V

ray Adán de Reading, alojado en el dormitorio con los monjes de la casa, sólo había tenido ocasión de observar a los peregrinos de la hospedería durante los oficios de la iglesia y en sus idas y venidas dentro y fuera de la abadía. Mientras regresaba del huerto a media tarde en compañía de Cadfael, vio casualmente a Ciaran y Mateo cruzando el patio para dirigirse al jardincillo del claustro donde seguramente permanecerían una o dos horas sentados al sol antes de vísperas. Había en el patio toda clase de gente: monjes, criados legos y huéspedes, todos ellos ocupados en sus distintas tareas, pero la impresionante figura de Ciaran y sus lentos y dolorosos andares no podían evitar llamar la atención.

—A esos dos —dijo fray Adán, deteniéndose— los he visto antes. En Abingdon, donde pasé la primera noche tras mi partida de Reading. Se alojaron en el mismo sitio que yo.

—¡En Abingdon! —repitió Cadfael con aire pensativo—. O sea que vienen nada menos que desde allí abajo. ¿No os volvisteis a cruzar con ellos después de Abingdon en el camino hacia aquí?

—No es probable. Yo iba a caballo. Y, además, tenía que cumplir la misión que mi abad me había encomendado en Leominster, lo cual me apartó del camino más directo. No, no les había vuelto a ver hasta ahora. Pero, una vez les has visto, no les puedes confundir.

—¿Cómo estaban en Abingdon? —preguntó Cadfael, siguiendo con la mirada las dos inseparables figuras hasta que desaparecieron en el claustro—. ¿Os pareció que llevaban mucho tiempo en el camino antes de aquella parada nocturna? Este hombre quiere llegar descalzo a Aberdaron, y no son necesarias muchas leguas para tener enseguida los pies marcados.

—Entonces ya cojeaba un poco. Ambos llevaban encima mucho polvo de los caminos. Puede que aquél fuera su primer día de viaje, pero lo dudo.

—Ayer vino a verme para que le curara los pies —explicó Cadfael— y antes de que anochezca se los tendré que examinar de nuevo. Dos o tres días de descanso le permitirán emprender la siguiente etapa de su viaje —desde más de un día al sur de Abingdon hasta la extrema punta de Gales el camino era tremendamente largo—. Me parece una forma de devoción extraña e incluso equivocada asumir ostentosamente unos dolores, habiendo en este mundo tantos seres desdichados que nacen para sufrir un dolor no elegido voluntariamente y lo sobrellevan con humildad.

—La sola fe que ello entraña ya es meritoria de por sí —dijo con tolerancia fray Adán—. A lo mejor, no posee ninguna otra virtud destacada y se aferra a lo único que tiene.

—Sin embargo, no es un alma sencilla —replicó Cadfael—, con independencia de lo que sea. Me dice que padece una dolencia mortal y que va a terminar sus días en la bienaventurada paz de Aberdaron donde pedirá que sus huesos sean enterrados en Ynys Enlli, lo cual es una noble ambición para un hombre de sangre galesa. La voluntaria aceptación de un dolor al que no estaba condenado podría ser incluso una muestra de desafío, un gesto de la mano contra la muerte. Eso lo podría comprender, aunque no lo aprobaría.

—Es natural que vos frunzáis el ceño ante semejante posibilidad —convino Adán, mirando con una indulgente sonrisa a su compañero—, pues sois experto en aliviar el dolor al que consideráis un transgresor y un enemigo. Gracias a la virtud de estas plantas que hemos aprendido a utilizar —Adán dio unas palmadas a la bolsa de cuero que llevaba colgada del cuello y se oyó el suave crujido de las semillas que ésta contenía. Ambos habían estado clasificando en unos platillos de barro las nuevas semillas de aquel año que ya estaba empezando a madurar, y Adán había elegido dos o tres variedades que no figuraban en su herbario—. El dolor es uno de los dragones contra los cuales merece más la pena combatir en este mundo.

Ambos se estaban dirigiendo sin prisa a los peldaños de piedra de la entrada principal de la hospedería, contemplando con deleite todo aquel bullicio y movimiento, cuando, de pronto, fray Adán se detuvo en seco y se quedó boquiabierto de asombro.

—¡Vaya, vaya, me parece que aparte de nuestros presuntos santos, han llegado unos cuantos pecadores sureños!

Sorprendido, Cadfael siguió la dirección de la mirada de Adán y esperó alguna explicación pues el individuo en cuestión parecía a primera vista un hombre absolutamente normal. Permanecía de pie junto a la caseta de vigilancia, formando parte de un pequeño grupo que solía congregarse allí para contemplar la llegada de los peregrinos y el general ajetreo de la jornada. Era un hombre corpulento, pero de figura tan bien proporcionada que el tamaño no resultaba totalmente aparente. Mantenía los pulgares en el interior del cinto de su sencilla y holgada túnica, cuyo elegante corte demostraba que no era un noble, pero tampoco un plebeyo sino más bien un respetable y acaudalado mercader o comerciante. Uno de los que constituían la columna vertebral de muchas ciudades de Inglaterra y podían permitirse el ocasional lujo de emprender una ocasional peregrinación a modo de bien merecido descanso. Contemplaba benignamente la actividad que lo rodeaba desde un astuto y mofletudo rostro pulcramente afeitado, dedicando a toda la creación una ancha y satisfecha sonrisa.

—Ése —dijo Cadfael, mirando a su compañero con curiosidad—, es un tal Simeón Poer, o eso me han dicho por lo menos, un mercader de Guildford que ha venido en peregrinación por la salvación de su alma, aprovechando que este verano es casualmente muy hermoso y seductor. ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Conocéis vos alguna razón?

—Puede que se llame efectivamente Simeón Poer —contestó fray Adán— y puede que tenga otra media docena de nombres a mano para usarlos en caso de necesidad. Nunca le conocí por su nombre, pero su rostro y su figura los conozco muy bien. El padre abad me encomienda muchos de sus asuntos fuera del claustro y tengo ocasión de conocer la mayoría de ferias y mercados de nuestro condado y de otros lugares. He visto a este hombre, no vestido con una túnica como un preboste tal como viste ahora, por supuesto, supongo que le habrán ido bien los negocios últimamente; le he visto, digo, en todas las ferias, cultivando la compañía de los jóvenes e inexpertos truhanes que suelen frecuentar tales reuniones. En beneficio de su bolsillo, claro. Probablemente utiliza los dados. Y, con seguridad, unos dados cargados. Aunque tampoco podría asegurar que no aligere algún bolsillo de vez en cuando, si le va mal el negocio. Es un medio más rápido de alcanzar el mismo fin, aunque más arriesgado.

Fray Cadfael llevaba bastantes años sin tropezarse con un monje tan pragmático y perspicaz en medio de los inocentes que lo rodeaban. Sin duda las frecuentes salidas del claustro de fray Adán en representación del abad habrían ampliado notablemente sus horizontes. Cadfael le miró con respeto y cordialidad y se volvió para estudiar más detenidamente al sonriente y benévolo mercader.

—¿Estáis seguro de lo que decís?

—Estoy seguro de que es el mismo hombre, sí. Pero no conozco sus actividades tanto como para desafiarle abiertamente, ya que sólo le han sorprendido una vez, y resultó tan escurridizo que a los representantes de la ley se les escapó entre los dedos. Os aconsejo que le vigiléis, ésta podría ser la ocasión en la que todos los bribones cometen finalmente un desliz y reciben su merecido.

—Si estáis en lo cierto —dijo Cadfael—, ¿no os parece que se ha alejado en exceso de los habituales lugares de sus fechorías? Sé por mis años de experiencia en el mundo que los hombres de su condición raras veces abandonan las regiones en las que saben moverse con más habilidad que los representantes de la ley. ¿Acaso el sur se ha convertido para él en un lugar tan peligroso que necesita buscarse nuevos territorios? Eso significaría que ha cometido algo mucho más grave que engañar jugando a los dados.

Fray Adán se encogió dubitativamente de hombros.

—Podría ser. Los desórdenes entre los distintos bandos han resultado para algunos bribones tan fructíferos como para sus señores y sus amos. Las batallas no están hechas para ellos… son demasiado peligrosas para sus pellejos. Pero las disputas que se producen en las ciudades entre los distintos bandos les son tan provechosas como el aire que respiran. Aligeran bolsillos, provocan disturbios, actuando discretamente y con disimulo, golpean en la cabeza o apuñalan por la espalda a inofensivos ancianos de próspera apariencia y les roban las bolsas en medio de la confusión… Es más fácil y seguro que echarse a los bosques en espera de alguna presa tal como hacen los de su misma condición en el campo.

Reuniones, pensó Cadfael, como la de Winchester en la que por lo menos un hombre había apuñalado por la espalda y había muerto desangrado en una calleja. ¿Y si las autoridades del sur estuvieran buscando a aquel hombre y le hubieran obligado a alejarse de sus habituales terrenos de caza? ¿Por algún delito más grave que birlarles los cuartos a los primos en el juego de los dados? ¿Por algo tan siniestro como un asesinato?

—En la sala común de la hospedería hay unos dos o tres que me inspiran cierto recelo —dijo Cadfael—, pero este hombre no ha mantenido ningún trato con ellos que yo sepa. De todos modos, lo tendré en cuenta, mantendré los ojos bien abiertos y aconsejaré a fray Dionisio que haga lo mismo. También le mencionaré lo que me habéis dicho a Hugo Berengario antes de que pase esta noche. Tanto él como el preboste de la ciudad agradecerán la advertencia.

Puesto que Ciaran estaba sentado tranquilamente en al jardincillo del claustro, a Cadfael le pareció una lástima obligarle a recorrer los huertos para dirigirse al herbario, estando sus morenos pies en tan excelentes condiciones y tan bien calzados con sus sólidas sandalias. Por consiguiente, Cadfael fue en busca del ungüento que había utilizado para curar las heridas y magulladuras y del alcohol que serviría para endurecerle las delicadas plantas de los pies, dirigiéndose después al claustro. Era una tibia y soleada tarde en la que la densa y mullida hierba resultaba refrescante para los pies descalzos. Las rosas ya estaban empezando a florecer y su fragancia perfumaba el aire como una bendición. ¡Pero aquellos rostros tan cerrados y sombríos no parecían advertirlo! ¿Estaría el uno realmente condenado a una muerte prematura y el otro a la pérdida de un amigo tan íntimo?

Cuando Cadfael se acercó, Ciaran estaba hablando y, al principio, no advirtió su presencia, pero, incluso tras haberla advertido, siguió hablando hasta el final.

—… pierdes el tiempo porque eso no ocurrirá. Nada ocurrirá, no lo esperes. ¡Nunca! Sería mejor que me dejaras y volvieras a casa.

¿Creía uno de ellos en el poder de santa Winifreda y rezaba y esperaba un milagro? ¿Pensaría el enfermo lo mismo que, con tanta vehemencia, pensaba Rhun, dispuesto a ofrecer en voluntario sacrificio su prematura muerte en lugar de pedir la curación?

Mateo aún no había visto aproximarse a Cadfael. Su profunda, mesurada y resuelta voz dijo en un susurro apenas audible:

—¡Ahórrate las palabras! Pienso acompañarte paso a paso hasta el final.

Cadfael llegó adonde estaban y ambos abandonaron sus secretas angustias, lanzaron un profundo suspiro y compusieron sus semblantes para enfrentarse con el mundo exterior. Se separaron un poco sobre el banco de piedra y recibieron a Cadfael con una sonrisa un tanto forzada.

—No he visto la necesidad de que vinierais —explicó Cadfael, arrodillándose y abriendo su bolsa sobre el verde césped—, pudiendo venir yo aquí con más facilidad. Sentaos, poneos cómodo y dejadme ver cuántas cosas nos quedan por hacer antes de que podáis reanudar con buen ánimo el camino.

—Sois muy amable, hermano —dijo Ciaran, suspirando—. Tened por cierto que lo haré con buen ánimo pues mi peregrinación es breve y mi llegada segura.

Desde el otro extremo del banco, la voz de Mateo dijo en un susurro:

—¡Amén!

Tras lo cual, se hizo el silencio mientras Cadfael aplicaba el ungüento a las hinchadas plantas de los pies, rociaba profusamente con alcohol la maltratada piel sin duda acostumbrada anteriormente a ir siempre bien calzada y extendía el bálsamo de tréboles sobre las heridas que ya empezaban a cicatrizar.

—¡Ya está! Mañana no utilicéis los pies más que para asistir a los oficios a los que os sintáis obligado a asistir. Aquí no hay necesidad de ir muy lejos. Mañana vendré y os dejaré listo para que podáis permanecer más rato de pie al día siguiente, cuando la santa sea devuelta a casa.

Cuando hablaba de ella, Cadfael ya no sabía si se refería efectivamente a la sustancia mortal de santa Winifreda, la cual se encontraba, según la común creencia en el relicario con adornos de plata, o bien a alguna destilación de su espíritu capaz de llenar con su santidad incluso un féretro vacío, o incluso un féretro en el que sólo se albergaban unos tristes y pecaminosos huesos humanos, indignos de su caridad, pero sometidos, como los de todos los mortales, a la inescrutable y benévola clemencia de lo alto, de la cual no cabía dudar ni por un instante.

Si los milagros se pudieran explicar por medio de razonamientos lógicos, ya no serían milagros, ¿verdad?

Cadfael se frotó las manos con un lienzo de lana y se levantó del suelo. Faltaban unos veinte minutos para vísperas.

Ya se había despedido y casi había alcanzado la arcada del gran patio cuando oyó unas rápidas pisadas a su espalda mientras una mano le asía la manga con gesto suplicante y la voz de Mateo le decía al oído:

—Hermano, os habéis dejado esto.

Era el tarro del ungüento, un recipiente de loza verdosa casi invisible entre la hierba. El joven lo sostenía en la palma de su ancha y vigorosa mano de largos y elegantes dedos. Unos ojos oscuros, discretos, pero sinceramente curiosos, escudriñaron el rostro de Cadfael.

Cadfael tomó el tarro con ambas manos y se lo guardó en la bolsa. Ciaran permanecía sentado donde Mateo lo había dejado, pero con el semblante y la ardiente mirada dirigidos hacia ellos. Se encontraban a cierta distancia de él y, por un momento, el joven dio la impresión de ser un alma abandonada a la soledad más absoluta en medio de un mundo poblado de gente.

Cadfael y Mateo se miraron el uno al otro con inquisitiva incertidumbre. Aquél era el mozo que había entrado en acción en el momento oportuno, en quien Melangell había puesto sus tiernos e ingenuos ojos y a quien Rhun consideraba sin duda un partido adecuado para su hermana sin pensar para nada en su propia suerte. Pertenecía sin duda a una buena estirpe de la pequeña nobleza, habría aprendido algo de latín y le habrían enseñado el manejo de las armas. ¿Por qué otra razón sino por el impulso de un desmesurado afecto hubiera podido recorrer los campos como un pordiosero sin un céntimo y sin otras raíces y apego que los que lo unían a un moribundo?

—Decidme la verdad —dijo Cadfael—. ¿Es verdad… es absolutamente cierto… que Ciaran va al encuentro de la muerte?

Hubo una breve pausa de silencio en cuyo transcurso los grandes ojos de Mateo parecieron todavía más grandes y oscuros. Después, el joven respondió con deliberada lentitud:

—Es cierto. Está abocado a la muerte. A no ser que vuestra santa obre un milagro, nada podrá salvarle. ¡Ni me podrá salvar a mí! —añadió bruscamente, dando media vuelta para reanudar su fiel vigilancia.

Cadfael decidió saltarse la cena en el refectorio y se dirigió a la ciudad, siguiendo la muralla de la barbacana. Cruzó el puente del Severn, atravesó la puerta y subió por la empinada curva de Wyle hasta la casa de Hugo Berengario. Allí se sentó, acariciando a su ahijado Gil, un encantador y obstinado chiquillo rubio como su madre y con unas largas extremidades que algún día le harían superar la corta estatura de su moreno y burlón progenitor. Aline sirvió vino y comida para su esposo y su amigo y se sentó a coser, dirigiendo de vez en cuando a los hombres una risueña mirada de serena satisfacción. Cuando su hijo se quedó dormido sobre las rodillas de Cadfael, se levantó y se lo llevó. Pesaba mucho para ella, pero Aline había aprendido a cargárselo sobre el brazo y el hombro. Cadfael la miró con afecto mientras se llevaba al niño a la cama de la habitación contigua y cerraba la puerta a su espalda.

—¿Cómo es posible que esta muchacha esté cada día más resplandeciente y encantadora? Muchas veces he comprobado que el matrimonio marchitaba la belleza de un gran número de jóvenes agraciadas. En cambio, a ella le sienta tan bien como la aureola le sienta a una santa.

—Bueno, el matrimonio tiene sus ventajas —contestó Hugo con indiferencia—. ¿Tengo yo acaso mal aspecto? Os debe parecer un poco raro después de tantos años de celibato… ¡y con todas las aventuras que corristeis antes de entrar en religión! No debíais de apreciar demasiado el estado matrimonial, de lo contrario, hubierais corrido el riesgo. No hicisteis los votos hasta pasados los cuarenta y habíais sido uno de los mejores cruzados que jamás hubieran combatido en Oriente. ¿Cómo puedo saber yo si no tendréis a alguna Aline encerrada en vuestro recuerdo y tan querido para vos como lo es la mía para mí? Puede que incluso tengáis un Gil —añadió, esbozando una enigmática sonrisa—, un Gil cualquiera sabe dónde, un hombre ya adulto…

El silencio y la inmovilidad de Cadfael, a pesar de su complaciente y natural apariencia, despertó los perspicaces sentidos de Hugo. Medio adormilado entre los cojines de su asiento a causa de la larga jornada al aire libre, Hugo estudió con sus sagaces ojos negros el meditabundo semblante de su amigo y regresó discretamente a cuestiones más prácticas.

—Conque ese Simeón Poer es conocido en el sur, ¿eh? Os agradezco la advertencia tanto a vos como a fray Adán aunque el hombre no haya cometido hasta ahora ninguna fechoría. Pero esos otros que me habéis descrito… en la taberna de Wat junto a la barbacana suelen vigilar a los forasteros que vienen cuando se celebran ferias o festejos, y hacen correr la voz por la ciudad. Wat le ha dicho a mi gente que hay un grupo muy bullicioso en el que figuran algunos forasteros. Podrían ser ésos que vos me habéis mencionado. Entre ellos están también los jóvenes de la ciudad con más dinero que sentido común. Han estado bebiendo mucho y jugando a los dados. A Wat no le gusta cómo caen los dados.

—Es lo que yo me imaginaba —dijo Cadfael, asintiendo—. Por cada misa que nosotros celebramos, ellos celebran la misa de los jugadores en otro lugar. Dejad que los necios tiren el dinero si así les place, lo tendrán bien merecido. Estoy seguro de que Wat sabe reconocer muy bien los dados cargados.

—También sabe librar su casa de esta peste. Le ha susurrado al oído a un forastero que su taberna está vigilada y que se vayan con viento fresco a otra parte. Esta noche le ha encomendado a un mozo la vigilancia para que averigüe dónde se reúnen. Mañana por la noche los sorprenderemos, y si todo va bien, os libraremos de ellos antes de que comiencen los festejos.

Sería una tarea de limpieza que todos le agradecerían, pensó Cadfael, cruzando de nuevo el puente bajo las primeras sombras del crepúsculo mientras la rizada corriente del río reflejaba los últimos rayos de luz y los islotes que afloraban en el escaso caudal de las aguas mostraban las parduscas hierbas acuáticas que les cubrían. Sin embargo, todavía no se había descubierto nada capaz de arrojar alguna luz, aunque sólo fuera el reflejo de unos rayos sobre aquella lejana muerte del sur de donde procedía el mercader Simeón Poer.

¿En peregrinación por el bien de su respetable alma? ¿O tal vez huyendo de una ley que amenazaba su seguridad por algo bastante más grave que el hecho de engañar con trampas a los necios? No obstante, Cadfael se sentía demasiado cerca de la necedad como para mostrarse altivamente condescendiente a este respecto, por más que algunos dijeran que los jugadores se lo tenían bien merecido.

La gran puerta de la abadía estaba cerrada, pero a través del portillo aún penetraba la última luz del ocaso desde el oeste. En medio de aquella suave claridad, Cadfael rozó los hombros y las mangas de otro que entraba en aquel momento y se sorprendió cuando una firme mano lo tomó por el codo y le hizo pasar deferentemente por el portillo.

—¡Buenas noches os dé Dios, hermano! —entonó una melodiosa voz junto a su oído mientras el huésped entraba detrás de él.

La sólida y poderosa figura de Simeón Poer, el presunto mercader de Guildford, pasó vigorosamente por su lado vestida con su túnica de lana, y cruzó el gran patio en dirección a los peldaños de piedra de la hospedería.