I

e encontraban juntos en la cabaña del herbario de fray Cadfael la tarde del veinticinco de mayo, conversando sobre altas cuestiones de estado, sobre reyes y emperatrices y sobre las inciertas fortunas que acosaban a los irreconciliables pretendientes a los tronos.

—¡Bien, la dama aún no ha sido coronada! —dijo Hugo Berengario casi con tanta firmeza como si ya hubiera descubierto el medio de impedirlo.

—Ni siquiera ha llegado a Londres —convino Cadfael, removiendo cuidadosamente la marmita sobre los carbones del brasero para evitar que la cocción hirviera contra los costados y se quemara—. No será coronada hasta que le permitan entrar en Westminster, cosa que, por lo que parece, no tienen demasiada prisa en hacer.

—Allí donde luce el sol se congregan todos los que tienen frío —dijo tristemente Hugo—. Mi causa, amigo mío, no está iluminada por el sol. Cuando Enrique de Blois mude de alianza, todos los hombres le seguirán como hambrientos acurrucados en una misma cama. Si levanta el cobertor, irán tras él, agarrados al dobladillo.

—No todos —objetó Cadfael, esbozando una leve sonrisa sin dejar de remover la cocción—. Vos, no. ¿Creéis que sois el único?

—¡Líbreme Dios de pensar tal cosa! —contestó Hugo, soltando una repentina carcajada que disipó su abatimiento.

Se alejó de la puerta abierta donde la luz pura extendía un suave brillo dorado sobre los arbustos y los planteles del huerto de hierbas medicinales; el húmedo aire meridiano transportaba una embriagadora languidez de intensas y deliciosas fragancias. Volvió a acomodar su cenceña figura en el banco adosado a la pared de madera, estirando los pies calzados con botas sobre el suelo de tierra. Era un hombre bajo, pero sólo en un sentido, lo cual no empañaba para nada su considerable prestancia. Su modesta estatura y su liviano peso habían engañado a más de un hombre que más tarde tuvo que lamentarlo. La luz del exterior, impulsada por la brisa que mecía los arbustos, se reflejaba desde uno de los grandes jarros de vidrio de Cadfael, iluminando con sus destellos un moreno y enjuto rostro pulcramente rasurado, con una curvada boca y unas ágiles cejas negras que podían arquearse escépticamente hacia su corto cabello negro. Un rostro elocuente e inescrutable a la vez. Fray Cadfael era uno de los pocos que sabían leerlo. Cabía dudar que Aline, la esposa de Hugo, le comprendiera mejor. Cadfael tenía sesenta y dos años y a Hugo aún le faltaban uno o dos para los treinta, pero, unidos en amable compañerismo entre las hierbas de la cabaña de Cadfael, ambos se sentían coetáneos.

—No —dijo Hugo, pensando en las circunstancias y experimentando un cauteloso consuelo—, en absoluto. Aún quedamos unos cuantos y no estamos tan mal situados como para no poder conservar lo que tenemos. La reina se encuentra en Kent con su ejército. Roberto de Gloucester no dará media vuelta para venir a perseguirnos aquí, estando ella tan cerca de los límites meridionales de Londres. Y, mientras el galés de Gwynedd nos proteja las espaldas contra el conde de Chester, podremos conservar este condado para el rey Esteban y esperar a ver qué ocurre. La fortuna que cambió puede volver a cambiar. Y la emperatriz aún no ha sido coronada reina de Inglaterra.

Pese a ello, pensó Cadfael, removiendo en silencio la cocción para las doloridas pantorrillas de fray Aylwin, todo permitía suponer que muy pronto lo sería. Tres años de guerra civil entre unos primos que aspiraban a la soberanía de Inglaterra no habían conseguido reconciliar a ambos bandos, fomentando en su lugar la inseguridad, el pillaje y los asesinatos entre el pueblo. El artesano de la ciudad, el campesino de la aldea y el siervo de la gleba se alegrarían de que un monarca, cualquiera que éste fuera, les garantizara un país sereno y en paz en el que pudieran llevar adelante sus modestas tareas. Pero, para un hombre como Hugo, la cuestión no era tan indiferente. Él era vasallo del rey, vasallo del rey Esteban, y ahora se había convertido también en el gobernador del condado de Shrop, y estaba obligado a conservarlo en nombre del rey. Pero su rey se hallaba prisionero en el castillo de Bristol tras perder la batalla de Lincoln. Un solo día de febrero de aquel año había sido testigo de un cambio radical en lo que a los dos pretendientes al trono se refería. La emperatriz Matilde se había visto ensalzada hasta las nubes y Esteban, a pesar de haber sido coronado y ungido, se encontraba en un estercolero, sometido a una estrecha vigilancia mientras su hermano Enrique de Blois, obispo de Winchester y legado papal, el más influyente de los prelados y hasta entonces firme partidario de su hermano, se debatía en la duda. Podía convertirse en un héroe y mantener firmemente su alianza, atrayéndose de este modo la antipatía de una dama cada vez más poderosa y peligrosa, o recoger velas y amoldarse al cambio de fortuna, acercándose a su bando. Con mucha discreción, por supuesto, y con unos argumentos esmeradamente preparados para que su nueva lealtad resultara respetable. Pero también cabía la posibilidad, pensó Cadfael, dispuesto a ser justo incluso con los obispos, de que Enrique estuviera sinceramente preocupado por la paz y el orden y quisiera respaldar a cualquiera de los dos contendientes que pudiera restablecerlos.

—Lo que más me molesta —dijo Hugo con inquietud— es la falta de noticias fidedignas. Corren muchos rumores y cada uno de ellos invalida el anterior, pero no se puede confiar en ninguno. Estaré más tranquilo cuando el abad Radulfo regrese a casa.

—Todos los monjes se alegrarán de ello —convino fervientemente Cadfael—. Exceptuando tal vez a Jerónimo, que se siente superior cuando el prior Roberto gobierna la abadía; se lo ha pasado muy bien durante las semanas transcurridas desde que el abad Radulfo fue llamado a Winchester. Sin embargo, os puedo asegurar que los demás no apreciamos tanto el gobierno de Roberto.

—¿Cuánto tiempo lleva ausente? —preguntó Hugo—. ¡Unas siete u ocho semanas! El legado mantiene constantemente su corte bien abastecida de mitras. Toda esta pompa le ayuda en cierto modo a codearse con la emperatriz. Enrique no es un hombre muy dado a inclinarse ante los príncipes y necesita todo el respaldo posible.

—No obstante, algunos de sus clérigos se han dispersado —dijo Cadfael—. Puede que, de este modo, haya conseguido llegar a un acuerdo. O puede que se engañe. El padre abad nos ha enviado noticias desde Reading. Dentro de una semana tendría que estar aquí. Difícilmente podríais encontrar un mejor testigo.

El obispo Enrique había tenido buen cuidado en mantener firmemente en sus manos la dirección de los acontecimientos. El hecho de haber convocado en Winchester a todos los prelados y abades mitrados a principios de abril y de haber calificado la reunión de concilio episcopal y no de simple asamblea eclesial, le había asegurado la supremacía en las subsiguientes deliberaciones. También le daba precedencia sobre el arzobispo Teobaldo de Canterbury, el cual era superior en los asuntos sociales de carácter puramente inglés, cosa que probablemente no tenía demasiada importancia. Cadfael dudaba de que Teobaldo se hubiera molestado por ello. Era un hombre tranquilo y timorato que seguramente se alegraba de ocupar un lugar en la sombra y de dejar todas las responsabilidades en manos del legado.

—Lo sé. En cuanto me explique lo ocurrido allí abajo, podré tomar las debidas disposiciones. Aquí estamos muy alejados y la reina, que Dios guarde, ha conseguido reunir un considerable ejército, ahora que los flamencos que escaparon de Lincoln se han unido a sus fuerzas. Removerá cielo y tierra para sacar a Esteban de su encierro, a cualquier precio, sea justo o injusto. Es mucho mejor soldado que su esposo —dijo Hugo con absoluta convicción—. Aunque no hay nadie que supere a nuestro rey en el campo de batalla… bien sabe Dios que habría que buscar por toda Europa para encontrar a alguien como él. Le vi en Lincoln… ¡un auténtico prodigio! Sin embargo, ella es mejor general, eso sí. Persigue su objetivo hasta el final mientras que él se cansa y se va en busca de cualquier otra presa. Dicen, y yo lo creo, que la reina está estrechando cada vez más su cerco a Londres, al sur del río. Cuanto más se aproxima su rival a Westminster, tanto más estrechará el dogal.

—¿Y es cierto que los londinenses han accedido a permitir la entrada de la emperatriz? Nos han dicho que llegaron tarde al concilio y que hicieron una débil defensa de Esteban antes de dejarse convencer. Hace falta un corazón muy esforzado para enfrentarse cara a cara con Enrique de Winchester —admitió Cadfael con un suspiro.

—Han accedido a permitirle la entrada, lo cual equivale a un reconocimiento. Pero, según tengo entendido, están discutiendo las condiciones de la entrada. Todas las demoras valen más que el oro para mí y para Esteban. ¡Si, por lo menos, pudiera introducir a un hombre de valía en Bristol! —dijo Hugo mientras la luz ondulaba iluminando ahora de lleno todos los rasgos de su apasionado y elocuente rostro—. Hay medios de entrar en los castillos e incluso en las mazmorras. Dos o tres hombres expertos lo podrían hacer. Un puñado de oro a un carcelero descontento… Muchos reyes han sido rescatados en anteriores ocasiones, incluso estando encadenados, y él no está encadenado. Pero la emperatriz aún no ha llegado tan lejos. ¡Estoy soñando, Cadfael! Mi misión está aquí y bastante me cuesta estar a la altura de las circunstancias. No tengo ningún medio de intervenir en los asuntos de Bristol.

—Una vez en libertad —dijo Cadfael—, vuestro rey necesitará tener bien aprestado este condado.

Apartando a un lado la marmita para que se enfriara sobre una plancha de piedra que tenía dispuesta al efecto, Cadfael se enderezó y notó que la espalda le crujía levemente. En algunos pequeños síntomas sin importancia advertía el peso de los años, pero, una vez erguido, se sentía tan ágil y enérgico cómo siempre.

—Ya he terminado aquí de momento —continuó diciendo, Cadfael, frotándose las manos para sacudirse el polvo—. Salgamos fuera y os mostraré las flores que vamos a cortar para los festejos de Santa Winifreda. El padre abad llegará a tiempo para presidir las ceremonias de San Gil. Tendremos que atender a un montón de peregrinos.

Cuatro años antes, habían trasladado el relicario de la santa galesa desde Gwytherin, donde estaba enterrada, para depositarlo en el altar de la iglesia del hospital de San Gil junto al suburbio de la barbacana de Shrewsbury donde se albergaban los enfermos, los infectados, los lisiados y los leprosos que no podían entrar en la ciudad. Desde allí habían trasladado el féretro con todo esplendor a su altar de la iglesia de la abadía para que fuera venerado y la santa bendijera y sanara a todos los que acudieran reverentemente en demanda de ayuda. Aquel año querían repetir la procesión desde San Gil y abrir su altar a cuantos acudieran con sus oraciones y ofrendas. Cada año la santa atraía a multitud de peregrinos. Y aquel año los peregrinos serían una legión.

—Cualquiera diría que se trata de los preparativos para una boda —dijo Hugo de pie entre los planteles de flores que empezaban a cambiar los tímidos y suaves colores de la primavera por las exuberantes tonalidades del verano.

Los setos de avellanos y espinos derramaban plateados pétalos y dejaban colgar sus pálidos amentos verdegrises alrededor del recinto que cercaban; las prímulas crecían entre la hierba del contiguo prado y los iris formaban un apretado racimo de capullos. Hasta las rosas mostraban unos erguidos capullos a punto de abrirse. En el vallado refugio del huerto medicinal de Cadfael, las abultadas esferas de las peonías ya estaban empezando a romper sus verdes vainas. Cadfael utilizaba sus semillas con fines medicinales y fray Pedro, el cocinero del abad, las empleaba como condimento en la cocina.

—Es algo que se parece mucho a una boda —dijo Cadfael, contemplando con satisfacción el fruto de sus esfuerzos—. Una perpetua e inmaculada boda. Esta doncella galesa fue virgen hasta el día de su muerte.

—¿Y vos la habéis casado después?

La irónica pregunta fue como una especie de revulsivo que les apartó de los graves asuntos de estado. En un huerto como aquél, un hombre podía creer en la paz, la fecundidad y la concordia. Sin embargo, el súbito silencio que se produjo hizo que Hugo se volviera a mirar a su amigo casi a hurtadillas antes incluso de que éste le diera la indiscreta respuesta. Indiscreta por distracción o con intención, cualquiera sabía.

—Casado, no —contestó Cadfael—, pero sí acostado. Y con un buen hombre, por cierto, su más honrado paladín. Se merecía esta recompensa.

Hugo arqueó inquisitivamente las cejas y contempló el tejado de la gran iglesia de la abadía en la que presuntamente dormía la dama en cuestión en un relicario sellado y colocado en un altar propio. Un hermoso féretro lo suficientemente largo como para contener a una menuda santa galesa con los pulcros y compactos huesos característicos de su raza.

—Allí no hay sitio para dos —dijo en voz baja.

—Para dos de nuestra talla no, por supuesto. Pero lo había en el lugar donde los colocamos.

Cadfael observó que Hugo le escuchaba con interés, aunque no le comprendiera.

—¿Me estáis diciendo —preguntó Hugo en un susurro— que la santa no se encuentra en este soberbio relicario donde todo el mundo sabe que está?

—¿Acaso puedo yo saberlo? Muchas veces he deseado poder estar simultáneamente en dos lugares. Eso es muy difícil para mí, pero puede que no lo sea para una santa. Tres noches y tres días estuvo allí dentro, eso me consta. Es muy posible que haya dejado algún retazo de su santidad en él… aunque sólo sea en gesto de agradecimiento a los que la sacamos de nuevo y la volvimos a colocar allí donde yo sigo creyendo y siempre creeré que ella quiso estar. Pese a todo —reconoció Cadfael, sacudiendo la cabeza—, siempre habrá una sombra de duda. ¿Y si la hubiera interpretado mal?

—En tal caso, sólo os queda el recurso de la confesión y la penitencia —dijo jovialmente Hugo.

—¡Eso no ocurrirá hasta que fray Marcos sea un sacerdote hecho y derecho! —El joven Marcos había abandonado la casa madre y su rebaño de San Gil para trasladarse a la casa del obispo de Lichfield donde, bajo el patrocinio de Leorico Aspley, realizaría los correspondientes estudios y vería cumplido el lejano, pero definido propósito del sacerdocio para el cual Dios le había destinado—. A él le reservo todos aquellos pecados que, tal vez equivocadamente, no considero pecados —dijo Cadfael—. Él fue mi mano derecha y un pedazo de mi corazón durante tres años y me conoce mejor que nadie. Exceptuando tal vez vos —añadió, mirando de soslayo a su amigo—. Él sabrá toda la verdad y yo abrazaré cualquier penitencia que me imponga una vez recibida la absolución. Vos podéis emitir un juicio, Hugo, pero no me podéis dar la absolución.

—Y tampoco la penitencia —dijo Hugo, soltando una carcajada—. Contádmelo, pues, y no recibiréis ninguna penitencia.

La idea de hacer una revelación confidencial resultaba inesperadamente placentera y aceptable.

—Es una larga historia[1] —le advirtió Cadfael.

—Ahora es el momento, pues ya he terminado lo que tenía que hacer aquí y puesto que no se me exige otra cosa más que atención y paciencia, no veo razón alguna para que me privéis del entretenimiento, teniendo una buena historia que contarme. Vos estáis libre hasta vísperas. Podría ser incluso meritorio que desahogarais vuestra conciencia al brazo secular. Sé guardar un secreto tan bien como cualquier confesor.

—Esperad, pues —dijo Cadfael— mientras voy por una jarra de aquel vino en proceso de maduración, y sentaos en el banco del muro norte que ahora ilumina el sol de la tarde. Será mejor que estemos cómodos mientras os cuento mi relato.

—Fue aproximadamente un año antes de conocernos —dijo Cadfael, apoyando la espalda contra la cálida y pétrea aspereza del muro del huerto—. Nos faltaba una santa en nuestra casa y envidiábamos en cierto modo a Wenlock donde la comunidad cluniacense había descubierto los restos de su santa fundadora, la sajona Milburga, lo cual nos causaba una profunda desazón. Tras recibir unos inequívocos signos, enviamos a Gales a un hermano nuestro enfermo con el fin de que se bañara en Holywell, lugar en el que la doncella Winifreda hizo brotar un manantial milagroso al morir. Su protector san Beuno la resucitó, pero el manantial siguió allí, obrando grandes prodigios. Al prior Roberto se le ocurrió la idea de ir a convencer a la población para que la doncella abandonara Gwytherin, donde había muerto por segunda vez y había sido enterrada, y que viniera a traernos su gloria a Shrewsbury. Yo formé parte de la comitiva que Roberto llevó consigo cuando fue a exponer su propósito a la parroquia de allí, para que aquella gente nos cediera los restos de la santa.

—Todo eso lo sé muy bien porque es lo que sabe todo el mundo —dijo Hugo, tras haberle escuchado atentamente.

—¡Por supuesto! Pero vos no sabéis el final. Había en Gwytherin un señor galés que se opuso a que turbaran el descanso de la doncella y no se dejó convencer ni sobornar, ni amenazar. Y aquel hombre murió, Hugo… asesinado. Por uno de nosotros, un monje de alto linaje que ya tenía los ojos puestos en una mitra. Y, cuando ya estábamos a punto de acusarle, hubo que elegir entre su vida y otra mejor. Ciertos jóvenes del lugar corrían peligro por su culpa: la hija del muerto y su enamorado. Al ver a su amada herida y ensangrentada, el joven perdió la cabeza. Era más fuerte de lo que pensaba y le rompió el cuello al asesino.

—¿Cuántos conocen la historia? —preguntó Hugo, contemplando los capullos de rosa con los ojos entornados.

—Pues, resultó que sólo lo supimos los enamorados, el muerto y yo. Y santa Winifreda, que había sido desenterrada de su sepulcro y yacía en aquel féretro que vos y todos conocemos. Ella lo sabía. Estaba allí. En cuanto la levanté —dijo Cadfael—… fui yo quien la levantó de la tierra y la devolví a ella, de lo cual todavía me alegro… en cuanto contemplé aquellos frágiles huesos, sentí en los míos que sólo deseaban descansar en paz donde estaban. Era un pequeño y solitario cementerio con una iglesita largo tiempo abandonada; las flores tapizaban la hierba por todas partes y los humildes montículos de las sepulturas estaban cubiertos de verdor. ¡Aquello era suelo galés! La doncella era galesa como yo, su iglesia pertenecía al antiguo credo, ¿qué sabía ella de este desconocido condado inglés? Yo tenía que defender a los dos jóvenes. ¿Quién hubiera aceptado su palabra o la mía contra toda la fuerza de la Iglesia? Hubieran cerrado filas para ocultar el escándalo y enterrar al mozo con él, a pesar de que sólo era culpable de haber defendido a su amada. Entonces tomé ciertas medidas.

Los móviles labios de Hugo se torcieron en una mueca.

—¡Me dejáis asombrado! ¿Y cuáles fueron esas medidas? Teniendo que responder de la muerte de un monje y amansar al prior Roberto…

—Bueno, Roberto es más cándido de lo que él cree y, además, el monje muerto me prestó un gran servicio. Se había afanado mucho en crearse una fama de santidad, nos comunicaba los mensajes de la santa… fue él quien nos dijo que la propia Winifreda quería ofrecer el sepulcro que ella abandonaba al hombre asesinado… se sumía en sueños hipnóticos y suplicaba abandonar este mundo y ser conducido a la dicha celestial… y le hicimos el pequeño favor. El monje había mantenido una solitaria vigilia nocturna en la antigua iglesia y, por la mañana, cuando terminó la vigilia, su hábito y sus sandalias fueron encontrados al pie del reclinatorio en medio de una suave fragancia y una lluvia de flores. Él mismo había afirmado que la santa se le había aparecido de esta guisa. ¿Por qué no iba el prior Roberto a recordarlo y creerlo? Su cuerpo había desaparecido. ¿Qué razón había para buscarlo? ¿Acaso era concebible que un humilde monje de nuestra casa hubiera huido por los bosques galeses tan desnudo como su madre lo trajo al mundo?

—¿Me estáis diciendo —preguntó cautelosamente Hugo—, que lo que hay en el relicario de allí no es… ¿Eso significa que el féretro aún no había sido sellado?

Sus cejas casi rozaron el negro mechón de cabello que le caía sobre la frente, pero su voz era suave y no mostraba demasiada sorpresa.

—Bueno… —Cadfael se retorció la chata y morena nariz entre el índice y el pulgar—. Sellado sí lo estaba, pero hay ciertas maneras de manejar los sellos de tal modo que queden intactos. Es una de las más dudosas habilidades que conservo, aunque en aquel momento me alegré de poseerla.

—¿Y volvisteis a colocar a la doncella en el lugar que le correspondía, junto con su paladín?

—Era un hombre bueno y honrado y habló noblemente en favor de la santa. Seguro que ella no le quiso escatimar un poco de sitio. Siempre he pensado —confesó Cadfael— que la doncella no estuvo disconforme con nuestra acción. Desde entonces ha mostrado su poder en Gwytherin, obrando numerosos milagros, por lo que, no creo que esté enojada. Sin embargo, me preocupa un poco que hasta ahora no haya querido favorecernos con algún signo extraordinario de su protección que pueda alegrar a Roberto y librarme a mí de la inquietud que siento. Bueno, algunas cosas sí ha hecho, pero nada digno de especial mención. ¿Y si yo la hubiera disgustado? Yo lo tendría bien merecido porque sé lo que hay allí dentro, en el altar… ¡entono el mea culpa si hice mal! Pero ¿y los inocentes que no lo saben y vienen de buena fe, esperando de ella alguna gracia? ¿Y si yo hubiera sido el instrumento de esta pérdida y privación?

—Ya veo —dijo comprensivamente Hugo— que fray Marcos tendrá que darse prisa en ser ordenado sacerdote y venir cuanto antes a libraros de este peso. A no ser —añadió, esbozando una radiante sonrisa de soslayo— que santa Winifreda se compadezca primero de vos y os envié una señal.

—Aún no acierto a ver qué otra cosa hubiera podido hacer —dijo Cadfael en tono meditabundo—. Fue un final que satisfizo a todo el mundo, tanto aquí como allí. Los jóvenes podían casarse y ser felices, la aldea conservaba a su santa y ella se encontraba rodeada de su propio pueblo. Roberto tenía lo que había ido a buscar… o creía tenerlo, que para el caso es lo mismo. Y la abadía de Shrewsbury podría celebrar su fiesta con muchas probabilidades de llenar la hospedería y de adquirir una considerable cantidad de gloria y honor. Si ella quisiera mirarme con indulgencia y guiñarme el ojo para hacerme saber que obré según su voluntad…

—¿Y nunca le habéis dicho nada a nadie?

—Ni una sola palabra. Sin embargo, toda la aldea de Gwytherin lo sabe —reconoció Cadfael con una reminiscente sonrisa—. No se dijo a nadie, nadie tenía que decir nada, pero todos lo supieron. No faltó ni uno solo de sus habitantes cuando tomamos el relicario para llevárnoslo a casa. Nos ayudaron a transportarlo en un carrito que ellos mismos hicieron. Roberto pensó que los había domesticado, incluso a los que más reacios se mostraron al principio. Fue una gran alegría para él. ¡En el fondo es un inocente! Sería una lástima decepcionarlo ahora que está ocupado escribiendo un libro sobre la vida de la santa y el modo en que él la trajo de Shrewsbury.

—Yo no tendría el valor de darle ese disgusto —dijo Hugo—. Cuanto menos se diga, mejor para todos. A Dios gracias, yo no tengo nada que ver con el derecho canónico, bastantes quebraderos me da el derecho civil de una tierra en la que casi no impera el derecho —no era necesario añadir que Cadfael podía estar tranquilo con respecto al secreto; era algo que ambos daban por descontado—. En fin, vos habláis la lengua de la santa y estoy seguro de que ella os comprendió tanto con palabras como sin ellas. ¿Quién sabe? Cuando tengan lugar los festejos… ¿el día vigésimo segundo de junio me habéis dicho?… puede que se compadezca de vos y os envíe un gran milagro para tranquilizaros la conciencia.

Bien hubiera podido hacerlo, pensó Cadfael una hora más tarde cuando obedeció a la llamada de la campana de vísperas. No es que él mereciera tal señal y honor, pero sin duda habría alguien entre la incesante corriente de peregrinos que lo merecía y no podía ser rechazado en justicia. Él lo aceptaría con absoluta humildad y se alegraría de ello. ¿Qué importaba que estuviera a dos leguas de distancia en lo poco que quedaba de su cuerpo? En su vida había sido un cuerpo milagroso brutalmente muerto y vuelto a resucitar, ¿qué límites de espacio y tiempo se podían imponer a semejante ser? Si ella quisiera, podría permanecer tranquilamente en su tumba con Rhisiart, arrullada por el canto de los pájaros desde las ramas de los espinos, y estar incorpóreamente en Shrewsbury como una minúscula llama espiritual en el féretro del indigno Columbano, el cual había cometido un asesinato no por la exaltación de la santa sino por la suya propia.

Fray Cadfael acudió al rezo de vísperas curiosamente aliviado por el hecho de haberle revelado a su amigo un secreto anterior a la época en que ambos se habían conocido, al principio como antagonistas en potencia que caminaban con pies de plomo, tratando sutilmente de engañarse el uno al otro hasta que, al final, descubrieron cuántas cosas tenían en común, el más viejo (sólo en su fuero interno reconocía Cadfael que había superado en cierto modo la flor de la edad) y el más joven que, dotado de una enorme astucia e ingenio, se disponía a crearse un porvenir y ganarse una esposa. Consiguió ambas cosas porque ahora era el gobernador indiscutible del condado de Shrop, aunque bajo un rey cautivo e impotente, y allá en la ciudad, junto a la iglesia de Santa María, su esposa y su hijo de un año constituían su nido de felicidad personal cuando cerraba la puerta a sus obligaciones públicas.

Cadfael pensó en su ahijado, el saludable diablillo que ya recorría con sus torpes piernecitas las estancias de la casa de Hugo, se encaramaba sin ayuda a las rodillas de su padrino y sabía emitir sonidos humanos de aprobación, indignación y afecto. Todo hombre le pide al Cielo un hijo. Hugo tenía el suyo, el más prometedor vástago que jamás hubiera brotado de un tronco. Y Cadfael tenía, por poderes, un hijo en Dios.

En fin de cuentas había en el mundo una enorme felicidad humana, incluso en un mundo tan desgarrado y despedazado por los conflictos, la crueldad y la codicia. Siempre fue así y siempre lo sería. Que así fuera, con tal de que jamás se apagara la indómita chispa de la alegría.

En el refectorio, después de la cena y la acción de gracias, en el reconfortante calor y la persistente luz de finales de mayo, cuando ya estaban empujando los bancos hacia atrás para levantarse de la mesa, el prior Roberto Pennant se levantó de su sitio, irguiendo su alta figura de enjuto y austero prelado con su tonsura de plata y sus rasgos marfileños.

—Hermanos, he recibido otro mensaje del padre abad. Ha llegado a Warwick en su camino de regreso a casa y espera reunirse con nosotros el cuarto día de junio o tal vez antes. Nos pide diligencia en la preparación de los festejos de la traslación de nuestra benignísima patrona santa Winifreda —quizá el abad le hubiera transmitido semejantes instrucciones, movido por el deber, pero era Roberto el que había hecho especial hincapié en ello, habida cuenta de que se consideraba el patrón de su patrona. Su mirada aristocrática recorrió las mesas del refectorio, posándose en las cabezas más intensamente comprometidas con las celebraciones—. Fray Anselmo, ¿ya tenéis la música preparada?

Fray Anselmo el chantre, cuya mente raras veces se alejaba de los neumas y los instrumentos por un espacio superior a unos cuantos segundos consecutivos, levantó vagamente los ojos, despertó a la pregunta y miró desconcertado al prior.

—Ya tengo a punto todo el orden de la procesión y el oficio —contestó amablemente, asombrándose de que alguien pudiera considerar necesario preguntárselo.

—Y vos, fray Dionisio, ¿ya habéis adoptado disposiciones para alojar y dar de comer a los peregrinos que este año vendrán sin duda en gran número? Necesitaremos todos los catres y platos que podamos reunir.

Fray Dionisio el hospitalario, acostumbrado a los temores de los legos en la materia y firme gobernador de sus propios dominios, contestó tranquilamente que ya tenía todas las provisiones necesarias y que, además, contaba con reservas suficientes para satisfacer cualquier imprevisto.

—Habrá que atender también a muchos enfermos porque para eso vienen precisamente.

Fray Edmundo el enfermero, sin esperar a que lo nombraran, dijo un tanto irritado que ya había tenido en cuenta la probable necesidad y estaba preparado para hacer frente a la demanda de camas y medicinas. Añadió de paso que fray Cadfael ya le había proporcionado un buen surtido de todos los remedios más habituales y que podría atender todas las necesidades imprevistas que pudieran surgir.

—Me parece muy bien —dijo el prior Roberto—. Bueno, pues, el padre abad tiene otra petición que hacernos antes de su regreso. Nos pide también que en todas las misas mayores se eleven plegarias por el eterno descanso de un hombre bueno,… asesinado a traición en Winchester mientras trataba de poner paz y reconciliar unos bandos enfrentados, tal como lo exige el deber cristiano.

A fray Cadfael, y tal vez también a la mayoría de los presentes, le pareció por un instante que la muerte de un hombre en el lejano sur no merecía tan solemne mención ni tan señalada muestra de respeto en un país en el que las muertes eran moneda corriente desde hacía mucho tiempo, desde el campo de batalla de Lincoln sembrado de cuerpos, hasta el saqueo de Worcester con sus calles ensangrentadas, además de los frecuentes asesinatos de barones por parte de condes desleales, y los sórdidos actos de bandidaje perpetrados en las aldeas en las que ya no imperaba la ley. Después, Cadfael volvió a examinar la cuestión, mirándola con los perspicaces ojos del abad. Precisamente en la ciudad en la que los prelados y los barones se habían reunido para discutir sobre asuntos de paz y soberanía, un hombre bueno había sido asesinado mientras trataba de impedir que un bando le apretara la garganta al otro. A los pies, por así decirlo, del obispo y legado papal. Un sacrilegio tan infame como si lo hubieran asesinado en las gradas del altar. No era la muerte de un hombre sino el amargo símbolo del desprecio de la ley y el abandono de toda esperanza de reconciliación. Así lo había interpretado Radulfo y así quería que se recordara en los oficios de su abadía. Era un solemne tributo al difunto, un memorial enviado al Cielo.

—Se nos pide —dijo el prior Roberto— una acción de gracias por este esfuerzo y unas oraciones por un tal Rainaldo Bossard, un caballero al servicio de la emperatriz Matilde.

—Uno del bando enemigo —dijo dubitativamente un joven novicio, comentando más tarde la cuestión en el claustro.

En aquel condado ya estaban acostumbrados a hacer suya la causa del rey que lo había tenido bajo sus dominios durante cuatro años, protegiéndolo del caos que asolaba buena parte del resto de Inglaterra.

—No hay que hablar así —contestó enojado fray Pablo, el maestro de los novicios, reprendiéndole amablemente—. Ningún hombre bueno y honrado es un enemigo, aunque pertenezca al bando contrario en este desacuerdo. Las lealtades de este mundo no son para nosotros aunque las debemos considerar un auténtico valor que vincula a los que están obligados a ellas de la misma manera que los votos nos obligan a nosotros. Las pretensiones de estos dos primos son válidas, cada una a su modo. No es un delito haber sido fiel al rey o a la emperatriz. Ése debía de ser sin duda un hombre digno, de lo contrario el padre abad no lo hubiera encomendado a nuestras oraciones.

Fray Anselmo, estudiando con aire pensativo las sílabas del nombre, y marcando con la mano el ritmo resultante sobre la piedra del banco en el que se hallaba sentado, repitió suavemente para sus adentros:

—Rainaldo Bossard, Rainaldo Bossard…

El repetido yambo permaneció en el oído de Cadfael y se abrió paso poco a poco hasta su mente. Un nombre que todavía no significaba nada para nadie y que no tenía forma ni rostro ni edad ni carácter; simplemente un nombre, lo cual era equivalente a un alma sin cuerpo o a un cuerpo sin alma. El nombre le acompañó hasta su celda del dormitorio mientras rezaba sus últimas oraciones y se sacudía las sandalias de los pies antes de acostarse para dormir. Tal vez el nombre conservó el ritmo en su mente dormida sin necesidad de un sueño que lo albergara porque lo primero que supo de la tronada fue el silencioso fulgor duplicado de un relámpago que trazó el mismo yambo que le despertó de golpe con los ojos todavía cerrados mientras aguardaba la respuesta del trueno. El trueno tardó tanto en producirse que Cadfael pensó que lo había soñado, pero al final, lo oyó como desde muy lejos y, sin embargo, con un sonido extrañamente siniestro. Más allá de sus párpados cerrados, el silencioso relámpago brilló y se apagó, y los ecos contestaron muy tarde y muy quedo, como desde muy lejos…

Desde tan lejos tal vez como aquella famosa ciudad de Winchester en la que se habían debatido cuestiones tan trascendentales; un lugar que Cadfael jamás había visto y probablemente no vería jamás. Una amenaza desde una ciudad tan distante no podía sacudir los cimientos de allí y ni siquiera los corazones, del mismo modo que unos truenos tan lejanos no podían derribar las murallas de Shrewsbury. Pese a ello, el constante murmullo de aquel desasosiego aún perduraba en sus oídos cuando se durmió.