VI
staban saliendo de misa mayor la mañana del veintiuno de junio, víspera de la traslación de santa Winifreda, y emergiendo a la radiante luminosidad matutina, cuando el pausado camino del abad hacia sus aposentos fue bruscamente interrumpido por un grito de consternación entre la multitud de fieles que ya se estaban dispersando; una violenta agitación que abrió un sendero entre ellos y la aparición de una trastornada figura que, corriendo descalza, asió el hábito del abad y le suplicó con indignada furia:
—¡Padre abad, sed mi valedor y hacedme justicia porque me han robado! ¡Un ladrón, hay un ladrón entre nosotros!
El abad contempló con asombro y preocupación el convulso rostro de Ciaran, encendido de resentimiento y dolor.
—¡Padre, os suplico que se me haga justicia! ¡Estoy perdido si no me ayudáis!
Con cierto retraso, el joven se percató de la innecesaria violencia de su comportamiento y cayó de hinojos a los pies del abad.
—¡Perdón, perdón! ¡Estoy demasiado exaltado y no sé lo que me digo!
La muchedumbre de fieles que había salido alegremente de misa se sumió momentáneamente en el silencio y en lugar de dispersarse, se acercó para mirar con ávida curiosidad. Los monjes de la casa, en la imposibilidad de retirarse ordenadamente, permanecieron de pie, contemplando la escena con expresión de reproche. Más allá de la implorante figura arrodillada de Ciaran, Cadfael buscó a su inseparable gemelo y vio a Mateo abriéndose paso entre la gente y mirando perplejo y boquiabierto a su alrededor. Después, el joven se detuvo a cierta distancia y miró del abad a Ciaran y de nuevo al abad en busca de la causa de aquel repentino alboroto. ¿Era posible que a uno le hubiera ocurrido algo sin que la otra mitad de la pareja se enterara?
—¡Levantaos! —dijo Radulfo con erguida compostura—. No es necesario que os arrodilléis. Decid lo que tengáis que decir y seréis debidamente escuchado.
El silencio se extendió hasta los más alejados confines del gran patio. Los que ya habían llegado a los más apartados rincones dieron media vuelta y regresaron discretamente hasta los extremos exteriores de la muchedumbre congregada.
Ciaran se levantó con torpeza y empezó a hablar antes incluso de haber completado el movimiento.
—Padre, yo tenía una sortija, copia de una que el señor obispo de Winchester utiliza en las solemnes ocasiones, en la cual figura su emblema y su divisa. El señor obispo utiliza tales copias como salvoconducto para aquéllos que envía en alguna misión o como bendición para que se les abran las puertas y gocen de protección por el camino. ¡Padre, la sortija ha desaparecido!
—¿La sortija os la dio el propio Enrique de Blois? —preguntó Radulfo.
—No, padre, no en persona. Yo estaba al servicio del prior de la abadía de Hyde y era un amanuense lego cuando esta mortal dolencia se apoderó de mí y yo prometí pasar el resto de mis días en la casa de los canónigos de Aberdaron. Mi prior, ya sabéis que en Hyde no hay abad desde hace algunos años, mi prior le pidió al señor obispo que, en su bondad, me quisiera otorgar su protección para el viaje…
O sea que aquél había sido el punto de partida de aquel viaje, con los pies descalzos, pensó Cadfael con las ideas ya un poco más claras. La propia ciudad de Winchester o algún lugar muy próximo a ella pues la Nueva Catedral de la ciudad, siempre celosa rival de la Antigua que presidía el obispo Enrique, se había visto obligada a abandonar su antigua sede unos treinta años atrás y se encontraba desterrada en Hyde Mead, hacia el noroeste. No existía excesivo afecto entre Enrique y la comunidad de Hyde pues el obispo era el responsable de que no se hubiera nombrado un abad y ambicionaba convertir la abadía en un monasterio episcopal. La lucha se prolongaba desde hacía algún tiempo. El obispo había utilizado distintos pretextos y estratagemas para apoderarse de la casa, y el prior utilizaba todos los medios a su alcance para oponerse a sus manejos. No obstante, Enrique debía de sentir cierto aprecio por ellos hasta el extremo de haberse compadecido de uno de los siervos de la abadía hostil sometido a la amenaza de la enfermedad y la muerte. El viajero sobre el cual el obispo y legado papal extendía su mano protectora podía pasar sin que nadie le molestara por cualquier lugar donde la ley conservara su validez. Sólo los forajidos más incorregibles se hubieran atrevido a causarle algún daño.
—Padre, la sortija ha desaparecido, me la han robado esta misma mañana. ¡Ved cortados los hilos que la retenían! —Ciaran levantó la bolsa de lino que le colgaba del cinto y mostró dos extremos de un cordón limpiamente cortados—. Habrá sido un cuchillo muy afilado… alguien tiene aquí semejante puñal. ¡Y mi sortija ha desaparecido!
El prior Roberto se había acercado al abad con su plateada compostura levemente alterada.
—Padre, lo que dice este hombre es cierto. Me mostró la sortija que le entregaron para asegurarle ayuda y hospitalidad durante este viaje en la triste situación en que se encuentra. Si ahora la ha perdido, ¿no convendría cerrar la puerta mientras se llevan a cabo las necesarias averiguaciones?
—Que así sea —contestó Radulfo, observando cómo fray Jerónimo, siempre de pie a la espalda del prior, dispuesto a cumplir sus mandatos, corría para encargarse de que se cumpliera la orden—. Ahora tranquilizaos y cobrad ánimo porque lo que habéis perdido no puede andar muy lejos. ¿Entonces no llevabais la sortija en el dedo, sino que firmemente sujeta con este cordón en el interior de la bolsa?
—En efecto, padre, y para mí posee un valor inestimable.
—¿Cuándo la visteis con toda certeza por última vez?
—Padre, sé que esta misma mañana la tenía. Tengo tan pocas cosas que están todas a la vista. Podrían haber cortado el cordón esta noche mientras dormía pero no ha sido así. Esta mañana todo estaba como anoche. Me han aconsejado que descanse para que se me cicatricen las heridas de los pies. Hoy sólo he salido para asistir a misa. Aquí mismo en la iglesia, en medio de tanta gente, algún malvado ha quebrantado todas las leyes y me ha arrebatado la sortija.
En efecto, pensó Cadfael, recorriendo con la vista los curiosos rostros de los presentes, no hubiera sido difícil, en medio de tantos apretujones, encontrar los cordones que sujetaban la sortija escondida, sacarla de su escondrijo, cortarlos y apoderarse de ella discretamente sin que nadie lo viera ni la víctima lo advirtiera. Un trabajo tan pulcramente ejecutado que ni siquiera Mateo, a quien no se le pasaba por alto nada que tuviera que ver con su amigo, se había percatado de aquel descarado asalto. Mateo se había quedado boquiabierto de asombro y aún no sabía cómo interpretar aquel sesgo de los acontecimientos. Su inmóvil semblante era absolutamente inescrutable, y sus ardientes ojos entornados pasaban rápidamente de uno a otro rostro mientras hablaban Ciaran, el abad o el prior. Cadfael observó que Melangell se acercaba a él y lo asía con cierta vacilación por la manga. El joven no se apartó. Moviendo ligeramente la cabeza y mirando de soslayo comprendió quién lo había tocado y buscó con su mano la de la joven mientras toda su atención parecía centrarse en Ciaran. Detrás de ellos, Rhun, apoyado en sus muletas, contemplaba la escena consternado y su tía Alicia miraba a su alrededor con curiosidad. Aquí estamos todos, pensó Cadfael, y nadie sabe lo que piensan los demás ni quién ha cometido esta acción ni en qué parará todo eso o cuáles serán las consecuencias para los que ahora nos asombramos.
—¿No podéis decir —sugirió el prior Roberto, alterado y afligido— quién estaba a vuestro lado durante la celebración? Si alguna persona malvada ha despreciado los sagrados oficios hasta el extremo de cometer un robo durante la santa misa…
—Padre, yo sólo miraba el altar —Ciaran sacudió la cabeza, abriendo la saqueada bolsa para mostrar sus escasas pertenencias—. Había mucha gente, estábamos todos apretujados… como es natural que así sea en un santuario tan famoso como éste… Mateo estaba a mi lado, como siempre. ¿Cómo puedo saber quién se hallaba a mi alrededor? No había entre nosotros ningún hombre ni ninguna mujer que no recibiera empujones por todas partes.
—Es cierto —convino el prior Roberto, alegrándose de la gran concurrencia—. Padre, la puerta ya ha sido cerrada y todos los que hemos asistido a la misa estamos aquí. Sin duda todos deseamos que se resuelva este entuerto.
—Todos menos uno, supongo —replicó secamente el abad—. Uno que llevaba un cuchillo o una daga lo suficientemente afilada como para cortar limpiamente estos cordones. Cualesquiera que sean las intenciones que lo han conducido aquí, yo le pido que reflexione y tiemble por la salvación de su alma. Roberto, hay que encontrar esta sortija. Todos los hombres de buena voluntad nos prestarán su ayuda y nos mostrarán espontáneamente lo que tienen. Lo mismo harán los huéspedes que no tengan ningún robo ni sacrilegio que ocultar. Encargaos también de comprobar que no haya desaparecido ningún otro objeto de valor. Un robo significa que aquí dentro hay un ladrón.
—Me encargaré de todo, padre —dijo fervorosamente Roberto—. Ningún honrado ni devoto peregrino nos escatimará su colaboración. ¿Cómo podría compartir su alojamiento con un ladrón?
Se produjo un murmullo de apoyo y aprobación, tal vez con cierto retraso, mientras todos los hombres y mujeres miraban a sus vecinos y empezaban a hablar atropelladamente. Procedían de todas direcciones, no se conocían de antes y habían trabado amistad al amparo de los festejos. Pero ¿cómo podían saber quién estaba limpio de culpa y quién era sospechoso, ahora que el mundo había señalado implacablemente con el dedo a aquel rebaño?
—Padre —dijo Ciaran con voz suplicante, todavía sudando y estremeciéndose de angustia—, yo ofrezco aquí en esta bolsa todo lo que traje a este sagrado recinto. Examinadlo y ved que he sido efectivamente robado. Vine aquí incluso descalzo y todo lo mío está aquí en vuestras manos. Mi compañero Mateo abrirá también su bolsa para que sirva de ejemplo a todos los que están libres de culpa. Lo que nosotros ofrecemos, ellos no lo negarán.
Al oír estas últimas palabras, Mateo apartó bruscamente su mano de la de Melangell, desplazando alrededor de su cadera una bolsa de tela sin blanquear, muy parecida a la de Ciaran. El menguado equipo de viaje de Ciaran se encontraba en las manos del prior Roberto. Éste volvió a guardar en la bolsa de la que procedía y miró en la dirección que le indicaban los afligidos ojos de Ciaran.
—En vuestras manos, padre, y de mil amores —dijo Mateo, soltando las hebillas de la bolsa y entregándosela al prior.
Roberto aceptó el ofrecimiento con una inclinación de cabeza y abrió la bolsa, examinando su contenido con delicada consideración, sin apenas sacar nada. Una muda de camisa y calzones, arrugados de tanto permanecer en el interior de la bolsa y probablemente lavados más de una vez por el camino, los artículos de aseo de un caballero, una navaja, un trozo de jabón de lejía, un breviario encuadernado en cuero, un bolsillo con unas pocas monedas, una cinta bordada y cuidadosamente doblada. Roberto sólo sacó el artículo que se consideró obligado a mostrar, una daga envainada de longitud apenas superior a la de la mano de un hombre como las que solían llevar los caballeros colgadas del cinto sobre el costado derecho.
—Sí, eso es mío —dijo Mateo, mirando directamente a los ojos al abad Radulfo—. No ha cortado esos cordones. Ni ha salido de mi bolsa desde que entré en vuestra abadía, padre abad.
Radulfo contempló alternativamente la daga y a su propietario y asintió brevemente con la cabeza.
—Comprendo muy bien que un joven no quiera emprender un viaje por estos peligrosos caminos sin ningún arma para defenderse. Tanto más cuanto que tenía que defender a otro que no llevaba protección alguna. Comprendo vuestra situación, hijo mío. Sin embargo, dentro de estas murallas no debéis de llevar armas.
—¿Qué hubiera tenido que hacer entonces? —inquirió Mateo, irguiendo el cuello y hablando con leve tono de desafío.
—Lo que deberéis hacer ahora —contestó Radulfo con firmeza—. Entregársela a la custodia del hermano portero en la caseta de vigilancia, tal como otros han hecho con sus armas. Cuando os vayáis de aquí, la podréis recuperar.
No había más remedio que inclinar la cabeza y ceder a la exigencia, cosa que efectivamente hizo Mateo aunque no de buen grado.
—Así lo haré, padre, y os suplico que me perdonéis por no haber pedido consejo antes.
—Pero, padre —terció Ciaran con inquietud—, mi sortija… ¿Cómo podré sobrevivir al camino sin un salvoconducto que me proteja?
—Vuestra sortija será buscada en todo el recinto de la abadía y todos los hombres que no sean culpables de su desaparición —contestó el abad, levantando la voz para que sus palabras llegaran hasta los más distantes extremos de la muchedumbre— se prestarán voluntariamente al examen de sus pertenencias. ¡Encargaos de ello, Roberto!
Dicho lo cual, el abad reanudó su camino y la muchedumbre, tras contemplarle un instante en silencio mientras se alejaba, empezó a dispersarse en medio de unos murmullos de excitadas conjeturas. El prior Roberto tomó a Ciaran bajo su protección y se fue con él a la hospedería para recabar la ayuda de fray Dionisio en sus investigaciones en busca de la sortija del obispo; y Mateo, sin dirigir la más mínima mirada a Melangell, dio media vuelta para seguirles.
Difícilmente se hubiera podido encontrar a alguien más inocente y servicial que los huéspedes de la abadía de Shrewsbury aquel día. Todos abrieron sus fardos y sus cajas casi con entusiasmo en su afán de demostrar su inmaculada virtud. La búsqueda, realizada con la mayor delicadeza posible, prosiguió a lo largo de toda la tarde, pero no se encontró ni rastro de la sortija. Por si fuera poco, uno o dos de los ocupantes más prósperos del dormitorio común, que aún no habían tenido ocasión de penetrar hasta el fondo de su equipaje, hicieron unos lamentables descubrimientos cuando se vieron obligados a ello. Un terrateniente de Lichfield encontró su bolsa de monedas aligerada en más de la mitad de lo que contenía cuando la guardó. Maese Simeón Poer, uno de los que primero mostraron sus pertenencias y el que más duramente había condenado el sacrílego crimen, afirmó que le habían robado una cadena de plata que pensaba ofrecer al altar al día siguiente. Un pobre párroco, que con aquella peregrinación cumplía el mayor sueño de su vida, lamentó la desaparición de un pequeño estuche con incrustaciones de oro y plata, en cuya factura había trabajado con sus propias manos durante más de un año, en él esperaba llevar consigo algún pequeño recuerdo de la visita, una flor del jardín o incluso una o dos hebras de los flecos, de la sabanilla sobre la que descansaba el relicario de santa Winifreda. Un mercader de Worcester no logró encontrar el ceñidor de cuero de su mejor chaqueta, guardada para el día siguiente. Uno o dos peregrinos tuvieron la impresión de que alguien había revuelto sus cosas y las había despreciado, lo que les parecía muy grave.
La búsqueda había resultado infructuosa cuando Cadfael llegó finalmente a su cabaña a tiempo para aguardar la visita de Rhun. El joven acudió puntualmente a la hora señalada y se sometió a los cuidados del monje con expresión ensimismada. Cadfael procuraba introducirse cada día un poco más en los retorcidos y obstinados tejidos de su pierna.
—Hermano —dijo el muchacho al final—, no habéis encontrado ninguna daga en la bolsa de ningún otro hombre, ¿verdad?
—No, no se ha encontrado nada, algunos pequeños cuchillos como los que se usaban para cortar el pan y la carne en las posadas del camino o las provisiones a la vera de algún seto. Muchos eran lo suficientemente afilados para los usos cotidianos, pero no lo bastante como para cortar unos cordones sin un tirón que traicionara el asalto. Pero los hombres que llevan la cara rasurada utilizan navajas, y una navaja desafilada sería como no llevarla. Cuando un ladrón se introduce en este sagrado recinto, hijo mío, es difícil que los hombres honrados le puedan hacer frente. El que carece de escrúpulos siempre tiene ventaja sobre los que respetan las normas. Pero tú no debes inquietarte porque no le has hecho ningún daño a nadie. No dejes que esta mala acción te estropee la jornada de mañana.
—No —convino el joven, todavía preocupado—. Pero, hermano, hay otra daga… por lo menos, una. Con su vaina y todo y bastante larga, por cierto… lo sé porque ayer estuve apretujado contra él durante la misa. Ya sabéis que tengo que apoyarme en las muletas para sostenerme de pie un buen rato y aquel hombre llevaba una gran bolsa de lino al cinto y, como estábamos muy apretados me comprimía la mano y el brazo. Noté la forma, con la cruz de la empuñadura y todo. ¡Lo sé! Pero vosotros no la habéis encontrado.
—¿Y quién era el que llevaba semejante arma durante la misa? —preguntó Cadfael, aplicando un suave masaje a los tejidos que tanto se resistían a sus dedos.
—Era el mercader que viste aquella túnica tan bonita… hecha con lana del valle. Conozco bien este tejido. Aquél a quien llaman Simeón Poer. Pero vosotros no habéis encontrado la daga. A lo mejor, la ha entregado al hermano portero, tal como tuvo que hacer Mateo.
—Tal vez —dijo Cadfael—. ¿Cuándo lo descubriste? ¿Ayer? ¿Y hoy qué me dices? ¿Estaba también a tu lado?
—No, hoy no.
No, hoy Simeón había contemplado impávido la comedia, con los ojos y los oídos bien abiertos, dispuesto a mostrar su bolsa antes de que se lo exigieran, esbozando una complaciente sonrisa mientras el abad dirigía la inspección de otro hombre. Por supuesto que en aquellos momentos no llevaba ninguna daga. Dentro de las murallas de la abadía había escondrijos más que suficientes para una daga y para pequeños objetos de valor. La búsqueda era más bien simbólica a no ser que la autoridad estuviera dispuesta a mantener las puertas cerradas y a los huéspedes prisioneros hasta que se hubieran registrado todos los vergeles y se hubieran desmontado todas las camas y los bandos del dormitorio y la sala. Los pecadores siempre llevan ventaja sobre los hombres honrados.
—No es justo que a Mateo le hayan obligado a entregar la daga —dijo Rhun—, habiendo otro hombre que todavía conserva la suya. Sin el anillo del obispo, Ciaran tiene tanto miedo de moverse que no saldrá del dormitorio hasta mañana. Está desesperado por esta pérdida.
Eso parecía, en efecto. Qué extraño, pensó Cadfael con súbito asombro, ver tan atemorizado a un hombre que ya era plenamente consciente de su condena a muerte ¿Por qué temer nada? El temor ya no hubiera tenido que existir.
Sin embargo, los hombres son muy extraños, pensó comprensivamente. Una bendita y serena muerte en Aberdaron, bien preparado y rodeado por las oraciones y la compasión de unos devotos varones era algo muy distinto de un cruel asesinato a manos de unos desconocidos salteadores de caminos en algún desolado paraje.
Pero el tal Simeón Poer… si la víspera tenía una daga, era muy posible que la hubiera tenido también en medio de la muchedumbre que había asistido a misa aquel día. ¿Cómo pudo librarse de ella con tanta celeridad antes de que Ciaran descubriera la desaparición de la sortija? ¿Y cómo pudo saber que debería esconderla inmediatamente? ¿Quién sino el ladrón hubiera podido comprender semejante necesidad?
—No te preocupes más ni por Mateo ni por Ciaran —dijo Cadfael, contemplando el bello y vulnerable rostro de Rhun—, piensa sólo en mañana, cuando te acerques a la santa. Sólo ella y Dios os ven a todos y no necesitan que les digan cuáles son tus necesidades. Lo único que tienes que hacer es esperar tranquilamente. Cualquier cosa que ocurra, no será por casualidad. ¿Tomaste anoche la dosis de la poción?
Los pálidos y brillantes ojos de Rhun se abrieron de pronto, despidiendo unos destellos tan cegadoramente claros como los del hielo y el sol.
—No. Ayer fue un buen día y quise dar gracias. Y no es que no aprecie lo que estáis haciendo por mí. Sentí el deseo de ofrecer algo. Y, además, dormí muy bien…
—Procura hacer lo mismo esta noche —dijo cariñosamente Cadfael, pasando un brazo alrededor del cuerpo del muchacho para ayudarle a incorporarse—. Reza tus oraciones, piensa seriamente en lo que tienes que hacer y duerme. No hay ningún hombre viviente, ni rey ni emperador, que pueda hacer más o mejor que confiar en una cosecha más venturosa.
Aquel día Ciaran no salió para nada de la hospedería. Mateo, en contra de todos los precedentes, emergió de la arqueada puerta sin su compañero y permaneció de pie en lo alto de la escalinata de piedra contemplando el gran patio con las manos extendidas contra los sillares de la entrada y la cabeza echada hacia atrás aspirando grandes bocanadas de aire. Ya había cenado y en el patio ya no había tanto ajetreo en la fresca y grata pausa que precedía al rezo de completas.
Fray Cadfael había abandonado la sala capitular antes de que finalizaran las lecturas porque tenía algunas cosas que hacer en el herbario. Se dirigía al huerto cuando vio al joven en lo alto de los peldaños, aspirando el aire con visible placer. Por alguna extraña razón, Mateo parecía más alto y más joven ahora que estaba solo, y su rostro inescrutable parecía más sereno bajo la suave luz del anochecer. Cuando el muchacho se movió y empezó a bajar los peldaños, Cadfael buscó instintivamente a la otra figura que hubiera tenido que acompañarle, si no a su lado como de costumbre, uno o dos pasos detrás de él, pero Ciaran no apareció. Bueno, le habían aconsejado descansar y él había aceptado gustosamente la sugerencia, si bien Mateo jamás se apartaba de su lado ni de día ni de noche, ni cuando se movía ni cuando descansaba. Ni siquiera para seguir a Melangell como no fuera con los pensativos ojos y en contra de su voluntad.
La gente, pensó Cadfael, siguiendo su camino sin prisa, es incesantemente extraña y yo soy incesantemente curioso. Un pecado del que deberé confesarme sin duda, bien merecedor de una penitencia. Mientras el hombre sienta curiosidad por sus semejantes, bastará este sentimiento para mantenerle vivo. ¿Por qué hace la gente lo que hace? ¿Por qué, si uno está enfermo y se va a morir y desea alcanzar un ansiado refugio antes de que llegue el final, por qué se condena a sí mismo a hacer un largo viaje a pie y se coloca una carga tan pesada alrededor del cuello? ¿Por qué cree uno que con eso será más aceptable a Dios, en lugar de echar una mano por el camino a alguien lisiado no por maldad sino desde su nacimiento, como el pobre Rhun? ¿Y por qué dedica uno su juventud y sus fuerzas a seguir paso a paso a otro hombre por el camino y por qué el otro permite que se convierta en su sombra en lugar de preparar serenamente su espíritu y despedirse de sus amigos sin imponerles su propia carga? Muchas preguntas sin respuestas.
Al doblar la esquina del seto de tejos y entrar en la rosaleda, Cadfael interrumpió sus reflexiones. No vio a un semejante sentado sobre la hierba al fondo de los macizos de flores, contemplando la pendiente de los campos de guisantes, las someras y las plateadas aguas estivales del arroyo Meole, sino a una semejante, inmóvil y solitaria con las rodillas dobladas bajo la barbilla y los brazos fuertemente apretados alrededor de las piernas. Sin duda Alicia Weaver estaría conversando animadamente con una media docena de dignas matronas de su generación y Rhun ya estaría en la casa. Melangell se había escapado a los vergeles para acariciar sus pobres sueños y sus invencibles esperanzas. Era una pequeña y oscura sombra enmarcada de oro contra el resplandor del ocaso. A juzgar por el aspecto del cielo, mañana, día de santa Winifreda, amanecería despejado y hermoso.
Les separaba toda la anchura de la rosaleda y la muchacha no oyó pasar a Cadfael por la vereda cubierta de hierba en su camino hacia la cabaña donde se encargaría de ordenarlo todo debidamente, tapando todos los tarros y frascos y comprobando que el brasero, previamente utilizado, estuviera bien apagado y enfriado. Fray Oswin, joven, entusiasta y eficiente, podía haber olvidado algún detalle aunque ahora ya había superado su tendencia a romper cosas. No había prisa, fray Cadfael tenía tiempo de sentarse a pensar en la perfumada penumbra antes de completas. Tiempo para que otros se perdieran y encontraran mutuamente, tiempo para que aprovecharan o desperdiciaran aquellos últimos momentos de la jornada. Tiempo para que aquellos tres artesanos sin tacha, Walter Bagot, el guantero, Juan Shure, el sastre y Guillermo Hales, el herrero, se dirigieran al lugar adonde les llevaran sus dados aquella noche y tropezaran con la trampa de Hugo. Tiempo para que aquel ambiguo personaje llamado Simeón Poer escapara o cayera en la misma emboscada o siguiera el camino contrario para resolver algún otro asunto nocturno. Cadfael había visto salir a dos de ellos por la caseta de vigilancia, seguidos a los pocos minutos por el tercero, y estaba seguro en su fuero interno de que el presunto mercader de Guildford no tardaría en seguirles los pasos. Tiempo también para que aquel imprevisible y solitario joven, libre en cierto modo de sus cadenas, recorriera aquel territorio que se abría súbitamente ante él y se tropezara casualmente con la solitaria doncella.
Cadfael apoyó los pies en el banco de madera y cerró los ojos para disfrutar de un breve respiro.
Mateo se situó a su espalda antes de que ella se diera cuenta. Sobresaltada por el súbito crujido de la hierba agostada por el sol en el extremo del campo, la joven se volvió alarmada, se incorporó y contempló su rostro con los dilatados ojos medio deslumbrados por el resplandor del ocaso que había estado contemplando hasta entonces. Su semblante era totalmente inocente, vulnerable e infantil. Su expresión era la misma que cuando él la tomó en sus brazos y saltó a la zanja con ella para apartarla de los caballos al galope. Entonces también abrió los ojos y lo miró aturdida y asustada, y entonces también su temor se trocó en asombro y complacencia al no descubrir en él más que confianza, gentileza y admiración.
Aquel puro encuentro de miradas no duró demasiado. La muchacha parpadeó y sacudió un poco la cabeza para aclararse la aturdida visión. Después, miró más allá de él sin poder creer que estuviera solo.
—¿Ciaran…? ¿Necesitas algo para él?
—No —contestó lacónicamente Mateo, apartando la cabeza por un instante—. Está en la cama.
—¡Pero tú nunca te apartas de él cuando duerme! —exclamó Melangell con inocencia e incluso con inquietud.
Aunque estuviera resentida con Ciaran, se compadecía de él y lo comprendía.
—Ya ves que me he apartado —dijo Mateo con cierta aspereza—. Yo también tengo necesidades… una bocanada de aire fresco. Está muy bien donde está y no se moverá.
—Ya sabía yo —dijo la muchacha con resignada amargura— que no habías venido a verme —hizo ademán de levantarse con un ágil y gracioso movimiento, pero él extendió una mano casi en contra de su voluntad para asirla por la muñeca y ayudarla. La retiró inmediatamente al ver que ella eludía el contacto y se levantaba sin ayuda—. Pero, por lo menos —añadió Melangell con deliberada lentitud—, no has dado media vuelta ni has echado a correr al verme. Te tendría que estar agradecida por eso.
—No soy libre —replicó Mateo, herido por el comentario—. Tú lo sabes mejor que nadie.
—Tampoco eras libre cuando íbamos de camino —dijo Melangell con fiereza— y me llevabas los fardos y dejabas que Ciaran se adelantara renqueando para que no pudiera ver cómo me sonreías y me ayudabas galantemente en los trechos más abruptos y me hablabas muy quedo como si te deleitara mi compañía. ¿Por qué no me advertiste entonces de que no eras libre? O, mejor todavía, ¿por qué no te fuiste con él por otro camino y nos dejaste solos? Entonces lo hubiera tenido en cuenta y me hubiera olvidado de ti. ¡Ahora ya jamás podré olvidarte! ¡Nunca podré hacerlo hasta el fin de mis días!
Toda la carne de los labios y las mejillas del joven pareció encogerse y retorcerse en una mueca que Melangell no supo si era de cólera o de dolor. Le miraba con excesivo detenimiento y con demasiada pasión como para poder verlo con claridad. Mateo volvió bruscamente la cabeza para evitar su mirada.
—Me acosas injustamente —dijo en un áspero susurro—, cometí un error. Nunca pensé que pudiera haber una felicidad tan pura y tan dulce para mí. Hubiera debido dejarte, pero no pude… ¡Oh, Dios mío! ¿Crees que hubiera podido abandonarle? Él se aferraba a ti, a tu bondadosa tía… Sin embargo, hubiera tenido que ser lo bastante fuerte como para apartarme de ti y dejarte en paz… —con la misma celeridad con que se había apartado, el joven volvió a acercarse y extendió la mano para tomar la barbilla de la muchacha y acercar su rostro al suyo con tanta urgencia que ella sintió la presión de sus dedos hundiéndose en su carne—. ¿Sabes cuan duro es lo que me pides? ¡No! Tú nunca viste este semblante tuyo más que a través de los ojos de los demás. ¿Quién podría proporcionarte un espejo para que te vieras? Algún estanque tal vez, si tuvieras ocasión de inclinarte a mirar. ¿Cómo puedes tú saber los efectos que ejerce este rostro en un hombre que ya está perdido? ¡Y te asombras de que yo quisiera tomar un sorbo de agua en medio de esta sequía, teniéndolo al alcance de la mano! Antes hubiera preferido morir que turbar tu paz con mi presencia. ¡Que Dios me perdone!
La muchacha se encontraba cinco años más cerca de la infancia que él, incluso teniendo en cuenta los dos años o más que tiene de ventaja una niña sobre los niños de su edad. Permaneció inmóvil, un poco asustada por la intensidad de sus palabras e inefablemente conmovida por la angustia que emanaba de él cual si fuera un perfume embriagador. La mano de largos dedos que sostenía su rostro se estremeció violentamente mientras todo su cuerpo temblaba de emoción. Melangell cerró suavemente su mano alrededor de la del joven y se olvidó de su desdicha ante aquella aflicción tan profunda e inexplicable.
—No me atrevo a hablar en nombre de Dios —dijo con firmeza—, pero cualquier cosa que yo tenga que perdonar, eso sí me atrevo a hacerlo. Tú no tienes la culpa de que yo te ame. Lo único que hiciste fue ser más amable conmigo de lo que jamás lo haya sido ningún hombre desde que abandoné Gales. Y, además, lo sabía, amor mío, tú ya me dijiste que estabas atado por una promesa. Jamás me dijiste qué era, pero no te aflijas, alma mía, no te aflijas así…
Mientras ambos se contemplaban arrobados, la luz del ocaso estalló y se consumió en silencio hasta convertirse en unas fulgurantes cenizas en tanto que las primeras sombras del crepúsculo, cual veloces alas extendidas, volaban sobre sus rostros y se fundían en una súbita y radiante claridad nacarada. Los grandes ojos de la joven estaban casi tan anegados en lágrimas como los de él. Cuando se inclinó hacia ella, no hubo modo de saber cuál de los dos inició el beso.
La campana de completas, tañendo claramente a través de los vergeles en aquel límpido anochecer, despertó inmediatamente a fray Cadfael en su duermevela. Estaba acostumbrado, tanto en aquel refugio de su madurez como en las guerreras andanzas de su juventud, a despertar tan de improviso como se dormía y a sacar el máximo provecho de aquellos dos mundos gemelos del día y la noche. Se levantó, salió a las primeras sombras de la noche y cerró la puerta a su espalda.
Si se cruzaba el herbario y la rosaleda, la iglesia estaba a dos pasos. Disfrutando de la belleza de la noche y anticipándose a la promesa del día siguiente, Cadfael apuró el paso y nunca supo por qué razón miró hacia el oeste al pasar, como no fuera porque toda la vasta extensión del cielo por aquella parte era tan delicada, pura y hermosa como el rubor de una doncella. Allí estaba la silueta de las dos sombras entrelazadas, recortándose contra el incendio del oeste sobre la elevación de tierra situada por encima de la pendiente que bajaba al invisible arroyo. Mateo y Melangell, inequívocamente unidos en un abrazo y un beso que duraron el tiempo que Cadfael empleó en aparecer, pasar y desaparecer para dirigirse a unas devociones de carácter muy distinto, durante los cuales aquella imagen indeleblemente grabada en sus ojos no se apartó de su mente ni siquiera mientras rezaba.