XIII

a mañana de la partida amaneció húmeda y silenciosa, un velo de nubes ocultaba el sol y todo lo verde parecía más verde que nunca bajo la suave y amorfa luz. Más tarde, el velo se aclararía y disiparía y el sol saldría con todo su escurridizo brillo primaveral. Un buen día para regresar a casa. Daalny salió al gran patio tras pasarse toda la noche en vela, y se dirigió hacia la iglesia para el rezo de prima. Necesitaba hacer acopio de toda su fuerza para llevar a cabo lo que tenía que hacer y la quietud y las plegarias en medio de la vasta soledad de la nave del templo tal vez le infundieran valor para actuar, pues pensaba que nadie más sabía o tan siquiera sospechaba lo que ella sospechaba y, por consiguiente, nadie sino ella podría emprender una acción.

Y, sin embargo, podía estar equivocada. El tintineo de unas monedas, el peso de un sólido bulto desplazándose bajo la presión de su pie con un suave sonido metálico… ¿serviría acaso para demostrar algo aunque a ello añadiera las extrañas circunstancias que fray Cadfael le había referido a propósito del olvido del arnés de Rémy en el establo anterior? Pero de lo que no cabía duda era de que Bénezet había mentido y, por consiguiente, ¿qué estaba haciendo el mozo en aquel lugar?, a no ser que hubiera ido a recoger alguna cosa, algún secreto suyo…, o quizá de otra persona, pero, en tal caso, ¿a qué hubiera obedecido el secreto?

Bueno, Tutilo se había ido y ella esperaba que, a aquellas horas, ya estuviera muy lejos en su camino hacia Gales. Los benedictinos no tenían mucho arraigo en Gales, pues las gentes de allí seguían tercamente aferradas al antiguo y menos organizado cristianismo de la Iglesia celta, aunque prevaleciera el rito romano. Aceptarían al antiguo novicio fugitivo, sobre todo cuando le oyeran cantar y recitar; le buscarían un protector y un arpa, le quitarían el hábito y le darían unas calzas, una camisa y un coleto a cambio de su música. Y ella, por muy caro que le costara, borraría la última sombra de sospecha de asesinato que pesaba sobre él para que, dondequiera que fuera, pudiese ser libre y sentirse a salvo. En cuanto a sus restantes pecados menores, seguramente le serían perdonados.

Le dolía su partida, pero no lamentaría que la hubiera dejado, a pesar de haberle dicho antes de su precipitada fuga que no iría a ninguna parte sin ella. Ahora lo único que importaba para completar su hazaña era que jamás lo volvieran a capturar y que los estrechos límites de unos muros de piedra no le paralizaran las alas o un dogal aplastara las cuerdas de su garganta, condenándolas al silencio.

Durante todo el oficio de prima, la joven rezó sin palabras por él y se pasó el rato aguzando el oído para poder escuchar el primer grito de alarma ante la desaparición. Tal cosa sólo se produjo cuando, tras haberle servido a fray Jerónimo el pan y la cerveza aguada del desayuno, el hermano portero regresó con el mismo desayuno para Tutilo, pero ni siquiera fue un grito, pues el hermano portero no era muy dado a los aspavientos y apenas se enteraba de nada ni siquiera cuando lo tenía delante de las narices. El portero salió rápidamente de la celda, apartó una mano de la fuente de madera que sostenía para cerrar con llave la puerta y entonces, recordando que dentro no había nadie que necesitara semejante precaución, no sólo no la cerró sino que la dejó abierta de par en par. Por una extraña razón, Daalny, vigilando disimuladamente aquel rincón del patio desde la puerta de la hospedería, consideró perfectamente lógica aquella reacción. Y lo mismo le ocurrió a Cadfael que, en aquellos momentos, estaba regresando del huerto. A la vista de tan escasa sorpresa y consternación por parte del portero, sería menester que otro supliera aquella deficiencia. Daalny regresó al interior de la hospedería para seguir con los preparativos de la partida y dejó que ambos resolvieran el asunto como Dios les diera a entender.

—¡Se ha ido! —dijo el hermano portero—. Pero ¿cómo es posible?

Era una pregunta muy seria, no una protesta. Estudió la pesada llave que había dejado en la bandeja de la comida, contempló de nuevo la puerta abierta y frunció las pobladas y entrecanas cejas.

—¿Que se ha ido? —dijo Cadfael, haciendo gala de un asombro extremadamente verosímil—. ¿Cómo se puede haber ido si la puerta estaba cerrada y la llave se guardaba en tu garita?

—Vedlo vos mismo —dijo el portero—. A no ser que el diablo haya venido por él, alguien ha puesto las manos en esta llave durante la noche y lo ha dejado suelto por ahí. Eso está más vacío que la bolsa de un pordiosero y en la cama casi no se ve ningún hueco. A esta hora, ya estará muy lejos. El viceprior Erluino se pondrá fuera de sí cuando se entere. Ahora está desayunando con el padre abad, será mejor que vaya cuanto antes a estropearle las gachas.

No daba la impresión de lamentar demasiado lo ocurrido, pero tampoco le apetecía tener que comunicar la noticia.

—Yo también iba hacia allá —dijo Cadfael sin mentir por completo, pues la idea se le acababa de ocurrir en aquel momento—. Tú ve a dejar primero la bandeja y yo iré antes para darles la noticia.

—No sabía —comentó el portero— que tuvierais vocación de mártir. Pero id primero si tenéis este gusto. Yo iré luego. Gracias a Dios, hoy su señoría piensa marcharse y, si quieren disfrutar de un viaje seguro, no creo que Erluino y los suyos sean tan necios como para desaprovechar esta oportunidad y se empeñen en perseguir a un escurridizo mozo que, por si fuera poco, les lleva una noche de delantera. Con seguridad nos libraremos de todos ellos antes del mediodía.

Y allá se fue tranquilamente para librar sus manos del peso de la bandeja. No sabía si devolver o no la llave a su gancho de la garita, pero, al final, decidió llevarla consigo a modo de prueba y siguió a Cadfael hasta los aposentos del abad, aunque sin darse demasiada prisa.

Cuando Erluino se enteró de la noticia, la reacción fue muy distinta. Se levantó de golpe de la mesa del abad ante aquella pérdida inaudita sin poder soportar la idea de tener que regresar a Ramsey prácticamente con las manos vacías, privado no sólo del tesoro que había cosechado allí en Shrewsbury sino también de su venganza. Durante un breve espacio de tiempo, había estado a punto de hacer un regreso triunfal, con cuantiosos donativos para la restauración del monasterio y la inconmensurable bendición de una santa milagrosa. Ahora lo había perdido todo, el reo se le había escapado entre los dedos y él tendría que regresar a casa con un fracaso manifiesto, sin apenas ninguna ganancia y sin un novicio cuyo comportamiento tal vez no fuera demasiado ejemplar, pero que, a pesar de todo, era muy apreciado por su voz y, por consiguiente, también tenía en cierto modo su valor.

—¡Hay que perseguirle! —dijo, escupiendo furiosamente las palabras a través de una irregular dentadura—. Creo, padre abad, que la vigilancia del prisionero debía de ser extremadamente laxa, de otro modo, ¿cómo hubiera sido posible que una persona no autorizada tuviera acceso a la llave de su celda? Hubiera tenido que encargarme personalmente del asunto en lugar de confiar en los demás. Pero hay que perseguirle y apresarle. Tiene acusaciones a las que responder y faltas que expiar. No se puede permitir que el delincuente huya sin recibir la necesaria corrección.

El abad, visiblemente contrariado, aunque nadie podía adivinar si su disgusto se lo había causado el prisionero fugitivo, sus incautos guardianes o aquel airado vengador particular de su chivo expiatorio, contestó con aspereza:

—Se le puede buscar ciertamente dentro del recinto de la abadía, pero mis leyes no contemplan la posibilidad de perseguir a los hombres en el mundo exterior para poder imponerles un castigo.

El conde Roberto también había sido invitado a la mesa del abad en la última mañana previa a su partida, pero, hasta aquel momento, había permanecido impasiblemente sentado sin decir nada mientras su inquisitiva mirada iba recorriendo en silencio los distintos rostros sin omitir el de Cadfael, quien había comunicado la devastadora noticia con cara de palo y un tono de voz de lo más inexpresivo, siendo respaldado por las declaraciones del portero, el cual sostenía todavía en su mano la llave que alguien habría descolgado de su gancho durante el rezo de vísperas y habría vuelto a colocar en su sitio antes de que terminara el oficio. Se trataba de algo inaudito dentro del orden monástico y, por consiguiente, el hombre no había tomado precauciones, a pesar de que la garita había estado casi constantemente ocupada y todas las llaves se encontraban a la vista. El portero se defendió con valentía, pues él sólo estaba obligado a cuidar de que los prisioneros estuvieran debida, aunque frugalmente alimentados; sus superiores eran los encargados de supervisar el encierro y de juzgar las causas.

—Pero es que existe todavía una sospecha de asesinato contra él —gritó Erluino triunfalmente agresivo, recordando la acusación del brazo secular—. No se puede permitir que escape impunemente. La ley del rey tiene el deber de capturar al criminal, aunque la de la Iglesia no lo tenga.

—Estáis equivocado —dijo pacientemente Radulfo—. El gobernador ya me aseguró ayer que tiene pruebas de que fray Tutilo no asesinó al joven Aldelmo. El brazo secular no tiene ninguna acusación que formular contra él. Sólo la Iglesia le puede acusar, pero la Iglesia no puede enviar a sargentos por todo el país para subsanar sus fracasos.

La palabra «fracaso» hizo que Erluino se ruborizara intensamente como si se considerara personalmente responsable de controlar mejor a sus subordinados. Cadfael no creía que el abad hubiera querido insinuar tal cosa. Era mucho más probable, por el contrario, que Radulfo se acusara a sí mismo de deficiencias en el ejercicio de su autoridad antes que formular la misma acusación contra otro. Sin embargo, por mucho que lo negara, Erluino se atribuía a sí mismo todos los fallos que pudieran empañar su dignidad y autoridad y amenazaran con enviarle a casa humillado y necesitado de tolerancia y consuelo.

—Es posible, padre abad —dijo rígidamente, erguido y rebosante de ardiente y siniestro espíritu profético—, que en esta cuestión la Iglesia tenga que revisar cuidadosamente su conducta, pues, si no lucha contra los malhechores dondequiera que éstos se encuentren, su autoridad corre peligro de sufrir un descrédito. Sin duda la batalla contra el mal, dentro o fuera de nuestros recintos, es una cruzada tan noble como la que se está combatiendo en Tierra Santa. Nuestra buena fama podría quedar en entredicho si permitiéramos que los malhechores anduvieran sueltos por ahí. Este hombre ha abandonado su comunidad y quebrantado sus votos. Tiene que ser apresado para que responda de su comportamiento.

—Si le consideráis una criatura tan irremediablemente perdida —dijo fríamente el abad—, deberíais tener en cuenta lo que dice la Regla sobre estos casos, en el capítulo veintiocho donde está escrito: «Echad de entre vosotros al malo».

—Pero es que nosotros no lo hemos echado —insistió en decir Erluino, todavía incandescente de rabia—. No ha esperado el juicio ni ha respondido de sus delitos sino que ha huido en secreto en mitad de la noche para nuestra vergüenza.

—Aun así —murmuró Cadfael para sus adentros, aunque en forma claramente audible sin poder resistir la tentación de hacerlo—, en el mismo capítulo de la Regla se dice: «Si el infiel se va, que se vaya».

El abad Radulfo le miró severamente sin aprobar por entero su comentario mientras Roberto Bossu esbozaba una leve sonrisa que se esfumó antes de que pudiera sentirse ofendido el blanco contra el cual la había dirigido.

—Soy responsable ante mi abad del novicio que me fue encomendado —dijo Erluino, desviando la discusión hacia otro canal— y lo menos que puedo hacer es indagar en toda la medida de mis posibilidades.

—Me temo —dijo el conde Roberto con implacable suavidad— que ya no queda tiempo ni siquiera para eso. Si decidís quedaros y seguir haciendo averiguaciones, tendréis que emprender vuestro viaje en circunstancias mucho menos favorables. En cuanto termine la misa, nos iremos. Convendría que aprovecharais para viajar con nosotros, tanto más ahora que habéis perdido a un hombre.

—Si vuestra señoría pudiera retrasar su partida aunque sólo fuera un par de días… —dijo Erluino en tono suplicante.

—Por desgracia, no es posible. Yo también tengo malhechores que exigen mi presencia —dijo el conde, mostrándose cortésmente amable y considerado—. Sobre todo, si esos bribones y vagabundos que atacaron vuestro carro todavía estuvieran atravesando los Marjales en busca de parajes más seguros. Ya es hora de que regrese. He perdido mi opción a la custodia de santa Winifreda, pero no me quejo, pues, al fin y a la postre, fui yo quien la condujo hasta aquí y, por consiguiente, aunque ella me rehúya, debo de haber cumplido escrupulosamente su voluntad y sin duda ella me bendecirá por la molestia que me he tomado. Pero ahora necesito regresar a casa. Cuando termine la misa —añadió con firmeza el conde Roberto—, os aconsejo, padre Erluino, que nos acompañéis y hagáis lo que dice san Benito, dejar que el hermano infiel se vaya.

La misa de despedida empezó muy temprano y se celebró con rapidez, pues el conde, tras haber decidido su partida, consiguió en cierto modo transmitir su ardor a cuantos lo rodeaban. El ajetreo de la carga de los carros y el encasillado de los caballos comenzó en cuanto salieron a la clara luz de las primeras horas de la mañana. Allí estaban Nicol, el mayordomo, y su compañero de Ramsey, sirviendo a un taciturno y enfurruñado Erluino, el cual lamentaba todavía tener que dejar a su oveja descarriada, aunque no quería perderse la oportunidad de hacer, por lo menos, la mitad de su viaje con toda seguridad y comodidad y disponer probablemente de una cabalgadura para la otra mitad, pues Roberto Bossu era siempre generoso con los clérigos, incluso con uno al que tan cordialmente aborrecía.

Los mozos salieron de los establos con el estrecho carro que había servido para trasladar de nuevo el relicario de santa Winifreda a su hogar. Ya despojado de las bordadas colgaduras que lo habían adornado cuando llevaba a la santa, ahora sería utilizado para el transporte del equipaje de todos los viajeros. Con las pertenencias del conde y de sus dos escuderos, los donativos recibidos por Erluino en Worcester y Evesham y casi todos los efectos personales y los instrumentos de Rémy cuidadosamente envueltos en compactos bultos, el carro aún podría acoger a Nicol y a su compañero sin que la carga fuera excesiva para el caballo. La acémila que durante el viaje de ida había transportado el equipaje del conde le sería cedida ahora a Erluino.

Los dos jóvenes escuderos sacaron los caballos encasillados del patio de los establos, seguidos por Bénezet con su propia montura y la de Rémy. Un joven novicio cerraba la marcha, conduciendo por la brida a la imperturbable jaca de Daalny. La puerta ya estaba abierta de par en par. Todo se había hecho con gran rapidez y eficacia. Cadfael, observándolo todo desde la esquina del claustro, estaba vigilando la puerta abierta con una cierta inquietud, pues las cosas se habían desarrollado con una celeridad excesiva. Era todavía un poco temprano para esperar a Hugo y sus oficiales, pero no cabía duda de que las ceremoniosas despedidas llevarían algún tiempo y de momento, los principales protagonistas aún no habían aparecido y el conde no querría marcharse sin despedirse de Hugo.

En cuanto se acercaban al gran patio, los monjes que se estaban dispersando para dirigirse a sus distintos quehaceres, se detenían algo más de lo estrictamente necesario para contemplar a los mozos y los caballos que se movían sin cesar sobre los adoquines, ansiosos de ponerse en marcha. Los colegiales habían sido acompañados a sus clases matinales, pero seguramente fray Pablo les daría permiso para volver a salir en el momento de la partida.

Daalny envuelta en una capa y con la cabeza descubierta, salió de la hospedería y bajó los peldaños para reunirse con el grupo. Reparó en la equilibrada posición de las alforjas de Bénezet y supo cuál de ellas guardaba el secreto, identificándola por un arañazo que había observado en su parte anterior, por debajo de las hebillas. La joven estudió fijamente la escena mientras Cadfael la estudiaba a ella. Su rostro estaba tan pálido como de costumbre, pues su tez poseía la blancura de las magnolias, aunque ahora se advertía en ella la gélida palidez de la tensión, cubriendo sus finos e inmaculados huesos. Sus ojos entornados brillaban bajo las largas pestañas oscuras. Cadfael vio las señales de su inquietud y desazón y se entristeció sin saber muy bien cómo interpretarlas. Había hecho lo que quería hacer: enviar a Tutilo a un mundo mucho más apropiado para él que el ambiente del claustro. Tener que enfrentarse con sus inevitables tareas cotidianas tras la breve fantasía que había vivido con él debía de suponer para ella un gran esfuerzo, pero no había más remedio. Cadfael había elaborado sus planes sin pensar que, a lo mejor, ella también tenía los suyos e iba a lanzar el sedal, cumpliendo lo último que todavía le quedaba por hacer.

Uno de los jóvenes escuderos había regresado a la hospedería para informar de que todo estaba dispuesto y llevar la capa, los guantes y cualquier otra cosa que pudieran necesitar su señoría y su nueva adquisición, la cual se podía considerar sin duda un personaje de categoría muy superior a la de los criados, aunque no fuera objeto de tanta reverencia como los arpistas de Gales. Ambos salieron a la puerta justo en el momento en que el abad Radulfo, siempre escrupulosamente cortés, emergía de su jardín privado entre unos rosales todavía desnudos y escuálidos en compañía del prior Roberto para despedirse de sus huéspedes.

El conde estaba tan discretamente elegante como siempre con sus prendas de apagados colores, un coleto carmesí razonablemente corto para montar con comodidad y una túnica gris azulada con cortes hasta el muslo por delante y por detrás. Raras veces se cubría la cabeza a no ser para protegerse del viento, la lluvia o la nieve, pero el capuchón echado hacia atrás sobre el hombro más alto le servía para disimular la joroba, si bien no parecía que lo hiciera a propósito, pues su defecto ni lo turbaba ni le impedía la libertad de movimientos. A su lado caminaba Rémy de Pertuis, hablando jubilosamente por los codos y haciendo ingeniosos comentarios al oído de su nuevo señor. Ambos bajaron juntos los peldaños, seguidos por el escudero, con la capa de su señor colgada del brazo. En el patio ya estaban todos reunidos, pues el abad y el prior aguardaban al lado de los caballos.

—Mi señor —dijo el conde—, ha llegado la hora de la despedida para mi gran pesar. Vuestra hospitalidad ha sido extremadamente generosa y me temo que muy poco merecida, pues vine con la pretensión de adquirir la custodia de vuestra santa. No obstante, me alegro de que, entre los muchos que ambicionábamos a esta doncella, ella haya elegido a los más idóneos y los mejores. ¿Puedo esperar que vuestra bendición me acompañe por el camino?

—Con todo mi corazón os la impartiré —contestó Radulfo—. Vuestra compañía me ha sido sumamente placentera y provechosa, mi señor, y confío en poder disfrutar de nuevo de ella en otra ocasión favorable.

El grupo, que por un instante había adquirido la apariencia de una partida inmediata, empezó a desintegrarse como si los huéspedes lamentaran marcharse y tuvieran todavía muchas cosas que hacer y decir en el último momento. El prior Roberto parecía más normando y aristocrático que nunca e incluso se le veía de muy buen humor, pues al final todo se había resuelto favorablemente. No era probable que dejara marcharse a un conde normando sin exhibir hasta el último minuto toda su elocuencia y encanto. Erluino no estaba muy locuaz, pero tampoco quería quedarse al margen y Rémy entusiasmado con su cambio de fortuna, derramaba imparcialmente los rayos de su benevolencia sobre todos por igual. Cadfael, con larga experiencia en tales partidas, sabía que la despedida se prolongaría por lo menos un cuarto de hora más, antes de que los viajeros pusieran los pies en los estribos para montar.

Daalny que no tenía aquella certeza, temía que todo fuera demasiado rápido. No podía permitirse el lujo de esperar y descubrir que había esperado demasiado. Se había preparado para lo que tenía que decir y temía no disponer de tiempo para cumplir su propósito. Se acercó al abad y al conde todo lo que el decoro le permitía y, aprovechando la primera pausa que hubo en su conversación, se adelantó y dijo, levantando su clara voz:

—Padre abad, mi señor Roberto, ¿puedo decir una palabra? Antes de que abandonemos este lugar debo deciros algo que guarda relación con el robo y puede que incluso con el asesinato. Os suplico que me escuchéis, pues es demasiado para mí y no me atrevo a pasarlo por alto.

Todo el mundo la había oído y todos los ojos estaban concentrados en ella. Se produjo un silencio nacido de la curiosidad, el asombro y la desaprobación ante el hecho de que la menos importante de las criaturas que allí se habían congregado se atreviera a pedir repentinamente audiencia delante de todos. Pero, curiosamente, nadie le hizo señas de que se retirara ni frunció el ceño, obligándola a callarse. La joven observó que tanto el abad como el conde la miraban con sorprendido interés y les hizo una profunda reverencia a los dos. Hasta aquel momento, no había dicho nada capaz de inquietar o atemorizar a nadie, ni siquiera a Bénezet, el cual permanecía tranquilamente de pie rodeando con el brazo el cuello de su caballo, con la alforja fuertemente comprimida contra su costado. Cualquier lanza que tuviera la joven, aún no había apuntado a nadie con ella, pero Cadfael adivinó su propósito y se llenó de espanto.

—¿Puedo hablar, padre?

Aquél era el territorio del abad, por lo que el conde le dejó la respuesta a él.

—Creo que debes hacerlo —contestó Radulfo—. Has pronunciado dos palabras que han pesado dolorosamente en nuestras mentes durante estos días: robo y asesinato. Si hay algo que puedas decirnos a propósito de estas dos cuestiones, tendremos que escucharte.

Cadfael, vigilando la puerta con inquietud y rezando para que Hugo entrara en aquellos momentos seguido de tres o cuatro de sus mejores hombres, miró de soslayo a Bénezet. El mozo no se había movido, pero, a pesar de que su rostro no era más que una máscara de interesada, pero impersonal curiosidad como los de casi todos los presentes, sus ojos clavados en el semblante de Daalny parecían las puntas de dos dagas y su misma inmovilidad parecía ahora tan deliberada como la de un lebrel cuando muestra una pieza.

¡Ojalá la hubiera advertido!, pensó Cadfael. Hubiera tenido que comprender que la chica sería capaz de hacer cosas terribles, pues tenía razones suficientes. ¿Acaso lo que yo le dije sobre la brida la guio por este camino? No pareció que le interesara demasiado, pero hubiera tenido que comprenderlo. Y ahora ha descargado el golpe demasiado pronto. Confiaba en que se expresara con lógica y llegara poco a poco al meollo de la cuestión, que expusiera los antecedentes y llegara gradualmente a lo que tenía que decir, ahora que había logrado ser escuchada. Pero el tiempo no estaba a su favor. Incluso la misa había terminado muy pronto. Hugo llegaría puntual, pero ya sería demasiado tarde.

—Padre, vos conocéis el robo de Tutilo la noche en que las aguas del río inundaron la iglesia y lo que ocurrió después cuando Aldelmo dijo que podría identificar al culpable y fue asesinado mientras se dirigía hacia acá para cumplir lo que había prometido y todo el mundo creyó que el autor había sido Tutilo, pues era el que tenía razones para ocultarse y para temer su presencia en esta casa.

La joven hizo una pausa para que el abad manifestara su acuerdo con lo dicho.

—Eso creímos y eso dijimos —dijo Radulfo en tono imparcial—. La cosa parecía muy clara y ciertamente no sabíamos de ningún otro que hubiera podido hacerlo.

—Sin embargo, padre, yo tengo motivos para creer que hay otro. —Daalny todavía no había pronunciado su nombre, pero él ya lo sabía, pues, con la mirada clavada en la puerta, se estaba desplazando poco a poco para que nadie se fijara en él, en un disimulado esfuerzo por salir gradualmente del cerco de hombres y caballos que lo rodeaba. Pero los dos escuderos del conde Roberto estaban muy cerca y le cerraban el paso—. Yo creo —añadió Daalny— que hay aquí entre nosotros alguien que guarda en su alforja algo que no le pertenece y que, a mi juicio, fue robado la misma noche de la inundación cuando en la iglesia reinaba el caos. No sé si Aldelmo hubiera podido decir algo al respecto, pero, aunque sólo lo hubiera visto, ¿os parece que eso hubiera sido suficiente? Si estoy acusando a un inocente tal como bien pudiera ser —dijo Daalny con firmeza—, enmendaré mi fallo de cualquier forma que se me exija. Pero ordenad un registro y haced la prueba, padre. —Se volvió a mirar a Bénezet con el rostro intensamente pálido y lo señaló con el dedo. El mozo estaba tan encerrado en el círculo que sólo por medio de la violencia hubiera podido escapar, cosa que lo hubiera delatado cuando todavía no estaba en las últimas—. En la alforja en la cual está apoyado guarda algo que ha ocultado desde la noche de la inundación. Si hubiera sido una adquisición honrada o ya hubiera sido suya, no hubiera tenido ninguna necesidad de esconderlo. Mi señor, padre abad, hacedme justicia y, si me equivoco, hacédsela también a él. ¡Registrad y vedlo con vuestros propios ojos!

Por un instante, Bénezet contempló la posibilidad de burlarse de la acusación, diciéndole despectivamente a Daalny que mentía. Pero reaccionó y decidió responder cuando todos los ojos ya estaban clavados en él. Ya era demasiado tarde para proclamar enfurecido su inocencia. Él tampoco había sabido elegir el momento, perdiendo con ello cualquier oportunidad que todavía le quedara.

—¿Acaso estás loca? Es una perversa mentira, yo sólo tengo aquí lo que es mío. ¡Mi señor, defendedme, os lo suplico! ¿Habéis tenido alguna vez algún motivo para pensar mal de mí? ¿Por qué se revuelve ésa ahora contra mí con semejante acusación?

—Siempre he considerado a Bénezet totalmente digno de mi confianza —dijo Rémy, defendiendo valerosamente a uno de los suyos aunque, en el fondo, no las tuviera todas consigo—. No puedo creer que haya cometido un robo. ¿Acaso se ha echado en falta alguna cosa? Nada, que yo sepa. ¿Alguien sabe de alguna pérdida desde la noche de la inundación? Yo no me he enterado de nada.

—No hemos recibido ninguna queja —convino el abad, frunciendo el ceño con expresión dubitativa.

—Sólo existe un medio muy sencillo para demostrar la veracidad o la falsedad de la acusación —dijo Daalny con implacable fiereza—. ¡Abrid su alforja! Si no tiene nada que ocultar, que lo demuestre y quede yo confundida. Si yo no tengo miedo, ¿por qué iba a tenerlo él?

—¿Miedo? —replicó Bénezet ardiendo como una llama—. ¿De semejante calumnia? Lo que hay en mi alforja es mío y yo no tengo por qué responder a tus falsas acusaciones. No, no quiero mostrar mis pobres pertenencias para satisfacer tu maldad. No comprendo por qué te has inventado estas mentiras contra mí. ¿Qué te he hecho yo? Pero pierdes el tiempo porque mi amo me conoce mejor.

—Harías bien en abrir la alforja para que todo el mundo contemplara tu virtud —terció el conde Roberto con serena autoridad—, puesto que no todos aquí te conocen tan bien como tu amo. Si ella miente, descubre su mentira —añadió el conde, mirando por un instante a sus dos jóvenes escuderos con una ceja enarcada.

Ambos se acercaron un poco más a Bénezet con rostros impenetrables, pero mirada alerta.

—Tenemos una deuda con el difunto —dijo el abad Radulfo—, puesto que la joven acaba de recordarnos uno de los bienes más valiosos que se robaron. Si se trata de algo que pueda arrojar luz sobre ese crimen y ayudarnos a eliminar la sombra de la duda, exonerando a todos menos al culpable, creo que tenemos el deber de seguir adelante. Muéstranos la alforja.

—¡No! —gritó Bénezet, extendiendo un brazo sobre ella en gesto protector—. Eso es una indignidad, una humillación…, no he hecho nada malo, ¿por qué tengo que someterme a esta vergüenza?

—Tomadla —dijo Roberto Bossu.

Bénezet miró consternado a su alrededor mientras los dos escuderos se acercaban y posaban sus competentes manos no en su persona sino en la brida del caballo y la alforja. No tenía ninguna posibilidad de saltar a la silla y romper el cerco, pero, por si acaso, los jóvenes habían aflojado las bridas de sus propias monturas y uno de los caballos se había alejado hacia la puerta, lejos de la agitación que reinaba en el centro del patio. Bénezet apartó las manos de la alforja con un sollozo de rabia, le propinó a su sorprendido caballo un puntapié en el vientre que lo obligó a encabritarse soltando un indignado relincho y consiguió atravesar el círculo que lo rodeaba. El grupo se dispersó para apartarse de los movimientos del caballo y entonces Bénezet tomó la brida y, sin utilizar las espuelas, se encaramó a la silla.

Nadie estaba lo bastante cerca de él como para tomar la rienda o la correa del estribo, por lo que Bénezet consiguió alejarse antes de que alguien pudiera montar, volviendo la espalda al fragor de los caballos que piafaban y los hombres que gritaban. Cabalgó no en dirección a la puerta, sino describiendo una curva lateral hacia el lugar donde Daalny se había echado hacia atrás para evitar un peligro, cayendo con ello en otro peor. Bénezet había desenvainado su corta daga y ahora la blandía en su mano.

La joven sólo comprendió su intención en el último instante, cuando prácticamente ya lo tenía encima. Bénezet no emitió el menor sonido, pero Cadfael, corriendo como un desesperado para apartar a la joven de los cascos de la bestia, vio el rostro del jinete con tanta claridad como ella. El semblante antaño impasible se había convertido en una máscara de odio y de rabia que mostraba los dientes cual un lobo acorralado. No podía perder el tiempo arrollándola, pues eso lo hubiera entretenido demasiado. Prefirió inclinarse hacia un lado a galope tendido, pero la daga sólo consiguió arrancarle a Daalny la manga del hombro y causarle un largo rasguño en el brazo. La joven pegó un brinco hacia atrás y cayó sobre los adoquines. Bénezet ya había cruzado la puerta al galope, girando en dirección a la ciudad.

Hugo Berengario, con su delegado y tres sargentos, estaba bajando por la cuesta del puente. Al verlos, Bénezet se detuvo en seco y giró hacia un camino secundario a una velocidad que, aunque no invitara a la persecución, no tenía por menos que suscitar extrañeza.

—¡Seguidle! —les gritó Hugo a sus hombres antes incluso de que el joven escudero del conde cruzara a toda prisa la puerta en dirección a la barbacana, gritando:

—¡Detenedle! ¡Es sospechoso de robo!

—¡Traedlo aquí! —les ordenó Hugo a sus oficiales.

Éstos se adentraron por el camino y se lanzaron al galope en pos del fugitivo.

Daalny se levantó antes de que Cadfael pudiera llegar hasta ella, tratando de escapar ciegamente de la barahúnda del patio, del enfermizo terror que se había inclinado hacia ella con furia asesina desde la silla del caballo y de la devastadora reacción que la había dejado temblando, ahora que lo peor ya había pasado. De una cosa estaba segura. ¿Por qué otra razón hubiera escapado Bénezet como alma que lleva el diablo antes incluso de que abrieran su alforja? Ella ni siquiera sabía lo que había allí dentro, sólo sabía que tenía que ser algo terrible. Se refugió en la iglesia como un pájaro que regresara a su nido. Que los demás se encargaran del resto, ella ya había cumplido su misión. Ahora ya no le cabía la menor duda de que eso sería suficiente. Se sentó en las gradas del altar de santa Winifreda, donde todo había empezado y todo terminaría, e inclinó la cabeza hacia atrás para apoyarla en la piedra.

Cadfael, que la había seguido, se detuvo al verla sentada allí inmóvil y con los ojos abiertos como si estuviera escuchando una voz o evocando un recuerdo. Después del caos, aquella serena quietud resultaba impresionante. Ella la había percibido al entrar y él la había percibido al contemplarla a ella sumida en aquel ensimismamiento.

Se acercó muy despacio y le habló en voz baja sin saber si ella le oiría, pues estaba como perdida en algo muy lejano.

—Te ha hecho un rasguño. Será mejor que me lo dejes ver.

—Es un simple arañazo —replicó Daalny con indiferencia, permitiendo, sin embargo, que le remangara la manga casi hasta el hombro donde tenía un desgarrón de aproximadamente un palmo. La piel mostraba tan sólo una fina línea blanca punteada en dos o tres lugares por una minúscula gota de sangre—. ¡No es nada! No se enconará.

—Has sufrido una caída muy violenta. Nunca pensé que se te echara encima de esta manera. Hablaste demasiado pronto, yo quería ahorrarte esta molestia.

—Pensaba que Bénezet no era capaz de amar ni de odiar —dijo Daalny con frío interés—. Jamás le había visto tan enfurecido. ¿Ha conseguido escapar?

Cadfael no pudo contestar a la pregunta porque no se había detenido a mirar.

—Estoy muy bien y no me ocurre nada —añadió la joven con firmeza—. Será mejor que regreséis para ver qué queda todavía por hacer. Pedidles…, que me dejen sola aquí un ratito. Necesito este lugar y esta certidumbre.

—Los tendréis —dijo Cadfael retirándose, pues la joven estaba en perfectas condiciones de dominar sus pensamientos, palabras e incluso obras como tal vez jamás lo hubiera estado. Al llegar a la puerta, se volvió por última vez a mirarla y la vio majestuosamente sentada en las gradas del altar, manteniendo las manos apoyadas en la piedra, una a cada lado, como si constituyeran el símbolo de su soberanía. Sus labios entreabiertos esbozaban una solitaria y enigmática sonrisa, pero Cadfael tuvo la sensación, en caso de que efectivamente hubiera sido una sensación, de que no estaba sola.

Soltaron las correas que mantenían sujeta la alforja al arnés y trasladaron esta última al primer lugar de la hospedería donde hubiera una sólida mesa en cuya hospitalaria superficie pudieran vaciar su contenido. Seis hombres rodeaban la mesa cuando Cadfael se incorporó a ellos y convirtió su número en siete: el abad Radulfo, el prior Roberto, el viceprior Erluino, Roberto Bossu, Rémy de Pertuis y Hugo Berengario, el cual, nada más desmontar en la entrada, había comprendido de inmediato lo ocurrido. Fue Hugo quien, aceptando la silenciosa invitación del conde, sacó de la bolsa los humildes efectos personales de un fiel criado: unas prendas de vestir cuidadosamente dobladas, una navaja de afeitar, un buen cinturón y un par de gastados guantes de excelente calidad. Al fondo, pero ocupando la mitad del espacio, había algo que Hugo, tirando del extremo de una cuerda, arrastró hacia la mesa. Era una suave y abultada bolsa de cuero de la que se escapó el inconfundible tintineo de unas monedas entrechocando entre sí en el momento en que la depositó, inmóvil y enigmática, ante los ojos de los presentes.

Una cosa por lo menos ya no era un secreto. Tres de ellos la reconocieron sin dudar. Al oír el ruidoso jadeo que se escapó de la garganta de Erluino, hasta los criados se congregaron ávidamente en la puerta mientras Nicol, los escuderos y el humilde lego de Ramsey lanzaban un anticipado suspiro de asombro y se acercaban un poco más.

—¡Dios del Cielo! —exclamó Erluino—. ¡Yo eso lo conozco! Estaba en el cofre de las donaciones de Ramsey, depositado en el altar de Nuestra Señora cuando se produjo la inundación. Pero ¿cómo es posible? Se colocó en el carro junto con lo demás. Encontramos el cofre en Ullesthorpe, destrozado y vacío, pues todo había sido robado…

Hugo aflojó las cuerdas para abrir la bolsa de suave cuero, la vació sobre la mesa y salió un torrente de monedas de plata y oro, entre las cuales, surgieron hacia el final ciertos ornamentos de plata: una cadena de cuello, unas pulseras gemelas, un torques de oro con piedras preciosas toscamente incrustadas y dos sortijas, una de las cuales era un sello muy grande de hombre mientras que la otra era una ancha banda de oro profusamente labrada. Al final, salió un enorme y complicado broche para ajustar una capa, una espléndida pieza sajona en oro rojo.

Todos contemplaron el tesoro boquiabiertos de asombro sin poder creerlo ni comprenderlo.

—Eso yo también lo conozco —dijo Radulfo muy despacio—. Vi este broche una vez en la capa de la señora Donata. Y esta sencilla sortija era la que ella siempre llevaba.

—Lo donó todo a Ramsey antes de morir —dijo Erluino en voz baja, sorprendiéndose de que hubiera ocurrido algo que parecía casi un milagro—. Todo eso estaba en el cofre que yo confié a Nicol cuando se fue en el carro hacia Ramsey. El cofre lo encontramos roto y tirado por el suelo…

—Lo recuerdo muy bien —dijo Nicol desde la puerta con la voz ronca por la emoción—. Yo llevaba la llave, pero ellos levantaron la tapa con una palanca, se llevaron el tesoro y tiraron el cofre… ¡O eso por lo menos pensamos nosotros!

Eso pensaron todos. Todo el fruto de la buena voluntad, todas las donaciones para el destruido monasterio, se encontraban en un cofre depositado sobre el altar de Nuestra Señora la noche de la inundación, en un lugar lo bastante elevado como para que no corriera el menor peligro ni siquiera en los momentos en que las aguas habían alcanzado su máximo nivel. A salvo del río, pero no de los ladrones que, con el pretexto de ayudar a preservar los sagrados objetos, habían aprovechado la ocasión para apoderarse de todo lo que tan tentadoramente tenían a mano. La llave estaba en aquellos momentos en la cerradura y, por consiguiente, no había sido necesario romperla para abrirla. Había sido muy fácil tomar la bolsa de cuero y sustituirla por cualquier cosa que hubiera a mano, trapos y piedras, igualando con ello el peso de lo que se había robado, cerrando a continuación el cofre y dejándolo en el mismo sitio para que posteriormente fuera colocado en el carro al cuidado de Nicol. Y después, pensó Cadfael, con los ojos clavados en las últimas y refulgentes obras de caridad de Donata, ocultar el trofeo en algún lugar seguro y apartado hasta que llegara el momento de abandonar Shrewsbury. En algún lugar apartado donde, caso de ser descubierto, no se pudiera relacionar con nadie, pero en el que no fuera probable que nadie lo descubriera. Bénezet había ayudado a trasladar los caballos desde el inundado establo del interior de la abadía al recinto de la feria de caballos. No debió de tardar ni un segundo en esconder su trofeo en el fondo de la tinaja de trigo destinada a dar de comer a los caballos durante los días que permanecieran allí. No había peligro de que los caballos permanecieran en aquellas cuadras tanto tiempo como para que quedara al descubierto el pequeño objeto que había debajo del trigo. Allí estaría más seguro que en la hospedería donde constantemente entraban y salían viajeros y apenas se podía disfrutar de intimidad. Hasta los ladrones pueden ser robados y los curiosos huéspedes pueden descubrir cosas escondidas.

—Jamás salieron de Shrewsbury —dijo Hugo, contemplando el montón de monedas de plata y oro—. Padre Erluino, parece que Dios y los santos os han querido devolver lo que era vuestro.

—Bajo su protección —añadió secamente Roberto Bossu—, hay que dar también las gracias a esta muchacha vuestra, Rémy, pues ha conseguido descubrir al autor del robo. ¿No nos hemos olvidado un poco de ella? Espero que no le haya hecho mucho daño. ¿Dónde está la chica ahora?

—En la iglesia —contestó Cadfael— y pide que le permitáis permanecer un rato allí sola antes de la partida. El cuerpo sólo tiene un rasguño que no le impedirá cabalgar, pero el espíritu necesita un poco de sosiego.

—Esperaremos hasta que esté preparada —dijo el conde—. Confieso, Hugo, que me gustaría ver en qué acaba todo esto. Si vuestros hombres consiguen atrapar vivo al ladrón, tanto mejor, pues a mí me ha robado de paso un buen caballo. Tiene que responder de muchas cosas.

—De muchas más que de un simple robo —dijo sombríamente Cadfael.

Tras haber apartado a un lado el montón de ropa que cubría el botín de Bénezet, Cadfael introdujo una mano en las profundidades de la alforja y encontró una prenda doblada, oculta debajo de todo lo demás. La tomó y vio que era una camisa de lino, limpia y cuidadosamente doblada. Sus ojos se clavaron en el puño de una de las mangas. El tal Bénezet era un hombre autosuficiente y muy ordenado en el manejo de sus asuntos, que no necesitaba a ninguna mujer que le lavara y arreglara las cosas, aunque no fuera lo bastante rico como para desechar una camisa, por muchas oportunidades que hubiera tenido de hacerlo, estando encerrado dentro de unos muros monásticos a la disposición de su amo mientras Rémy proseguía la búsqueda de un nuevo protector. Tras lavarla y doblarla, la había ocultado debajo de todo lo demás para volver a usarla unas cuantas semanas más tarde cuando ya se encontrara a varias leguas de allí. Pero la camisa tenía unas manchas que el lavado no había conseguido eliminar del todo. Cadfael extendió el puño bajo la inquisitiva mirada de Hugo mientras el conde Roberto tomaba en sus manos la otra manga. Hasta aproximadamente un palmo del dobladillo, ambas mangas aparecían salpicadas de unas manchitas redondas con un visible perfil de color rosado, algo más borroso en la parte interior. Cadfael las había visto otras veces, lo bastante a menudo como para saber lo que eran. Tal como sin duda las habría visto Roberto Bossu.

—Eso es sangre —dijo Roberto Bossu.

—Sangre de Aldelmo —confirmó Cadfael—. Aquella noche llovía. Bénezet debía de estar empapado. El grueso tejido negro de lana absorbe la sangre y estoy seguro de que él debió de tener mucho cuidado, pero…

Pero una mellada piedra levantada con ambas manos y descargada con fuerza sobre la cabeza de un hombre que ha perdido el conocimiento, por mucho cuidado que uno tenga y por muy discreto que sea y aunque lo haga tranquilamente y sin prisas, no habiendo nadie que pueda obstaculizar su labor, no tiene más remedio que dejar huellas indelebles por lo menos en las manos y los puños del asesino. Lo peor había quedado atrapado debajo de la piedra y la sangre se había ido escurriendo en la hierba, pero aquellas salpicaduras habían marcado la piel y el lino de la camisa. Y, en el lino, a menos que se ponga en remojo en seguida, resulta muy difícil borrar las pequeñas formas delatoras.

—Recuerdo —dijo Rémy, aturdido y casi sin poderlo creer, medio olvidándose de sí mismo— que yo fui invitado vuestro aquella noche, padre abad, y que él estaba libre y podía hacer lo que quisiera. Dijo que iría a la ciudad.

—Él fue quien le comunicó a la chica la prevista visita de Aldelmo —dijo Cadfael— y ella fue quien advirtió a Tutilo de que procurara esconderse. Por consiguiente, Bénezet conocía la necesidad, en caso de que efectivamente la hubiera. Pero ¿cómo podía estar seguro? Le bastó con pensar que Aldelmo, requerido para que recordara claramente unos hechos, pudiera recordar demasiados detalles de lo que, en su inocencia, había visto. Y precisamente por su inocencia murió. Y Bénezet fue su asesino. Y nunca sabrá, ni nosotros tampoco, si asesinó por nada.

Alan Herbard, el delegado de Hugo, se presentó en la puerta una hora antes del mediodía.

El grupo ya se estaba congregando para la partida, tras el generoso aplazamiento dispuesto por el conde Roberto en atención a los deseos de Daalny, y Cadfael, autoproclamado, y con razón, custodio de los intereses de la joven, había recibido cortésmente el encargo de ir en su busca para que se incorporara al grupo, siempre y cuando ya estuviera suficientemente recuperada. Los demás también habían tenido tiempo de asimilar de la mejor manera posible el torrente de revelaciones y sobresaltos que probablemente se traducirían en una reducción de su número y en el cambio de varias vidas. El viceprior Erluino había perdido a un novicio y se había quedado con las ganas de vengar unas ofensas amargamente sentidas, pero había recuperado los tesoros que creía perdidos para siempre, por lo que su estado de ánimo, a pesar de los pecados, las muertes y los actos de violencia, había pasado de la sombría tristeza de la mañana a una casi benevolencia. Rémy había perdido a un criado, pero se había asegurado el futuro en la casa de un influyente protector; un criado se puede sustituir con facilidad, pero la entrada en la casa de uno de los condes más poderosos del país era un trofeo para toda la vida. Rémy no se sentía muy inclinado a quejarse. Ni siquiera había perdido un caballo, pues la montura que había robado Bénezet, libre ya de las alforjas, esperaba imperturbable a otro jinete. Lo podría montar Nicol, dejando la conducción del carro a su compañero.

Todo estaba volviendo lentamente a su cauce por mucho que se hubiera desviado al principio.

De pronto, Alan Herbard apareció en la puerta, desmontó y miró con curiosidad a los presentes, temeroso de acercarse a Hugo en tan egregia compañía.

—Ya hemos atrapado al hombre, señor. Me he adelantado para comunicároslo. Ya le traen para acá. ¿Adónde queréis que lo conduzcan? No tuvimos tiempo de averiguar por qué corría y de qué está acusado.

—Está acusado de asesinato —dijo Hugo—. Encerradle bajo llave en el castillo, que yo iré en cuanto pueda. Habéis sido muy rápidos. No debía de haber llegado muy lejos. ¿Qué ocurrió?

—Nos llevaba casi un cuarto de legua de delantera en el Bosque Largo y, cuando ya le estábamos dando alcance, se apartó del camino para adentrarse en la espesura y tratar de burlarnos. Debió de asustar a un ciervo y el caballo se debió de detener, pues oímos que el jinete soltaba unas maldiciones mientras el caballo relinchaba y se encabritaba. Creo que debió de utilizar la daga…

El escudero se acercó al oír lo que le había ocurrido a su cabalgadura.

—Eso Conradin no lo puede consentir —dijo con indignación.

—Nos llevaban una buena delantera y sólo podíamos guiarnos por los sonidos. Creo que el animal se encabritó y él se golpeó la cabeza contra una rama baja, pues lo encontramos medio aturdido bajo un árbol cuando finalmente le dimos alcance. Cojea de un pie, pero no tiene la pierna rota. Como estaba medio aturdido, no nos planteó dificultades.

—Aún nos las podría plantear.

—Will no es ningún aprendiz y sabrá custodiarlo. Pero el caballo —añadió Alan casi en tono de disculpa— no hemos conseguido encontrarlo. Huyó antes de que llegáramos y, aunque intentamos buscarlo a pesar de tener que custodiar a un hombre, no pudimos localizarlo en las inmediaciones de aquel lugar y ni siquiera oímos nada de lejos. Es posible que, sin jinete, recorra muchas leguas antes de que se le pase el susto y se detenga.

—Y todo lo mío se ha ido con él —dijo el desventurado propietario, haciendo una mueca, aunque inmediatamente soltó una carcajada—. Mi señor, me debéis ropa nueva en caso de que no podamos recuperarlo.

—Mañana llevaremos a cabo una búsqueda exhaustiva —prometió Alan—. Y lo encontraremos. Pero primero iré a ver si ese asesino está a buen recaudo.

Se inclinó en reverencia ante el abad y el conde, volvió a montar de nuevo en su cabalgadura al llegar a la puerta y se marchó. Se quedaron mirándose unos a otros como suele hacer la gente al despertar, cuando no sabe si lo que está viendo es realidad o un sueño.

—Todo ha terminado bien —dijo Roberto Bossu—. ¡Esperemos que eso sea el final! —Volviéndose a mirar al abad con expresión solemne, añadió—: Me parece que hemos vivido dos veces la despedida, pero ahora es de verdad y tenemos qué irnos. Espero que podamos volver a vernos en circunstancias más favorables, pero creo que, de momento, os alegraréis de perdernos de vista y de desterrarnos de vuestros pensamientos, después de todos los quebraderos de cabeza que os hemos causado. —Tomando la brida de su caballo, el conde le dijo a Cadfael—: ¿Queréis ir a preguntarle a la dama si ya está lista para reunirse con nosotros? Ya es hora de que nos pongamos en marcha.

Cadfael se ausentó unos momentos y regresó solo a través del pórtico sur y el claustro.

—Se ha ido —anunció en tono pausado y rostro inexpresivo—. En la iglesia no hay más que Cynrico, el sacristán del padre Bonifacio, recortando los pabilos de las velas del altar, y dice que, en esta última media hora, no ha visto entrar ni salir a nadie.

Más adelante, Cadfael se preguntó si el conde Roberto ya lo esperaba. Era un hombre de una sutileza muy peligrosa, que sabía apreciar la sutileza de los demás y captaba mejor que nadie la forma de ser de sus semejantes. Y tenía una cierta inclinación a soltar gatos entre las palomas. Pero no, probablemente, no. No había conocido a la chica el tiempo suficiente como para eso. Si la hubiera tenido unas cuantas semanas en su casa de Leicester, la hubiera conocido muy bien y hubiera sabido valorar sus cualidades en otras cosas, aparte la música. Pero, por lo menos, no se sorprendió demasiado. No fue él sino Rémy de Pertuis el que soltó un grito de consternación:

—¡No! No se puede haber ido. ¿Adónde podría ir? ¡Es mía! ¿Estáis seguro? No, tiene que estar aquí, no habéis tenido tiempo de buscarla bien…

—La dejé allí hace más de una hora —se limitó a decir Cadfael—, sentada al pie del altar de santa Winifreda. Ahora ya no está. Id vos mismo a verlo. Cynrico ha encontrado la iglesia vacía cuando entró para vestir el altar.

—¡Se me ha fugado! —se quejó Rémy con el rostro pálido y desencajado, lamentando la pérdida de un preciado tesoro y no ya la de una criatura profundamente amada. Para él la chica era simplemente una voz, pero, siendo provenzal y músico hasta la médula, una voz valía más que el oro puro y era un tesoro cuyo valor sobrepujaba el de los rubíes. Ser su dueño equivalía a ser propietario de un instrumento, lo único que de ella le interesaba. Su dolor y su consternación eran sinceros—. No puede irse. Tengo que buscarla. Es mía, yo la compré. Mi señor, aplazad la partida hasta que la encuentre. Dos días más…, un día…

—¿Otra búsqueda? ¿Otra decepción? —dijo el conde, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. ¡Oh, no! Yo también he tenido sueños como éste y nunca me han llevado a ninguna parte, sólo a una barrera tras otra y a un desengaño tras otro. La chica era, y es, una propiedad muy valiosa, Rémy, su garganta es una joya y toca con gran maestría tanto el órgano portátil como los instrumentos de cuerda. Estoy plenamente convencido. Pero yo ya llevo demasiado tiempo ausente de mi casa y si deseáis mi alianza, será mejor que me acompañéis y os olvidéis del dinero que pagasteis por algo que no tiene precio. Eso nunca resulta rentable. Hay otras personas dotadas de grandes cualidades, tendréis ocasión de encontrarlas y yo os garantizo que no les ha de faltar nada en mi casa.

El conde hablaba con toda sinceridad y Rémy lo sabía. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para elegir entre su cantora y su futura seguridad, pero, al final, se disiparon todas sus dudas. Cadfael le vio tragar saliva y medio atragantarse y casi se compadeció de él. Pero, con un protector tan poderoso, culto y duradero como Roberto Beaumont, Rémy de Pertuis no podía ser objeto de lástima durante mucho tiempo.

Antes de darse por vencido, Rémy miró a su alrededor en busca de algún colaborador de confianza.

—Mi señor abad o vos, mi señor gobernador…, no quisiera que la chica estuviera sola o pasara necesidad. Si apareciera de nuevo por aquí o supierais de ella, os suplico que me lo mandéis decir y yo vendré a buscarla. Mis puertas siempre estarán abiertas para ella.

Debía de ser cierto y no sólo porque apreciaba la voz de la chica. Probablemente nunca se había dado cuenta hasta aquel momento de que la joven no era una simple posesión, sino también un ser humano por derecho propio y podía pasar hambre e incluso morir de inanición o caer víctima de algún bellaco que se cruzara con ella en el camino o sufrir daño de mil maneras distintas. Era algo así como la fuga de una monja que, siéndolo desde la infancia, se hubiera aventurado de repente en un mundo terrible que no daba ninguna tregua. Así, por lo menos, quería recordarla, en el instante en que la había visto por última vez. ¡Qué poco la había conocido!

—Muy bien, mi señor, he hecho lo que he podido. Ya estoy preparado.

Se fueron todos por la barbacana en dirección a San Gil. Roberto Beaumont, conde de Leicester, cabalgaba al lado del viceprior Erluino de Ramsey, el cual se encontraba de muy buen humor tras la recuperación de los frutos de sus esfuerzos en Shrewsbury y se alegraba de poder viajar en compañía de un noble tan poderoso; les seguían los dos escuderos de Roberto, el más joven de ellos un poco contrariado por el hecho de tener que conformarse con una montura desconocida, pero contento de regresar a casa; el lego de Erluino conducía el carro de los equipajes y Nicol cerraba la marcha, satisfecho de ir montado y no a pie. Los cascos de los caballos se oyeron resonar desde el interior de la iglesia hasta que la comitiva dobló la esquina de las murallas de la abadía para dirigirse hacia el recinto de la feria de caballos. Entonces se hizo un profundo silencio en cuyo transcurso hubo tiempo para respirar tranquilamente y reflexionar. El abad Radulfo y el prior Roberto ya se habían retirado a sus ocupaciones y los monjes se habían dispersado para regresar a las suyas. Todo había terminado felizmente.

—Bien —dijo Cadfael, ladeando familiarmente la cabeza hacia santa Winifreda—, el chico es un bribón encantador e inofensivo que no estaba hecho para el claustro de la misma manera que ella tampoco lo estaba para la esclavitud. Por consiguiente, ¿por qué lamentarlo? Ramsey se las arreglará muy bien sin él y la reina de Partholan ya no es una esclava. Cierto que ha perdido su equipaje, pero probablemente se hubiera desprendido de él de todos modos.

Me dijo, Hugo, que no era propietaria de nada, ni siquiera de la ropa que vestía. Ahora se alegrará de haber robado tan sólo las pocas prendas que lleva encima.

—Y el chico sólo ha robado a una chica —dijo Hugo, estudiando de soslayo el apacible rostro de Cadfael—. ¿Sabíais que él estaba aquí cuando seguisteis a la chica?

—Os juro, Hugo, que no vi ni oí nada. No hubo nada que me hiciera pensar en él. Pero comprendí que estaba aquí: Y ella también lo comprendió en cuanto entró. Tuve la sensación de oír claramente las palabras en mi oído: Retiraos y no digáis nada. Todo irá bien. Me pedía muy poca cosa. Quedarse sola un ratito en la iglesia. La puerta parroquial está siempre abierta.

—¿Creéis —preguntó Hugo— que Aldelmo hubiera podido revelar algo contra Bénezet?

—¿Quién sabe? La posibilidad era suficiente.

Ambos salieron a la clara luz de las primeras horas de la tarde, pero la serena quietud que ahora se respiraba después de tantas tormentas y pasiones parecía más propia del anochecer, de la deliciosa laxitud que se produce después de un duro esfuerzo y de la calma después de la tempestad.

—Era fácil, pero peligroso encariñarse con el chico, con la labia que tenía —dijo Cadfael—. Mejor librarse de él ahora que más tarde. Era sin duda un ladrón, aunque no en su propio provecho, y también un embustero cuando le convenía. Pero apreciaba sinceramente a Donata. Lo que hizo por ella lo hizo sin pensar en ninguna recompensa y de todo corazón.

Ya no quedaba nadie en el gran patio cuando se encaminaron hacia la garita de vigilancia. El espacio que se había estremecido de cólera e indignación estaba ahora desierto, como si un creador de poca monta hubiera renegado del mundo salido de sus manos y lo hubiera borrado con la intención de dejar el sitio libre para un segundo intento.

—¿Os habéis parado a pensar —dijo Hugo— que esos dos se dirigirán sin duda al suroeste, siguiendo el mismo camino que tomó Bénezet? Hacia el sur hasta el lugar donde el camino se cruza con la antigua calzada romana y después rectos como una lanza hacia el oeste para dirigirse a Gales. Con la suerte de los santos o del propio demonio, puede que se tropiecen con el caballo perdido en el bosque y Alan no encuentre nada mañana.

—En la alforja están los efectos personales de aquel pobre chico —recordó súbitamente Cadfael, alegrándose de que así fuera—. No le vendrán mal unas cuantas prendas de seglar en lugar del hábito y la cogulla. Si no recuerdo mal, ambos tienen más o menos la misma figura.

—No me deis más detalles —se apresuró a decirle Hugo.

—Encontrar no es robar. —Cuando llegaron a la puerta donde estaba atado el caballo de Hugo, Cadfael añadió con el semblante muy serio—: Donata le comprendió mejor que ninguno de nosotros. Le dijo la buenaventura, tal vez un poco en broma, pero con mucho acierto. Un trovador, le dijo, sólo necesita tres cosas, un instrumento, un caballo y el amor de una dama. Lo primero se lo dio ella en prenda de lo demás. Ahora puede que haya encontrado las tres cosas.