II

hora ya está clara la razón por la cual le impusieron este nombre —dijo Cadfael en el gabinete que tenía Anselmo junto al claustro al término de la misa solemne de la mañana siguiente—. Canta con tanta dulzura como una alondra.

Acababan de escuchar el canto de la alondra en toda su belleza y Cadfael se había detenido en el gabinete del chantre mientras los fieles, entre los cuales figuraban algunos visitantes seglares de la hospedería, se dispersaban en distintas direcciones. Aunque no estuvieran obligados a hacerlo, se consideraba una muestra de cortesía que los huéspedes del monasterio asistieran por lo menos a la misa solemne que a diario se celebraba en la iglesia. Febrero no era un mes de mucho ajetreo para fray Dionisio el Hospitalario, pero siempre había algunos viajeros en busca de cobijo.

—El mozo tiene un talento extraordinario —convino Anselmo—. Con mucho oído y un gran sentido de la armonía. —Tras un instante de reflexión, añadió—: Sin embargo, no es una voz apropiada para el coro. Destaca demasiado. No se podría conjuntar con las demás.

No hacía falta que Anselmo se esforzara en explicarlo, pues su veredicto ya había quedado suficientemente demostrado. Tras haber escuchado la penetrante y asombrosa dulzura de aquella voz cuya suavidad era una pura delicia para el oído, nadie hubiera podido abrigar la menor duda al respecto. No hubiera sido posible someterla al anonimato en medio de la equilibrada polifonía de un coro. Cadfael se preguntó si no sería tal vez un error de análoga magnitud intentar domeñar a su propietario hasta dejarlo convertido en un obediente y sumiso miembro de una disciplinada fraternidad.

—El huésped provenzal de fray Dionisio ha levantado las orejas al oír cantar al mozo —comentó Anselmo—. Anoche le pidió a Erluino que permitiera al joven practicar con él en la sala. Allá se dirigen ahora. Me ha dejado su rabel para que se lo encuerde. Tengo que reconocer que cuida amorosamente sus instrumentos.

El trío que estaba cruzando el claustro desde el pórtico sur de la iglesia había suscitado una considerable curiosidad y gran número de conjeturas entre los novicios. No era frecuente que la abadía tuviera entre sus huéspedes a un trovador del sur de Francia, indudablemente rico y famoso, pues viajaba con dos criados y mucho equipaje. Llevaba tres días allí y había tenido que interrumpir su viaje a Chester a causa de la cojera de uno de sus caballos. Rémy de Pertuis era un hombre de unos cincuenta y tantos años, dueño de una llamativa apariencia que él valoraba en grado sumo y de la cual parecía sentirse muy orgulloso. Cadfael le estudió mientras se dirigía hacia la hospedería; hasta entonces no había tenido oportunidad de prestarle demasiada atención, pero, si Anselmo le respetaba y aprobaba sus conocimientos musicales, tal vez mereciera la pena hacerlo. Una hermosa cabeza de cabello cobrizo y recortada barba. Buen porte y cuerpo excelentemente proporcionado. Capa forrada de piel y ceñidor de oro. Le seguían dos criados, un alto individuo de unos treinta y tantos años de edad, vestido de la cabeza a los pies con unas sencillas, pero excelentes prendas de apagado color marrón que le situaban en un discreto lugar intermedio entre escudero y criado, y una mujer totalmente oculta bajo una capa y una capucha cuya esbelta figura y cuyo ligero paso constituían un indicio seguro de juventud.

—¿Para qué necesita a la chica? —preguntó Cadfael.

—Eso ya se lo ha explicado a fray Dionisio —contestó Anselmo sonriendo—. ¡Y con todo lujo de detalles! No es pariente suya…

—Jamás pensé tal cosa —dijo Cadfael.

—Pero quizá pensasteis, como lo pensé yo al verlos entrar por vez primera, que la necesitaba para un uso determinado, cosa que efectivamente es así, aunque no para el que yo imaginaba. —Fray Anselmo, a pesar de su temprano ingreso en el claustro, conocía casi todos los comportamientos que imperaban al otro lado de los muros de la abadía y ya no se sorprendía ni escandalizaba de nada—. La chica es la que interpreta casi todas sus canciones. Tiene una voz deliciosa y él la aprecia en gran manera por eso, pero por ninguna otra cosa que yo sepa. La joven forma parte de su trabajo.

—¿Y qué está haciendo un trovador de Provenza en el corazón de Inglaterra? —inquirió Cadfael—. Está claro que no es un simple juglar sino un auténtico trovador. Sin duda está muy lejos de su hogar.

«Y, sin embargo, ¿por qué no?», pensó. Los protectores de quienes tales artistas dependen son ahora no sólo franceses, normandos, bretones y angevinos sino también ingleses. Tienen propiedades a ambos lados del estrecho y los buscan tanto aquí como allí. A fin de cuentas, la misma naturaleza del trovador le lleva a vagar de aquí para allá, tal como revela el significado de la palabra trobar de la que reciben su nombre, pues, aunque ahora su significado sea el de crear poesía y música, su verdadero sentido es «encontrar». Los que «encuentran», es decir, los que buscan y encuentran la poesía y la música, ésos son los trovadores. Y, si su arte es universal, ¿por qué no se les va a encontrar en todas partes?

—Se dirige a Chester —explicó Anselmo—. Eso dice su servidor… Bénezet se llama. A lo mejor, espera que le ofrezcan un puesto en la casa del conde. Pero no tiene prisa y está claro que le sobra el dinero. Con tres buenos caballos y dos criados se puede viajar cómodamente.

—Habría que saber por qué abandonó su último puesto —dijo Cadfael en tono siniestramente meditabundo—. ¿Despertó tal vez un interés excesivo en la dama de su señor? Tiene que haber sido algo muy serio como para que se haya visto obligado a cruzar el estrecho.

—A mí me interesa más saber de dónde sacó a la chica —dijo Anselmo sin turbarse lo más mínimo ante aquella cínica valoración de los trovadores en general—. No es francesa ni bretona ni provenzal. Habla el inglés de esta región y un poco de galés. Por eso me inclino a pensar que la obtuvo aquende el mar. El servidor Bénezet, en cambio, es tan sureño como su amo.

El trío ya había entrado en la hospedería y sus enmarañadas existencias seguían siendo tan misteriosas como el día de su llegada. En cuestión de unos días, si los caminos se mantuvieran expeditos y tan pronto como el caballo se hubiera restablecido, se irían tan enigmáticamente como muchos otros que se refugiaban bajo aquel hospitalario techo durante un día o una semana y después se iban sin dejar rastro. Cadfael abandonó las vanas reflexiones sobre las almas forasteras, lanzó un suspiro y regresó a la iglesia para decirle una palabrita al oído a santa Winifreda antes de dirigirse a sus ocupaciones en el huerto.

Por lo visto, alguien antes que él había necesitado el auxilio de Winifreda. Tutilo tenía algo que pedirle a la santa, pues estaba arrodillado en la última grada del altar, donde la luz de las velas recortaba claramente su figura. Estaba tan profundamente enfrascado en su plegaria que no oyó las pisadas de Cadfael sobre las baldosas. Mantenía el vehemente rostro levantado hacia la luz, sus labios se movían en un silencioso y apremiante ruego y, a juzgar por sus grandes ojos abiertos y sus arreboladas mejillas, tenía la absoluta certeza de que sus ruegos serían escuchados y su petición sería atendida. Cualquier cosa que hiciera, Tutilo la hacía con todas sus fuerzas. Para él, una simple petición al cielo por medio de la intercesión de una benévola santa era semejante a un combate con los ángeles o a una disputa con los doctores de teología. Cuando se levantó de la grada, lo hizo con un exultante movimiento, proyectando la barbilla hacia fuera como si estuviera completamente seguro de haber conseguido su propósito.

Al advertir otra presencia, se volvió hacia el recién llegado con humilde modestia, refrenando su jubilosa exuberancia con la misma suavidad con la cual había transformado su canción de amor en un devoto canto litúrgico al advertir la presencia de Erluino en la cámara de Donata. Cierto que, al reconocer a Cadfael, su devota seriedad se suavizó un poco mientras en sus ambarinos ojos se encendía un cauteloso brillo de emoción.

—Estaba suplicando su ayuda para nuestra misión —explicó—. Eloy el padre Erluino predicará en la Cruz Alta de la ciudad. Si santa Winifreda nos echa una mano, no podremos fracasar. —Sus ojos se posaron de nuevo en el relicario del altar, contemplándolo con amoroso asombro—. Ha obrado prodigios extraordinarios. Fray Rhun me ha contado cómo lo sanó, convirtiéndolo en su verdadero servidor. Y otras muchas maravillas parecidas… Cada año, cuando se conmemora el día de su traslación, acuden centenares de peregrinos, según me ha dicho fray Jerónimo. Le he preguntado cuántas preciadas reliquias se conservan en vuestra casa, pero ella debe de ser la más importante, ¿verdad?

Fray Cadfael no tenía ciertamente nada que objetar al respecto. En realidad, entre las veneradas reliquias aportadas a lo largo de los años por los monjes que habían ingresado en la casa, más de una le inspiraba serias dudas. Piedras del Calvario y del Huerto de los Olivos…, en fin, las piedras eran piedras y las había en todas las colinas, por lo que sólo la palabra del oferente podía certificar el origen de cada una de ellas. Fragmentos de huesos de santos y mártires, una gota de la leche de la Virgen María, un retazo de su túnica, un frasquito con sudor de san Juan Bautista, una trenza del cobrizo cabello de santa María Magdalena…, todos esos objetos eran fáciles de transportar y no cabía duda de que algunos de los peregrinos que regresaban de Tierra Santa actuaban de buena fe y creían sinceramente en la autenticidad de lo que ofrecían, pero, en algunos casos, Cadfael se preguntaba si alguna vez habrían estado más cerca de Acre que de Eastcheap. En cambio, él conocía muy bien a santa Winifreda; con sus propias manos la había levantado del suelo gales y con ellas la había vuelto a depositar reverentemente en él, cubriéndola de nuevo con la dulce tierra de Gwytherin. Lo que la santa les había otorgado a Shrewsbury y a él mismo era la sombra protectora de su mano derecha y el semiculpable y semisagrado recuerdo de un cariño y un afecto casi de carácter personal. Siempre que él le pedía algo, ella le escuchaba. No cabía duda de que también atendería las súplicas de aquel convincente y entusiasta joven, concediéndole tal vez no lo que él le había pedido, sino lo que fuera mejor para su bien.

—Si Ramsey tuviera semejante protectora —dijo Tutilo en voz baja mientras en su rostro se encendía un repentino e irresistible fulgor—, nuestra futura gloria estaría asegurada. Todas nuestras desdichas se desvanecerían. Los peregrinos acudirían por millares y sus ofrendas enriquecerían nuestra casa. ¿Por qué no podríamos convertirnos en otra Compostela?

—Puede que vuestro deber sea el de trabajar por el enriquecimiento de vuestro monasterio —le recordó secamente Cadfael—, pero ése no es el principal deber de los santos.

—No, pero es lo que suele ocurrir —dijo Tutilo sin inmutarse—. No cabe duda de que Ramsey necesita y se merece un favor especial después de todas las penalidades sufridas. No creo que esté fuera de lugar orar por su enriquecimiento. No pido nada en mi propio provecho. —El joven se apresuró a rectificar de inmediato—. Mejor dicho, quiero destacar y ser útil para mis hermanos y mi orden. Eso es lo que yo quiero.

—Y eso la santa lo contemplará con benevolencia —dijo Cadfael con toda confianza—. No cabe duda de que eres útil y te puedes considerar afortunado con las dotes que posees. Haz todo lo que puedas por Ramsey en la ciudad y procura hacer lo mismo cuando vayas a Worcester, a Pershore o a Evesham. ¿Qué más se te puede pedir?

—Todo lo que pueda hacer, lo haré —convino Tutilo con gran determinación y un entusiasmo algo menos auténtico sin apartar los ojos del relicario de plata repujada de santa Winifreda, del cual la luz de las velas arrancaba fulgurantes destellos—. Pero una protectora como ésta… ¿qué no haría por devolvernos nuestra antigua fortuna? Fray Cadfael, ¿vos no nos podríais decir dónde encontrar otra que se le pudiera igualar?

El joven se retiró casi a regañadientes, pero, antes de salir, volvió la vista hacia atrás y se encogió de hombros, cruzando a continuación el pórtico para someterse a las órdenes de Erluino y conseguir, de la manera que fuera, desatar las bolsas de los burgueses de Shrewsbury. Mientras contemplaba alejarse la esbelta y ágil figura, Cadfael observó algo ligeramente equívoco en el espectáculo de los largos bucles de la cabeza y en la tierna y juvenil suavidad de la nuca. ¡En fin! Pocas personas son exactamente lo que parecen a primera vista y además, él apenas conocía al chico.

Salieron en solemne procesión hacia la ciudad acompañados por la majestuosa persona del prior Roberto, cuya impresionante figura contribuiría en gran manera a realzar la solemnidad de la ocasión. El gobernador había comunicado la noticia al preboste y al Gremio de Mercaderes de la ciudad para que éstos se encargaran de que todo Shrewsbury cumpliera con su deber y acudiera a la predicación. Las limosnas entregadas a tan eminente casa religiosa tras la persecución de que ésta había sido objeto constituirían un medio infalible para hacer merecimientos y en una ciudad tan populosa, muchos de sus habitantes estarían dispuestos a pagar un modesto precio para librarse de la condena que pesaba sobre ellos a causa de sus pecados y tropiezos.

Erluino regresó de su correría tan visiblemente satisfecho y Tutilo llevaba una bolsa tan abultada que inmediatamente estuvo claro que habían recolectado una cuantiosa cosecha. El sermón del domingo siguiente desde el púlpito de la parroquia redondeó ulteriormente el botín. El cofre donado por Radulfo para recoger las ofrendas estaba lleno a rebosar. Por si fuera poco, tres excelentes artesanos, un maestro carpintero y dos canteros, se habían ofrecido para acompañar a los hombres de Ramsey y colaborar en la reconstrucción de los saqueados graneros y almacenes. La misión no hubiera podido tener mejor comienzo. Hasta Rémy de Pertuis entregó una buena moneda de plata, como cabía esperar de un músico que en otros tiempos había compuesto obras litúrgicas para dos iglesias de Provenza.

Acababan de salir de la iglesia una vez finalizada la misa cuando se acercó un mozo de Longner que, montado a caballo y llevando otra montura por la brida, presentó una petición en nombre de la señora Donata. ¿Tendría el viceprior Erluino la amabilidad de permitir que fray Tutilo la visitara? Como el día ya estaba un poco avanzado, enviaba una cabalgadura para el viaje y prometía su regreso para la hora de completas. Tutilo se sometió a la voluntad de su superior con toda humildad, pero sin poder disimular el brillo de alegría que se había encendido en sus ojos. El hecho de regresar sin vigilancia al salterio de Donata o a la olvidada arpa de la sala de Longner sería una recompensa adecuada tras haberse pasado todo el día bailando obedientemente al son que tocaba Erluino.

Cadfael le vio salir por la garita de vigilancia, visible e infantilmente complacido; no sólo por el hecho de que le recordaran y le necesitaran, sino también porque le sería dado disfrutar de un agradable paseo a caballo cuando él sólo esperaba una aburrida velada dentro de los muros del monasterio. Cadfael lo comprendía y lo disculpaba. La indulgente sonrisa todavía no se había borrado de sus labios cuando se dirigió al herbario para vigilar ciertos remedios que estaba preparando. Otra criatura tan esplendorosamente joven como la primera, aunque tal vez no tan inocente, le estaba esperando junto a la puerta de su cabaña.

—¿Fray Cadfael? —inquirió la cantora de Rémy de Pertuis, estudiándole con sus atrevidos ojos azules. Era más alta de lo normal en una mujer, poseía una esbeltez rayana en la flacura y se mantenía tan enhiesta como una lanza—. Me envía fray Edmundo. Mi amo está resfriado y croa como una rana. Fray Edmundo me ha dicho que vos podréis ayudarle.

—¡Con el auxilio de Dios! —contestó Cadfael, estudiándola con análogo descaro. Jamás la había visto tan de cerca y no esperaba tener ocasión de hacerlo, pues la muchacha se mantenía constantemente apartada, tal vez para no correr el riesgo de incurrir en el enojo de un amo exigente. Ahora iba con la cabeza descubierta y su rostro delicadamente ovalado resplandecía con la blancura de las azucenas entre las guedejas de su ensortijado cabello negro.

—Pasa y cuéntame algo más sobre su estado —le dijo—. Su voz es muy importante para él. El obrero que pierde sus herramientas pierde su medio de vida. ¿Qué clase de resfriado padece? ¿Tiene los ojos llorosos? ¿Le duele la cabeza? ¿Nariz tapada tal vez?

La joven le siguió al interior de la cabaña, donde ya reinaban las sombras y sólo brillaba el resplandor de un brasero tapado hasta que Cadfael encendió la lamparita con una varilla de azufre. La muchacha contempló con gran interés los estantes llenos de tarros y las hierbas que, colgadas de las vigas, se agitaban y susurraban movidas suavemente por la brisa que penetraba a través de la puerta.

—La garganta —contestó con indiferencia—. Es lo único que le preocupa. La tiene áspera y seca. Fray Edmundo dice que vos tenéis tabletas y pociones —añadió con tolerante desdén—. No tiene fiebre, pero cualquier cosa que le afecte la voz le causa pánico. O que afecte a la mía. Ésa es otra herramienta que tampoco se puede permitir el lujo de perder a pesar de lo poco que se preocupa por mí. ¿Vos preparáis todas estas pastillas y pociones, fray Cadfael? —preguntó recorriendo respetuosamente con la vista los estantes llenos de frascos y tarros.

—Yo los cuezo y los machaco —contestó Cadfael—, pero es la tierra la que me proporciona los medios. Le enviaré a tu señor unas pastillas para la garganta y un jarabe para que se lo tome cada tres horas. Pero primero lo tengo que preparar. Serán sólo unos minutos. Siéntate junto al brasero, que aquí refresca mucho por la noche.

La joven le dio las gracias, pero no se sentó. La colección de misteriosos recipientes la fascinaba. Siguió mirando a su alrededor en inquieto silencio mientras Cadfael, presintiendo su felina presencia a su espalda, elegía entre sus frascos cincoenrama y marrubio, menta y una pizca de adormidera, midiendo las cantidades y echándolas en un frasco de cristal verde. La suave mano de finos dedos acarició los tarros con sus inscripciones en latín.

—¿No necesitas nada para ti? —preguntó Cadfael—. ¿Para que él no te contagie la infección?

—Yo nunca me resfrío —contestó la muchacha, despreciando la debilidad de Rémy de Pertuis y todos los de su clase.

—¿Es un buen amo? —preguntó Cadfael, yendo directamente al grano.

—Me viste y me da de comer —contestó rápidamente la joven sin turbarse lo más mínimo.

—¿Sólo eso? Lo mismo haría con su mozo o el sollastre de su cocina. Tengo entendido que tú eres el puntal de su fama.

La muchacha se volvió a mirarle mientras él llenaba el frasco con un jarabe endulzado con miel y le colocaba un tapón. Vista de cerca, parecía una persona muy experta y desilusionada; no había recibido golpes, pero temía recibirlos y estaba dispuesta a esquivarlos o bien a devolverlos en caso necesario y, sin embargo, era más joven de lo que él había imaginado al principio, pues no tendría más allá de dieciocho años.

—Es un buen poeta y cantor, no vayáis a pensar otra cosa. Lo que yo sé, él me lo enseñó. Y lo que he recibido de Dios es mío, si bien él me enseñó a utilizarlo. Si hubiera alguna deuda, como la comida y el vestido me la hubiera pagado, pero no la hay. Él no me debe nada. Mi precio ya lo pagó al comprarme.

Cadfael se volvió a mirarla para averiguar si tenía que tomar sus palabras al pie de la letra. La joven le miró sonriendo.

—Me compró, no me contrató. Soy la esclava de Rémy y prefiero mil veces estar atada a él que al que me vendió. ¿No sabíais que existían todavía estas prácticas?

—El obispo Wulstan predicó contra ellas años atrás —contestó Cadfael— e hizo todo lo que pudo por desterrarlas de Inglaterra, ya que no del mundo. Pero, aunque obligó a los traficantes a esconderse, me consta que es algo que se sigue haciendo. Las transacciones se hacen fuera de Bristol. En secreto, pero todo el mundo lo sabe. Allí se limitan simplemente a enviar esclavos galeses a Irlanda, pero el dinero no cambia de mano.

—Mi madre —dijo la chica— es una demostración de que el tráfico se hace en ambas direcciones. En una mala temporada en que escaseaban los alimentos, su padre, que no podía darle de comer, la vendió a un traficante de Bristol, el cual la volvió a vender al señor de un ruinoso feudo de las inmediaciones de Gloucester que la utilizó como barragana suya hasta que ella murió, pero no fue en aquel lecho donde me concibieron. Ella sabía cómo librarse de los hijos de su amo y reservarse para el hombre al que amaba —explicó la muchacha con despiadada simplicidad—. Pero yo nací esclava y eso no tiene vuelta de hoja.

—Te podrías escapar —dijo Cadfael, reconociendo las dificultades de la empresa.

—¿Escapar adonde? ¿A una esclavitud todavía peor? Con Rémy por lo menos no me pegan y soy apreciada en cierto modo. Puedo cantar e interpretar, aunque tenga que obedecer las órdenes de otra persona. No poseo nada, ni siquiera la ropa que cubre mi cuerpo. ¿Adónde podría ir?

¿Qué podría hacer? ¿En quién podría confiar? No, no soy tan insensata como para eso. Me iría si hubiera algún lugar para mí, tal como soy. Correr el riesgo de que me devolvieran a él tras haber escapado sería una esclavitud mucho peor que la que ahora padezco. Mi amo me encadenaría. No, prefiero esperar. La situación podría cambiar —añadió, encogiendo unos hombros excesivamente anchos y huesudos para una chica—. Rémy no es malo en comparación con lo que corre por ahí. Puedo esperar.

Sus palabras denotaban un considerable sentido común, teniendo en cuenta las circunstancias. Por lo visto, su amo provenzal no le exigía el disfrute de su cuerpo y el hecho de que hiciera uso de su voz le deparaba un considerable placer, pues ejercitar los dones de Dios siempre constituye una experiencia placentera. La vestía y le proporcionaba calor y alimento. Y, aunque ella no le amara, tampoco lo odiaba; incluso reconocía que sus enseñanzas le habían proporcionado un magnífico medio de independizarse si alguna vez descubriera un lugar seguro donde poder llevarlas a la práctica. A su edad, podía permitirse el lujo de esperar unos cuantos años. Por su parte, Rémy también estaba buscando un poderoso protector y puede que la joven consiguiera vivir muy a gusto en la corte de algún importante señor.

Aun así, pensó Cadfael dando por concluidas sus reflexiones, no deja de ser una esclava.

—Esperaba que vos me dijerais ahora que existe un lugar donde yo podría refugiarme sin ser perseguida —dijo la joven, estudiándole con curiosidad—. Rémy jamás se atrevería a perseguirme hasta un convento.

—¡Dios me libre! —exclamó Cadfael—. En cuestión de un mes, trastocarías de arriba abajo cualquier convento. No, jamás me oirás darte este consejo. Eso no está hecho para ti.

—Pero sí para vos —replicó la muchacha, mirándole con picardía—. Y para ese Tutilo de Ramsey ¿O acaso vos también lo habríais excluido a él? Su caso es muy parecido al mío. A mí me molesta ser una esclava y a él le molestaba servir en una casa donde un viejo y repugnante sátiro se había encaprichado de él y le hacía la vida imposible. Era el tercer hijo de un hombre pobre…, y tuvo que buscarse él mismo el sustento.

—Espero —dijo Cadfael, agitando el frasco del jarabe para mezclar bien el contenido— que ésta no fuera la única razón de su ingreso en Ramsey.

—Pues yo creo que sí, aunque él no lo sabe. Él cree que su vocación lo indujo a huir de los males del mundo.

«Y ella —pensó Cadfael—, ha conocido directamente muchos de esos males, y sin embargo, hasta ahora los desprecia más que los teme».

—Por eso se esfuerza tanto en ser piadoso —añadió la joven con la cara muy seria—. Cualquier cosa que se le mete en la cabeza, la hace con todas sus fuerzas. Y yo digo que, si estuviera convencido de su vocación, no tendría que esforzarse tanto.

Cadfael la miró levemente asombrado.

—Me parece que sabes acerca de este hermano mío muchas más cosas que yo —le dijo—. Y, sin embargo, cualquiera hubiera dicho que ni siquiera habías reparado en su presencia. Cuando sales por ahí, pareces una modesta sombra con los ojos perennemente clavados en el suelo. ¿Cómo has podido tan siquiera intercambiar un «buenos días» con él y ya no digamos leer la mente de ese pobre muchacho?

—Rémy pidió que se lo cedieran para formar un terceto, pero entonces no tuve ocasión de hablar con él. Por supuesto que nadie nos ha visto mirarnos ni dirigirnos la palabra. Sería perjudicial para los dos. Él se convertirá en monje y no conviene que hable en privado con una mujer y yo soy una esclava y, si hablo con un joven, creerán que mis ideas son las propias de una mujer libre y temerán que quiera escapar de mis cadenas. Estoy acostumbrada a disimular y él también está aprendiendo a hacerlo. No temáis. Él sólo piensa en su santificación y en el servicio que pueda prestarle a su monasterio. Y yo no soy más que una voz. Hablamos de música porque es lo único que compartimos.

Era cierto, pero no del todo, pues, en tal caso, la muchacha no hubiera podido averiguar tantas cosas sobre el chico en uno o dos breves encuentros. Estaba muy segura de sus opiniones.

—¿Ya está listo? —preguntó la joven, regresando bruscamente al asunto que tenía entre manos—. Estará impaciente.

Cadfael le entregó el frasco y colocó las pastillas en una cajita de madera.

—Una cucharada pequeña por la mañana y por la noche, tragada muy despacio, y también durante el día si la necesita, pero siempre con un intervalo de por lo menos tres horas. Y estas pastillas las podrá chupar a voluntad para que le alivien la garganta. —Mientras la muchacha recibía de sus manos los medicamentos, Cadfael le preguntó—: ¿Alguien más sabe que te has estado reuniendo con Tutilo? Conmigo no has mostrado la menor cautela.

La joven volvió a encogerse de hombros con indiferencia.

—Hago según veo —contestó con una sonrisa—. Pero Tutilo me ha hablado de vos. No hacemos ningún mal y vos no nos acusaréis de hacerlo. Cuando nos parece necesario, procuramos tener cuidado.

Dio las gracias alegremente y, cuando ya se disponía a retirarse, Cadfael le preguntó:

—¿Puedo saber tu nombre?

La muchacha se volvió desde la puerta.

—Me llamo Daalny Eso me dijo mi madre, pues yo nunca lo he visto escrito. No sé leer ni escribir. Mi padre me contó que el primer héroe de su pueblo llegó a Irlanda desde los mares occidentales, procedente de la tierra de los muertos felices que llaman la tierra de los vivos. Su nombre era Partholan —añadió, hablando por un instante con la rítmica cadencia propia de los narradores de cuentos—. Y Daalny era su reina. Por aquel entonces vivía en la tierra una raza de monstruos, pero Partholan los expulsó hacia los mares del norte y todavía más lejos. Al final, hubo una terrible epidemia y toda la raza de Partholan se reunió en la gran llanura y murió y entonces la tierra quedó vacía y llegaron otras gentes desde el mar occidental. Siempre desde Occidente. Vienen de allí y cuando mueren, regresan allí. Dicho lo cual, la joven se alejó con paso ligero en medio de las crecientes sombras del crepúsculo, dejando la puerta abierta a su espalda. Cadfael la perdió de vista cuando rodeó el seto de boj. La reina Daalny esclavizada, casi un mito como su tocaya y tan peligrosa como ella.

Al término de la hora que se había concedido, Donata dio la vuelta al reloj de arena que había en un banco al lado de su cama y abrió los ojos. Los había mantenido cerrados mientras Tutilo tocaba para poder en cierto modo aislarse de él y librarle de la mirada de una mujer marchita de tal forma que pudiera disfrutar de su propio talento sin necesidad de buscar la atención de su oyente. Aunque la contemplación de su juvenil lozanía constituía un placer para Donata, poco placer podía experimentar el joven, contemplando su demacrada ruina. Donata había mandado trasladar el arpa desde la sala a su cámara para que él la pudiera afinar y tocar. Se alegró al ver que, mientras acariciaba, tensaba y ajustaba el instrumento, inclinando la rizada cabeza sobre su trabajo, el joven se abstraía por completo de su presencia. Así tenía que ser, pues, de esta forma, sin que ella dejara de disfrutar del exquisito deleite que su música le producía, él veía acrecentada su felicidad.

Sin embargo, una hora era todo lo que podía permitirse Donata. Había prometido devolver al joven para la hora de completas. Dio la vuelta al reloj de arena e inmediatamente él interrumpió su interpretación.

—¿Se me ha escapado una nota falsa? —preguntó Tutilo consternado mientras las cuerdas vibraban a causa del leve respingo que había dado.

—No, pero vuestra pregunta sí es falsa —contestó fríamente Donata—. Sabéis muy bien que no os habéis equivocado. Pero el tiempo pasa y tenéis que regresar a vuestros deberes. Habéis sido muy amable y os estoy muy agradecida, pero vuestro viceprior querrá que regreséis a tiempo para el rezo de completas, tal como yo le he prometido.

—Podría tocar un poco para que os durmierais antes de irme —dijo el muchacho.

—Ya dormiré. No os preocupéis por mí. No, ahora debéis iros, pero tengo algo para vos. Abrid el arca…, al lado del salterio encontraréis una bolsita de cuero. Acercádmela.

Tutilo dejó el arpa y se apresuró a obedecer la orden. Donata desató el cordel de la gastada bolsita y la vació sobre la colcha: un puñado de joyas, una cadena de oro, dos pulseras idénticas, un torques de oro macizo con incrustaciones de piedras preciosas toscamente talladas y dos sortijas, una muy grande de sello y otra que era un ancho aro de oro labrado.

El escuálido dedo de Donata todavía mostraba la pálida huella de la sortija por debajo del hinchado nudillo. Finalmente sacó un complicado broche circular sajón de oro rojizo de los que se usaban para ajustar las capas.

—Lleváoslo todo y añadidlo a lo que habéis recogido para la reconstrucción de Ramsey. Mi hijo Eudo ha prometido enviaros un buen cargamento de leña y madera curada y mañana por la noche enviará los carros. Pero ése es mi donativo. Quiero pagar el rescate de mi hijo menor —dijo Donata, volviendo a guardarlo todo en la bolsa—. ¡Lleváoslo!

—Señora, no hay que pagar ningún rescate. Vuestro hijo no había hecho los votos definitivos y tenía derecho a elegir su camino. No nos debe nada.

—Sulien no, pero yo, sí —replicó ella, sonriendo—. No tengáis ningún reparo en llevároslo. Las joyas son mías y no proceden de la familia de mi esposo, sino de la de mi padre.

—Pero la esposa de vuestro hijo y la dama que se va a casar con Sulien… ¿no tienen ningún derecho sobre ellas? Son piezas de gran valor y las mujeres aprecian mucho estas cosas.

—Mis hijas opinan lo mismo que yo. Que Ramsey rece por mi alma y todas las cuentas quedarán saldadas —dijo serenamente Donata.

Entonces Tutilo cedió con cierto recelo, aceptó la bolsa y besó la mano que se la entregaba.

—Ahora ya podéis retiraros —añadió Donata, lanzando un suspiro y recostándose de nuevo sobre sus almohadones—. Edred os acompañará y cruzará el río con vos y después regresará con los dos caballos. No conviene que vayáis a pie esta noche.

Tutilo se despidió de ella un tanto nervioso y sin saber si había hecho bien aceptando lo que, a su juicio, era un espléndido regalo. Una vez en la puerta, se volvió a mirar a Donata y ésta sacudió la cabeza y le indicó por señas que se fuera con un gesto tan autoritario que él se alejó a toda prisa como si lo hubieran reprendido.

El mozo le estaba esperando en el patio con los caballos. Ya era de noche, pero la luna brillaba entre las nubes del cielo. En el embarcadero, el río bajaba más crecido que a la ida, a pesar de que no había llovido. Desde más arriba, las inundaciones se estaban acercando.

Tutilo le entregó orgullosamente sus tesoros al viceprior Erluino después de completas. Toda la casa y casi todos los huéspedes presenciaron la entrega de la gastada bolsa de cuero y contemplaron el contenido que Tutilo les mostró. El donativo de Donata fue depositado, junto con las limosnas de los buenos burgueses de Shrewsbury, en el cofre de madera que lo llevaría a Ramsey con el cargamento de madera de Longner. Mientras, Erluino y Tutilo viajarían a Worcester y quizá a Evesham y Pershore para continuar solicitando más ayuda.

Erluino cerró el tesoro bajo llave y dejó el cofre en el altar de santa María hasta que llegara el momento de encomendarlo al cuidado de su fiel servidor Nicol. Se pondrían en camino dos días más tarde. La abadía había alquilado un carro de gran tamaño para el transporte y la ciudad proporcionaría los caballos necesarios. Erluino y Tutilo utilizarían caballos del establo de la abadía para su viaje. La abadía de Shrewsbury se había mostrado muy generosa con su casa hermana y el oro de Donata había sido la culminación de todos los esfuerzos. Muchos ojos contemplaron cómo se cerraba el cofre y éste era colocado en el altar donde el temor de Dios lo protegería de cualquier profanación, pues Dios ejerce una poderosa atracción.

Al salir de la iglesia, Cadfael se detuvo un instante para olfatear el aire y examinar el cielo en el que se observaban unas cuantas nubes dispersas, a través de las cuales asomaba la luna de vez en cuando, aunque en seguida se volvía a ocultar. Cuando fue a cerrar su cabaña, vio que las aguas del arroyo habían cubierto aproximadamente unos tres palmos más del borde inferior del campo de guisantes.

Llovió sin parar durante toda la noche desde el toque de la campana de maitines.

A la mañana siguiente, hacia la hora de prima, Hugo Berengario, el gobernador del condado de Shrop en nombre del rey Esteban, bajó a toda prisa de la ciudad para dar la primera noticia sobre el peligro que se avecinaba y envió a sus oficiales para que la dieran a conocer por la barbacana mientras él se la transmitía personalmente al abad Radulfo.

—Anoche recibimos la noticia desde Pool. El Severn ha aumentado mucho su nivel más allá de la ciudad y en Gales sigue lloviendo intensamente. Río arriba más allá de Montford los prados han quedado inundados, pero los grandes desbordamientos todavía no se han producido si bien no tardarán mucho en llegar. Os aconsejo que retiréis todo lo que haya de valor…, no se puede correr el riesgo de perder lo almacenado, pues los transportes están amenazados.

En caso de que hubiera inundaciones, la ciudad quedaría a salvo, exceptuando las pequeñas viviendas flotantes que tenían los pescadores a la orilla del río y los huertos que había junto a la muralla, pero la barbacana se inundaría en seguida y las partes más bajas de la abadía estarían amenazadas por todos lados, pues la fuerza del agua empujaría el Meole hacia atrás y la alberca del molino se desbordaría por la presión de ambas corrientes.

—Yo os podría prestar algunos hombres, pero tendremos que subir a la ciudad a la gente que vive junto a la orilla.

—Ya que disponemos de suficientes hombres, nos las podremos arreglar solos —dijo el abad—. Pero os agradezco la advertencia. ¿Creéis que serán unas inundaciones muy graves?

—Todavía no se sabe, pero tendréis tiempo para prepararos. Si queréis cargar la madera de Longner esta tarde, será mejor dejar el carro junto al recinto de la feria de caballos. Allí el nivel es más alto y podréis ir y venir a los establos y del henil a través de la puerta del cementerio.

—Me parece muy bien. Esperemos que los hombres de Erluino puedan sacar mañana el cargamento y regresar a casa con él —dijo Radulfo, levantándose para reunir a los suyos e informarles de la tarea que tenían por delante.

Por una vez, Hugo se encaminó directamente hacia la garita de vigilancia sin ir primero a ver a Cadfael. Pero, por pura casualidad, éste acababa de rodear el seto del huerto y se cruzó en el camino de su amigo, atravesando el patio a grandes zancadas. El Meole bajaba muy caudaloso y el nivel del agua de la alberca del molino estaba subiendo.

—¡Vaya! —exclamó Cadfael, deteniéndose en seco—. Os habéis adelantado a mí, ¿verdad? ¿El abad ya ha sido advertido?

—Pues sí, podéis descansar y recuperar el resuello —contestó Hugo, deteniéndose a su vez para rodear con su brazo los hombros de Cadfael—. Pero todavía no sabemos lo que puede ocurrir. Es posible que sea menos de lo que tememos, pero mejor estar preparados. La parte baja de la ciudad está inundada. Acompañadme hasta la puerta, apenas os he visto desde Navidad.

—No durará mucho —le aseguró Cadfael—. Subirá y bajará en seguida. Tendremos que vadear durante dos o tres días y después habrá que limpiarlo todo, pero es cosa que ya hemos hecho otras veces.

—Es mejor que comprobéis qué medicinas se van a necesitar y las subáis a la enfermería. ¡Como vadeéis demasiado, acabaréis postrado también en la cama!

—Ya las he reunido —dijo Cadfael—. Ahora me voy a hablar un momento con Edmundo. A Dios gracias, Aline y Giles estarán bien séquitos allá arriba junto a santa María. ¿Cómo se encuentran?

—Muy bien, pero lleváis demasiado tiempo sin ir a ver a vuestro ahijado —contestó Hugo, tomando la brida de su caballo, atado junto a la garita de vigilancia—. Id a verles en cuanto el Severn vuelva a su cauce.

—Lo haré. Saludad a vuestra esposa de mi parte y decidle al chico que no se enfade conmigo.

Hugo montó en su cabalgadura y se alejó por el camino real para ir en busca del preboste de la barbacana y advertirle del peligro. Recogiéndose el hábito, Cadfael se dirigió a la enfermería. Más tarde ya habría ocasión de trasladar los objetos valiosos más pesados a un lugar elevado, pero su primer deber era asegurarse de que todas las medicinas que pudieran ser necesarias se encontraran en algún sitio de fácil acceso, lejos del alcance de las aguas que estaban subiendo poco a poco desde el arroyo Meole por un lado y la alberca del molino por el otro.

Aquella mañana la misa solemne se celebró como de costumbre con la máxima reverencia y sin ninguna prisa, pero el capítulo duró sólo unos minutos y estuvo dedicado principalmente a estudiar todas las tareas que deberían llevar a cabo los distintos grupos de monjes y a ordenarlas de tal forma que todo se hiciera con el mayor decoro posible. Primero envolverían los objetos de valor que se pudieran subir por las escaleras o trasladar a los heniles y, de momento, los dejarían donde estaban, aunque convenientemente protegidos. Habría que sacar cosas de las partes más bajas del recinto de la abadía mucho antes de que las aguas llegaran a la iglesia.

Como el patio de las cuadras se encontraba a un nivel más bajo que el del patio principal, trasladaron los caballos al granero de la abadía y al henil que había junto al recinto de la feria de caballos donde el forraje almacenado sería suficiente y no habría necesidad de llevarles más desde los heniles del interior de la abadía, los cuales estaban a salvo de las inundaciones. Durante las crecidas primaverales después de las fuertes nevadas y las lluvias torrenciales, el Severn jamás había alcanzado el piso superior y jamás lo alcanzaría; abajo había espacio suficiente para que las aguas se derramaran en todas direcciones. En algunos lugares los prados tenían casi media legua de anchura y podrían quedar anegados antes de que las aguas invadieran el coro. A lo largo de los años, en la nave central de la iglesia había flotado alguna que otra vez una balsa e incluso una embarcación ligera. Eso era lo máximo que podrían temer. Primero envolvieron todas las cómodas y los arcones en los que se guardaban las vestiduras, los objetos de plata, las cruces, los candelabros, los ornamentos del altar y las valiosas reliquias menores que integraban el tesoro. Después envolvieron cuidadosamente el relicario de plata repujada de santa Winifreda en unas viejas y raídas colgaduras y una gruesa manta de lana, pero lo dejaron en el altar hasta que no hubiera más remedio que trasladarlo a un refugio más alto, en cuyo caso la inundación superaría en más de un palmo la peor que Cadfael recordara y entonces habría que retirar el relicario, cosa que jamás había ocurrido desde su traslación a la abadía.

Cadfael se saltó la refección del mediodía y mientras el resto de la casa, incluidos los huéspedes, descansaba un poco, fue a la iglesia y se arrodilló ante el altar de la santa donde, cuando las preocupaciones le impedían rezar, permanecía en silencio, consiguiendo a pesar de todo establecer un diálogo con ella. Si alguna piadosa alma del cielo le conocía mejor que nadie, ésa era Winifreda, la joven galesa que, en realidad, no estaba allí, sino a salvo y feliz en su propia tierra galesa de Gwytherin[2].

Nadie más lo sabía, aparte la dama, su devoto y humilde siervo Cadfael, que con sus artimañas se las había ingeniado para que siguiera descansando allí, y Hugo Berengario, al que más tarde se había hecho partícipe del secreto. Allí en Inglaterra nadie más lo sabía; pero en su Gales natal y en Gwytherin en particular no constituía ningún secreto, si bien no era necesario mencionar uno de los principios fundamentales de la fe galesa. Ella seguía al lado de los suyos y todo se había resuelto de la mejor manera posible.

Por consiguiente, no era su descanso el que estaba amenazado ahora, sino el intranquilo reposo de un joven ambicioso e inestable que había cometido un asesinato, buscando el cumplimiento de sus descabellados sueños de medro personal y de dominio sobre la abadía de Shrewsbury. Su muerte había permitido que Winifreda descansara en la tierra que amaba su corazón. Eso, por lo menos, le sería tenido en cuenta para el perdón de sus pecados, pues la santa no había retirado su bendición por el hecho de que un pecador yaciera en el féretro preparado para ella y fuera venerado en su lugar. Allí donde él estaba y ella se hallaba ausente, Winifreda había obrado innumerables prodigios de gracia.

Geneth… Cariad! —dijo en silencio Cadfael—. Muchacha querida, ¿ya ha estado ése suficiente tiempo en el purgatorio? ¿No lo podrías levantar del cieno?

Por la tarde la gradual subida del arroyo y el río pareció estabilizarse, aunque el nivel no bajó lo más mínimo. Estaban empezando a pensar que ya había pasado el peligro. Pero al anochecer las aguas procedentes de Gales bajaron como un torrente de cenagosa espuma, arrastrando consigo ramas arrancadas y ovejas sorprendidas por la crecida y ahogadas en montículos demasiado bajos como para que se pudieran salvar. Los árboles arrastrados por la corriente quedaron alojados bajo el puente y provocaron un aumento del nivel de las turbulentas aguas. Todos los que se encontraban en la abadía se dispusieron a trasladar los tesoros más valiosos a los refugios más altos mientras el río, el arroyo y la alberca del molino avanzaban impetuosamente hacia las partes más bajas del patio y el cementerio y empezaban a besar los peldaños de los pórticos sur y occidental, convirtiendo el jardincillo del centro del claustro en un somero y cenagoso lago.

Las vestiduras, la plata, las cruces y todos los restantes objetos del tesoro fueron trasladados a las dos estancias que había sobre el pórtico norte donde vivía el sacristán Cynrico y donde el padre Bonifacio se revestía para las celebraciones. Los relicarios en los que se conservaban las reliquias menores fueron sacados a través de la puerta del cementerio para llevarlos al henil del granero que había en el recinto de la feria de caballos. El día permanentemente encapotado declinó muy pronto hacia un oscuro crepúsculo en medio de una incesante y deprimente llovizna que se pegaba a los párpados, las pestañas y los labios, contribuyendo a aumentar las molestias.

Dos carreteros de Longner habían transportado la madera prometida para la reconstrucción de Ramsey y ya habían empezado a cargarla en un carro más grande, que la abadía había alquilado para el viaje del regreso a Ramsey El cofre que contenía los donativos de la ciudad de Shrewsbury se encontraba todavía en la capilla de Nuestra Señora con la llave puesta en la cerradura, listo para su entrega al fiel servidor Nicol, el cual se lo llevaría por la mañana. El altar era lo suficientemente alto como para sobrevivir a cualquier cosa que no fuera un diluvio de proporciones bíblicas. A los carreteros de Longner se les había añadido un tercer voluntario, un pastor de la cercana aldea de Preston. Los tres acababan de iniciar la tarea del traslado del cargamento al otro carro cuando fray Ricardo los interrumpió, llamándoles con apremiantes gestos para que les ayudaran a sacar de la iglesia o a colocar a mayor altura en el interior de la misma algunos de los amenazados tesoros de la abadía. Los monjes y los huéspedes estaban llevando a cabo la confusa tarea en medio de una oscuridad casi absoluta.

En cuestión de una hora consiguieron poner a salvo lo más importante y entonces se retiraron a lugares más secos y elevados antes de que el nivel del agua les llegara hasta las rodillas. En la iglesia todo quedó en silencio, exceptuando el leve murmullo del agua agitada por el movimiento de algún valiente que estaba regresando a la seguridad de la hospedería de arriba. Bénezet, el criado de Rémy, fue el último en retirarse, calzado con unas botas que le llegaban hasta las rodillas y protegido de la lluvia por una buena capa de lana.

Los carreteros de Longner y su ayudante acababan de reanudar la tarea del traslado del cargamento de madera al otro carro cuando un pequeño fraile con la cogulla bien echada sobre la cara, alargó nerviosamente la mano para llamar la atención del último de ellos, el pastor de Preston.

—Amigo, aún hay otra cosa que os tenéis que llevar a Ramsey Ven a echarme una mano.

Para entonces sólo ardía la lámpara del altar. El pastor se dejó llevar por la mano hasta llegar a un alargado bulto bien envuelto en unas mantas. Entre los dos lo levantaron sin ningún esfuerzo. La lámpara del altar iluminó fugazmente con su amarillento resplandor un terso y severo rostro, pero después la luz parpadeó agitada por la corriente que penetraba a través de la puerta de la sacristía. Juntos transportaron la carga pasando entre los sepulcros de los abades hasta llegar al lugar donde el carro de la abadía aguardaba delante de la maciza puerta de doble hoja. Los hombres de Longner estaban encaramados a su propio carro, empujando los troncos hacia la parte posterior para que les fuera más fácil levantarlos y trasladarlos al otro carro en medio de la oscuridad del crepúsculo y de la densa, húmeda y pegajosa bruma que lo envolvía todo cual si fuera un velo. La carga fue subida al carro y alineada al lado de los haces de leña cuidadosamente amontonados. Para cuando el joven monje enderezó la espalda, se frotó las manos para sacudirse el polvo y se retiró rápidamente hacia la puerta abierta, los dos carreteros ya habían cargado otro tronco y se habían vuelto de espaldas para descargar el siguiente tronco y trasladarlo al otro carro. El último pliegue de la envoltura exterior, un momentáneo destello de bordado de oro ya muy raído y arrugado, desapareció bajo los haces de leña de los bosques de Longner.

Desde el cementerio, retirándose hacia la oscuridad de la iglesia, una delicada voz les dio las gracias y los saludó, deseándoles cordialmente buenas noches.