3.- El libro de Luciano
Los recuerdos engendran más recuerdos, y el hecho de recordar aquellos lejanos días en compañía del chef siempre me retrotrae a una época en que las posibilidades eran mayores. En verdad, el tiempo parece ahora un cono de posibilidades que se agotan. Mi recuerdo más antiguo es el de un rostro ancho, negro como el carbón y enmarcado por sendos aros de oro que pendían de unas orejas de lóbulos alargados. El blanco de los ojos era amarillento, pero los dientes eran de una blancura deslumbrante. Ella tenía los dientes grandes y también unos huesos grandes que abultaban debajo de la piel negra y arañada de codos y nudillos, las ásperas protuberancias de una mujer trabajadora.
La Canterina —la Cantante—no era su verdadero nombre nubio, sino el apodo que le habían puesto las demás chicas por la forma en que entonaba sus tristes canzoni italianas mientras trabajaba. La Canterina mantenía la casa en funcionamiento. Ella preparaba las comidas, regaba los suelos y hervía las sábanas blancas manchadas. Al llegar la noche se colocaba un turbante azul y un delantal limpios para servirles vino a los hombres en el piano nobile, donde bebían y reían en compañía de las chicas. Ella se encargaba de ordenar las alcobas después de cada uso, vaciaba el agua turbia de las jofainas y vertía agua dulce en los cántaros. La Canterina les llevaba a las chicas té caliente y humeante de pepitas de rosa cuando se despertaban al mediodía. Ella desayunaba mucho más temprano en la cocina, conmigo: té caliente para ella, leche tibia y pan untado con miel para mí.
Ignoro qué edad tenía cuando la monja me llevó al burdel, pero la Canterina decía que un hombre grande podría haberme sostenido con una mano. A menudo le rogaba que me contase la historia, y aún puedo verla mientras doblaba enérgicamente las sábanas mientras la recitaba para mí.
—Todavía tenías las piernas dobladas como las de una rana, llorabas como un gatito y agitabas tus brazos diminutos como un ciego. —Al llegar a ese punto chascaba la lengua y meneaba la cabeza —. Flacucho, patético, otra carga en esta pesada vida.
A veces hacía una pausa en el relato, dejaba sobre la cama una sábana a medio doblar y su voz se suavizaba.
—No podía enviarte de vuelta. —Enderezaba la espalda y suspiraba mientras alisaba las arrugas de la sábana —. De todos modos, no es que esa strega fuese a aceptarte otra vez.
Strega. Bruja. A veces, la Canterina arrastraba la «r» —strrrega—, frunciendo su grueso labio superior en un gesto de desprecio. Luego terminaba de doblar la sábana y continuaba con la historia.
—Su cara de strega era pequeña y afilada, como su corazón. La strega dijo: «Esperábamos que fuese una niña para criarla virtuosamente, pero es un varón». La strega te dejó caer en mis brazos y se limpió las manos. Dijo: «Todos acaban aquí tarde o temprano, de modo que aquí está». Y se llama así misma «hermana de la caridad». Strrrega.
Luego resoplaba por última vez y se marchaba con las sábanas, sus altas nalgas moviéndose al compás de alguna lúgubre balada nubia.
La Canterina hablaba con dureza, pero cuando una de las chicas dio a luz a un niño y lo dejó, desnudo y retorciéndose, encima de la mesa de la cocina, ella lo envolvió en un paño suave y comenzó a canturrear una canción mientras el pequeño chupaba con fruición la punta del delantal empapada de leche. Cuando se percató de que yo estaba observando la escena, abrió la boca en una amplia sonrisa y dijo: «Ahora es nuestro». Lo llamó Bernardo —quién sabe por qué—, y amó a ese crío durante la única semana que permaneció con vida. Cuando lo encontró muerto en el cajón del armario que le hacía las veces de cuna, sus gritos atrajeron a las chicas a la cocina. La madre, una joven torpe y estúpida, cogió al niño de brazos de la Canterina y sacudió el pequeño cuerpo inerte. Cuando el bebé no respondió, lo dejó en el cubo de la basura y regresó a su trabajo. Entonces la Canterina se quitó el turbante para envolver al pequeño. Jamás olvidaré el aspecto vulnerable y conmocionado que tenía aquella mujer cuando salió por la puerta trasera de la cocina, con la cabeza descubierta, apretando el pequeño bulto contra su pecho.
Cuando fui lo bastante mayor para acercar una silla al armario y subirme a ella para alcanzar el bote de dulces que la Canterina guardaba en uno de los estantes más altos, ella comenzó a sacarme de allí todos los días, después del desayuno, como si fuese una mascota.
—No puedes culpar a las chicas —decía —. Ellas dicen: «Coges a uno y coges a veinte». Y esto no es un orfanato. —Me empujaba suavemente acalla la puerta trasera y añadía —: Cuanto menos te vean por aquí, mejor para ti. De todos modos, necesitas aprender a cuidar de ti mismo.
La Canterina tocó la marca de nacimiento que llevo en la frente y trazó una línea irregular con la punta del dedo. Esa marca de nacimiento cubre un cuarto de mi frente encima del ojo izquierdo, y aún hoy conserva su profundo color marrón.
—La piel oscura, incluso ese pequeño parche, es un presagio de tristeza. Es mejor que lo sepas.
La primera vez que me sacó a la calle me acurruqué junto a la puerta trasera y estuve lloriqueando toda la mañana. Cuando me asaltó el hambre comencé a rebuscar en el cubo de la basura del burdel y encontré unos trozos de comida fresca envueltos en tela encerada, la cantidad suficiente para aliviar mi estómago. Comí y luego me acosté junto al cubo de la basura para dormir la siesta. La Canterina me dejó seguir de esa manera, día tras día, siempre asegurándose de que hubiese comida envuelta y protegida dentro del cubo de la basura.
Al poco tiempo comencé a alejarme del burdel. Vagaba por las calles en círculos cada vez más amplios, sintiendo una creciente curiosidad por el mundo. Yo no era el más pequeño de los que recorrían las calles, llenas de gatos y huérfanos, y era más afortunado que los demás porque, cuando anochecía, mientras las chicas estaban ocupadas con los clientes, la Canterina me llevaba dentro del burdel para que durmiese en su cama.
Un día me prometió un pastel de cerezas para mi cumpleaños, una fecha que ella había escogido al azar y celebraba tradicionalmente cocinando algún plato especial. Recuerdo mi desilusión egoísta cuando, aquel cumpleaños, la encontré demasiado débil como para levantarse de la cama y preparar el pastel que me había prometido. Poco después, llegué una noche al burdel y la Canterina no estaba. Una mujer a la que no había visto nunca, con los dedos gruesos y el aliento rancio, me echó de la puerta. Esa noche dormí junto a la puerta trasera del burdel. Recuerdo que lo que más echaba de menos era el olor de la Canterina, una mezcla tibia de comida horneada, ropa recién planchada y feminidad, una mezcla característica que no volví a encontrar hasta que conocí a Francesca. Al día siguiente no había comida envuelta en tela encerada en el cubo de la basura.
Crecí en las calles que bullían de comerciantes de toda clase y marineros procedentes de todos los países. Venecia siempre ha sido un puerto internacional de febriles llegadas y partidas, y nunca tanto como esos días. Se trataba de un centro de distribución para los productos llegados desde todos los rincones del mundo. Extremo Oriente suministraba rollos de seda decorada con brocado; los comerciantes egipcios vendían grandes trozos de alumbre para teñir la lana; los comerciantes musulmanes traían brillantes tinturas violetas preparadas con líquenes e insectos. En el Rialto podías comprar sólidas herramientas de hierro fabricadas en Alemania, cuero labrado de España y lujosas pieles de Rusia. Los productos fluían de cada rincón del mundo conocido: especias, esclavos, rubíes, alfombras, marfil. En la pequeña Venecia, flotando de manera inverosímil en un extremo del Adriático, se exhibían todos los tesoros del mundo y todo tenía un precio.
Me encantaba vagar por los muelles y soñar con alejarme navegando a bordo de los barcos más grandes. Los observaba cuando se hacían a la mar, con las velas hinchadas por un viento lleno de promesas, los cascos rebosantes de productos para comerciar en lugares remotos. Me imaginaba en la bodega, acurrucado entre suaves sacos de lana florentina y acunado por las olas. Al vivir en la calle aún no sabía que los espacios cerrados y oscuros me resultarían desagradables.
Mis sueños estaban esculpidos con ráfagas de aire marino y el olor intenso del salitre, con gaviotas que aleteaban sobre el agua y musculosos marineros que cantaban a voz en cuello en las jarcias, con el agua salpicando los cascos de los barcos y los impacientes caballos que tiraban de los carruajes sobre los adoquines.
Fue en esa época y en ese lugar de posibilidades ilimitadas cuando conocí a Marco. Era un año o dos mayor que yo, una diferencia impresionante para un niño pequeño. Me pegué como una lapa a mi zarrapastroso mentor y comencé a imitar a su manera, perfeccionada en la vida callejera, de engañar y fanfarronear. El chef se convirtió en mi maestro, pero Marco fue mi primer profesor.
Él me enseñó el arte de tropezar con una mujer ocupada en probar la madurez de los melones y meter mis dedos ligeros dentro de su bolso. Me enseñó cómo deslizar mi pequeña mano en el bolsillo de un caballero rozando apenas la tela, coger una moneda entre dos dedos y sacarla del bolsillo, todo ello sin dejar de caminar a su lado. Formábamos un buen equipo en los puestos de comida; uno distraía al comerciante mientras el otro cogía una hogaza de pan o un trozo de queso. Marco me enseñó todas estas cosas y mucho más pero, sobre todo, me enseñó que cuando veías a los Cappe Nere tenías que alejarte, no importaba el precio de ese sacrificio. Los Cappe Nere —los Capa Negra— eran la policía secreta del Consejo de los Diez.
Su existencia no era ningún secreto —recorrían Venecia luciendo unas características capas negras y cortas que ocultaban estiletes y pistolas —, pero nadie hablaba abiertamente acerca de su crueldad y del largo alcance de su poder como esbirros del todopoderoso Consejo de los Diez. Incluso el dux tenía que responder ante el Consejo, y todo el mundo sabía que si los Cappe Nere llamaban a tu puerta era porque esa decena de hombres despiadados tenían una cuestión desagradable que resolver contigo. Si eras estúpido, te hincabas de rodillas y suplicabas piedad. Si eras insensato, te largabas por la puerta trasera de tu casa y abordabas el primer barco que zarpara de Venecia.
En una ocasión, como muestra de ironía, un Cappa Nera nos proporcionó un golpe de suerte. Marco y yo habíamos cogido una bola de mozzarella del tonel de quesos de un comerciante, una jugarreta escurridiza, y el éxito obtenido nos volvió codiciosos. Una vez probamos un pan que tenía aceitunas verdes incrustadas en la corteza, y comer ese manjar fue la experiencia más epicúrea de nuestras vidas. Lamentablemente, las hogazas de pan de aceitunas eran muy largas y pesadas, imposibles de ocultar bajo la ropa y difíciles de manejar a la carrera a través del atestado Rialto. Pero conocíamos a un panadero tuerto cuyo defecto físico nos aseguraba una clara ventaja, de modo que decidimos tentar la suerte y robar una hogaza de aceitunas para comer con nuestro queso.
Me acerqué al panadero por el lado de su ojo bueno y comencé a alabar sus panes. Examinaba sus hogazas con una mueca insolente, inspeccionando con mirada crítica unos panes que jamás podría comprar. Mientras el panadero me controlaba con su ojo bueno, Marco se deslizó por su lado ciego, cogió una hogaza de pan de aceitunas y huyó a la carrera. Pero el panadero debió de oír algo, tal vez el susurro producido por el roce de las hogazas de pan, o quizá la exclamación de un cliente. Se volvió en el último instante y vio a Marco que se abría paso entre la multitud con el pan de aceitunas bajo el brazo. El panadero comenzó a gritar:
—¡Al ladrón!
La gente que estaba comprando alzó la vista, pero pasamos a través de ellos, veloces y ágiles. Riendo a mandíbula batiente por el festín que nos esperaba, fuimos a dar de bruces contra un alto Cappa Nera que tenía los brazos extendidos. Había aparecido de ninguna parte, como era habitual en ellos. Nos quedamos paralizados.
Su rostro era una dura mezcla de ángulos afilados: frente prominente, barbilla hendida y labios finos. Marco, que pensaba a la velocidad del rayo, le ofreció nuestro preciado pan de aceitunas. Yo saqué la bola de mozzarella de mi sucio bolsillo y se la ofrecí también, pero el hombre se echó a reír.
—Pequeños y descarados bastardos —dijo.
Luego nos cogió a ambos por el pescuezo y nos llevó de regreso hasta el puesto del panadero. Miró al hombre tuerto y le dijo:
—Ha sido muy generoso de vuestra parte darles vuestro pan a estos dos rapaces. Sois un hombre caritativo, ¿eh?
El ojo sano del panadero endureció su mirada de ira al comprender el sentido de las palabras del Cappa Nera.
—Sí, signore, siempre les doy algo a los pobres. —El panadero nos lanzó una mirada helada que transmitía su deseo de matarnos a los dos. Era realmente asombroso lo que podía hacer con un solo ojo. Apretó los labios y añadió —: Que lo disfrutéis, chicos.
El Cappa Nera no aflojó la presión sobre nuestros cuellos.
—Dad las gracias a este hombre, ingratos.
Marco y yo balbucimos unas nerviosas «gracias». El panadero, ansioso por librarse de todos nosotros, dijo:
—Signore, permitidme que os ofrezca un panettone fresco. Tocadlo: aún está caliente. —Alzó su exquisito pan dulce—. Aceptadlo, por favor.
El Cappa Nera soltó una sonora carcajada. Apartó las manos de nuestros cuellos y nos propinó un golpe con la palma en la cabeza.
—Largaos de aquí.
Marco y yo nos alejamos corriendo, abrazados a nuestra comisa y mirando hacia atrás por encima del hombro para asegurarnos de que nadie nos seguía. Continuamos nuestra carrera hasta llegar a un callejón desierto y sembrado de basura, donde nos sentamos contra una pared tiznada de hollín, temblorosos y jadeantes.
Miré a Marco para confirmar que realmente habíamos logrado sobrevivir a una escaramuza con un Cappa Nera. Una sonrisa incierta se dibujó en su rostro delgado y sucio.
—Lo conseguimos —dijo.
No resultaba fácil verlo debajo de la suciedad, pero Marco tenía pecas y el pelo rojo. Siempre que la luz del sol encendía un halo rojizo alrededor de su cabeza, como hizo ese día, el rostro herido por el hambre de mi amigo adquiría un aspecto angelical y taimado a la vez.
Ese día comimos hasta saciarnos, pero incluso con nuestras habilidades bien afiladas y el ocasional golpe de suerte, pasábamos demasiados días con el estómago vacío. Vendedores y clientes estaban atentos por igual a la presencia de chicos como nosotros. Muchos comerciantes nos ahuyentaban en cuanto nos veían. En una ocasión, cuando nos acercábamos sigilosamente por detrás a una mujer gorda en un puesto de frutas, ella extendió de pronto los brazos y nos cogió a ambos por el pelo sin dejar de aspirar el perfume de los melocotones blancos.
—Hoy no, chicos —dijo, y nos propinó un empellón que nos dejó tendidos en el suelo.
Algunos días buscábamos entre los montones de basura, luchando contra los otros pillos como nosotros, por los restos de algo que fuese siquiera remotamente comestible. Fue uno de esos días cuando Marco y yo tuvimos nuestra primera discusión seria. Mientras revolvía en una pila de basura, encontré una camada de gatitos, todos muertos salvo uno. Acuné en mi mano al diminuto superviviente y el animal alzó la cara hacia mí y dejó escapar un débil maullido. Recordé la descripción que la Canterina hacía siempre de mí como recién nacido, y sentí una inesperada oleada de afecto. Recogí al gatito del montón de basura e ignoré la mirada de desprecio de Marco cuando me lo metí en el bolsillo.
Ese día decidí correr el gran riesgo de robar un cubo de leche del puesto del lechero. No era algo fácil de robar, ya que resultaba pesado e incómodo, y fui dejando un rastro de leche derramada que cualquiera podría haber seguido sin problemas. El lechero me persiguió pero desistió a los pocos metros porque no quería dejar su puesto desatendido. Cuando abandonó la persecución, yo aún tenía más de medio cubo lleno de leche. Encontré un lugar tranquilo detrás de una iglesia ruinosa, me agaché para mojar un extremo de la camisa en la leche y conseguí que el minino chupase con su boca desdentada. Marco estaba furioso.
—¿Estás alimentando con leche buena a un gato? —tenía los ojos muy abiertos y redondos por la incredulidad—. Dame esa cosa miserable, cabeza de repollo. Yo me encargaré de ese animal.
—¡No le pongas las manos encima! —Dejé el gatito detrás de mí. En la cara de Marco se estaba formando una mueca peligrosa, de modo que le dije—: Puedes quedarte con la mitad de la leche, es tu parte. Lo que yo haga con la mía no es asunto tuyo.
Marco se rascó la barbilla pero retrocedió.
Durante dos días alimenté al gatito gota a gota, hasta que el último resto de leche se volvió agrio y me lo bebí. Mientras observaba cómo se alimentaba esa cosa pequeña e indefensa, algo dentro de mí se ablandó, aunque no demasiado: en la calle debes cuidarte mucho de mostrarte blando. Llamé Bernardo a mi gatito en recuerdo del bebé muerto de la Canterina, y a él le susurraba todos mis secretos, todas las cosas tiernas que no me atrevía a compartir con Marco.
Después de que transcurrieran unas pocas semanas, Marco se cansó de llamarme estúpido, y se conformaba con resoplar de disgusto cada vez que me sacaba de la boca un trozo de pescado masticado y dejaba que Bernardo lamiese mis dedos. Una mañana, el minino desapareció para buscar comida por su cuenta y Marco dijo:
—¡En buena hora nos libramos de ese animal!
Para su decepción—y mi alivio —, Bernardo nos encontró aquella noche, y todas las noches a partir de aquella. Todos los gatos tienen el instinto de regresar a casa, pero Bernardo tenía un talento especial en ese sentido.
Bernardo, que se había convertido en un gato flaco y vivaz, cazaba al amanecer y al anochecer, las horas de cacería de los felinos, pero siempre se las ingeniaba para encontrarme al caer la noche, y ronroneaba y se frotaba contra mi pierna. Yo lo alzaba y lo apoyaba contra mi pecho, y esa cosa recién ablandada en mi interior respondía tanto como yo lo permitía. Bernardo aceptaba todos los pequeños bocados que guardaba para él, y luego me dejaba que lo acariciara y arrullara en su pequeña oreja puntiaguda. Dormía hecho un ovillo debajo de mi brazo, y yo disfrutaba de ese calor vivo junto a mi cuerpo. Ignoraba las frías miradas y los comentarios cáusticos de Marco; después de todo, el pobre dormía solo.
Marco y yo jamás discutimos por nada tan tonto como el amor de un animal. Ambos limitábamos nuestras conversaciones a hacer planes y fanfarronear. La cosa más íntima que le confesé a Marco fue mi deseo de viajar de polizón en un barco a Nubia. Yo no tenía ni la más remota idea de dónde podía estar Nubia, pero recordando mis mañanas endulzadas con miel en compañía de la Canterina y sus conmovedoras canzoni, pensaba que era un lugar que merecía la pena tratar de encontrar. Viajar de polizón en un barco fue siempre una de mis fantasías favoritas hasta que Domingo, el chico taciturno y granujiento del puerto de Cádiz, describió con lujo de detalles el destino de los polizones.