VII

l heraldo del legado del obispo y legado papal, ¿o acaso se le debería considerar legado de la emperatriz?, llegó a la ciudad y entró en la caseta de vigilancia del castillo mediado el anochecer de aquel mismo día, veintiuno de junio, para ser presentado a Hugo Berengario. Mientras, éste se hallaba ocupado reuniendo a media docena de hombres para bajar con ellos al puente e interpretar un inesperado papel en los planes de maese Simón Poer y sus compinches. Éstos, desde luego irían armados, estando tan lejos de casa en un territorio hasta entonces inexplorado. Hugo consideró sumamente inoportuna la visita, pero era lo bastante consciente de los peligros que acechaban por todas partes al bando del rey como para despedir al heraldo sin contemplaciones. Cualquiera que fuera su embajada, necesitaba conocerla con el fin de prepararse debidamente para ella.
En la caseta del guardia de vigilancia, Hugo se encontró con un escudero de mediana edad, que le transmitió el mensaje del obispo con absoluta perfección.
—Mi señor gobernador, la señora de los ingleses y el obispo de Winchester os ruegan que recibáis a su enviado, el cual viene a vos con ofrecimientos de paz y orden en su nombre, y en su nombre os pide ayuda para acabar con los males que afligen al reino. He venido para anunciaros su visita.
¡O sea que la emperatriz había asumido el tradicional título de una reina electa antes incluso de su coronación! La cuestión estaba empezando a tomar su carácter definitivo.
—El enviado del señor obispo será bienvenido —contestó Hugo— y recibido en Shrewsbury con todos los honores. Prestaré la debida atención a todo lo que me tenga que decir. En estos momentos, tengo entre manos un asunto que no puede esperar. ¿Qué adelanto le lleváis a vuestro señor?
—Unas dos horas tal vez —contestó el escudero tras reflexionar brevemente.
—Bien, en tal caso, aún tengo tiempo de resolver una pequeña cuestión. ¿Qué séquito le acompaña?
—Sólo dos soldados y yo, mi señor.
—Os dejo en manos de mi ayudante, el cual dispondrá el alojamiento para vos y los otros dos hombres aquí en el castillo. En cuanto a vuestro señor, se hospedará en mi propia casa y mi esposa le dispensará una cordial bienvenida. Ahora os pido que me disculpéis si no me entretengo. Este asunto se tiene que resolver en las horas del crepúsculo y no puede esperar. Más tarde os compensaré.
El mensajero se alegró de dejar su caballo estabulado y atendido y de que Alan Herbard lo acompañara a una cómoda estancia donde se podría quitar las botas y el jubón de cuero y donde podría descansar tranquilamente, saboreando la carne y el vino que en seguida le sirvieron. El joven ayudante de Hugo sabría interpretar muy bien el papel de amable anfitrión. Aún era nuevo en el cargo y ponía especial empeño en hacer bien cualquier cosa que le encomendaran. Hugo los dejó y atravesó rápidamente la ciudad con su media docena de hombres.
Ya era pasada la hora de completas y no había ni luz ni oscuridad sino algo intermedio. Cuando llegaron a High Cross y bajaron por la empinada curva del Wyle, sus ojos ya se habían acostumbrado a las sombras del crepúsculo. En medio de una oscuridad absoluta, su presa tendría más posibilidades de escapárseles, mientras que de día los hubiera visto fácilmente desde lejos. Por poco expertos que fueran aquellos tahúres, habrían colocado a un vigía para que los advirtiera del peligro.
El Wyle, que se desenroscaba hacia el este, los condujo a la muralla de la ciudad y a la llamada puerta inglesa donde un flaco y desgarbado chiquillo desgreñado emergió entre las sombras de la puerta y asió a Hugo por la manga. El chico de Wat, un avispado pilluelo de la barbacana, consciente de la importancia de su misión y del ingenio con que la había llevado a cabo, había localizado a su presa y esperaba allí para presentar su informe y dar las correspondientes indicaciones.
—Mi señor… están reunidos… los cuatro de la abadía y una docena o más de por aquí, casi todos ellos de la ciudad —el tono despectivo de su voz quería dar a entender que los de la barbacana eran más listos—. Será mejor que dejéis los caballos y vayáis a pie. Unos jinetes a esta hora… echarían a correr en cuanto oyeran los cascos en el puente. Se oye mucho el ruido.
Sería lo más sensato si el lugar de reunión estaba cerca.
—¿Dónde están, pues? —preguntó Hugo, desmontando.
—Bajo el arco más lejano del puente, mi señor… está más seco que un hueso y es un refugio muy cómodo.
No cabía duda de que así sería, con la poca agua que llevaba el río en verano. Sólo cuando éste bajaba muy crecido no era posible pasar por allí debajo. En aquella estación tan agradable, sería un nido de hierbas resecas.
—¿Entonces tienen luz?
—Una linterna oscura. No veréis ningún brillo desde ninguno de los lados a no ser que bajéis al agua. Sólo ilumina la piedra lisa en la que echan los dados.
La linterna se apagaría fácilmente a la menor alarma. Se dispersarían en todas direcciones como pájaros asustados. Los desplumadores serían los primeros y los más veloces. Los desplumados serían atrapados en parte, pero su único delito sería el de haber sido unos necios a expensas propias, no el robo, la mala conducta o cualquier otra cosa.
—Dejaremos los caballos aquí —dijo Hugo, tomando una decisión—. Ya habéis oído al chico. Están debajo del puente. Habrán utilizado el camino que baja al Gaye a lo largo de la orilla. El otro lado del arco está cubierto de arbustos, pero por allí es por donde escaparan. Tres hombres en cada pendiente. Yo iré con los tres de la pendiente oeste. Dejad libres a nuestros jóvenes incautos, si podéis distinguirlos, pero atrapad a los forasteros.
Así prepararon la redada. Cruzaron el puente de uno en uno o de dos en dos por encima de las verdes aguas del Severn, en cuyos tablazos crecía abundante hierba ahora iluminada por el reflejo de la luz, y ocuparon sus puestos a ambos lados, distribuidos entre los arbustos de las orillas. Para entonces, el resplandor del ocaso se cernía sobre ellos como una mano de terciopelo. Hugo se dirigió hacia el oeste por el camino hasta que vislumbró un atisbo de la luz bajo el arco de piedra. Allí estaban. Si efectivamente eran muchos, tal vez hubiera convenido llevar más hombres. Pero no quería atrapar a los ciudadanos. Mejor que se escabulleran a sus camas y olvidaran sus sueños de ordeñar unas vacas que al final, resultarían ser más secas que la arena. Quería pillar a los timadores. Que el preboste de la ciudad se encargara de los idiotas de la villa.
Esperó a que el cielo se oscureciera un poco más antes de iniciar la redada. La noche estival desplegó sus alas. No había luna. Obedeciendo a su silbido, los hombres bajaron por ambas pendientes.
El susurro de las hojas de los arbustos en una noche sin viento traicionó su presencia con excesiva antelación. Quienquiera que estuviera vigilando allí abajo tenía el oído muy fino. Se oyó un agudo silbido, seguido de un repentino silencio. La linterna se apagó de inmediato y bajo los sólidos sillares del puente sólo hubo oscuridad. Hugo bajó con sus hombres, abandonando el sigilo en favor de la rapidez. Los cuerpos se separaron, chocaron entre sí, se levantaron y huyeron sin más ruido que los jadeos y las afanosas respiraciones entrecortadas por el temor. Los oficiales de Hugo se situaron entre los arbustos para bloquear el arco del puente. Algunos de los que de tal modo quedaron atrapados bajo el puente corrieron hacia la izquierda mientras que otros lo hicieron hacia la derecha, sin atreverse a subir por las orillas, rodeando los tablazos e incluso adentrándose en aguas más profundas. Unos cuantos se dirigieron hacia la otra orilla. Eran mozos de la ciudad, expertos conocedores del río y los parajes circundantes y capaces de nadar como peces casi desde su nacimiento. Los que habían nacido y se habían criado en Shrewsbury que se fueran. Si habían perdido dinero, peor para ellos, que se fueran a la cama y se arrepintieran en paz. ¡Siempre y cuando sus mujeres les dejaran!
Sin embargo, bajo el arco del puente había algunos que no llevaban el agua del Severn en las venas y sólo estaban dispuestos a mojarse los pies. De pronto, sus manos blandieron unas hojas de acero y empezaron a agitarlas a diestro y siniestro para abrirse paso como pudieran y sin el menor escrúpulo. La situación no duró demasiado. En la trémula oscuridad, distribuidos entre los pisoteados hierbajos de la orilla, los seis hombres de Hugo agarraron a todos los que pudieron y se sacudieron los hilillos de sangre que manaban de sus cortes y rasguños. Los crujidos y los susurros de los arbustos señalaron la huida de los que habían conseguido escapar al amparo de la noche. Invisibles bajo el puente, la abandonada linterna y los dados diseminados, grave pérdida para un tramposo que ahora debería buscarse otros, aguardaban a que alguien los recogiera.
Hugo se sacudió unas gotas de sangre de un rasguño del brazo y avanzó entre la hierba por el sendero que conducía desde el Gaye al camino y el puente. Por delante de él pasó una sombra soltando una maldición. Hugo lanzó un poderoso grito para que le oyeran desde el camino:
—¡Detenedlo! ¡Es buscado por la ley!
Los de la barbacana y la ciudad ya estarían regresando a sus casas, pero quedaban algunos rezagados, tanto culpables como inocentes, y algunos aceptarían gustosamente la invitación para cometer una injusticia o un acto de justicia según la inclinación que hubiera tomado su mente.
Por encima de él, bajo la profunda y suave noche estival que ahora sólo conservaba un hilillo azafranado por el oeste, le respondió un alegre y agudo grito de sorpresa, seguido de los confusos rumores de una breve lucha. Hugo alcanzó el camino de arriba y vio las sombras de tres jinetes detenidos junto al puente, dos de ellos cerrando los flancos del primero y el primero ligeramente inclinado desde su silla para atrapar con una mano el cuello de una jadeante figura que respiraba afanosamente contra su montura, sin resuello ni energía, para intentar cualquier otra cosa.
—Creo, señor —dijo el apresador, viendo acercarse a Hugo— que eso es lo que queríais. Me pareció que la ley lo buscaba. ¿Hablo con la autoridad de esta región?
Era una hermosa y sonora voz no acostumbrada a bajar el tono. La suave oscuridad no permitía distinguir los rasgos de su rostro, pero mostraba un cuerpo erguido en la silla, muy flexible, bien formado e indiscutiblemente joven. El jinete aflojó la presión de la mano con la que sujetaba al prisionero como si quisiera entregarlo a quien tenía más derecho sobre él. El fugitivo no intentó soltarse ni escapar sino que permaneció de pie con las piernas separadas en gesto casi de desafío, estudiando dubitativamente a Hugo.
—Me parece que os debo una carpa —dijo Hugo, sonriendo al reconocer al hombre a quien había perseguido—. Pero dudo que todos los salmones se hayan escapado río arriba. Estábamos tratando de atrapar a unos tunantes que han venido aquí en busca de algunas piezas de caza, pero este joven caballero que habéis agarrado por el jubón no es más que uno de los bobalicones, nuestro digno orfebre de las afueras de la ciudad. Maese Daniel, creo que con esta gente no tendréis mucha ocasión de ganar oro y plata sino más bien de perderlos.
—No es ningún crimen jugar una partida de dados —musitó el joven, moviendo los pies sobre el polvo del camino—. Mi racha de mala suerte hubiera cambiado…
—Con los dados que ellos llevaban eso no es posible. Pero cierto que no es ningún crimen perder la noche y regresar a casa con los bolsillos vacíos, y no tengo ninguna acusación que formular contra vos siempre y cuando ahora os entreguéis junto con los demás a mi sargento. Si os portáis bien, estaréis en casa a medianoche.
Maese Daniel Aurifaber aceptó con gratitud la reprimenda y regresó con paso cansino al puente para reunirse con los restantes cautivos. El rumor de unos cascos cruzando el puente al trote reveló que alguien había ido por los caballos y pretendía iniciar una persecución hacia el oeste en la dirección que habían tomado las aves de presa. El bosque se encontraba a menos de media legua y se necesitarían sabuesos para atraparlos. No habría posibilidad de conseguirlo aquella noche. Tal vez a la mañana siguiente se podría intentar algo.
—No es ésa la bienvenida que os tenía preparada —dijo Hugo, levantando la mirada hacia el rostro envuelto en las sombras—. Vos debéis de ser, si no me equivoco, el enviado de la emperatriz Matilde y el obispo Winchester. Vuestro heraldo llegó hace algo más de una hora y no os esperaba tan pronto. Pensé que habría resuelto este asunto antes de vuestra llegada. Me llamo Hugo Berengario y soy el gobernador de este condado en nombre del rey Esteban. Vuestros hombres se alojarán en el castillo; enviaré a un guía para que los acompañe. Vos, señor, sois mi huésped, si queréis hacerle este honor a mi casa.
—Sois muy amable —respondió el mensajero de la emperatriz— y acepto con mucho gusto. Pero ¿no sería mejor que primero resolvierais vuestras diferencias con estos ciudadanos y los dejarais regresar a sus camas? Lo mío puede esperar un poco más.
—No ha sido precisamente la acción más fructífera que jamás haya organizado —reconoció Hugo más tarde ante Cadfael—. No he valorado debidamente la osadía y el acero que llevaban consigo.
Aquella noche en las salas de fray Dionisio faltaron cuatro huéspedes: maese Simeón Poer, mercader de Guildford; Walter Bagot, guantero; Juan Shure, sastre; Guillermo Hales, herrero. De ellos, Guillermo Hales permaneció aquella noche en una celda del castillo de Shrewsbury junto con un buhonero que les había buscado clientes en la ciudad; los otros tres habían huido sanos y salvos, exceptuando alguna que otra magulladura o rasguño, hacia los bosques del oeste en los sotos más norteños del bosque Largo donde pasarían la cálida noche, contando sus lesiones y sus considerables ganancias. No podían regresar ni a la abadía ni a la ciudad. De todos modos, sólo les quedaba una noche más de negocio. Tres noches era lo máximo a lo que podían aspirar. Después, siempre había algún desdichado que empezaba a sospechar. Tampoco podían regresar al sur. Sin embargo, los que viven de su ingenio siempre tienen los sentidos bien agudizados y hay muchas maneras de ganarse fraudulentamente la vida.
Los jóvenes fanfarrones y los sencillos artesanos que habían soñado con regresar a su casa junto a sus esposas con la bolsa llena de tintineantes monedas, fueron conducidos a la caseta de vigilancia donde recibieron un rapapolvo y fueron enviados a casa cariacontecidos y con muy poca cosa en los bolsillos.
Allí hubiera terminado la tarea de aquella noche si el resplandor de la antorcha de la entrada no hubiera iluminado el metal de una sortija que Daniel Aurifaber lucía en la mano derecha, una sortija de plata con un engaste ovalado claramente visible por un instante. Hugo la vio y apoyó una mano en el brazo del orfebre para retenerle.
—Esta sortija… ¡permitidme que la vea con más detenimiento!
Daniel se la entregó con una cierta renuencia derivada, al parecer, más de la perplejidad que de una sensación de culpa. Le estaba un poco estrecha y pasó por el nudillo con dificultad, pero en el dedo no se observaba ninguna señal de que la llevara habitualmente.
—¿De dónde la habéis sacado? —preguntó Hugo, sosteniéndola bajo la trémula luz para examinar la divisa y la inscripción.
—La compré honradamente —contestó Daniel a la defensiva.
—De eso no tengo la menor duda. Pero ¿a quién se la comprasteis? ¿A alguno de esos tahúres? ¿A cuál de ellos?
—Al mercader que decía llamarse Simeón Poer. Me la ofreció y vi que era una pieza muy bien trabajada. Le pagué una elevada suma.
—Habéis pagado el doble por ella, amigo mío —dijo Hugo— porque corréis el peligro de perder el dinero y la sortija. ¿No se os ocurrió pensar que podía ser un objeto robado?
A juzgar por el nervioso temblor de los párpados del orfebre, estaba claro que la idea se le había ocurrido, por más que se hubiera apresurado a apartarla de su mente.
—¡No! ¿Por qué iba a pensar tal cosa? Parecía una persona próspera y acaudalada, justo lo que él alegaba ser…
—Esta mañana —dijo Hugo— a un peregrino le robaron una sortija como ésta durante la misa en la abadía. El abad Radulfo mandó comunicar el robo al preboste tras haber ordenado registrar minuciosamente el recinto, por si alguien la pusiera a la venta en el mercado. El preboste me facilitó su descripción. Ésa es la divisa y la inscripción del obispo de Winchester y la sortija fue entregada al portador como salvoconducto para el camino.
—Pero yo la he comprado de buena fe —protestó Daniel, consternado—. Le pagué a ese hombre lo que me pidió, la sortija es mía y la he conseguido honradamente.
—A través de un ladrón. Habéis tenido mala suerte, muchacho, puede que os sirva de lección y os haga más cauto en el futuro con las súbitas amistades que os ofrezcan la compra de alguna sortija a un precio inferior al de su valor efectivo. ¿Acaso no fue eso lo que ocurrió? Los viajeros que juegan a los dados no ofrecen nada a cambio de nada sino que toman todo lo que pueden. Si os han vaciado los bolsillos, que eso os sirva de advertencia la próxima vez. Esto se tiene que devolver al señor abad mañana por la mañana. Que él lo restituya a su propietario —al ver que el orfebre estaba a punto de protestar contra aquel expolio, Hugo sacudió la cabeza para indicarle que se ahorrara la molestia y le dijo no sin cierta compasión—: No hay más remedio. Mordeos la lengua, Daniel, e id a hacer las paces con vuestra esposa.
El enviado de la emperatriz cabalgaba por el Wyle en medio de la creciente oscuridad de la noche, siguiendo el paso de la cabalgadura más pequeña de Hugo. La montura del alto y esbelto joven sentado en la silla era una bestia preciosa. Una vez en el suelo, pensó Hugo mirándole de soslayo, me sobrepasará en una cabeza. Debe de tener más o menos mi edad, puede que me lleve uno o dos años, pero no más.
—¿Habéis estado en Shrewsbury alguna vez?
—Nunca. Una vez quizá, estuve justo en el límite de este condado, no sé exactamente por dónde discurre la frontera. En otra ocasión estuve en las inmediaciones de Ludlow. Esta abadía vuestra, la he observado mientras venía hacia acá, es un recinto muy hermoso. ¿Siguen la regla benedictina?
—Sí —contestó Hugo, esperando otras preguntas que no se produjeron—. ¿Tenéis algún pariente en la orden?
A pesar de la oscuridad, Hugo distinguió la serena y pensativa sonrisa de su acompañante.
—Pues, en cierto modo, sí. Creo que él me daría permiso para que lo llamara de este modo aunque no exista parentesco de sangre. Es alguien que me trató como a un hijo. En su honor, respeto mucho el hábito de esta orden. Me parece haberos oído decir que ahora hay peregrinos allí. ¿Por alguna fiesta en particular?
—Por el traslado de Santa Winifreda, que fue traída aquí hace cuatro años desde Gales. Mañana se celebra el aniversario de su llegada —Hugo dio la respuesta habitual, olvidando por completo lo que Cadfael le había revelado al respecto; sin embargo, la mención de los hechos le hizo recordar de nuevo la historia de su amigo—. Yo no estaba en Shrewsbury entonces —añadió, dejando el juicio en suspenso—. Al año siguiente ofrecí mis feudos en apoyo del rey Esteban. Mis tierras se encuentran al norte del condado.
Habían llegado a lo alto de la loma y se estaban dirigiendo hacia la iglesia de Santa María. La gran puerta del patio de Hugo estaba abierta de par en par con antorchas encendidas a ambos lados. Aline había recibido el mensaje y los estaba esperando con la debida ceremonia. La cámara ya estaba preparada y la comida a punto para ser servida en la mesa. Desde siempre, las costumbres se han dirigido ante la llegada de un huésped, al deber y el privilegio de la hospitalidad.
Aline los recibió en la puerta. Entraron y, en medio de la sala a la luz de las antorchas que pendían de las paredes y de las velas de la mesa, ambos se volvieron instintivamente para mirarse por primera vez. La mirada se prolongó mientras sus ojos se abrían con asombro. Recordaban vagamente algo que no acaban de identificar. Aline sonrió con expresión inquisitiva, mirando en silencio a uno y a otro en espera de que le aclararan la situación.
—¡Pero si yo os conozco! —exclamó Hugo—. Ahora que os veo, me doy cuenta.
—Yo también os he visto antes —convino el huésped—. Sólo estuve una vez en este condado y, sin embargo…
—Necesitaba luz para veros bien —dijo Hugo— porque sólo oí vuestra voz una vez y sólo pronunciasteis unas pocas palabras. Simplemente seis palabras. «¡Ven a luchar como un hombre!», dijisteis. Y vuestro nombre sólo pude conocerlo indirectamente. Vos sois Roberto, el hijo del guardabosque que salvó a Yves Hugonin de aquella fortaleza de bandidos en Titterstone Clee. Y os lo llevasteis a casa con vos junto con su hermana, creo.
—Y vos sois el oficial que puso el asedio gracias al cual obtuve la protección que necesitaba —gritó el huésped, emocionado—. Perdonadme que entonces tuviera que ocultarme, pero no tenía salvoconducto en vuestro territorio. Cuánto me alegro de conoceros ahora con tranquilidad y sin necesidad de huir.
—Ahora tampoco hay necesidad de que seáis Roberto, el hijo del guardabosque —replicó Hugo, esbozando una jubilosa sonrisa—. Ya os he dicho mi nombre y con él os ofrezco esta casa. ¿Me podéis ahora decir el vuestro?
—En Antioquía donde nací —contestó el huésped— me llamaban Daoud. Pero mi padre era un inglés de las fuerzas de Roberto de Normandía y entre sus compañeros de armas fui bautizado como cristiano y recibí el nombre del sacerdote que fue mi padrino. Ahora me llamo Oliveros de Bretaña.
Ambos permanecieron sentados juntos hasta bien entrada la noche, disfrutando de la mutua compañía tras un año y medio de recuerdos y preguntas sin respuesta. Pero, primero trataron como es natural del asunto que había llevado a Oliveros allí.
—He sido enviado —dijo el joven muy serio— a instar a todos los gobernadores de los condados a que consideren, cualquiera que haya sido su anterior lealtad, la posibilidad de aceptar la paz que ahora se les ofrece bajo la emperatriz Matilde y prestar juramento de lealtad ante ella. Ése es el mensaje del obispo y el concilio: Esta tierra se ha desgarrado durante demasiado tiempo entre dos bandos y ha sufrido graves daños y pérdidas a causa del mutuo enfrentamiento. Aquí yo quiero decir que no le hago ningún reproche al otro bando al que no pertenezco porque ambos tienen demandas válidas y la culpa de estas desgracias recae sobre ambos por igual por no haber conseguido llegar a un acuerdo. La fortuna de Lincoln hubiera podido seguir el camino contrario, pero siguió el que ya sabemos e Inglaterra se ha quedado con un rey cautivo y una reina electa que es libre y está adquiriendo cada vez más fuerza. ¿No os parece que ya es hora de acabar con esta situación? En nombre de la paz y el orden y del buen gobierno del reino y para poner fin a las muchas injusticias que, como vos y yo sabemos muy bien, se han impuesto al margen de toda ley. No cabe duda de que un gobierno fuerte es preferible a una ausencia absoluta de gobierno. En nombre de la paz y el orden, ¿no querréis aceptar a la emperatriz y someter vuestro condado a su lealtad? Ahora ya se encuentra en Westminster y los preparativos para su coronación siguen adelante. Habrá mejores perspectivas de paz si todos los gobernadores se unen para consolidar su gobierno.
—Vos me estáis pidiendo —dijo Hugo afablemente— que renuncie a mi juramento de lealtad al rey Esteban.
—En efecto —convino honradamente Oliveros—. Por muy poderosas razones y sin propósito de traición. No hay por qué amar, basta abstenerse de odiar. Considerad más bien que ofrecéis vuestra lealtad al pueblo de este condado y a esta tierra.
—Eso lo puedo hacer tan bien o mejor en el bando en el que empecé —dijo Hugo sonriendo—. Es lo que estoy haciendo ahora, lo mejor que puedo. Y es lo que seguiré haciendo mientras me quede un soplo de aliento. Soy un hombre del rey Esteban y no lo abandonaré.
—¡En fin! —exclamó Oliveros suspirando al tiempo que esbozaba una sonrisa—. A decir verdad, ahora que os he conocido, no esperaba menos de vos. Yo tampoco me echaría atrás de mi juramento. Mi señor es un hombre de la emperatriz y yo soy un hombre de mi señor. Si nuestras posiciones estuvieran invertidas, os daría la misma respuesta que vos me habéis dado a mí. Y, sin embargo, lo que os he dicho es cierto. ¿Hasta dónde puede resistir un pueblo? Vuestros campesinos, los ciudadanos de vuestras villas a los que apenas se les podría saquear lo poco que ganan para vivir se alegrarían de poder quedarse con Esteban o con Matilde con tal de que eso los librara del otro. Y yo cumplo la misión que me han encomendado de la mejor manera que puedo.
—No tengo nada en contra vuestra —dijo Hugo—. ¿Adónde os dirigís ahora? Aunque espero que permanezcáis aquí uno o dos días. Quisiera conoceros mejor y, además, tenemos muchas cosas de que hablar vos y yo.
—Desde aquí me iré a Stafford, Derby y Nottingham y regresaré por el este. Algunos se avendrán a razones, tal como ya han hecho numerosos señores. Algunos se mantendrán fieles a su rey como vos. Y algunos harán lo que ya han hecho otras veces, marcharse y regresar como veletas movidas por el viento y poner precio a cada cambio. No importa, por ahora hemos terminado con eso.
Oliveros se inclinó sobre la mesa y apartó la copa de vino a un lado.
—Tenía, mejor dicho, tengo, otro asunto de carácter personal y quisiera permanecer aquí unos días hasta que encuentre lo que busco o me cerciore de que no está aquí. Vuestro comentario sobre la gran afluencia de peregrinos para la fiesta me ha dado un rayo de esperanza. Un hombre que tuviera interés en desaparecer, podría hallar refugio entre tantos forasteros desconocidos entre sí. Busco a un joven llamado Lucas Meverel. ¿Sabéis si se encuentra aquí?
—Por ese nombre, no —contestó Hugo con curiosidad—. Pero alguien que tuviera interés en desaparecer podría cambiar de nombre. ¿Para qué lo necesitáis?
—Yo no lo necesito. Es una dama la que desea su regreso. Puede que tan al norte no os hayáis enterado de lo que ocurrió en Winchester durante el concilio —dijo Oliveros—. Hubo una muerte que me tocó muy de cerca. ¿Supisteis algo de eso? La esposa del rey Esteban envió a un clérigo con un atrevido reto a la autoridad del legado y aquel hombre fue atacado de noche en la calle por su audacia y salvó la vida al precio de otra vida.
—Efectivamente nos enteramos —contestó Hugo con creciente interés—. El abad Radulfo participó en el concilio y nos facilitó un detallado informe. Un caballero llamado Rainaldo Bossard que acudió en ayuda del clérigo cuando éste fue atacado. Era un hombre al servicio de Laurence d’Angers, según nos dijeron.
—El cual es también mi señor.
—Eso lo comprendimos enseguida al saber el buen servicio que prestasteis a sus familiares en Bromfield. Pensé en vos cuando el abad me habló de d’Angers, aunque entonces ignoraba vuestro nombre. ¿Conocíais bien a ese Bossard?
—Ambos prestamos un año de servicio en Palestina y después regresamos a casa juntos. Era un hombre extraordinario y un buen amigo mío. Cayó en defensa de un honrado adversario. Yo no estaba con él aquella noche. Ojalá lo hubiera estado porque, en tal caso, puede que ahora aún viviera. Sólo le acompañaban un par de hombres desarmados. El clérigo fue atacado por cinco o seis, todo fue muy confuso en la oscuridad. El asesino logró huir y no han conseguido atraparlo. La esposa de Rainaldo… Juliana… yo no la conocía hasta que nos trasladamos a Winchester con nuestro señor. El principal feudo de Rainaldo se encuentra muy cerca de allí. He aprendido a tenerla en la mayor estima —añadió Oliveros con el semblante muy serio—. Era digna de su señor y nadie podría decir más o mejor de una dama.
—¿Hay algún heredero? —preguntó Hugo—. ¿Algún adulto o algún niño?
—No, jamás tuvieron hijos. Rainaldo rondaba los cincuenta y ella tiene más o menos la misma edad y es extremadamente hermosa —señaló solemnemente Oliveros como si quisiera no alabar sino simplemente explicar—. Ahora que se ha quedado viuda, tendrá muchas dificultades para librarse de los pretendientes… Porque no quiere a ningún otro después de Rainaldo. Tiene feudos propios y ambos habían pensado en la herencia. Por eso acogieron en su casa a ese joven Lucas hace apenas un año. Es un primo lejano de doña Juliana, debe de tener unos veinticuatro o veinticinco años y carece de tierras. Querían nombrarlo heredero.
Oliveros guardó silencio unos minutos, sosteniéndose la barbilla con la palma de la mano y mirando con el ceño fruncido más allá de la mortecina luz de las velas. Hugo lo estudió mientras esperaba. Era un rostro digno de estudio, con sus nítidos rasgos, su piel aceitunada y la viril fiereza de sus dorados ojos de halcón. El cabello negro azulado que le cubría la cabeza como unas alas plegadas emitía unos apagados destellos bajo el parpadeo de las llamas de las velas. Daoud, natural de Antioquía e hijo de un cruzado inglés del séquito de Roberto de Normandía, había recorrido por así decirlo medio mundo al servicio de un barón angevino hasta llegar a Inglaterra donde era casi más normando que los normandos… El mundo es un pañuelo, pensó Hugo, y un hombre nacido para la aventura lo puede montar a horcajadas como se monta una cabalgadura.
—He estado tres veces en aquella casa —dijo Oliveros—, pero jamás me había fijado a sabiendas en ese Lucas Meverel. Lo único que sé de él es lo que otros me han dicho y, entre lo que me han dicho, opto por creer lo que quiero. No hay nadie en aquel feudo, ni hombre ni mujer, que no haya comentado su absoluto aprecio por doña Juliana. Sin embargo, con respecto a ese aprecio… algunos dicen que la quería demasiado y no precisamente como un hijo. Otros aseguran que apreciaba de la misma guisa a Rainaldo, pero sus voces son cada vez más débiles. Lucas era uno de los que acompañaban a Rainaldo cuando éste fue apuñalado a muerte en la calle. Dos días después, desapareció del lugar y nadie le ha vuelto a ver desde entonces.
—Ahora empiezo a comprenderlo —dijo Hugo, aspirando cautelosamente una bocanada de aire—. ¿Han llegado al extremo de afirmar que este hombre asesinó a su señor para adueñarse de la dama?
—Es lo que se dice ahora, desde que huyó. No se sabe quién hizo correr los rumores, pero éstos ya se han convertido ahora en un clamor.
—En tal caso, ¿por qué iba a huir del trofeo por el que había luchado? No tiene mucho sentido. Si se hubiera quedado, no hubiera habido rumores.
—Yo creo que hubiera habido rumores tanto si se hubiera ido como si se hubiera quedado. Algunos le envidiaban su buena suerte y hubieran sido capaces de utilizar cualquier medio para perjudicarle. Ahora han encontrado dos explicaciones para su huida. La primera es el remordimiento que ya no sirvió para salvar a ninguno de los tres protagonistas. La segunda es el temor de que alguien tuviera conocimiento de su acción y estuviera empeñado en arrancarle la verdad a toda costa. En cualquiera de los dos casos, un hombre hubiera puesto tierra de por medio. A veces, aquello por lo que uno mata puede parecer menos asequible una vez ha matado —dijo Oliveros con apenada perspicacia.
—Pero aún no me habéis dicho lo que dice la dama de él. Sin duda se debería prestar atención a su voz.
—Ella dice que esta vil sospecha es imposible. Quería y sigue queriendo a su joven primo, pero no con consentimiento amoroso, y se niega a admitir que él pudiera abrigar tales sentimientos con respecto a su persona. Asegura que el joven hubiera dado la vida por su señor y que fue precisamente el dolor de esta muerte el que lo indujo a huir enloquecido por la pena… y ahora, ¿quién sabe por qué solitarios parajes andará perdido? Él estaba allí aquella noche y vio morir a Rainaldo. Ella está segura de su inocencia y quiere que lo encuentren y se lo devuelvan. Lo considera un hijo y ahora lo necesita más que nunca.
—Y es por ella por quien vos lo buscáis. Pero ¿por qué buscarle en el norte? Podría haberse dirigido al sur, al oeste o al otro lado del mar desde algún puerto de Kent. ¿Por qué el norte?
—Porque sólo disponemos de una información sobre él desde que desapareció de aquel lugar, y esa información dice que se dirigía al norte por el camino de Newbury. Yo he seguido el mismo camino, pasando por Abingdon y Oxford, y por todas partes he preguntado por un joven que viajaba solo. Pero sólo puedo buscarle con su nombre auténtico, pues no conozco ningún otro. Y, tal como vos decíais, ¡cualquiera sabe con qué nombre se hace llamar ahora!
—¿Y ni siquiera sabéis qué aspecto tiene… simplemente su edad? ¡Buscáis a un espectro!
—Lo que se pierde siempre se puede encontrar, basta con tener paciencia.
El aguileño y apasionado rostro de Oliveros no sugería paciencia, pero sus apretados labios denotaban firmeza y determinación.
—Bueno, por lo menos —dijo Hugo en tono pensativo—, mañana podemos bajar a presenciar el traslado de santa Winifreda a su altar, y fray Dionisio nos podrá hacer una lista de sus peregrinos e indicarnos los que tengan la edad adecuada, tanto si van solos como si no. En cuanto a los forasteros de la ciudad, creo que el preboste Corviser nos los podrá indicar a casi todos. En Shrewsbury todo el mundo se conoce. En caso de que el joven esté aquí, su refugio más probable sería la abadía —Hugo hizo una pausa, mordiéndose el labio inferior con expresión meditabunda—. Con las primeras luces del alba, le enviaré la sortija al abad y le comunicaré lo ocurrido con los tunantes que tenía en su hospedería, pero, antes de bajar a la fiesta, tengo que mandar a una docena de hombres para que busquen a nuestras aves de presa en el bosque. Si han cruzado la frontera, tanto peor para los galeses, no está en mi mano hacer más de lo que hago, aunque dudo mucho que tengan intención de vivir a salto de mata más tiempo del necesario. Puede que no se hayan alejado demasiado. ¿Y si os dejara con el preboste para que éste os busque a vuestra presa en la ciudad mientras yo voy en busca de la mía? Después, bajaremos juntos para ver cómo trasladan los monjes a la santa y hablaremos con fray Dionisio sobre su lista de huéspedes.
—Me parece muy bien —dijo Oliveros, complacido—. Quisiera presentar mis respetos al señor abad. Recuerdo haberle visto en Winchester, aunque seguramente él no se fijó en mí. Si recordáis —añadió, mirando a Hugo con sus dorados ojos sombreados por unas negras y largas pestañas que le acariciaban la tersa piel de los pómulos—, os acompañaba un monje de esta casa en Bromfield y en Clee aquella vez que… Debéis de conocerle. ¿Aún está aquí, en la abadía?
—Lo está. Ahora ya habrá vuelto a su cama después de laudes. Y será mejor que vos y yo nos acostemos en la nuestra si mañana queremos hacer algo de provecho.
—Fue muy bueno con los jóvenes parientes de mi señor —dijo Oliveros—. Me gustaría volver a verle.
No hace falta preguntar el nombre, pensó Hugo, mirándole con una sonrisa ensimismada. Y, además, ¿por qué tenía que saber el nombre? No había mencionado ninguno al hablar de alguien que no era pariente suyo de sangre, pero que le había tratado como un hijo y en cuyo honor sentía un especial aprecio por el hábito benedictino.
—¡Le veréis! —dijo Hugo, levantándose para acompañar a su huésped a la cámara que le habían preparado.