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o fue hasta casi haber terminado de comer en la hospedería, cuando a Mateo, sentado al lado de Melangell y todavía emocionado y arrebolado por los prodigiosos acontecimientos de aquella mañana, se le ocurrió pensar de repente en cuestiones más graves. Con el ceño fruncido y pensativo, trocando levemente la insólita expresión de júbilo de su semblante, el joven empezó a mirar a su alrededor. El hecho de haber prestado su ayuda a la señora Weaver y a sus sobrinos le había permitido participar durante algún tiempo de su desbordante alegría, induciéndole a olvidarse de todo lo demás. Pero la situación no podía prolongarse, a pesar de que Rhun aún estaba medio perdido en su asombro, apenas podía articular una palabra y no sentía necesidad de comer ni de beber mientras sus mujeres lo inundaban de lisonjas sin que él les prestara atención. Había estado tan lejos que el regreso le llevaría algún tiempo.

—No he visto a Ciaran —le dijo Mateo al oído a Melangell, incorporándose un poco en su asiento para mirar a su alrededor en la abarrotada sala—. ¿Le viste en la iglesia?

Ella también se había olvidado de todo hasta entonces, pero la contemplación del rostro del joven se lo hizo recordar vivamente y le provocó un angustioso vuelco en el corazón. Sin embargo, consiguió conservar el aplomo y apoyó una persuasiva mano en su brazo para que volviera a sentarse a su lado.

—¿Entre tanta gente? Seguro que estaba allí. Debía de estar entre los primeros para encontrar un buen sitio. No vimos a todos los que se acercaron al altar… nos quedamos con Rhun y estábamos muy atrás.

A pesar de aquella mezcla de mentiras y verdades, la muchacha pudo conservar la calma y aferrarse a su trémula esperanza.

—Pero ¿dónde está ahora? No lo veo por aquí —no obstante, reinaba en la sala una emoción tan grande y había tanto movimiento de mesa en mesa para hablar con los amigos, que un hombre podía evitar fácilmente ser visto—. Tengo que encontrarle —añadió Mateo, levantándose para ir en su busca, a pesar de que aún no estaba demasiado preocupado.

—¡No, siéntate! Estará en algún sitio de por aquí. Déjale tranquilo, ya aparecerá cuando quiera. A lo mejor, está descansando en su cama si es que mañana quiere reanudar el camino descalzo. ¿Por qué buscarle ahora? ¿No puedes pasarte sin él ni un solo día? ¡Y nada menos que un día como éste!

Mateo miró a Melangell con un rostro del cual había desaparecido toda la alegría y liberó el brazo de su presa con determinación no exenta de dulzura.

—Aun así, tengo que encontrarle. Quédate aquí con Rhun, vuelvo en seguida. Sólo quiero verle para tranquilizarme…

Se alejó discretamente, mirando a su alrededor mientras pasaba entre las festivas mesas. Melangell estuvo tentada de seguirle, pero decidió no hacerlo porque, mientras buscara a su amigo, el tiempo pasaría y Ciaran desaparecería en la distancia, tal como ella rezó más tarde para que desapareciera también de sus mentes y fuera olvidado. De este modo, Melangell permaneció con la alegre compañía, aunque sin participar de su emoción. A medida que pasaba el rato, la joven no supo si tranquilizarse o inquietarse. Al final, no pudo soportar la espera por más tiempo. Se levantó discretamente y se retiró. Doña Alicia no cabía en sí de gozo y se debatía entre las lágrimas y las sonrisas, sentada orgullosamente al lado de su prodigio y rodeada de peregrinos tan felices y locuaces como ella, mientras Rhun, ligeramente apartado a pesar de ser el centro del grupo, parecía como absorto en su revelación aunque se esforzaba en contestar lo mejor que podía a las impacientes preguntas. No necesitaban para nada a Melangell y no la echarían de menos durante un buen rato.

Cuando la muchacha salió al gran patio iluminado por el radiante sol meridiano, era la hora más tranquila del día, la pausa después de la comida. Apenas había un instante del día en que no hubiera ajetreo en el patio ni idas y venidas en la caseta de vigilancia, pero, en aquel momento, todo estaba tranquilo y en silencio. Melangell se dirigió al claustro, pero no encontró más que a un solitario copista revisando su tarea del día anterior, y a fray Anselmo repasando en su estudio la música para las vísperas. Después, se dirigió al patio de los establos aunque no hubiera el menor motivo para que Mateo estuviera allí pues no tenía montura ni esperanza alguna de que su compañero pudiera adquirirla, y desde allí se fue a los vergeles donde un par de novicios estaban podando unos setos de boj excesivamente exuberantes, e incluso al patio de la granja donde se encontraban los graneros y los almacenes y donde unos cuantos criados legos descansaban, comentando el gran prodigio de aquella mañana, tal como estaba haciendo todo el mundo dentro del recinto de la abadía, en buena parte de Shrewsbury y también en la barbacana. El jardín del abad estaba desierto y rebosaba de rosas primorosamente cuidadas. A través de la puerta de sus aposentos se escapaba el sosegado murmullo de unos invitados.

La joven regresó a los vergeles, profundamente preocupada. No sabía mentir bien por falta de práctica y, aunque fuera con buen fin, hubiera sido capaz de malograr el esfuerzo. A pesar del acostumbrado ajetreo dentro del recinto de la abadía donde siempre había alguna cosa que hacer, no había visto ni rastro de Mateo. Pero no podía haberse ido porque el portero no le había dicho nada, ya que Ciaran no había pasado por allí. Y ella tampoco diría nada hasta que no tuviera más remedio, hasta que el afectuoso corazón de Mateo se hubiera resignado a la pérdida y se abriera a una mejor ganancia.

Dio media vuelta, rodeando el seto en el que estaban ocupados los novicios, y se topó con Mateo.

Se encontraron entre los setos en una temible intimidad. Melangell, retrocedió experimentando una breve punzada de remordimiento. Mateo parecía más distante que nunca, a pesar de que la reconoció y admitió con una extraña mueca su derecho a ir en su busca, aunque casi en el mismo instante frunció el ceño como si ella no le importara.

—¡Se ha ido! —dijo Mateo con voz chirriante—. Dios te ampare, Melangell, ahora te las tendrás que arreglar sola, mal que me pese. Se ha ido… se ha marchado en cuanto yo he vuelto la espalda. Le he buscado por todas partes, pero no he encontrado ni rastro de él. El portero no le ha visto pasar por la caseta, ya le he preguntado. ¡Pero se ha ido! ¡Solo! Y yo tengo que ir en su busca. ¡Dios te ampare, pues yo no puedo hacerlo, muchacha, que Él te acompañe!

¡Se iba sin apenas decirle nada y con aquel semblante tan frío y trastornado! Ya se había vuelto de espaldas y había dado dos grandes zancadas cuando la joven corrió tras él, le asió los brazos con ambas manos y le obligó a detenerse.

—No, no, ¿por qué? ¿Qué necesidad tiene él de ti que pueda equipararse a la que yo tengo? ¿Se ha ido? ¡Déjalo que se vaya! ¿Crees acaso que tu vida le pertenece? ¡Él no la quiere! Quiere que seas libre, que vivas tu propia vida y no mueras su muerte con él. ¡Él sabe que me amas! ¿Te atreverás a negarlo? Sabe que yo te amo. ¡Quiere que seas feliz! ¿Por qué no puede un amigo desear que su amigo sea feliz? ¿Quién eres tú para negarle su último deseo?

Melangell comprendió demasiado tarde que había dicho demasiado, pero nunca supo hasta qué extremo se había equivocado. Mateo se volvió a mirarla, pero permaneció petrificado donde estaba con un rostro como cincelado en mármol. Sacudió el brazo para librarse de su presa, pero esta vez lo hizo sin ningún miramiento.

—¿Que él quiere? —dijo a través de los labios apretados con una voz sibilante que ella jamás le había oído—. ¡Has hablado con él! ¡Estás hablando en su nombre! ¡Lo sabías! Sabías que quería irse y dejarme aquí hechizado, condenado y traicionando mi juramento. ¡Lo sabías! ¿Cuándo? ¿Cuándo hablaste con él?

Sujetándole por las muñecas, Mateo la sacudió sin piedad mientras ella lanzaba un grito y caía de hinojos.

—¿Sabías que pensaba irse? —insistió Mateo, inclinándose hacia ella con frío furor.

—¡Sí… sí! Me lo dijo esta mañana… él lo quería…

—¡Él lo quería! ¿Cómo se ha atrevido a quererlo? ¿Cómo se ha atrevido, privado como estaba del anillo episcopal? No se atrevía a moverse sin él, tenía miedo de poner los pies fuera de este sagrado recinto…

—Ha recuperado el anillo —gritó Melangell, abandonando todo engaño—. El señor abad se lo devolvió esta mañana, no te inquietes por él, está a salvo y goza de protección… ¡No te necesita!

Inclinado sobre ella, Mateo permaneció mortalmente inmóvil.

—¿Ha recuperado el anillo? ¡Y tú lo sabías y no me has dicho ni una palabra! Si sabes tanto, ¿qué otras cosas sabes? ¡Habla! ¿Dónde está Ciaran?

—Se ha ido —contestó Melangell en un trémulo susurro—, te desea lo mejor, nos desea lo mejor a los dos… quiere que seamos felices… ¡Oh, deja que se vaya, deja que se vaya, él te concede la libertad!

Mateo soltó una convulsa carcajada que ella oyó resonar en sus oídos y vibrar en su carne, pero no era una carcajada como las demás sino algo que le heló la sangre en las venas.

—¡Me concede la libertad! ¡Y tú debes de ser su cómplice! ¡Oh, Dios mío! No pasó por la puerta. Si lo sabes todo, dímelo todo… ¿cómo se ha ido?

—Él te quiere, desea que vivas, le olvides y seas feliz… —contestó Melangell con la voz entrecortada por los sollozos.

—¿Cómo se ha ido? —repitió Mateo casi sin resuello y sin apenas poder articular las palabras.

—Cruzando el arroyo —respondió la muchacha en un susurro— para seguir el camino más corto hasta Gales. Dijo que… tenía parientes allí…

Mateo aspiró una bocanada de aire y le soltó las muñecas, dejándola inclinada hacia adelante sobre el rostro. Después, se volvió de espaldas, olvidando lo que ambos habían compartido y enteramente vencido por su obsesión. Melangell no comprendía y no podía asimilar con tanta rapidez lo que había ocurrido, pero supo que había perdido su amor y que él huiría despiadadamente de ella para ir en pos de un incomprensible deber en el que ella no tendría ningún derecho a participar. Se levantó y echó a correr tras él, lo asió por el brazo, lo rodeó con sus brazos, levantó el implorante rostro hacia su petrificada y enfurecida mirada y le suplicó con vehemencia:

—¡Déjale ir! ¡Déjale ir, te lo ruego! Quiere estar solo y dejarte conmigo…

Casi en silencio por encima de ella, la terrible carcajada tan distinta del delicioso sonido que él emitió mientras seguía el relicario a su lado, hirvió como un denso y asfixiante jarabe en su garganta. Mateo forcejeó con ella para librarse de sus manos y, cuando Melangell cayó de rodillas y se abrazó a su cuerpo con todo el peso de su desesperación, levantó la mano derecha y le abofeteó la mejilla, apartándose de ella y dejándola tendida boca abajo en el suelo.

En sus aposentos, el abad Radulfo permaneció mucho rato sentado a la mesa con sus invitados. Tenían muchas cosas de que hablar, y el tema que estaba en boca de todos fue, como es natural, lo primero que comentaron.

—Parece ser —dijo el abad— que esta mañana hemos sido singularmente favorecidos. Ya habíamos recibido otras veces algunos indicios de gracia, pero nunca algo tan llamativo y persuasivo y en presencia de tantos testigos. ¿Qué decís vosotros? Tengo mucha experiencia en prodigios que algunas veces no llegan a cumplir sus promesas. Conozco el engaño humano no siempre deliberado pues a veces el que engaña es el primer engañado. Si los santos tienen poder, también lo tienen los demonios. Y, sin embargo, este mozo me parece tan transparente como el cristal. No puedo creer que engañe o que haya sido engañador.

—Yo he oído hablar —dijo Hugo— de tullidos que se desprendieron de sus muletas y caminaron sin ellas, pero después tuvieron que recuperarlas una vez superado el fervor de la ocasión. El tiempo nos dirá si éste vuelve a recoger sus muletas.

—Hablaré con él más tarde —dijo el abad—, cuando ya se haya enfriado el revuelo. Me ha dicho fray Edmundo que fray Cadfael ha tratado al chico los tres días que lleva aquí. Es posible que eso lo haya aliviado, pero en modo alguno puede haberle producido una curación tan repentina. No, debo decirlo, creo sinceramente que nuestra casa ha sido felizmente favorecida con la gracia divina. Hablaré también con Cadfael, que debe de conocer el estado del mozo.

En presencia de un eclesiástico tan eminente como el abad, Oliveros permanecía deferentemente sentado en respetuoso silencio, pero Hugo observó que, al oír el nombre de Cadfael, sus cejas se arqueaban y sus ojos se iluminaban. O sea que sabía a quién buscaba y entre aquella pareja tan desigual se había producido algo más que un distante saludo en mitad de la acción.

—Y ahora —dijo el abad— me gustaría oír las noticias que traéis del sur. ¿Habéis estado en Westminster en la corte de la emperatriz? Tengo entendido que se ha instalado allí.

Oliveros informó de buen grado sobre los asuntos de Londres y contestó con toda sinceridad a las preguntas.

—Mi señor se ha quedado en Oxford y yo cumplo esta misión por deseo suyo. No estuve en Londres, emprendí mi viaje desde Winchester. Pero la emperatriz se encuentra en Westminster y los preparativos para su coronación siguen adelante… aunque reconozco que muy despacio. La ciudad de Londres es consciente de su propio poder y pretende que éste sea debidamente reconocido, o eso por lo menos me parece a mí. —Oliveros no quería manifestar con más claridad los reparos que tenía acerca de la prudencia o imprudencia de la dama de quien su señor era partidario, pero proyectó el labio inferior hacia afuera en gesto de duda al tiempo que fruncía momentáneamente el ceño—. Padre, vos participasteis en el concilio y sabéis todo lo que ocurrió. Mi señor perdió allí a un caballero y yo a un apreciado amigo a quien abatieron en la calle.

—Rainaldo Bossard —dijo Radulfo en tono sombrío—. No lo he olvidado.

—Padre, le he dicho al señor gobernador, aquí presente, lo que me gustaría deciros también a vos. Tengo una segunda misión que cumplir dondequiera que vaya en nombre de la emperatriz. Es una misión por cuenta de la viuda de Rainaldo. Éste acogía en su casa a un joven pariente que estaba con él cuando lo mataron y que después del asesinato desapareció en secreto y sin decir una palabra. La dama dice que ya se mostraba un poco retraído antes de que ocurriera la desgracia y la única noticia que se tiene de él es que le vieron en el camino de Newbury, dirigiéndose al norte. Desde entonces, nada más se ha sabido. Al enterarse de que me dirigía al norte, la dama me rogó que preguntara por él dondequiera que fuera, pues le aprecia y confía en él y lo necesita a su lado. No os voy a engañar, padre, algunos dicen que huyó porque es culpable de la muerte de Rainaldo. Aseguran que estaba prendado de doña Juliana y que aprovechó aquella pelea para dejarla viuda y quedarse con ella, y que después tuvo miedo al enterarse de los rumores que corrían. Pero yo creo que los rumores no empezaron a correr hasta después de su desaparición. Y Juliana, que sin duda le conoce mejor que nadie y lo mira como a un hijo a falta de hijos propios, confía plenamente en él. Quiere que vuelva a casa y se aclaren los malentendidos, cualquiera que haya sido la razón de su huida. He preguntado en todas las posadas y los monasterios del camino si habían visto a este joven. ¿Me permitís que pregunte también aquí? El monje hospitalario conocerá los nombres de todos los huéspedes. Aunque el nombre es casi lo único que tengo —añadió Oliveros con tristeza— porque, si alguna vez le vi, fue sin saber quién era. Y es posible que haya cambiado de nombre.

—Son ciertamente muy pocos los detalles que tenéis —dijo el abad Radulfo sonriendo—, pero podéis preguntar. Si no ha hecho nada malo, me complacería ayudaros a encontrarle para que pudierais llevároslo sin deshonra. ¿Cuál es su nombre?

—Lucas Meverel. De unos veinticuatro años según me han dicho, estatura media, bien proporcionado, moreno y de ojos negros.

—Es una descripción que encajaría con cientos de jóvenes —dijo el abad, sacudiendo la cabeza— y puede que se haya desprendido del nombre si tiene algo que ocultar o teme ser injustamente acusado. No obstante, podéis intentarlo. Os aseguro que, con la cantidad de gente que ahora tenemos aquí, un joven que quisiera ocultarse podría hacerlo sin la menor dificultad. Dionisio sabrá cuál de sus huéspedes tiene la edad y las características que buscáis. Está claro que vuestro Lucas Meverel es un joven instruido y de buena cuna.

—En efecto —dijo Oliveros.

—En tal caso, acudid a fray Dionisio con mi bendición y ved qué puede hacer él por ayudaros. Tiene muy buena memoria y podrá deciros quiénes, entre sus huéspedes, tienen la edad y la nobleza adecuada. Podéis probar.

No obstante, al salir de los aposentos del abad, fueron primero en busca de fray Cadfael, pero no fue fácil encontrarle. La primera idea de Hugo fue la cabaña del herbario donde ambos solían resolver habitualmente sus asuntos. Pero Cadfael no estaba allí. Tampoco se encontraba con Fray Anselmo en el claustro donde hubiera podido estar discutiendo con él algún detalle de la música de vísperas. Ni tampoco en la enfermería, repasando las existencias del armario de las medicinas que sin duda se habría vaciado en los últimos días, pero que había sido visiblemente reabastecido en las primeras horas de aquel día de gloria.

—Ha estado aquí —dijo amablemente fray Edmundo—. Tenía a un pobrecillo que sangraba por la boca… habrá sufrido un empacho de devoción, supongo. Pero ahora duerme tranquilamente y ha cesado la hemorragia. Cadfael se fue hace ya un buen rato.

Fray Oswin, luchando denodadamente contra las malas hierbas del huerto de la cocina, no había visto a su superior desde la hora del almuerzo.

—Pero creo —dijo, parpadeando con aire pensativo bajo el sol en su cénit— que podría estar en la iglesia.

Cadfael estaba arrodillado a los pies de las tres gradas del altar de santa Winifreda, pero no con las manos elevadas en actitud de oración sino cruzadas sobre el hábito, y no con los ojos cerrados en gesto de súplica, sino completamente abiertos a la absolución. Llevaba arrodillado un buen rato, él que habitualmente se alegraba de levantarse de unas rodillas que ahora se le estaban anquilosando perceptiblemente. No sentía dolor ni angustia, tan sólo una inmensa gratitud en la que flotaba como un pez en un océano. Un océano tan puro y azul y tan claro y profundo como aquel mar oriental que tanto recordaba, el extremo más alejado de aquel legendario mar Mediterráneo sin mareas, al fondo del cual se encontraba la santa ciudad de Jerusalén, el sepulcro de Nuestro Señor y el reino tan duramente adquirido. La santa que presidía aquel altar, tanto sí estaba allí como si no, le había lanzado a una resplandeciente infinitud de esperanza. Por muy caprichosos que pudieran ser sus favores, no cabía duda de que eran magistrales. La santa había tendido la mano a un inocente que bien se merecía los efectos de su bondad. Pero ¿qué se había propuesto hacer con aquel ser menos inocente, pero menos necesitado?

A su espalda, acercándose por la nave del templo, una conocida voz le preguntó en un susurro:

—¿Estáis pidiendo otro milagro?

Cadfael apartó a regañadientes los ojos de los centelleantes adornos de plata del relicario y miró hacia el altar parroquial. Vio la esperada forma de Hugo Berengario y la sonrisa de su moreno rostro. Pero, por encima del hombro de Hugo, vio también unos hombros y una cabeza más alta, emergiendo de la oscuridad en nítidos y refulgentes planos. Unos acusados pómulos, unas tersas mejillas aceitunadas, unos ambarinos ojos de halcón bajo las arqueadas cejas oscuras y unos alargados y dúctiles labios, esbozando una vacilante sonrisa.

No era posible. Y, sin embargo, lo estaba viendo con sus propios ojos. Oliveros de Bretaña emergió de las sombras y se adelantó inequívocamente hacia la luz de los cirios del altar. Aquél fue el momento en que Santa Winifreda volvió el rostro y miró directamente con una sonrisa a su falible, pero fiel servidor.

¡Un segundo milagro! ¿Por qué no? Cuando la santa daba, lo hacía con prodigalidad y a manos llenas.