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os mensajeros llegaron durante la media hora del capítulo y no quisieron comer, beber ni descansar o limpiarse el polvo del camino de los pies hasta tanto no hubieran comparecido ante la asamblea del capítulo y hubieran transmitido su mensaje. Si fallara el celo de los peticionarios, también fallaría el de los donantes.
Permanecieron de pie ante los monjes y se negaron a tomar asiento hasta que no hubieran comunicado su mensaje. El viceprior Erluino, un hombre de impresionante presencia y larga experiencia y autoridad, compareció ante el señor abad con sus huesudas manos cruzadas a la altura del ceñidor. El joven novicio que le había acompañado desde Ramsey se situó respetuosamente a uno o dos pasos de distancia, copiando devotamente el gesto y la postura de su superior. Los tres criados legos de la casa que les habían escoltado durante el viaje se habían quedado con el portero en la garita de vigilancia.
—Padre abad, vos conocéis, como todo el mundo conoce, nuestra lamentable historia. Hace dos meses que nos devolvieron nuestra casa y nuestras fincas. El abad Gualterio está llamando ahora de nuevo a todos los monjes que se vieron obligados a dispersarse y buscar cobijo donde pudieran cuando los rebeldes y forajidos nos lo quitaron todo y nos expulsaron a punta de espada. Los que no estábamos muy lejos respondimos a la llamada de nuestro abad tan pronto como nos fue posible. Y encontramos una desolación absoluta. Por derecho nos correspondían muchos feudos, pero, tras sernos arrebatados, éstos fueron entregados a distintos villanos partidarios de De Mandeville y el hecho de que nominalmente nos hayan sido devueltos no sirve de nada, pues nuestra única fuerza para recuperarlos de las manos de esos ladrones es la ley, y la ley tardará muchos años en hacernos justicia. Además, los que consigamos recuperar habrán sido saqueados y despojados de todas las cosas de valor, estarán medio en ruinas y probablemente incendiados. Y, dentro del recinto… —El viceprior poseía una clara y confiada voz que, hasta aquel momento, se había mantenido serena a pesar de su fuerza, pero la profunda indignación le dejó sin habla al llegar a la descripción del día del regreso—. Yo estaba allí y vi en qué habían convertido aquel sagrado lugar —añadió—. ¡Una abominación! ¡Un estercolero! La iglesia había sido profanada, los claustros se habían utilizado como establos, el dormitorio y el refectorio habían sido despojados de toda la madera para alimentar los incendios, todas las provisiones habían desaparecido y los objetos de valor que no habíamos tenido tiempo de sacar de allí habían sido robados. Habían arrancado el plomo de los tejados, las estancias estaban abiertas a la acción de la intemperie, la lluvia y la escarcha. No quedaba ni una sola marmita para cocer, ni un solo libro de oraciones y ni una hoja de pergamino. Los ruinosos muros sólo encerraban un estéril vacío. Nos hemos propuesto reconstruirlo todo con mayor esplendor que antes, pero no podemos hacerlo solos. El abad Gualterio se ha desprendido de sus bienes personales para alimentar a las gentes de nuestras aldeas, pues allí no ha habido últimamente ninguna cosecha. ¿Quién podía labrar los campos teniendo constantemente la muerte en los talones? Aquellos malhechores robaron sus miserables pertenencias incluso a los más pobres de entre los pobres y, cuando no había nada que robar, los mataban.
—Hemos tenido noticia, por desgracia, del terror que se desató por vuestros campos —dijo el abad Radulfo—. Con dolor nos enteramos y rezamos para que terminara. Ahora que ha llegado el final, ninguna casa de nuestra orden os podrá negar toda la ayuda posible para restaurar lo que ha sido destruido. Decidnos de qué manera podemos atender las necesidades de Ramsey, pues creo que habéis sido enviado como un hermano a sus hermanos y dentro de nuestra familia, el daño que se hace a uno es un daño que se hace a todos.
—He sido enviado para solicitar ayuda a esta casa y a cualquier seglar que se sienta movido a hacer una buena obra tanto en limosnas como en conocimientos, si en Shrewsbury hubiera alguien experto en cantería que estuviera dispuesto a trabajar durante unas cuantas semanas lejos de su casa, o en cualquier otra ayuda que pueda servir para la restauración de nuestra casa y el bien espiritual de los generosos donantes. Ramsey agradecerá cualquier moneda y cualquier plegaria que se le ofrezca. A tal fin, pido vuestra venia para predicar una vez en vuestra iglesia y otra vez, con la autorización del gobernador y la clerecía, en la Cruz Alta de Shrewsbury de tal manera que todos los hombres de buena voluntad de la ciudad puedan examinar sus corazones y dar lo que ellos les dicten.
—Hablaremos con el padre Bonifacio —dijo Radulfo— y estoy seguro de que accederá a que prediquéis durante algún oficio parroquial. La comprensión de esta casa ya la tenéis asegurada.
—En el amor fraterno —contestó gentilmente Erluino— sabía que podía confiar. Otros monjes, como mi acompañante fray Tutilo y yo mismo, han ido a suplicar la ayuda de otras casas benedictinas de otros condados. Nos han encomendado también comunicar la noticia a todos los hermanos que tuvieron que desperdigarse para salvar sus vidas cuando empezaron nuestros conflictos y decirles que regresen a la abadía donde su presencia es extremadamente necesaria. Es muy posible que algunos de ellos todavía no se hayan enterado de que el abad Gualterio ya ha vuelto a la casa y necesita del esfuerzo y la fe de todos sus hijos para emprender la gran tarea de la restauración. Creo que uno de los nuestros vino a Shrewsbury, a la casa de su familia —añadió, estudiando detenidamente el rostro del abad—. Tengo que verle y exhortarle a que regrese conmigo.
—Así es —convino Radulfo—. Sulien Blount, del feudo de Longner. Vino a nosotros con permiso del abad Gualterio. El joven no había pronunciado los votos definitivos. Se estaba acercando al término de su período de noviciado y tenía ciertas dudas acerca de su vocación. Vino aquí con la venia de su abad para meditar acerca de su futuro. Por decisión propia abandonó esta casa y regresó junto a su familia con mi bendición. A mi juicio, había ingresado en la orden por motivos equivocados. Lo cual no es óbice para que no tenga que responder de su decisión. Uno de nuestros monjes os indicará el camino del feudo de su hermano.
—Haré todo lo posible para que recapacite —afirmó Erluino, dando a entender claramente a través de su tono de voz la satisfacción que le hubiera producido el hecho de atraer de nuevo al redil a un maldispuesto, pero convencido penitente.
Fray Cadfael, estudiando a aquel formidable personaje desde su retirado rincón y recordando sus largos años de experiencia profana y monástica con hombres de toda clase y condición, pensó que el viceprior sería sin duda un magnífico predicador en la Cruz Alta y conseguiría arrancar muchas donaciones de las conciencias culpables, pues era un hábil orador capaz incluso de apasionarse por la causa de Ramsey Sin embargo, Cadfael sacudió la cabeza, pensando que no tendría demasiadas posibilidades de hacer cambiar de idea al joven Sulien Blount, el cual estaba a punto de contraer matrimonio con una doncella de excelentes prendas. En caso de que lo consiguiera, sería un taumaturgo en vías de alcanzar la santidad. En la hagiología de Cadfael había unos cuantos santos incómodos a los que él personalmente hubiera relegado a una condición mucho menos reverente, pero cuya exasperante rectitud no podía negar. En el fondo, se compadecía un poco del viceprior Erluino en trance de afilar todas sus armas contra el invencible escudo del amor. ¡A ver si era capaz de arrancar ahora a Sulien Blount de los brazos de Pernel Otmere! Cadfael conocía suficientemente a la pareja como para albergar serias dudas al respecto.
De momento, no se sentía excesivamente atraído por, la personalidad del viceprior Erluino, aunque respetaba la fortaleza de aquel hombre, que había hecho el largo viaje a pie, y su firme determinación de volver a llenar las exhaustas arcas de Ramsey y reconstruir sus destrozadas salas. Aquellos itinerantes monjes de los Marjales formaban una pareja de lo más incongruente. El viceprior era un hombre de elevada estatura, largos huesos y anchas espaldas, con unas carnes antaño tal vez un poco excesivas, pero ahora encogidas y un tanto fofas. Lo cual no era ciertamente un reproche, pues demostraba que había compartido todas las penalidades de los desventurados habitantes de los Marjales durante aquel año de opresión en el que no se había recolectado ninguna cosecha. Su cabeza descubierta mostraba una pálida tonsura rodeada por un hirsuto cabello entrecano más castaño que gris y un alargado y austero rostro en forma de linterna en el que destacaban unos ojos profundamente hundidos en las cuencas y una ancha boca casi sin labios, en estado de reposo, cual si la sonrisa le fuera totalmente ajena. Todos aquellos rasgos adquiridos a lo largo de una vida a la que Cadfael calculaba unos cincuenta años apuntaban severa y amenazadoramente hacia abajo.
No debía de ser un compañero demasiado agradable durante un largo viaje, a no ser que las apariencias engañaran. Fray Tutilo, modestamente situado detrás de su superior, siguiendo con arrobada atención todas las palabras de Erluino, aparentaba unos veinte años o tal vez menos. Aquel mozo de frágil complexión y movimientos extremadamente ágiles y flexibles era todo un modelo de compostura y disciplina. Su coronilla apenas alcanzaba el hombro de Erluino y estaba rodeada por una profusión de bucles color castaño claro, notablemente largos después del prolongado viaje. No cabía duda de que serían drásticamente recortados cuando Erluino lo llevara de nuevo a Ramsey, pero en aquellos momentos eran dignos de un serafín pintado en un misal pese al poco seráfico aspecto del rostro enmarcado por aquella aureola. A primera vista, el joven parecía tan deliciosamente inocente y abierto como sus grandes ojos y tan suave, blanco y sonrosado como una muchacha. Sin embargo, un examen más minucioso permitía descubrir que aquella tez infantil estaba inserta en un ovalado rostro de clásica simetría y acusados perfiles. El rosado color de aquellas puras líneas marmóreas semejaba casi un disfraz, tras el cual acechaba una atrayente, pero ligeramente peligrosa criatura posiblemente dispuesta a tender una malévola emboscada.
Tutilo…, un nombre extraño para un joven inglés, pues no había en él nada que apuntara a una ascendencia normanda o celta. Quizá se lo habían impuesto al ingresar en el noviciado. Tendría que preguntarle a fray Anselmo qué significaba y de dónde lo habrían podido sacar las autoridades de Ramsey. Cadfael centró de nuevo su atención en las palabras del anfitrión y los visitantes.
—Durante vuestra estancia aquí —dijo el abad—, supongo que aprovecharéis para visitar otras casas benedictinas. Si lo deseáis, os proporcionaremos cabalgaduras. La estación no es muy propicia para los viajes. Los ríos bajan muy crecidos y es posible que algunos vados no sean transitables, por lo que es mejor que vayáis montados. Nos apresuraremos a acelerar los trámites de cualquier cosa que decidáis hacer, hablaremos con el padre Bonifacio sobre el uso de la iglesia, pues a él están encomendadas las almas de la parroquia de la Santa Cruz, y con el gobernador Hugo Berengario, el preboste y los representantes del Gremio de Mercaderes de la ciudad sobre vuestra intención de dirigiros a los ciudadanos en la Cruz Alta de Shrewsbury. Si hay alguna otra cosa que podamos hacer por vos, no tenéis más que decirlo.
—Os agradeceremos mucho las monturas —dijo Erluino, esbozando la levísima sonrisa que sus facciones le permitían—, pues pensábamos visitar a nuestros hermanos de Worcester y tal vez también a los de Evesham y Pershore y nos sería más fácil regresar por Shrewsbury y devolveros los caballos. Todos los nuestros se los llevaron los forajidos antes de marcharse. Pero primero, hoy mismo si fuera posible, quisiéramos ir a hablar con fray Sulien.
—Como queráis —dijo Radulfo—. Creo que fray Cadfael es el que mejor conoce el camino y el río que hay que cruzar. Por si fuera poco, conoce muy bien a los moradores de la casa del señor de Longner. Convendría que él os acompañara[1].
—Fray Sulien —dijo fray Cadfael, cruzando más tarde el patio en compañía de fray Anselmo, el chantre y bibliotecario del monasterio— lleva algún tiempo sin ser nombrado con este título y no es probable que ahora lo acepte de buen grado. Radulfo se lo hubiera podido decir, pues conoce la historia del joven tan bien como yo. De todos modos, aunque se lo hubiera dicho, no creo que Erluino le hubiera hecho caso. Ahora la palabra «hermano» no significa para Sulien más que su propio hermano Eudo. Se está adiestrando en el ejercicio de las armas y se convertirá en uno de los jóvenes que tiene Hugo allá arriba, en la guarnición del castillo, en cuanto muera su madre, para lo cual me han dicho que ya falta poco. Lo más probable es que se case incluso antes de que eso ocurra. No creo que regrese a Ramsey.
—Si su abad envió al chico a casa para que meditara acerca de su decisión —dijo juiciosamente Anselmo—, no creo que el viceprior haya sido autorizado a ejercer sobre él una presión excesiva para que vuelva. Por mucho que lo exhorte y por muchos argumentos que le exponga, no podrá hacer nada, y seguramente él ya lo sabe, si el chico se mantiene firme en sus trece. A lo mejor —añadió secamente—, lo que realmente espera de allí es una conciencia tranquila en forma de donativo.
—Bien pudiera ser. Y es muy posible que lo consiga. En aquella casa hay más de una conciencia que se siente en deuda con Ramsey —convino Cadfael—. ¿Y qué os parece el otro? —preguntó.
—¿El joven? Un alma piadosa y entusiasta, en cuyas sonrosadas mejillas resplandece todo el fervor que anima su existencia. ¿No creéis que, a lo mejor, lo han elegido como acompañante de Erluino para suavizar un poco la frialdad del temperamento de este último?
—¿Y de dónde habrá sacado este nombre tan raro?
—¡Tutilo! Sí —dijo Anselmo en tono meditabundo—. ¡En el bautismo no se lo debieron de imponer! Tiene que haber una razón. Tutilo figura entre los santos de marzo, aunque aquí no le prestamos demasiada atención. Era un monje de Saint Gall que murió hace más de doscientos años y, a lo que parece, era un maestro de todas las artes, pintor, poeta, músico y qué sé yo qué otras cosas. A lo mejor, tenemos entre nosotros a un mozo de grandes cualidades. Tengo que pedirle que me haga una demostración con el rabel o el órgano portátil a ver qué sabe hacer. Aquí ya tuvimos una vez un cantor ambulante, ¿no os acordáis? El pequeño volatinero que se buscó una esposa entre la servidumbre del orfebre antes de dejarnos. Yo le arreglé el rabel. Si éste lo sabe hacer mejor, puede que se merezca el nombre que le han dado. Tratad de sondearle, Cadfael, cuando esta tarde seáis su guía hasta Longner. Erluino estará totalmente entregado a la tarea de recuperar al novicio descarriado. Vos probad a ver qué le podéis sacar a Tutilo.
El camino hasta el feudo de Longner se dirigía hacia el noroeste desde la barbacana, atravesaba una espesa arboleda y ascendía a una suave elevación de brezales y prados, desde la cual se podía contemplar el tortuoso curso del Severn, bajando de la ciudad. El río iba muy crecido y arrastraba consigo numerosas ramas caídas y pedazos de turba que la corriente había arrancado de las orillas. Había nevado mucho en invierno, pero se habían producido muy pocos vendavales y heladas. El deshielo llenaba los valles por doquier con el suave murmullo del agua e incluso los prados que se extendían a lo largo de los ríos y los arroyos susurraban sin cesar y mostraban brillantes retazos de plata entre la hierba. El vado que había un poco más arriba estaba intransitable y la isla que ayudaba a cruzarlo en periodos normales se encontraba sumergida bajo el agua. Pero el barquero seguía trasladando impávido a sus pasajeros, pues se encontraba tan a sus anchas con las aguas revueltas que, para él, las tormentas, las inundaciones y el buen tiempo eran lo mismo.
Al otro lado del Severn el camino atravesaba unos húmedos prados en los que las aguas del río ya se adentraban por lo menos tres palmos. En caso de que, después del deshielo, empezaran a caer fuertes lluvias primaverales en las colinas de Gales, las inundaciones llegarían hasta las murallas de Shrewsbury y tanto el arroyo Meole como la alberca del molino aumentarían de nivel y amenazarían incluso la nave central de la iglesia de la abadía, cosa que ya había ocurrido dos veces desde que Cadfael ingresara en la orden. Hacia el oeste el cielo aparecía encapotado y plomizo sobre las lejanas montañas.
Bordearon las aguas bajo las oscuras tierras de labranza del Campo del Alfarero y ascendieron a la suave ladera que conducía a los bien cuidados bosques del señorío de Longner, saliendo al claro en el que se levantaba la mansión pegada a la ladera de la colina, al abrigo de los fuertes vientos y rodeada por la alta empalizada y las dependencias anexas.
Al cruzar la entrada, vieron a Sulien Blount saliendo de los establos para cruzar el patio en dirección a la casa. Llevaba un coleto de cuero sin mangas sobre un blusón y unos calzones de trabajo, tal como correspondía a un hermano menor que estaba colaborando en las tareas de la hacienda del mayor hasta que pudiera conseguir una finca propia, como sin duda conseguiría. Al ver entrar al trío, el joven se detuvo en seco, reconoció a su antiguo superior espiritual y se sorprendió de verle allí, tan lejos de casa, pero inmediatamente se acercó a saludarle con reverente y tal vez un tanto inquieta cortesía. Las tensiones del año anterior le habían alejado tanto del claustro y de la tonsura que la repentina reaparición tan cerca de su hogar de algo que ya pertenecía al pasado se le antojó por un instante una amenaza a su nueva y bien merecida serenidad y al futuro que había elegido. Pero sólo por un instante. Ahora Sulien sabía sin el menor asomo de duda adonde quería ir.
—¡Padre Erluino, bienvenido seáis a mi casa! Me alegro de veros y de saber que Ramsey ha sido devuelta a la orden. ¿No queréis pasar y decirnos de qué manera os podemos servir aquí en Longner?
—No te puedes imaginar en qué estado hemos recuperado nuestra abadía —dijo Erluino, preparándose cautelosamente para la posible batalla que le esperaba—. Durante un año ha sido la guarida de un ejército de bribones, saqueada y despojada de todo lo que se podía quemar. Incluso arrancaron algunos paneles de los muros y otros los destrozaron antes de marcharse. Necesitamos a todos los hijos de la casa y a todos los amigos de la orden para purificar ante Dios lo que ha sido profanado. Vengo a verte a ti y contigo deseo hablar.
—Confío en ser un amigo de la orden —dijo Sulien—. Pero ya no soy hijo de Ramsey ni hermano de sus monjes. El abad Gualterio me devolvió de nuevo aquí para que reflexionara acerca de mi vocación, que a él le parecía dudosa, y confió mi periodo de prueba al abad Radulfo, el cual me dio su absolución. Pero entrad y hablaremos como amigos. Os escucharé con reverencia y respetaré todo lo que tengáis que decirme, padre.
Así lo haría sin duda, pues era un joven educado en el cumplimiento de los deberes de la juventud para con los mayores; tanto más tratándose de un hijo menor sin herencia que tenía que abrirse camino él solo y, por consiguiente, necesitaba complacer a los que ejercían poder y autoridad y estaban en condiciones de favorecerle. Escucharía con deferencia, pero no se apartaría de su propósito. No necesitaba para nada la ayuda de un amable testigo que respaldara su posición y de nada le serviría a Erluino defender la suya mediante un joven, silencioso y devoto acólito, imponiendo con la presencia de este último a su antiguo hermano un deber que ya no estaba obligado a cumplir y que antaño había asumido por motivos equivocados.
—Seguramente querréis hablar estrictamente en privado —dijo Cadfael, subiendo con el viceprior los peldaños de piedra que conducían a la entrada de la sala principal de la mansión—. Con vuestro permiso, Sulien, este joven hermano y yo iremos a ver a vuestra madre. Si se encuentra bien y desea recibir visitas, por supuesto.
—¡La vuestra, siempre! —dijo Sulien, volviéndose a mirarle con una radiante sonrisa en los labios—. La contemplación de un nuevo rostro la alegrará. Vos sabéis que ahora contempla el mundo y la vida con un gran sosiego.
No siempre había sido así. Donata Blount había sufrido durante varios años una enfermedad incurable que había consumido y devorado poco a poco sus fuerzas en medio de intensos dolores. Pero, en las últimas fases de su debilidad corporal, había logrado superar el dolor y reconciliarse con el mundo a medida que se iba acercando a la puerta del otro.
—Ya no tardará mucho —se limitó a decir Sulien, deteniéndose en la oscura sala—. Padre Erluino, tened la bondad de acompañarme a la solana. Mandaré que os sirvan un refrigerio. Mi hermano está en la granja. Lamento que no se encuentre aquí para saludaros, pero nadie nos informó de antemano de vuestra visita. Os ruego que le disculpéis. Si queréis hablar conmigo, puede que así sea mejor. —Dirigiéndose a Cadfael, el joven añadió—: Ya podéis ir a la cámara de mi madre. Sé que está despierta y a vos siempre os recibe con agrado.
Donata, confinada finalmente en su lecho, yacía recostada sobre unos almohadones en su pequeño dormitorio. La ventana tenía las persianas abiertas y un pequeño brasero ardía en un rincón del desnudo suelo de piedra. Sólo le quedaban los frágiles huesos y la translúcida piel; sus descarnadas manos, descansando sobre la colcha, semejaban unos transparentes pétalos de lirio caídos. Su rostro era una quebradiza máscara de huesos de plata y las profundas cuencas de sus ojos mostraban unas azuladas sombras alrededor de la sorprendente e imperecedera belleza de unos claros e inteligentes ojos de un intenso y luminoso color azul. El espíritu que encerraba aquel frágil caparazón conservaba toda su audacia y su interés por el mundo que lo rodeaba, a pesar de que no temía ni lamentaba abandonarlo.
Miró a sus visitantes y saludó a Cadfael con una delicada voz que no había perdido ninguna de sus cualidades.
—¡Fray Cadfael, cuánto me alegro de veros! Apenas os he visto en todo el invierno. No me hubiera gustado marcharme sin vuestra despedida.
—Hubierais podido llamarme —dijo Cadfael, acercando un escabel a su lecho—. Soy obediente y Radulfo no os hubiera negado nada.
—Vino él personalmente a confesarme por Navidad —dijo Donata—. Soy una oveja adoptada de su rebaño y no me olvida.
—¿Cómo están vuestros asuntos? —preguntó Cadfael, estudiando la serena expresión de su semblante.
Con Donata no era necesario andarse con rodeos, pues ella lo comprendía todo y prefería la franqueza.
—En la cuestión de la vida y la muerte —contestó—, extremadamente bien. En la cuestión del dolor…, he superado el dolor porque apenas me queda nada para sentirlo o para contemplarlo como si lo pudiera sentir. Eso es para mí el signo que estaba buscando. —Hablaba sin inquietud ni pesar e incluso sin impaciencia, conformándose con la espera. Clavando sus profundos ojos azules en el joven que permanecía de pie un poco apartado, preguntó—: ¿Quién es ése que habéis traído a verme? ¿Un nuevo acólito de vuestro herbario?
Tutilo se acercó un poco más, interpretando acertadamente las palabras de Donata como una invitación. Sus grandes ojos redondos contemplaron su estado mientras su juvenil y desbordante existencia se enfrentaba con la idea de la muerte sin aparente consternación o piedad. Donata no suscitaba compasión y el mozo lo había comprendido de inmediato.
—No es mío —contestó Cadfael, midiendo la esbelta figura y aprobando con cierta cautela la brillante pupila que ciertamente no hubiera desdeñado—. Este joven monje ha venido acompañando a su viceprior desde la abadía de Ramsey El abad Gualterio ha regresado a su monasterio y está llamando a casa a todos los monjes para que colaboren en la tarea de la reconstrucción, pues Godofredo de Mandeville y sus ladrones la han dejado reducida a un vacío cascarón. Y, para comunicaros todos los pormenores, el viceprior Erluino se encuentra en estos momentos en la solana, tratando de conseguir lo que pueda de Sulien.
—A ése no lo va a recuperar —dijo Donata sin vacilar—. Lamento que cometiera semejante equivocación y, aunque Godofredo de Mandeville no hubiera hecho ni una sola obra buena en su vida, me alegro por lo menos de que, entre las muchas maldades cometidas, lograra con su ataque devolver a Sulien al lugar que le corresponde. Mi hijo menor —añadió, clavando la mirada en los grandes ojos dorados de Tutilo mientras sus labios se entreabrían en una sonrisa— jamás tuvo madera de monje.
—Eso creo que dijo un emperador —señalo Cadfael, recordando lo que Anselmo le había revelado sobre el santo de Saint Gall— a propósito del primer Tutilo cuyo nombre lleva este joven monje. Éste es fray Tutilo, novicio de Ramsey a punto de finalizar su noviciado según me ha dicho su superior. Si sigue el ejemplo de su tocayo, tendrá que ser pintor, escultor, cantor y músico. «Lástima que semejante genio se haya hecho monje», dijo el emperador Carlos, Carlos el Gordo lo llamaban, maldiciendo al hombre que lo había obligado a entrar en religión. O, por lo menos, eso me ha contado Anselmo.
—Algún día —dijo Donata, contemplando al hermoso joven de la cabeza a los pies y tomando admirada nota de lo que estaban viendo sus ojos—, puede que otro diga lo mismo acerca de éste. ¡O quizá lo diga una mujer! ¿Sois vos algo parecido a eso, Tutilo?
—Ésa es la razón de que me hayan impuesto el nombre —contestó sinceramente el joven mientras un leve arrebol le subía desde los pliegues de la cogulla por el recio cuello hasta las suaves mejillas sin que ello le causara aparentemente la menor turbación. No bajó los ojos sino que los mantuvo clavados con expresión fascinada en el rostro de Donata. En su postrera serenidad, Donata conservaba una impresionante y admirable belleza—. Tengo cierta facilidad para la música —explicó Tutilo con la certeza propia de alguien capaz de emitir un juicio imparcial sin jactarse de sus cualidades, pero sin menospreciarlas.
Unas débiles llamas de interés y aprecio se encendieron en los hundidos ojos de Donata.
—¡Así me gusta! Hacéis bien en proclamar las cualidades que os adornan —dijo ésta en tono de aprobación—. La música ha sido muchas noches para mí el mejor medio de conciliar el sueño. Y también uno de mis mayores consuelos cuando los demonios me atormentaban. Ahora ellos duermen y yo permanezco despierta. —Movió una frágil mano sobre la colcha para señalar un arca que había en un rincón de la estancia—. Allí hay un salterio que nadie toca desde hace mucho tiempo. ¿Os importaría tocarlo? Sin duda agradecerá que le devuelvan la voz. En la sala hay también un arpa, pero ahora no hay nadie que sepa tañerla.
Tutilo se apresuró a levantar la pesada tapa para examinar el contenido del arca. Sacó el instrumento, que no era muy grande, pues estaba pensado para ser tocado manteniéndolo apoyado sobre las rodillas, y estudió su forma un poco parecida al ancho hocico de un cerdo. La manera con la cual lo sostenía en sus manos denotaba interés y afecto y, si el joven frunció el ceño, fue sólo al ver rota una de las cuerdas. Rebuscó en el arca, tratando de encontrar alguna púa con que poder tocar y, al no encontrar ninguna, frunció de nuevo el entrecejo.
—Hubo un tiempo —dijo Donata— en que yo cortaba púas nuevas aproximadamente cada semana.
El joven le dedicó una breve sonrisa, pero su atención volvió a centrarse de inmediato en el salterio.
—Puedo usar las uñas —dijo, tomando el instrumento y acercándose a la cama en cuyo borde se acomodó con toda naturalidad y sin la menor vacilación, colocándose el salterio sobre las rodillas mientras su mano acariciaba las cuerdas y les arrancaba un trémulo murmullo.
—Vuestras uñas son demasiado cortas —dijo Donata—. Os vais a despellejar las yemas de los dedos.
Su voz conservaba unos tonos y matices capaces de conferir un profundo significado a cualquier comentario. Lo que oyó Cadfael fue la voz medio indulgente e impaciente de una madre, advirtiendo a un joven contra los peligros de una empresa posiblemente dolorosa. No, quizá no de una madre y ni siquiera de una hermana mayor, sino de algo más distante que un familiar con vínculos de sangre y, sin embargo, más próximo, pues los contactos que están libres de deberes y responsabilidades también lo están de todos los impedimentos y pueden estrecharse con toda la rapidez que se desee. A Donata le quedaba ahora tan poco tiempo que no podía someterse a ninguna limitación. Nadie hubiera podido adivinar lo que intuyó el joven en sus palabras, pero éste la miró con una clara y sincera mirada en la que no se advertía la menor extrañeza sino más bien una expresión de alerta mientras sus manos permanecían inmóviles un instante y en sus labios se dibujaba una leve sonrisa.
—Tengo unas yemas de los dedos que son como de cuero… ¡fijaos! —dijo, extendiendo las palmas de las manos y doblando los largos dedos—. Fui durante más de un año arpista del señor de mi padre en el feudo de Betton antes de ingresar en Ramsey. ¡Callaos y dejadme probar! Pero tiene un par de cuerdas rotas, me tendréis que disculpar los fallos.
En su voz se advertía una nota de indulgencia y también de ligera diversión, como si hablara con una persona de más edad innecesariamente preocupada a la que tuviera que dar seguridades sobre sus aptitudes.
Había encontrado el templador en el arca al lado del instrumento y empezó a probar las cuerdas de tripa y a apretar las clavijas para tensarlas. El melodioso murmullo de las cuerdas se elevó como un coro de insectos en un prado estival mientras la tonsurada cabeza de Tutilo se inclinaba sobre el salterio y Donata le observaba desde sus almohadones con los ojos entornados y tanto mayor interés cuanto menor era la atención que él le prestaba. Y, sin embargo, a ambos les unía una profunda intimidad, pues, cuando él esbozó una apasionada sonrisa secreta inclinado sobre el instrumento, lo mismo hizo ella, contemplando su placentera concentración.
—Esperad, una de las cuerdas rotas es un poco más larga y se podrá utilizar. Mejor una que ninguna, aunque se notará la diferencia cuando el tono se afine. —Sus hábiles dedos, fortalecidos tal vez por el toque del arpa, se movieron con destreza, ajustando y tensando la cuerda—. ¡Ya está! —Pasó suavemente la mano por las cuerdas y les arrancó una suave sucesión de notas—. Unas cuerdas de alambre serían más sonoras y vibrantes que las de tripa, pero ésas irán bien de todos modos.
Se inclinó una vez más sobre el instrumento, se lanzó en picado cual un halcón y empezó a tocar mientras sus dedos doblados danzaban sobre las cuerdas. La vieja tabla armónica pareció dilatarse y pulsar con la tensión de las notas, demasiado llena como para poder hallar el necesario desahogo a través de la irritada roseta del centro.
Cadfael apartó un poco el escabel de la cama para poder contemplar mejor el interesante espectáculo que ambos ofrecían. No cabía duda de que el chico poseía muy buenas cualidades. La pasión del asalto resultaba casi alarmante. Era como un pájaro que hubiera permanecido mudo durante mucho tiempo y cuya garganta hubiera recuperado de pronto la melodiosa voz.
Poco después, su hambre inicial se sació y ello le permitió moderar su impulso y saborear con más deleite la dulzura de las notas. El brillante torbellino del compás de danza, ligero como un vilano a pesar de su pasión, se convirtió en una suave cadencia mucho más propia de aquel instrumento tan delicado, hasta el punto de que incluso se advertía en ella un cierto toque melancólico como el de los rítmicos y dolientes virelais franceses. ¿Dónde lo habría aprendido? En Ramsey por supuesto que no; Cadfael dudaba mucho de que ello hubiera sido bien recibido en aquella casa.
La señora Donata, cansada del mundo y muy familiarizada con las ironías de la vida y de la muerte, descansaba sobre sus almohadones sin apartar, ni por un instante, los ojos de aquel joven que parecía haberse olvidado por completo de su presencia. No era la oyente para quien él tocaba, sino que la profunda inteligencia de ella le escuchaba. Lo atraía hacia sí con sus grandes y bellos ojos y bebía su música cual si fuera un vino capaz de apagar su sed. Mucho tiempo atrás, cruzando media Europa, Cadfael había visto en los prados de montaña unas gencianas del azul más intenso que imaginar cupiera, sólo comparable con el azul de los ojos de Donata. La leve sonrisa de los labios de ésta revelaba que Tutilo ya era para ella más claro que el cristal y que su mente ya había averiguado sobre él mucho más de lo que él mismo sabía.
El afectuoso y escéptico mohín de su boca se desvaneció en cuanto el joven empezó a cantar una melodía sencilla y sutil a la vez, tocando no más de media docena de notas. Su voz extremadamente dulce y delicada, graduada a un tono más alto que el del lenguaje, poseía las mismas características de infantil inocencia, aunque traspasadas por un dolor totalmente adulto. Cantaba no en inglés y ni siquiera en el francés normando que se hablaba en Inglaterra, sino en la langue d’oc que Cadfael recordaba imperfectamente de mucho tiempo atrás. ¿Dónde habría oído aquel novicio las melodías de los trovadores provenzales y aprendido sus canciones? ¿En la mansión del señor de quien había sido arpista? Donata no conocía el francés del sur y Cadfael ya lo había olvidado, pero ambos sabían identificar perfectamente una canción de amor. Triste, insatisfecha y eternamente esperanzada, como un amour de loin perennemente inalcanzable.
De pronto, cambió la cadencia y las misteriosas palabras se transformaron como por arte de magia en un Ave, Mater Salvatoris…, regresando sin que ellos se dieran cuenta a la liturgia de san Marcial en el momento en que Tutilo, con la perspicacia de una zorra, se percató de que la puerta de la estancia se había abierto. El mozo no quería correr ningún riesgo. En la puerta acababa de aparecer la inofensiva persona de Sulien Blount, seguida por la del viceprior Erluino cual una siniestra nube.
Donata sonrió, aprobando en su fuero interno aquel ágil ingenio capaz de cambiar de rumbo con tanta suavidad y sin la menor ruptura. Cierto que Erluino frunció el austero ceño al ver a su novicio sentado en la cama de una mujer y cantando para deleite de ésta, pero una sola mirada a la mujer, en toda su impresionante dignidad, bastó para desarmarlo de inmediato. El viceprior experimentó un sobresalto de asombro al comprobar que la señora no era la anciana que él esperaba sino una mujer agostada en la flor de la edad.
Tutilo se levantó respetuosamente, estrechando el salterio contra su pecho, y se retiró humildemente a un rincón de la estancia con la mirada inclinada hacia el suelo. Cadfael adivinó que, a pesar de no mirar a Donata, el muchacho la estaba viendo con toda claridad.
—Madre —dijo Sulien, regresando un poco maltrecho del campo de batalla—, el viceprior Erluino, mi antiguo instructor en Ramsey, te ofrece sus mejores deseos y te promete sus oraciones. Y yo le doy la bienvenida en nombre de mi hermano. —En ausencia del hijo mayor y la nuera, Sulien hablaba con autoridad en representación de ambos—. Padre, utilizad nuestra casa como si fuera la vuestra. Vuestra visita nos honra, todos nosotros hemos recibido con alegría la noticia de que Ramsey se encuentra de nuevo al servicio de Dios.
—Dios nos ha mirado sin duda con benevolencia —contestó Erluino con cierta cautela y menos aplomo que de costumbre, pues la contemplación de la señora le había causado una profunda turbación—. Sin embargo, aún quedan muchas cosas por hacer en nuestra casa y necesitamos todas las manos que puedan acudir en nuestra ayuda. Confiaba en llevarme de nuevo conmigo a vuestro hijo, pero parece ser que ya no podré seguir llamándole hermano. Pese a ello, tened la seguridad de que tanto él como vos estaréis presentes en mis oraciones.
—Y yo me acordaré de Ramsey en las mías —dijo Donata—. Pero, aunque la casa de Blount os haya negado un hermano, es posible que os podamos prestar otra ayuda.
—Estamos buscando la caridad de todos los hombres de buena voluntad en cualquiera de sus formas —convino Erluino—. Nuestra casa se halla sumida en la miseria, pues no nos han dejado más que los muros y aun éstos despojados de todo lo que se les pudiera arrancar.
—He prometido regresar a Ramsey y trabajar allí con mis propias manos durante un mes cuando sea el momento —dijo Sulien, el cual no había conseguido librarse por entero del remordimiento tras el abandono de una vocación a la que tan insensata y equivocadamente se había entregado. Se alegraría de pagar su rescate por medio del duro trabajo, liberando así su conciencia del peso de la culpa antes de tomar una esposa. Pernel Otmere aprobaría sin duda su decisión y le concedería su permiso.
Erluino le agradeció el ofrecimiento, aunque sin demasiado entusiasmo, dudando tal vez de la colaboración que Ramsey pudiera obtener de aquel joven desertor.
—Hablaré también con mi hermano —añadió Sulien— y veré qué otra cosa podemos hacer. Están cortando matorrales y tenemos madera antigua muy bien curada. También se han talado algunos árboles del bosque. Le pediré a mi hermano que me ceda madera para la reconstrucción de la abadía y creo que no me la negará. No pediré nada más antes de mi entrada al servicio del rey en Shrewsbury. No sé si la abadía dispondrá de un carro para su transporte o si se podrá alquilar alguno. Eudo no puede prestar los suyos durante mucho tiempo.
Erluino recibió el ofrecimiento material con más entusiasmo que el anterior. Cadfael pensó que aún estaba dolido por su fracaso al no haber logrado con sus razonamientos recuperar al hijo descarriado, no para el mes que éste había prometido sino para toda la vida. Y no porque Sulien en sí mismo tuviera un gran valor sino porque Erluino no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria. Todas las barricadas hubieran tenido que caer como las murallas de Jericó al son de la trompeta.
No obstante, había sacado lo que había podido y ahora ya se disponía a retirarse. Tutilo, modestamente apartado en un rincón de la estancia, abrió el arca en silencio y volvió a colocar en ella el salterio que hasta el momento había estrechado contra su corazón. La dulzura con la cual lo depositó y cerró el arca provocó una leve mueca de tristeza en los exangües labios de Donata.
—Tengo que pediros un favor si tenéis la bondad de escucharme —dijo Donata—. Vuestro pájaro cantor acaba de proporcionarme solaz y deleite. Si alguna vez el dolor no me permitiera conciliar el sueño, ¿querríais prestarme este consuelo aunque sólo fuera por espacio de una hora durante vuestra estancia en Shrewsbury?
Por más que la petición lo hubiera sorprendido, Erluino comprendió que Donata tenía la sartén por el mango, si bien confiaba, pensó Cadfael estudiando la escena con interés, en que ella no se hubiera dado cuenta. Su confianza no se vio defraudada. Donata sabía muy bien que él no podía rechazar su solicitud. Enviar a un joven e impresionable novicio con el fin de que interpretara música para una mujer acostada en su lecho era algo impensable e incluso escandaloso. A menos que la mujer estuviera muy familiarizada con la muerte y en su voz ya se advirtiera el crujido de la entornada puerta del otro mundo y su rostro reflejara la transparente palidez de su alma desencarnada. Era un ser que ya no se regía por las convenciones sociales de este mundo ni temía las angustiosas incertidumbres del otro.
—La música es una medicina que me devuelve la paz —añadió Donata, esperando pacientemente la aquiescencia de Erluino.
El joven permaneció silenciosamente inmóvil en su rincón, pero, bajo sus largas y sedosas pestañas, los ojos dorados como el ámbar se encendieron con un brillo de recelosa complacencia.
—Si vos mandáis llamarle en un caso de extrema necesidad —contestó finalmente Erluino, eligiendo las palabras con sumo cuidado—, ¿cómo podría nuestra orden rechazar semejante petición? Si le llamáis, fray Tutilo vendrá.