III
la mañana siguiente después de misa, el carro prestado emprendió el camino de Ramsey. El cofre del altar fue confiado a la custodia de Nicol y, aunque uno de los servidores de Ramsey seguiría viaje con Erluino hasta Worcester, la incorporación al grupo de los tres artesanos que habían ofrecido sus servicios a la abadía les permitiría contar con una buena escolta para los objetos de valor que transportaban. La madera estaba muy bien asegurada y los cuatro caballos habían pasado cómodamente la noche en las cuadras de la feria de caballos situada por encima del nivel de las aguas y ya estaban preparados para ponerse en camino.
Tenían que dirigirse hacia el este por San Gil y desde allí, atravesando los prados ribereños y cruzando el puente de Atcham, se alejarían de los meandros del río y viajarían por buenos caminos muy transitados. Cerca ya de su destino, cabía la posibilidad de que los malhechores de Godofredo de Mandeville estuvieran merodeando todavía por aquellos parajes, en cuyo caso les sería muy provechosa la compañía de los tres fornidos mozos del condado de Shrop, capaces de echarles una buena mano y sacarles del apuro.
El carro se alejó ruidosamente por la barbacana. El viaje duraría unos cuantos días, pero, por lo menos, atravesarían regiones alejadas de las montañas de Gales, cuyo deshielo había inundado los llanos tras las copiosas nevadas invernales.
Aproximadamente una hora más tarde, el viceprior Erluino se puso también en marcha con Tutilo y el tercer criado lego para girar hacia el sureste cuando llegaran a San Gil. Probablemente no pensaba en la posibilidad de que las inundaciones que estaba dejando a su espalda le siguieran corriente abajo y le dieran triunfalmente alcance en Worcester. La velocidad a la cual avanzaban las aguas de las crecidas era muy variable; quizá ya se le hubieran adelantado cuando llegara a los prados que se extendían a los pies de la ciudad.
Rémy de Pertuis aún no podía marcharse. La sala inferior de la hospedería estaba seca y protegida, pues se levantaba sobre una profunda y alta bóveda subterránea y se accedía a ella a través de unos peldaños de piedra. Por consiguiente, se podría cuidar la irritación de la garganta en medio de una relativa comodidad y en un ambiente agradablemente caldeado. Su mejor caballo aún no se había restablecido de su cojera según Bénezet, que era el encargado de las cabalgaduras y tenía que cruzar diariamente el patio inundado para atenderlas en las cuadras del recinto de la feria de caballos. En el patio de los establos del monasterio el agua llegaba a la altura de las rodillas y puede que tardara varios días en retirarse. Bénezet recomendó prolongar la estancia allí y su amo, pensando en las posibles molestias de un viaje al norte hasta Chester en el que tendrían que enfrentarse con la corriente superior del Severn y la del imprevisible Dee, se mostró de acuerdo y no puso ningún reparo. Allí se encontraba a gusto y bien alimentado. Las lluvias se estaban alejando y el tiempo estaba empezando a mejorar hacia el oeste y sólo algún que otro aguacero ocasional puntuaba la aburrida calma de la rutina cotidiana.
El horario de la abadía se estaba cumpliendo inexorablemente a pesar de las dificultades. El coro había quedado justo por encima del nivel del agua y se podía alcanzar a pie enjuto a través de la escalera nocturna del dormitorio. El suelo de la sala capitular sólo estuvo levemente inundado el primer y el segundo día y al llegar el tercero, conservaba únicamente unas oscuras líneas de humedad entre las baldosas. Ésa fue la primera señal de que el río había reafirmado de nuevo su poder y se estaba llevando sus caudalosas aguas a otra parte. Transcurrieron otros dos días antes de que el cambio resultara perceptible en la rápida corriente del arroyo y en la retirada de las aguas, las cuales fueron penetrando gradualmente a través de la saturada hierba, dejando tras de sí los desperdicios que marcaban su declive. El nivel de la alberca del molino fue bajando también poco a poco y el agua arrastró en su retirada la turba y las hojas de la parte inferior de los huertos que había invadido. El Severn empezó a bajar incluso bajo las murallas de la ciudad, dejando las casitas, las cabañas de los pescadores y los cobertizos de las embarcaciones cubiertos de barro y de ramas y arbustos arrancados a su paso.
En cuestión de una semana, el río, el arroyo y la alberca regresaron a sus confines, aunque todavía muy crecidos. La inundación de la nave de la iglesia no había rebasado la segunda grada del altar de santa Winifreda.
—No hubiéramos tenido que moverla —dijo el prior Roberto, sacudiendo la cabeza mientras contemplaba las huellas de lo ocurrido—. Hubiéramos tenido que confiar un poco más en ella, sabiendo que puede cuidar de sí misma y de su rebaño. No tenía más que ordenarlo para que las aguas volvieran a su cauce.
Pese a ello, una morada fría, húmeda, pegajosa y sucia de barro y escombros no era un lugar muy adecuado para una santa. Se pusieron a trabajar sin ninguna queja, fregando y secando los charcos que habían quedado en todas las irregularidades de las baldosas del suelo. Colocaron los tres almenares en la nave, llenaron de aceite sus tazas y los encendieron para eliminar la humedad y caldear el aire. Las esencias florales añadidas al aceite lucharon denodadamente contra el hedor de las aguas del río. Las criptas, los almacenes, los graneros y las cuadras también se tendrían que limpiar, pero la iglesia era lo primero. Cuando estuviera lista para acogerlos y albergarlos, todos los tesoros volverían a ser colocados en su sitio.
El abad Radulfo celebró la purificación del sagrado lugar con una misa de acción de gracias. Después empezaron a trasladar desde sus altos refugios los ornamentos de los altares, los arcones de la plata y las vestiduras, los candelabros, los frontales, las colgaduras y los relicarios menores. Se aceptó sin la menor discusión que todo debería estar impecablemente limpio y ordenado cuando el principal tesoro de la abadía de San Pedro y San Pablo fuera conducido con la debida solemnidad y ceremonia al lugar que le correspondía, previamente limpiado de cualquier inmundicia.
—Ahora —dijo el prior Roberto, irguiendo la espalda y mirando a su alrededor desde lo alto de su majestuosa estatura— devolvamos a santa Winifreda a su altar desde la sala superior del pórtico norte adonde fue trasladada tal como todos sabemos. —Por suerte, la puertecita del rincón del porche y la escalera de caracol del interior, que planteaba serias dificultades incluso para el traslado de un pequeño féretro, se habían podido utilizar hasta el último momento de la inundación y los monjes habían envuelto cuidadosamente el relicario para protegerlo de cualquier daño durante el traslado—. Vamos con devoción y alegría —declamó Roberto— y devolvámosla a su altar para que pueda seguir cumpliendo su bendita misión entre nosotros.
Siempre ha tenido el convencimiento, pensó Cadfael, cruzando la angosta puerta y subiendo la peligrosa escalera, de que la doncella le pertenece porque cree, mejor dicho, sabe, Dios le bendiga, pobrecillo —equivocadamente, pero sin el menor asomo de duda—, que él la condujo hasta aquí. Dios nos libre de que alguna vez descubriera la verdad y averiguara que ella se encuentra lejos en el lugar que eligió, pues el hecho de que la santa le tolere semejante muestra de soberbia no es más que la merced que le hace una bondadosa doncella a un niño idiota.
Cynrico, el sacristán de la parroquia del padre Bonifacio, había abandonado su pequeña vivienda del pórtico para cederla a los tesoros de la iglesia durante la inundación. Pronto entraría nuevamente en posesión de ella. El sacristán era un hombre alto, delgado y taciturno con cara de linterna y una figura que infundía pavor a los comunes mortales, pero era totalmente aceptada por los inocentes, pues tanto los niños de la barbacana como sus inseparables perros se le acercaban confiadamente y en verano solían sentarse a su lado en los peldaños de la iglesia. Ahora en su humilde morada no quedaba más que la última y más preciada residente. El envuelto féretro fue levantado con toda reverencia y cuidadosamente bajado por la peligrosa escalera de caracol.
En la nave habían colocado previamente unas mesas de tijera para depositar el féretro y retirar las mantas que se habían utilizado para evitar que el relicario sufriera algún desperfecto. Las mantas empezaron a ser retiradas una a una. Mientras presenciaba la operación, a Cadfael le pareció que la envuelta forma tenía unos perfiles muy rígidos y excesivamente rectangulares que no coincidían con la imagen que él conservaba devotamente en su mente. Sin embargo, la última manta era lo suficientemente gruesa como para cubrir la exquisita belleza que él conocía.
El prior Roberto alargó la mano para tomar un extremo de la última manta y la retiró para dejar al descubierto lo que había en su interior.
Por el simple hecho de proceder de su augusta persona, el ahogado grito de su garganta causó una fuerte impresión en los presentes. Roberto retrocedió tambaleándose y después se acercó de nuevo y tiró de la manta, dejando al descubierto la inexplicable y ofensiva realidad que con tanto cuidado habían transportado desde su seguro refugio del cuarto de arriba. Aquello no era el relicario de plata repujada de santa Winifreda, sino un tronco más corto y de menor tamaño que el féretro al que pretendía sustituir y probablemente lo suficiente liviano como para que pudiera acarrearlo un solo hombre tras haber sido debidamente secado hasta alcanzar una curada madurez.
Todo el cuidado y toda la reverencia habían sido un esfuerzo inútil, pues no cabía duda de que santa Winifreda no estaba allí.
Tras un sobrecogido e idiotizado silencio, todos empezaron a hablar a la vez, armando tal alboroto que otros que habían oído el estrangulado grito de consternación, interrumpieron sus tareas para ver qué había ocurrido. El prior Roberto, tan inmóvil como una estatua, sostenía la manta con ambas manos y, con los ojos clavados en el ofensivo tronco, se había quedado sin habla. Fue su obsequiosa sombra la que le libró del peso de la protesta.
—Eso tiene que ser un terrible error —balbució fray Jerónimo, estrujándose las manos—. En medio de la confusión…, antes de terminar… Alguien se debió de equivocar y la trasladó a otro sitio. Seguramente la encontraremos a salvo en alguno de los heniles…
—¿Y esto? —preguntó el prior Roberto, señalando con un dedo acusador la ofensa que tenían ante sus ojos—. ¿Eso tan cuidadosamente envuelto como su féretro? ¡No puede ser un error! ¡No puede ser una equivocación! ¡Alguien lo hizo deliberadamente con intención de engañar! Eso ha sido colocado en su lugar para que lo tratáramos y cuidáramos como si fuera ella. Y ahora… ¿dónde está nuestra santa?
Para entonces la alarmada perturbación del aire ya se había transmitido al gran patio y los boquiabiertos mirones se estaban congregando cada vez en mayor número, entre varios hermanos legos que estaban realizando tareas de limpieza en el patio de la granja y las cuadras, algunos huéspedes de oído muy fino que estaban descansando en sus aposentos y dos curiosos colegiales, perseguidos con menos indulgencia que de costumbre por fray Pablo.
—¿Quién la transportó por última vez? —preguntó juiciosamente Cadfael—. Alguien…, más de uno…, la trasladó a la habitación de Cynrico. ¿Fue alguien de los presentes?
Fray Rhun se abrió paso entre los curiosos y atemorizados hermanos. Era el más joven de todos ellos, el protegido especial de la santa y su más devoto servidor tal como todo el mundo sabía.
—Con fray Urien, yo fui quien la envolvió en las mantas. Pero, para mi pesar, no estaba presente cuando la trasladaron.
Una alta figura apareció por encima de las cabezas de los monjes más próximos, estirando el cuello para ver cuál era la causa de aquella conmoción.
—¿Ése era el bulto del altar de allí? —preguntó Bénezet, abriéndose paso para verlo mejor—. ¿El relicario, el féretro de la santa? ¿Y ahora hay eso…? Pero si yo ayudé a transportarlo a las estancias del sacristán. Fue una de las últimas cosas que retiramos. Yo estaba aquí echando una mano y uno de los monjes, fray Mateo he oído que lo llaman, me pidió que lo ayudara. Y así lo hice. La subimos por la escalera y la dejamos arriba. —Miró a su alrededor en busca de confirmación, pero fray Mateo el cillerero no estaba—. Él os lo podrá decir —añadió confiadamente Bénezet—. ¿Y este tronco es lo que con tanto esmero hemos cuidado?
—Fijaos en la manta —dijo Cadfael, apresurándose a alargar la mano para extenderla ante los ojos del hombre—. Es la manta exterior, examinadla bien. ¿La visteis claramente cuando la teníais en vuestras manos? ¿Es la misma?
Se trataba casualmente de un lienzo de lana galesa estampada con unas toscas flores de cuatro pétalos de color azul oscuro; muchas de ellas llegaban a los hogares ingleses a través del mercado de Shrewsbury. Estaba raída en algunos puntos, pero era muy resistente y tenía los dobladillos reforzados con un ribete de tejido de lino.
—Es la misma —contestó Bénezet sin vacilar.
—¿Estáis seguro? Decís que ya era muy tarde. ¿Las luces del altar estaban todavía encendidas?
—Estoy seguro. —Los labios de Bénezet lanzaron su certeza cual si fuera una flecha—. Vi con toda claridad el tejido. Eso es lo que nosotros trasladamos aquella noche. ¿Quién podía saber lo que había entre las mantas?
Fray Rhun emitió un leve grito de dolor que más bien fue un sollozo y se adelantó casi temiendo tocar y sentir y dar crédito a sus propios ojos, por muy sinceros y honrados que éstos fueran.
—No es la misma con la cual la envolvimos fray Urien y yo antes de mediodía —dijo en un ahogado susurro—. La dejamos en el altar envuelta en una sencilla manta y un viejo y gastado mantel de altar extendido por encima. Fray Ricardo nos permitió utilizarlo en su honor. Era muy bonito y tenía muchos bordados. Algo así como una colcha, por así decirlo. Y esto no es lo mismo. Lo que este buen hombre trasladó desde aquí a la habitación destinada a santa Winifreda no fue nuestra dulce protectora, sino este tronco que es como una burla. Padre prior, ¿dónde está nuestra santa? ¿Qué ha sido de santa Winifreda?
El prior Roberto miró autoritariamente a su alrededor y contempló el indigno objeto libre ya de su sudario, clavando después los ojos en los sorprendidos monjes y en el afligido muchacho cuyo rostro ardía de furia. Rhun, que había sanado y recuperado la agilidad por un milagro de santa Winifreda, no tendría descanso y no permitiría que lo tuviera ninguno de sus superiores hasta que la encontraran.
—Dejadlo todo tal como está y retiraos —dijo el prior Roberto—. No deberéis decir ni hacer nada hasta que los hechos sean comunicados al padre abad, pues sólo él está facultado para tomar decisiones en este caso.
—Podría ser un error —dijo aquella noche Cadfael en la sala del abad—. Fray Mateo y el mozo Bénezet están seguros de lo que transportaron o, por lo menos, del estampado de la manta que lo envolvía. Y fray Rhun y fray Urien están seguros a su vez de lo que usaron para envolverla y cubrirla. A juzgar por lo que hemos visto, nadie cambió las mantas. Un bulto sustituyó al que había en el altar y fue llevado de buena fe a su seguro refugio sin la menor culpa por parte de los que participaron en la tarea.
—Ninguna —convino Radulfo—. El joven ofreció amablemente su ayuda. Su mérito está asegurado. Pero ¿cómo pudo ocurrir semejante cosa? ¿Quién la pudo desear? ¿Y quién la pudo llevar a cabo? ¡Considerad la situación, fray Cadfael! Se había producido una inundación, nos pasamos todo el día vigilando sin perder la esperanza, pero, por la noche, no tuvimos más remedio que actuar. Los hombres se preparan para la amenaza, pero, mientras ésta no se hace realidad, no creen en ella. Y, cuando se produce, ¿se puede hacer todo lo que estaba previsto con la serenidad y la calma necesarias? En medio de la oscuridad y la confusión los débiles mortales cometen equivocaciones. ¿No hay ninguna posibilidad de que se trate de un error…, o incluso de una estúpida y maliciosa broma?
—No tan estúpida —señaló Cadfael con firmeza—, pues se eligió un madero con un volumen y peso análogos a los del relicario. Eso se hizo con un propósito deliberado. Tal vez con el propósito de humillar esta santa casa, aunque no acierto a comprender por qué razón ni quién podría cometer semejante vileza. Pero de lo que no cabe duda es de que se hizo a propósito.
Cadfael se encontraba a solas con el abad tras haber confirmado la declaración de Bénezet comparándola con la de fray Mateo, el cual había transportado la parte superior del relicario por la escalera y se había enredado los dedos en unas hilachas del ribete de lino. El prior Roberto había hecho un apasionado relato de lo ocurrido y había dejado la carga, con considerable alivio, pensó Cadfael, en las manos de su superior.
—¿Y este tronco no es de Longner? —preguntó Radulfo concentrándose en los detalles.
—Longner envió una partida de madera curada, pero no de roble. El resto era leña de los matorrales —contestó Cadfael—. No, éste se debió de cortar hace varios años. Está seco hasta el punto de poder casi igualar el peso del relicario, pero eso no es ningún misterio. En el extremo sur de la bóveda, bajo el refectorio, hay un pequeño montón de madera que sobró de la construcción de los últimos graneros. He echado un vistazo y he descubierto el lugar de donde se sacó el tronco. En la superficie se nota el hueco.
—¿Y se sacó recientemente? —preguntó Radulfo.
—Sí, padre abad.
—O sea que fue un acto deliberado —dijo Radulfo, pronunciando las palabras muy despacio—. Planificado y deliberado, decís vos. Cuesta creerlo y, sin embargo, no es posible que haya ocurrido por casualidad o por una absurda combinación de circunstancias. Decís que Urien y Rhun la prepararon antes del mediodía. Lo que había por la noche en el altar, listo para ser trasladado a otro sitio, era simplemente ese tronco. Durante el tiempo que medió entre ambos hechos, se llevaron a vuestra santa y colocaron el tronco en su lugar. ¿Con qué objeto y con qué perversa intención? Reparad, Cadfael, en que, durante los pocos días que duró la inundación, no entró ni salió apenas nadie de la abadía y por supuesto nadie hubiera podido sacar una carga tan llamativa. El relicario tiene que estar escondido en algún lugar de la abadía. Antes de que iniciemos la búsqueda fuera de ella, hay que registrar todos los rincones de esta casa y de las dependencias anexas.
La búsqueda de santa Winifreda se prolongó por espacio de dos días y a todas horas, exceptuando las de los oficios, como si el honor de la casa hubiera quedado en entredicho con la pérdida. Hasta los huéspedes de la hospedería y muchos feligreses de la parroquia de la Santa Cruz se incorporaron a la búsqueda, abriéndose paso entre el barro y los escombros. Incluso Rémy de Pertuis, olvidándose de su irritada garganta, recorrió con Bénezet todos los rincones de la cuadra y el henil del recinto de la feria de caballos de los que ya se habían retirado las reliquias de san Flerio y otros tesoros de menor entidad. No hubiera sido decoroso que la joven Daalny se mezclara con los monjes, lo cual no fue óbice para que la muchacha observara con incansable interés desde los peldaños de la hospedería el incesante ir y venir de los buscadores desde el patio de la granja al de los establos y desde el dormitorio, bajando por la escalera de día, al jardín del claustro, los gabinetes de los amanuenses y la enfermería, siempre con las manos vacías.
Los que habían colaborado la noche de la inundación contaron lo que sabían, cubriendo todos los detalles del urgente traslado de buena parte del tesoro desde la iglesia hasta los lugares de su almacenamiento, pero nada arrojó ninguna luz sobre lo que había ocurrido con el envuelto relicario de santa Winifreda entre el mediodía y la noche del día en cuestión. Al término de la segunda jornada de búsqueda, incluso el prior Roberto, presa de la indignación, no tuvo más remedio que reconocer la derrota.
—No está aquí —dijo—. Ni dentro de nuestros muros ni en la barbacana. Si allí se supiera algo de ella, nos lo hubieran dicho.
—De eso no me cabe la menor duda —convino sombríamente el abad—, tiene que encontrarse más lejos. No hay ninguna posibilidad de error o confusión. Se hizo un cambio con la intención de engañar. Pero ¿qué es lo que cruzó nuestras puertas durante esos días? Sólo las cruzaron nuestros hermanos Erluino y Tutilo y está claro que ellos no se llevaron más que lo que habían traído, lo mínimo que se necesita para un viaje.
—Salió el carro en dirección a Ramsey —dijo pensativamente Cadfael.
Se hizo un profundo silencio mientras todos se miraban unos a otros, calculando recelosamente las peligrosas posibilidades que se abrían ante ellos.
—¿Es posible? —dijo el viceprior fray Ricardo en tono casi esperanzado—. ¿Es posible que, en medio de la oscuridad y la confusión, se interpretara erróneamente alguna orden? ¿Y si alguien la hubiera colocado en el carro por error?
—No —contestó inmediatamente Cadfael, excluyendo aquella posibilidad—. Si la sacaron de su altar, fue con el deliberado propósito de colocarla en otro sitio. Aun así, el carro que emprendió el camino a la mañana siguiente pudo llevársela, aunque no por casualidad ni por equivocación.
—¡En tal caso, se trataría de un robo sacrílego! —exclamó Roberto—. Un delito contra las leyes de Dios y del reino que debe ser perseguido con todo rigor.
—No podemos afirmarlo con certeza —dijo Radulfo levantando una mano— sin antes haber interrogado a todos los hombres que estuvieron presentes aquel día y que quizá puedan añadir algún otro dato a lo que ya sabemos. Y eso todavía no se ha hecho. El viceprior Erluino y fray Tutilo estaban entonces con nosotros y me consta que fray Tutilo estuvo colaborando en el traslado de los ornamentos del altar hasta muy tarde. ¿No hubo otros que también participaron? Hay que hablar con todos los que intervinieron antes de poder asegurar que se trata de un robo.
—Los carreteros de Eudo Blount que transportaron los troncos —terció Ricardo— abandonaron su tarea y nos estuvieron ayudando hasta el final. Después terminaron de cargar los troncos en el otro carro. ¿No deberíamos interrogarles? Aunque entonces ya estaba muy oscuro, puede que vieran algo.
—No olvidaremos nada —dijo el abad—. Sé que el padre Erluino y fray Tutilo regresarán para devolvernos los caballos, pero puede que tarden unos días y nosotros no podemos esperar. Roberto, a estas horas ya estarán en Worcester, ¿tendréis la bondad de ir en su busca y preguntarles qué saben de aquel día?
—Lo haré con sumo agrado —contestó Roberto con vehemente entusiasmo—. Pero, si se tratara de un robo, padre, ¿no os parece que habría que comunicarlo al gobernador por si considerara conveniente que me acompañara un hombre de su guarnición? Puede que, al final, tenga que intervenir no sólo nuestra justicia sino también la del rey y, tal como vos mismo habéis dicho, el tiempo apremia.
—Tenéis razón —convino Radulfo—. Hablaré con Hugo Berengario. En cuanto a los hombres de Longner, enviaremos a alguien para que les interrogue.
—Si me dais vuestra venia —dijo Cadfael—, yo me encargaré de eso.
No quería que algún otro hombre del mismo talante que el prior Roberto interrogara a los honrados servidores de Eudo Blount y les acusara indirectamente de robo y engaño.
—Hacedlo así, Cadfael, si es vuestro deseo. Vos conocéis a la gente de allí mejor que cualquiera de nosotros y ellos hablarán con vos con mayor franqueza. Tenemos que encontrarla y la encontraremos —añadió el abad Radulfo—. Mañana Hugo Berengario sabrá lo que ha ocurrido y hará lo que considere más oportuno.
Hugo se presentó para hablar con el abad media hora después de prima.
—Bueno, pues, —dijo, sentándose en el banco adosado a la pared de madera de la cabaña de Cadfael— me parece por lo que me han dicho que esta vez estáis metido en un buen lío. ¿Cómo es posible que hayáis perdido a vuestra querida santa? ¿Y qué vais a hacer, amigo mío, si alguien en algún lugar decide levantar la tapa de aquel precioso relicario?
—¿Y por qué iban a hacer tal cosa? —replicó Cadfael sin tenerlas todas consigo.
—Dada la curiosidad humana, de la cual vos sabéis mucho más que yo —contestó Hugo sonriendo—, ¿por qué no iban a hacerlo? Supongamos que el ataúd acaba en algún lugar donde nadie sabe lo que es ni lo que significa. ¿Qué mejor manera de averiguar lo que hay dentro? En un caso así vos seríais el primero en romper los sellos.
—Yo fui el primero —dijo Cadfael con toda sinceridad, pues Hugo sabía exactamente lo que contenía el relicario de santa Winifreda y cualquier mentira hubiera sido inútil—. Y espero ser también el último. Tengo la impresión de que no os estáis tomando este asunto con la seriedad que se merece, Hugo.
—Es que me resulta un poco difícil no tomármelo a broma —reconoció Hugo—. Pero tened la certeza que guardaré vuestro secreto en la medida de lo posible. Me interesa mucho el asunto. Parece que todos los que turban la paz en esta región no empezarán a cometer sus fechorías hasta que llegue la primavera y, por consiguiente, me puedo permitir el lujo de desplazarme hasta Worcester. Puede que incluso la compañía del prior Roberto me resulte entretenida. Velaré todo lo que pueda por vuestros intereses. ¿Cuál es vuestra opinión al respecto? ¿Alguien ha tramado algo para robaros o se trata de un malentendido provocado por la inundación?
—No —contestó Cadfael con firmeza, apartando el rostro de la tabla en la cual estaba elaborando trociscos para los estómagos delicados de la enfermería—. Eso no es un malentendido. Un cerebro muy lúcido se llevó la reliquia del altar y colocó en su lugar un tronco del sótano. Para que ambos pudieran pasar inadvertidos a la mente y a la vista durante varios días, tal como efectivamente ocurrió.
Y para que el uno permitiera la sustracción del otro e impidiera su recuperación. O, por lo menos, la impidiera con carácter inmediato —se apresuró a rectificar—, pues estoy seguro de que la recuperaremos.
Hugo le estaba mirando a través del resplandor del brasero con el mismo mohín de labios y la misma inclinación de la cabeza que Cadfael recordaba del primer y precario encuentro entre ambos, cuando ninguno de los dos estaba demasiado seguro de si el otro era amigo o enemigo y a pesar de ello, cada uno se había sentido atraído por el otro y, entre bromas y veras, había experimentado el deseo de averiguarlo.
—¿Sabéis —dijo Hugo en voz baja— que, de unos años a esta parte, habláis de ese relicario perdido como si de verdad contuviera los huesos de la doncella galesa? Siempre decís «ella», nunca «ello» o, más propiamente «él». A pesar de constarnos perfectamente que la dejasteis en su lugar de descanso de Gwytherin. ¿Acaso es posible que se encuentre en dos sitios a la vez?
—Algo de verdad hay en eso, pues ella ha obrado milagros entre nosotros —contestó Cadfael—. Estuvo tres días en el interior de ese ataúd y puede que le transmitiera el poder de su intercesión. ¿Acaso se pueden imponer a los santos limitaciones de tiempo y lugar? Os aseguro, Hugo, que algunas veces me pregunto qué encontraríamos allí dentro si alguna vez levantáramos la tapa. Aunque reconozco —añadió con tristeza— que rezaré con toda mi alma para que nunca se tenga que llegar a esta prueba.
—Más os vale —convino Hugo—. Ya me imagino el escándalo que se armaría si alguien en algún lugar rompiera los sellos que tan hábilmente reconstruisteis, levantara la tapa y encontrara el cuerpo de un joven de unos veinticuatro años en lugar de los huesos de una santa doncella. ¡Y por si fuera poco tan desnudo como su madre lo trajo al mundo! Todos vuestros planes se derrumbarían. —El gobernador se levantó entre risas teñidas de una cierta preocupación, pues la posibilidad existía realmente y podía desembocar en un auténtico desastre—. Tengo que ir a prepararme. El prior Roberto quiere ponerse en camino después de comer. —Abrazó los hombros de Cadfael al pasar por su lado y se los sacudió para darle ánimos—. No temáis, ella os dispensa un trato de favor y sabrá cuidar de sus fieles…, aunque vos habéis conseguido cuidaros muy bien hasta ahora.
—Lo más curioso, Hugo —dijo de repente Cadfael cuando el gobernador ya había alcanzado la puerta— es que casi estoy tan preocupado por ella como por el pobre Columbano.
—¿Por el pobre Columbano? —repitió Hugo, volviéndose a mirarle con expresión de burlón asombro—. Nunca dejáis de sorprenderme, Cadfael. ¡Menudo pobre está hecho el tal Columbano! Un asesino furtivo, y todo para su propia gloria, no para la de Shrewsbury y ciertamente que no para la de Winifreda.
—¡Lo sé! Pero llevó las de perder. ¡Y murió! Y ahora…, ha sido expulsado de su apacible descanso en un altar de esta casa y conducido a un lugar extraño donde no conoce a nadie, ni amigo ni enemigo. Y tal vez —añadió Cadfael, sacudiendo la cabeza al pensar en el pecador extraviado— entre gentes que esperan de él unos milagros que no puede obrar. No cuesta demasiado compadecerse un poco de él.
Cadfael subió a Longner después de la comida del mediodía y encontró al joven señor del feudo en la herrería de la parte interior de la empalizada, supervisando personalmente la forja de un nuevo refuerzo de hierro para la reja del arado.
Eudo Blount era un agricultor nato, un sencillo mozo rubio de elevada estatura que, a primera vista, parecía más apto para las armas que su hermano menor, pero para quien las tierras, las cosechas y el ganado constituirían siempre una satisfacción más que suficiente. Criaría hijos a su propia imagen y la tierra se alegraría. Los segundones tenían que buscarse la vida por su cuenta.
—¿Que se ha perdido santa Winifreda? —dijo Eudo asombrado en cuanto Cadfael le hubo explicado el propósito de su visita—. ¿Cómo es posible que la hayáis perdido? No es algo que uno se pueda guardar en el bolsillo cuando no mira nadie. ¿Queréis hablar con Gregorio y Lamberto? No pensaréis que ellos se la han llevado, aunque tuvieran un carro en el recinto de la feria de caballos, ¿verdad? Supongo que no tendréis ninguna queja de mis hombres.
—¡Ninguna en absoluto! —se apresuró a asegurarle Cadfael—. Lo que ocurre es que ellos podrían haber visto casualmente algo que a los demás nos pasó inadvertido. Echaron una mano cuando hubo necesidad y se lo agradecimos muchísimo, pero no queremos buscar más lejos sin antes haber buscado más cerca de casa y habernos cerciorado de que ningún idiota en una excesiva muestra de celo guardó el relicario en alguna parte y lo perdió. Hemos preguntado a todos los de la casa y nos ha parecido conveniente consultar también a esos dos, no fuera que ellos tuvieran la respuesta que esperamos.
—Preguntadles lo que queráis —dijo Eudo—. Los encontraréis a los dos en el establo o en el cobertizo de los carros. Ojalá obtuvierais esta sencilla respuesta que esperáis, aunque lo dudo. Transportaron la madera, la descargaron y regresaron a casa. Recuerdo que Gregorio me contó lo que había ocurrido en la iglesia y me dijo que la nave se había inundado. Pero nada más. De todos modos, hablad con él.
Sintiéndose seguro entre los suyos, Eudo no tenía necesidad de vigilar o escuchar lo que pudiera salir a la luz, por lo cual regresó tranquilamente al yunque; el sonido del martillo del herrero acompañó a Cadfael mientras éste cruzaba el patio en dirección al cobertizo de los carros.
Envueltos todavía por el calor del caballo al que acababan de desenjaezar, ambos mozos se encontraban dentro, empujando un carro hacia un rincón. Eran altos y musculosos y tenían la piel curtida por la intemperie de todas las estaciones; debían de llevarse por lo menos veinte años y puede que fueran padre e hijo. Casi todos los hombres de aquellas aldeas, atados a la tierra por la servidumbre de la gleba, pero también por inclinación, mostraban tendencia a casarse con mujeres de la misma región y poseían un instinto de clan muy desarrollado y un fuerte sentido de la lealtad. La herencia galesa se manifestaba en ellos a través de su vigor y fortaleza y de un espíritu extremadamente independiente.
Saludaron cortésmente a Cadfael sin sorprenderse ante su presencia, pues desde hacía uno o dos años éste visitaba de vez en cuando la casa y todo el mundo lo apreciaba. Cuando les hubo explicado el asunto que lo traía, sacudieron la cabeza con expresión dubitativa y se sentaron en las limoneras del carro para pensar con tranquilidad.
—Bajamos el carro antes de que anocheciera —dijo el mayor, entornando los ojos mientras trataba de recordar lo ocurrido una semana atrás—, pero el día estuvo muy nublado, incluso al mediodía. Cuando ya habíamos empezado a trasladar el cargamento al carro de la abadía, apareció el viceprior entre las lápidas del cementerio y nos dijo: «Muchachos, venid a echarnos una mano para transportar las piezas de valor a un lugar más alto y seco, pues el nivel del agua está subiendo rápidamente».
—¿El viceprior Ricardo? —preguntó Cadfael—. ¿Estáis seguros de que fue él?
—Totalmente seguros. Le conozco muy bien y entonces todavía no estaba muy oscuro. Lamberto también os lo podrá decir. Fuimos allá y empezamos a recoger colgaduras y a levantar arcones, trasladándolo todo adonde nos dijeron, algunas cosas al henil del granero y otras a los cuartos de Cynrico encima del porche. Dentro estaba todo muy oscuro y los monjes corrían de un lado para otro con las cruces, los cofres y los candelabros. La mitad de las lámparas se quedaron sin aceite y otras se apagaron con la corriente que entraba a través de las puertas abiertas. En cuanto hubimos retirado todos los objetos de la iglesia, salimos y reanudamos nuestra tarea con los troncos.
—Aldelmo volvió a entrar —dijo el joven Lamberto que, hasta aquel momento, se había limitado a asentir en silencio con la cabeza.
—¿Aldelmo? —repitió Cadfael.
—Bajó para ayudarnos —explicó Gregorio—. Tiene unas tierras cerca de Preston y apacienta las ovejas en el feudo de Upton.
Por consiguiente, había otro al que habría que interrogar antes de dar por concluida la misión. Aquel día ya no podría ser, pensó Cadfael, calculando las horas que le quedaban.
—¿Este Aldelmo entró y salió de la iglesia igual que vosotros? ¿Y entró en el último momento?
—Uno de los monjes le tiró de la manga y le pidió que lo ayudara a trasladar una de las últimas cosas que quedaban —contestó Gregorio con indiferencia—. Nosotros estábamos trasladando los troncos de uno a otro carro y sólo sé que alguien le llamó y él volvió a entrar en la iglesia. Fue sólo un momento. Cuando nosotros dos estábamos trasladando el siguiente tronco, él se acercó y nos ayudó a subirlo al otro carro y a colocarlo junto a los demás. Y entonces el monje se retiró de nuevo al interior de la iglesia.
—¿Pero salió con vuestro compañero? —preguntó Cadfael.
—Para entonces, todos respirábamos un poco más tranquilos porque lo más importante ya se encontraba guardado en lugar seguro hasta que las aguas volvieran a bajar. El monje fue muy amable y salió para agradecernos la ayuda y darnos su bendición… ¿por qué no iba a hacerlo?
¿Por qué, en efecto, tratándose de unos hombres honrados que habían colaborado sin recibir ninguna recompensa a cambio?
—¿No visteis por casualidad —preguntó diplomáticamente Cadfael—, sí entre los dos sacaron algo y lo cargaron en el carro? ¿Antes de que el monje se retirara y os diera su bendición?
Ambos mozos sacudieron la cabeza y se miraron el uno al otro con expresión sombría.
—Nosotros estábamos empujando los troncos a la parte de atrás para que nos fuera más fácil descargarlos. Les oímos salir. Teníamos los brazos ocupados con los troncos. Cuando llegamos al otro carro, Aldelmo estaba allí y nos ayudó a cargarlo mientras el monje se alejaba por el cementerio. No, no sacaron nada que yo sepa.
—Yo tampoco vi nada —dijo Lamberto.
—¿Y alguno de vosotros podría decirme quién fue el monje que llamó a vuestro compañero?
—No —contestaron ambos al unísono.
—Para entonces ya estaba muy oscuro, hermano —añadió amablemente Gregorio—. Y yo sólo conozco por su nombre a unos cuantos, los que todo el mundo conoce.
Era verdad, los nombres de los monjes sólo los conocían sus hermanos en el monasterio; fuera de él eran anónimos, lo cual era en cierto modo una lástima.
—¿Oscuro hasta el extremo de no poder reconocerle si le volvierais a ver? —inquirió Cadfael, haciéndoles la última pregunta—. ¿No podríais reconocerle por el rostro, la complexión, el porte o la forma de caminar? ¿No había nada en él que lo distinguiera?
—Hermano —contestó pacientemente Gregorio—, el monje llevaba la cogulla muy echada sobre el rostro para protegerse de la lluvia y ya os he dicho que estaba todo muy oscuro. No le vimos la cara para nada.
Cadfael lanzó un suspiro, les dio las gracias y ya se disponía a emprender el camino de regreso a través de los empapados campos cuando Lamberto dijo, rompiendo su habitual e impenetrable silencio:
—Pero puede que Aldelmo se la viera.
El día ya estaba muy avanzado y Cadfael tenía que regresar para el rezo de vísperas. La pequeña aldea de Presión se encontraba a menos de un cuarto de legua de su camino, pero, si el tal Aldelmo apacentaba las ovejas en Upton, puede que a aquella hora todavía estuviera allí y no en la casita que tenía en su pequeña parcela de tierra. Habría que esperar al otro día para que hiciera memoria. Cadfael atravesó los bosques de Longner y la pendiente de prados que bajaba hacia el río para regresar a casa. Las aguas ya habían descendido y ya se podría cruzar el vado, aunque todo estaría tremendamente embarrado. La barca sería más agradable y también más rápida. Cuando el taciturno barquero lo dejó en la otra orilla, Cadfael aún tenía un poco de tiempo por delante, por cuyo motivo aminoró un poco el ritmo de sus pasos para recuperar el resuello. En aquel lado del río también tendría que cruzar un bosque antes de llegar a las primeras callejuelas y casitas de la barbacana. La vegetación estaba formada al principio por brezos dispersos, pero después la masa arbórea aumentaba y el camino se estrechaba. Habría que talar algunos árboles para permitir el paso de los jinetes. A aquella hora todavía no había anochecido, pero el cielo estaba nublado, por lo que más de un caminante hubiera tenido dificultades para distinguir el camino y esquivar las ramas. Un buen lugar para secretas emboscadas, actos de violencia y toda suerte de fechorías. Los densos nubarrones del cielo y el siniestro silencio que lo rodeaba eran los culpables de sus negras reflexiones en las que, en realidad, no creía. Sin embargo, no cabía duda de que se estaban cometiendo maldades, pues santa Winifreda había desaparecido o, por lo menos, había desaparecido la prenda que ella le había dejado junto con su bendición, y ésta era la causa de que en su mundo ya no hubiera equilibrio. Era curioso que, sabiendo él dónde estaba realmente la santa, no le hubiera enviado sus mensajes allí con más certeza de ser escuchado que desde el féretro que no contenía sus restos. Y, sin embargo, las respuestas a sus plegarias siempre las había recibido a través de aquel féretro y ahora el viento que hubiera tenido que transmitirle su voz desde Gwytherin había enmudecido.
Cadfael llegó a la barbacana a la altura del recinto de la feria de caballos, enojado en cierto modo consigo mismo por haberse dejado arrastrar hacia un profundo pesimismo en contra de su naturaleza y apuró el paso hacia la garita de vigilancia para regresar al mundo real donde tenía tareas muy concretas que cumplir. Por supuesto que tendría que hablar con Aldelmo de Preston, pero antes tenía que atender a unos ancianos enfermos y a unos jóvenes confusos y trastornados sin olvidarse de cumplir los preceptos de la Regla que había elegido.
No había mucha gente en la barbacana. El tiempo era todavía muy frío y la lobreguez del día había inducido a la gente a regresar corriendo a casa al término de sus actividades cotidianas. Por delante de él y a cierta distancia caminaban dos figuras, una de las cuales cojeaba visiblemente. Cadfael tuvo la vaga sensación de haber visto aquellos anchos hombros y aquel hirsuto cabello, pero la cojera no la recordaba. El otro era más ágil y más joven. Caminaban con las cabezas inclinadas y los hombros encorvados como si estuvieran cansados después de un largo paseo y tuvieran prisa por llegar a su destino. No se sorprendió de que giraran resueltamente hacia la garita de vigilancia de la abadía y de que cruzaran presurosos el gran patio cual si de pronto hubieran recuperado las fuerzas. Otros dos huéspedes, pensó Cadfael, acercándose a su vez a la garita. Un lugar junto a la chimenea y una sustanciosa comida regada con un buen vino los dejará como nuevos.
Ambos se habían detenido junto a la garita del portero y éste acababa de salir a recibirlos cuando Cadfael entró en el patio. Quedaba todavía la suficiente luz como para que éste observara con extrañeza cómo el rostro del portero, habitualmente plácido y cortésmente acogedor, miraba a los visitantes con asombro y preocupación mientras las palabras que estaba a punto de pronunciar se transformaban en un entrecortado jadeo.
—¡Maese Jaime! ¿Cómo…, vos por aquí?… Yo creía… Pero ¿qué os ha ocurrido por el camino? —preguntó el portero, consternado.
Cadfael, que ya había dado unos diez pasos en dirección al rezo de vísperas, se detuvo en seco y dio media vuelta para ver en qué pararía aquel inesperado acontecimiento y examinar con más detenimiento al cojo.
—¿Maese Jaime de Betton? ¿El maestro carpintero de Erluino?
No cabía duda, era el mismo que, más de una semana atrás, había emprendido el camino hacia Ramsey con el carro de la madera, pero ahora cojeaba e iba a pie y había regresado al lugar del que había salido, manchado y magullado, pero no por culpa del camino. Y su acompañante, el mayor de los dos canteros que esperaban encontrar un trabajo estable en Ramsey, llevaba el coleto hecho jirones, la cabeza vendada y un pómulo morado a causa de un golpe.
—¿Que qué nos ha ocurrido por el camino? —repitió tristemente el carpintero—. Pues todo lo malo que os podáis imaginar, salvo el asesinato. Nos han robado unos ladrones y criminales. El carro, la madera y los caballos han desaparecido…, nos han robado la madera y las bestias y sólo por la misericordia de Dios no han acabado con nosotros. Por el amor de Dios, permitidnos entrar y sentarnos un momento. Aquí Martín tiene la cabeza rota, pero ha querido regresar conmigo…
—¡Pasad! —dijo Cadfael, rodeando los hombros del maltrecho carpintero con su brazo—. Venid a calentaros, el hermano portero os servirá un poco de vino mientras yo voy a comunicarle lo ocurrido al padre abad. Vuelvo en seguida, a ver qué se puede hacer con la cabeza del chico. No os preocupéis. ¡Dad gracias a Dios de que hayáis podido salvar el pellejo! Todas las limosnas de Erluino no hubieran podido comprar vuestras vidas.