XV
ra pasada la medianoche cuando llegaron a la caseta de vigilancia, entraron en el gran patio iluminado por la luna y oyeron los cantos de maitines desde el interior de la iglesia. Habían regresado sin prisa y sin apenas decir nada, satisfechos de poder cabalgar juntos tal como habían hecho en anteriores ocasiones durante una noche estival o un día invernal. Los oficiales de Hugo aún tardarían una hora o más en conducir a los prisioneros al castillo de Shrewsbury puesto que éstos harían el camino a pie, pero antes del amanecer Simeón Poer y sus compinches estarían a buen recaudo bajo llave.
—Esperaré con vos hasta que termine el rezo de laudas —dijo Hugo mientras ambos desmontaban en la caseta de vigilancia—. El padre abad querrá saber qué ha ocurrido. Aunque espero que esta noche no nos exija el relato de toda la historia.
—Bajad, pues, conmigo a los establos —dijo Cadfael— y yo me encargaré de desensillar y atender a este mozo mientras ellos estén dentro. Siempre me enseñaron a atender a mi cabalgadura antes de irme a descansar. Y nunca se pierde la costumbre.
En el patio del establo les bastaría la luz de la luna. El silencio de la medianoche y la quietud del aire llevaban hasta ellos todas las notas del oficio. Cadfael desensilló su caballo y lo condujo a su casilla, cubriéndolo con una ligera manta para protegerlo de cualquier posible enfriamiento, ritos todos ellos que ahora raras veces tenía ocasión de cumplir. Le hacían evocar otras cabalgaduras, otros viajes y otros campos de batalla menos venturosamente resueltos que la pequeña, pero desesperada escaramuza que acababan de perder y ganar.
Hugo le miraba de espaldas al gran patio, pero con la cabeza ladeada para seguir mejor los cantos. Sin embargo, no fue el rumor de unas pisadas acercándose lo que le indujo a volver súbitamente la vista hacia atrás, sino una esbelta sombra que avanzó silenciosamente bajo la luz de la luna sobre los adoquines y se detuvo junto a sus pies. A la entrada del patio se encontraba Melangell, intranquila y asustada, envuelta en aquel pálido resplandor.
—Hija mía —dijo Cadfael, preocupado—, ¿qué estáis haciendo fuera de vuestro lecho a esta hora?
—¿Cómo podía descansar? —contestó la joven aunque no en tono de queja—. Nadie me echará de menos, todos están durmiendo —se mantenía muy erguida, como si se hubiera pasado todas las horas transcurridas desde que Cadfael la había dejado, entregada a la tarea de borrar para siempre cualquier recuerdo que él pudiera tener de la llorosa y desesperada muchacha que había buscado la soledad en el refugio de su cabaña. Llevaba el cabello trenzado y recogido hacia arriba, iba primorosamente vestida y su rostro estaba absolutamente sereno cuando preguntó—: ¿Le habéis encontrado?
Cadfael había dejado a una niña y, al volver, había encontrado a una mujer.
—Sí —contestó Cadfael—, los hemos encontrado a los dos. No les ha ocurrido nada malo. Ambos se han separado. Ciaran proseguirá su camino solo.
—¿Y Mateo? —preguntó con firmeza la joven.
—Mateo está con un buen amigo y no le ocurrirá nada. Nos hemos adelantado a ellos, pero vendrán —ahora la muchacha tendría que aprender a llamarle con otro nombre, pero eso ya se lo diría él mismo. El futuro no sería muy fácil ni para ella ni para Lucas Meverel, dos criaturas humanas que tal vez jamás se hubieran conocido de no ser por una extraña circunstancia. ¿De no ser tal vez por la intervención de santa Winifreda? Aquella noche Cadfael estaba dispuesto a creerlo todo y confiaba en que la santa lo llevara todo hasta una conclusión satisfactoria—. Él volverá —añadió Cadfael, contemplando sus sinceros ojos en los que ya no se advertía el menor rastro de lágrimas—. No temáis nada. Está muy trastornado y necesitará toda vuestra paciencia y comprensión. No le hagáis ninguna pregunta. Cuando llegue el momento, él mismo os lo contará todo. No le reprochéis nada…
—Dios me libre de hacerle reproches —dijo la joven—. Yo fui quien obró mal.
—No, ¿qué podíais saber vos? Pero, cuando vuelva, no os extrañéis de nada. Comportaos como el que está sediento y necesita beber. Él hará lo mismo.
Melangell se volvió un poco hacia él y la luz de la luna le blanqueó el semblante como si de pronto se hubiera encendido una lámpara en su interior.
—Esperaré —dijo.
—Mejor que os vayáis a dormir, la espera puede ser más larga de lo que pensáis y él está rendido de cansancio. Pero vendrá.
—Esperaré hasta que vuelva —dijo la muchacha, sacudiendo la cabeza y esbozando una súbita sonrisa tan pálida y reluciente como una perla mientras se volvía y se alejaba en silencio en dirección al claustro.
—¿Es la muchacha de quien me hablasteis? —preguntó Hugo, volviéndose con cierto interés—. ¿La hermana del lisiado? ¿La joven de quien está enamorado aquel mozo?
—En efecto, —contestó Cadfael, cerrando una hoja de la puerta del establo.
—¿La sobrina de la tejedora?
—Pues, sí. Sin dote y de origen plebeyo —contestó Cadfael, comprendiendo el significado de la pregunta, pero sin inmutarse lo más mínimo—. ¡Sí, es cierto! Yo también soy de origen plebeyo. Dudo que un joven que se haya disgregado y recompuesto de nuevo tal como le ha ocurrido a Lucas esta noche se preocupe demasiado por esas minucias. ¡Aunque reconozco que puede haber otras! Espero que doña Juliana no tenga todavía el proyecto de casarle con la heredera de algún feudo cercano porque me temo que las cosas ya han llegado tan lejos entre esos dos que no tendría más remedio que abandonar sus planes. Un feudo o un oficio… si uno se enorgullece de ellos y cumple bien su tarea, ¿qué más da lo uno que lo otro?
—¡Vuestra estirpe plebeya dio lugar a un vástago de lo más distinguido! —exclamó Hugo con toda sinceridad—. Y estoy seguro de que esta doncella adornaría una sala palaciega con más donaire que muchas damas de alto linaje que yo he conocido. Prestad atención, ya están terminando. Será mejor que nos presentemos.
El abad Radulfo salió de maitines y laudes con su imperturbable paso habitual y se los encontró esperándole cuando abandonaba el claustro. El día de los prodigios había traído consigo una noche no menos prodigiosa, increíblemente tachonada de estrellas e iluminada por el blanco fulgor de la luna. Saliendo de la oscuridad del templo, la profusión de luz le mostró con toda claridad la serenidad y el cansancio de los dos rostros que le miraban.
—¡Habéis vuelto! —exclamó con la mirada perdida más allá de sus hombros—. ¡Pero no todos! El señor de Bretaña… dijisteis que había tomado un camino equivocado. Aún no ha regresado aquí. ¿No le habéis encontrado?
—Sí, padre, le hemos encontrado —contestó Hugo—. No le ha ocurrido nada y ha encontrado al joven que buscaba. Regresarán aquí a no tardar.
—¿Y el mal que vos temíais, fray Cadfael? Me hablasteis de otra muerte…
—Padre —contestó Cadfael—, esta noche nadie ha sufrido ningún daño a excepción de los malhechores que habían huido al bosque. Han sido apresados y los conducen al castillo. La muerte que yo temía ha sido evitada y ya no hay ninguna amenaza para nadie en aquellos parajes. Dije que, si pudiéramos alcanzar a los dos jóvenes, tanto mejor para uno y puede que para ambos. Padre, los alcanzamos a tiempo, lo que ha sido, sin duda, mucho mejor para los dos.
—Queda por explicar aquella mancha de sangre que vos y yo hemos visto —dijo Radulfo con expresión pensativa—. Dijisteis, si bien recordáis, que habíamos acogido a un asesino entre nosotros. ¿Seguís diciendo lo mismo?
—Sí, padre. Pero no el que vos suponéis. Cuando regresen Oliveros de Bretaña y Lucas Meverel, todo se aclarará porque, de momento —contestó Cadfael—, hay algunas cuestiones que todavía ignoramos. Pero lo que sí sabemos —añadió con firmeza— es que lo ocurrido esta noche ha sido lo mejor que hubiéramos podido pedir en nuestras oraciones y justo es que demos las gracias por ello.
—Entonces, ¿todo ha ido bien?
—Muy bien, padre.
—En tal caso, lo demás puede esperar a mañana. Necesitáis descansar. Pero ¿no queréis venir conmigo a comer algo y beber un vaso de vino antes de iros a dormir?
—Mi esposa estará un poco preocupada —contestó Hugo, declinando gentilmente la invitación—. Sois muy amable, padre, pero no quisiera hacerla sufrir más de lo necesario.
El abad los miró afablemente a los dos y no insistió.
—¡Dios os lo pague! —dijo Cadfael, subiendo por la suave pendiente del patio hacia la escalera del dormitorio y la caseta de vigilancia donde Hugo había dejado atado su caballo—. Me estoy durmiendo de pie y ni siquiera un buen vino me podría despabilar.
La luz de la luna ya había desaparecido, pero aún no había despuntado la del sol cuando Oliveros de Bretaña y Lucas Meverel entraron lentamente por la caseta de vigilancia de la abadía a lomos de sus cabalgaduras. Ninguno de ellos sabía a ciencia cierta hasta dónde se habían adentrado porque aquellos parajes les eran desconocidos. Incluso cuando Oliveros le dio alcance y le dirigió palabras tranquilizadoras, Lucas siguió adelante, separando los arbustos sin decir nada ni oír nada, aunque tal vez fue consciente en su fuero interno de aquella serena e implacable persecución por parte de un espíritu tolerante y bondadoso y se extrañó vagamente de ello. Cuando al final cayó rendido sobre la exuberante hierba de un prado junto al lindero del bosque, el desconocido ató su caballo a cierta distancia y se tendió a su lado, no demasiado cerca y, sin embargo, lo suficiente para que el silencioso joven supiera que estaba allí, esperando sin impacientarse. Pasada la media noche, Lucas se quedó dormido. Era lo que más necesitaba en aquellos momentos. Estaba desolado y privado de todos los impulsos que habían gobernado su vida durante los dos meses anteriores, un muerto que todavía caminaba y no acababa de morirse. El sueño fue su liberación. Entonces pudo morir de verdad a toda aquella amarga necesidad y al profundo dolor que le había devorado el corazón por la pérdida de su señor, el cual había muerto en sus brazos, en sus hombros y sobre su pecho. La mancha de sangre que no podía borrar por mucho que la lavara era su testigo. La guardó para mantener encendida la hoguera de su odio. Ahora, en el sueño, se libraría de todo aquello.
Se despertó con los primeros gorjeos de los pájaros estivales en la misteriosa claridad que precede al amanecer, empezó a balbucir algo en medio del silencio y abrió los ojos a un rostro inclinado sobre el suyo, un rostro que no reconocía, pero que vagamente deseaba conocer porque era amistoso, sereno y solícito y estaba esperando cortésmente a que él manifestara su voluntad.
—¿Lo he matado? —preguntó Lucas, consciente ahora de que el propietario de aquel rostro conocería la respuesta.
—No —contestó una clara voz en un susurro—. No había necesidad. Pero está muerto para ti. Puedes olvidarte de él.
Lucas no comprendió el significado, pero lo aceptó. Después, se incorporó sobre la fresca hierba y sus sentidos empezaron a despertar, permitiéndole advertir que la tierra despedía un dulce perfume y que en el cielo brillaban unas pálidas estrellas, prendidas como destellos extraviados en las ramas de los árboles. Contempló detenidamente el rostro de Oliveros y Oliveros le miró a su vez en silencio, esbozando una leve y serena sonrisa.
—¿Te conozco? —preguntó Lucas, asombrado.
—No, pero ya me conocerás. Me llamo Oliveros de Bretaña y sirvo a Laurence d’Angers, tal como hacía tu señor. Conocí bien a Rainaldo Bossard y éramos amigos porque ambos regresamos juntos de Tierra Santa, formando parte del séquito de Laurence. He sido enviado con un mensaje para Lucas Meverel y estoy seguro de que ése es tu nombre.
—¿Un mensaje para mí?
Lucas sacudió la cabeza.
—De tu prima y señora Juliana Bossard. En el mensaje te suplica que vuelvas a casa porque te necesita y no hay nadie que pueda ocupar tu lugar.
Lucas aún estaba aturdido y vacío por dentro y no acababa de creerlo, pero ya había perdido el deseo de ir a alguna parte o de hacer algo por su propia voluntad y cedió con indiferencia a la invitación de Oliveros.
—Ahora tenemos que regresar a la abadía —añadió Oliveros levantándose. Lucas imitó su ejemplo—. Tú tomarás el caballo y yo iré a pie.
Lucas hizo lo que le mandaban. Era como guiar a un bobalicón por el camino, tomándole de la mano a cada paso.
Al final, regresaron al viejo sendero y encontraron dos caballos que Hugo había dejado para ellos. El mozo dormía profundamente sobre la hierba al lado de los caballos. Oliveros montó a su caballo y Lucas montó en uno de los nuevos con la soltura de un hombre acostumbrado a cabalgar. Los instintos de su cuerpo estaban empezando a despertar. El adormilado mozo encabezaba la marcha porque conocía bien el sendero. Hasta que no estuvieron a medio camino del arroyo Meole y del angosto puente que conducía al camino real, Lucas no empezó a hablar voluntariamente.
—Dices que ella quiere que vuelva —dijo bruscamente con dolorida y esperanzada voz—. ¿Es eso cierto? La dejé sin una palabra, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Qué pensará de mí ahora?
—Pues que tuviste buenas razones para dejarla tal como ella las tiene para desear tu regreso. He preguntado por ti por media Inglaterra a instancias suyas. ¿Qué más quieres?
—Jamás pensé regresar —dijo Lucas, volviéndose para contemplar con asombro el largo camino que estaban dejando atrás.
No, ni siquiera a Shrewsbury y tanto menos a su hogar del sur. Y, sin embargo, allí estaba en aquel fresco y suave amanecer, mucho antes de la hora prima cruzando con aquel joven desconocido el puente de madera del arroyo Meole, en lugar de vadear la corriente y atravesar los campos de guisantes del otro lado, tal como hiciera al marcharse. Desde allí se dirigieron al camino real, pasando por delante del molino y la alberca, y entraron en la caseta de vigilancia para dirigirse al gran patio donde desmontaron y el mozo regresó con los dos caballos a la ciudad.
Lucas miró a su alrededor como si no reconociera las cosas que contemplaba y tuviera los sentidos todavía aturdidos a causa del esfuerzo que había hecho para volver a la vida. El patio estaba desierto a aquella hora. No, no totalmente desierto. Había una figura sentada en los peldaños de la entrada de la hospedería. Estaba sola y mantenía el rostro vuelto hacia la puerta. Cuando él la miró, la figura se levantó, bajó los peldaños y se acercó presurosa a él. Entonces Lucas reconoció en ella a Melangell.
Por lo menos, en ella no había nada que le resultara desconocido. Su contemplación devolvió color, forma y realidad a las piedras del muro que había a su espalda y a los adoquines que pisaban sus pies. La grisácea luz de la alborada no pudo borrar los perfiles de la cabeza y la mano ni la claridad de su cabello. La vida inundó de nuevo a Lucas con un estremecimiento de dolor tal como ocurre cuando se recupera la sensación después del entorpecimiento que produce una herida. La joven se acercó con las manos levemente extendidas y el rostro levantado, los labios entreabiertos en una leve sonrisa y los ojos iluminados por una ligera inquietud. Después se detuvo vacilante a pocos pasos de él y entonces Lucas vio la oscura mancha de la magulladura que le desfiguraba la mejilla.
Fue aquella magulladura lo que más lo trastornó. Estremeciéndose de pies a cabeza en una convulsión de vergüenza y dolor, Lucas avanzó a trompicones hacia los brazos de la joven y éstos se extendieron para recibirle. De rodillas, rodeándole el talle con sus brazos y hundiendo el rostro en su pecho, Lucas estalló en una tormenta de lágrimas tan espontánea y curativa como el milagroso manantial de santa Winifreda.
El mozo ya había conseguido recuperar el dominio sobre su voz y su semblante cuando, después del capítulo, todos se reunieron en la sala del abad, el propio abad, al prior, fray Cadfael, Hugo Berengario, Oliveros y Lucas, con el fin de establecer en todos sus detalles la historia de la muerte de Rainaldo Bossard y lo que sucedió a continuación.
—Os engañé sin querer, padre —dijo Cadfael, reanudando la entrevista que con tanta precipitación había interrumpido—. Cuando me preguntasteis si no habríamos acogido inadvertidamente a un asesino os contesté sinceramente que así lo creía, pero que tal vez tendríamos tiempo de evitar una segunda muerte. No comprendí hasta más tarde en qué sentido lo podríais interpretar vos, tras haber visto la camisa manchada de sangre. Pero, mirad, el hombre que asestó el golpe hubiera podido mancharse la manga o el cuello de la camisa, pero no quedar marcado con esta mancha que le cubría el hombro y el pecho a la altura del corazón. No, eso fue más bien la señal de alguien que sostuvo en sus brazos a un hombre herido de muerte. Por otra parte, si hubiera sido el asesino y se hubiera manchado de sangre, no hubiera guardado la ropa ni la hubiera llevado consigo sino que la hubiera quemado o enterrado, o se hubiera librado de ellas por otro medio. En cambio, esta camisa, pese a haber sido cuidadosamente lavada, conservaba bien visible el contorno de la mancha y se guardaba como una sagrada reliquia, tal vez como una promesa de venganza. De esta manera comprendí que el mismo Lucas a quien nosotros conocíamos como Mateo y en cuya bolsa se encontró este talismán, no era el asesino. Después, recordé las palabras que había oído pronunciar a los dos jóvenes y las muestras de solícita atención del uno para con el otro y comprendí súbitamente que aquello era justo lo contrario de lo que parecía, es decir, una persecución. Y temí que fuera una persecución mortal.
El abad miró a Lucas y se limitó a preguntarle:
—¿Es ésa la verdadera interpretación?
—Lo es, padre —con deliberada lentitud, Lucas empezó a contar la historia de su obsesión como si sólo explicándola con palabras, pudiera descubrirla y comprenderla—. Estaba con mi señor aquella noche cerca de la catedral vieja cuando cuatro o cinco hombres atacaron al clérigo y mi señor corrió, y nosotros con él, para acudir en su ayuda. Los hombres huyeron, pero uno de ellos volvió sobre sus pasos y le atacó. ¡Fui testigo de ello y vi que lo había hecho intencionadamente! Sostuve a mi señor en mis brazos… había sido muy bueno conmigo y yo le quería —añadió Lucas mientras las lágrimas le escocían en los ojos al recordarlo—. Murió en un instante, en un abrir y cerrar de ojos… y yo vi hacia dónde huía el asesino, hacia el pasadizo de la sala capitular. Fui tras él, oí unas voces en la sacristía… el obispo Enrique había salido de la sala capitular al término de las sesiones del concilio y allí Ciaran cayó de rodillas ante él y le confesó lo ocurrido. Yo estaba oculto y lo oí todo. Creo que incluso esperaba que alabaran su acción —añadió Lucas con amargura.
—¿Es posible? —preguntó sinceramente escandalizado el prior Roberto—. El obispo Enrique no hubiera podido ni por un instante perdonar o ser cómplice de un acto tan vil.
—No, no perdonó. Pero no quiso denunciar a uno de sus siervos más íntimos como asesino. A decir verdad —añadió Lucas con una mueca de desagrado—, su mayor preocupación no era provocar ulteriores disputas sino apartar a un lado y eliminar cualquier obstáculo que amenazara la bienandanza de la emperatriz y la paz que él estaba intentando forjar. Pero perdonar un asesinato… no, eso no quiso hacerlo. Oí la condena que le impuso a Ciaran… aunque entonces yo no sabía quién era el asesino ni tampoco que se llamara Ciaran. Le desterró para siempre a Dublín, su lugar de origen, y le condenó a ir descalzo hasta Bangor y hasta el barco que debería tomar en Caergybi y a llevar una pesada cruz pendiente del cuello. En caso de que alguna vez se calzara los pies o se quitara la cruz, su vida ya no estaría a salvo sino que se la podría quitar quien quisiera, sin pecado ni castigo. Pero ¡ved el engaño! —dijo Lucas, emitiendo un implacable juicio—. No sólo entregó a su servidor la sortija que le aseguraría la protección de la Iglesia hasta Bangor sino que, además, no dio a conocer ni la culpa ni la sentencia, por consiguiente, ¿cómo podía correr peligro su vida? Sólo lo hubieran sabido ellos dos si Dios no lo hubiera impedido, conduciendo hasta allí a un testigo que oyó la sentencia y asumió el compromiso de vengarse.
—Tal como efectivamente hicisteis —dijo serenamente el abad, evitando emitir un juicio.
—Tal como efectivamente hice, padre. Porque, de la misma manera que Ciaran juró cumplir las condiciones que se le habían impuesto bajo pena de muerte, yo juré solemnemente seguirle por todas partes y cobrar con su vida la muerte de mi señor en caso de que en algún momento incumpliera las condiciones.
—¿Y cómo supisteis a qué hombre deberíais perseguir a muerte? —preguntó el abad sin alterar el tono de voz—. Habéis dicho que no visteis su rostro con claridad ni conocíais su nombre.
—Sabía adonde se dirigía y el día en que emprendería el viaje. Esperé al borde del camino a alguien que se dirigiera al norte descalzo… y que no estuviera acostumbrado a ir descalzo sino bien calzado —contestó Lucas con una triste sonrisa—. Vi la cruz alrededor de su cuello. Eché a andar a su lado y le dije no quién era sino lo que era. Adopté otro nombre para que ningún fracaso o ignominia por mi parte arrojara la menor sombra sobre mi señora o su casa. ¡Cambié el nombre de un evangelista por el de otro! Paso a paso le seguí hasta aquí, no le perdí de vista ni de día ni de noche y no permití que olvidara ni por un instante que buscaba su muerte. Él no podía suplicar que lo libraran de mí porque, en tal caso, yo le hubiera despojado de su disfraz de devoto peregrino y hubiera revelado quién era en realidad. Y yo no podía denunciarle… en parte por temor al obispo Enrique y en parte porque yo tampoco quería que hubiera más enfrentamientos entre los dos bandos, ¡mi enfrentamiento era exclusivamente con él!, pero sobre todo, porque él era mío y yo no podía permitir que otro se vengara de él o le causara daño. Por eso íbamos siempre juntos… él tratando de esquivarme, pero se había educado en una corte, era delicado y estaba muerto de cansancio por el largo camino recorrido, y yo pegado constantemente a él en espera de que se me presentara la ocasión —de pronto, Lucas levantó la vista y vio los compasivos, pero imperturbables ojos del abad clavados en los suyos—. Ya sé que no es bonito. Tampoco lo fue el asesinato. Este oprobio es sólo mío… mi señor se fue a la tumba sin mancha, defendiendo a un adversario.
Fue Oliveros, silencioso hasta aquel momento, quien dijo en un susurro:
—¡Tú hiciste lo mismo!
La tumba, pensó Cadfael en el momento culminante de la misa, se había cerrado firmemente, negándole la entrada a Lucas, pero aquel brazo extendido entre su amigo y los cuchillos de los tres asaltantes jamás se debería olvidar. El infierno también había cerrado su boca, negándose a devorarlo. Era joven, estaba limpio y volvía a estar vivo después de haber experimentado una especie de muerte. Sí, Oliveros había dicho la verdad. Había arriesgado su propia vida, había defendido la de su enemigo, ¿qué había entre Lucas y su señor sino el accidente, el vano y fortuito accidente de la muerte propiamente dicha?
En el curso de sus más fervorosas plegarias, Cadfael recordó también que aquellos días en que santa Winifreda estaba obrando tantos prodigios y resolviendo los conflictos de las turbadas vidas de una media docena de personas en Shrewsbury eran los días vitales en que se estaba decidiendo el destino de los ingleses en general, tal vez con menos compasión y prudencia. Puede que a aquellas horas ya se hubiera establecido la fecha de la coronación de la emperatriz y que incluso ya le hubieran colocado la corona en la cabeza. No cabía duda de que Dios y los santos también lo tendrían en cuenta.
Mateo-Lucas pidió nuevamente audiencia al abad poco antes de vísperas. Radulfo le recibió inmediatamente y se sentó con él a solas, adivinando su necesidad.
—Padre, ¿queréis oírme en confesión? Necesito ser absuelto del voto que no pude cumplir. Y deseo firmemente limpiarme del pasado antes de afrontar el futuro.
—Es un deseo muy justo y razonable —dijo Radulfo—. Decidme una cosa… ¿me estáis pidiendo la absolución por no haber cumplido vuestro juramento?
Lucas, ya de rodillas, levantó un instante la cabeza que mantenía apoyada sobre las rodillas del abad y mostró la serena y sincera expresión de su semblante.
—No, padre, sino por haber hecho tal juramento. Hasta el dolor tiene su arrogancia.
—Entonces, ¿ya habéis aprendido, hijo mío, que la venganza corresponde sólo a Dios?
—Mucho más que eso, padre —contestó Lucas—. He aprendido que, en las manos de Dios, la venganza es segura. Por mucho que se demore y por muy extrañamente que se manifieste, la exigencia de la deuda está garantizada.
Cuando todo hubo terminado, cuando se hubo arrancado del corazón, con voz mesurada y largas pausas de meditación todos los vestigios de rencor, amargura e impaciencia que lo consumían y hubo recibido la absolución, Lucas se levantó con un suspiro y miró al abad con semblante risueño y decidido.
—Y ahora, padre, si me concedéis otro favor, dejad que uno de vuestros sacerdotes me una en sagrado matrimonio con una mujer antes de irme de aquí. Aquí, donde he sido limpiado y he renacido, quisiera que el amor y la vida comenzaran juntos.