XVI

la mañana siguiente, veinticuatro de junio, se inició el bullicio general de la partida. Los peregrinos tenían que hacer el equipaje, comprar comida y bebida para el camino, despedirse de las nuevas amistades que habían forjado y disponer todo lo necesario para el viaje. No cabía duda de que la santa velaría por su propia reputación y conseguiría que el sol de junio resplandeciera en el cielo hasta que todos sus devotos regresaran a casa con una maravillosa historia que contar. Casi todos ellos conocían tan sólo la mitad del prodigio, pero, aun así, era más que suficiente.
Fray Adán de Reading se fue entre los primeros. No tenía demasiada prisa y aquel día sólo pensaba llegar hasta la casa filial de Leominster donde le estarían esperando unas cartas que él llevaría a su abad. Se fue con una bolsa llena de semillas de especias que aún no tenía en su huerto mientras su mente de estudioso analizaba la milagrosa curación, de la que había sido testigo, desde todos los ángulos teológicos posibles, con el fin de poder explicar su pleno significado cuando llegara a su monasterio. Habían sido unos festejos de lo más instructivos y esclarecedores.
—Yo también quería emprender hoy mismo el viaje a primera hora —les comentó la señora Weaver a sus amigas la señora Glover y la viuda del boticario, con las cuales había estrechado una sólida alianza durante aquellas memorables jornadas—, pero ahora hay tantas cosas que hacer que ni sé si estoy despierta o dormida y creo que me voy a tener que quedar un par de días más. ¿Quién hubiera podido imaginar lo que iba a suceder cuando le dije a mi chico que teníamos que venir aquí a rezar a la santa, confiando en que ella atendería nuestras oraciones? Ahora me parece que voy a perder a los dos hijos de mi pobre hermana. Rhun, Dios le bendiga, está empeñado en quedarse aquí y tomar el hábito porque dice que no quiere abandonar a la doncella que lo ha curado. Y la verdad es que no me extraña y no pienso impedírselo porque es demasiado bueno para este perverso mundo de ahí afuera, ¡vaya si lo es! Y ahora viene este joven Mateo… bueno, no, parece que tenemos que llamarle Lucas, que es de noble cuna y, aunque pertenezca a una rama de la familia sin tierras, heredará a su debido tiempo uno o dos feudos de esta parienta suya que lo ha acogido…
—Bueno, vinisteis con el chico y la chica —dijo la viuda del boticario— y les habéis dado un techo y un medio de vida. Me parece muy justo.
—Bien, pues, Mateo, quiero decir Lucas, viene y me pide a la chica por esposa. Eso fue anoche y, cuando le dije que mi Melangell tenía una dote muy escasa, aunque yo intentaría darle todo lo que pudiera, ¿sabéis qué me contestó? Pues, que en estos momentos él apenas tiene un penique y tendrá que pedirle un préstamo al joven señor que vino a buscarle y que, en cuanto al futuro, se alegrará de que la fortuna lo favorezca, pero, en caso contrario, tiene dos manos y sabrá ganar el sustento para dos. Siempre que la otra persona sea mi Melangell, pues para él no hay nadie más. ¿Qué podía decir yo sino desearles la bendición de Dios y quedarme para la boda?
—La obligación de una mujer —terció la señora Glover— es cerciorarse de que todo se haga debidamente cuando entrega a una doncella en matrimonio. Pero sin duda los echaréis mucho de menos a los dos.
—Vaya si los echaré —convino doña Alicia, derramando unas lágrimas de orgullo y alegría más que de tristeza al pensar en el camino hacia la santidad y hacia el matrimonio que iban a emprender aquellas criaturas, que tanto esfuerzo le habían costado y que ahora podrían seguir sus respectivas vocaciones—. ¡Vaya si los echaré de menos! Pero verlos a los dos tan bien establecidos… Son muy buenos y me ayudarán en caso necesario, tal como yo les he ayudado a ellos.
—¿Y se van a casar mañana aquí mismo? —preguntó la viuda del boticario, considerando visiblemente la posibilidad de aplazar por un día su partida.
—En efecto, se casarán antes de misa. Por consiguiente, parece que tendré que volver a casa sola —contestó doña Alicia, derramando un par de lagrimitas de orgullo y exhibiendo con admirable donaire el reflejo de aquella gloria—. Pero pasado mañana se irán muchos peregrinos hacia el sur y yo me iré con ellos.
—¡Y habréis cumplido fielmente con vuestro deber —dijo la señora Glover, estrechando en un fuerte abrazo a su amiga—, habréis cumplido fielmente!
Se casaron en la intimidad de la capilla de Nuestra Señora y ofició la ceremonia fray Pablo, el cual no sólo era el maestro de los novicios sino también el director de sus confesores; había acogido a Rhun bajo su protección y sentía por él un paternal interés que también se extendía a su hermana. Sólo estuvieron presentes la familia y los testigos. Los novios no vestían prendas de fiesta porque carecían de ellas. Lucas llevaba el pardo jubón, los calzones y la arrugada camisa con los que había dormido por los campos, aunque bien lavados y alisados. Melangell vestía un pulcro y sencillo atuendo de rústico tejido, portando con orgullo una diadema de trenzado cabello rubio. Ambos estaban pálidos como lirios, claros como estrellas y solemnes como sepulcros.
Después de todos aquellos emocionantes acontecimientos, la vida diaria tenía que seguir su curso. Aquella tarde Cadfael se fue a trabajar muy contento. Las hierbas de los prados estaban a punto de granar y la cosecha era inminente, por lo que tenía que preparar algunos remedios para las dolencias estacionales que cada año se producían. Algunos sufrían erupciones en las manos cuando trabajaban en la cosecha mientras que otros sufrían accesos de asma, estornudaban, se les llenaban los ojos de lágrimas y necesitaban lociones que los aliviaran.
Estaba ocupado machacando unas hojas frescas de romaza y mandrágora en un mortero para la preparación de un ungüento calmante, cuando oyó unas ligeras pisadas acercándose por la vereda de grava y vio que se oscurecía la luz del sol que penetraba por la puerta en el momento en que alguien se detenía sin atreverse a entrar. Se volvió abrazando el mortero contra su pecho y sosteniendo en la otra mano el majadero de madera manchado de verde, y vio a Oliveros agachando la cabeza para no rozar los manojos de hierbas que colgaban del techo y preguntando con el confiado tono de voz del que ya sabe la respuesta:
—¿Puedo entrar? —Oliveros entró sonriendo y miró a su alrededor con sincera curiosidad pues nunca había estado allí anteriormente—. Me ausenté sin dar explicaciones, lo sé, pero, como faltaban dos días para la boda de Lucas, decidí ir a ver al gobernador de Stafford, aprovechando que está tan cerca, y después regresar de nuevo aquí. He vuelto, como ya dije, a tiempo para asistir a la boda. Pensé que estaríais presente.
—Lo hubiera estado, pero me llamaron de San Gil. Un pobre pordiosero llegó por la noche cubierto de llagas y temían que fueran contagiosas, pero no hay tal. Si le hubieran tratado al principio, la curación hubiera sido más fácil, pero una semana de descanso en el hospital le vendrá muy bien. La feliz pareja ya no me necesitaba. Yo formo parte de lo que ya ha terminado para ellos mientras que vos formáis parte de lo que empieza.
—Melangell me dijo dónde podría encontraros. Aunque vos no os lo creáis, os echan de menos. Y aquí estoy.
—Seáis bienvenido —dijo Cadfael, apartando el mortero a un lado. Unas hermosas manos de ahuesados dedos asieron cordialmente las suyas, mientras Oliveros inclinaba la cabeza y le ofrecía la aceitunada mejilla para recibir el beso de saludo con la misma naturalidad con que había recibido el beso de despedida cuando ambos se separaron en Bromfield—. Venid a sentaros y permitidme que os ofrezca un vaso de vino… de mi propia cosecha. Entonces, ¿vos sabíais que esos dos se iban a casar?
—Presencié el encuentro entre ambos cuando acompañé a Lucas aquí. Comprendí cómo iba a terminar la cosa. Más tarde, él me comunicó su intención. Cuando dos están de acuerdo y saben lo que quieren —dijo alegremente Oliveros—, lo demás se resuelve por sí solo. Me encargaré de abastecerles debidamente para el viaje pues yo tendré que dar un rodeo.
¡Cuando dos están de acuerdo y saben lo que quieren! Cadfael recordó las confidencias de un año y medio antes. Escanció cuidadosamente el vino con una mano algo menos firme que de costumbre, se sentó al lado del visitante, cuyo joven y flexible hombro rozaba el suyo más viejo y entumecido, y admiró aquel claro y elegante perfil que era un deleite para sus ojos.
—Habladme de Ermina —dijo, sabiendo ya la respuesta antes incluso de que Oliveros se volviera a mirarle con una súbita y deslumbradora sonrisa.
—Si hubiera sabido que mis viajes me iban a conducir hasta vos, os hubiera traído muchos mensajes de los dos. De Yves… ¡y de mi mujer!
—¡Ah! —exclamó Cadfael, lanzando un profundo suspiro de satisfacción—. ¡O sea que ha ocurrido lo que yo pensaba y esperaba! Entonces cumplisteis lo que me dijisteis. Habéis conseguido que reconocieran vuestro valor y que os la entregaran —¡aquellos dos también sabían lo que querían y estaban invenciblemente de acuerdo!—. ¿Cuándo fue la boda?
—La pasada Natividad, en Gloucester. Ahora ella está allí y el chico también. Es el heredero de Laurence… acaba de cumplir quince años. Quería venir a Winchester con nosotros, pero Laurence no quiso exponerle a ningún peligro. Ahora están a salvo, a Dios gracias. Si alguna vez terminara este caos —añadió solemnemente Oliveros—, os la traeré u os acompañaré hasta ella. No os olvida.
—¡Ni yo a ella, ni yo a ella! Y tampoco al chico. Cabalgó conmigo dos veces, dormido en mis brazos, y aún recuerdo el calor, la forma y el peso de su cuerpo. ¡El mozo más bien plantado que he visto!
—Ahora os pesaría muchísimo —dijo Oliveros, riéndose—. En un año, ha crecido como una mala hierba y es más alto que vos.
—Bueno, es que yo ya me estoy encogiendo como una mala hierba marchita. ¿Sois feliz? —preguntó Cadfael, sediento de más dicha de la que ya sentía—. ¿Vos y ella?
—Más de lo que podría expresar con palabras —contestó Oliveros muy serio—. ¡Cuánto me alegro de haberos vuelto a ver y de poder decíroslo! ¿Recordáis la última vez, cuando esperé con vos en Bromfield para llevarme a Ermina e Yves a casa? ¿Y vos me trazasteis los mapas en el suelo para indicarme los caminos?
A veces se llega a un punto en el que la alegría casi no se puede resistir. Cadfael se levantó para volver a llenar los vasos de vino y apartó el rostro un instante de una claridad casi insoportable.
—Bueno, como empecemos con un torneo de «os acordáis», nos pasaremos aquí hasta la hora de vísperas porque yo no he olvidado ni un solo detalle de lo que entonces aconteció. Por consiguiente, vamos a dejar esta jarra de vino a mano y así estaremos más a gusto.
Sin embargo, faltaba más de una hora para vísperas cuando Hugo puso un brusco final a los recuerdos. Entró apresuradamente en la cabaña con el rostro encendido por la emoción de la noticia. Aun así, procuró hablar en tono comedido porque no quería mostrar demasiado abiertamente su júbilo por algo que para Oliveros sería motivo de tristeza y consternación.
—Se han recibido noticias. Acaba de llegar un correo de Warwick y están comunicando la nueva al norte con toda la velocidad que permite un caballo —Cadfael y Oliveros se levantaron y contemplaron su rostro sin saber si esperar un bien o un mal, pues sabía contener sus sentimientos y su rostro, acostumbrado a guardar secretos, se mantenía impasible por cortés consideración—. Me temo —dijo Hugo— que la noticia no os agradará, Oliveros, tal como confieso que me agrada a mí.
—¿Es del sur… —preguntó serenamente Oliveros—. ¿De Londres? ¿De la emperatriz?
—Sí, de Londres. Todo se ha trastocado en un día. No habrá coronación. Ayer, mientras estaban comiendo en Westminster, los londinenses tocaron a rebato… todas las campanas de la ciudad. La ciudad se levantó en armas y se dirigió a Westminster. Han huido, Oliveros, ella y su corte han huido con lo puesto. Los hombres de la ciudad han saqueado el palacio y han arrancado incluso las colgaduras. Ella no había hecho nada para ganarse su favor, nada más que amenazas, reproches y exigencias de dinero desde que llegó. Se le ha escapado la corona de las manos por no haber tenido ni una sola palabra amable y por no haber sabido actuar con la benevolencia propia de una reina. ¡Lo siento por vos! —añadió Hugo con sinceridad—. Pero para mí es un gran alivio.
—Lo comprendo muy bien —dijo Oliveros—. ¿Por qué no ibais a alegraros? Pero ella… ¿está a salvo? ¿No la han hecho prisionera?
—No, según el mensajero, ha conseguido huir con Roberto de Gloucester y otros leales vasallos suyos, pero parece ser que los demás se han dispersado a sus propias tierras donde se sentirán más seguros. Eso es lo que nos ha dicho y la noticia tiene apenas un día. La ciudad de Londres estaba siendo acosada por el sur —explicó Hugo para justificar en cierto modo la imprudente conducta de la emperatriz— porque las fuerzas de la esposa del rey Esteban estaban cada vez más cerca. Para aliviar la presión, no tenían más remedio que expulsar a la emperatriz y flanquear la entrada a la reina. No cabe duda de que, entre las dos, preferían a esta última.
—Ya sabía yo que no era prudente… la emperatriz Matilde —dijo Oliveros—. Sabía que no podría olvidar las ofensas, por mucho que le conviniera cerrar los ojos ante ellas. La he visto despojar a un hombre de su dignidad cuando éste se ha presentado a ella, ofreciéndole humildemente su apoyo… Es más hábil para granjearse enemigos que amigos. Cuantos más necesita, tantos menos tiene. ¿Adónde se ha ido? ¿Lo sabía vuestro mensajero?
—Al oeste, hacia Oxford. Llegarán allí sanos y salvos. Los londinenses no los perseguirán hasta tan lejos. Su intención era sólo expulsarla.
—¿Y el obispo? ¿También se ha ido con ella?
Toda la empresa descansaba en los esfuerzos de Enrique de Blois y éste lo había hecho todo por ella, actuando algunas veces con una comprensible falta de escrúpulos y a cambio de un precio muy alto, pero ella había echado por tierra sus mayores esfuerzos. Esteban seguía prisionero en Bristol, y era todavía el rey coronado y ungido de Inglaterra. No era de extrañar que a Hugo le brillaran los ojos.
—Del obispo aún no sé nada. Pero sin duda se reunirá con ella en Oxford. A no ser…
—A no ser que cambie de nuevo de bando —dijo Oliveros, terminando la frase por él y soltando una carcajada—. Me parece que tendré que dejaros con más prisas de lo que esperaba —añadió con pesar—. Una fortuna sube y otra baja. Es absurdo luchar contra el destino.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó Hugo, mirándole fijamente—. Ya sabéis, supongo, que cualquier cosa que nos pidáis, vuestra es y de vos depende. Vuestros caballos están descansados. Vuestros hombres aún no se habrán enterado de la noticia y esperan vuestras órdenes. Si necesitáis provisiones para el viaje, pedid lo que queráis. Si decidís quedaros…
Oliveros sacudió la cabeza y las guedejas negro azuladas de su lustroso cabello danzaron alrededor de sus mejillas.
—Debo irme. No al norte adonde me enviaron. ¿De qué serviría eso ahora? Me voy al sur, hacia Oxford. Aparte lo que pueda ser la emperatriz, es la señora de mi señor y dondequiera que ella esté, estará él y yo iré dondequiera que él vaya.
Ambos se miraron en silencio un instante y Hugo dijo en voz baja, citando las recordadas palabras:
—A decir verdad, ahora que os he conocido, no esperaba menos de vos.
—Iré a despertar a mis hombres y ensillaremos nuestros caballos. ¿Iréis a vuestra casa antes de que me vaya? Debo despedirme de vuestra esposa.
—Os seguiré —contestó Hugo.
Oliveros se volvió a mirar a Cadfael en silencio mientras una fugaz sonrisa iluminaba por un momento la grave solemnidad de su semblante.
—¡Hermano, recordadme en vuestras plegarias! —dijo. Después, ofreció de nuevo la tersa mejilla en gesto de despedida y, mientras el monje lo besaba, abrazó con impulsiva vehemencia a Cadfael—. ¡Hasta que volvamos a vernos en mejores circunstancias!
—¡Id con Dios! —dijo Cadfael.
Oliveros se alejó corriendo por el camino de grava sin sentirse en modo alguno desanimado o abatido. Estaba hecho tanto para el triunfo como para el fracaso. Al llegar a la esquina del seto del boj, volvió la cabeza y saludó con la mano antes de desaparecer.
—¡Desearía con toda mi alma que perteneciera a nuestro bando! —dijo Hugo—. ¡Hay algo muy curioso, Cadfael! ¿Querréis creer que, cuando se ha vuelto a mirar, he visto algo de vos en él? La manera de inclinar la cabeza, algo…
Cadfael también estaba contemplando desde la puerta el lugar donde había visto el último reflejo de su cabello negro azulado y desde el que había escuchado el último eco de sus pies sobre la grava.
—Oh, no —replicó Cadfael con aire ausente—, es la viva imagen de su madre.
Unas palabras indiscretas. ¿Indiscretas por distracción o con intención?
El silencio que se produjo a continuación no le turbó lo más mínimo porque él estaba sacudiendo suavemente la cabeza como si todavía contemplara aquella visión que le acompañaría todos los días de su vida y que quizá por la gracia de Dios y de sus santos podría hacerse nuevamente carne para él por tercera vez. Era algo que rebasaba con mucho sus merecimientos, pero los milagros ni se pesan ni se miden sino que son tan imprevistos como los relámpagos.
—Recuerdo —dijo Hugo con deliberada lentitud, intuyendo que le estaba permitido hacer conjeturas y que simplemente había oído lo que tenía que oír—, recuerdo que me habló de alguien en cuyo honor respetaba profundamente la orden benedictina… alguien que le había tratado como a un hijo…
Cadfael se movió, miró a su alrededor y esbozó una sonrisa mientras contemplaba los absortos y pensativos ojos de su amigo.
—Siempre tuve intención de revelaros algún día —dijo tranquilamente— lo que él no sabe ni jamás sabrá por mi boca. Oliveros es mi hijo.