32.- El libro de las ilusiones
Encontramos a Domingo en el puesto de pescados y el chef le entregó un pequeño saco lleno de ducados. Mi amigo había visto a Giuseppe y a un Cappa Nera vigilando la casa cuando regresó para encontrarse con nosotros y estaba más nervioso que nunca. Escondió las manos debajo de las axilas, clavó la mirada en el suelo y masculló una promesa de hacer los arreglos necesarios para nosotros. Luego se volvió.
El chef lo cogió de un brazo.
—Necesitamos un lugar donde quedarnos hasta esta noche.
Domingo se mordió el labio inferior y yo sentí la urgencia de su deseo de librarse de nosotros. Me pregunté cuánta lealtad compraban realmente el pan, los nabos y los hinojos. ¿Cuán bien conocía realmente al silencioso, solitario y taciturno Domingo? Siempre había supuesto que todo lo que anhelaba en la vida era convertirse en pescadero, pero ¿y si quería más? Sin que viniese a cuento, el chef dijo:
—Puedes vivir una vida larga y pacífica vendiendo pescado una vez que nos hayamos marchado, Domingo. Es en interés de todos que debemos abordar ese barco esta noche.
Tal vez no fuese necesario, pero me alegró que el chef lo hubiese dicho, para no tener que hacerlo yo.
—Domingo, has sido un buen amigo para mí ayudándome con este problema. Grazie.
Él asintió.
—Hay una taberna de marineros llamada Vino Venezia en los muelles, cerca de los botes de los pescadores de cangrejos. Es una especie de cámara de compensación para contrabandistas, y en ella hay un sótano. Decidle al tabernero que necesitáis un lugar donde quedaros hasta la noche. —Domingo hizo un gesto con la barbilla dirigido al chef—. ¿Tenéis más dinero?
El chef hizo sonar sus bolsillos.
Domingo asintió.
—El tabernero recibe su parte de todo lo que entra o sale, especialmente gente. Trata con esclavos y esconde a criminales. Dadle cinco ducados. Yo iré esta noche, tarde.
—Grazie, Domingo.
El chef se apartó del puesto y se volvió para marcharse.
Yo empecé a seguirlo, pero Bernardo estaba maullando debajo de mi brazo. Echaba de menos sus comidas regulares en el palacio, y el olor a pescado fresco era demasiado para él. Saltó de mis brazos, cogió entre los dientes una gruesa caballa y salió disparado entre la multitud. El pescadero lanzó un grito y salió corriendo tras él con un cuchillo para quitar las escamas. Intenté seguirlo, pero el chef me cogió del brazo.
—Marchaos de aquí —dijo Domingo.
Busqué a Bernardo mientras nos dirigíamos a los botes de los pescadores de cangrejos, pero se había esfumado con su caballa. Así estaban las cosas: Bernardo y Francesca, perdidos para siempre.
La taberna Vino Venezia apestaba ligeramente a pescado y a vino derramado. El olor podría haber sido más intenso, pero las puertas delantera y trasera se habían desprendido de sus goznes y no las habían vuelto a colocar. Una brisa constante y salada soplaba a través del lugar y refrescaba el aire. Las puertas rotas servían a modo de mesas y alrededor de ellas se repartían varios taburetes de madera de tres patas.
La taberna y el tabernero formaban una buena pareja, ambos bastos y grasientos. El tabernero alzó la vista cuando entramos, pero no dejó de secar un vaso sucio con su delantal manchado de vino. Sus ojos no correspondían a su rostro carnoso e insípido: eran de un azul penetrante, afilados como el acero debajo de unas pobladas cejas negras. Los ojos le conferían el aspecto de un hombre que podría sacar un estilete de la manga antes de que lo vieras hacer el menor movimiento.
El chef Ferrero le habló en tono sereno. El tabernero dejó el vaso sucio y observó cómo el maestro depositaba cuatro ducados de oro sobre la barra. El hombre deslizó las monedas en su bolsillo con un solo movimiento e hizo un gesto cansado indicando que lo siguiésemos. No dijo una palabra.
En una pequeña habitación que había detrás de la barra, el tabernero gruñó mientras levantaba un cajón de vino que estaba apilado en un rincón, luego otro, y otro más. Cuando apartó el último cajón, vimos una trampilla en el suelo. Se arrodilló torpemente, sudando mientras inclinaba su vientre blando y abría la trampilla tirando de un asa de cuerda. Vi la mitad superior de una larga escalera; la mitad inferior se perdía en la oscuridad. El tabernero encendió una lámpara de aceite y dobló la mecha hacia abajo para ahorrar combustible. Comenzó a bajar los peldaños sosteniendo la lámpara en alto y nosotros lo seguimos.
Nos condujo hasta un sótano húmedo lleno de cajones de madera de los que había sido rascado torpemente el sello del lagar. La única ventilación provenía de una pequeña ventana abierta al nivel de la calle. Podía oír el lento goteo del agua detrás de las paredes y el piso de tierra se notaba legamoso bajo los pies. Estábamos bajo el nivel del mar. Primero sentí un hormigueo en la piel, luego el pánico se apoderó de mí y mi respiración se volvió rápida y forzada.
—Tranquilo, Luciano —dijo el chef—. Aquí y ahora estás a salvo. Respira.
Recordé el túnel.
—Sí, maestro. Grazie.
Me concentré en la respiración —inspirar, espirar—, y el miedo fue menguando.
El chef cogió la lámpara de aceite del tabernero y dobló la mecha hacia arriba. El hombre hizo hincapié en la idea de que éramos todos ladrones y, por tanto, podíamos confiar los unos en los otros. El tabernero subió la escalera, la levantó tras de sí y luego cerró la trampilla.
—Encuentra un lugar seco —dijo el chef—. Descansa mientras puedas.
Me senté en uno de los cajones de vino y me concentré en la respiración, lenta y regular. Cuando mis pensamientos se desviaban hacia la escalera o la ventana, o al miedo de que Domingo no apareciera, volvía a concentrarme en la respiración. Cerré los ojos y la sincronicé con el ruido de una gota de agua que caía por detrás de las paredes, regular como un péndulo. En algún momento oí que mi maestro rasgaba y hacía crujir un papel.
El chef Ferrero apenas si era visible bajo la mortecina luz de la lámpara de aceite, pero pude distinguir su figura inclinada sobre el libro mientras escribía con su pluma. Recordé entonces que lo había visto coger la pluma y la piedra de tinta azul en casa de su cuñada y pensé que tener que escribir a sus hijas debía de destrozarle el corazón. ¿Podía asegurarles que volvería a encontrarlas, o acaso tenía que decirles adiós?
—Lamento que tengáis que separaros de vuestra familia —dije.
—Yo también.
—Si estáis escribiendo cartas para vuestras hijas, Domingo puede entregarlas por vos.
—¿Te importa? ¿Puedo disfrutar de un poco de intimidad?
—Lo siento, maestro.
Volví a concentrarme en mi respiración. El roce de la pluma sobre el pergamino se hizo más débil, y justo cuando comenzaba a sentir una paz melancólica fuimos interrumpidos por el sonido de pasos y cajones que se movían encima de nuestras cabezas. El chef y yo nos miramos: era demasiado temprano para Domingo. Vimos que se abría la trampilla, un polvoriento rayo de sol iluminó el sótano y alguien intentó descender por la escalera. Un zapato usado pisó el primer escalón. No era la bota de un soldado, grazie a Dio. El chef dejó el libro sobre un cajón y se colocó delante de él con la pluma colgando de la mano. El otro pie se posó en el segundo escalón; luego aparecieron las piernas y un torso. Un joven con un hato debajo del brazo descendió hasta el sótano.
—¿Marco? —dije.
La trampilla de la taberna se cerró con estrépito.
—¿Qué es eso?
La expresión del rostro del chef, iluminado por la luz de la lámpara, oscilaba entre la ira y la sorpresa.
Marco estaba al pie de la escalera, e incluso en la penumbra del sótano podía ver que parecía despreocupado y satisfecho consigo mismo.
—Te he traído algo —dijo Marco al tiempo que abría su hato, en el que había una hogaza de pan—. Fui a la cocina del palacio y me enteré de que habíais huido como almas que lleva el diablo perseguidos por los Cappe Nere. Domingo me dijo dónde estabais cuando le mostré el pan que había robado para ti. Tienes hambre, ¿verdad?
—Merda. ¿Qué es lo que quieres, Marco?
Se echó a reír.
—Ese Domingo... No quería hablar conmigo, de modo que le pregunté: «¿Quieres que Luciano se muera de hambre? ¿Cuántas veces te ha alimentado él a ti?». —Marco me empujó ligeramente con el hombro —. ¿Qué pasa, Luciano? No estarías planeando escaparte de mí con el libro, ¿verdad?
—En el libro no hay nada para ti, Marco.
—Seguro. Por eso todo el mundo está como loco por poner las manos sobre él.
—No lo entiendes.
—Entiendo que no me dejarás fuera de esto.
—Madre di Dio.
El chef se pasó los dedos por el pelo y maldijo en voz baja. Yo temía que Marco intentara hacerse con el libro por la fuerza, de modo que me coloqué delante de mi maestro con las piernas separadas. Tendría que pasar por encima de mí.
Una sonrisa ruin se extendió por el rostro de Marco.
—¿Crees que puedes luchar conmigo?
El chef se situó a mi lado.
—Somos dos.
Marco se sentó sobre una pequeña pila de cajones.
—Nadie va a pelearse aquí. ¿Acaso creéis que no he pensado en todo esto? Luciano, deberías conocerme mejor. Ellos jamás le darían una recompensa a alguien como yo..., mucho menos un escaño en el Senado. Si yo les llevara el libro, se lo quedarían y tal vez incluso me matarían.
—Así es —dijo el chef—. ¿Qué haces aquí, entonces?
—Lo mismo que vosotros. —Marco proyectó la barbilla hacia delante—. Cuando llegue Domingo, iré con vosotros. En ese libro hay una fórmula para fabricar oro. Sé que la hay y yo la quiero. Iré a donde vaya ese libro.
Marco —dije—, no sabes lo que estás haciendo.
El chef meneó la cabeza.
—Realmente no lo sabes, muchacho.
—Me quedo. ¿Qué pensáis hacer al respecto?
Me acerqué a él.
—¿Qué pasa con Rufina?
Marco sonrió despectivamente.
—Si aún no he encontrado a Rufina, ya no lo haré. N'bali dijo lo que todos sabíamos: mi hermana está muerta.
Asentí. No me había dado cuenta de que por fin se había permitido aceptarlo.
—De todos modos —continuó —, aun cuando estuviese viva, ¿qué podría hacer por ella cuando apenas soy capaz de alimentarme a mí mismo? Ese libro es mi única oportunidad.
Su expresión oscilaba entre la ira y la desesperación, y yo sabía que no habría forma humana de conseguir que se fuese.
—De acuerdo, Marco —dije.
—Oh, Dio. —El chef se sentó y ocultó la cabeza entre las manos —. Tengo que pensar.
Marco sonrió con afectación.
—Pensad todo lo que queráis. —Se acomodó sobre los cajones de vino —. Los tres nos relajaremos y esperaremos a Domingo. He oído decir que nos vamos a España.
Se tendió boca arriba con los pies contra la pared y los dedos entrelazados detrás de la cabeza.
Yo no quería mirar a Marco y no quería saber si el chef me estaba mirando. Me senté en un cajón y cerré los ojos. Hice un esfuerzo para volver a concentrarme en la respiración pero, minutos más tarde, todos nos sobresaltamos al oír el sonido de botas pesadas que se arrastraban por el suelo de madera encima de nuestras cabezas. Las voces de los Cappe Nere salieron por la puerta trasera abierta de la taberna y entraron a través de la ventana del sótano. Uno de ellos dijo:
—Puedes quedarte con tu vino robado. Queremos a las personas que estás ocultando.
—¿Personas? —El tabernero parecía aburrido —. ¿Qué personas?
—Ése es tu negocio, ¿verdad? Esconder gente.
—¿De qué estáis hablando? Soy tabernero.
Me tranquilizó un poco que el hombre se mantuviese tan tranquilo, como si esas visitas de los Cappe Nere formaran parte de la rutina.
—Los vieron dirigirse hacia aquí —dijo un Cappa Nera.
—Tonterías. Alguien debió de cometer un error. Pero ya que estáis aquí, ¿por qué no tomáis un trago? Por cuenta de la casa, naturalmente. —El ruido de cristales rotos nos hizo levantar de un salto —. ¿Qué demonios estáis haciendo? ¿Es que os habéis vuelto locos?
—Lo bastante locos como para cortarte el cuello con esto —dijo un Cappa Nera.
—Madonna mia! ¿Qué es lo que queréis? ¿Dinero? Aquí tenéis, cogedlo. ¿Qué estáis haciendo?
Me encogí ante el horrible estrépito de vidrios rotos. Los Cappe Nere seguramente habían derribado todas las estanterías que había detrás de la barra. El corazón me dio un vuelco ante el sonido de mesas derribadas y madera haciéndose pedazos contra las paredes. Marco se levantó de su cajón y se quedó mirando fijamente la trampilla. El chef sacó el abultado monedero de su bolsillo y metió en él las cartas que había escrito para sus hijas. Las botas seguían resonando encima de nuestras cabezas y entonces alguien gritó:
—¡Sostenedlo!
Otro dijo:
—Ya lo tengo.
—Muy bien —dijo la primera voz—, esto es muy sencillo. Te cortaré un dedo por cada pregunta que no respondas. Comenzaremos por el pulgar. De este modo...
El tabernero lanzó un grito; era un aullido de dolor y terror.
—Están en el sótano —declaró entre sollozos.
—Se acabó —dijo el chef.
Señaló la escalera e hizo señas de que la moviera. La aparté de la trampilla y la coloqué debajo de la ventana. Oímos ruido de botas que entraban en la despensa.
El chef cogió la lámpara de aceite y la estrelló contra unos cajones de vino llenos de paja. Unas delgadas llamas surgieron de la paja y ennegrecieron la madera. Una chispa saltó a otro de los cajones, y el chef lo juntó con el resto.
—¿Estáis loco? —gritó Marco.
Por encima de nuestras cabezas oímos que apartaban los cajones para dejar expuesta la trampilla.
La madera empapada en aceite provocó un incendio y nos cubrimos los ojos cuando las botellas comenzaron a estallar y el humo ascendió hacia el techo. Bajo el silbido de las llamas, oí que el chef decía:
—Dios, perdóname.
Luego alzó el libro.
—¡No, maestro! —grité.
—Figlio di puttana!
Marco saltó hacia delante e interceptó al chef en el momento en que arrojaba el libro a las llamas.
Cuando la trampilla se abrió, Marco trató de meter la mano en el fuego, pero la retiró instantáneamente con una exclamación de dolor.
El chef reparó en mi expresión horrorizada y dijo:
—Los Guardianes son más importantes que un libro.
El pergamino seco se encendió de inmediato y comenzó a doblarse mientras el cuero se ampollaba y se ennegrecía. Una luz anaranjada bailaba frenéticamente en las paredes labradas de forma tosca, como si el sótano hubiera cobrado vida con danzarinas sombras demoníacas. «El infierno —pensé—. Estamos en el infierno.»
Una voz encima de nosotros gritó:
—¡Fuego!
—Sacadlos de ahí. Landucci los quiere vivos.
—Buscad una escalera.
El chef metió el abultado monedero en mi bolsillo y me empujó hacia la escalera, que ahora estaba apoyada debajo de la alta ventana. Marco ya tenía un pie en el primer peldaño y el chef lo cogió del pelo y lo arrojó al suelo.
—Continúa la tradición —susurró furiosamente. Me empujó hacia la escalera, me dio una palmada en la espalda como si fuese una mula y gritó —: ¡Vete!
Mientras los Cappe Nere increpaban al tabernero para que se diera prisa con la escalera, me escabullí a través de la ventana, me apoyé sobre manos y rodillas y miré hacia el infierno que se había desatado en el sótano. Estaba todo lleno de humo y apenas si alcancé a ver que bajaban otra escalera a través de la trampilla.
Marco ya había conseguido subir hasta la mitad de la escalera. Extendió una mano hacia mí, luego su rostro mostró una expresión de asombro y se precipitó hacia el humo negro. Pensé que quizá su pie había resbalado en un peldaño; no se me ocurrió hasta más tarde que el chef podía tener planes para él. Vi cómo el rostro aterrado de Marco se alejaba de la ventana y desaparecía en medio del humo.
Pegué la espalda a la pared del edificio y permanecí allí. El sótano estaba fangoso y húmedo; después de la llamarada inicial, el estallido de las botellas de vino había hecho que la paja se mojara, y había más humo que fuego. Las nubes de humo que salían a través de la ventana estaban debilitándose.
Un Cappa Nera gritó:
—¡Apagad ese fuego!
Otro de ellos dijo:
—El chico está en la escalera.
Oí un grito, el sonido de un puño al chocar con la carne, gemidos y a todo el mundo tosiendo y tosiendo...
—Merda! —gritó alguien—. Me he quemado los dedos para nada. No quedan más que las cubiertas.
—No puedo respirar.
—Salgamos de aquí.
Quería echar a correr, pero pensé que el chef y Marco aún podrían escapar de alguna manera. Tal vez tuviese alguna posibilidad de ayudarlos. Miré a mi alrededor buscando un lugar donde esconderme y vi un bote volcado que esperaba ser calafateado y pintado, una pequeña embarcación abandonada con agujeros entre las tablas. Serviría. Me arrastré fuera del muelle y, cuando comenzaba a levantar el bote, un par de pescadores, que habían interrumpido su trabajo con las redes para observar la conmoción, desviaron sus miradas hacia mí. Los miré fijamente, primero a uno y luego al otro, y ambos asintieron. Ellos no habían visto nada; después de todo, era Venecia. Levanté el bote y me oculté debajo.
A través de los agujeros del casco de madera vi a un grupo de hombres que salían tambaleándose de la taberna. Caminaban con las manos en la garganta, tosiendo y ahogándose, y luego se sentaron en el suelo o permanecieron inclinados con las manos apoyadas en las rodillas mientras respiraban ávidamente el limpio aire del mar. Unos cuantos marineros y pescadores lanzaron cubos de agua de mar dentro del sótano y el humo fue desapareciendo. El sótano húmedo y fangoso había impedido que las llamas se propagaran, grazie a Dio. Uno de los Cappe Nere cogía con fuerza al chef de un brazo y otro llevaba a Marco agarrado del cuello. El tabernero se arrodilló en el suelo, con una mano envuelta en un paño empapado de sangre.
La camisa limpia del chef estaba manchada de tizne y salpicada de vino. Las manos y el rostro estaban ennegrecidos, aunque no podía decir si era a causa de la suciedad o de las quemaduras, pero mantenía la cabeza erguida. Marco se tambaleaba aturdido mientras se limpiaba la nariz ensangrentada. Los Cappe Nere se los llevaron con las manos atadas a la espalda.
Pasarían muchos años antes de que me enterara de los detalles de la suerte que habían corrido ambos.