iba a casarse allí; era un excelente matrimonio con la hija de un carnicero cargado de dinero. Toda la familia Pride iba a asistir a la boda. Mejor aún, la hermana de Tom le había informado:

—Se quedarán en Ringwood hasta tarde. No regresarán hasta el día siguiente al amanecer.

—¿Todos? —le había preguntado él.

—Excepto el joven John. —Éste era el hijo mayor de Pride, un chico de doce años—. Tiene que atender a los animales. Y al poni. —Al decir esto ella le había dirigido una mirada cargada de significado.

—Eso me dio que pensar —le dijo Tom más tarde a su hermana, cuando le explicó su plan.

Ella era la única que estaba enterada del plan, porque Tom precisaba su ayuda.

—A lo que parece, lo tienes todo previsto, Tom —había respondido ella, francamente impresionada.

En efecto, el día señalado los Pride partieron de buena mañana a Ringwood en su carro. Hacía una mañana tibia y soleada. Tom realizó sus quehaceres como de costumbre. A media mañana reparó la puerta del gallinero. Esperó hasta última hora de la tarde para comunicar a Mary:

—Hoy recuperaremos a mi poni.

Tom observó a su esposa para comprobar su reacción, que fue la que él esperaba.

—No puedes hacerlo, Tom. No dará resultado.

—Te aseguro que sí.

—Pero John…

—Él no puede hacer nada.

—Se enfurecerá, Tom.

—¿Ah, sí? Recuerda que yo también estaba furioso. —Tom se detuvo hasta que Mary hubo asimilado eso. Aún quedaba lo mejor—. A propósito —añadió Tom plácidamente—, irás a buscarlo tú.

—¡No! —exclamó Mary horrorizada—. Es mi hermano, Tom.

—Forma parte del plan. Es imprescindible, por así decir. —Tom hizo una pausa larga antes de descargar el golpe de gracia—. Y tienes que hacer otra cosa. —A continuación, le contó el resto de plan.

Cuando Tom hubo concluido Mary no lo miró, tal como él había previsto, sino que clavó la vista en el suelo. Podía negarse, desde luego. Pero si lo hacía, él le haría la vida imposible. Era inútil implorar, haciéndole ver que era humillante para ella. Eso a él le tenía sin cuidado. Estaba empeñado en salirse con la suya. Era su venganza contra todos ellos. Mary se preguntó qué sería de ella cuando terminara este asunto. «Se creerá el gallo del corral —pensó—. Pero no me quiere.» Y con esta prueba de los sentimientos de su esposo, Mary agachó la cabeza.

Haría lo que él deseaba para mantener la paz en la familia. Pero le odiaría. Ésa sería su defensa.

—Todo saldrá a pedir de boca —le oyó decir en voz baja.

Cuando el sol empezó a declinar, el joven John Pride se sintió muy satisfecho de sí mismo. Por supuesto, había echado de comer a las gallinas y a los cerdos, había limpiado el establo y llevado a cabo las tareas que había realizado mil veces. Pero nunca le habían dejado a cargo de la casa y los animales durante todo el día y, como es lógico, estaba nervioso. Ahora lo único que le quedaba por hacer era ir a buscar al poni que estaba en la dehesa.

El joven John había vigilado al poni estrechamente, tal como le había ordenado su padre. No le había quitado ojo en todo el día. Para mayor seguridad, aquella noche dormiría en el establo.

El grito que desgarró el sereno ambiente nocturno provenía de cerca. La hermana de Tom Furzey vivía al otro lado del prado. Ella y John Pride apenas se hablaban desde el incidente del poni, pero sus hijos se veían prácticamente todos los días. Ni ella ni él podían impedirlo. El grito lo había emitido Harry, un chico de la edad del joven John.

—¡Socorro!

John salió corriendo del patio y atravesó el prado, sorteando el borde del estanque. La escena que contempló lo dejó helado. La madre de Harry yacía en el suelo boca abajo. Seguramente había resbalado junto a la verja y se había golpeado la cabeza contra un poste. Estaba inmóvil. Harry trataba en vano de hacer que se incorporara. En el preciso momento en que llegó John salieron de la casa el marido de la mujer y Tom Furzey, quien sin duda había ido a visitar a su hermana. Los otros hijos de la desdichada que yacía en el suelo también salieron apresuradamente.

Sin perder un instante, Tom se arrodilló junto a su hermana, le tocó el pulso en el cuello y la colocó boca arriba.

—No está muerta —declaró—. Parece que se ha golpeado la cabeza. Agarradla por las piernas, chicos —ordenó haciendo un breve gesto con la cabeza al joven John. Éste y el marido de Mary la alzaron por las axilas y la transportaron hasta la casa—. Ahora es mejor que salgáis —dijo Tom a los niños al tiempo que daba a su hermana unas suaves palmaditas en la mejilla. Los niños obedecieron.

John se quedó unos minutos. En esto apareció otro vecino. Pero no vio a nadie merodeando por la hacienda de los Pride.

Momentos después, Tom salió de la casa y les dirigió a todos una sonrisa de satisfacción.

—Ya ha recuperado el conocimiento. No tenéis nada que temer. —Tras estas palabras volvió a entrar.

Al cabo de unos minutos, el joven John decidió regresar a su casa. Dio un rodeo por el estanque y entró en el pequeño patio. Miró hacia la dehesa, pero no vio al poni. El chico arrugó el ceño y volvió a mirar. Entonces, presa de una angustiosa sensación de pánico, el joven John Pride observó que el campo estaba desierto. El poni había desaparecido.

Pero ¿cómo? La verja estaba cerrada. El campo estaba rodeado por un muro de tierra y un cercado: era imposible que el poni lo saltara. El chico corrió al establo. Estaba vacío. Echó a correr hacia el prado y lo exploró. En esto apareció Harry que le preguntó qué ocurría.

—El poni ha desaparecido.

—Aquí no ha estado —repuso el chico—. Te acompaño. —Y echó a correr con John hacia la casa de los Pride—. Miremos a ver si está en el páramo —gritó Harry. Ambos niños se dirigieron a la carrera hacia Beaulieu Heath.

El sol desaparecía en el horizonte. Un resplandor rojizo cubría el páramo y las matas de tojo arrojaban unas sombras oscuras. Aquí y allá, junto a los matorrales, se veían las sombrías siluetas de unos ponis. El joven Pride estaba desesperado.

Su compañero le dio un codazo y señaló.

—Mira —dijo.

Era el poni. Estaba seguro de ello. El pequeño animal estaba junto a una mata de tojo, aproximadamente a un kilómetro de distancia. Los dos niños echaron a correr hacia él. Pero de pronto, como si los hubiera visto, el poni se alejó apresuradamente y desapareció detrás de una hondonada.

Harry se detuvo.

—Jamás lograremos atraparlo de esta forma —dijo Harry, resollando—. Será mejor que lo persigamos a caballo. Puedes montar mi poni. Yo tomaré el de mi padre. ¡Vamos!

Ambos regresaron apresuradamente. El joven Pride estaba tan impaciente que no esperó a que su amigo le colocara la silla. Al cabo de unos momentos, los dos niños partieron a caballo, aureolados por el resplandor rojizo del crepúsculo.

—Imagino que pasarán toda la noche fuera —dijo Tom riendo de gozo.

Lo había planeado con precisión y todo había ido bien.

Poco después del anochecer, Mary condujo al poni a través del bosque situado detrás de su casa y él la ayudó a encerrarlo en el pequeño establo. Una vez allí, con la puerta cerrada, habían examinado al animal a la luz de la lámpara. Era aún más bonito de lo que él recordaba. Aunque ella no dijo nada, él comprendió que Mary pensaba lo mismo. Era bien entrada la noche cuando salieron del establo y atrancaron la puerta tras ellos.

Cuando Tom se despertó ya había amanecido y el sol se elevaba sobre el horizonte.

—Dale de comer a mi poni —murmuró saltando de la cama—. Ya te avisaré cuándo debes presentarte. —Y sin detenerse, salió apresuradamente y echó a andar por el sendero que conducía a la hacienda de John Pride. Quería ver la expresión de Pride cuando éste regresara a su casa.

Todo resultaba según lo previsto. Pride aún no había regresado a la hacienda.

Pero su hijo John si estaba en casa. El pobre chico estaba sentado en el borde del prado, junto a Harry. Estaba pálido y abatido. Habían permanecido fuera toda la noche, según dijo Harry, quien había seguido las instrucciones de su tío y no se había apartado del joven John. Éste tendría ahora que explicar a su padre que el poni se había escapado.

Tom hasta sentía cierta lástima del chico. Pero éste era su gran día y todos los Pride debían sufrir su venganza.

Lo había ensayado todo. La gente empezaba a congregarse frente a la hacienda: su hermana, luciendo oportunamente una venda en la cabeza, unas gentes de la aldea y un grupo de niños, todos ellos aguardando para presenciar el regreso de Pride. Tom sabía exactamente lo que iba a decir.

«Conque el poni se ha escapado, ¿eh, John? No entiendo cómo lo consiguió. ¿No estaba con él el joven Pride cuando ocurrió? ¿No lo había visto el hijo de su hermana en el páramo? De modo que se encuentra en el Forest. —Y a continuación diría—: Será mejor que vayas en su busca, John. Sé que eres muy hábil para dar con el paradero de un poni, John.»

Pero aún faltaba lo mejor. Tan pronto como apareciera Pride, el pequeño Harry iría a corriendo a buscar a Mary. Ésta aparecería por el sendero y gritaría: «¡Ay, Tom, no puedes imaginarte lo que ha ocurrido! ¡He encontrado a nuestro poni en el páramo!» «Será mejor que lo encierres en el establo, Mary», respondería él.

«Ya lo he hecho, Tom», diría ella.

¿Y qué iba a hacer John Pride cuando su hermana dijera eso? ¿Cómo iba a resolver esa papeleta?

«Lamento lo ocurrido, John —diría él—. Supongo que el animal quería regresar a su casa.»

Iba a ser el mejor momento de toda su vida.

Transcurrieron unos minutos. La gente charlaba en voz baja. El sol, que lucía sobre los árboles, presentaba un color amarillo acuoso. El suelo estaba aún cubierto por una espesa capa de rocío.

—¡Aquí vienen! —exclamó un niño. Tom hizo un gesto imperceptible con la cabeza al joven Harry, quien se escabulló.

Mary permaneció unos minutos en el pequeño establo después de haber ido a dar de comer al poni. Al principio estaba tan pasmada que no pudo reaccionar. Luego frunció el ceño, intrigada. Por fin, después de echar un vistazo al desván donde había pasado tantos ratos felices en invierno, asintió con la cabeza.

Sí, eso tenía que ser. No había otra explicación. Incluso murmuró:

—¿Estás ahí?

Pero su pregunta no obtuvo respuesta.

—Supongo que es una de tus bromas —dijo Mary suspirando. No sabía si echarse a reír o llorar.

Mary salió, se dirigió a la cerca y dirigió la vista hacia los árboles que crecían al otro lado de la explanada. Casi esperaba observar alguna señal, pero no vio nada. Olvidándose durante unos momentos del poni, contempló durante un rato el paisaje como sumida en un ensueño.

Era el sistema que había elegido Luke para darle a entender que estaba allí, velando por ella. Mary se sintió embargada por una profunda sensación de dicha. Luego meneó la cabeza y murmuró:

—Pero ¿en qué lío te has metido ahora, Luke?

En aquellos instantes apareció el joven Harry.

Todo había salido según lo previsto. Tom casi gorgojeaba para sus adentros de gozo y emoción. Se habían pronunciado todas las palabras, John Pride echaba chispas, el niño estaba a punto de romper a llorar. Toda la aldea gozó con la broma al ver a los Pride apearse de su carro con aire azorado.

—Será mejor que vayas a comprobar si falta alguno de tus animales —dijo Tom—. ¡Quizá se haya escapado alguno! ¿Eh? —Ese comentario no se le había ocurrido hasta ahora. Se sentía tan satisfecho de él, y de las risas que arrancó, que fue un poco más lejos—. ¿No será que no les gusta tu casa, John? ¿Que algo les desagrada?

Los curiosos se reían a mandíbula batiente. Tom echó un vistazo al sendero. Suponía que Mary llegaría en cualquier momento. La sorpresa final. El triunfo. «Más vale que se apresure —pensó Tom—. Que llegue mientras están todos aquí.»

Una de las hijas menores de Pride corrió hacia el establo, para comprobarlo con sus propios ojos. Al poco regresó con expresión de desconcierto. Tiró a Pride del jubón, para decirle algo. Tom observó a Pride arrugar el ceño y dirigirse él mismo al establo. ¡Esto era estupendo! Al cabo de unos instantes regresó y miró directamente a Tom.

—No sé que pretendes, Tom Furzey —dijo—, ese poni está en el establo.

Silencio. Tom se quedó estupefacto. Pride se encogió de hombros con aire de desdén después del susto inicial. Tom no salía de su asombro. Era imposible.

No pudo evitarlo. Echó a correr. Pasó junto a Pride, atravesó el patio y se asomó al establo. El poni estaba sujeto a un poste. Le bastó con una ojeada. Era inconfundible. Durante unos instantes, Tom pensó en hacerse con él, en asir la cuerda y salir con el animal. Pero no podía hacerlo. De todos modos, el poni ya no importaba. Tom dio media vuelta y regresó.

—¡Caray! ¡Tom! ¿Has visto algo raro ahí dentro? —La broma se la gastaban ahora a él. La pequeña multitud de curiosos se divertía de lo lindo.

—Ha regresado corriendo a casa y se ha encerrado en ella, ¿no es así, Tom? ¿Dónde creías que se había metido? Sabemos que estás muy preocupado por el animal. Descuida, Tom, ese poni está a buen recaudo.

John Pride también miró a Tom, pero no se reía. Era evidente que se sentía aún intrigado.

Tom pasó junto a él. Y junto a la multitud. Ni siquiera se atrevía a mirar a su hermana. Bordeó el estanque y echó a andar por el sendero.

¿Cómo era posible? Tom no se lo explicaba. ¿Había advertido alguien a Pride? No. No había tiempo. Pride no estaba enterado de nada. Eso estaba claro. ¿Había adivinado su hijo lo ocurrido y había sustraído de nuevo al poni? No, era imposible. El joven Harry había pasado toda la noche con él. ¿Quién más lo sabía? La hermana de Tom y su familia. ¿Se había ido uno de ellos de la lengua? Tom lo dudaba. En cualquier caso, no era probable que alguien de la aldea aceptara hacer ese trabajo sucio para Pride.

Mary. Era el único eslabón que quedaba. ¿Es posible que hubiera salido sigilosamente por la noche mientras él dormía? ¿O que hubiera conseguido que otro lo hiciera por ella? A Tom no le parecía lógico. Pero tampoco le parecía lógico que Mary se hubiera enfadado con él por el asunto del poni.

No sabía lo que había ocurrido. Seguramente no lo sabría nunca. Una cosa era evidente: si antes había hecho el ridículo, ahora había hecho el doble de ridículo. «Vaya donde vaya —pensó Tom—, siempre pisaré un terreno movedizo.»

Cuando regresó vio a Mary a solas en el patio. Lo miraba fijamente. Sin decir nada. Pero estaba claro que iba a haber problemas. Bien, si eso era lo que ella quería, él no le privaría de ese capricho.

Al llegar junto a ella, Tom no dijo una palabra. De todos modos, no pensaba hacerlo. Pero de pronto alzó la mano y le atizó un bofetón con tal violencia que la derribó al suelo.

Tom no se arrepintió de haberlo hecho.

Tiempo de cosecha. Los días veraniegos eran más largos. Unos hombres situados en hilera, cubiertos con unas toscas batas, empuñando sus guadañas, trabajaban lenta y metódicamente en los dorados campos. Los hermanos legos, vestidos con unos hábitos blancos, les seguían con unas guadañas y unas hoces. El aire estaba saturado de polvo; los ratones de campo y otros animalitos correteaban y se refugiaban en los setos vivos, que vibraban con el zumbido de los insectos; todo estaba invadido por las típicas moscas estivales.

El cielo estaba despejado, de un profundo color celeste; el intenso calor del sol era agobiante. Pero ya comenzaba a asomar, en un punto del firmamento, una gigantesca luna llena.

El hermano Adam estaba sentado tranquilamente sobre su montura. Había ido a Beufre y ahora se hallaba en Saint Leonards. Dentro de un rato atravesaría el páramo para dirigirse a los campos situados sobre el pequeño vado. Permanecía atento.

El abad había regresado hacía una semana, tras lo cual había partido de nuevo a Londres. Antes de marcharse había dado a Adam unas instrucciones precisas.

—Vigile durante la cosecha, Adam. Durante esa época contratamos a muchos peones. Procure que no beban ni se metan en líos.

Por el sendero subía un carro, tirado por un enorme caballo. El carro contenía hogazas de pan procedentes del horno de la abadía, preparadas con una harina «familiar» más gruesa destinada a los peones, y unos barriles de cerveza.

—Envíen sólo Wilkin le Naket —había ordenado Adam con firmeza. Era la cerveza más ligera de las que elaboraban en la abadía. Aplacaría la sed de los trabajadores sin producirles embriaguez ni somnolencia. Adam alzó la vista hacia el sol. Cuando llegara el carro, decretaría un rato de descanso. El monje dirigió la vista hacia el páramo. La víspera habían recolectado el trigo del campo siguiente.

Entonces descubrió a la mujer, Mary, vestida con un sencillo vestido largo recogido en la cintura, que caminaba hacia él a través de la tosca hierba.

Mary caminaba sin apresurarse. Por el simple motivo de que Tom no la esperaba. Llevaba una cestita con fresas silvestres que había cogido para él.

¿Qué hace una mujer cuando está obligada a vivir con un hombre? ¿Cuándo no hay escapatoria, ni hijos que compartir? ¿Qué hace cuando vive en una hacienda en la que su matrimonio ha fracasado pero sigue casada?

Desde hacía mucho tiempo su marido y ella se trataban con frialdad, y a pesar de que ella no le amaba, no soportaba esa situación. ¿Qué se quería para salvar un matrimonio? Quizás un pequeño regalo, una muestra de amor. Tal vez, si ella ponía voluntad de su parte, lograría encender de nuevo las brasas del amor, sentirlo de nuevo. O al menos el suficiente cariño para seguir adelante. Ésa era la esperanza de Mary.

Ninguno de ellos había vuelto a mencionar el asunto del poni. Mary suponía que Tom no quería pensar en ello, probablemente ni siquiera deseaba recuperar al animal. En un par de ocasiones, con un pretexto como: «Tengo que llevarle esto a John», Mary había ido a casa de su hermano, y Tom no había hecho ningún comentario al respecto. Ella siempre se afanaba en regresar temprano. Más adelante quizá podría pasar más rato con su hermano. A Luke no lo había visto ni sabía nada de él. Tom le había mencionado algunas veces. Quizá sospechara que se encontraba en alguna parte del Forest. Era difícil adivinarlo.

De puertas para afuera daban la impresión de vivir tranquilamente. Pero ni una sola vez, desde el incidente ocurrido en mayo, habían compartido unos momentos de intimidad. Tom no se metía con ella pero se mostraba frío, o evasivo, lo cual venía a ser lo mismo. Cuando llegó el momento de la recolecta, durante la cual los peones solían dormir en las granjas o en los campos, Tom se alegró de tener la oportunidad de marcharse y no tener que regresar a casa por las noches.

Mary penetró en el campo en el preciso instante en que el hermano Adam ordenó a los hombres que descansaran.

Tom se sorprendió al verla. Incluso parecía algo turbado cuando ella le entregó la cesta de fresas.

—Las he cogido para ti —explicó Mary.

—Ah. —Al parecer Tom no quería mostrar sus sentimientos delante de los otros, de modo que colocó su guadaña boca arriba y empezó a afilarla con una pequeña piedra.

Los hombres se dirigieron hacia el carro, junto al que un hermano lego distribuía la cerveza. Tom llevaba su propia jarra de madera sujeta con un cordel al cinturón. Mary la tomó y fue a llenarla de cerveza, tras lo cual se quedó observándole en silencio mientras él bebía.

—Has caminado un largo trecho —dijo Tom al cabo de unos momentos.

—No me ha costado ningún esfuerzo —respondió ella sonriendo—. Los niños están bien —añadió—. Tienen ganas de que vuelvas a casa.

—Ya me lo imagino.

—Y yo también.

Tom bebió otro trago de la ligera cerveza.

—Sí, claro —murmuró y siguió afilando su guadaña.

Algunos hombres se acercaron a ellos. Saludaron a Mary con una inclinación de cabeza y, tras echar un vistazo al contenido de la cesta, murmuraron con admiración: «Qué buen aspecto tiene esto.» «Tu mujer te ha traído unas fresas estupendas, Tom. ¿Vas a compartirlas con nosotros?» Los hombres estaban de buen humor. Tom repuso con cautela:

—Quizá lo haga y quizá no.

Mary, aliviada al comprobar el tono festivo de la reunión, se echó a reír de buena gana.

La conversación prosiguió por esos derroteros, como suele suceder cuando las personas apenas tienen nada que decirse y todas se sienten obligadas a hacer que la risa fluya a través del centro de la conversación; al mismo tiempo, quienes se sienten de un humor distinto provocan unos remolinos en la periferia con sus chistes y sus sombríos comentarios que farfullan entre dientes, que a veces se alejan como las olas y otras se incorporan de nuevo al flujo de la conversación.

—Esos Pride te cuidan bien —se oyó en el centro—. Tom disfruta de unas suculentas fresas y nosotros nada de nada.

Mary se rió alegremente ante la simpática ocurrencia y miró a Tom sonriendo.

—Sospecho que a Tom no le falta de nada, ¿eh, Tom? —se oyó en la periferia. Aunque el comentario era algo descarado y tristemente inexacto, Mary volvió a reírse y Tom, un tanto desconcertado, clavó la vista en el suelo.

Pero, de improviso, un espíritu malévolo hizo que uno de los jóvenes, situado en el borde del grupo, soltara con voz estentórea:

—¡Si te hubieras casado con su hermano, Tom, tendrías un poni!

Mary soltó de nuevo una carcajada. Se rió porque los otros reían. Se rió porque deseaba complacer a Tom. Se rió porque el comentario le había pillado por sorpresa. Se rió durante unos breves instantes antes de que, al comprender lo que alguien acababa de decir, y al ver la expresión estupefacta de Tom, se contuvo. Pero era demasiado tarde.

Tom vio algo muy distinto. Tom vio que ella se reía de él. Tom vio que el regalo que ella le había traído era lo que él sospechaba, un ardid, como dar una manzana a un poni para tenerlo contento. Estos Pride eran todos iguales. Creía que podían tenderle a uno una trampa y que uno era tan idiota como para caer en ella. Ni siquiera les importaba dejarte en ridículo delante de otras personas. Tom vio que Mary se reía descaradamente de él y que de pronto, al notar que él se había dado cuenta, reprimió sus carcajadas. Lo cual era el colmo de la ofensa y la desfachatez. Toda la ira y el rencor que se habían acumulado en su interior durante la primavera y el verano estalló.

Tom, cuyo orondo semblante estaba rojo de ira, asestó con su recia bota un puntapié a la cesta y las fresitas se derramaron sobre la hierba como un riachuelo rojo.

—Vete de aquí —dijo a Mary. Luego alzó el brazo y le abofeteó en la mejilla con el dorso de la mano—. ¡Hala, largo de aquí!

Tragándose las lágrimas, Mary dio media vuelta y se marchó. Oyó unos murmullos, unas voces airadas censurando a Tom su conducta, pero no se volvió ni deseaba hacerlo. No había sido el bofetón lo que la había dejado conmocionada. La reacción de Tom le parecía comprensible. No, era el tono de su voz, el cual le había dado a entender con toda claridad, delante de esos hombres, que ya no la quería.

El hermano Adam, aunque se hallaba algo alejado, había presenciado todo lo ocurrido y no estaba dispuesto a tolerarlo. De modo que se acercó al grupo y espetó a Tom con aspereza:

—Está usted en los terrenos de la abadía. Aquí no consentimos estos modales. No puede tratar a su esposa de ese modo.

—¿Ah, no? —replicó Tom con tono desafiante—. ¿Y qué sabe usted, monje, si no ha tenido nunca esposa?

Al oír eso los hombres se miraron, aguardando la reacción del monje.

—Domínese —repuso Adam, tras lo cual dio media vuelta.

Pero Tom estaba tan sulfurado que no estaba dispuesto a ceder.

—¡Puedo decir lo que me venga en gana! ¡No se meta en lo que no le incumbe! —gritó.

El hermano Adam se detuvo. No podía pasar ese comentario por alto. Cuando se disponía a volverse para ordenar a Furzey que se fuera de allí, pensó en la mujer. Por fortuna, el hermano lego encargado de supervisar a los peones se hallaba cerca. Adam se volvió hacia él y dijo:

—No le haga caso —le ordenó con calma—. No conviene que se enfurezca más y la pague con su esposa. —Adam lo dijo lo bastante fuerte como para que un par de peones lo oyeran. Ese Furzey recibiría su castigo, por supuesto, pero no en estos momentos.

A continuación, Adam montó en su caballo y se marchó. Tenía que inspeccionar los campos situados al otro lado del páramo.

Se había detenido para charlar con los pastores cerca de Bergerie, por lo que no la vio hasta que alcanzó el páramo. No sabía si se toparía con ella o no.

Adam vaciló unos instantes, observándola mientras Mary caminaba a través del páramo. De pronto, al verla tropezar, espoleó a su caballo y se dirigió hacia ella.

Al aproximarse, ella debió de oírle, pues se volvió. Tenía en el rostro la señal del bofetón que Tom le había propinado y los ojos enrojecidos de llorar. Aún le faltaban por recorrer casi cinco kilómetros a través del accidentado terreno.

—Vamos —dijo Adam, inclinándose y ofreciéndole la mano—. Su aldea me pilla de camino.

Ella no se resistió y, al cabo de unos momentos, asombrada de la fuerza del monje, Mary notó que la alzaba e instalaba cómodamente sobre la grupa del voluminoso caballo, frente a él.

Anduvieron a paso lento a través del páramo, procurando sortear el terreno pantanoso. A lo lejos, a su derecha, advirtieron un rebaño de ovejas de la abadía que atravesaba el paisaje.

El sol caía a plomo; el páramo mostraba una tonalidad púrpura; su dulce aroma era tan embriagador como el perfume de madreselva. La luna llena sumaba su extraña presencia plateada al firmamento azul celeste.

Cabalgaban en silencio. El hermano Adam sostenía las riendas alrededor del cuerpo de Mary y ninguno pronunció una palabra hasta que comenzaron a ascender la cuesta que arrancaba junto al riachuelo que fluía por el centro del páramo.

—¿Se dirige usted a los campos situados encima del vado? —preguntó Mary.

—Sí, pero puedo llevarla a la aldea —respondió Adam. Sólo le suponía desviarse un kilómetro.

—Prefiero caminar desde el lugar al que se dirige usted. Hay un apartado sendero que atraviesa el bosque. No quiero que me vean con esta cara.

—¿Y sus hijos?

—Están en casa de mi hermano. Iré a recogerlos esta noche.

El hermano Adam no dijo nada. Frente a ellos se extendía una zona de campo abierto y, más allá, aproximadamente a un kilómetro, una mampara formada por árboles que ocultaba la vaquería de Pilley. No había un alma a la vista, sólo unas cabezas de ganado y unos ponis.

Adam tenía calor y observó unas gotitas de sudor que se habían formado en la nuca y en la parte posterior de los hombros de Mary, que asomaban sobre el escote del vestido. Adam aspiró el olor de su piel salada, semejante al olor del trigo, y el leve aroma a cuero caliente que exhalaban sus zapatos de cabritilla. Observó la forma en que su pelo oscuro contrastaba con la palidez de su cuello. Sus pechos, que no eran grandes pero sí bien proporcionados, casi rozaban las muñecas de él. Debajo de la falda arremangada, sus piernas aparecían desnudas de la rodilla para abajo, unas piernas de campesina musculosas pero bien torneadas.

De pronto experimentó una sensación intensa y apremiante que jamás había sentido antes: ese estúpido patán de Furzey podía abrazar a esta mujer, explorar íntimamente su cuerpo, cuando lo deseara. Mentalmente, Adam siempre lo había sabido, por supuesto. Era evidente. Pero ahora, de improviso, por primera vez en su vida, ese simple hecho físico le golpeó como una ola. ¡Por todos los santos!, estuvo a punto de exclamar el monje, ésta es la vida cotidiana, el mundo de estos mentecatos. Y yo jamás lo he conocido. ¿Me habré perdido todo lo mejor que ofrece la vida?, se preguntó. ¿Existiría otra voz en el universo, cálida, cegadora como el sol, cuyo eco sentía en sus venas, que él jamás había oído en estos silencios cuajados de estrellas en su claustro? Inesperadamente sintió un arrebato de envidia contra Furzey y el mundo entero. ¡Todo el mundo lo había experimentado excepto él!

Adam y Mary siguieron en silencio cuando atravesaron la mampara de árboles que se extendía como un brazo doblado sobre el páramo. El bosque estaba desierto, la luz moteada incidía suavemente sobre las hojas estivales. Todo estaba silencioso como una iglesia.

En un par de ocasiones, Adam vislumbró, a través de los campos, uno de los techados de paja de las viviendas de la aldea, dorada bajo el sol. Luego, a medida que el bosque se prolongaba hacia el sur, el camino se adentraba más profundamente entre los árboles, junto a un pequeño desfiladero que conducía hasta el río.

Al cabo de un rato, después de que hubieran avanzado describiendo un arco en torno a la aldea, Mary señaló hacia la izquierda y Adam obligó al caballo a abandonar el sendero y proseguir a través de los árboles.

—Aquí es —dijo Mary al cabo de unos minutos.

Adam vio que se hallaban sólo a veinte pasos del lugar donde los árboles daban paso a unas matas de tojo y una pequeña dehesa. Después de desmontar, alzó a Mary y la depositó suavemente en el suelo.

—Debe de tener calor —comentó ella con naturalidad—. Le traeré un poco de agua.

Él dudó unos instantes antes de responder.

—Gracias.

Adam ató al caballo a un árbol y fue a reunirse con Mary. Tenía curiosidad por ver más de cerca la hacienda en la que vivía ella.

Atravesaron la dehesa sin ser observados por los inquilinos de la granja contigua. La puerta del cercado daba a un pequeño patio. La vivienda se hallaba a la izquierda, el establo a la derecha. Junto al establo había un almiar construido con helechos, como un pajar en miniatura. Mary entró en la casa y al cabo de unos momentos salió con una taza de madera y un jarro de agua. Llenó la taza de agua, dejó el jarro en el suelo y, sin decir palabra, entró en la casa de nuevo.

Adam apuró la taza y volvió a llenarla. El agua estaba deliciosamente fresca. El agua de la aldea, al igual que la de los arroyos del bosque, tenía un sabor limpio y penetrante, a helechos. Mary tardó unos minutos en reaparecer, pero Adam pensó que sería una grosería marcharse sin darle las gracias, de modo que esperó.

Cuando Mary volvió a salir Adam observó que se había lavado la cara. El agua fría había mitigado la marca roja que tenía en la mejilla. Se había cepillado el pelo; el escote del vestido se había deslizado hacia abajo (al inclinarse para lavarse la cara, supuso Adam), dejando buena parte de sus pechos al descubierto.

—Espero que se sienta mejor.

—Sí. —Mary clavó sus ojos azul oscuro en él, observándolo con aire pensativo. Luego esbozó una pequeña sonrisa y añadió—: Quiero mostrarle mis animales. Estoy muy orgullosa de ellos.

Adam la siguió solícito, como un caballero escoltando a una dama, mientras Mary le enseñaba sus dominios.

Mary procedió sin prisas. Dio de comer a las gallinas e indicó a Adam sus nombres. Inspeccionaron a los cerdos. La gata acababa de tener unas crías, que ambos admiraron.

Pero ante todo, Adam admiraba a la mujer que le conducía a través de su hacienda. Era asombrosa la rapidez con que había recobrado su compostura. Su semblante mostraba una expresión serena; parecía totalmente recuperada del incidente. Cuando Mary le indicó los nombres de las gallinas, esbozó una sonrisa ligeramente irónica. Parecían tan apropiados —un par de ellos eran bastante cómicos— que Adam le preguntó si se los había puesto ella.

—Sí —respondió Mary con una expresión un tanto amarga—. Mi marido trabaja en los campos y yo pongo los nombres a las gallinas. —Tras este comentario ella se encogió de hombros y Adam recordó la escena que había presenciado en el campo—. Ésa es mi vida —concluyó Mary.

Aparte de admiración Adam experimentaba una gran ternura, el deseo de protegerla. Caminaba pegado a ella, observando todo cuanto hacía. Con qué donaire se movía. Adam no había reparado antes en ello. Aunque de complexión robusta, caminaba con agilidad y un encantador movimiento de caderas. En un par de ocasiones, al arrodillarse para atender a sus animales, él observó la línea firme de sus muslos y las hermosas curvas de su cuerpo. Cuando Mary se alzó de puntillas para coger una manzana del árbol y el sol le dio de lleno, Adam admiró la silueta perfecta de sus pechos.

Adam sintió la cálida caricia del sol. Además de los olores del patio, detectó el perfume de madreselva. Qué extraño: en presencia de Mary, todo —los animales, el manzano, incluso el cielo— se le antojó de pronto más real, más inmediato que nunca.

—Venga conmigo —dijo ella—. Tengo que visitar a otro animal. Está en el establo.

Adam y Mary pasaron frente al almiar, que impregnaba el aire con un aroma a helechos.

Adam la siguió, pero al llegar a la puerta del establo, en lugar de entrar Mary se detuvo y lo miró.

—Temo aburrirle —comentó.

—No —repuso él, sorprendido—. No me aburre en absoluto.

—Bien —dijo ella sonriendo—. Aunque no creo que una granja pueda parecerle interesante.

—De niño viví a temporadas en una granja —contestó él con naturalidad. Era cierto. Su padre era comerciante, pero su tío poseía una granja y Adam había pasado parte de su infancia en ella.

—¡Qué casualidad! —exclamó Mary con expresión divertida—. Conque vivió en una granja. Hace tiempo —añadió emitiendo una risita—. Mucho tiempo.

Luego alzó la mano y le tocó la mejilla con delicadeza.

—Acompáñeme —dijo.

¿Cuándo se le había ocurrido la idea? Ni la misma Mary estaba segura de ello. ¿En el páramo, cuando el apuesto monje la había rescatado, como un caballero que rescata a una dama en apuros? ¿Fue quizá debido al movimiento pausado y tranquilizador del caballo, al hecho de sentir los vigorosos brazos del monje en torno a ella?

Sí. Tal vez se le ocurriera entonces. O si no… Probablemente fue cuando tomaron el sendero a través del bosque y ella pensó: nadie nos ve. Nadie en la aldea, ni su cuñada, ni siquiera su hermano, sabían que en esos momentos ella pasaba cerca de allí con un extraño. Sí, ella había sentido los violentos latidos de su corazón.

Y aunque ella no hubiera sabido con certeza lo que deseaba en el momento de regresar a la hacienda, lo supo en el momento de lavarse la cara. La refrescante sensación del agua en su frente y sus mejillas; ella se había bajado el escote del vestido, dejando que cayeran unas gotas sobre sus pechos; al notar el frescor del agua había emitido una pequeña exclamación y se había estremecido. Y allí, a través de la puerta entreabierta, ella había visto que él estaba esperándola.

Entraron juntos en el establo. El animal al que Mary se había referido no formaba parte de los animales de la granja. Mary se dirigió a un rincón y, tras arrodillarse, le indicó una caja llena de arena.

—Lo encontré hace dos días —dijo Mary.

Era un mirlo que se había roto el ala. Mary lo había rescatado, había confeccionado una tablilla para sujetarle el ala y lo mantenía en el establo hasta que el ave hubiera sanado.

—La gata no puede alcanzarlo aquí —explicó Mary.

Adam se arrodilló junto a ella y, mientras ella acariciaba suavemente al pajarillo, él hizo otro tanto, de forma que sus manos se rozaron. Luego él se inclinó hacia atrás y la observó mientras ella seguía atendiendo al animal que yacía sobre su lecho de paja.

Mary no miró al monje. Tan sólo era consciente de su presencia.

Era extraño: Hasta hoy él sólo había representado eso para ella, una presencia, casi un espíritu. Un ser inasequible, muy por encima de ella, prohibido, protegido por sus votos, vedado al contacto de toda mujer. Pero hoy, ella había comprendido que, al margen de eso, era un hombre de carne y hueso como los demás.

Y asequible. Eso también lo había comprendido. Se lo decía su intuición. Aunque su marido hubiera decidido humillarla era una mujer capaz de atraer, de encandilar a este hombre, infinitamente superior al desgraciado de Tom Furzey.

De pronto se sintió presa de deseo. Ella, la humilde Mary en su hacienda, tenía el poder —aquí, ahora— de convertir a este inocente en un hombre. Era una sensación increíble.

—Mire —dijo alzando el ala del pájaro para que Adam se inclinara hacia delante y lo tocara. Al inclinarse hacia Mary, ésta se volvió un poco, de modo que sus pechos rozaron suavemente el pecho de Adam. Luego se incorporó y pasó junto a él. Al hacerlo tocó con su pierna la del monje. A continuación, Mary se dirigió hacia la puerta del establo, que estaba entreabierta, se detuvo y contempló el fuerte resplandor del sol. El corazón le latía aceleradamente.

Durante unos instantes, Mary pensó en su marido. Pero sólo unos instantes. Tom Furzey no la valoraba. Ella no le debía nada más. Y lo apartó de su pensamiento.

Mary era consciente de la luz del sol sobre su piel, de la sensación de turgencia en sus pechos y del cosquilleo que se extendía como un rubor por todo su cuerpo.

Cerró la puerta del establo y se volvió.

—No quiero que entre la gata —comentó sonriendo.

Luego avanzó en silencio hacia él. En el establo reinaba la penumbra, pero algunas zonas estaban iluminadas por unos haces de luz que penetraban a través de las grietas en los muros de madera. Al aproximarse a Adam éste se levantó lentamente, de forma que durante unos momentos permanecieron de pie uno frente a otro, ella mirándolo con la cabeza alzada, casi tocándose.

Y el hermano Adam, a quien encantaba oír la voz de Dios en el inmenso abanico de estrellas que brillaban de noche en el firmamento, sólo sabía que su universo había sido invadido por una luminosidad más cálida, más intensa, la cual había hecho que las estrellas se disiparan.

Mary alzó el brazo y lo colocó alrededor del cuello de Adam.

Hacía una tarde veraniega apacible. A lo lejos, en la granja de Beaulieu, los recolectores habían reanudado su tarea y el leve zumbido de los insectos que pululaban en torno a los setos vivos se había sumado al rítmico silbido de las guadañas sobre los tallos del trigo dorado. En la pequeña hacienda todo estaba en silencio. En ocasiones se oía el aleteo de un pájaro en los árboles. Los ponis del bosque se desplazaban de vez en cuando a lo largo de los bordes herbosos mientras pastaban sobre sus sombras o bebían en los arroyos y riachuelos que aún fluían pese al reseco ambiente estival. Al otro lado del extenso páramo el sol, observado por la pálida luna, batía sobre el resplandor purpúreo del brezo y la espléndida flor amarilla del espinoso tojo. Y hacia el sur, en el canal del Solent, la corriente marítima fluía y sus benéficas aguas bañaban la orilla de New Forest.

El oficio matutino. Las fórmulas inalterables. Las palabras eternas.

Laudate Dominum… Et in terra pax…

Oración. Pater Noster, qui es in coelis

Sesenta monjes, treinta a cada lado del pasillo, cada uno en su lugar correspondiente, que sólo la muerte puede modificar. Unos hábitos blancos, las coronillas rasuradas, las voces alzadas al unísono en los nasales cánticos de los salmos inmutables. Los cistercienses entonaban los cantos gregorianos con una claridad y precisión que a él le complacía mucho. Laudate Dominum: Alabado sea el Señor. Las voces adquirían más fuerza, más alegría, debido justamente al hecho de que esos salmos y oraciones eran los mismos que se cantaban hacía quinientos años, y hoy, y siempre. La alegría y la satisfacción de un matrimonio seguro, la convicción de que te has unido a una orden que jamás desaparecerá.

Estaban todos presentes: el sacristán que cuidaba de los ornamentos y el aseo de iglesia, el chantre, un hombre de elevada estatura que dirigía los cantos, el cillerero que se ocupaba de la cervecería y el subcillerero, que controlaba el suministro de pescado. El estimado hermano Matthew, jefe de los novicios, el hermano James, el limosnero, Grockleton, aferrando con su garra el extremo de su cayado… De pelo canoso, rubios, altos o bajos, delgados o gordos, enfrascados en sus cantos pero atentos, los más de sesenta monjes de la abadía de Beaulieu, a los que se habían unido unos treinta hermanos legos situados a lo largo de la nave, celebraban juntos el oficio matutino, y el hermano Adam se hallaba también entre ellos, ocupando su lugar correspondiente.

Esta mañana no había velas encendidas en los bancos del coro. El sacristán no veía la necesidad de ello. El sol estival que penetraba a través de las ventanas incidía suavemente en los relucientes bancos de roble y formaba unos charquitos de luz sobre las losas del suelo.

El hermano Adam miró a su alrededor. ¿Qué estaba cantando? Lo había olvidado. Trató de concentrarse.

De pronto se le ocurrió un pensamiento terrible, y una sensación de pánico se apoderó de él. ¿Y si cometía una indiscreción? ¿Y si pronunciaba su nombre? O peor. ¿No había estado ahora mismo recreándose con el cuerpo de ella? Sus zonas más íntimas. El sabor, el olor, el tacto. ¡Por todos los santos! ¿Se le habría escapado alguna palabra inoportuna? ¿Lo estaría haciendo ahora sin darse cuenta?

Todos se postraron de rodillas para rezar. Pero el hermano Adam no murmuró las palabras. Cerró la boca y apretó la lengua entre los dientes para mayor seguridad. Rojo de vergüenza, miró con disimulo los rostros que tenían enfrente. ¿Había dicho algo? ¿Lo habían oído? ¿Conocían todos su secreto?

No lo parecía. Las coronillas rasuradas estaban inclinadas en actitud de oración. ¿Le estaría observando furtivamente algún monje? ¿Clavaría Grockleton sus ojos en él censurándole por su abominable conducta? Más que los remordimientos lo que le atormentaba era la posibilidad de haber cometido una indiscreción en aquel espacio cerrado. En lugar de serenarlo, el oficio matutino no había hecho sino provocarle un terrible nerviosismo. Adam se sintió aliviado cuando éste finalizó y salió de la iglesia.

Después de desayunar, ya más calmado, Adam fue a ver al prior.

El tiempo dedicado a los asuntos matutinos en el despacho del prior estaba reservado a la intendencia de la abadía. Pero había otras cuestiones que podían surgir de improviso. Si, por bien de la comunidad, era necesario informar sobre la conducta de un monje, como todos estaban obligados a hacer —«me temo que vi al hermano Benedict comer una ración doble de arenques», o «ayer el hermano Mark se durmió en lugar de realizar sus tareas»—, uno no tenía más remedio que hacerlo.

Preguntándose si alguien habría informado al prior sobre su conducta, Adam esperó hasta que concluyera el oficio antes de presentarse en el despacho de aquél. Si le había pillado, era preferible saberlo cuanto antes. Pero cuando Adam fue a ver a Grockleton, éste no dio señal de haber recibido esa información.

—Me temo —dijo— que se trata de Tom Furzey.

Adam ofreció a Grockleton una descripción precisa de lo que había ocurrido en el campo y el prior asintió con aire serio.

—Hizo usted bien en abstenerse de expulsar a ese hombre en aquellos momentos —repuso Grockleton—. Probablemente habría golpeado de nuevo a su desdichada esposa.

—Pero es preciso que se vaya —afirmó Adam—. No podemos consentir la indisciplina.

Sabía que el prior se mostraría de acuerdo con él.

Grockleton guardó silencio unos instantes mientras observaba a Adam con expresión pensativa.

—Me pregunto —dijo apoyando las garras en los brazos de la silla e inclinándose hacia atrás— si eso es lo más indicado.

—Opino que si un peón ofende a un monje encargado de…

—Es reprobable, desde luego. —Grockleton frunció los labios—. Sin embargo, hermano Adam, conviene que asumamos una visión más amplia.

—¿Una visión más amplia? —Eso era una novedad tratándose del prior.

—Quizá convendría que ese hombre y su esposa permanecieran separados. De este modo él la echará de menos. Confiemos en que se arrepienta. Dentro de un tiempo uno de nosotros podría hablar con él discretamente.

—Pero eso me colocará en una situación incómoda, padre prior. Ese hombre pensará (al igual que los otros) que puede tratarme de forma descortés impunemente.

—¿De veras? ¿Usted cree? —Grockleton fijó la vista en la mesa sobre la que reposaba cómodamente su garra—. A veces, hermano Adam, debemos esforzarnos en dejar de lado nuestros sentimientos y pensar en el bien de los demás. Estoy seguro de que si dejamos que Furzey siga en su puesto, el trabajo se llevará a cabo con prontitud y eficacia. Usted se encargará de ello. Quizás imagine que ese hombre le ha puesto en ridículo, que lo ha humillado. Pero todos debemos aprender a aceptar este tipo de cosas. Forma parte de nuestra vocación. ¿No está de acuerdo? —preguntó Grockleton sonriendo con dulzura.

—¿De modo que Furzey debe quedarse? ¿Aunque vuelva a tratarme con descaro?

—Sí.

El hermano Adam asintió con la cabeza. «Pretende vengarse de mí por haberlo humillado junto al río —pensó—, aunque fue culpa suya, no mía.» Pero cuando inclinó la cabeza ante el satisfecho prior, Adam no estaba pensando precisamente en su humillación pública.

Al expulsar a Furzey, Adam habría conseguido que éste regresara a casa junto a su esposa. Lo cual habría hecho prácticamente imposible que prosiguiera su relación con Mary. Pero a partir de ahora ella estaría sola. Adam se preguntó qué ocurriría.

«Qué poco imaginas, John de Grockleton —pensó Adam—, lo que acabas de hacer.»

Luke avanzó sigilosamente en la oscuridad. Quedaba sólo un pedacito plateado de luna, pero el resplandor de las estrellas iluminaba el camino. El caballo estaba sujeto a un árbol, a unos cien metros. Era la tercera vez que lo había visto allí.

Se tumbó junto a los árboles. Desde allí divisaba el pequeño establo en el que había pasado tantas noches de invierno. Detrás de él, en el bosque que se alzaba desde el pequeño valle del río, junto a Boldre, ululó una lechuza. Luke aguardó pacientemente.

Poco antes del amanecer vio a una figura salir del establo y dirigirse en silencio por el borde de la dehesa hacia los árboles. La figura pasó a cincuenta metros de donde se encontraba él, pero Luke estaba seguro de la identidad del extraño. Al cabo de unos momentos oyó al caballo moverse entre los árboles situados detrás de él.

Luke esperó unos minutos y luego echó a andar hacia el establo.

El abad no había regresado todavía cuando llegó la noticia de que el tribunal del Forest se reuniría de nuevo antes de San Miguel y John de Grockleton caviló durante dos días antes de decidir tomar la iniciativa. Pero antes de anunciar su decisión, mandó llamar al hermano Adam.

No cabía duda, pensó observando al monje que tenía delante, que Adam presentaba un aspecto fuera de lo común. Las semanas pasadas en los campos habían tostado su piel. Parecía más saludable, hasta más alto. Como sabía que Adam habría preferido permanecer en el claustro, y dado que ese aspecto robusto y musculoso no era el apropiado para un monje del coro, Grockleton no se lamentó de que ofreciera una apariencia tan saludable. En cualquier caso, sólo quería averiguar una cosa.

—¿Sabe algo alguno de los peones sobre ese forajido, el hermano Luke?

—Si lo saben, a mí no me lo han comunicado —respondió Adam.

—¿Cree usted que alguno de ellos sabe dónde se encuentra?

El hermano Adam se detuvo. Mary le había hablado en dos ocasiones de Luke. Le había relatado la versión de Luke de los hechos, y aunque él no se lo había preguntado a Mary directamente, Adam suponía que su hermano se hallaba en alguna parte del Forest.

—Creo que la mayoría de nuestros peones piensa que se encuentra en el Forest.

—El tribunal se reunirá de nuevo. Si el hermano Luke se halla en el Forest, quiero que den con él —dijo Grockleton—. ¿Qué me aconseja?

Adam se encogió de hombros.

—Muchos creen que el hermano Luke trató de impedir una refriega. El tribunal indicó que existía esa posibilidad. Tal vez sea mejor dejar las cosas como están en lugar de remover el asunto.

—El tribunal puede pensar lo que quiera —espetó Grockleton—. Yo tengo el deber de dar con su paradero y eso es justamente lo que haré. De modo que voy a ofrecer una recompensa. Un precio por su cabeza.

—Comprendo.

—Dos libras para quienquiera que me lo traiga. Creo que esto ayudará a que las gentes del Forest se concentren, ¿no cree?

—¿Dos libras? —Era una pequeña fortuna para hombres como Pride y Furzey. El rostro de Adam dejó entrever su tristeza al pensar en Mary y lo preocupada que estaría.

—¿Ocurre algo? —inquirió Grockleton observándole extrañado.

—No. Nada en absoluto, padre prior. —Adam recobró rápidamente la compostura—. Es mucho dinero.

—Lo sé —repuso Grockleton sonriendo.

A veces, cuando Adam yacía junto a Mary, se maravillaba de que esto hubiera sucedido.

No encendían ninguna luz. No se atrevían. Ella salía del pequeño establo bien entrada la noche, cuando los niños dormían —gracias a Dios que hicieran tanto ejercicio durante el día, porque luego dormían como troncos— y él, que observaba desde los árboles, se aproximaba sigilosamente para reunirse con ella. Se estaba convirtiendo en un consumado maestro en el arte del sigilo.

En cierta ocasión, la tercera vez que se habían visto, ella se había detenido bajo el pequeño resplandor de la luna que penetraba a través de la rendija de la puerta y se había desnudado en silencio ante él. Adam la había observado fascinado, hipnotizado, mientras ella se quitaba el tosco vestido y permanecía de pie ante él, descalza, cubierta sólo con una camisa de lino. Luego había sacudido la cabeza para dejar que su oscura mata de pelo se desplegara sobre sus hombros. A continuación, se había bajado la camisa, mostrando lentamente sus generosos y pálidos pechos, y tras dejarla caer al suelo, se había vuelto desnuda ante él, que la contemplaba estupefacto.

Fue toda una revelación: el tacto, el olor de su piel mientras él exploraba su cuerpo sin pudor. Durante los primeros días, cuando estaban separados, su presencia acudía a la mente de Adam como un espíritu, pero al poco, su imaginación comenzó a recrearse con su cuerpo. Todo él se tensaba de deseo y lujuria al pensar en una nueva forma de abrazarla y poseerla.

Pero era más que eso: toda la presencia física de Mary, su vida, su mentalidad; desde que él había penetrado en este mundo nuevo, deseaba conocerlo todo. «¡Santo cielo! —pensaba Adam—, yo conocía el universo de Dios, pero su creación me era ajena.» No tenía ningún sentimiento de culpabilidad: eso era lo más curioso. Era un hombre demasiado honesto para engañarse. Se sentía orgulloso de sí mismo. Incluso el peligro de mantener esa relación sólo realzaba su orgullo y la emoción de la aventura. Dios sabe que jamás había hecho nada peligroso.

¿Y la amenaza que esto suponía para su alma inmortal? A veces, cuando estaba con ella, en el apogeo de su pasión, Adam tenía la impresión de haber penetrado en otro paisaje, tan sencillo, tan lleno de la resonante presencia de Dios como el antiguo desierto, antes de que aparecieran esas ideas del celibato. Y en tales ocasiones, con independencia de los votos que había hecho, al hermano Adam le parecía como si no sólo no hubiera perdido su alma sino que la hubiera hallado.

¿Cuánto tiempo podía durar esto? Adam lo ignoraba. Furzey había hecho sólo unas breves visitas a su casa. Por lo visto no deseaba pasar mucho tiempo en ella; así pues era muy fácil asegurarse de que el campesino estuviera ocupado en las granjas. Adam le había asignado las suficientes tareas para mantenerlo ocupado hasta fines de septiembre. En cuanto a sus propias ausencias, eran fáciles de justificar. Muchas noches, Adam permanecía en la abadía; pero si una tarde comentaba que iba a ausentarse de la granja para visitar otra, nadie se mostraba extrañado. Por lo que respectaba al prior, celebraba que Adam estuviera obligado a pasar la noche fuera. Así pues, el asunto podía prolongarse hasta el otoño. A partir de ahí, Adam no sabía lo que ocurriría.

Él y Mary yacían una noche juntos, medio adormilados, cuando él le contó el plan del prior de poner precio a la cabeza de Luke. En un rasgo de generosidad, dado que pensaba que era muy posible que ella conociera el paradero de su hermano, había decidido prevenirla. No obstante, no había imaginado la reacción que tendría Mary cuando él le diera la noticia.

Mary se incorporó bruscamente sobre el montón de paja.

—¡Dios mío! ¿Dos libras? —exclamó con la vista fija en el infinito—. Puckle no le delatará. Ni siquiera por esa suma. —Mary se detuvo y luego se volvió hacia él—. De modo que ya lo sabes —añadió suspirando.

—¿Está con Puckle, el quemador de carbón?

—Sí. En el camino de Burley.

—No se lo diré a nadie.

—Eso espero.

—Lo cierto es que resulta curioso —observó Adam riendo.

—¿Por qué?

—Me parece haberlo visto.

—¿Ah, sí? —Mary guardó silencio unos instantes—. Hay otra cosa que debes saber. Luke se presentó aquí el otro día. De buena mañana.

—¿Y?

—Sabe lo nuestro. Te vio.

—Ya. —Eso abría un nuevo panorama al monje. El hermano lego fugitivo de la justicia tenía una información peligrosa sobre él, lo cual representaba una nueva amenaza—. ¿Qué dijo al respecto?

—Poca cosa.

—Imagino que con Puckle está a salvo —dijo Adam—. Pero si me entero de algo, ya te lo comunicaré.

Pasaron juntos otras tres horas y despuntaban las primeras luces del día cuando Adam salió sigilosamente, después de acordar que regresaría dentro de dos semanas. Como de costumbre, anduvo con cautela hacia los árboles y luego cabalgó en silencio a través del bosque hacia el vado.

No obstante, su salida del establo había sido observada por unos ojos vigilantes.

Que no pertenecían a Luke.

Al día siguiente se conoció la noticia de la recompensa de dos libras que había ofrecido John de Grockleton. Por la tarde llegó a Burley. Puckle se encontraba esa tarde en casa, después de haber dejado a Luke vigilando otro fuego de carbón de leña en el bosque. Su numerosa familia se hallaba reunida frente a la casa.

—Son dos libras —comentó su hijo.

—Dos libras de nada —respondió Puckle.

—Pero no dejan de ser dos libras… —terció uno de sus sobrinos.

Puckle observó a los jóvenes. Luego miró a su esposa, quien guardó un prudente silencio.

Puckle estaba asando una liebre en una pequeña hoguera que había encendido en el exterior. El pellejo del animal yacía en el suelo, a sus pies.

—¿Me habéis visto alguna vez desollar a una liebre? —preguntó suavemente al cabo de unos minutos. Todos asintieron. Entonces, Puckle señaló la liebre que se asaba en el espetón—. Si uno de vosotros dice una palabra sobre Luke —dijo observando con calma a su hijo y a su sobrino, tras lo cual recorrió con la vista el resto del círculo—, eso es lo que le haré.

Se produjo un denso silencio. Cuando un viejo habitante del Forest como Puckle decía una cosa semejante, lo más prudente era prestar atención.

Al día siguiente, por la mañana, Puckle habló con Luke.

—Dos libras son mucho dinero —dijo con tristeza.

—Confío en que los otros no digan nada.

—Pobres de ellos si lo hacen. Pero la gente se pondrá a buscarte. Si te ven, pensarán: «¿Cuál de sus sobrinos es ése?» Y acabarán adivinando la verdad.

—Se lo he contado a Mary.

—Eso fue una estupidez —repuso Puckle. Luego añadió encogiéndose de hombros—: Pero supongo que no dirá nada.

—¿Qué puedo hacer?

—No lo sé. —Puckle tenía un aire pensativo. De pronto en su curtido rostro se dibujó una sonrisa—. Se me acaba de ocurrir algo —dijo asintiendo con su hirsuta cabeza—. ¿Te gustaría ayudarme a encender otro fuego de carbón de leña?

La hermana de Tom Furzey se había sentido intrigada por el asunto del poni, pero ahora, mientras caminaba a través de Beaulieu Heath hacia Saint Leonards, creyó tener la respuesta.

Y lo mejor de todo era que valía una fortuna.

Casualmente, la víspera se había levantado muy temprano. Su marido había colocado dos trampas para conejos en el bosque y en el valle, y ella había decidido bajar para comprobar si había algún animal atrapado. Cuando se disponía a descender la cuesta había visto que una figura embozada echaba a correr, agachándose para que no la vieran, desde la casa de Tom hacia los árboles.

Ella se había detenido unos momentos, preguntándose quién podía ser. Incluso después de encontrar un conejo en la trampa y llevarlo a casa, no había dicho nada al respecto. Luego, ese mismo día, se había enterado de la noticia de la recompensa que ofrecía el prior y su sospecha se había trocado en certidumbre. Era Luke. No cabía duda.

Lo cual seguramente explicaba el enigma del poni. Luke Pride había estado merodeando por la casa de Tom, colándose y saliendo de ella por la noche. Por tanto, debió de ser él quien había devuelto el poni al establo. ¡Qué desfachatez!

La hermana de Tom sonrió. Los Pride no tardarían en obtener su merecido. Ella y Tom se repartirían el dinero de la recompensa a partes iguales.

—Una libra para él y otra para mí —murmuró.

La jornada laboral casi había concluido cuando la hermana de Tom llegó a Saint Leonards. Localizó a Tom sin problema y lo llevó aparte.

Cuando su hermana terminó de contarle lo sucedido, Tom esbozó una sonrisa de satisfacción.

—Los hemos atrapado —dijo.

—Es Luke, ¿verdad?

—Claro. No podía ser otro.

—Dos libras, Tom. Nos las repartiremos a partes iguales. Esta noche vigilaremos por si aparece.

Tom frunció el ceño.

—El problema es que esta noche tengo que quedarme aquí —dijo—. Empezamos a trabajar al alba.

El hermano Adam había pasado hacía poco rato para cerciorarse de que todos los trabajadores se hallaban en su puesto.

—¿No podrías escabullirte al anochecer?

—Supongo que sí.

—Te estaré esperando. Dos libras, Tom. Si no te presentas, me quedaré yo con ellas.

Era de noche cuando el hermano Adam ató a su caballo sin hacer ruido y avanzó sigilosamente hacia el borde de la dehesa. Estaba tan oscuro que en un par de ocasiones tentó el espacio en su derredor para no tropezar con un obstáculo. Al llegar al borde de la dehesa se detuvo. Luego, lentamente, echó a andar hacia la borrosa silueta del establo.

De pronto, algo le derribó al suelo.

Adam sintió un tremendo golpe doble en la espalda. No tenía ni idea de lo que podía ser, pero cayó al suelo con tal violencia que se quedó sin resuello. Al cabo de unos instantes, sus dos agresores le sujetaron por los brazos al tiempo que se afanaban en colocarlo boca arriba. Adam no podía articular palabra, pero trató de arrearles un puntapié. En esto oyó a una voz masculina proferir una blasfemia. Acto seguido, uno de los individuos le agarró por las piernas mientras el otro le asestaba un puñetazo en el plexo solar. Adam tuvo la impresión de que ninguno de sus agresores era corpulento, pero tenían fuerza.

¿Serían unos asaltantes de caminos? ¿Aquí? Justo cuando su mente empezaba a despejarse Adam oyó, estupefacto, la voz de Tom Furzey:

—Ya te tengo.

¿Qué podía decir él? No se le ocurría nada. ¿Acaso pretendía este campesino conducirlo de regreso a la abadía por haber fornicado con su esposa? ¿Qué sería de él?

Uno de los dos individuos farfulló algo. De pronto orientaron una linterna sobre su rostro.

—¡Hermano Adam!

Gracias a Dios que no había perdido el conocimiento. La voz de Tom Furzey expresaba tal asombro, tal confusión, que estaba claro que no era a él a quien esperaban. Sus agresores le soltaron las piernas. Otra señal de que se sentían en situación de desventaja. Adam se incorporó con cierto esfuerzo. Tenía que disimular.

—¿Furzey? Reconozco su voz. ¿Qué significa esto? ¿Por qué no está en Saint Leonards?

—Pero… ¿Qué hace usted aquí, hermano Adam?

—Eso no le incumbe. ¿Qué hace usted aquí y por qué me ha atacado?

Se produjo una pausa.

—Le confundí con otra persona —replicó Furzey con tono hosco.

—De todos modos no vale dos libras —dijo la voz de una mujer, que no era Mary.

Entonces, Adam lo comprendió todo.

—Ya entiendo. Creyeron que Luke se acercaría por aquí.

—Mi hermana afirma haberlo visto.

—Ah. —Gracias a Dios. Ahora ya sabía qué responder.

—Bien, Furzey —dijo Adam lentamente—. No debió abandonar la granja sin permiso, pero éste es el motivo de que yo esté aquí. Supuse que Luke aparecería por aquí y podríamos arrestarlo.

—En ese caso, nosotros no cobraremos las dos libras —dijo Tom.

—Olvida que yo no necesito dos libras. Los monjes no poseemos bienes materiales.

—¿Se refiere a que podemos atraparlo nosotros?

—Eso es —contestó Adam con sequedad.

—Ah. —Furzey se animó audiblemente—. Entonces podemos quedarnos los tres a vigilar por si aparece por aquí.

¿Qué podía hacer él? Adam dirigió la vista hacia el establo. ¿Y si Mary, temiendo que le hubiera ocurrido algo a él, salía en su busca? Peor aún, ¿y si le llamaba por su nombre? ¿Podía Adam explicarles que se disponía a inspeccionar el establo y prevenir a Mary? El monje decidió que era demasiado arriesgado. Deducirían que su presencia indicaría a Mary que estaban esperando a su hermano para capturarlo.

Peor aún, ¿y si Tom entraba en el establo y Mary, al verlo, le confundía con su amante y pronunciaba el nombre de Adam?

Por fortuna, Adam no tardó en percatarse de que Tom estaba más ansioso de atrapar a Luke que de reunirse con su esposa. Pero seguía existiendo la posibilidad de que el pobre Luke viniera a visitar a su hermana al amanecer. Adam se preguntó si existía algún medio para prevenirlo, pero no veía cómo hacerlo en aquella oscuridad.

De modo que aguardaron. En el establo no se oyó el menor ruido, ni apareció Luke. Al amanecer, los tres se rindieron. ¿Podía volver otro día para tratar de atrapar a Luke?, preguntó Furzey a Adam.

—Supongo que sí —repuso éste. Luego montó en su caballo y se marchó.

Tenía mucho que hacer.

El sol se hallaba en lo alto cuando Adam llegó al lugar donde se había encontrado con el quemador de carbón, cerca de Burley. No tardó mucho en dar con Puckle, quien al parecer le había visto acercarse.

En estos momentos atendía a dos grandes conos de carbón de leña. A juzgar por el aspecto de uno de ellos, el proceso de quemado casi había concluido. El otro hacía poco había empezado a arder. Puckle estaba solo. No había ni rastro de Luke.

El hermano Adam no se anduvo con rodeos.

—Tengo un mensaje para Luke.

—¿Para quién?

—Ya lo sé. No lo ha visto. De todos modos dele el mensaje. —Adam explicó brevemente a Puckle que Tom se había propuesto atraparlo—. Será mejor que no aparezca por allí. Ahora bien —Adam respiró hondo (había pensado en transmitir el mensaje a Mary él mismo, pero había decidido que era demasiado arriesgado)—, debo pedirle un favor. Diga a Mary que vigilan la casa. Puede decirle que le he informado yo. Ella lo comprenderá.

Adam se preguntó cómo lo interpretaría Puckle. ¿Le sorprendería que el monje quisiera hacer un favor a Mary y a Luke o adivinaría la verdad? El rostro atezado del leñador no dejaba traslucir nada.

—Confío en que el silencio compre silencio —dijo Adam mirando a Puckle a los ojos.

Puckle le devolvió la mirada y luego fijó la vista en el fuego. Pero cuando el monje se alejó a caballo masculló:

—Siempre ha sido así en el Forest.

«Dios mío —pensó Adam mientras regresaba a las tierras de la abadía—, estoy confabulado en un delito con Puckle.» Pero, al escuchar el canto matutino de los pájaros, experimentó una curiosa sensación de júbilo ante el hecho de haber caído en desgracia.

Adam se habría quedado atónito al ver lo que había ocurrido en el segundo cono de carbón de leña nada más marcharse él. En uno de los costados cubiertos de turba se había abierto una puertecilla y había aparecido Luke, ni siquiera levemente chamuscado.

El escondrijo que había ideado Puckle era en extremo ingenioso. La parte superior del gigantesco cono estaba construido por dentro como una hoguera corriente de carbón de leña, salvo que al utilizar un material húmedo Puckle podía provocar una gran humareda con escaso calor. Pero debajo de ella había un hueco, cubierto con un grueso techado de turba, en el que Luke podía permanecer cómodamente, respirando a través de unos orificios de ventilación, durante el rato que quisiera. Todos los días, al amanecer, Puckle recompondría la parte superior de la hoguera de forma que ninguna persona que pasara por allí, ni la más avispada, sería capaz de adivinar su secreto.

La semana siguiente en el Forest fue muy ajetreada.

A lo largo de dos días sucesivos, debido a la insistencia del prior, los guardabosques sacaron a los mastines. El administrador estaba tan harto del asunto que delegó la responsabilidad en el joven Alban. El primer día exploraron el bosque cercano a la casa de Pride, recorriéndolo palmo a palmo hasta llegar casi a Burley. Pero el rastro era tan confuso que no hicieron sino avanzar en círculos. Al día siguiente registraron la zona de Minstead. Pero, misteriosamente, el rastro les condujo derechos a casa del guardabosque, lo que a éste no hizo ninguna gracia.

La mitad del Forest, abierta o disimuladamente, andaba tras el paradero de Luke. Los guardabosques y los administradores registraban el Forest en grupos. Visitaron todas las viviendas, interrogaron a cada leñador. Sin resultado, pero como Puckle comentó una noche a Luke con tristeza:

—Te resultará difícil abandonar tu escondite.

Mary aguardó diez días antes de acudir a la cita. Durante esos días no vio una sola vez al hermano Adam. Pero lo cierto era que apenas pensaba en él.

¿Qué siente una mujer cuando seduce a un monje? Mary sonrió, ligeramente, al pensar que aunque aquella primera tarde ella estaba trastornada y él se había afanado en protegerla, Adam no se había percatado de que en realidad había sido ella quien le había seducido. Era su inocencia lo que ella había deseado de modo instintivo, ese hombre fuerte y varonil que nunca había conocido mujer. Y ella, la campesina casada con un humilde peón, tenía el poder de enseñarle lo que era la vida. Él había dado un paso, medio paso hacia ella. Se lo había pedido sin saber que se lo pedía, y, menos aún, qué le pedía.

He seducido a un hombre de Dios, un hombre prohibido, y le he hecho arder como el sol. En ciertos momentos, Mary se había sentido casi abrumada por la sensación de triunfo que había obtenido gracias a sus encantos femeninos. Pero se había guardado bien de demostrarlo ante Adam. Al menos al principio. Lo había conquistado, pensó sonriendo, con extraordinaria habilidad.

¿Eso era todo? ¿Tan sólo una seducción? No. En primer lugar se había sentido atraída por él debido a su nobleza, su inteligencia, por la sensación de que él poseía algo de lo que ella carecía. Aunque no sabía con exactitud qué eran esas cualidades, ansiaba poseerlas.

Al principio, cuando charlaban por la noche, ella le preguntaba: «¿En qué piensas?» Y él respondía algo que ella creía comprender. Pero cuando al poco tiempo, cuando ella manifestó que deseaba más de esa relación, él se esforzó en explicarle sus cavilaciones nocturnas. «Hubo un gran filósofo, llamado Abelardo, que pensaba…», decía Adam. O bien le hablaba sobre tierras lejanas, o importantes acontecimientos, un mundo mucho más allá de cuanto ella había conocido, y que sin embargo, vagamente, como quien ve una luz a través de la ventana de una iglesia, ella podía discernir. Él se hallaba en ese otro mundo. Ella lo sabía perfectamente. «Tienes la cabeza en las estrellas», musitó ella en una ocasión, pero no para burlarse de él. Y en otra, cuando él le explicó una idea prodigiosa, ella contestó riendo: «¿Y el hecho de estar dentro de mí te hizo pensar en eso?» Lo cierto es que ella jamás se había sentido tan feliz.

Pero recientemente había tenido otros motivos para preocuparse.

Su cita con Luke, que Mary había concertado cuando Puckle le llevó el mensaje, tendría lugar en un lugar apartado del bosque, cerca de Brockenhurst. Mary procuró que nadie la siguiera.

Cuando llegó, Luke la estaba esperando junto a un vetusto roble cubierto por una espesa capa de musgo y hiedra. Mary se alegró al comprobar que su hermano tenía buen aspecto y parecía animado. Pero la noticia que le dio era menos halagüeña.

—Puckle me aconseja que abandone el Forest. El prior nunca cejará en su empeño.

—Quizá lo haga después de que el tribunal se reúna en San Miguel.

—No —suspiró Luke—. Tú no le conoces.

—Sigo pensando que deberías entregarte. No te colgarán.

—Es probable que no. Pero no puedes fiarte de esa gente.

—¿Adónde vas a ir?

—Quizá vaya de peregrino a Compostela. Miles de personas acuden allí.

Compostela. Eso estaba en España. Decían que podías pedir limosna durante el camino. Mary lo dudaba.

—Nunca has salido del Forest —replicó Mary, meneando la cabeza en señal de disconformidad.

—Pero me gusta andar.

Ambos guardaron silencio durante unos minutos.

—¿Qué ocurre con el hermano Adam? —preguntó Luke.

Entonces fue Mary quien dio a su hermano una noticia inquietante.

—Creo que estoy encinta.

—¿Estás segura?

—Casi. Creo que sí. Tengo la sensación de estar encinta.

—¿No será hijo de Tom?

Mary denegó con la cabeza.

—¿Y qué vas a hacer? —inquirió Luke.

Ella se encogió de hombros.

—Supongo que tú y Tom… —dijo Luke con aire pensativo—. Será mejor que le des la oportunidad de creer que es suyo, ¿no crees?

Mary respiró hondo antes de contestar.

—Lo sé —dijo secamente. Su hermano nunca la había oído expresarse con semejante desaliento.

—Has vivido muchos años con él. No debe de ser tan terrible.

—Tú no lo comprendes.

En efecto, Luke no lo comprendía. Para él todos los habitantes del Forest eran iguales.

—¿Vas a decírselo al hermano Adam?

—Tal vez.

—Esto no puede continuar, Mary. Pronto llegará el invierno. Tom regresará a casa. Tienes una familia y el hermano Adam es monje.

—Luego llegarán la primavera y el verano, Luke.

—Pero Mary…

¿Cómo iba él a comprenderlo? Era un muchacho sencillo. Era probable que ella se acostara con Tom. Tenía que hacerlo. Pero Adam seguía allí. Mary había oído hablar a otras mujeres sobre sus amantes. Esas cosas ocurrían en algunas aldeas, sobre todo por la época de la cosecha. Es posible que cuando inició su relación con el hermano Adam ella pensara que, dado que era monje, estaba a salvo: cuando este asunto terminara regresaría a la abadía Beaulieu, su hogar. El problema era que ella había conocido a un hombre más noble y educado que los patanes del Forest. El hecho del hermano Adam era algo que nadie podría arrebatarle jamás. Mary ya no podía regresar a su vida anterior. El paisaje que la rodeaba parecía haber experimentado un cambio sutil.

—Beaulieu no está lejos, Luke. No voy a regresar con Tom.

—Debes hacerlo.

—No.

Luke y Puckle conversaron durante largo rato aquella noche.

Por fin Puckle dijo:

—Creo que debes hacerlo.

—¿Me ayudarás? —le preguntó Luke.

—Por supuesto.

Si uno caminaba por la parte oriental del claustro de Beaulieu desde la iglesia, en primer lugar, llegaba a un inmenso armario cerrado con llave —no era otra cosa— que constituía la biblioteca, donde se conservaba buena parte de los libros de la abadía. Luego llegaba a la sacristía; a continuación, a la gran sala capitular, donde todos los lunes por la mañana, mientras el abad se hallaba ausente, Grockleton leía en voz alta las normas de la abadía a los monjes congregados allí. Luego llegaba a la estancia denominada scriptorium, donde el hermano Adam pasaba muchos ratos estudiando; seguidamente, al dormitorio de los monjes y muy cerca, junto al amplio frater, a la sala donde iban los monjes para entrar en calor, una espaciosa estancia en la que ardía un fuego.

John de Grockleton acababa de salir de esta sala cuando llegó el mensaje y se dirigió apresuradamente hacia el portal de entrada.

El mensajero era un sirviente, de Alban, que deseaba hablar con él en privado. Su mensaje hizo que en el rostro del prior se dibujara una amplia sonrisa satisfecha.

—Creemos haber capturado al hermano Luke, padre prior.

El problema era que no estaba dispuesto a revelar más datos. Al parecer, Alban se resistía a regresar a la abadía con el fugitivo sin estar seguro de su identidad. De otro modo, volverían todos a hacer el ridículo. Por consiguiente, había decidido retener al individuo en su casa sin que nadie lo supiera. ¿Tendría el prior la amabilidad de acudir, con la máxima discreción, para identificar al hermano lego?

—Si acepta, yo mismo le conduciré allí —le explicó el sirviente.

—Iré inmediatamente —respondió Grockleton, y mandó que prepararan su caballo.

El prior apenas podía contener, mientras atravesaban el páramo, su entusiasmo. Cabalgaban al trote o a paso largo y sentado, por más que él habría deseado lanzarse a galope tendido. Al llegar al extremo opuesto del páramo, entraron en el bosque situado al oeste de Brockenhurst y comenzaron a galopar por un sendero. El prior no dejaba de sonreír. No recordaba haberse sentido tan feliz en toda su vida.

—Por aquí, señor —dijo el sirviente, doblando por un sendero a la izquierda—. Llegaremos antes por este atajo.

El sendero era más estrecho. En un par de ocasiones, las ramas golpearon al prior en el rostro, pero no le importó.

—Por aquí —dijo de nuevo el sirviente, doblando hacia la derecha. Grockleton le siguió dócilmente, pero de pronto arrugó el ceño. ¿Dónde diantres se había metido ese hombre? Él se detuvo y le llamó.

En esto se llevó un susto enorme cuando unas manos le agarraron por detrás, le derribaron de su montura y, antes de que pudiera resistirse, le sujetaron con una cuerda que, segundos más tarde, ataron a un árbol.

Grockleton se disponía a gritar «¡asesinos!», «¡ladrones!», cuando milagrosamente apareció otra figura ante él. Una figura barbuda y con la pelambrera alborotada que el prior reconoció al cabo de unos segundos. Era el hermano Luke.

—¡Usted! —Aunque su postura habitual era con el cuerpo inclinado encorvado hacia delante, el prior se inclinó hacia él con tal ímpetu que parecía que fuera a morderle.

—No se alarme —repuso el impertinente joven—. Sólo quiero hablar con usted. Pensé en ir a la abadía, pero… —Luke sonrió y se encogió de hombros.

—¿Qué pretende?

—Regresar a la abadía.

—¿Se ha vuelto loco?

—No, padre prior. Espero que no. —Luke se sentó en el suelo frente al Grockleton—. ¿Me permite hablar?

Grockleton tuvo que reconocer que no esperaba lo que le dijo Luke. En primer lugar, éste habló sobre la abadía y sus granjas y los años que había pasado allí. Lo hizo con tal sencillez y sentimiento, que, le gustara o no, Grockleton comprendió que el joven amaba sinceramente la abadía. Después, Luke le explicó lo ocurrido aquel día en la granja. No trató de justificarse por haber franqueado la entrada a los cazadores furtivos, pero dijo que trató de impedir que el hermano Matthew golpeara a Martell y que posteriormente había huido presa del pánico. Aunque aquello tampoco le agradó, el prior tuvo que reconocer en su fuero interno que el relato del joven parecía verídico.

—Debió regresar entonces.

—Tenía miedo. Temía su reacción, padre prior.

A Grockleton no le disgustó que ese campesino le temiera.

—¿Y por qué debería ayudarle ahora? —inquirió.

—Si le revelo algo importante, por el bien de la abadía, algo que no sabe nadie, quizá cambie de parecer…

—Es posible —respondió Grockleton.

—Pero sería perjudicial para un monje.

—¿Qué monje? —preguntó Grockleton frunciendo el entrecejo.

—El hermano Adam. Sería muy perjudicial para él.

—¿De qué se trata? —El prior no podía ocultar su interés.

Luke se dio cuenta. Era justamente lo que necesitaba.

—Debe expulsarlo. Sin escándalo. Eso sería perjudicial para la abadía. Pero debe marcharse. Y yo quiero regresar, sin presentarme ante el tribunal del Forest ni nada por el estilo. Usted puede hacerlo. Necesito su palabra.

Grockleton dudó. Comprendía lo que era un trato y su palabra era su palabra. Pero existía una dificultad.

—Los priores no hacen tratos con los hermanos legos —dijo con franqueza.

—Luego no volverá a tener noticias mías. Le doy mi palabra.

Grockleton reflexionó. Sopesó todos los aspectos del caso. También tuvo en cuenta cómo podrían reaccionar el tribunal y los guardabosques, que estaban hartos de él, si oían a este honrado joven expresarse con tanta elocuencia ante el tribunal como lo había hecho ahora. Quizá le conviniera tener a Luke de su parte. En tal caso… Luke había dicho que tenía cierta información sobre el hermano Adam.

—Si es fidedigna, tiene mi palabra —dijo por fin el prior.

De modo que Luke traicionó al hermano Adam y a su hermana Mary.

Excepto, pensó Grockleton mientras escuchaba al campesino, que en realidad no era una traición. Desde el punto de vista de Luke, había algo profundamente natural sobre todo el asunto. Vio que la familia de su hermana estaba a punto de quedar destruida por una tormenta, por lo que él decidió protegerlos. Un golpe súbito, sangre derramada; era propio de la naturaleza humana.

Al prior no se le escapó el perfecto equilibrio de las cosas. Una vez que Adam se hubiera marchado, Mary no tendría más remedio que vivir en armonía con su marido. El niño sería tratado como si fuera hijo de Tom. A nadie le interesaba irse de la lengua. Excepto a él mismo, por supuesto, si quería destruir al hermano Adam. Pero eso no tenía ningún sentido. Porque si él revelaba la falta cometida por Adam, perjudicaría el buen nombre de la abadía. ¿Y qué diría el abad al respecto? No, la opinión del campesino era sensata. Además, Grockleton pensó en otra cosa, algo que encerraba el libro secreto, conocido sólo por el abad. Él también tenía que andarse con cautela.

Pero ¿qué iba a hacer con Luke? ¿Podía confiar en que se comportara como era debido? Probablemente. Luke no deseaba perjudicar a su hermana causando problemas, aunque siguió manteniendo su amenaza de revelar lo que sabía sobre el monje a modo de protección. «En cualquier caso, es mejor tenerlo a buen recaudo dentro de la abadía que fuera», pensó el prior.

Así, por primera vez en su vida, Grockleton empezó a pensar como un abad.

Con qué alegría acogieron los monjes de Beaulieu, unos días más tarde, la noticia de que el abad había regresado y que, según creía, no estaba previsto que los abandonara de nuevo en un futuro inmediato.

El hermano Adam también se alegró. Lo único que le preocupaba era que el abad, llevado por un inoportuno sentimiento de generosidad, decidiera relevarle de sus deberes en las granjas. Con todo, Adam se había preparado para esta contingencia. Su historial era impecable. Otro monje tardaría un año en aprender lo que él sabía. ¿Quién deseaba su puesto? Por el bien de la abadía, él debía seguir ocupándolo durante uno o dos años más. En resumidas cuentas, Adam confiaba en estar bien preparado.

En cuanto a su deshonroso secreto, había aprendido a asistir a los oficios sin el terror de delatarse. Era evidente, según se confesó a sí mismo, que se había endurecido en su pecado. Simplemente se alegraba de que el abad no lo supiera, eso era todo.

Cuando Adam recibió una mañana la orden de presentarse ante el abad y el prior, estaba preparado para todo salvo lo que le aguardaba.

Al entrar en el despacho del abad, éste le recibió con expresión amable, aunque pensativa. Grockleton estaba sentado allí, inclinado hacia delante y con la garra posada en la mesa, como tenía por costumbre. Pero Adam se alegraba tanto de ver de nuevo al abad que apenas prestó atención al prior. Fue el abad, no Grockleton, quién habló.

—El prior y yo estamos enterados de su relación sentimental con Mary Furzey. Por fortuna, ni su marido ni los hermanos de la abadía lo saben. Le exijo que se explique.

Grockleton quería preguntar a Adam si tenía algo que confesar y darle la oportunidad de cometer perjurio, pero el abad se lo impidió.

Adam no tardó mucho en relatar lo ocurrido. Si su humillación era total, el abad no hizo nada por prolongarla.

—Esto seguirá siendo un secreto entre nosotros —afirmó el abad—, por el bien de la abadía y, también, de esa mujer y su familia. Debe usted marcharse de inmediato. Hoy mismo. Pero no quiero que nadie sepa el motivo.

—¿Dónde me envía?

—A nuestra casa filial en Devon. Concretamente a Newenham. A nadie le sorprenderá. Allí no dan abasto y usted es (o era) uno de nuestros mejores monjes.

Adam inclinó la cabeza en señal de obediencia.

—¿Puedo despedirme de Mary Furzey?

—Por supuesto que no. No debe tener ningún contacto con ella.

—Me sorprende —dijo Grockleton, que no pudo resistirse a intervenir— que haya tenido esa ocurrencia.

—En fin… —respondió Adam suspirando. Luego miró a Grockleton con tristeza, aunque sin malicia—. Usted nunca ha hecho nada semejante.

Sobre la estancia cayó un denso silencio. La garra no se movió. En cualquier caso, es posible que el prior se encorvara un poco más sobre la antigua y oscura mesa. El rostro del abad se asemejaba a una máscara con la vista fija en la media distancia. De modo que el hermano Adam no pudo adivinar que el libro secreto del abad contenía una anotación secreta referente a John de Grockleton y una mujer, y un hijo. Pero eso había ocurrido en otro monasterio lejos de allí, en el norte, hacía mucho tiempo.

Cuando Adam se hubo marchado, el abad preguntó al prior:

—El hermano no sabe que ella está encinta, ¿verdad?

—No.

—Es mejor así.

—Ciertamente —convino Grockleton.

—¡Señor, Señor! —suspiró el abad—. Ninguno de nosotros estamos a salvo de caer en la tentación, como usted bien sabe —añadió con un tono cargado de significado.

—Lo sé.

—Antes de que el hermano parta, deseo que le entreguen dos pares de zapatos nuevos —agregó el abad con firmeza.

Poco antes del mediodía, el hermano Adam y John de Grockleton, acompañados por un hermano lego, salieron lentamente de la abadía, a lomos de sus monturas, y enfilaron por el sendero que conducía a Beaulieu Heath.

Mientras avanzaba, Adam observó los pequeños árboles que coronaban la colina situada frente a la abadía. La brisa marina salada que soplaba del suroeste no los había torcido, pero había configurado sus copas de modo que parecían haber sido podadas por un lado; y florecían hacia el nordeste. Lo cual era habitual en las regiones costeras del Forest.

Cuando alcanzaron la cima del pequeño cerro, unas nubes blancas se deslizaban sobre la serena abadía que se alzaba tras ellos, iluminada por el sol. Adam sintió sobre su rostro la fresca y salada brisa marina.

El hermano Luke regresó discretamente a Saint Leonards una semana más tarde. Su caso no fue visto por el tribunal que se reunió para San Miguel.

Por esos días, Mary comunicó a su marido que iba a ser padre de nuevo.

—Ah. —Tom frunció el ceño. Luego sonrió, un tanto desconcertado—. Vaya suerte.

—Sí —repuso ella encogiéndose de hombros—. Son cosas que pasan.

Tom pudo haberle dado más vueltas al asunto, pero al poco tiempo, John Pride —tras soportar durante dos horas los intentos de convencerle por parte de su hermano Luke— se presentó para proponerle que pusieran fin a su disputa. Traía consigo al poni.

1300

Una tarde de diciembre, cuando un sol amarillo típicamente invernal emitía desde el horizonte sus rayos sobre el helado paisaje de Beaulieu Heath, que aparecía cubierto de nieve, dos jinetes, arrebujados en sus capas para protegerse del frío, avanzaban lentamente en dirección este, hacia la abadía.

Había nevado la víspera y el páramo se hallaba cubierto con una delgada capa de hielo, que se quebraba bajo los cascos de los caballos. Una gélida brisa soplaba del este, barriendo las diminutas partículas de nieve y hielo a través de la superficie. Las ramas nevadas de los arbustos arrojaban unas sombras alargadas, que señalaban hacia Beaulieu.

Habían transcurrido cinco años desde que el hermano Adam había abandonado la abadía para trasladarse a la lúgubre casa filial de Newenham, situada en la remota costa occidental; cinco años pasados con la sola compañía de una docena de hermanos en aquel inhóspito lugar. La escena que le acogió pudo haberle parecido deprimente, este helado paisaje iluminado por el resplandor amarillo sulfúreo de un sol invernal que declinaba, pero el monje no se percató de ello. Lo único que tenía en mente, llevado por el instintivo deseo de regresar a casa, era que los edificios grisáceos que se alzaban junto al río distaban sólo una hora a caballo.

Es un hecho curioso, que nunca ha sido explicado de forma exhaustiva, que por esa época de la historia numerosos monjes pertenecientes al pequeño monasterio de Newenham, en Devon, estaban aquejados por una extraña dolencia. Los archivos de la abadía de Beaulieu no dejan duda al respecto, pero nadie ha podido averiguar si esa dolencia se debía al agua, a la alimentación o a algo que contenía la tierra o los mismos edificios. Algunos monjes padecían unos trastornos tan graves, que no había más remedio que trasladarlos de nuevo a Beaulieu, para que estuvieran debidamente atendidos.

Eso fue lo que le había ocurrido al hermano Adam. No se percató de la luz amarillenta que le rodeaba porque se había quedado ciego.

Por esa época, los monjes de Beaulieu comentaban maravillados el hecho de que el hermano Adam pudiera desplazarse de un lado a otro sin ayuda. No sólo dentro del claustro. Incluso en plena noche, cuando los monjes bajaban por el pasillo y la escalera para celebrar el oficio nocturno en la iglesia, Adam bajaba con ellos sin problema alguno y ocupaba el lugar que le correspondía exactamente en el coro. Fuera, se paseaba también por el recinto de la abadía sin extraviarse.

Había hallado diversas tareas que podía realizar sin utilizar la vista, desde plantar hortalizas hasta confeccionar velas.

Seguía siendo un hombre apuesto y bien plantado. Conversaba poco y le gustaba estar solo, pero siempre exhalaba un aire de plácida serenidad.

Sólo en una ocasión, durante unos pocos días al cabo de dieciocho meses de su regreso a la abadía, ocurrió algo que lo dejó profundamente ofuscado, hasta el punto de extraviarse varias veces y de tropezar con diversos obstáculos. Al cabo de una semana, durante la cual el abad se mostró muy preocupado por él, Adam recobró la compostura y el equilibrio, y no volvió a tropezar con nada. Nadie se explicaba el motivo de este breve y azaroso interludio. Salvo el hermano Luke.

Hacía una cálida tarde de verano cuando el hermano lego se ofreció para acompañar a Adam a dar un paseo por su sendero favorito junto al río.

—No veré el río, pero podré olerlo —había respondido Adam—. Acepto encantado.

Luke había juzgado necesario, en esta ocasión, tomarlo del brazo, pero aparte de alguna advertencia sobre los pequeños obstáculos con que se habían topado en el camino, habían paseado tranquilamente por el bosque hasta alcanzar al cabo de un rato una zona pantanosa situada junto al recodo del río, donde el monje se había deleitado escuchando el sonido de un grupo de cisnes que remontaban el vuelo desde la superficie del agua.

Llevaban unos minutos gozando del silencio de la tarde y sintiendo la grata caricia del sol sobre sus rostros, cuando el hermano Adam percibió unos pasos ligeros en el camino.

—¿Quién es? —preguntó a Luke.

—Una persona que desea hablar con usted —respondió el hermano lego—. Me alejaré para dejarlos solos —añadió.

Y al cabo de unos momentos, Adam se percató, estupefacto, de quién se trataba.

La mujer se detuvo ante él. Adam percibió su olor. Era consciente, como sólo puede serlo un ciego, de toda su presencia. Deseó alargar la mano para tocarla, pero se abstuvo. Tenía la impresión de que no estaba sola.

—Hermano Adam. —Era su voz. Se expresó con calma, suavemente—. He traído a alguien para que te conozca.

—¿Sí? ¿Y quién es?

—Mi hijo menor. Un niño.

—Ya.

—¿Quieres darle tu bendición?

—¿Mi bendición? —preguntó Adam un tanto asombrado. Era natural pedir a un monje su bendición, pero sabiendo lo que ella sabía sobre él…—. Desde luego, por si le sirve de algo. ¿Qué edad tiene el niño?

—Cinco años.

—Una bonita edad. —Adam sonrió—. ¿Cómo se llama?

—Le he llamado Adam.

—Ah. Como yo.

El monje notó que ella se acercó a él hasta que su cuerpo casi rozó el suyo, pero lo hizo tan sólo con el propósito de susurrarle al oído:

—Es hijo tuyo.

—¿Mi hijo? —La revelación le causó una impresión tan tremenda que Adam dio un paso atrás y por poco perdió el equilibrio. Tenía la impresión como si un intenso destello dorado hubiera penetrado de golpe en su mundo de tinieblas.

—Él no lo sabe.

—Tú —dijo Adam con voz ronca—. ¿Estás segura?

—Sí —respondió retrocediendo.

Durante unos momentos, el monje permaneció inmóvil bajo la luz el sol, aunque tenía la sensación de oscilar de un lado a otro.

—Acércate, pequeño Adam —dijo con voz queda.

Cuando el niño se aproximó a él, Adam extendió las manos y le palpó la cabeza y luego la cara. Sintió deseos de alzarlo del suelo y abrazarlo contra su pecho. Pero no debía hacerlo.

—Confío, Adam, en que seas un buen chico, Adam —dijo suavemente—. Haz lo que te diga tu madre y acepta la bendición de otro Adam. —Apoyando la mano en la cabeza del niño, el monje recitó una breve oración.

Deseaba dar algo al chico, pero no sabía qué. De pronto recordó el crucifijo de cedro que su madre le había regalado hacía muchos años. Lo sacó, rompió de un tirón la cinta de cuero de la que lo llevaba colgado alrededor del cuello y se lo entregó al niño.

—Me lo regaló mi madre, Adam —explicó el monje—. Dicen que lo trajo un cruzado de Tierra Santa. Consérvalo siempre. —Luego se volvió hacia Mary y añadió encogiéndose de hombros—. Es cuanto tengo.

Ella y el niño se marcharon, y al cabo de unos minutos Adam y Luke regresaron a la abadía.

No dijeron nada, excepto en una ocasión, cuando habían recorrido la mitad del camino a través del bosque.

—¿El niño se parece a mí?

—Sí.

Los momentos en que el hermano Adam experimentaba una mayor serenidad, durante los largos años de su existencia ciega, eran aquellas tardes soleadas, cuando meditaba en el apacible recinto situado junto al muro norte del claustro de la abadía. Al verlo, los jóvenes monjes pensaban que el hermano Adam, quien evidentemente mantenía una relación muy estrecha con Dios, se hallaba sumido en una silenciosa comunicación con Él y sería un sacrilegio interrumpirle. A veces así era. Pero otras, cuando Adam aspiraba el aroma de la hierba y de las margaritas en el claustro, y sentía el cálido sol que penetraba a través del frater, eran otros pensamientos los que acudían a su mente con un gozo y una alegría que, si le conducían a la perdición, él no podía remediarlo.

«Tengo un hijo. ¡Bendito sea Dios, tengo un hijo!»

Una tarde, cuando estaba solo y nadie le veía, sacó una pequeña navaja que había utilizado aquel día y esculpió discretamente una pequeña letra A en una piedra junto a él.

La A de Adam. A veces, pensaba el monje, aunque su castigo consistiera en ser expulsado del jardín de Dios y enviado a un lugar más sombrío, era posible que volviera a obrar exactamente como lo había hecho por amor a su hijo.

Así pues, durante muchos años, el hermano Adam vivió con su secreto en la abadía de Beaulieu.