VII

l entrar de nuevo en la sala del abad, Cadfael tuvo la sensación de que la batalla aún no se había iniciado y de que las trompetas de guerra se estaban afinando para el comienzo. Radulfo conservaba su juiciosa calma acostumbrada y la despejada frente del conde se mostraba relajada y benigna, aunque nadie hubiera podido adivinar lo que estaba tramando la privilegiada mente que había detrás; en cambio, el prior Roberto y el viceprior Erluino permanecían sentados con la espalda muy erguida y la columna vertebral totalmente rígida mientras sus refinados rostros de aceradas facciones evitaban mirarse directamente y mantenían los ojos perdidos en la distancia como si estuvieran considerando con magistral frialdad la cuestión que se estaba debatiendo.
—Dejando aparte el asunto del asesinato, sobre el cual carecemos todavía de pruebas —dijo Erluino—, no cabe duda de que la historia del mozo es cierta. Eso fue un robo santo. Hizo lo que la santa le pedía.
—Me resulta un poco difícil dejar aparte el asunto del asesinato —replicó Radulfo con cierta nota de frialdad en la voz—. Creo, por el contrario, que es algo que tiene precedencia sobre cualquier otra cosa. Hugo, ¿qué podéis decir vos del muchacho? Ahora nos ha dicho lo que temía que el muerto nos pudiera decir. Con eso ya no le queda ningún motivo para matar.
—Bueno —contestó Hugo—. Tenía un motivo, según él mismo ha confesado, y nosotros no conocemos a nadie que lo tuviera. Cabe la posibilidad de que matara y, tras cometer el asesinato, buscara la forma de borrar lo que había hecho. Digo que cabe la posibilidad…, pero nada más. Acudió directamente al castillo, pero estaba muy trastornado y agitado, como es lógico que estuviera, tanto si era culpable como si no. Hoy debo decir que se ha comportado como si fuera totalmente inocente y ha dado muestras de emoción, compasión y paciencia en el servicio. Si todo eso lo ha hecho para disimular su culpa, significa que su audacia, inteligencia y astucia son superiores a lo que cabría esperar de una persona de sus años, como yo efectivamente creo, por lo que es muy posible que haya tenido el atrevimiento de actuar con doblez.
—En tal caso —dijo Radulfo, frunciendo el ceño con expresión pensativa—, ¿por qué presentarse ahora ante mí y confesar precisamente aquello de lo cual el testigo lo hubiera podido acusar?
—Porque no se había dado plenamente cuenta de que la sospecha seguiría recayendo sobre él y que, encima, sería una sospecha de asesinato. En tal caso, mejor aceptar los castigos que pudiera imponerle la Iglesia por robo y engaño, por muy duros que éstos fueran, que caer en las manos de la ley secular, de mi ley donde el asesinato se castiga con la horca —contestó Hugo con gran firmeza—. Declarándose culpable de una cosa, podía evitar la sospecha sobre otra de carácter mucho más grave…, le creo lo bastante astuto como para hacer una elección y lo bastante audaz como para reafirmarse en ella. El padre Erluino probablemente le conoce mucho mejor que nosotros.
Sin embargo, Cadfael estaba seguro de que Erluino no conocía a su Tutilo en absoluto y seguramente nunca había tenido una idea demasiado clara de lo que pasaba por la mente de ninguno de sus novicios, precisamente porque no les prestaba la menor atención. El comentario, tal vez intencionado, de Hugo le había colocado en una situación embarazosa. Su intención sería sin duda la de distanciarse y distanciar a Ramsey de la posibilidad de haber dado cobijo a un asesino, pero, mientras existiera la posibilidad de obtener algún provecho del robo, tanto si éste fuera santo como si fuera impío, le interesaría conservar las apariencias y dar a entender que valoraba y creía en el robo.
—Fray Tutilo no había estado bajo mi especial cuidado antes de este viaje —dijo cautelosamente—, pero siempre me pareció un joven devotamente entregado a nuestra casa de Ramsey. Dice que recibió la inspiración mientras rezaba reverentemente a la santa y tengo motivos sobrados para creerle, pues son cosas que suelen ocurrir y sería una presunción por nuestra parte burlarnos de ellas.
—Estamos hablando de un asesinato —dijo severamente Radulfo—. Y, con toda sinceridad, aunque aborrezco tener que decir de algún hombre que es capaz de matar, tampoco me atrevo a decir que es totalmente incapaz de tal cosa. El chico estuvo en aquel camino según su propia confesión y tenía motivos para querer librarse del hombre que podía acusarlo, por más que después lamentara su acción. Eso es lo que podemos decir en contra suya. En su favor podemos decir que se presentó inmediatamente ante la autoridad para informar de la muerte y después se presentó ante nosotros y nos refirió la misma historia. ¿No os parece que, si hubiera sido culpable, hubiera regresado directamente a casa sin decir ni una sola palabra y hubiera dejado que otro descubriera al muerto y diera la voz de alarma?
—Nos hubiera podido causar extrañeza su estado —dijo categóricamente Roberto—. El gobernador ha dicho que estaba muy alterado. Después de semejante acción, no es fácil mostrarse serenos y tranquilos en presencia de los demás.
—O después del descubrimiento de semejante acción —dijo Hugo, procurando ser justo.
—Cualquiera que sea la verdad —terció el conde—, ahora lo tenéis a buen recaudo y sólo es cuestión de esperar. Si tiene cosas más graves que revelar, es posible que lo averigüéis a través de sus propias palabras. Dudo que tenga aguante suficiente para soportar un largo período de confinamiento. Si no añade nada más a lo dicho al cabo de unas cuantas semanas, podéis dar por sentado que no tiene nada más que añadir.
Parecía un criterio acertado, pensó Cadfael, escuchando respetuosamente las palabras del conde. ¿Qué podía ser más deprimente y más difícil de soportar para un joven que el hecho de permanecer confinado en una pequeña celda de piedra cerrada bajo llave, con sólo un estrecho catre, un escritorio para leer, un crucifijo en la pared por única compañía y media docena de baldosas de piedra para hacer ejercicio? Tutilo había entrado en ella hacía apenas media hora con evidente alivio y placer e incluso había escuchado el rumor de la llave en la cerradura sin el menor estremecimiento. La cama ya era un regalo de por sí. Aunque fuera dura y estrecha, el tamaño era suficiente para él y le permitiría descansar debidamente. Pero si le dejaran unos diez días encerrado allí dentro, cabía la posibilidad de que confesara sus secretos a cambio del aire del patio y de la música del oficio divino.
—No tengo tiempo para quedarme esperando aquí —dijo Erluino—. Mi misión es llevar a Ramsey los donativos que me han sido entregados, por lo menos gracias a la buena voluntad de Worcester y Evesham. A no ser que el brazo secular presente alguna acusación contra Tutilo, me lo tendré que llevar. Si ha cometido algún delito contra el código canónico o la Regla de la orden, es Ramsey quien deberá castigarlo. Su propio abad deberá asumir la responsabilidad de hacerlo. Pero, con la venia de todos los presentes, me opongo a la opinión según la cual ha cometido un delito en lo tocante al traslado del relicario de santa Winifreda, padre abad. Repito que eso fue un robo santo, emprendido con toda reverencia en cumplimiento de un deber. La propia santa se lo inspiró. De no haberlo querido así, ella jamás hubiera permitido que ocurriera.
—Temo cruzar mi espada con la vuestra —dijo Roberto Bossu con el más dulce y razonable tono de voz que imaginar cupiera, apoyando el hombro más alto contra el revestimiento de madera de la pared que tenía a su espalda—, pero debo señalar que la santa no permitió que ocurriera. El carro que la transportaba fue atacado y robado por unos malhechores en un bosque de mis dominios y ella se detuvo a descansar en mis tierras.
—Eso fue obra de la maldad de los hombres —replicó Erluino con un destello de furia en los ojos.
—Vos mismo habéis reconocido que el poder de la santa es capaz de vencer la maldad de los hombres perversos. Si no consideró oportuno impedir sus acciones, debió ser porque éstas le eran útiles para sus propósitos. Permitió que la sacaran de Shrewsbury y permitió el asalto de los malhechores. Se detuvo a descansar en mis bosques y la condujeron al refugio de mi casa. Según vuestros propios argumentos, padre, todo eso tiene que haber ocurrido porque ella lo quiso.
—Quisiera recordaros a los dos —dijo cortésmente el abad— que, si santa Winifreda ha actuado en todo momento de acuerdo con sus propios deseos y nos los ha impuesto a nosotros, pobres mortales, ahora ella se encuentra de nuevo en su altar de nuestra iglesia. Eso tendría que ser el final de todas las disputas, pues la santa está donde desea estar.
El conde esbozó una encantadora sonrisa rebosante de astucia.
—No, padre abad, esto último ha sido otra cosa. La santa se encuentra otra vez aquí porque yo, teniendo una reclamación que hacer, pero respetando en justicia otras reclamaciones, la he conducido de nuevo a Shrewsbury, donde se inició su controvertida odisea, para que ella misma elija dónde quiere descansar. Nunca manifestó la menor intención de abandonar mi capilla donde se respetaba su descanso. Yo la he traído voluntariamente y, por consiguiente, no desisto de reclamarla. Vino a mí y yo la recibí. Si ella lo desea, me la llevaré a mi casa y le ofreceré un altar tan suntuoso como el vuestro.
—Mi señor —dijo el prior Roberto, reprimiendo a duras penas su indignación—, vuestro argumento no se sostiene. De la misma manera que los santos pueden utilizar incluso a las criaturas de mala voluntad para sus propios fines, también se sirven de la buena voluntad allí donde la encuentran. El hecho de que la hayáis conducido al hogar que ella misma se escogió, no significa que vos tengáis más méritos para reclamarla, aunque tal acción os honre infinitamente. Santa Winifreda es feliz aquí desde hace más de siete años y ha regresado a esta casa que ya no abandonará.
—Sin embargo —replicó Erluino, ardiendo de rabia—, le hizo saber a fray Tutilo que se compadecía de las penalidades de Ramsey y deseaba socorrernos en nuestra necesidad. No podéis ignorar que ella quiso emprender el camino y acudir en nuestro auxilio.
—Los tres estamos muy convencidos —dijo el conde con irritante serenidad y consideración—. ¿No os parece que deberíamos someter la decisión a algún asesor neutral y aceptar su veredicto?
Se produjo un profundo y siniestro silencio. Después Radulfo dijo con comedida autoridad:
—Ya tenemos un asesor. Que la propia santa Winifreda manifieste abiertamente su voluntad. Fue una dama de gran erudición en sus últimos años. Explicaba el sentido de las Sagradas Escrituras a sus monjas y nos lo explicará también ahora a sus discípulos. En la ceremonia de consagración de los obispos, el vaticinio acerca de su ministerio se hace colocando los evangelios sobre sus hombros y abriendo el libro para leer un pasaje al azar. Colocaremos las sortes biblicae sobre el relicario de la santa y tened por cierto que ellas nos dará a conocer su voluntad. ¿Por qué delegar en otros la elección que sólo a ella le corresponde?
Tras el prolongado silencio durante el cual todos procuraron digerir la decisión y adaptarse a tan inesperada sugerencia, el conde dijo con una visible satisfacción que a Cadfael se le antojó incluso un tanto burlona:
—¡De acuerdo! No podría haber un procedimiento más imparcial. Padre abad, concedednos los días de hoy y de mañana para ordenar nuestras mentes, examinar nuestras reclamaciones y rezar para que obtengamos sólo aquello que en justicia nos corresponda. Y, al tercer día, hagamos estas sortes. Presentaremos nuestras súplicas a la santa y aceptaremos el veredicto que ella emita.
—Explicadme lo que es eso —dijo Hugo una hora más tarde, hablando con Cadfael en su cabaña del huerto—. Yo no entiendo de procedimientos de obispos y arzobispos. ¿Cómo se interpreta la voluntad del Cielo con estas sortes biblicae que dice Radulfo? Ya conozco la práctica habitual de leer el futuro, abriendo el Evangelio al azar y apoyando un dedo en la página, pero ¿cómo se usa oficialmente en la consagración de un nuevo obispo? Porque entonces ya es demasiado tarde para cambiarlo por otro mejor en caso de que las palabras no le sean propicias.
Cadfael apartó una olla de la parrilla que había al lado del brasero, la dejó en el suelo de tierra para que se enfriara, añadió un par de trozos de turba para conservar la llama del brasero y enderezó cuidadosamente la espalda para ir a sentarse al lado de su amigo.
—Yo nunca he asistido a una consagración —contestó—. Es algo que compete exclusivamente a los obispos. Me asombra que se lleguen a conocer los resultados, pero el caso es que se conocen. A no ser que alguien se los invente, claro. Demasiado precisos para ser ciertos, pienso yo algunas veces. Pero, se hacen, en efecto, tal como ha dicho Radulfo y con gran solemnidad según me han contado. El libro de los Evangelios se coloca sobre los hombros del obispo recién elegido, se abre al azar, se apoya un dedo en la página…
—¿Quién lo apoya? —preguntó Hugo, apoyando su propio dedo en la fatídica llaga.
—Pues nunca se me ha ocurrido preguntarlo. Sin duda el obispo o arzobispo que oficia la ceremonia. Siempre cabe la posibilidad de que sea amigo o enemigo del recién nombrado. Confío en que obren con rectitud, pero ¿quién sabe? Bueno o malo, el pasaje constituye el vaticinio sobre el futuro ministerio del obispo. Y, a veces, da plenamente en el clavo. Al buen obispo Wulstan de Worcester le salió el pasaje: «He aquí un israelita en el que no hay engaño». Algunos no tuvieron tanta suerte. ¿Sabéis, Hugo, qué sortes le correspondieron a Rogelio de Salisbury, el que incurrió en el enojo de Esteban no hace muchos años y murió en la ignominia? «Atadlo de pies y manos y arrojadlo a las tinieblas».
—¡Cuesta creerlo! —exclamó Hugo, arqueando escépticamente una ceja—. ¿No se le debió de ocurrir a alguien ponerle este sambenito después de su caída en desgracia? Me pregunto cuál debió de ser la respuesta del Cielo al nombramiento de Enrique de Winchester. Hasta a mí se me ocurren algunos pasajes que hubieran sido excesivamente acertados para su gusto.
—Yo creo —dijo Cadfael— que fue algo de san Mateo a propósito del final de los tiempos en que se multiplicarán los falsos profetas entre nosotros. Algo sobre aquello de que, si alguien gritara: ¡Aquí está el Mesías!, no le creáis. Pero las interpretaciones pueden ser muy variadas.
—Eso será lo más peliagudo en este caso —dijo sagazmente Hugo—, a no ser que los Evangelios hablen muy claro y no haya forma de interpretarlos erróneamente. ¿Por qué suponéis que el abad lo ha sugerido? Probablemente se podrían amañar las respuestas. Pero no creo que tal cosa sea posible, tratándose de Radulfo. ¿Tan seguro está de la justicia celestial?
Cadfael se había estado haciendo la misma pregunta y la única respuesta que se le ocurría era la de que el abad confiaba ciegamente en que los Evangelios justificarían la custodia de la santa en Shrewsbury. Nunca dejaba de extrañarle la ironía que entrañaba el hecho de esperar milagros de un relicario que sólo había contenido sus huesos durante tres días con sus noches antes de su reverente devolución a su tierra galesa natal; y más todavía la infinita misericordia que había permitido la transmisión de la gracia a través de todas aquellas leguas, perdonando la presencia de un pobre pecador humano en el féretro que ella había abandonado y dejando que el resplandor de los milagros se derramara desde su altar, a veces concedidos y a veces denegados tal como suele ocurrir con los milagros sin que los pobres mortales puedan entender la razón. Lo que quedaba de su frágil carne no estaba allí y jamás había estado y, sin embargo, la santa había permitido sin duda que su espíritu permaneciera allí, manifestando su presencia a través de asombrosos prodigios.
—Sí —dijo Cadfael—, creo que confía en que santa Winifreda haga justicia. Y creo que sabe que ella nunca nos dejó realmente y nunca lo hará.
Cadfael regresó a su cabaña después de la cena para hacer la última ronda de la noche, cubrir el brasero con turba para que ardiera despacio hasta la mañana siguiente y comprobar que todos los tarros estuvieran debidamente cubiertos y todos los frascos perfectamente tapados. No esperaba ningún visitante a aquella hora y se volvió sorprendido cuando se abrió suave y casi furtivamente la puerta a su espalda y entró la joven Daalny. La amarillenta luz de su pequeña lámpara de aceite iluminó el insólito atuendo de la muchacha, su negro cabello trenzado con una cinta roja del cual se escapaban los bucles que le enmarcaban las sienes, una falda de un azul tan intenso como sus ojos y un ceñidor de trencilla dorada en la cintura. La muchacha, reparó de inmediato en la mirada de Cadfael recorriéndola de la cabeza a los pies y rompió alegremente a reír.
—Son las galas que luzco cuando mi amo ofrece una fiesta. He estado cantando para su señoría el conde de Leicester. Ahora, aprovechando que ellos se han quedado hablando de sus cosas, me he escapado. No me echarán en falta. Creo que Rémy regresará a Leicester con Roberto Bossu si sabe jugar con inteligencia sus cartas. Ya os dije que era un buen músico y Leicester no quedará defraudado.
—¿Necesita acaso algún otro remedio mío? —preguntó Cadfael, yendo directamente al grano.
—No. Ni yo tampoco. —La joven no podía estarse quieta y se movía de un lado para otro, mirándolo todo con expresión preocupada aunque sin decidirse a revelar el motivo de su visita—. Bénezet anda diciendo por ahí que Tutilo ha sido detenido por asesinato. Dice que mató a un hombre al que engañó para que le ayudara a robar a vuestra santa. Eso no puede ser verdad —añadió Daalny con segura autoridad—. Tutilo no es capaz de causar el menor daño o violencia. Sueña, pero no lleva a la práctica sus sueños.
—Hizo algo más que soñar cuando nos robó a nuestra santa —señaló juiciosamente Cadfael.
—Lo soñó antes de hacerlo. Puede que haya robado, pero eso es otra cosa. Ansiaba ofrecer a su monasterio un regalo maravilloso, deseaba que se cumplieran sus sueños y ser apreciado y alabado por ello. Dudo que hubiera sido capaz de robar en su propio provecho, aunque sí lo hizo por el de Ramsey. Incluso estaba empezando a soñar con liberarme de mi esclavitud —añadió, esbozando la resignada sonrisa propia de alguien con mucha más experiencia que el ingenuo Tutilo—. Pero ahora lo tenéis encerrado bajo llave y con muy malas perspectivas. Si vuestra santa se queda aquí y Tutilo se libra de la ley del gobernador y regresa a Ramsey con Erluino, le harán pagar muy caro su fallido intento. Lo matarán de hambre y lo azotarán. Y si lo declaran culpable de asesinato, mucho peor, pues en tal caso lo ahorcarán. —La joven había llegado finalmente a lo que quería saber—. ¿Dónde lo habéis puesto? Sé que está prisionero.
—Está en la primera celda penitenciaria, cerca del pasadizo de la enfermería —contestó Cadfael—. No hay más que dos porque solemos tener muy pocos transgresores. Por lo menos, la puerta cerrada que lo retiene impediría también la entrada de sus enemigos, en caso de que los tuviera. Fui a verle hace menos de media hora y estaba profundamente dormido. A juzgar por su aspecto, seguirá durmiendo hasta mañana, pasada la hora de prima.
—Porque no tiene ningún peso en la conciencia, como ya os he dicho —dijo triunfalmente Daalny.
—No creo que nos haya dicho siempre la verdad —replicó suavemente Cadfael—, y le tendría que remorder la conciencia por eso. Pero me alegro de que duerma el pobrecillo; lo necesita.
La joven rechazó la acusación, frunciendo los labios.
—Pues claro que es un buen embustero, eso forma parte de sus fantasías. Una tiene que estar muy segura de él y de sí misma para saber cuándo miente y cuándo dice la verdad. ¡Nos conocemos muy bien el uno al otro! —exclamó la joven en tono desafiante, clavando los ojos en la inquisitiva mirada de Cadfael—. Yo también he tenido que ser una buena embustera para poder mantenerme a flote durante todo este tiempo. Lo mismo que ha hecho él. Pero ¿cometer un asesinato? No, eso no entra en sus planes.
La muchacha aún no daba muestras de querer retirarse y, entre tanto, sus largos dedos acariciaban los tarros de los estantes y se extendían hacia arriba para rozar los manojos de hierbas que colgaban de las vigas del techo, manteniendo el rostro constantemente apartado. Quería saber algo más, pero no se atrevía a preguntar o, mejor dicho, no sabía encontrar la manera de averiguar lo que deseaba saber sin necesidad de preguntarlo.
—Le darán de comer, ¿verdad? No se puede dejar morir a una persona de hambre. ¿Quién le atenderá? ¿Vos acaso?
—No —contestó pacientemente Cadfael—. Los porteros le servirán la comida. Pero yo puedo visitarle. Puedo y lo haré. Muchacha, si le quieres bien, déjale donde está.
—¡Qué remedio me queda! —dijo Daalny con amargura.
Aunque no demasiada, pensó Cadfael. No se resignaba, pero quería aparentar que sí. Estaba empezando a soñar y sus sueños se harían realidad. Le bastaría con observar los movimientos del portero al día siguiente para averiguar a qué horas visitaba al prisionero y espiar dónde tenía colgadas las dos llaves de las celdas penitenciarias, la una al lado de la otra, en la garita de vigilancia. Gales no estaba lejos y, en cualquier lys principesco de aquel país, tanto grande como pequeño, una voz como la de Tutilo y unas manos tan hábiles con las cuerdas como las suyas encontrarían fácilmente cobijo. Pero hubiera sido terrible que se fuera con el estigma del asesinato y con la amenaza de la persecución y la captura. No, mejor esperar y dejar al demonio con un palmo de narices. Cadfael estaba seguro de que Tutilo no había cometido ningún acto de violencia contra nadie y, por consiguiente, no merecía quedar marcado de por vida con aquella infamia.
Daalny, con el delicado óvalo de su rostro suavemente alerta y los ojos entornados, pero muy brillantes bajo las largas y sedosas pestañas oscuras, seguía sin marcharse, como si quisiera pedir o decir algo más. De pronto, dio media vuelta para retirarse.
—¡Buenas noches, hermano! —dijo sin volver la cabeza desde el umbral, cerrando la puerta a su espalda.
Cadfael no le dio demasiada importancia de momento, pensando que la joven no se atrevería a llevar a la práctica su indignado sueño. Sin embargo, volvió a pensar en ello al día siguiente cuando la vio al mediodía vigilando el pasadizo del portero desde el refectorio y siguiéndole con la mirada al verle aparecer entre la enfermería y el aula de la escuela donde estaban las dos pequeñas celdas de piedra en el ángulo del muro, cerca del portillo que daba acceso al molino y a la alberca. Cuando el portero se perdió de vista, Daalny cruzó el gran patio en dirección a la garita de vigilancia, pasó por delante de la puerta abierta aparentemente sin mirar y permaneció allí de pie unos minutos mirando hacia la barbacana antes de dar media vuelta para regresar a la hospedería. La tabla de la que colgaban las llaves que custodiaba el portero se encontraba justo al lado del marco de la puerta y la joven tuvo la suficiente vista como para observar qué gancho estaba vacío y comprobar que la pareja de la llave ausente se encontraba a su lado. El tamaño y el aspecto general eran iguales, pero no abrían los mismos cerrojos.
Puede que aquella discreta vigilancia no fuera más que una fantasía y que la chica jamás intentara convertirla en realidad. Aun así, Cadfael intercambió unas palabras con el portero antes del anochecer. La joven no actuaría hasta el anochecer, o quizá cuando ya fuera noche cerrada. Ya no necesitaba vigilar el paso de la cena de Tutilo, pues sabía cuál era la llave que necesitaba. Bastaría con que el portero la colgara en el otro gancho y dejara en su lugar la inútil hermana gemela antes de irse al rezo de completas.
Cadfael no la vigiló, pues no lo consideraba necesario y estaba casi convencido en su fuero interno de que nada iba a ocurrir. La situación de la joven era tan vulnerable que ésta no se atrevería a cometer ninguna locura. Por consiguiente, la jornada transcurrió con toda normalidad entre la habitual rutina del trabajo, la lectura, el estudio y la plegaria, puntuada por el paso de las horas. Cadfael se dedicó a sus quehaceres con tanta más asiduidad por cuanto parte de su mente estaba en otro sitio y se sentía culpable por ello, aunque el objeto de su preocupación fuera un asunto muy grave relacionado con la justicia, la culpabilidad y la inocencia. Había que librar a Tutilo de aquel oprobio que no se merecía, por muy graves que fueran los castigos que mereciera por las faltas cometidas. Allí en el recinto de la abadía, el encierro constituía también una seguridad contra cualquier amenaza del exterior; la Iglesia cuidaba de los suyos, aunque hubieran cometido delitos. Una vez fuera de allí, a no ser que estuviera libre de toda sospecha, se convertiría en un fugitivo, sobre el cual podría caer todo el peso de la ley, pues el hecho mismo de su huida se consideraría una prueba de culpabilidad. No, tenía que quedarse allí hasta que pudiera salir exculpado.
Ya era casi la hora de completas cuando Cadfael salió de los huertos tras realizar su última ronda del anochecer y vio a unos jinetes cruzando la entrada. Sulien Blount, a lomos de un castrado pío y llevando por las riendas una jaca castaña ensillada y lista para montar, acababa de llegar en compañía de dos mozos. A semejante hora del anochecer, aquello era una inesperada invasión. Cadfael fue a su encuentro mientras Sulien desmontaba para intercambiar unas apresuradas palabras con el portero. Sólo un asunto de la máxima urgencia podía haber obligado a los mensajeros de Longner a presentarse tan tarde.
—Sulien, ¿qué sucede? ¿Qué os trae por aquí a esta hora?
Sulien se volvió agradecido hacia él.
—Cadfael, tengo que hacerle una petición al abad. Puede que incluso necesitemos la colaboración de ese viceprior de Ramsey. Mi madre solicita permiso para que vaya a verla el joven músico Tutilo, el que ya ha cantado y tocado para ella y la ha ayudado a conciliar el sueño otras veces. Le ha cobrado cariño y él a ella. Esta vez su sueño será muy largo, Cadfael. No pasará de esta noche. Y hay algo que quiere y necesita hacer… No he puesto ningún reparo y vos tampoco se lo pondríais si la vierais…
—El mozo por el que preguntáis se encuentra confinado —dijo Cadfael en tono afligido—. Es sospechoso de haber cometido ciertos delitos desde que vuestra madre lo mandó llamar hace un par de noches. ¿Tan cerca está el final? No creo que el abad le permita salir a no ser que vuestra madre pueda garantizar su regreso.
—Lo sé —dijo Sulien—. Hugo Berengario ha estado en nuestra casa y sé cuál es la situación. Pero, bajo escolta… Ya veis que lo tendremos bien vigilado y os lo devolveremos atado si fuera necesario. ¡Con preguntar no se pierde nada! Decidle a Radulfo que será la última vez que mi madre se lo pida. La misericordia de la muerte ha tardado mucho en llegar, pero ahora os juro que es el final. ¡Él conoce toda la historia y me escuchará!
—Esperad aquí —dijo Cadfael—. Iré a preguntar.
—Pero… ¿hace dos noches, Cadfael? No, nosotros no le mandamos llamar hace dos noches.
Cadfael no se sorprendió mucho, pues ya lo sospechaba desde hacía algún tiempo. Parecía mucha casualidad. El mozo había averiguado lo que le esperaba y se había ausentado para evitar la identificación. Ahora ya no importaba.
—No, da igual, no os preocupéis —dijo—. ¡Esperadme aquí!
El abad Radulfo, solo en su sala de paredes revestidas de madera, escuchó aquel tardío mensaje con el ceño fruncido y la mirada perdida en la distancia. Tras haberlo escuchado, dijo tristemente:
—Ya era hora. ¿Cómo se le puede negar lo que pide? ¿Decís que tienen guardias suficientes para evitar la fuga? Pues, que vaya.
—¿Y el padre Erluino? ¿Debo pedirle permiso también a él?
—No. Tutilo se encuentra dentro de mis murallas y bajo mi custodia. Yo le doy permiso. Id vos mismo, Cadfael, y entregadles el mozo. Queda muy poco tiempo para Donata y no podemos perderlo.
Cadfael regresó a toda prisa a la garita de vigilancia.
—Vendrá. Contamos con el permiso del abad. Esperad que ahora os traigo al chico.
Cuando sacó la llave de su correspondiente gancho en la garita de vigilancia, observó que la del gancho de al lado también había desaparecido. Todo estaba ocurriendo con la distante certidumbre de un sueño. Al final, Daalny había decidido actuar; debía de haber tomado la segunda llave durante el rezo de vísperas, descolgándola del gancho donde al mediodía había visto colgar al portero la primera, pero había tenido que esperar la llegada del crepúsculo para usarla. Ahora que los monjes se estaban congregando en la iglesia para el rezo de completas sería el momento. Cadfael dejó a los mensajeros de Longner esperando con inquietud y dobló a toda prisa la esquina del aula para dirigirse a las celdas penitenciarias situadas un poco más allá, entre las sombras del pasadizo que conducía al portillo del muro y a través de éste, al molino y la alberca.
Allí estaba la joven. Cadfael la distinguió de inmediato a pesar de que no era más que una sombra adicional pegada a la puerta de la celda. Oyó la llave chirriando inútilmente en el ojo de la cerradura en el que no encajaba y su exasperada respiración mientras trataba de hacerla entrar donde no podía. La oyó golpear el suelo con los pies y rechinar los dientes, demasiado enfrascada en su tarea como para darse cuenta de su presencia hasta que él alargó el brazo para apartarla suavemente a un lado.
—¡Es inútil, hija! ¡Déjame a mí!
Daalny emitió un entrecortado grito de desesperación y se zafó enfurecida de su presa. No se oía el menor sonido desde el interior de la celda, a pesar de que la lamparita del prisionero estaba encendida y su débil resplandor se vislumbraba a través de la alta ventana con barrotes.
La llave correspondiente giró sin dificultad en la pesada cerradura y Cadfael abrió la puerta. Tutilo, con su enjuto rostro ardiendo cual una pálida llama, les miró con sus ambarinos ojos enormemente abiertos. No sabía nada de los planes de la chica y ahora no comprendía por qué se había abierto la puerta de su encierro al término de la jornada en que ya habían terminado todas las visitas que estaba autorizado a recibir.
—Dile lo que tengas que decirle —le dijo Cadfael a la chica—. Pero date prisa. Ni él ni yo tenemos tiempo que perder.
Daalny se desconcertó momentáneamente, pero en seguida entró en la celda como si temiera que la puerta volviera a cerrarse antes de que ella pudiera evitarlo, a pesar de que Cadfael no se había movido. Tutilo miró perplejo de uno a otro sin comprender nada y casi como si no los reconociera.
—Tutilo —dijo Daalny en tono apremiante—, sal ahora mismo. Cruza ese portillo y serás libre. Nadie te verá una vez te encuentres al otro lado de la muralla. Están todos en completas. Vete rápido y no pierdas el tiempo. Dirígete a Gales. No esperes aquí para convertirte en chivo expiatorio. Vete… ¡en seguida!
Tutilo pareció cobrar súbitamente vida mientras un estremecimiento le recorría el cuerpo de arriba abajo y se encendían en sus ojos unas ardientes llamas doradas.
—¿Libre? ¿Qué has hecho? Daalny, eso sólo servirá para que te castiguen a ti… —El trémulo mozo se volvió a mirar a Cadfael sin saber si era amigo o enemigo—. ¡No lo entiendo! —dijo.
—Eso es lo que ella ha venido a decirte —dijo Cadfael—. Pero yo tengo también un mensaje para ti. Sulien Blount está aquí con un caballo para ti y te ruega que vayas a ver ahora mismo a su madre, pues la señora Donata se está muriendo y quiere verte y oírte antes de morir.
El cuerpo de Tutilo se tensó en una marmórea inmovilidad. Sus labios se movieron, pronunciando el nombre en silencio:
—¿Donata?
—¡Vete ahora mismo! —le ordenó Daalny, superada la cólera, pues ya no podía evitar la contienda—. Me he atrevido a hacerlo por ti, ¿cómo te atreves ahora a echármelo en cara? Vete mientras puedas. Él es uno y nosotros somos dos. ¡No lo podrá impedir!
—Y no lo impediría —dijo Cadfael—. La decisión la tiene que tomar él.
—¿Se está muriendo? —repitió Tutilo, con sereno y afligido semblante—. ¿De veras se está muriendo?
—Y pide verte —dijo Cadfael—. Tal como hizo dos noches atrás, según tú mismo dijiste. Pero esta noche es verdad y será la última.
—Ya lo has oído —dijo Daalny con contenida furia—. La puerta está abierta. Él dice que no te lo impedirá. ¡Elige pues! Yo ya lo he hecho.
Tutilo no le hizo caso.
—¡Yo la utilicé! —exclamó, trastornado—. ¿Y Erluino me da permiso para que vaya? —preguntó, dirigiéndose a Cadfael.
—No es Erluino sino el abad quien te lo permite. Confiando en que regreses por tu honor y bajo escolta.
Tutilo asió súbitamente a Daalny por el talle y la apartó a un lado con delicadeza. Levantando la mano en un repentino arrebato de pasión, le acarició la mejilla y sus largos dedos le recorrieron el rostro desde las sienes hasta la barbilla en un impotente gesto de disculpa.
—Ella solicita mi presencia —dijo en un susurro—. Tengo que ir a verla.