XIV

os tres atacantes se apartaron instintivamente antes de darse cuenta de que tenían que habérselas con un solo hombre. Lo comprendieron cuando todavía no se habían alejado demasiado. Permanecieron inmóviles como bestias de presa y después empezaron a moverse en lento círculo, sin la menor intención de retirarse. Tenían que sopesar cuidadosamente los pros y los contras de aquella inesperada situación. Tenían que enfrentarse con dos hombres y un cuchillo, y conocían al segundo hombre tan bien como al primero. Habían convivido con ellos varios días en el mismo lugar, utilizando el mismo dormitorio y el mismo refectorio. Dedujeron que sus víctimas les habían reconocido al igual que ellos lo habían hecho. Las sombras del crepúsculo difuminaban los rasgos de los rostros, pero a un hombre se le reconoce por algo más que por la cara.

—¿Lo veis? Ya os lo avisé —dijo Simeón Poer, intercambiándose unas miradas con sus compinches. Los tres se entendían con la mirada incluso en medio de aquella oscuridad—. Os dije que el otro no andaría lejos. No importa, podemos tumbar a dos con tanta facilidad como a uno.

Tras haber hecho su reclamación y haber exigido sus derechos, Mateo no dijo nada más. El árbol contra el cual estaban apoyados ambos jóvenes tenía un tronco tan grueso que no les podrían atacar por detrás. Cuando Bagot se desplazó hacia un lado, Mateo empezó a rodear el tronco poco a poco sin apartar los ojos del enemigo. Tenía que vigilar a tres atacantes y Ciaran estaba tan trastornado y derrengado que no podría hacer frente a ninguno de los tres en caso de que éstos entraran en acción, aunque sin duda se mantendría pegado al tronco sin soltar el bastón y, en caso necesario, lucharía con uñas y dientes por su maltrecha vida. Mateo curvó los labios en una amarga sonrisa al pensar que, a lo mejor, aún tendría que agradecer aquella vehemente ansia de vivir.

Desde el otro lado del tronco con la mejilla pegada a la corteza, Ciaran le dijo en voz baja:

—Hubiera sido mejor que no me siguieras.

—¿Acaso no juré ir contigo hasta el final? —replicó Mateo también en voz baja—. Yo cumplo mis promesas. Y ésta por encima de todas.

—Y, sin embargo, te hubieras podido alejar subrepticiamente. Ahora los dos somos hombres muertos.

—¡Todavía no! Si no me quisieras, no me habrías llamado.

Se produjo un momento de perplejo silencio. Ciaran no sabía por qué había pronunciado aquel nombre.

—Nos hemos acostumbrado el uno al otro —dijo Mateo con expresión sombría—. Tú me reclamaste como yo ahora te reclamo a ti. ¿Crees que voy a permitir que otro hombre se apodere de ti?

Los tres malhechores se habían reunido a deliberar sin quitarles los ojos de encima.

—Ahora vendrán —dijo Ciaran con apagada desesperación.

—No, esperarán a que oscurezca.

No tenían prisa. No habían hecho ningún movimiento amenazador ni habían perdido el tiempo con palabras. Esperaban el momento más propicio con la misma paciencia de los animales de presa. Se separaron en silencio, desplegándose alrededor del claro y retrocediendo lo bastante como para ser visibles e invisibles de tal forma que su presencia y su silencio pusiera nerviosas a las víctimas. Tal como hubiera hecho un gato, implacablemente inmóvil durante horas y horas delante de una madriguera de ratones.

—No puedo resistirlo —dijo Ciaran con un débil susurro entrecortado por los sollozos.

—Eso se cura en seguida —replicó Mateo entre dientes—. Basta con que te quites esta cruz que llevas pendiente del cuello para que te veas libre de todas tus angustias.

La luz estaba a punto de desvanecerse. Sus ojos, contemplando la oscuridad de los arbustos, estaban empezando a ver movimiento donde no había ninguno y a forzar en vano la vista para quedar finalmente más perplejos que antes. La espera no podría prolongarse mucho. Los atacantes se movieron en círculo desde su escondrijo, esperando el momento en que alguna de sus víctimas mirara hacia otro lado y estuviera desprevenida. Esperaban que el primer fallo lo cometiera Ciaran, el cual ya estaba a punto de venirse abajo. Pronto, muy pronto.

Fray Cadfael se encontraba a un cuarto de legua de distancia cuando oyó el grito desesperado hacia la derecha del camino. No entendió las palabras, pero el tono de temor era inequívoco. En el silencio del bosque donde ni la más leve brisa agitaba las ramas o las hojas, los sonidos se transmitían con gran nitidez. Cadfael espoleó su cabalgadura, imaginando lo que iba a encontrar cuando llegara a la fuente de aquel lamentable grito. Todas aquellas leguas de paciente y despiadada persecución a través de media Inglaterra podían terminar ahora, apenas un cuarto de hora antes de que él pudiera hacer algo por impedirlo. Mateo habría alcanzado sin duda a un Ciaran cansado de sus austeridades penitenciales, ahora que no había nadie que pudiera verle. El joven había dicho que lo que más aborrecía era sufrir aquellas penalidades inútilmente. Ahora que estaba solo, ¿se habría quitado la pesada cruz y se habría calzado los pies? Eso si Mateo no le había sorprendido desarmado.

El segundo rumor que rompió el silencio pasó casi inadvertido para Cadfael por el propio ruido de su avance, pero percibió un estremecimiento en el bosque y se detuvo para prestar atención. El susurro de algo o alguien avanzando a trompicones entre la densa maleza con la rapidez de una flecha y después una breve confusión de gritos amortiguados y la autoritaria voz de un hombre, imponiéndose a todo lo demás. Era la voz de Mateo, no en tono de triunfo o de terror sino más bien de audaz desafío. Allí había alguien más que ellos dos, y ya no estaba muy lejos.

Cadfael desmontó y condujo su caballo al trote hacia el lugar de donde procedían los gritos. Hugo podía moverse muy rápido cuando había un motivo para ello, y en el escueto mensaje de Cadfael habría adivinado motivos más que suficientes. Habría abandonado la ciudad por el camino más directo, cruzando el puente occidental y dirigiéndose al suroeste para llegar a aquel viejo camino aproximadamente a una legua de distancia de donde ahora se encontraba Cadfael. En aquellos momentos, Hugo estaría a una media legua de allí. Cadfael ató su caballo al borde del camino para indicar que había encontrado una razón de peso para detenerse y se hallaba muy cerca de allí.

Ahora todo estaba en silencio a su alrededor. Cadfael buscó entre los arbustos un lugar por el que pudiera penetrar sin hacer ruido y empezó a avanzar instintivamente hacia el lugar de donde procedían los gritos y en el que ahora todo estaba en siniestra quietud. Poco después, distinguió un último vislumbre de luz entre las ramas y vio un claro un poco más allá.

Se detuvo al ver que una sombra pasaba en silencio entre el lugar donde él se encontraba y aquel vestigio de luz. Era alguien alto y esbelto, moviéndose como una serpiente entre los arbustos. Cadfael esperó hasta que se restableciera la leve luminosidad y entonces avanzó cuidadosamente hasta que pudo ver el claro.

En el centro había un grueso tronco de haya bajo las frondosas ramas del árbol. Vio un movimiento en la penumbra. No un hombre sino dos aparecían apoyados contra el tronco. La escasa luz arrancó un breve destello de acero y Cadfael comprendió lo que era, una daga desenvainada. Los dos estaban acorralados y más de un hombre los estaba vigilando y los tenía inmovilizados hasta que pudieran atacarlos sin dificultad. Cadfael contempló el claro en la penumbra y descubrió, tal como ya imaginaba, un grueso de hojas que ocultaba a un hombre y, en el lado contrario, otro análogo. Eran tres, probablemente todos armados, y seguramente no tramaban nada bueno pues andaban merodeando de noche por el bosque dispuestos a matar a quienes se cruzaran en su camino. Los tres habían abandonado las partidas de dados bajo el puente de Shrewsbury para huir en aquella dirección. Y los tres habían aparecido de nuevo en el bosque, obrando según su habitual y deshonroso proceder.

Cadfael vaciló sin saber si regresar sigilosamente al camino y esperar la llegada de Hugo o bien intentar algo por su cuenta, por lo menos para distraerlos, inquietarlos y provocar un aplazamiento que permitiera ganar tiempo hasta que llegara la ayuda. Y había decidido regresar junto a su caballo, montar y volver allí, haciendo el mayor ruido posible para que pareciera que se acercaban seis hombres a caballo y no sólo uno cuando, con desgarradora prontitud, las circunstancias le arrebataron la decisión de las manos.

Uno de los tres sitiadores saltó de su escondrijo, lanzando un impresionante grito, y corrió hacia el lado del tronco en el que un momentáneo destello de acero había indicado que por lo menos una de las víctimas iba armada. Una negra figura emergió de la oscuridad bajo las ramas para repeler el ataque, y Cadfael reconoció a Mateo. El atacante se desvió a un lado en un calculado quiebro y, al mismo tiempo, los otros dos que acechaban en la sombra se lanzaron hacia el otro lado del tronco, abalanzándose como un solo hombre contra el contrincante más débil. En medio de la confusa violencia, se oyó un atormentado grito y Mateo dio media vuelta, blandiendo la daga a su alrededor mientras extendía el otro brazo para empujar de nuevo a su compañero contra el árbol. Ciaran, a punto de desmayarse, resbaló entre los grandes y suaves baluartes del tronco y Mateo se situó encima suyo a horcajadas al tiempo que blandía la daga en todas direcciones.

Cadfael lo vio y se quedó petrificado de asombro ante el comportamiento de aquel leal enemigo. Sólo contuvo la respiración cuando los tres atacantes se acercaron en círculo a sus presas y se abalanzaron sobre ellas para golpearlas y acuchillarlas.

Cadfael se llenó los pulmones de aire y rugió a la estremecida noche:

—¡Alto ahí! ¡Apresadlos a los tres! ¡Son los malhechores que buscamos!

Armó tal alboroto que no se dio cuenta ni se sorprendió de que los ecos que en medio de su furia estaba oyendo sin prestarles la menor atención, procedían de dos direcciones distintas, desde el camino que él había dejado y desde el norte, al otro lado. Desde algún rincón de su mente comprendió que había despertado unos ecos, pero se sintió completamente solo cuando, sin dejar de rugir, extendió las mangas del hábito como si fueran las alas de un murciélago y se lanzó de cabeza contra los tres atacantes.

Había renunciado a las armas hacía mucho tiempo, pero ¿qué más daba? Aparte sus fuertes puños, todavía activos aunque un tanto reumáticos, iba desarmado. Se lanzó sobre aquel revoltijo de hombres y armas bajo el haya, agarró un capuchón, tiró de su propietario hacia atrás y retorció la tela para estrangular la garganta que rugía de rabia y dolor. Pero su voz había hecho algo más que aquella hazaña guerrera. El oscuro amasijo de humanidad se descompuso en seres separados. Dos hombres se apartaron y miraron a su alrededor en busca del origen de la alarma mientras el contrincante de Cadfael extendía un largo brazo y una peligrosa daga, cortando una franja de la deslustrada manga negra. Cadfael se colocó encima de él con todo su peso, sujetándolo por el cabello y empujándole el rostro contra el suelo, dominado por una vergonzosa sensación de júbilo. Algún día tendría que hacer penitencia por ello, pero ahora se alegraba y toda su sangre de cruzado le hervía en las venas.

Fue vagamente consciente de que estaba ocurriendo algo más de lo que él había imaginado. Oyó el inequívoco temblor de la tierra estremecida por los cascos de los caballos y una autoritaria voz dando unas órdenes cuyo significado no pudo descifrar porque estaba demasiado ocupado en la tarea de no soltar a su presa. El claro del bosque se llenó de movimiento tal como antes se había llenado de oscuridad. La criatura que tenía inmovilizada bajo su peso consiguió incorporarse y empujarlo a un lado. Cadfael soltó los pliegues de la capucha y Simeón Poer echó a correr. Había carreras por todas partes, pero ninguno de los fugitivos podría llegar muy lejos.

Simeón, el último de los tres que consiguió soltarse, buscó furiosamente a tientas entre las raíces del árbol, tropezó con un cuerpo acobardado, encontró el cordón de alguna reliquia colgante, posiblemente de alto valor, y tiró con todas sus fuerzas de él antes de incorporarse para escapar. Se oyó un salvaje grito de dolor, el cordón se rompió y el objeto resbaló hacia su mano. Simeón cargó como un toro contra los arbustos más próximos, se introdujo entre ellos y echó a correr, librándose por los pelos de unas manos que se inclinaron hacia él desde un caballo, tratando de apresarlo.

Cadfael abrió los ojos y respiró hondo. Todo el claro era un hervidero de movimiento, la oscuridad vibraba y se estremecía y la violencia seguía ordenadamente un propósito. Cadfael se incorporó y miró pausadamente a su alrededor. Estaba tendido bajo la frondosa haya y delante de él, hacia el camino en el que había dejado su caballo, alguien provisto de pedernal, daga y yesca estaba arrancando unas chispas para encender tranquilamente una antorcha. Las chispas prendieron, brillaron y se transformaron suavemente en llama. La antorcha, bien cargada de aceite y resina, aspiró la llama, una llama propia que fue creciendo y se utilizó para encender una segunda y una tercera. El claro adquirió una pequeña y redondeada forma cercada por la maleza y cubierta por las ramas del árbol.

Hugo emergió sonriendo de la oscuridad y tendió la mano a Cadfael para que se levantara. Alguien se acercó corriendo por el otro lado y se inclinó hacia él, mostrando, bajo el resplandor de las antorchas, un hermoso rostro de pronunciados pómulos, tersas mejillas, ardientes ojos dorados y un cabello tan negro azulado como las alas de un cuervo.

—Por la gracia de Dios y con la ayuda de un cabrerillo y de vuestros mugidos de toro —dijo la alegre y recordada voz—. ¡Mirad a vuestro alrededor! Habéis ganado la batalla.

Simeón Poer, mercader de Guildford, Walter Bagot, guantero, y Juan Shure, sastre, habían conseguido escapar, pero media docena de hombres de Hugo había salido en su persecución y conseguiría atraparlos para que esta vez respondieran de algo más que de unas pequeñas estafas en el mercado. La noche envolvió aquel círculo cerrado de luces de antorcha, ahora inmóvil y casi en silencio. Cadfael se levantó con la manga desgarrada y colgando de su brazo. Los tres permanecieron de pie formando un semicírculo junto al tronco del árbol.

La luz de las antorchas iluminaba las formas con toda claridad. Mateo abandonó muy despacio su coloquio entre la vida y la muerte, separó sus anchos hombros del tronco del árbol y se adelantó como un sonámbulo despertado antes de tiempo, mirando a su alrededor como si buscara algo donde agarrarse y desde donde poder orientarse. Mientras se adelantaba, apareció ante sus pies la enroscada y encogida forma de Ciaran, moviéndose débilmente con la cabeza oculta entre los brazos fuertemente doblados.

—¡Levántate! —dijo Mateo, apartándose un poco del árbol con la daga todavía en la mano. Una gota se estaba condensando en la punta del arma y otras caían profusamente de la mano que la sostenía. Sus nudillos estaban en carne viva—. ¡Levántate! —repitió—. No has sufrido ningún daño.

Ciaran se incorporó muy despacio y permaneció de rodillas, levantando a la luz un rostro sucio y cansado que ya se encontraba más allá del agotamiento y del temor. El joven no miró a Cadfael ni a Hugo sino que clavó los ojos en el rostro de Mateo con toda la impotente intensidad de la desesperación. Hugo percibió el encuentro de miradas y trató de hacer algún movimiento decisivo para romper aquella tensión, pero Cadfael apoyó una mano en su brazo y se lo impidió. Hugo miró de soslayo a su amigo y aceptó la sugerencia. Cadfael tenía sus razones.

Había sangre en el desgarrado cuello de la camisa de Ciaran, una mancha que se estaba haciendo progresivamente más grande. El mozo levantó unas manos que parecían más pesadas que el plomo y se apartó la tela de la garganta y el pecho. Alrededor del lado izquierdo del cuello tenía un sangrante corte como el que hubiera podido producirle un afilado cuchillo. El último intento de robo de Simeón Poer había arrancado la cruz a la que tan desesperadamente se aferraba Ciaran. Arrodillado en gesto de absoluta sumisión, el joven mostró su garganta.

—Aquí estoy —dijo en un apagado susurro—. Ya no puedo seguir huyendo, estoy perdido. ¡Prendedme!

Mateo contempló en silencio el terrible corte que había producido el cordón antes de romperse. El silencio era insoportable, pero él aún no tenía nada que decir y su rostro semejaba una impasible máscara bajo la trémula luz de las antorchas.

—Dice la verdad —terció serenamente Cadfael—. Es vuestro. Las condiciones de su penitencia se han quebrantado y su vida está perdida. ¡Prendedle!

No pareció que Mateo le hubiera oído, de no ser por los espasmódicos movimientos de sus labios apretados como en una especie de mueca de dolor. El joven no apartó ni un solo instante los ojos de Ciaran humildemente arrodillado ante él.

—Le habéis seguido fielmente y habéis observado las condiciones impuestas —le instó afectuosamente Cadfael—. Hicisteis una promesa. ¡Cumplid ahora la misión!

Se encontraba en terreno seguro y el acto de sumisión ya había obrado su efecto, por lo que ya no quedaba nada más por hacer. Teniendo al enemigo a su merced y pudiendo vengarse con toda justicia, el vengador se sentía desvalido y prisionero de su propia naturaleza. No quedaba en él más que una melancólica tristeza y una extraña sensación de repugnancia y hastío de sí mismo. ¿Cómo podía matar a un desdichado que, sumisamente arrodillado ante él, esperaba la muerte? La muerte ya no tenía ningún sentido.

—Ya todo ha terminado, Lucas —dijo Cadfael en voz baja—. Haced lo que debáis.

Mateo permaneció en silencio todavía unos momentos. No dio señales de que hubiera oído pronunciar su verdadero nombre porque eso ya no importaba. Tras el abandono de todo el propósito, experimentaba una profunda sensación de pérdida y vacío. Abrió la mano ensangrentada y dejó que la daga resbalara desde sus dedos hasta la hierba. Después, se alejó como un ciego, tanteando el suelo con los pies y abriéndose paso a tientas entre la cortina de arbustos hasta desaparecer en la oscuridad.

Oliveros aspiró una bocanada de aire y salió de su hipnotizado silencio, asiendo con fuerza el brazo de Cadfael.

—¿Es cierto eso? ¿Vos lo habéis encontrado? ¿Ése es Lucas Meverel?

Oliveros aceptó la palabra sin decir más y corrió hacia el lugar en el que los arbustos todavía se agitaban tras el paso de Lucas, dispuesto a correr tras él si Hugo no lo hubiera sujetado por el brazo para impedirlo.

—¡Esperad un momento! Vos tenéis también aquí una cuestión pendiente, si Cadfael está en lo cierto. Ése es sin duda el hombre que asesinó a vuestro amigo. Os debe una muerte. Vuestro es, si lo queréis.

—Es verdad —dijo Cadfael—. ¡Preguntádselo! Él os lo dirá.

Ciaran se encontraba agachado y medio caído sobre la hierba, perplejo y perdido, sin mirar a nadie y aguardando sin esperanza ni comprensión que alguien decidiera si tenía que vivir o morir y en qué humillantes condiciones. Oliveros le dirigió una inquisitiva mirada, sacudió enérgicamente la cabeza en gesto de repudio y tomó la brida de su caballo.

—¿Quién soy yo —dijo— para exigir lo que Lucas Meverel ha perdonado? Que prosiga su camino con la carga que lleva encima. Mi misión es el otro.

Tras lo cual, se alejó, guiando su caballo a través de los arbustos hasta que el crujido de las ramas cedió gradualmente paso al silencio. Cadfael y Hugo se miraron el uno al otro sin decir nada por encima de la lamentable figura agachada en el suelo.

Poco a poco, el resto del mundo regresó a la mente de Cadfael. Tres oficiales de Hugo, sosteniendo unas antorchas, contemplaban la escena en silencio junto a los caballos; no muy lejos de allí, se oyó una breve refriega y unos gritos en el momento en que uno de los fugitivos fue atrapado y hecho prisionero. Simeón Poer se había ocultado a unos cincuenta metros escasos de allí y ahora se encontraba detenido y con las muñecas atadas a la correa de cuero del estribo de un sargento. El tercero no tardaría mucho en perder la libertad. Los acontecimientos de aquella noche ya habían terminado. Aquel bosque podría ser atravesado sin peligro incluso por peregrinos descalzos y desarmados.

—¿Qué hay que hacer con él? —preguntó Hugo en voz alta, contemplando con cierta repugnancia a aquel desecho humano.

—Puesto que Lucas no le exige responsabilidades —contestó Cadfael—, yo de vos no me atrevería a inmiscuirme en este asunto. Por lo menos, algo se puede decir en su favor. No engañó ni rompió voluntariamente las condiciones ni siquiera cuando no había nadie que lo acusara. No es una virtud suficientemente grande como para justificar la defensa de una vida, pero es algo. ¿Qué otra persona tiene derecho a demandar lo que Lucas ha condonado?

Ciaran levantó la cabeza, mirando dubitativamente uno y otro rostro, todavía extrañado de que le perdonaran, aunque ahora ya empezaba a creer que aún estaba vivo. Lloraba no se sabía si de dolor o de alivio o tal vez de algo más duradero que ambas cosas. La sangre se estaba convirtiendo en una línea oscura alrededor de su garganta.

—Hablad y decid la verdad —dijo Hugo con gélida benignidad—. ¿Fuisteis vos quien apuñaló a Bossard?

Desde la pálida desintegración del rostro de Ciaran una voz vacilante contestó:

—Sí.

—¿Por qué lo hicisteis? ¿Por qué atacar al clérigo de la reina que no hizo sino cumplir fielmente su misión?

Los ojos de Ciaran ardieron por un instante mientras una fugaz chispa de pasado orgullo, intolerancia y furia se encendía como si fuera el último destello de una hoguera medio apagada.

—Llegó con altanería, hablándole a gritos al señor obispo, desafiando al concilio. Mi señor se enojó y se sintió afrentado…

—Vuestro señor —dijo Cadfael— era el prior de Hyde Mead. O eso dijisteis vos por lo menos.

—¿Cómo podía yo alegar encontrarme al servicio de alguien que me había rechazado? ¡Mentí! El propio señor obispo… estuve al servicio del obispo Enrique… gozaba de su favor. ¡Ahora lo he perdido irremisiblemente! No pude soportar la insolencia del tal Cristian contra él… Se oponía a todo lo que mi señor planeaba y deseaba. ¡Lo odiaba! Yo creía odiarlo entonces —añadió Ciaran en tono tristemente dubitativo mientras evocaba los hechos—. ¡Y creí complacer a mi señor!

—Os fallaron los cálculos —dijo Cadfael—, pues, dejando aparte otras cosas, Enrique de Blois no es un asesino. Y Rainaldo Bossard impidió vuestra maldad y eso que era un hombre de vuestro propio bando y muy estimado, por cierto. ¿Acaso el hecho de que respetara a un honrado adversario le convirtió en un traidor a vuestros ojos? ¿O acaso atacasteis al azar y matasteis sin querer?

—No —contestó una trémula voz, ya privada de su fugaz destello—. Él me contrarió y yo me enfurecí. Supe lo que hacía. ¡Me alegré… en aquel momento! —añadió Ciaran, lanzando un amargo suspiro.

—¿Y quién os impuso esta peregrinación penitencial y con qué objeto? —preguntó Cadfael—. Os garantizaron la vida con ciertas condiciones. ¿Qué condiciones? Alguien de la máxima autoridad os impuso esta carga.

—Mi señor el obispo y legado papal —dijo Ciaran experimentando por un instante la angustia de una antigua fidelidad rechazada y desterrada ya para siempre—. Nadie más lo sabía, sólo a él se lo dije. No quiso entregarme a la ley, quería que eso se olvidara por temor a que pusiera en peligro sus planes de paz en torno a la figura de la emperatriz. Pero no me perdonó. Yo procedo del reino danés de Dublín y mi otra mitad es galesa. Me ofreció enviarme bajo su protección al obispo de Bangor, el cual se encargaría a su vez de enviarme a Caergybi en Anglesey y desde allí en barco hasta Dublín. Pero tengo que recorrer descalzo todo este camino y llevar la cruz alrededor del cuello. Si alguna vez quebrantara aunque sólo fuera por un instante estas condiciones, mi vida estaría a la merced de quien quisiera arrebatármela, sin culpa ni condena. Y jamás podría regresar. Ésta era la carga.

Otra llama de afecto desterrado, ambición perdida y servicio despreciado ardió por un instante en las entrecortadas palabras y murió de desesperación.

—Y, sin embargo, si esta sentencia jamás se dio a conocer —dijo Hugo poniendo el dedo en una cuestión todavía no explicada—, ¿cómo se enteró Lucas Meverel y por qué os siguió?

—¿Qué sé yo? —la voz sonaba monótona y triste, como si estuviera al borde del agotamiento—. Lo único que yo sé es que emprendí mi camino de Winchester y, en el cruce de caminos cerca de Newbury este hombre me estaba esperando y, a partir de aquel momento, se situó a mi lado y, durante todo el viaje, me siguió los pasos como un demonio, esperando que incumpliera alguna de las condiciones de la sentencia… ¡porque la conocía al dedillo!… para arrebatarme la vida sin culpa y sin el menor escrúpulo, tal como sin duda habría hecho. Me seguía dondequiera que fuera, no me perdía ni un solo instante de vista, no me ocultaba sus propósitos, me invitaba a desviarme, a calzarme los pies, a quitarme la cruz… ¡fue mortalmente duro, señores! Se hacía llamar Mateo… ¿Decís que se llama Lucas? ¿Le conocéis? Yo no le conocía… Me acusó de haber matado a su señor a quien él estimaba y dijo que me seguiría hasta Bangor, Caergybi e incluso Dublín en caso de que me embarcara sin quitarme la cruz o calzarme los pies. Y añadió que, al final, acabaría conmigo. Ahora ya tenía lo que quería… ¿por qué se ha ido, perdonándome la vida?

Las últimas palabras denotaban un asombro y un dolor incomprensibles.

—Pensó que no merecía la pena mataros —contestó Cadfael con toda la dulzura y compasión que pudo, pero también con la mayor sinceridad—. Ahora se ha ido angustiado y avergonzado de haber perdido tanto tiempo en vos en lugar de haberlo dedicado a otras cosas de más provecho. Es una cuestión de valores. Procurad aprender lo que merece la pena y lo que no, y puede que lleguéis a comprenderlo.

—Seré un muerto mientras viva —dijo Ciaran, estremeciéndose—, sin un señor a quien servir, sin amigos, sin una causa que defender…

—Podréis encontrar las tres cosas si las buscáis. Id adonde os enviaban, llevad la carga que os condenaron a llevar y buscad en ello un significado —dijo Cadfael—. Todos tenemos que buscarlo en nuestras vidas.

Cadfael se apartó, lanzando un suspiro. No había modo de saber qué efecto podrían producir las buenas palabras o las lecciones de la vida, no había modo de averiguar si en la trastornada mente de Ciaran se albergaba algún atisbo de remordimiento o si todos sus sentimientos de aflicción se centraban tan sólo en su propia persona. Cadfael se sintió de pronto muy cansado y miró a Hugo con una sonrisa un tanto torcida.

—Ya quisiera estar en casa. ¿Qué hacemos, Hugo? ¿Podemos irnos?

Hugo contempló con el ceño fruncido al asesino confeso, tirado sobre la hierba como una serpiente con el espinazo roto, sumiso, lloroso y contemplándose las leves heridas. Un espectáculo lastimoso, aunque la lástima estuviera fuera de lugar. Y, sin embargo, era un mozo de unos veinticinco años, sano de cuerpo, bien vestido y fuerte. El viaje sería arduo y doloroso, pero no sería superior a sus fuerzas y, además, aún conservaba la sortija del obispo que le serviría de protección dondequiera que imperaba la ley. Aquellos tres salteadores de caminos ya habían sido apresados y no turbarían su camino. Ciaran llegaría sin duda al término de su viaje, por mucho tiempo que eso le llevara. Ahora carecía de sentido su falsa historia, la idea de una bendita muerte en Aberdaron y la de una sepultura entre los santos varones de Ynys Enlli; regresaría a su tierra natal e iniciaría una nueva vida. Cabía incluso la posibilidad de que hubiera cambiado y cumpliera las duras condiciones hasta Caergybi donde recalaban los barcos irlandeses e incluso hasta Dublín y hasta el término de su rescatada vida. ¿Quién sabía?

—Podéis proseguir vuestro camino desde aquí —dijo Hugo—. No tenéis que temer nada de los salteadores de caminos, y la frontera galesa no está lejos. Lo que tengáis que temer de Dios, resolvedlo con Dios.

Dicho lo cual, Hugo dio media vuelta con un movimiento tan decisivo que sus hombres comprendieron que ya todo había terminado y se congregaron alrededor de los prisioneros y los caballos.

—¿Y esos dos? —preguntó Hugo—. ¿No sería mejor que dejara a un hombre en el camino con un caballo de más para Lucas? Ha seguido a su presa a pie, pero no es necesario que vuelva con él a pie. ¿O acaso sería mejor enviar a unos hombres tras ellos?

—No es necesario —contestó Cadfael—. Oliveros se las arreglará muy bien. Volverán juntos a casa.

No abrigaba el menor temor y estaba empezando a experimentar el calor de la satisfacción. Se había evitado el mal, aunque por los pelos y a costa de algún sacrificio. Oliveros encontraría al fugitivo, tendría paciencia con él, lo seguiría en caso de que tratara de evitarlo. Lucas estaba devastado y agotado porque, de pronto, le habían arrebatado el único y obsesivo propósito de su vida durante mucho tiempo, dejándole tan sólo un doloroso vacío en lugar de aquella devoradora pasión. Oliveros se abriría paso hasta aquel desolado vacío y conseguiría con sus palabras que el destrozado corazón pudiera albergar otro afecto. Llevaba el más consolador de los mensajes de parte de Juliana Bossard, la renovada promesa de un hogar y una cariñosa bienvenida. Tenía un futuro por delante. ¿Cómo había visto Mateo-Lucas su futuro cuando vació su bolsa hasta la última moneda en la abadía antes de salir en persecución de su enemigo? Sin duda debió de pensar que aquello sería el final de la persona que hasta entonces había sido, un final absoluto más allá del cual no podía ver nada. Ahora volvía a ser joven, tenía toda una vida por delante y sólo necesitaba un poco de tiempo para volver a ser el de siempre.

Oliveros lo conduciría de nuevo a la abadía cuando consiguiera superar la peor desolación. Porque Oliveros había prometido no marcharse sin antes haber pasado un buen rato, conversando tranquilamente con Cadfael, y el corazón podía descansar seguro en las promesas de Oliveros.

En cuanto al otro… Cadfael se volvió a mirar desde la silla de su caballo, cuando ya todos habían montado, y vio por última vez a Ciaran todavía de rodillas bajo el árbol en el mismo lugar donde lo habían dejado. Tenía el rostro vuelto hacia ellos, pero los ojos parecían cerrados y sus manos estaban fuertemente cruzadas sobre su pecho. Tal vez estaba rezando o tal vez estaba simplemente experimentando con todas las partículas de su ser la vida que le habían dejado. Cuando todos nos hayamos ido, pensó Cadfael, se quedará dormido aquí mismo. No puede hacer otra cosa porque se encuentra más allá del agotamiento. Cuando se quede dormido, será como si muriera. Pero, cuando despierte, confío en que comprenda que ha vuelto a nacer.

El cortejo más lento que conduciría a los prisioneros a la ciudad empezó a reunirse, asegurando bien las correas que sujetaban a los malhechores. Los que portaban las antorchas cruzaron el claro para montar en sus cabalgaduras y apartaron la amarillenta luz que iluminaba a la figura arrodillada de tal forma que Ciaran se desvaneció poco a poco como si hubiera sido absorbido por el tronco del haya.

Hugo encabezó la marcha hacia el camino y dio la vuelta para regresar a casa.

—¡Ay, Hugo, me estoy haciendo viejo! —dijo Cadfael, bostezando—. Quiero irme a la cama.