IX

l terminar la misa, cuando los niños regresaron a la escuela con fray Pablo y los únicos testigos que quedaron en la iglesia fueron los monjes en sus sitiales del coro, el abad Radulfo elevó una breve y sencilla oración pidiendo la iluminación divina y se acercó al altar de santa Winifreda.

—Con el debido respeto —dijo el conde Roberto, levantándose cortésmente y hablando con un tono de voz extremadamente suave y razonable—, ¿cómo vamos a establecer quién será el primero en echar las suertes? ¿Se tiene que seguir alguna regla en particular?

—Estamos aquí reunidos simplemente para interrogar —se limitó a responder el abad—. Vamos a preguntar desde el principio hasta el final, desde la disputa a la resolución, sin hacer ninguna petición ni reserva por nuestra cuenta. Así lo acordamos y nos atendremos a ello. Yo preguntaré el orden del procedimiento y confiaré la causa de Shrewsbury al prior Roberto, que fue quien viajó a Gales para ir en busca de santa Winifreda y trajo sus reliquias aquí. Si alguno de vosotros tiene algo que objetar, que nombre a quien quiera. El padre Bonifacio no se negaría a prestarnos este servicio, si vosotros se lo pidierais.

Al ver que nadie tenía nada que objetar, Roberto Bossu decidió expresar con palabras un acuerdo tácitamente aceptado por todos.

—Proseguid, padre abad, pues todos estamos conformes.

Radulfo subió las tres gradas, abrió con ambas manos el libro de Evangelios y clavó los ojos en el crucifijo de arriba para no poder calcular en qué lugar de la página debería apoyar el dedo.

—Acercaos —dijo— y comprobad con vuestros propios ojos que no ha habido engaño. Ved las palabras y comprobad que lo que yo os voy a leer en voz alta es lo que las sortes me han enviado.

Sin vacilar ni por un instante, Erluino se acercó ansiosamente a mirar. El conde Roberto se quedó tranquilamente donde estaba y rechazó la necesidad de tal confirmación.

El abad Radulfo clavó la mirada en el lugar en el que descansaba su dedo índice y anunció sin la menor emoción:

—Estoy en el capítulo veinte del evangelio de san Mateo. La frase dice así: «Los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos».

La cosa estaba clarísima, pensó Cadfael, contemplando la escena con cierta inquietud desde su apartado rincón. En todo caso, resultaba un poco sospechoso que la primera prueba hubiera dado lugar a una respuesta tan clara, pues los vaticinios de los obispos solían ser extremadamente ambiguos. Si hubiera sido otro hombre y no Radulfo con su inflexible honradez, casi se hubiera podido sospechar que… Pero eso hubiera sido limitar o dudar del alcance del poder de la santa. La que había llamado a sí a un joven lisiado, sosteniéndole con su gracia invisible mientras éste depositaba las muletas en las gradas de su altar, ¿por qué no podía pasar las páginas del evangelio y guiar un dedo fiel hacia las palabras que su voluntad quisiera?

—Me parece —dijo el conde tras un instante de cortés silencio en atención a cualquier otro que hubiera deseado tomar la palabra—, que, en mi calidad de recién llegado, este veredicto me obliga a ser el primero en entrar en liza. ¿Es ésa vuestra interpretación, padre?

—El significado parece muy claro —contestó Radulfo, cerrando cuidadosamente el libro, colocándolo cuidadosamente en el centro del relicario y descendiendo por las gradas para apartarse a un lado—. Adelante, mi señor.

—¡Que se cumpla la voluntad de Dios y de santa Winifreda! —dijo el conde, subiendo sin prisa las gradas del altar.

Después permaneció inmóvil un instante antes de tomar el libro entre sus largas y musculosas manos con unos pausados y hieráticos gestos que todos pudieron ver con claridad mientras juntaba ambos pulgares para separar las páginas. Abriéndolo totalmente, apoyó ambas palmas un momento sobre las páginas elegidas y dejó el dedo en suspenso en el aire antes de tocar la página. No había bajado la mirada ni rozado los bordes de las páginas con la yema del dedo para tratar de adivinar en qué lugar del libro se encontraba la página. Siempre había maneras de manipular las sortes biblicae, pero él las había evitado escrupulosamente. Nunca hacía las cosas en serio, dedujo Cadfael sin temor a equivocarse, pero el hecho de utilizar estratagemas le hubiera estropeado la diversión. Lo que él quería era provocar un enfrentamiento entre el prior Roberto y el viceprior Erluino para que se les avivara el escarlata de las barbas y sus gargantas vomitaran rabia.

El conde leyó en voz alta, traduciendo el texto al vernáculo con tanta fluidez como un clérigo:

—«Me buscaréis y no me encontraréis; adonde yo voy, vosotros no podéis venir.» —dijo, levantando la vista con expresión pensativa—. Es Juan, capítulo trece, versículo treinta y tres. Padre abad, aquí hay una cosa muy rara, pues la santa vino a mí cuando yo no la buscaba y nada sabía de ella. Fue ella quien me encontró a mí. Eso es un acertijo muy difícil de resolver. Dice que donde ella está, yo no puedo ir y, sin embargo, ella se encuentra aquí y yo estoy a su lado. ¿Cómo lo descifráis?

Cadfael se lo hubiera podido explicar, pero mantuvo la boca firmemente cerrada, aunque hubiera sido muy interesante responder a la pregunta y ver la reacción de aquel hombre tan sagaz. Resultaba incluso tentador, pues el conde hubiera sabido apreciar sin duda la ironía de la situación. Roberto Bossu había llevado la disputa hasta Shrewsbury en un afán de divertirse un poco en tiempos de frustración e inactividad y era una lástima que no pudiera disfrutar con una broma que era algo más que una simple broma. Eso sólo se podría comentar con Hugo, que era el que conocía lo mejor y lo peor de su amigo Cadfael. No, había otra persona que también lo sabía todo. Sin duda santa Winifreda se acordaba algunas veces y sonreía en su tranquilo sueño de Gwytherin e incluso se reía cuando extendía los rayos solares de su gracia para curar a un joven lisiado de Shrewsbury.

En cierto modo aquella respuesta, lo mismo que la primera, resultaba sorprendentemente acertada, pues exponía una secreta verdad y una paradoja que aquel hombre hubiera sabido apreciar al máximo, pero que, por desgracia, no se le podía revelar. Si su deseo era provocar y sorprender, ¿por qué no iba la santa a tomarse su pequeña venganza?

—Me encuentro en la misma situación que vos —contestó sonriendo el abad—. Escucho y me esfuerzo por comprender. Quizá tendremos que esperar a que se hayan dado todas las respuestas para que se aclare el misterio. ¿Os parece que sigamos adelante en espera de la ansiada revelación?

—¡Por supuesto! —contestó el conde, dando media vuelta para bajar los tres peldaños mientras los pliegues de su manto carmesí volaban a su alrededor. Desde aquel ángulo, bajando del altar con la luz de las velas a su espalda, el hombro más alto y la joroba de la espalda apenas rompían la simetría de un bello cuerpo compacto y admirablemente cuidado. El conde se apartó inmediatamente a un lado para no turbar la intimidad del siguiente contendiente mientras sus dos jóvenes escuderos, perfectamente adiestrados en la discreción del servicio, se acercaban en silencio para situarse uno a cada lado suyo.

Si tiene por costumbre entretenerse con juegos para matar el aburrimiento, pensó Cadfael, hay que reconocer que respeta con nobleza las reglas, incluso las que él se inventa de pasada. A Hugo le gustó de buenas a primeras y a mí también me gusta. Sin saber cómo, Cadfael empezó a pensar en lo extrañas que eran a veces las relaciones humanas. ¿Qué tendrá que ver un hombre como éste —se preguntó— con nuestro ingenuo y patoso Esteban que embiste contra los acontecimientos cual un toro bravo? Y, ahora que lo pienso, ¿qué tendrá Hugo que ver con el rey? ¿No tendrían todas esas almas pensantes que estar ya horriblemente cansadas de esta larga contienda que no lleva a ninguna parte y que destruye a los hombres y las cosechas y todo el bienestar del país? Cansadas no sólo de Esteban sino también, y puede que más todavía, de esa dama que hinca los dientes en el imperio y no lo quiere soltar. Tiene que haber en algún lugar un heredero más prometedor, el amanecer de un sol capaz de dispersar las dudas cual si fueran brumas matinales y deslumbrarnos hasta el punto de hacernos olvidar no sólo al rey sino también a la emperatriz que tanta confusión y tanto caos y devastación han sembrado por todo el país.

—Padre Erluino —dijo Radulfo—. ¿Queréis hacer la prueba?

Erluino avanzó muy despacio hacia el altar, como si quisiera emplear los pocos pasos que lo separaban de las tres gradas en rezar una oración y concentrarse apasionadamente en aquel esfuerzo capaz de frustrar o cumplir su más querida ambición. En su alargado y pálido rostro de linterna, sus ojos ardían cual unas pavesas a medio consumir. A pesar de su vehemencia, al llegar el momento de la prueba, vaciló ante el contacto y dos o tres veces mantuvo las manos en suspenso sobre el libro, retirándolas sin haberlo tocado. Era muy curioso observar las variadas técnicas con las cuales los distintos hombres se acercaban al momento de la verdad. Roberto Bossu había sostenido el libro entre las palmas de sus manos, separando las páginas con ambos dedos pulgares y aplanándolas después por completo para apoyar el dedo totalmente al azar. Erluino, en cambio, al llegar el momento del contacto, rozó tímidamente el pergamino como si éste fuera a quemarle y, tras haber abierto el libro para bien o para mal, dudó unos instantes sin saber qué parte de la página elegir, desplazando el dedo de la página par a la impar y de ésta a aquélla antes de decidirse. Una vez hecha la elección, respiró hondo e inclinó la cabeza como un miope para ver qué le había reservado el destino. Tragando saliva, guardó silencio.

—¡Leed! —le instó amablemente Radulfo.

No tendría más remedio que hacerlo. La voz le chirrió un poco, pero habló con claridad, levantándola incluso más de lo que solía ser habitual en él a causa del esfuerzo que le costaba articular las palabras.

—Es el capítulo trece de Lucas, versículo veintisiete. «Os repito que no sé de dónde sois. Apartaos de mí todos, obradores de iniquidad…». —Levantando la cabeza con el rostro ceniciento a causa de la indignación, Erluino cerró cuidadosamente el libro antes de mirar a su alrededor y contemplar los respetuosos semblantes que lo rodeaban cual si fueran las estacas de una valla cuya barrera sólo podría atravesar decorosamente a expensas de otro—. He sido vergonzosamente engañado y burlado. Ella me muestra ahora mi falta al haberme fiado de un ladrón y embustero. No fue por su voluntad ni obedeciendo sus órdenes por lo que fray Tutilo, ¿acaso puedo seguir llamándole hermano?, robó sus reliquias y en la negra perversidad de su delito, atrajo a un alma inocente al pecado y puede que incluso a la muerte. Su crimen es una blasfemia de tanta magnitud como el robo, pues mintió irreverentemente, diciendo que la revelación procedía de la santa y, a partir de aquel momento, ha añadido al delito mentira sobre mentira. Ahora ella me ha dado a conocer claramente su villanía y me ha hecho comprender que toda la peregrinación que ha tenido lugar desde su secuestro fue dirigida por ella misma para regresar al lugar del cual fue arrebatada. Padre abad, me retiro con profundo dolor y humildad. La compasión que ella pudo sentir por la desdichada situación de Ramsey ha sido mancillada y ya no tenemos derecho a nada. ¡Lo confieso con lágrimas en los ojos y suplico su perdón!

¡Para sí mismo! Ciertamente no para el desventurado mozo que en aquellos momentos dormía en una angosta celda de piedra. Poco perdón habría para él en caso de que Erluino se saliera con la suya. Todos los dolores de aquella humillación se concentrarían en Tutilo tal como en aquellos momentos se estaban concentrando en él todas las partículas de la culpa de tal manera que Erluino, inocente y devoto, pero perversamente engañado, no tuviera nada de qué arrepentirse como no fuera de su profunda fe.

—¡Esperad! —dijo el abad Radulfo—. No emitáis todavía ningún juicio. También cabe la posibilidad de que uno se engañe a sí mismo en la misma medida que a los demás. En tal caso, nadie debe ser condenado. Y la santa aún no nos ha dicho nada a los de Shrewsbury.

Muy cierto, pensó Cadfael, pues, a lo mejor, nos va a echar en cara tantas cosas como a Ramsey. ¿Y si eligiera precisamente este momento y esta audiencia para revelarnos que sólo nos visita por caridad y que lo que yace en este relicario es, en realidad, el cuerpo del joven que cometió un asesinato para llevarla a Shrewsbury, muriendo accidentalmente en unas circunstancias que hicieron necesaria la desaparición de su cuerpo? Un delito mucho más grave que el cometido por Tutilo en su afán de asegurarse la presencia de la santa en Ramsey. Al depositarla de nuevo con toda reverencia en el sepulcro de donde la habían sacado y encerrar al asesino en su vacío féretro, Cadfael había tenido el convencimiento, y lo seguía teniendo, de que había cumplido la voluntad de la santa, devolviéndola al lugar de descanso que ella quería. ¿Acaso no era posible que Tutilo hubiera creído y actuado con la misma sinceridad?

La santa acababa de condenar una de las empresas. ¡Ahora se tendría que poner a prueba la otra! Por suerte para él, el prior Roberto se estaba acercando al altar con total inocencia. Yo en cambio, pensó Cadfael sobre ascuas, puede que esté a punto de pagar todos mis pecados.

¡En fin, lo tendría bien merecido!

Puede que el prior Roberto tuviera ciertos escrúpulos a propósito de su dignidad, aunque raras veces sucumbía a semejante debilidad. Roberto ascendió solemnemente por las gradas del altar, juntó las manos delante de su rostro para rezar una última oración y cerró los ojos, manteniéndolos cerrados incluso al abrir el libro de los Evangelios y apoyar a ciegas su largo dedo índice en la página. A juzgar por la longitud de la pausa que se produjo antes de abrir los ojos y ver lo que el destino le había deparado, el prior debía de temer que la santa le impusiera un buen castigo. ¿Quién hubiera podido imaginar que el puntal de aquella casa pudiera temblar alguna vez?

El equilibrio se restableció de inmediato. Roberto irguió su impresionante cabeza plateada y una oleada de triunfante color le subió por la garganta, arrebolándole las mejillas. Con una voz a medio camino entre la exultación y el reverente temor, leyó en voz alta:

—San Juan, capítulo quince, versículo dieciséis: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros».

Entre la asamblea de monjes que esperaban y contemplaban la escena conteniendo la respiración, los suspiros y estremecimientos se transmitieron como una ráfaga de viento o como una ola que, acercándose a la playa, rompiera en la orilla y se desintegrara en medio de susurros, codazos, temblores nerviosos y alguna que otra muestra de emoción histérica mezclada con la risa y el llanto. El abad Radulfo impuso inmediatamente su autoridad, levantando una tranquilizadora mano para acallar la incipiente tormenta.

—¡Silencio! Respetad este sagrado lugar y aceptad todos los veredictos con serena compostura tal como corresponde a unos hombres de bien. Padre prior, acercaos ahora a nosotros. Todo lo que era necesario hacer, ya se ha hecho.

El prior Roberto estaba todavía tan aturdido que estuvo a punto de tropezar con las gradas, pero inmediatamente recuperó su aristocrática dignidad y, cuando pisó las baldosas del suelo, empezó a comportarse de nuevo con su habitual aplomo. El tiempo diría si aquella experiencia de temor religioso dejaría en él una huella permanente. Probablemente no, pensó Cadfael. En cualquier caso, dejaría una huella forzosamente transitoria en su cautelosa, pero no menos humana complacencia. Durante algún tiempo, se andaría con mucho cuidado por temor a incurrir en la indignación y acabar con la paciencia de aquella pequeña santa galesa.

—Padre —dijo el prior Roberto, recuperando la comedida y meliflua sonoridad de su voz—, he cumplido fielmente la misión que me ha sido encomendada. Ahora ya se pueden interpretar las suertes.

Ya volvía a ser el de siempre y arrastraría consigo aquella gloria mientras ésta siguiera conservando su esplendor. Pero, por lo menos por un instante, había demostrado ser tan humano como el que más. Nadie que lo hubiera presenciado lo podría olvidar.

—Padre abad —dijo gallardamente el conde—, abandono todas mis pretensiones. Y desisto incluso de insistir en la pregunta de cómo es posible que yo pueda estar aquí en su virginal compañía y al mismo tiempo se me diga que donde ella está, yo no puedo ir. Supongo que tiene que haber una explicación que a mí me gustaría mucho conocer.

«Sí, el conde tenía una inteligencia muy ágil —pensó Cadfael—, y le encantaban las paradojas».

—El campo es totalmente vuestro —añadió jovialmente Roberto Bossu—. Está claro que la bienaventurada doncella ha vuelto ella sola a casa sin mi ayuda ni la de nadie. ¡Os deseo muchas venturas a su lado! Por nada del mundo quisiera entrometerme en sus planes, aunque estoy orgulloso de que accediera a honrarme con su presencia durante algún tiempo. Con vuestra venia, quisiera hacer una ofrenda para manifestarle mi gratitud.

—Yo creo —dijo Radulfo— que santa Winifreda estaría más contenta si esta ofrenda en su honor se la hicierais a la abadía de Ramsey Todos somos hermanos de la misma orden. Y, aunque ella esté enojada a causa de los errores y las ofensas humanas, estoy seguro de que no se lo echará en cara a una casa hermana en apuros.

Cadfael sospechaba que ambos estaban hablando en aquellos términos tan ceremoniosos para suavizar la herida inicial y darle tiempo al viceprior Erluino para que dominara su aflicción y pudiera retirarse con dignidad. Éste se había tragado lo peor de su bilis, pero en tal cantidad que a punto había estado de atragantarse. Y, aunque fuera capaz de reconocer cortésmente su derrota, nada podría ahora ablandar su mente contra el desventurado joven que, encerrado bajo llave, esperaba recibir su castigo.

—Me avergüenzo de mí mismo y de mi abadía por haber alimentado, dado cobijo y confiado en este fementido aspirante a nuestra comunidad. Me atrevo a exculpar a mi abadía. Conmigo no puedo hacer otro tanto. Hubiera tenido que estar mejor armado contra los engaños del demonio. Estuve totalmente ciego y fui un insensato, pero nunca le deseé el menor mal a esta casa y ahora me humillo y reconozco el daño que he causado y pido perdón. Su señoría de Leicester ha hablado también en mi nombre. El campo es vuestro, padre abad. Recibid todo el honor y todos los despojos.

Algunas formas de humillarse (¡aunque el prior Roberto lo hubiera hecho probablemente con más donaire en caso de que las cosas hubieran salido al revés!) son en realidad un medio de exaltación de la propia persona. Aquellos dos estaban muy igualados, aunque Roberto, por ser de más noble cuna, ejercía un mayor dominio y, cuando sufría algún desaire, su malicia no solía ser tan despiadada.

—Si todos están satisfechos —dijo Radulfo, pensando que aquellos intercambios no sólo resultaban aburridos sino también extremadamente pedantes—, quisiera dar por concluida esta asamblea con una plegaria antes de retirarme.

Aún se encontraba de rodillas después del último «amén», cuando se levantó una súbita ráfaga de viento que, atravesando la nave, llegó hasta el coro desde el pórtico sur a pesar de que no se había oído el rumor de la aldaba ni el chirrido de la puerta. Todo el mundo la percibió y, en medio de aquella atmósfera todavía preñada de profecías y comedimiento, todos aguzaron el oído y algunos incluso la vista para mirar hacia el origen de aquel repentino viento procedente del mundo exterior. Fray Rhun, el devoto caballero de santa Winifreda, volvió inmediatamente su hermosa cabeza para mirar hacia el altar de la santa, pues su primera preocupación era siempre la de servirla y venerarla como ella se merecía. Con voz clara y sonora, el joven gritó:

—¡Padre, mirad hacia el altar! ¡Las páginas de los Evangelios están pasando solas!

El prior Roberto, descendiendo de su encumbrada cima todavía deslumbrado y con el triunfo rodeándole cual si fuera una nube de gloria, había dejado el libro de los Evangelios abiertos por la página en la que figuraba escrita su victoria hacia el final del libro, en el evangelio de san Juan, el último evangelista. Ahora todos los ojos contemplaron cómo las páginas iban pasando lentamente hacia atrás, permanecían enhiestas un instante y resbalaban después a veces en solitario y a veces varias juntas, como si unos dedos las levantaran y las guiaran e incluso las pasaran a toda prisa. Los evangelios estaban retrocediendo desde Juan a Lucas, desde Lucas a Marcos…, y más atrás… Todos contemplaban el espectáculo fascinados y sin apenas darse cuenta ni comprender que el repentino viento del sur había cesado por completo y sin embargo, las páginas iban pasando lentamente de una en una. Se levantaban, permanecían inmóviles un momento y gradualmente se inclinaban y se iban acumulando en la parte más gruesa del libro.

Ahora ya debían de andar por Mateo. El ritmo era cada vez más lento, las hojas se levantaban y, poco a poco, iban bajando. La última de ellas no se aplanó del todo sobre sus compañeras a pesar de que ya no se advertía el menor soplo de aquel viento que inicialmente había pasado las páginas.

Por un instante, nadie se movió. Después el abad Radulfo se levantó y se acercó al altar. Lo que hubiera escrito el aire espontáneamente tenía que poseer un significado más natural. Radulfo contempló la página sin tocarla.

—Que vengan algunos de vosotros. Que no sea yo el único testigo.

El prior Roberto se acercó inmediatamente a las gradas y allí se quedó, pues su estatura le permitía ver y leer sin subir. Cadfael se acercó por el otro lado. Erluino se quedó donde estaba, profundamente hundido en el torbellino de su mente y sin demasiado interés por los nuevos prodigios que pudieran producirse mientras el conde se acercaba con sincera curiosidad, estirando el cuello para ver las páginas abiertas. La página de la izquierda estaba ligeramente levantada y oscilaba obedeciendo a sus propias tensiones, pues ya no se percibía el menor soplo de viento. La de la derecha permanecía inmóvil y en el centro descansaban unos cuantos pétalos blancos y un solo capullo blanco de ciruelo silvestre, asomando entre la oscura vaina.

—No he tocado nada —dijo Radulfo—, pues eso no lo he pedido yo ni nadie de los presentes. Considero este presagio como una gracia especial y acepto este capullo como si fuera el dedo de la verdad así revelada. Me señala el versículo veintiuno que dice así: «Y el hermano entregará al hermano a la muerte».

Se produjo un prolongado y reverente silencio. El prior Roberto acercó respetuosamente la mano para rozar los minúsculos pétalos sueltos y el incipiente capullo que se había alojado en medio de las dos páginas.

—Padre abad, vos no estuvisteis con nosotros en Gwytherin, de lo contrario, hubierais reconocido el significado de este portento —dijo—. Cuando la bienaventurada santa nos visitó en la iglesia de allí como una visión, se presentó bajo una lluvia de capullos de mayo. La estación aún no está lo bastante avanzada como para que florezcan los espinos, pero esos…, esos capullos nos los envía ella en lugar de los otros y su blancura constituye también un símbolo de su pureza. Es una señal directa de santa Winifreda. Lo que ella nos encomiende, estamos obligados a cumplirlo.

Un murmullo se transmitió entre los monjes mientras éstos se iban acercando poco a poco al altar. Alguien de entre ellos lanzó un profundo suspiro tan doloroso como un sollozo, aunque inmediatamente lo reprimió.

—Es cuestión de interpretarlo —dijo Radulfo muy serio—. ¿Cómo vamos a comprender semejante oráculo?

—Habla de una muerte —dijo el conde haciendo gala de un enorme sentido común—. Y aquí ha habido una muerte. La sospecha, si no estoy equivocado, recae en un joven de vuestra orden. Pero la sombra los cubre a todos. Este oráculo se refiere a un hermano como instrumento de muerte, lo cual encaja con todo lo que se sabe hasta ahora. Pero se refiere también a un hermano como víctima. Sin embargo, la víctima no fue un monje de la orden. ¿Cómo hay que interpretarlo?

—Si ella apunta en ese sentido —dijo con firmeza el abad—, nos bastará con seguir sus indicaciones. Ella dice «hermano» y, si creemos en sus palabras, eso quiere decir que un hermano había planeado la muerte de otro hermano. La santa conoce tan bien como nosotros el significado de esta palabra dentro de estas murallas. Si alguien tiene algo que decir acerca de esta urgente cuestión, que hable ahora.

En medio del inquietante silencio que se produjo y en cuyo transcurso los monjes se miraron recelosamente unos a otros o bien esquivaron las miradas de sus vecinos, fray Cadfael tomó la palabra diciendo:

—Padre abad, tengo que revelaros unos pensamientos que no se me habían ocurrido hasta esta mañana, pero que ahora adquieren un profundo significado. La noche del asesinato estaba muy oscura no sólo por la hora sino también por el tiempo, pues había nubes bajas y estaba cayendo una fina lluvia. El lugar donde fue encontrado el cuerpo de Aldelmo era un angosto sendero del bosque donde sólo penetraba la luz del cielo que se filtraba entre las ramas. Suficiente para que un hombre que aguardaba al acecho y tuviera la vista acostumbrada a la oscuridad viera una forma y un perfil. La figura de Aldelmo, por su aspecto y su manera de andar, era la de un joven envuelto en una capa oscura que lo protegía de la lluvia y con la cabeza cubierta por una puntiaguda capucha bien echada sobre la cara. Padre, ¿en qué se hubiera podido distinguir en tales circunstancias un joven que apuraba el paso para librarse cuanto antes de la lluvia de un monje benedictino vestido con su hábito oscuro y su cogulla?

—Si no os interpreto mal —dijo Radulfo tras haber estudiado el grave semblante de Cadfael—, estáis diciendo que el joven fue atacado porque lo confundieron con un monje benedictino.

—Concuerda con lo que dicen aquí las suertes —dijo Cadfael.

—Y con la oscuridad de la noche, por supuesto. ¿Estáis apuntando la posibilidad, Cadfael, de que la presa fuera fray Tutilo? ¿Y de que éste no fuera el perseguidor sino el perseguido?

—Padre, es lo que yo pienso. Por sus años y su figura ambos eran muy parecidos. Y, como todos sabemos, Tutilo salió aquella noche de la abadía con permiso, por más que el permiso lo hubiera obtenido con engaño. Se sabía por qué camino regresaría…, por lo menos, según lo que él nos había inducido a creer a todos. Reconozcamos, padre, que el chico se había granjeado muchos enemigos en esta casa.

—Un hermano volviéndose contra un hermano… —dijo el abad en tono apenado—. En fin, somos falibles como el resto de los mortales y el odio y el mal no nos son ajenos. Pero, en tal caso, ¿dónde encontrar a este segundo hermano tan malvado? Nadie más salió aquella noche de la abadía para cumplir un encargo.

—Nadie que nosotros sepamos. Pero no es difícil pasar inadvertido un ratito —dijo Cadfael—. Siempre hay maneras de entrar y salir cuando uno está empeñado en hacerlo.

El abad le miró a los ojos sin sonreír, pues siempre sabía dominar la expresión de su rostro. Por otra parte, pocas cosas ocurrían en aquella casa que Radulfo no supiera. A veces, Cadfael había entrado y salido de noche sin pasar por la garita de vigilancia para atender asuntos urgentes que, a su juicio, justificaban su ausencia. De entre los instrumentos de las buenas obras enumeradas en la Regla de san Benito, el segundo después del amor a Dios era el amor al prójimo y Cadfael respetaba la Regla, poniéndola por encima de otras meticulosas y detalladas reglas.

—Sin duda habláis por experiencia —dijo el abad—. Ciertamente, eso es verdad. Sin embargo, no sabemos de ningún transgresor aquella noche. A no ser que vos tengáis conocimiento de algo que yo no sepa.

—No, padre, no tengo ninguno.

—Si se me permite una sugerencia —dijo el conde Roberto en tono de disculpa—, ¿por qué no le pedimos al oráculo que nos ha hablado de los dos hermanos que nos envíe otro signo? Estamos obligados a seguir este rastro en toda la medida de nuestras posibilidades. Pedirle un nombre sería demasiado, pero hay otros medios de revelar las cosas tal como esta bendita doncella nos ha enseñado.

Poco a poco y casi de puntillas, todos los monjes habían abandonado sus sitiales y se habían congregado en torno al altar y al grupo que estaba debatiendo la cuestión delante de las gradas. Aunque no se habían acercado demasiado, los monjes podían oír todos los comentarios. Entre ellos, sin que pudiera localizarse exactamente el lugar, se había producido una desesperada, pero contenida inquietud que provocó un estremecimiento y una especie de vibración y temor semejante a un latido de corazón que se hubiera transmitido al atemorizado batir de las alas de un pájaro. Cadfael la presintió, pero creyó que se debía a la tensión causada por las sortes. Y no le dio mayor importancia. Él también estaba empezando a experimentar un dolor semejante al que hubiera sentido en un potro de tormento y pensaba que lo peor todavía no había llegado. Ya era hora de que todo aquello terminara de una vez y las almas atormentadas pudieran disfrutar libremente del húmedo, fresco y vigorizante aire de los primeros días de marzo.

—Si todos los monjes están en cierto modo acusados por estas palabras —añadió el conde Roberto en tono esperanzado—, son ellos, los humildes hijos de esta casa, quienes más derecho tienen a pedir un nombre. Si lo consideráis oportuno, padre abad, permitid que uno de ellos solicite el veredicto. ¿De qué otro modo si no se podría exculpar a los demás? Los inocentes merecen que se les haga justicia en mayor medida si cabe de lo que merecen los culpables un castigo.

Si aún se estaba divirtiendo, pensó Cadfael, el conde lo estaba haciendo con tanta elocuencia y dignidad como los arzobispos y los jueces del rey. Tanto si lo hacía en broma como en serio, estaba claro que no querría dejar sin resolver aquel misterio humano e incluso sobrehumano. Insistiría hasta conseguir que se llegara a una solución. En su tocayo el prior Roberto tenía a su mejor aliado. Ahora que el prior ya estaba seguro de que podría conservar a su santa y con ella la gloria que le había reportado el hecho de ser él quien la había descubierto y trasladado, su deseo era el que todo se resolviera y terminara de una vez y que aquellos molestos visitantes de Ramsey abandonaran la abadía antes de que volvieran a tramar otra maldad.

—Padre —dijo Roberto, tratando de hablar en tono convincente—, me parece una propuesta muy justa e imparcial. ¿Queréis que lo hagamos?

—Muy bien —dijo Radulfo—. ¡Lo dejo en vuestras manos!

El prior se volvió para echar una mirada a la silenciosa asamblea de monjes, los cuales estaban contemplando la escena con los ojos muy abiertos, anticipándose temerosamente a lo que pudiera ocurrir. El nombre que pronunció el prior fue el que inevitablemente esperaba todo el mundo. Roberto frunció incluso el ceño al verse obligado a buscar con la mirada a su acólito.

—Fray Jerónimo, os ruego que os encarguéis de hacer estas pruebas en nombre de todos. Tened la bondad de adelantaros.

Pero ¿dónde estaba fray Jerónimo y por qué no se le había oído ni una sola palabra ni se le había visto el pelo durante todo aquel tiempo? ¿Cuándo se había apartado anteriormente de los faldones del hábito del prior Roberto, siempre dispuesto a halagarle y a asentir obsequiosamente a todas las palabras que surgían de su boca? Ahora que lo pensaba, dijo Cadfael para sus adentros, apenas habían visto y oído a Jerónimo desde la noche en que lo habían encontrado tembloroso e indispuesto en su cama, aquejado de dolor de cabeza y retortijones de vientre, y él lo había aliviado y le había ayudado a conciliar el sueño con sus jarabes y sus brebajes estomacales. Una furtiva agitación turbó las últimas filas de la asamblea de los monjes cuando fray Jerónimo emergió de su desusado escondrijo y se abrió paso con desgana y casi a regañadientes, avanzando con la cabeza inclinada y los brazos fuertemente apretados alrededor de su cuerpo como si un frío mortal lo cercara por todas partes. Su cetrino semblante mostraba una expresión acongojada y sus ojos estaban enrojecidos. Se le veía enfermo y agotado. Hubiera tenido que seguir la evolución de su dolencia, pensó Cadfael, conmovido, pero me pareció que él más que nadie se encargaría de solicitar todos los tratamientos que fueran necesarios. Fue lo único que se le ocurrió pensar mientras el prior Roberto, perplejo y extrañado ante aquella renuente aceptación de un deber que hubiera tenido que ser un honor para el interesado, le hacía autoritarias señas a Jerónimo para que se acercara al altar.

—Acercaos, os estamos esperando. Iniciad las plegarias.

El abad, tras retirar suavemente con sus dedos los pétalos de flores de ciruelo silvestre que habían quedado alojados entre las páginas de los Evangelios, se apartó a un lado para dejarle sitio a Jerónimo.

Jerónimo se acercó al pie del altar, pero, una vez allí, se detuvo y se echó hacia atrás como un caballo asustado, respiró hondo, trató de subir y, de repente, levantó las manos para cubrirse la cara, cayó de hinojos y emitió un ahogado grito, inclinando la cabeza hacia las gradas de piedra. Por debajo de los hombros encorvados y de las manos que le cubrían el rostro, se oyó una voz entrecortada semejante al aullido que un perro extraviado hubiera podido lanzar a la noche, pidiendo compañía para su soledad.

—No me atrevo…, no me atrevo… Ella me enviaría la muerte si lo hiciera… No es necesario, ¡me entrego y reconozco mi terrible pecado! ¡Yo salí en busca del ladrón, esperé su regreso y maté a aquel inocente, Dios tenga compasión de mí!