IV

ubo un intervalo tan breve antes de que apareciera la segunda pareja y tuvo tan poco tiempo para arrancar malas hierbas, que Cadfael no pudo por menos que deducir que ambas parejas se habrían encontrado en la esquina del huerto y se habrían intercambiado unas amistosas palabras, siendo así que habían recorrido juntas el último trecho del camino.
La muchacha caminaba solícitamente al lado de su hermano, cediéndole la parte más llana de la vereda y sosteniéndole el codo izquierdo con una mano, dispuesta a intervenir en caso de necesidad, aunque sin apenas rozarle. Su rostro estaba vuelto hacia él con expresión de afectuosa inquietud. Aunque él fuera el mimado de la casa y ella la saludable bestia de carga, semejante división no parecía importarle. En determinado momento, la joven se volvió a mirar hacia atrás esbozando otra clase de sonrisa un tanto incierta. Vestía un pulcro y sencillo atuendo y llevaba el cabello austeramente trenzado, pero su rostro era claro y resplandeciente como una rosa y sus movimientos, aun adaptados al paso de su hermano, poseían una soltura y una gracia que denotaban toda la ardiente naturaleza de su espíritu. Para ser una galesa, tenía la tez muy clara, un cabello dorado cobrizo y unas cejas más oscuras que se arqueaban esperanzadamente sobre unos grandes ojos azules. La señora Weaver no debía de andar muy equivocada al suponer que el joven que había apartado a la muchacha del peligro, sujetándola en sus brazos, recordaría aquella placentera experiencia y no tendría inconveniente en repetirla. ¡Siempre que pudiera apartar los ojos de su compañero de peregrinación el tiempo suficiente como para intentarlo!
El mozo se apoyaba fuertemente en las muletas y la pierna derecha le colgaba inerte con el dedo gordo vuelto hacia adentro y sin apenas rozar el suelo. Si hubiera podido mantenerse erguido, hubiera sido medio palmo más alto que su hermana, pero, encorvado de aquella guisa, parecía más bajo. Pese a ello, su joven cuerpo estaba muy bien proporcionado, pensó Cadfael, observándole atentamente mientras se acercaba; sus hombros eran anchos, sus caderas esbeltas y la pierna sana era larga, vigorosa y bien torneada. Estaba muy delgado y no le hubiera venido mal un poco más de carne sobre los huesos, pero, si transcurría habitualmente los días en medio del dolor, no era probable que tuviera mucho apetito.
Cadfael había iniciado su examen desde el pie torcido y, subiendo poco a poco, había llegado finalmente al rostro del mozo. Éste tenía la tez más clara que la de su hermana, el cabello y las cejas eran rubios como el trigo, su delicado rostro parecía de marfil y los ojos que miraban a Cadfael poseían una intensa y cristalina tonalidad, brillante a través de unas largas y oscuras pestañas. Era el rostro sereno y apacible de alguien que había aprendido a tener paciencia y esperaba necesitarla a lo largo de toda la vida. En aquel primer intercambio de miradas, Cadfael comprendió que Rhun no esperaba librarse milagrosamente de su dolencia por mucha que fuera la confianza de la señora Weaver.
—Con vuestra venia —dijo tímidamente la joven—, os traigo a mi hermano, tal como me ha mandado mi tía. Se llama Rhun y yo Melangell.
—Me ha hablado de vosotros —dijo Cadfael, haciéndoles señas de que se acercaran a la cabaña—. Habéis hecho un largo viaje. Entrad y sentaos mientras yo hecho un vistazo a esta pierna. ¿Sufriste alguna lesión? ¿Una caída o una coz de un caballo? ¿Algún ataque de fiebre que afectara a los huesos?
Cadfael acomodó al joven en el banco alargado, tomó sus muletas y las apartó a un lado; lo colocó de tal forma que pudiera estirar cómodamente las piernas.
El muchacho, contemplando con los ojos muy serios el rostro de Cadfael, sacudió lentamente la cabeza.
—No hubo tal accidente —contestó con clara voz varonil—. Ocurrió poco a poco, creo, pero no recuerdo el tiempo anterior. Dicen que empecé a tropezar y caer cuando tenía tres o cuatro años.
Melangell, vacilando en la puerta, en una actitud curiosamente semejante a la de la sombra protectora de Ciaran, pensó Cadfael, volvió la cabeza y dijo casi precipitadamente:
—Rhun os contará todos los detalles. Es mejor que esté a solas con vos. Yo regresaré más tarde y esperaré en el banco de allí afuera hasta que me necesitéis.
Los claros y brillantes ojos de Rhun, transparentes como el hielo fundido por el sol, le sonrieron con afecto por encima del hombro de Cadfael.
—Vete —le dijo su hermano—. Mejor que aproveches un día tan hermoso y soleado como éste sin tener que cargar constantemente conmigo.
La joven le dirigió una prolongada mirada de inquietud, pero sus pensamientos ya estaban en otra parte. En la certeza de que el muchacho se encontraba en buenas manos, hizo una apresurada reverencia y se retiró. Cadfael y Rhun se miraron el uno al otro, todavía extraños entre sí, pero en vacilante contacto.
—Va a reunirse con Mateo —explicó sencillamente Rhun, confiando en que el monje le comprendiera—. Fue muy bueno con ella. Y conmigo también… un día me cargó sobre sus hombros el último trecho del camino hasta el lugar donde íbamos a pasar la noche. Él le gusta a ella y ella le gustaría a él si pudiera verla tal como es, pero casi nunca ve a nadie más que a Ciaran.
Por su franqueza y simplicidad se le hubiera podido otorgar la fama de ingenuo, pero semejante calificativo hubiera sido un gran error. Decía lo que veía, siempre y cuando, pensó Cadfael, hubiera calibrado previamente a la persona con quien hablaba, y veía más cosas que la mayoría de la gente porque tenía más necesidad de observar y tomar nota para, de este modo, ocupar las horas de su jornada.
—¿Han estado aquí? —preguntó Rhun, moviendo obedientemente el cuerpo para que Cadfael pudiera bajarle los calzones y examinarle la pierna enferma.
—Han estado. Sí, lo sé.
—Me gustaría que mi hermana fuera feliz.
—Posee todos los requisitos para ser feliz —contestó Cadfael casi sin darse cuenta. El fulgor que parecía envolver al joven hacía que todas las respuestas espontáneas resultaran naturales y casi inevitables. A Cadfael le pareció que había acentuado ligeramente la palabra «hermana». Rhun no abrigaba la esperanza de ser feliz algún día, pero deseaba que su hermana lo fuera—. Ahora presta mucha atención porque eso es importante —añadió Cadfael, centrándose en sus propios deberes. Cierra los ojos, tranquilízate todo lo que puedas y dime en qué lugar te duele cuando te toco. Primero, en posición de descanso. ¿Te duele ahora?
Rhun cerró dócilmente los ojos y esperó, respirando tranquilamente.
—No, ahora estoy bien.
Menos mal, con los tendones en estado de reposo no sentía dolor. Cadfael empezó a desplazar suavemente el dedo por el muslo y la pantorrilla de la pierna mala, tanteando y moviendo. Estirado en posición de descanso, el torcido miembro recuperaba parcialmente la alineación y estaba considerablemente bien formado aunque mostrara muchas deficiencias en comparación con el izquierdo, tuviera el dedo gordo del pie torcido hacia adentro y ciertas protuberancias en la pantorrilla. Cadfael hundió los dedos en ellas y tropezó con un tejido muy duro.
—Aquí me duele —dijo Rhun, respirando hondo—. No es propiamente un dolor… pero me duele un poco aunque no tanto como para llorar. Es una sensación molesta…
Fray Cadfael se untó las manos de aceite, aplicó la palma a la encogida pantorrilla y empezó a hacer un masaje con las yemas de los dedos sobre los tendones que tantos años llevaban sin hacer ejercicio, exceptuando el leve roce del dedo gordo del pie en el suelo. Trabajaba despacio, buscando los núcleos más duros de resistencia. Algunas tensiones anormales no querían ceder a la acción de sus dedos. Cadfael siguió trabajando con delicadeza mientras su mente indagaba otras cosas.
—Quedaste huérfano a muy temprana edad. ¿Cuánto tiempo llevas con tu tía Weaver?
—Siete años —contestó Rhun casi adormecido por los movimientos circulares de los dedos de Cadfael—. Sé que soy una carga para ella, pero mi tía nunca dice nada ni permite que nadie lo diga. Tiene un buen negocio en el que trabajan dos hombres. Es pequeño, pero le permite cubrir todas sus necesidades, aunque no sea rica. Melangell trabaja muy duro en la casa y la cocina y se gana muy bien la manutención. Yo he aprendido a tejer, pero soy muy lento. No puedo permanecer mucho rato ni de pie ni sentado y no sirvo para nada. Pero ella nunca dice nada, a pesar de que no tiene pelos en la lengua cuando quiere.
—Lo creo —convino apaciblemente Cadfael—. Una mujer con muchas preocupaciones en la cabeza, puede perder los estribos de vez en cuando aunque no tenga mala intención. Te ha traído aquí porque espera un milagro, ¿lo sabes? ¿Por qué si no hubierais recorrido los tres este largo camino, dividiéndolo día a día en varias etapas para acomodarlo a tu paso? Y, sin embargo, tengo la impresión de que tú no esperas ninguna gracia. ¿No crees que santa Winifreda pueda obrar milagros?
—¿Yo? —el mozo abrió unos grandes ojos más claros que las cristalinas aguas por las que Cadfael había navegado en otros tiempos en los confines orientales del Mediterráneo orlados de pálidas y fulgurantes arenas—. Estáis equivocado, yo sí creo. Pero ¿por qué para mí? Los casos como el mío se cuentan por millares, y peores que el mío los hay a cientos. ¿Cómo puedo yo atreverme a pedir estar entre los primeros? Además, puedo soportar mi situación. Algunos no pueden soportarla. La santa sabrá dónde elegir. No hay motivo para que su elección recaiga sobre mí.
—Entonces, ¿por qué accediste a venir? —preguntó Cadfael.
Rhun volvió la cabeza mientras unos párpados surcados por azules venas como los pétalos de las anémonas se cerraban sobre sus ojos.
—Ellas lo quisieron y yo lo hice por ellas. Y, además, Melangell…
Sí, Melangell que era hermosa y agraciada y un encanto para los ojos, pensó Cadfael. Su hermano sabía que carecía de dote y le deseaba un poco de felicidad y un matrimonio adecuado, pero allí en casa, entre las labores domésticas y la cocina, no había ningún pretendiente porque todo el mundo sabía que estaba sin un céntimo. En cambio, por los caminos y en medio de tanta gente de tan distinta condición, ¿quién sabía las posibilidades que se le podrían presentar?
Al moverse, Rhun experimentó un agudo dolor que le indujo a apoyarse de nuevo con sumo cuidado contra la pared de madera. Cadfael volvió a colocarle los calzones, se los abrochó debidamente y le bajó con cuidado el pie sano y el enfermo sobre el suelo de tierra abatida.
—Vuelve mañana después de la misa mayor porque creo que podré aliviarte, aunque sólo sea un poquito. Ahora siéntate aquí mientras voy a ver si tu hermana está esperando. En caso contrario, puedes descansar aquí hasta que venga. Te daré una poción para que te la tomes esta noche antes de irte a dormir. Te aliviará el dolor y te ayudará a conciliar el sueño.
La moza estaba esperando, apoyada contra el muro calentado por el sol. El esplendor de su rostro parecía un poco empañado, como si una jubilosa esperanza se hubiera trocado en una triste decepción. Sin embargo, al ver salir a Rhun, se levantó con una animosa sonrisa y se acercó a él, hablándole con su habitual y consoladora jovialidad mientras ambos se alejaban lentamente por la vereda.
Cadfael tuvo ocasión de estudiar a todos con más detenimiento durante la misa mayor, una hora en la que su mente hubiera tenido que estar dirigida a cosas más altas, pero se negaba con obstinación a elevarse por encima del trémulo remate del tocado de la señora Weaver y de la rizada coronilla negra del tupido cabello de Mateo. Casi todos los huéspedes de la hospedería, tanto los nobles que ocupaban aposentos separados como los peregrinos y las peregrinas, plebeyos que ocupaban los dos dormitorios comunes, asistían a aquel oficio del día ataviados con sus mejores galas, independientemente de lo que hicieran el resto de la jornada. La señora Weaver prestaba devota atención a todas las palabras del oficio y varias veces propinó un fuerte codazo a Melangell en las costillas para recordarle sus deberes, pues la moza se pasaba todo el rato volviendo la cabeza hacia Mateo en lugar de hacia el altar. No cabía la menor duda de que su capricho, aunque tal vez no todo su corazón, la empujaba en aquella dirección. Mateo, por su parte, permanecía al lado de Ciaran en estrecho contacto con él. Sin embargo, en un par de ocasiones miró a su alrededor y sus ensimismados ojos se posaron en Melangell sin cambiar de expresión. No obstante, la única vez en que las miradas de ambos jóvenes se cruzaron, fue Mateo quien desvió bruscamente los ojos.
Este joven, pensó Cadfael, que había observado el interrumpido encuentro visual, se siente obligado a cumplir un deber que ninguna moza puede impedirle u obstaculizarle: acompañar a su amigo hasta el término de su viaje en Aberdaron.
El tal Ciaran ya se había convertido en una figura famosa dentro del recinto de la abadía. El joven no guardaba ningún secreto y hablaba libremente sobre sí mismo. Tenía que ordenarse sacerdote, pero aún no había superado la fase de subdiácono y no había alcanzado ni ya jamás podría alcanzar la tonsura. Fray Jerónimo, siempre dispuesto a acercarse todo lo posible a cualquier señal de virtud y santidad superlativas, había hablado largo y tendido con él, le había interrogado y posteriormente había referido el resultado de sus averiguaciones a cualquier monje que quisiera escucharle. Todos conocían la historia de la mortal dolencia de Ciaran y de su peregrinación penitencial a Aberdaron. Las austeridades a las que se había sometido habían causado una gran impresión. Fray Jerónimo consideraba que la casa debía sentirse honrada con la visita de semejante hombre. Y no cabía duda de que el enjuto y apasionado rostro y los ardientes ojos bajo el enmarañado cabello castaño poseían una vehemente fuerza.
Como no podía arrodillarse, Rhun permaneció estoicamente de pie apoyado en sus muletas a lo largo de todo el oficio, con los ojos constantemente clavados en el altar. Bajo la suave luz del interior de la iglesia que ya reflejaba en todas sus superficies de piedra la muda claridad del despejado día del exterior, Cadfael observó que el joven era muy bien parecido, con unos rasgos tan delicados como los de una muchacha y unos rubios bucles enmarcándole los oídos y la angélica y casta belleza de sus mejillas cual si fuera un querubín. No era de extrañar, pues, que aquella mujer sin hijos lo mimara tanto y estuviera dispuesta a abandonar sus quehaceres habituales durante varias semanas con la remota esperanza de que un milagro lo sanara.
Como sus ojos y su atención se desviaban constantemente sin que él pudiera evitarlo, Cadfael abandonó la lucha y dejó que se dirigieran sobre las cabezas de los devotos que llenaban la nave del templo. La atmósfera de una importante peregrinación se parecía mucho a la de una feria y solía atraer a los mismos indeseables, ladronzuelos, vendedores de reliquias, confituras y remedios, adivinos, tahúres, timadores y tramposos. Algunos de ellos cultivaban un aspecto extremadamente respetable y preferían trabajar en el interior de una abadía en lugar de hacerlo en la barbacana como en un mercado. Valdría la pena echar un vistazo a la gente del interior tal como lo estarían haciendo sin duda los sargentos de Hugo, si con ello se pudiera identificar a los posibles alborotadores antes de que comenzaran a actuar.
Aquellas gentes parecían ser efectivamente lo que pretendían. Sin embargo, unas cuantas personas merecían una mayor atención. Tres modestos y discretos artesanos que habían llegado rápidamente uno tras otro y habían trabado una rápida amistad a pesar de ser aparentemente entre ellos unos desconocidos: Walter Bagot, guantero; Juan Shure, sastre y Guillermo Hales, herrero. Unos humildes artesanos que se habían tomado unos cuantos días estivales de descanso. ¿Por qué no? Sólo que Cadfael había observado las manos devotamente entrelazadas del sastre comprobando que sus largas y bien cuidadas uñas no eran las propias de un sastre ni las más adecuadas para su tarea. Tomó nota de sus rostros, el redondo y reluciente guantero, como si se lo untara con la misma sustancia que usaba en sus cueros, el enjuto y enigmático del sastre, con un lacio cabello ocultándole parcialmente el lúgubre semblante, y el cuadrado, moreno y risueño del herrero, viva imagen de una honrada jovialidad.
Podían ser lo que decían. Y podían no serlo. Hugo estaría vigilando, y lo mismo harían los taberneros de la barbacana y de la ciudad, en modo alguno dispuestos a abrir las puertas a los desplumadores y despellejadores de sus vecinos y parroquianos.
Cadfael salió de misa muy pensativo en compañía de sus hermanos y encontró a Rhun esperándole ya en el herbario.
El joven se sentó y se sometió sumisamente a los manejos de Cadfael sin decir ni una sola palabra aparte el respetuoso saludo. El ritmo de los inquisitivos dedos, separando pacientemente los rígidos tejidos que lo inmovilizaban, ejercían un efecto tranquilizador incluso cuando se hundían profundamente y causaban dolor. El muchacho apoyó la cabeza en las tablas de madera de la pared y poco a poco se le fueron cerrando los ojos. La tensión de sus mejillas y sus labios denotaba que no dormía, pero Cadfael pudo estudiar detenidamente el rostro de aquel joven mientras trabajaba y observar su palidez y las oscuras sombras que le rodeaban los ojos.
—Bueno, ¿tomaste la dosis de poción que te di para dormir? —preguntó Cadfael después del reconocimiento, adivinando la respuesta.
—No.
Rhun abrió los ojos con inquietud para ver si el monje se lo reprochaba, pero el rostro de Cadfael no denotaba ni asombro ni reproche.
—¿Por qué no?
—No lo sé. De repente me pareció que no era necesario. Me sentía feliz —explicó Rhun, volviendo a cerrar los ojos para examinar mejor sus acciones y motivos—. Había rezado. No es que dude del poder de la santa. De repente, sentí que no necesitaba siquiera desear la curación… que tenía que ofrecer voluntariamente mi cojera y mi dolor, pero no como un precio a cambio de una gracia. La gente trae ofrendas y yo no tengo nada más que ofrecer. ¿Creéis que será aceptable? Lo hice con toda humildad.
Difícilmente hubiera podido haber una oblación más valiosa entre todas las que habían ofrecido los devotos, pensó Cadfael. Aquél que llega al extremo de comprender que la privación, el dolor y la invalidez carecen totalmente de importancia comparados con la íntima convicción de la gracia y la paz espiritual ha recorrido en verdad un largo y difícil camino. Sin embargo, la aceptación sólo puede ser para uno mismo, nunca para los demás. El dolor de los demás nunca se debe tolerar siempre que se pueda hacer algo por aliviarlo.
—¿Y has dormido bien?
—No, pero no importa. He permanecido inmóvil toda la noche y he procurado soportarlo de buen grado. No he sido el único que no ha dormido —él dormía en la sala común de los hombres, y varios de sus compañeros de dormitorio estarían sin duda afligidos por distintas razones, aparte de los peregrinos enfermos y posiblemente contagiosos que fray Edmundo había aislado en la enfermería—. Ciaran también estaba inquieto —añadió Rhun con aire pensativo—. Cuando todo estaba en silencio después de laudes, se levantó sigilosamente de su catre, procurando no molestar a nadie, y se dirigió a la puerta. Me pareció un poco raro que se llevara el cinturón y la bolsa…
Cadfael estaba escuchando atentamente el relato. En efecto, ¿por qué un hombre que necesitara aliviar las necesidades corporales durante la noche tenía que llevar consigo sus posesiones? Aunque bien era cierto que la costumbre de precaverse contra los ladrones en los alojamientos compartidos podía persistir incluso cuando uno estaba medio dormido nada menos que en un monasterio.
—¿Eso hizo? ¿Y qué ocurrió después?
—Mateo tiene el catre justo al lado del de Ciaran e incluso de noche mantiene la mano extendida para tocar a su compañero. Además, es como si adivinara instintivamente todo lo que le ocurre a Ciaran. Inmediatamente se levantó, extendió la mano y tomó a Ciaran del brazo. Ciaran se sobresaltó, emitió un jadeo y le miró parpadeando como si le hubieran despertado bruscamente del sueño, mientras le explicaba a su amigo en un susurro que estaba dormido y soñaba que ya era hora de reanudar el camino. Entonces Mateo tomó su bolsa y la apartó a un lado y ambos volvieron a acostarse y todo quedó nuevamente en silencio. Pero no creo que Ciaran haya dormido muy bien después de esto; el sueño lo trastornó mucho y yo le oí dar muchas vueltas en la cama.
—¿Se dieron cuenta —preguntó Cadfael— de que tú también estabas despierto y habías oído lo que decían?
—No os lo puedo decir. Yo intenté disimularlo, me dolía mucho la pierna y creo que me debieron de oír mientras me movía… no podía evitarlo. Pero, como es natural, no les di a entender nada, hubiera sido una grosería.
O sea que lo había hecho pasar por un sueño, tal vez para los oídos de Rhun o de cualquier otro que hubiera podido estar tan despierto como él. Bien era cierto que un hombre enfermo y turbado hubiera podido levantarse sigilosamente por la noche para no molestar a su amigo. Pero, si efectivamente necesitaba algún alivio corporal, se hubiera visto obligado a dar una explicación en el momento en que su amigo se despertó sobresaltado y lo asió del brazo. En su lugar, había dado la excusa de un sueño engañoso y se había vuelto a acostar. Los hombres que se levantan en sueños se mueven en silencio y con mucho sigilo. Podía ser y tenía que ser lo que parecía.
—Tú has recorrido varias leguas de camino con esos dos, Rhun. ¿Qué tal os llevabais juntos? Debiste de tener ocasión de conocerles muy bien…
—Cuando Mateo saltó a la zanja con mi hermana para evitar que los caballos la alcanzaran, íbamos juntos simplemente porque tanto ellos como nosotros caminábamos muy despacio. En aquel momento, ellos iban un poco atrasados, pero después seguimos juntos para hacernos mutuamente compañía. No podría decir que llegáramos a conocerles muy bien… están demasiado absortos el uno en el otro. Además, Ciaran sufría mucho y no le apetecía hablar, aunque nos reveló adonde iba y por qué. También es verdad que Mateo y Melangell caminaban detrás de nosotros y que él le llevaba algunos fardos aprovechando que apenas iba cargado. No me extrañó que Ciaran estuviera tan callado con lo mucho que sufría. Y, además, mi tía Alicia habla por dos —concluyó ingenuamente el mozo.
Así era, en efecto, y probablemente lo habría hecho durante el resto del camino hasta llegar a Shrewsbury.
—Esta pareja, Ciaran y Mateo —dijo Cadfael sin interrumpir el delicado mensaje—, ¿nunca os contaron cómo se habían conocido? ¿Si eran parientes o amigos o si simplemente se habían conocido por el camino? Tienen más o menos la misma edad, incluso se parecen un poco y tienen cierta instrucción. Creo que les debieron educar para clérigos o escuderos y, sin embargo, no son parientes o no lo dicen, y, en realidad, son bastante distintos. Me pregunto cómo se habrán lanzado juntos a este viaje. ¿Los encontrasteis al sur de Warwick? Quisiera saber de qué lugar del sur proceden.
—Nunca hablaban de estas cosas —reconoció Rhun, analizando por primera vez la cuestión—. Era bueno tener compañía por el camino, por lo menos había un hombre fuerte. Los caminos pueden ser peligrosos para dos mujeres a las que sólo acompaña un tullido como yo. Pero ahora que lo decía, no, no nos dijeron gran cosa sobre su lugar de procedencia ni sobre la forma en que se conocieron. A menos que mi hermana sepa algo más. Algunas veces —añadió Rhun, moviéndose para facilitarle a fray Cadfael el masaje de los tendones de su muslo— ella y Mateo hablaban animadamente detrás de nosotros.
Cadfael dudaba mucho que la conversación entre ambos jóvenes se hubiera centrado en otro tema que no fuera el de sus propias personas, rozándose mutuamente las mangas por los caminos estivales, mientras ella recordaba constantemente el momento en que él la había asido con sus brazos y apretado contra su corazón, saltando con ella a la zanja. Mateo por su parte contemplaba incesantemente la encantadora criatura que caminaba a su lado, recordando la sensación de su tibio y atemorizado cuerpo contra el suyo.
—Pero ahora apenas la mira —dijo Rhun con tristeza—. Está demasiado preocupado por Ciaran, y Melangell es un estorbo. Aun así, le ha costado un duro esfuerzo apartarse de ella.
Cadfael acarició la contrahecha pierna y se levantó para secarse las manos untadas de aceite.
—Por hoy ya es suficiente. Pero quédate aquí un rato sentado antes de irte. ¿Esta noche querrás tomar la poción? Por lo menos, tenla a mano y haz lo que consideres mejor. Sin embargo, recuerda que, a veces, aceptar una ayuda es un gesto de amabilidad hacia quien la ofrece. ¿Acaso quieres infligirte voluntariamente un tormento, tal como hace Ciaran? No, no lo creo, tú eres demasiado humilde como para hacerte pasar por más valiente y recibir honores de los demás. Por consiguiente, nunca pienses que obras mal por el hecho de evitarte una molestia. No obstante, la elección es tuya, haz lo que consideres oportuno.
Cuando Rhun tomó las maletas y se encaminó renqueando por la vereda hacia el gran patio, Cadfael le siguió a cierta distancia para observar sus progresos sin turbarle. Aún no se advertía el menor cambio. El dedo gordo torcido seguía sin tocar el suelo, vuelto hacia adentro. Y, sin embargo, los tendones, a pesar de lo entumecidos que estaban, conservaban cierta fuerza en lugar de estar encogidos y atrofiados tal como hubiera cabido esperar. Si el chico permaneciera aquí el tiempo suficiente, pensó Cadfael, le podría devolver un poco de soltura a la pierna. Pero se irá tal como vino. Dentro de tres días todo habrá terminado, finalizarán los festejos de este año y la hospedería se quedará desierta. Ciaran y su sombra guardiana proseguirán su camino hacia el norte y el este para dirigirse a Gales y la señora Weaver se llevará de nuevo a sus polluelos a su casa de Campden. Y esos dos, que hubieran podido formar una buena pareja, si las circunstancias hubieran sido distintas, se irán cada cual por su lado y jamás volverán a verse. Suele ocurrir que los que se reúnen en gran número para asistir a las celebraciones de la Iglesia se dispersen después para regresar cada cual a sus distintas ocupaciones. Sin embargo, no hay ninguna razón para que algunos no se vayan transformados.