X
n medio del horrorizado silencio que se produjo, el prior Roberto, con la mano todavía levantada y paralizada, se quedó momentáneamente petrificado mientras su rostro se convertía en una máscara absoluta de incredulidad. El hecho de que una de sus criaturas pudiera cometer un pecado mortal y, por si fuera poco, de carácter violento, ya hubiera sido de por sí un motivo suficiente de asombro; sin embargo, lo que más sorpresa le causó fue que aquel mortal tan manejable hubiera sido capaz de emprender personalmente una acción.
Lo mismo le ocurrió a Cadfael, si bien en su caso se produjo, además, un esclarecimiento. Aquel pobre desgraciado de Jerónimo, pálido y abotagado en su cama tras pasarse el rato vomitando, enfermo y desatendido desde entonces, destrozado y herido tanto en el cuerpo como en el alma a causa del error cometido, resultaba por primera vez totalmente digno de compasión.
Fray Rhun, el más joven de todos y la flor más delicada del rebaño, obedeciendo a un impulso de su naturaleza y sin pedir permiso a nadie, se arrodilló al lado del desventurado y arrepentido Jerónimo, rodeándole los trémulos hombros con su brazo, mientras dirigía confiadamente la mirada hacia el rostro del abad.
—Padre, a pesar de lo que haya podido hacer, está enfermo. ¡Permitidme permanecer con él!
—Haz lo que te dicte tu corazón —contestó Radulfo, contemplando a la pareja con un rostro casi tan pálido como el del prior—, tal como pienso hacer yo. Jerónimo —añadió con férrea autoridad—, levantad la vista y miradme.
Ahora ya era demasiado tarde para retirar la confesión y hacerla en privado, incluso aunque ése hubiera sido el deseo del abad, pues se había hecho en presencia de todos los hermanos y, como miembros de un cuerpo, éstos tenían derecho a participar en la curación de todo lo que se pudiera curar. Todos permanecieron inmóviles y en silencio, contemplando atentamente la escena aunque sin hacer el menor ademán de acercarse. El semicírculo ya casi se había convertido en un círculo completo.
Jerónimo había escuchado las palabras del abad y su tono lo había serenado un poco. La voz de mando le obligó a hacer un esfuerzo. Se había librado de la primera y más pesada de sus cargas. En cuanto levantó la cabeza e hizo ademán de incorporarse, el brazo de Rhun lo sostuvo. Su deformado rostro se fue perfilando gradualmente hasta recuperar las facciones humanas.
—Os obedezco, padre —dijo Jerónimo—. Quiero confesarme y hacer penitencia, pues he cometido el más horrendo de los delitos.
—La penitencia después de la confesión —dijo el abad— es el principio de la sabiduría. Los efectos de la gracia sólo son posibles después de la confesión. Decidnos lo que hicisteis y cómo ocurrió.
La dificultosa revelación duró un buen rato mientras Jerónimo, destrozado y encogido, permanecía acurrucado en el generoso y flexible brazo de Rhun cuyo radiante y silencioso rostro contrastaba dolorosamente con el suyo. La variedad humana era tremendamente amplia.
—Padre, cuando se supo que las reliquias de santa Winifreda se habían colocado junto con la madera en el carro que había partido hacia Ramsey y ya no tuvimos ninguna duda acerca de cómo había ido a parar allí, pues todos nosotros sabíamos que sólo había podido ser él, surgió en mí la cólera contra el ladrón que se había atrevido a cometer semejante ultraje contra la santa y semejante ofensa contra nuestra casa. Y, cuando me enteré aquella noche de que había pedido y obtenido permiso para ir a Longner, temí que se nos escapara, ya fuera ausentándose o bien huyendo tras haber comprendido que la justicia todavía podía apresarle. No pude soportar la idea de que huyera. ¡Confieso que le odiaba! Pero os aseguro, padre, que no tenía la menor intención de matarle cuando salí para esperarle en el camino por el que yo sabía que tenía que regresar. No tenía ninguna intención de cometer un acto de violencia. En realidad, no sabía muy bien lo que iba a hacer…, tal vez enfrentarme con él, acusarle y hacerle comprender que ardería en el fuego del infierno si no confesaba su pecado y pagaba el precio de su culpa.
Mientras Jerónimo hacía una pausa para recuperar el resuello, el abad aprovechó para preguntar:
—¿Fuisteis allí con las manos vacías?
La pregunta tenía mucha intención, pero Jerónimo, en medio de su angustia, ni siquiera se dio cuenta.
—¡Por supuesto, padre! ¿Qué queríais que llevara?
—¡No importa! Seguid.
—Padre, ¿qué otra cosa os puedo decir? Cuando oí que alguien bajaba por el camino entre los arbustos, pensé que sólo podía ser Tutilo. No sabía por qué camino vendría el otro joven; sólo sabía que éste ya habría venido en vano y se habría vuelto a marchar, tal como quería que hiciera el ladrón. El joven bajaba alegremente por el camino, silbando melodías profanas. Estaba cometiendo un pecado tras otro, pensé, y tomándose a la ligera los asuntos de este mundo…, no pude resistirlo. Recogí una rama caída y, cuando pasó por mi lado, le golpeé la cabeza. Cayó al suelo atravesado en el camino —dijo Jerónimo entre sollozos— y la cogulla que le cubría la cabeza le resbaló hacia atrás. ¡No movía tan siquiera una mano! Me acerqué, me arrodillé a su lado y entonces le vi la cara. A pesar de la oscuridad, fue suficiente. ¡Aquél no era mi enemigo, ni el enemigo de la santa ni el ladrón! ¡Y yo lo había matado! Entonces le dejé allí…, mareado y tembloroso, le dejé allí y me escondí, pero él me persigue en todo momento desde entonces. Confieso mi horrendo pecado, me arrepiento amargamente y lamento el día y la hora en que levanté la mano contra un inocente. ¡Pero soy un asesino!
Dicho lo cual, Jerónimo inclinó la cabeza y ocultó el rostro. Sus desgarradores sollozos se mezclaban con sonidos entrecortados, pero ya no dijo nada más. Y Cadfael, que había abierto la boca para proseguir el relato de la historia desde el lugar donde el desdichado vengador la había interrumpido, la volvió a cerrar de inmediato y optó por guardar silencio. Jerónimo había dicho sin duda todo lo que sabía y aunque el peso que soportaba fuera superior al que le correspondía, no le haría daño soportarlo un poco más. La frase «El hermano entregará al hermano a la muerte» se podía aplicar a Jerónimo, pues, aunque no hubiera matado, había entregado a Aldelmo a la muerte. Sin embargo, si lo ocurrido a continuación también fuera obra de un monje, cabía la posibilidad de que el asesino estuviera presente allí en aquellos momentos. ¡Mejor no decir nada! Que pensara que aquella solución ofrecida de buena fe por Jerónimo había sido aceptada por todos sin discusión y que él estaba totalmente a salvo. A veces, los que se creen libres de cualquier peligro se descuidan y cometen imprudencias que los pueden traicionar. En privado y sólo a los oídos del abad, la verdad se tendría que revelar. Jerónimo había cometido una locura, pero no tan grave como la que él y todos los demás creían. Que pagara su culpa, pero no la de un criminal mucho más frío y perverso que él.
—Vuestra confesión es en verdad terrible —dijo el abad en tono profundamente apenado—, no se puede comprender ni valorar fácilmente y por desgracia, no tiene remedio. Necesito, como sin duda lo necesitan todos los presentes, tiempo para rezar y meditar antes de poder hacer la debida justicia. Además, el asunto rebasa mis atribuciones, pues se trata de un asesinato y la justicia del rey tiene derecho a conocer la identidad de un asesino confeso, aunque no se haga cargo inmediatamente de él.
Jerónimo ya no tenía ánimos para oponer resistencia a cualquier cosa que se hiciera o decretara contra él. Vacío y exhausto, estaba dispuesto a aceptar lo que fuera. La zozobra y la consternación que había provocado entre sus hermanos seguiría resonando entre ellos como un eco durante algún tiempo y, entre tanto, el causante del mal se iría hundiendo progresivamente en la desolación y el dolor.
—Padre —dijo humildemente Jerónimo—, me someto a cualquier castigo que se me quiera imponer. No quiero ser absuelto de mi culpa. Deseo pagar por entero todos mis pecados.
No cabía dudar de la intensidad de su sufrimiento. Cuando Rhun le prestó amablemente su brazo para que se levantara del suelo, permaneció inmóvil, aferrándose desesperadamente a la humildad.
—Padre —añadió—, dejad que, en mi desconsuelo, me oculte de las miradas de los hombres…
—Tendréis la soledad que buscáis —dijo el abad—, pero os prohíbo la desesperación. Es demasiado pronto para pedir consejo y para juzgar, pero nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para la oración, si el arrepentimiento es sincero. —Sin apartar los ojos de la desdichada criatura que permanecía de rodillas en el suelo cual si fuera un pájaro aplastado y encogido, el prior añadió—: Haceos cargo de él y alojadle debidamente. Y ahora, retiraos todos, consolaos y reanudad vuestras tareas. En todo momento y circunstancia, tenemos que cumplir nuestros votos.
El prior Roberto, sumido todavía en un pétreo silencio y sin haber logrado recuperar su estudiada dignidad habitual, acompañó a su destrozado colaborador a la segunda celda penitenciaria y fue la primera vez, que Cadfael recordara, que ambas estaban simultáneamente ocupadas. El sereno y apacible viceprior Roberto envió a los demás monjes a sus actividades habituales y poco después al refectorio para el almuerzo del mediodía, consiguiendo con su calma un tanto lerda tranquilizar a las ovejas de su rebaño hasta tal punto que, cuando éstas fueron a lavarse las manos antes de comer, ya habían recuperado su habitual apetito.
Erluino se había abstenido juiciosamente de intervenir en el asunto, tras haber logrado restablecer en parte el honor de Ramsey y la penosa turbación de Shrewsbury. Gustosamente aceptaría la prometida ofrenda del conde y se retiraría a su monasterio, aunque mejor no imaginar el castigo que le impondría a Tutilo en cuanto regresara allí. No era un hombre muy dado a olvidar y perdonar.
La retirada del campo de batalla del inquieto, escrupuloso e inteligente Roberto Bossu fue, tal como cabía esperar, un modelo de consideración y tacto, tras un breve intercambio de palabras en voz baja con el abad Radulfo y una rápida mirada a sus dos escuderos, los cuales comprendían el significado de una sola ceja enarcada o el esbozo de una sonrisa. El conde sabía cuándo hacer uso de su condición y cuándo y cómo atemperar su brillo para pasar inadvertido entre una multitud.
Fray Cadfael esperó una ocasión propicia para acercarse al hombro del abad al salir del coro.
—¡Padre, permitidme una palabra! Hay que añadir algo más a esta historia, aunque no en público, de momento.
—¿No habrá mentido además de asesinado? —preguntó el abad sin volver la cabeza, hablando también en voz baja para que sólo le oyera Cadfael.
—Ni lo uno ni lo otro, padre, si lo que yo creo es cierto. Él ha dicho todo lo que sabe y lo que cree saber y yo estoy seguro de que no ha omitido nada. Pero hay ciertas cosas que ignora y cuyo conocimiento mejorará en cierto modo una situación que, a pesar de todo, sigue siendo bastante oscura. Concededme audiencia y juzgad después lo que se debe hacer.
Radulfo se había detenido, aunque sin mirar a su alrededor. Esperó hasta que el último monje cruzó en sobrecogido silencio el claustro y siguió con la mirada el revoloteo de la capa carmesí de Roberto Bossu mientras éste atravesaba el patio, seguido de sus dos servidores.
—¿Decís que hasta ahora sólo hemos oído la mitad de la historia…, y que lo peor todavía no se ha dicho? El mozo yace decorosamente en su ataúd y hoy su sacerdote vendrá a recogerlo para darle sepultura en Upton entre los suyos. No quisiera demorar su partida.
—No será necesario —dijo Cadfael—. El difunto ya me ha dicho todo lo que me podía decir. Por nada del mundo quisiera apartarle de su descanso. Lo que tengo que añadir, a pesar de que ya descubrí las pruebas en el cuerpo y en el lugar donde fue encontrado, no lo había comprendido claramente hasta ahora. Todo lo que yo vi lo vio también Hugo Berengario, pero sólo después de las revelaciones de esta mañana, he conseguido ordenar las piezas del rompecabezas.
—En tal caso —dijo Radulfo tras una breve pausa—, antes de que sigamos adelante, creo que Hugo debería asistir a la reunión. Necesito su consejo de la misma manera que él quizá necesitará el vuestro y el mío. Los hechos ocurrieron fuera de nuestras murallas y rebasan mis atribuciones, aunque es posible que el criminal esté bajo mi jurisdicción. La Iglesia y el Estado deben respetarse y colaborar en estos tiempos tan aciagos que nos ha tocado vivir, pues, aunque seamos dos estamentos, la justicia tiene que ser una sola. Cadfael, ¿queréis ir a la ciudad y pedirle a Hugo que venga aquí esta tarde? Entonces escucharemos todo lo que vos tengáis que decirnos.
—Con mucho gusto lo haré —dijo Cadfael.
—Y ahora —dijo Hugo a la hora del almuerzo—, ¿vamos a tener que aceptar los prodigios que se han producido esta mañana? ¿Queréis que me crea que todas las respuestas han sido tan acertadas como si vos hubierais repasado previamente los Evangelios, marcando los lugares correspondientes para atrapar a cada uno de los participantes? ¿Seguro que no lo habéis hecho?
Cadfael sacudió enérgicamente la cabeza.
—Yo no me inmiscuyo en los asuntos de mi santa. Juego limpio y os juro que ellos también jugaron limpio, pues no vi en las páginas ninguna señal ni muesca que pudiera servir de guía cuando tomé el libro y lo examiné antes de que llegaran los demás. Lo abrí, obtuve la respuesta, empecé a pensar y vi con toda claridad lo que antes me había pasado inadvertido. Sólo se me ocurre pensar que fue la santa quien me habló.
—¿Y los oráculos que hubo a continuación? Ramsey no sólo rechazado sino también denunciado… ¡Debió de ser muy duro para Erluino! En cambio, en el caso del conde Roberto, ¡la santa quiso burlarse de él con una paradoja! Me parece muy bien, aunque es una lástima que él no tenga la clave que se necesita para interpretarla, pues sin duda le hubiera encantado. Y después lo de Shrewsbury. «No sois vosotros quienes me habéis elegido a mí sino que yo os he elegido a vosotros». Lo considero una advertencia, más que un reconocimiento. Ella os ha elegido y también puede abandonaros si quiere. Por consiguiente, es mejor que estéis en guardia en el futuro, pues no permitirá que otro trastorno semejante altere las normas que ella ha establecido. Me atrevo a suponer que la advertencia va dirigida especialmente al prior Roberto, el cual cree que él la eligió y se considera su propietario. Confío en que haya captado la indirecta.
—Lo dudo —dijo Cadfael—. La recibió como si fuera una aureola.
—Y después, las páginas que pasaron solas para llegar finalmente al mismo lugar. ¡Demasiados milagros para una sola mañana, Cadfael!
—Los milagros —sentenció Cadfael— pueden ser a veces una simple manipulación divina de circunstancias ordinarias. ¿Por qué no? En cuanto al último oráculo, el libro estaba abierto y unas ráfagas de viento que penetraron a través del pórtico sur agitaron las páginas, haciéndolas pasar de Juan a Mateo. Es cierto que no entró nadie, pero yo creo que alguien debió de levantar la aldaba y abrir la puerta y que después, al oír unas voces en la iglesia, se retiró y la volvió a cerrar para no molestar. Del viento no cabe dudar porque todos lo notaron. Después, el movimiento de las páginas cesó porque unos pétalos y un capullo de ciruelo silvestre de los que yo había recogido cayeron entre las páginas desde mi manga o mi cabello cuando yo cerré el libro. El pequeño obstáculo no fue suficiente para influir en las sortes cuando los distintos participantes abrieron ceremoniosamente el libro con ambas manos y separaron las páginas, señalando una frase con un dedo. En cambio, cuando el viento empezó a pasar las páginas, las flores de ciruelo silvestre fueron suficientes para detener el movimiento en aquel lugar. Aun así, ¿os atreveríais a considerarlo una pura casualidad? Ahora que lo pienso —añadió Cadfael, sacudiendo la cabeza mientras su mente se debatía entre la duda y la convicción—, el viento ya había cesado cuando la última página se detuvo. Vi cómo pasaba muy despacio antes de detenerse. El aire alrededor del altar estaba absolutamente inmóvil. Las velas se mantenían totalmente enhiestas y en sus llamas no se advertía el menor temblor.
Aline había estado escuchando atentamente el coloquio sin decir ni una sola palabra. Se la veía un tanto lejana y misteriosa, pensó Cadfael, como si una parte de su ser estuviera en algún distante y placentero lugar mientras sus ojos azules se posaban en su marido y en el amigo de éste con sagaz inteligencia, siguiendo los comentarios con la misma cariñosa indulgencia con la cual una madre vigila a sus hijos.
—Mi señora —dijo Hugo, mirándola con una resignada sonrisa—, se está burlando de nosotros, como de costumbre.
—No —dijo Aline, poniéndose repentinamente muy seria—, lo que ocurre es que el paso desde las cosas normales y corrientes a lo milagroso me parece tan sencillo y natural que me asombra que os sorprendáis o que tan siquiera os toméis la molestia de buscarle una explicación razonable. Si fuera razonable, no podría ser milagroso, ¿no os parece?
En la sala del abad encontraron no sólo a Radulfo sino también a Roberto de Leicester. Tras los saludos de rigor, el conde, con su habitual y discreta cortesía, hizo ademán de retirarse.
—Tenéis que discutir unos asuntos que no entran dentro de mi jurisdicción y competencia y no os los quisiera complicar. El señor abad ha tenido la gentileza de hacerme partícipe de los hechos pertinentes, pues yo he sido testigo de lo que ocurrió esta mañana, pero ahora tenéis que hacer otras averiguaciones, si no me equivoco. Yo he perdido el derecho a reclamar a la santa —añadió, encogiéndose de hombros con una sonrisa— y ahora debo retirarme.
—Mi señor —dijo Hugo jovialmente—, la paz del rey que nosotros nos esforzamos en mantener y conservar, es un asunto que os compete y vuestra experiencia es muy superior a la mía. Si el señor abad está de acuerdo, os ruego que os quedéis aquí y nos permitáis beneficiarnos de vuestro consejo. Hay que examinar una cuestión relacionada con el asesinato y eso es un asunto que incumbe a cualquiera que tenga una vida que conservar o perder.
—¡Quedaos con nosotros! —dijo Radulfo—. Hugo tiene razón, necesitamos vuestro consejo.
—Y yo tengo tanta curiosidad humana como el que más —reconoció el conde, volviendo gustosamente a sentarse—. El abad me ha dicho que hay algo más que añadir a lo que nos ha sido revelado esta mañana. Supongo, señor, que ya os habrán informado de lo ocurrido.
—Cadfael me ha contado cómo se han desarrollado las sortes —dijo Hugo—, me ha hablado de la confesión de fray Jerónimo y me ha asegurado que tanto él como yo, a través de lo que vimos en el lugar de los hechos, podemos añadir algo más a lo que sabe el propio Jerónimo.
Cadfael se acomodó al lado de Hugo sobre los cojines del banco adosado a una de las paredes revestidas de madera en la oscura sala del abad. Al otro lado de la ventana la luz era todavía muy clara, pues los días ya se estaban alargando. La primavera ya no estaba muy lejos cuando los espinos de las franjas de tierra sin arar que bordeaban los campos de cultivo pasaban del negro al blanco hasta parecer unos ventisqueros.
—Fray Jerónimo ha dicho la verdad que él conoce, pero ésa no es toda la verdad. Ya visteis que no estaba en condiciones de ocultar nada y nada ocultó. Tal como vos recordaréis, padre, nos dijo que había estado aguardando al borde del camino. Y eso fue lo que hizo, pues nosotros descubrimos un lugar entre los arbustos donde la hierba aparecía pisoteada y aplanada por sus pies. Dijo también que había recogido una rama caída y que, cuando el pastor bajó por el camino, le asestó un golpe que le hizo resbalar la capucha de la cabeza hacia atrás y le dejó sin sentido en el suelo. Todo eso es cierto y Hugo os lo puede confirmar. La rama estaba donde él la había arrojado. Parcialmente podrida hasta el punto de que se rompió cuando él descargó el golpe, aunque su peso fue suficiente para dejar al mozo aturdido. El cuerpo yacía tal como Jerónimo dijo, atravesado en el sendero y con la capucha caída hacia atrás, dejándole la cabeza y el rostro al descubierto. Jerónimo dice que, al percatarse de lo que había hecho y creyendo haber cometido un asesinato, huyó y regresó aquí para esconderse. Así lo hizo y es cierto que estaba enfermo, pues fray Ricardo, extrañado de que no hubiera asistido al rezo de completas, le encontró pálido y tembloroso en su cama. Él se limitó a decirnos que estaba indispuesto y yo le administré unos remedios. Ahora ha confesado que sólo descargó un golpe y yo estoy convencido de que no miente.
—Ciertamente —dijo Radulfo, frunciendo el ceño con aire pensativo—, no nos habló para nada de ningún otro ataque. No creo que nos haya ocultado nada.
—Ni yo tampoco, padre. Ha vivido entre nosotros como un enfermo desde aquella noche, horrorizado por su acción. Aquel golpe quedó confirmado a través del examen que yo le hice a la cabeza de Aldelmo. En la nuca había una pequeña mancha de sangre y, en la áspera textura de la lana, encontré unos restos de la rama rota. El golpe en la parte posterior de la cabeza pudo dejarle un rato sin sentido, pero en modo alguno le pudo romper el cráneo y tanto menos matarlo. ¿Qué opináis vos, Hugo?
—Opino que más tarde la cabeza le hubiera dolido muchísimo, pero nada más —contestó inmediatamente Hugo—. Diré más. No pudo dejarle sin sentido más allá de un cuarto de hora como máximo. Fue quizá lo peor que le podía haber hecho Jerónimo, pero no suficiente para causarle un grave daño.
—Eso digo yo también, Dice que descargó el golpe, se agachó para mirar, comprendió su error y huyó de allí. Y yo le creo.
—Dudo que tuviera el atrevimiento de mentir —terció el conde—. Da la impresión de no ser muy audaz en condiciones normales y creo que hoy estaba muy impresionado por el veredicto de los Evangelios. Y, sin embargo, él está seguro de haber cometido un asesinato.
—Huyó horrorizado —dijo Cadfael— y después se enteró de que Tutilo había encontrado al muerto y había informado del hallazgo. ¿Qué otra cosa hubiera podido pensar?
—A pesar de las dudas —dijo el abad en tono cansado—, ¿no os parece que tenemos que seguir pensando lo mismo? ¿Cómo podemos estar seguros de que el que dio comienzo a una empresa tan horrible no se quedó para terminarla?
—No podemos estar absolutamente seguros de nada hasta que no estemos seguros de todo y se conozcan todos los detalles. Pero yo creo que él nos ha dicho toda la verdad de lo que sabe. Lo que ocurrió a continuación fue algo muy distinto. Hugo lo recordará y confirmará mis palabras.
—Lo recuerdo muy bien —dijo Hugo.
—Unos cuantos pasos más abajo encontramos un montículo de piedras cubiertas de musgo y líquenes. En la parte superior de la loma hay unas formaciones de piedra caliza que, en algunos lugares, afloran a la superficie y llegan incluso hasta los árboles de abajo. La piedra superior de aquel montículo, a pesar de haber sido vuelta a colocar cuidadosamente en su sitio, mostraba una alteración en el musgo y los líquenes que la mantenían unida a las demás. Era muy grande y tuve que tomarla con ambas manos cuando la levanté. En su áspera parte inferior había sangre. Casi no se veía cuando la piedra estaba colocada en su sitio, pero los restos eran inconfundibles. Tomamos la piedra para examinarla con más detenimiento y comprendimos sin el menor asomo de duda que había sido el instrumento de la muerte. De la misma manera que la sangre de Aldelmo se estaba secando en la piedra, en sus heridas descubrimos fragmentos de líquenes y residuos de piedra. Le habían aplastado la cabeza y la piedra había sido vuelta fríamente a colocar en su montículo. A no ser que la hubieran examinado con mucho cuidado, no se hubiera notado que alguien la había movido. En cuestión de apenas una semana, la acción de la intemperie y el desarrollo de la vegetación hubieran vuelto a sellar los bordes que traicionaban su uso. Y ahora yo me pregunto si Jerónimo hubiera sido capaz de semejante acción. Arrancar una pesada piedra, golpear la cabeza de un hombre que yacía sin sentido en el suelo y después volver a dejar tranquilamente la piedra en su sitio. Ya me extraña que tuviera el valor de tomar la rama y descargar con ella un golpe lo bastante fuerte como para dejar a un hombre aturdido y que la fuerza del golpe rompiera la rama a pesar de que ya estaba medio podrida. Recordad que entonces, según sus propias declaraciones, se agachó para examinar a su víctima y entonces descubrió que había atacado al hombre que no debía. Con Aldelmo no tenía ninguna cuenta pendiente. Y recordad también que nadie le había visto y nadie tenía conocimiento de que hubiera abandonado la abadía. Hizo lo que cualquier hombre atemorizado hubiera hecho. Huir y esconderse en la comunidad donde todos le conocían y respetaban y nadie hubiera adivinado jamás que había sido el autor de semejante acción.
—O sea que vos estáis diciendo claramente que hubo dos asesinatos —dijo el conde Roberto tras haber escuchado a Cadfael en atento silencio—, por lo menos en potencia, y que este desventurado monje, al ver que había atacado al hombre que no debía, no hubiera tenido ningún motivo para causarle ulteriores daños.
—Eso es lo que yo creo —dijo Cadfael.
—¿Y vos, mi señor gobernador?
—Por lo que sé de Jerónimo —contestó Hugo—, yo también lo interpreto así.
—Pues entonces eso quiere decir según vos —dijo el conde—, que el hombre que terminó el trabajo fue alguien que sí tenía motivos para desear la desaparición de Aldelmo antes de que éste llegara a la garita de vigilancia de la abadía. Alguien que no quería matar a Tutilo sino a Aldelmo. Sabía quién era, pues la capucha le había resbalado hacia atrás al caer, y se encargó de que no llegara a la abadía. Esta vez no hubo ningún error, le conocían bien y lo mataron, no confundiéndole con otro, sino sabiendo muy bien quién era.
Se hizo un profundo silencio mientras los reunidos se miraban entre sí, sopesando las posibilidades. Después, el abad Radulfo dijo muy despacio:
—Es lógico. El rostro se veía con toda claridad, aunque Jerónimo tuvo que arrodillarse para examinarlo, pues la noche estaba muy oscura. Pero si él lo pudo distinguir y reconocer, también debió de poder el otro.
—Hay otra cuestión —dijo Hugo—. A juzgar por el golpe que había recibido en la cabeza, dudo que Aldelmo permaneciera sin sentido más de un cuarto de hora. Quienquiera que lo matara, lo debió de matar dentro de este breve espacio de tiempo, pues no se advertía la menor señal de movimiento. Si el cuerpo se movió al recibir el segundo golpe fatal, debió de ser tan sólo una breve convulsión. El asesino debía de andar muy cerca y puede que fuera testigo de la primera agresión. No cabe duda de que se plantó allí en muy poco tiempo. Padre, ¿habéis liberado a Tutilo? —preguntó de pronto.
—Todavía no —contestó Radulfo sin sorprenderse, pues había comprendido claramente el significado de la pregunta de Hugo—. Es mejor que no nos demos prisa. Habéis hecho bien en recordárnoslo. Tutilo bajó por aquel mismo camino y encontró al muerto. A no ser…, a no ser que entonces Aldelmo todavía estuviera vivo. Sí, Tutilo pudo ser el que terminara lo que Jerónimo había empezado.
—Él me dijo, tal como creo que os dijo a vos —añadió Hugo—, que en la oscuridad no vio quién era el muerto. En caso de que el asesino hubiera estado allí antes que él, lo que dijo es verdad. Incluso de día no supimos quién era hasta que Cadfael le devolvió el rostro hacia la luz. Él mismo os explicó, padre abad, que pasó la mano por el destrozado lado izquierdo de la cabeza del muerto. Todo eso, su expresión, el tono de su voz, el frío horror que lo envolvía, el temblor de su cuerpo al hablar, me sonó a verdadero. Y, sin embargo, también podría ser verdad que pasó por allí a los pocos minutos de la huida de Jerónimo, encontró al pastor simplemente aturdido, se agachó y lo identificó, pues entonces la identificación era posible, y le mató, corriendo después a la ciudad para presentarse ante mí y librarse de este modo de la sospecha.
—Ninguno de los dos sospechosos parece capaz de haber cometido el atroz asesinato, aplastando la cabeza de un hombre con una piedra —dijo el conde en tono pausado—, aunque nunca se sabe lo que es capaz una persona en una situación desesperada. Pero eso de tener después la sangre fría y la astucia de volver a colocar la piedra en su sitio para borrar las huellas…, eso no se nos hubiera ocurrido a casi nadie. Bueno, ahora los tenéis a los dos bien custodiados y no hay ninguna prisa.
—Hay que tener en cuenta también la cuestión de la hora —dijo Cadfael—. Vos me dijisteis, Hugo, que el servidor del cura de Upton declaró haberse despedido de Aldelmo en Preston desde donde Aldelmo se dirigió al embarcadero.
—Se despidieron sobre las seis —confirmó Hugo—. Desde allí, cruzando el río, debió de tardar media hora todo lo más en llegar al lugar donde le tendieron la emboscada. El barquero ha dicho lo mismo. Hacia las seis y media como muy tarde llegó al lugar donde lo mataron. Si me pudierais demostrar con toda claridad dónde estuvo Tutilo hasta pasada esa hora, podríamos excluirle de la lista y olvidarnos de él.