II

l abad Radulfo regresó a su abadía de San Pedro y San Pablo el tercer día de junio, escoltado por su capellán y secretario fray Vidal, y fue recibido por los cincuenta y tres monjes, los siete novicios y los seis escolares, amén de todos los administradores y criados legos.
El abad era un hombre alto y delgado de cincuenta y tantos años, de enjuto y ascético rostro y de penetrantes ojos de erudito, con un cuerpo tan ágil y vigoroso que desmontando de su cabalgadura se fue directamente a presidir la misa mayor antes de retirarse a sus aposentos para limpiarse el polvo del camino y tomar un refrigerio después del largo viaje a caballo. Tampoco olvidó ofrecer las plegarias que había pedido a su rebaño por el eterno descanso del alma de Rainaldo Bossard, vilmente asesinado en Winchester la noche del miércoles noveno día de abril de aquel año del Señor de 1141. Cuando ya llevaba ocho semanas muerto a media Inglaterra de distancia, ¿qué significado podía tener Rainaldo Bossard para aquella indiferente ciudad de Shrewsbury o para los miembros de aquella lejana casa benedictina?
Hasta que no se celebrara el capítulo de la mañana siguiente, la casa no recibiría el informe del abad sobre aquel trascendental concilio convocado en el sur para determinar el futuro de Inglaterra. Sin embargo, cuando Hugo Berengario acudió a media tarde y pidió ser recibido por Radulfo, éste no le hizo esperar. La gravedad de los asuntos exigía la estrecha colaboración entre los poderes secular y eclesial en defensa de la ley y el orden de Inglaterra.
La sala privada de los aposentos del abad era tan austera como su ocupante. El mobiliario era muy sencillo, pero la luz del sol se derramaba sobre el suelo embaldosado a través de dos ventanas enrejadas a aquella hora en que el sol se encontraba todavía en su cénit e iluminaba el ameno verdor y las esmaltadas flores de un pequeño jardín visible desde las ventanas. Unos estremecimientos de fulgor se encendían y apagaban, retrocedían y entrechocaban sobre los oscuros paneles del interior desde la vida que renacía, la fresca brisa y el exuberante estallido de la luz del exterior. Sentado en las sombras, Hugo estudió el nítido perfil del abad, escarpado y oscuro sobre un fondo de cambiante luminosidad.
—Mi lealtad os es bien conocida —dijo, admirando la serenidad del noble semblante así enmarcado—, como la vuestra me lo es a mí. Pero hay muchas cosas que ambos compartimos. Os agradeceré de corazón todo lo que podáis decirme acerca de los acontecimientos de Winchester.
—Es algo que ojalá pudiera comprender —dijo Radulfo, esbozando una triste sonrisa—. Fui convocado por quien tiene derecho a convocarme y acudí sabiendo como estaban las cosas: el rey prisionero y la emperatriz dueña de buena parte del sur y en condiciones de reclamar la soberanía por derecho de conquista. Vos y yo sabemos lo que se hubiera tenido que debatir allí. Sólo os puedo ofrecer el relato de lo ocurrido, tal como yo lo vi. El primer día de la reunión, lunes siete de abril, no se hizo nada a causa de la ceremonia de bienvenida y de la lectura de las cartas, ¡había tantas!, enviadas a modo de excusa por los que estaban ausentes. La emperatriz se alojaba aquellos días en la ciudad, pero, durante nuestros debates, hizo varias visitas por la región, a Reading y a otros lugares. No asistió a nuestras reuniones porque es bastante discreta —añadió secamente el abad sin dejar muy claro si lo consideraba una cualidad o un defecto—. El segundo día… —Radulfo hizo una pausa, recordando lo que había presenciado. Hugo esperó sin moverse—. El segundo día, ocho de abril, el legado pronunció su gran discurso…
No era difícil imaginárselo. Enrique de Blois, obispo de Winchester, legado papal, hermano menor y partidario hasta entonces del rey Esteban, inexpugnablemente asentado en la sala capitular de su catedral, maestro consumado del pulso político de Inglaterra y el más hábil manipulador del reino… actuando a la defensiva en su propio terreno, si tal cosa hubiera podido decirse de alguien tan experto como él. Hugo jamás había visto a aquel hombre, jamás había estado en la región que gobernaba y sólo había oído hablar de él, pero, aun así, lo imaginó, presidiendo con autoritaria compostura la maldispuesta asamblea. Tenía que representar un papel muy difícil, librándose de su conocida lealtad a su hermano sin perder el prestigio, la posición y la influencia sobre aquéllos que la habían compartido, vigilado de cerca por una poderosa mujer dispuesta a destruirlo o conservarlo según la habilidad que demostrara en inclinar a sus indisciplinadas huestes hacia aquella penosa senda.
—Sus palabras fueron inicialmente muy tediosas —confesó sinceramente el abad—, pero él es un brillante orador. Subrayó que estábamos reunidos para intentar salvar a Inglaterra del caos y la ruina. Nos habló de la época del difunto rey Enrique, en la que imperaban la paz y el orden en todo el país. Y nos recordó que el anciano rey, a falta de un hijo varón, exigió a sus barones un juramento de lealtad al único vástago que le quedaba, su hija la emperatriz Matilde, actualmente viuda y casada en segundas nupcias con el conde de Anjou.
Casi todos los barones prestaron el juramento, entre ellos el propio Enrique de Winchester. Hugo Berengario, que jamás se había sometido a semejante prueba hasta que estuvo preparado para elegir por sí mismo, curvó los labios en una mueca medio desdeñosa y medio conmiserativa y asintió comprensivamente con la cabeza.
—A su señoría le debió de costar un buen esfuerzo explicar su cambio de actitud.
El abad se abstuvo de indicar, por medio de la palabra o la mirada, su conformidad con aquella crítica a un hermano suyo de religión.
—Dijo que la larga demora que hubiera podido producirse por el hecho de encontrarse la emperatriz en Normandía había suscitado una natural preocupación por el bienestar del estado. Un intervalo de incertidumbre era muy peligroso. De este modo, añadió, su hermano el conde Esteban fue aceptado cuando se ofreció a ceñir la corona, convirtiéndose así en rey por aclamación. Reconoció el papel que él había desempeñado en dicha aceptación. Él fue quien dio su palabra ante Dios y los hombres de que el rey Esteban honraría y veneraría a la Santa Madre Iglesia y mantendría las buenas y justas leyes del país. Empresa en la cual, dijo Enrique, el rey ha fallado ignominiosamente. Para su gran pesar y dolor, añadió, habiendo sido el garante de su hermano ante Dios.
O sea que así se había explicado el humillante cambio de rumbo, pensó Hugo. La culpa de todo la tenía Esteban, el cual había engañado hasta tal extremo a su reverendo hermano, incumpliendo sus promesas, que había acabado la paciencia de un hombre de Dios y le había inducido a recibir con agrado un cambio de monarca, mitigando su pena con el alivio.
—Recordó en concreto —dijo Radulfo— que el rey había perseguido a algunos obispos hasta llevarles a la ruina y la muerte.
Había en ello una considerable dosis de verdad, si bien la única muerte cierta, la de Roberto de Salisbury había sido más bien consecuencia de la vejez, la amargura y la desesperación ante el hecho de haber perdido su poder.
—Por consiguiente, dijo —añadió el abad con gélida ponderación—, el juicio de Dios se había manifestado contrario al rey, entregándolo prisionero en manos de sus enemigos. Y él, fielmente al servicio de la Santa Madre Iglesia, tenía que elegir entre el afecto a su hermano mortal o el de su padre inmortal y no podía por menos que inclinar la cabeza ante el edicto del Cielo. Por consiguiente, nos había convocado para evitar que un reino decapitado se viniera abajo en una ruina total. Dicha cuestión, manifestó a la asamblea, ya había sido seriamente debatida el día anterior por parte de la mayoría del clero de Inglaterra, el cual, ¡según él mismo dijo!, tenía una prerrogativa superior a las demás en la elección y consagración de un rey.
Algo en el mesurado y seco tono de voz llamó especialmente la atención de Hugo. Se trataba de una exigencia sin precedentes y, a juzgar por su expresión, el abad Radulfo la consideraba más que sospechosa. El legado tenía que preservar su prestigio y había utilizado su elocuencia para tejer una protectora red de palabras.
—Pero ¿hubo tal reunión? ¿Estuvisteis vos presente en ella, padre?
—Hubo una reunión —contestó Radulfo— no muy prolongada y cuyo curso no estuvo nada claro. El que más habló fue el legado. La emperatriz había enviado a unos partidarios suyos —añadió con serena tolerancia, dando a entender que él no era uno de ellos—. No recuerdo que él invocara esta prerrogativa para nosotros. Y tampoco se hizo un recuento de votos.
—Ni se debió de declarar ninguno. Ni se debieron contar las cabezas o las manos.
Hubiera sido demasiado fácil en tal caso efectuar otro recuento que confundiera los cálculos.
—Añadió —dijo Radulfo con cortante frialdad— que habíamos elegido como señora de Inglaterra a la hija del difunto rey y heredera de su nobleza y su voluntad pacificadora. De la misma manera que el padre no había tenido igual por sus méritos, la hija traería la paz a esta atribulada tierra en la que ahora nosotros le ofrecemos nuestra más sincera lealtad. ¡Eso dijo!
O sea que el legado había conseguido salir hábilmente de su apuro. Pese a ello, una dama tan decidida, valiente y vengativa como la emperatriz miraría de reojo aquella sincera lealtad que ya se le había jurado otra vez y después se le había retirado por influencias, y se le podía volver a retirar por la misma razón. A poco prudente que fuera, reprimiría su resentimiento y procuraría situarse en el lado más propicio del legado cuando éste tratara cautelosamente de abrirse paso hasta el lado más favorable de su persona, pero no olvidaría ni perdonaría.
—¿Y no hubo ni una sola palabra en contra? —preguntó Hugo con voz apagada.
—Ninguna. Apenas hubo oportunidad para hacerlo y tanto menos se alentó a los presentes a intervenir. Tras lo cual, el obispo anunció que había invitado a una representación de la ciudad de Londres y esperaba su llegada aquel mismo día, por lo cual convendría aplazar nuestra reunión hasta mañana. Sin embargo, los londinenses llegaron al día siguiente y la reunión se inició más tarde que las de los días anteriores. Pero llegaron. Con las caras muy largas y los cuellos muy tiesos. Dijeron que representaban a todo el municipio de Londres, del cual habían entrado a formar parte muchos barones después de la batalla de Lincoln, y que todos ellos, sin pretender poner en tela de juicio la legitimidad de nuestra asamblea, deseaban manifestar unánimemente la petición de que el rey nuestro señor fuera puesto en libertad.
—Fue una actitud muy audaz —dijo Hugo, arqueando las cejas—. ¿Cómo contraatacó su señoría? ¿Perdió la compostura?
—Creo que se turbó un poco, pero no de una forma muy visible. Hizo un largo discurso… es su manera de callar la boca a los demás, por lo menos durante algún tiempo… reprochándole a la ciudad el hecho de que hubiera aceptado como miembros a unos hombres que habían abandonado a su rey en la batalla, tras llevarle a la perdición con sus malos consejos e inducirle escandalosamente a olvidarse de Dios y de la ley, llevándole a la derrota y a la cautividad de la cual no lo podrán librar ahora las plegarias de aquellos falsos amigos. Esos hombres, les dijo, os halagan ahora en su propio interés y beneficio.
—Si se refería a los flamencos que huyeron de Lincoln —reconoció Hugo—, no dijo más que la verdad. Pero ¿con qué propósito halagan y cortejan a la ciudad? ¿Qué sucedió entonces? ¿Tuvieron el valor de no ceder terreno ante él?
—Se quedaron un poco desconcertados y sin saber qué responder, y se apartaron para discutir la cuestión. Durante la pausa que se produjo, un hombre se adelantó súbitamente entre los clérigos y le entregó un pergamino al obispo Enrique, pidiéndole que lo leyera en voz alta con tal autoridad que todavía me pregunto cómo es posible que el obispo no le obedeciera de inmediato. En su lugar, Enrique abrió el pergamino y lo empezó a leer en silencio. Al cabo de un momento, empezó a gritar encolerizado que aquello era un insulto a la venerable asamblea, que el tema era vergonzoso, sus testigos eran corruptos enemigos de la Santa Madre Iglesia y que no se podía leer ni una sola palabra en voz alta en un lugar tan sagrado como su sala capitular. Al oír tales palabras, el clérigo le arrebató el pergamino a Enrique y lo leyó él mismo, levantando la voz cada vez que el obispo trataba de acallarle. Era una súplica de la esposa de Esteban a todos los presentes y en especial al legado por ser el hermano del rey, demandándoles su lealtad y pidiendo la restauración del rey y su liberación del vil cautiverio al que lo habían arrojado los traidores. Y yo, dijo el valiente que lo leyó, soy un clérigo al servicio de la reina Matilde y, si alguien me pregunta mi nombre, diré que me llamo Cristian y soy tan cristiano como el que más, fiel a mi bautismo.
—¡Fue valiente en verdad! —exclamó Hugo, lanzando un silbido—. Pero dudo que eso le sirviera de algo.
—El legado replicó con una perorata muy parecida a la del día anterior, aunque pronunciada con mayor vehemencia, y tanto atemorizó a los hombres de Londres que éstos bajaron velas y accedieron a regañadientes a informar a sus ciudadanos sobre la elección del concilio y a apoyarla lo mejor que pudieran. En cuanto al tal Cristian, que tanto había sacado de sus casillas al obispo Enrique, aquella misma noche fue atacado en la calle cuando se disponía a regresar junto a la reina con las manos vacías. Cuatro o cinco rufianes lo acorralaron en la oscuridad. Nadie sabe quiénes eran porque huyeron cuando uno de los caballeros de la emperatriz y sus hombres acudieron en ayuda de la víctima y los persiguieron, reprochándoles que usaran el asesinato como argumento en favor de cualquier causa y nada menos que contra un hombre honrado que había cumplido valerosamente con su obligación y a la vista de todos. El clérigo no sufrió más que unas magulladuras. Al caballero lo apuñalaron por la espalda y la hoja le atravesó las costillas y se hundió en su corazón. Murió en el arroyo en una calle de Winchester. Una vergüenza para todos nosotros que alegamos buscar la paz y la concordia entre los enemigos.
A juzgar por la sombría expresión de su rostro, aquel inexcusable acto que echaba por tierra todas las simulaciones de buena voluntad, justicia y reconciliación le había afectado profundamente. Atacar a un hombre por pertenecer honradamente al bando contrario y atacar después al imparcial caballero que había tratado de evitar la afrenta eran unos malos presagios para el futuro de la paz que preconizaba el legado.
—¿Y no detuvieron al autor del asesinato? —preguntó Hugo, frunciendo el ceño.
—No. Huyeron en la oscuridad. Si alguien conoce el nombre o el escondrijo, no ha dicho ni una palabra. La muerte es algo tan frecuente ahora, incluso al acecho y a traición en la oscuridad, que ésa se olvidará junto con las demás. Al día siguiente, el concilio se clausuró con una sentencia de excomunión contra un elevado número de hombres de Esteban y el legado bendijo a todos los que bendijeran a la emperatriz y maldijo a todos los que la maldijeran. Así nos despidió —dijo Radulfo—. Pero a los representantes de los monasterios no nos despidió sino que nos mantuvo a su lado unas cuantas semanas más.
—¿Y la emperatriz?
—Se retiró a Oxford durante las largas negociaciones con la ciudad de Londres acerca del cómo y el cuándo debería ser recibida, en qué condiciones y cuántas personas podrían acompañarla a Westminster. Han resuelto paso a paso todas las diferencias sobre estas cuestiones. Dentro de nueve o diez días, la emperatriz se instalará allí y poco después será coronada —el abad levantó una musculosa mano de largos dedos y la dejó caer de nuevo sobre el hábito que le cubría las rodillas—. O eso parece por lo menos. ¿Qué otra cosa puedo deciros de ella?
—Quería saber más bien cómo se enfrenta con este lento reconocimiento —dijo Hugo—. ¿Qué trato dispensa a los barones recién convertidos a su causa? ¿Y qué tal se llevan todos entre sí? No es fácil mantener unidos a los antiguos y los nuevos partidarios y tampoco lo es evitar que haya disputas entre ellos. Una discusión por algún feudo, algunas tierras arrebatadas a uno y entregadas a otro… creo que vos sabéis tan bien como yo lo que suele ocurrir en estos casos, padre.
—No la considero una mujer muy prudente —dijo Radulfo con cierta cautela—. Sabe muy bien que muchos le juraron lealtad obedeciendo la orden de su padre y después se pasaron al rey Esteban y ahora regresan junto a ella porque está adquiriendo poder. Comprendo muy bien que quiera herirles en lo más hondo siempre que pueda. No es prudente, pero es humano. Sin embargo, no me parece bien que trate con tanta arrogancia y frialdad a los que nunca vacilaron, que también los hay —añadió el abad con respetuoso asombro—, a los que le habían sido constantemente fieles a costa de grandes pérdidas y ahora tampoco se apartarán de ella, haga lo que haga. Me parece una inmensa necedad y una gran injusticia tratar con tanta altivez a los que han sido su mano derecha y su izquierda durante todo este tiempo.
Cuánto me consoláis, pensó Hugo, estudiando detenidamente el enjuto y sereno rostro. Esta mujer no está en sus cabales si desprecia a hombres como Roberto de Gloucester ahora que tan cerca se siente del trono.
—Ha ofendido gravemente al legado papal —dijo el abad—, negándose a permitir que el hijo de Esteban reciba los derechos y los títulos de las propiedades de su padre de Boulogne y Mortain mientras su padre se encuentre prisionero. Hubiera sido un simple acto de justicia. Pero no, ella no lo ha querido así. El obispo Enrique decidió abandonar momentáneamente su corte y a ella le costó un considerable esfuerzo volver a atraerlo.
Eso está pero que muy bien, pensó Hugo, evaluando con sumo cuidado su situación. Si es lo bastante terca como para alejar de su lado a alguien como Enrique, será capaz incluso de deshacer cualquier cosa que éste y los demás hagan por ella. Como depositen la corona en sus manos, es muy capaz no ya de tirarla al suelo sino incluso de arrojarla contra alguien con quien tenga alguna cuenta pendiente que resolver. Trató de imaginarse los detalles de su futuro comportamiento y se animó ligeramente. La emperatriz había arrebatado las tierras de algunos y las había entregado a otros. Había recibido con arrogancia a sus nuevos seguidores, comprensiblemente avergonzados, y les había recordado siniestramente su pasada hostilidad. Había llegado incluso a rechazar a algunos, recordando pasadas ofensas. Los candidatos a una corona tan disputada hubieran tenido que ser más acomodaticios y desmemoriados. ¡Mejor dejarla en paz y rezar! Ella sola, sin necesidad de nadie más, podría provocar su propia ruina.
Al término de aquella larga hora de conversación, Hugo se levantó para retirarse, con una idea muy clara de las posibilidades a las que tendría que enfrentarse. Incluso las emperatrices eran capaces de aprender una lección y de conseguir por medio de halagos y lisonjas entrar en Westminster y ceñir la corona. No se podía subestimar a la nieta de Guillermo de Normandía e hija de Enrique I. Y, sin embargo, aquella misma estirpe podía provocar su propia destrucción a causa precisamente de su inexorable fuerza.
Más tarde, Hugo no comprendió muy bien por qué razón se volvió en el último momento para preguntar:
—Padre abad, este tal Rainaldo Bossard, el que murió… Un caballero de la emperatriz habéis dicho… ¿Al séquito de qué personaje pertenecía?
Todo eso se lo reveló a fray Cadfael en su cabaña del huerto, tratando de contrastar sus impresiones y dudas con la firme solidez de su amigo, como un hombre que quisiera afilar una guadaña en una lápida conmemorativa. Cadfael estaba examinando con gozo un vino extremadamente sabroso y no parecía prestar atención, pero Hugo no se dejó engañar. Su amigo había aguzado el oído para captar todas las entonaciones de su voz e incluso le dirigía de vez en cuando una rápida mirada de soslayo para confirmar lo que había oído y llevar la doble cuenta de lo que hacía y lo que escuchaba.
—En tal caso, será mejor que os reclinéis en vuestro asiento y esperéis a ver qué ocurre —dijo Cadfael al final—. Supongo que también podríais enviar a Bristol a un hombre de vuestra confianza para que echara un vistazo. El rey es el único rehén que ella tiene. Si se liberara al rey o se hiciera prisionero a Roberto o a Brian FitzCount o a cualquier otro de rango equiparable, pisaríais terreno más seguro. Dios me perdone, pero ¿qué os estoy aconsejando, yo que no tengo príncipe en este mundo?
Sin embargo, Cadfael no estaba demasiado seguro de la veracidad de su afirmación. Había mantenido tratos en diversas ocasiones con Esteban y lo apreciaba, a pesar de aquel reprobable momento en que, mal aconsejado, había provocado una matanza entre los hombres de la guarnición del castillo de Shrewsbury, cosa de la cual se arrepentiría sin duda mientras su efervescente memoria le recordara el ultraje. Ahora, en la mazmorra de Bristol, tal vez hubiera olvidado aquel acto de barbarie tan impropio de él.
—¿Y sabéis —preguntó Hugo con deliberada lentitud— a quién servía el caballero Rainaldo Bossard que murió desangrado en una calle de Winchester? ¿Ése por cuya alma se os han pedido oraciones?
Cadfael apartó la mirada de su burbujeante jarra y clavó los ojos en el rostro de su amigo.
—Se nos ha dicho simplemente que era un hombre de la emperatriz. Pero ya veo que vos me vais a decir algo más.
—Formaba parte del séquito de Laurence d’Angers —anunció Hugo Berengario.
Cadfael se irguió con incauta celeridad y se quejó por lo bajo del dolor que la brusca sacudida le había provocado en la espalda. Era el nombre de alguien a quien ninguno de los dos había visto jamás y que, sin embargo, evocaba en ellos unos vivos recuerdos.
—¡Sí, aquel Laurence! Un barón del condado de Gloucester, partidario de la emperatriz. Uno de los pocos que no han cambiado ni una sola vez de lealtad en medio de todas estas idas y venidas, tío de aquellos jóvenes a los que vos ayudasteis a escapar de Bromfield para reunirse con él cuando se extraviaron tras el saqueo de Worcester. ¿Recordáis el frío de aquel invierno? ¿Y el viento que empujaba la nieve de las colinas y la depositaba en otros lugares antes de que amaneciera? Parece que todavía lo siento traspasándome la carne y los huesos…
Cadfael jamás podría olvidar ni un solo detalle de aquel viaje invernal[2]. Había transcurrido apenas un año y medio del ataque contra la ciudad de Worcester, la huida del hermano y la hermana al noroeste hacia Shrewsbury en medio del peor invierno que se recordara en muchos años. Laurence d’Angers no fue más que un nombre en aquel asunto, como ahora lo era en éste. En su calidad de partidario de la emperatriz Matilde, se le había denegado el permiso para entrar en los territorios del rey Esteban en busca de sus sobrinos, pero había conseguido introducir en secreto a un escudero suyo para que los buscara y los sacara de allí. Los tres surgieron con toda claridad en la memoria de Cadfael, el pequeño Yves, de trece años de edad, noble, gallardo y encantador, levantando su obstinada barbilla normanda ante cualquier peligro, su hermana mayor Ermina, convertida de pronto en una mujer adulta y afrontando resueltamente las consecuencias de sus locuras. Y el tercero…
—A menudo me he preguntado qué debió ser de ellos después —dijo Hugo con aire pensativo—. Sé que vos les hubierais conseguido sacar de aquí sanos y salvos, si yo os lo hubiera permitido, pero tenían por delante un camino muy peligroso. Me pregunto si alguna vez tendremos alguna noticia. Algún día el mundo oirá hablar sin duda de Yves Hugonin —al recordar al niño, Hugo esbozó una sonrisa de afecto—. Y aquel mozo moreno que vino en su busca, vestido de campesino, pero luchando como un paladín… tengo la impresión de que vos supisteis de él mucho más de lo que yo supe.
Cadfael esbozó una sonrisa sobre la lumbre del brasero y no lo negó.
—O sea que su señor está allí, formando parte del séquito de la emperatriz, ¿eh? ¿Y el caballero asesinado estaba al servicio de d’Angers? Fue un acto muy grave, Hugo.
—Lo mismo piensa el abad Radulfo —dijo Hugo con la cara muy seria.
—En medio de la oscuridad y la confusión reinantes… todos consiguieron huir, incluso el que utilizó el cuchillo. Eso es muy grave porque no cabe duda de que la puñalada no fue fortuita. El clérigo Cristian se libró del ataque, pero uno de ellos se volvió contra su salvador antes de huir. El hecho de que se entretuviera en atacar al otro antes de huir significa que quiso vengarse del que le impidió el ataque. ¿Y todo va a quedar así? ¿Y ésos que se han reunido en Winchester son los que han de defender la justicia?
—Algunos de ellos se hubieran alegrado mucho si el clérigo hubiera muerto desangrado en el arroyo, lo mismo que el caballero. Es muy posible que algunos organizaran el ataque.
—Por lo menos, el hecho de que uno de sus hombres tuviera la valentía de respetar a un honrado adversario y de defenderle hasta morir dice mucho en favor de la emperatriz —comentó Cadfael—. Sería una vergüenza que esta muerte quedara impune.
—Mi viejo amigo —dijo Hugo con tristeza, levantándose para retirarse—, Inglaterra se ha tenido que tragar muchas vergüenzas como ésta en los últimos años. Lo más frecuente es lanzar un suspiro, encogerse de hombros y olvidarlo. Cosas en las cuales me consta que vos no sois demasiado diestro. Os he visto saltaros las normas habituales más de una vez y me he alegrado de ello. Pero ni siquiera vos podéis hacer gran cosa por Rainaldo Bossard, aparte de rezar por su alma. De aquí a Winchester el camino es muy largo.
—No tan largo —dijo Cadfael, hablando no sólo con su amigo sino también consigo mismo— como hace una hora.
Cadfael acudió al rezo de vísperas, a la cena en el refectorio y después a colaciones y a completas sin poder apartar un rostro de su mente hasta el punto de que prestó muy escasa atención a las lecturas y tuvo dificultades para concentrarse en las plegarias. Aunque su comportamiento bien pudo ser una especie de plegaria de gratitud, alabanza y humildad.
Aquel rostro tan joven, moreno y rebosante de vida que lo sorprendió por su belleza cuando lo vio asomar por primera vez por encima del hombro de la muchacha, el rostro del joven escudero enviado en busca de los hermanos Hugonin para devolverlos a su tío y custodio. Un ovalado rostro de despejada frente, con una nariz delicadamente curvada en forma de cimitarra, una suave boca y unos ardientes, indómitos y dorados ojos de halcón. Una cabeza de corto y rizado cabello negro como la noche, cuyos bucles le caían sobre las sienes y le enmarcaban las mejillas como alas plegadas. Un rostro tan joven y, sin embargo, ya tan bien configurado, con rasgos propios de Oriente y de Occidente, rasurado como un normando, pero con la tez aceitunada de un sirio, todos los recuerdos que Cadfael conservaba de Tierra Santa unidos en un mismo semblante humano. El escudero preferido de Laurence d’Angers que había regresado con él a casa al término de la cruzada. Oliveros de Bretaña.
Si su señor estaba allí en el sur formando parte del séquito de la emperatriz, ¿en qué otro lugar podía estar Oliveros? Cabía incluso la posibilidad de que el abad le hubiera rozado el hombro sin darse cuenta o le hubiera visto cabalgar al lado de su señor, admirando distraídamente por un instante su gallarda apostura. Pocos rostros sobresalen entre la humilde masa de nuestra vulgaridad, pensó Cadfael, el dedo de Dios no puede por menos que embellecerlos para que destaquen, y sus servidores aquí en la tierra serán los primeros en identificarlos y reconocerlos.
Y ese Rainaldo Bossard que ha muerto, un hombre honrado que quiso defender a un adversario análogamente honrado, era un compañero de Oliveros, servía al mismo señor y estaba comprometido con la misma causa. Su muerte afligirá a Oliveros y la aflicción de éste es también una aflicción para mí, el daño que se le haga, es un daño que se me hace a mí. Por muy lejos que esté Winchester, yo lloro desde aquí en aquella oscura calleja donde un hombre murió por un acto de generosidad en el cual no falló, pues el clérigo Cristian vivió para regresar junto a su señora la reina tras haber cumplido fielmente con su deber.
Los suaves murmullos y susurros del dormitorio cedieron paulatinamente paso al silencio más allá de los frágiles tabiques de la celda de Cadfael mucho antes de que éste se levantara del suelo donde estaba arrodillado y se sacudiera las sandalias de los pies. La pequeña lámpara que iluminaba la escalera nocturna de acceso a la iglesia arrojaba un débil resplandor hacia las vigas del grisáceo techo que cubría la oscuridad de la celda, su hogar desde hacía… ¿eran dieciocho o diecinueve años?… Cadfael tenía dificultades para recordarlo. Era como si una parte de su persona, de su corazón, de su mente, de su alma o de cualquier otro nombre que se quisiera dar a esta esencia vital, no se hubiera apartado del mundo sino que más bien hubiera regresado a casa para tomar posesión de una herencia que le pertenecía desde su nacimiento. Y, sin embargo, recordaba y reconocía con gratitud y gozo los años de su permanencia en el mundo, la alegre infancia y la venturosa juventud, la toma de la Cruz y la pasión de la cruzada, las mujeres que había conocido y amado, los años de su vida marinera frente a las costas del Santo Reino de Jerusalén y todo el peregrinaje que le había conducido al final a aquel retiro libremente elegido. Nada se había desperdiciado, por muy insensato o inoportuno que hubiera sido, nada se había perdido, nada había sido en vano sino que todo le había dirigido en cierto modo al angosto rincón en el que ahora servía y descansaba. Dios le había dado una señal, no tenía por qué arrepentirse de nada sino más bien que exponerlo y reconocerlo como propio. Pero sólo a los ojos de Dios, no a los de los hombres.
Permaneció tendido en la oscuridad, tieso e inmóvil como un hombre en un ataúd, pero con los brazos cómodamente relajados junto a sus costados mientras sus ojos entornados soñaban mirando al techo donde la pálida luz jugueteaba entre las vigas.
Aquella noche no hubo relámpagos, sólo una sucesión de incesantes truenos antes y después de maitines y laudes, pero tan poco alarmante que muchos de los monjes ni siquiera los oyeron. Cadfael los oyó al levantarse y cuando regresó a descansar. Se le antojaron un tranquilizador recordatorio de que Winchester se había acercado un poco más a Shrewsbury y de que su aflicción no había pasado desapercibida sino que había sido observada desde el Cielo por lo que tal vez aún podría abrigar la esperanza de participar en el cobro de la deuda contraída con Rainaldo Bossard. Consolándose con esta garantía, Cadfael se quedó dormido.