6.- El libro de los gatos

Ahora me asombra que el palacio del dux, que ya era un lugar venerable cuando nací, conserve su elegancia original; la pátina de la juventud aún florece en las antiguas piedras. Es un palacio grande e imponente que ocupa todo un costado de la enorme piazza San Marco, aunque su apariencia es frágil. Una arcada de columnas blancas acanaladas soporta los pisos superiores de mármol rosado perforado por las ventanas de Bizancio. Ahora, como un hombre ya mayor, suelo visitar la plaza y maravillarme ante ese precario equilibrio de fuerza y delicadeza. Pero hace muchos años, en aquella noche seminal, joven y consumido por la curiosidad, corrí hacia la casa del chef, ciego ante la gloriosa arquitectura e ignorante de muchas cosas más.

Tuve que esperar a que el último cocinero colgase su delantal, me deseara buona notte y se marchara de la cocina llevándose una sobra de pierna de cordero envuelta en un trozo de tela encerada. Era mi pierna de cordero. O, al menos, la había pensado darles a Marco y a Domingo. Había apartado esa sobra de comida reclamándola como mía, y ahora había desaparecido. La permanente admonición del chef resonaba en mi cabeza: «Presta atención, Luciano».

Cuando estuve completamente seguro de que nadie regresaría ya a la cocina, me quité el delantal y abandoné el palacio. En la piazza San Marco eché un vistazo a la recién construida torre del reloj y vi que probablemente llegaría justo a tiempo de oír la conversación del chef durante la cena. Ese reloj también mostraba la fecha, las fases de la luna y la posición que ocupaba el sol en el zodíaco; en aquellos tiempos, la astrología era, y lo sigue siendo hoy, una ciencia seria utilizada por las clases altas. Yo había oído decir que vivíamos en la era de Piscis, una era de misterio y dignidad, y aún tendrían que pasar otros quinientos años, un nuevo milenio, antes de que entrásemos en la era de Acuario, la era apocalíptica de sublevaciones y revelaciones. La era de Acuario sonaba como una época interesante para vivir, y me sentí vagamente decepcionado porque no llegaría a verla.

Corrí a lo largo del Gran Canal sintiendo el aliento húmedo de la noche en el rostro. Detrás del palacio giré hacía una calle lateral que llevaba al puente de los Suspiros, un arco de mármol que se extendía sobre el canal para unir los pasadizos secretos del palacio con las mazmorras de los inquisidores. A través de ese puente, los Cappe Nere llevaban a criminales y herejes a oscuras cuevas submarinas donde los pobres desgraciados permanecían encadenados en celdas húmedas escuchando el sonido de los remos de las góndolas que pasaban por encima de sus cabezas. Temblorosos y famélicos, los prisioneros esperaban a que unos patanes simiescos los llevasen a rastras hasta el potro de tortura o hasta las escarpias encostradas de sangre de la dama de hierro. Los suspiros de los prisioneros al elevar por última vez la mirada al cielo habían dado el nombre al puente. Esa noche el puente de los Suspiros estaba desierto, salvo por un gato que caminaba entre las sombras.

En Venecia siempre ha habido demasiados gatos. En momentos de caprichosas especulaciones contemplaba los gatos de Venecia como motivos de muerte. Todo el mundo conoce el mito de las nueve vidas, la mala suerte asociada a los gatos negros y su reputación como acompañantes de las brujas. Los gatos y sus mitos oscuros forman parte de la ciudad hasta tal punto que hemos construido fuentes con pequeñas muescas, como si fuesen diminutos peldaños, para que les resulte más fácil subir a beber un poco de agua. Los gatos, y todo lo que sugieren, son absolutamente venecianos, y yo me pregunto: ¿deberían todos esos gatos recordarles su mortalidad a los hedonistas venecianos? ¿Deberían sus nueve vidas hacernos reflexionar acerca del concepto de resurrección? ¿Acaso esas criaturas crípticas insinúan la posibilidad de la magia en el mundo?

Hice un breve alto en el puente para mirar el reflejo de las estrellas que titilaban en el agua negra del canal; el puente de mármol blanco parecía suspendido en un cielo negro como la brea con puntos de luz brillando arriba y abajo, y sólo ahora soy capaz de reflexionar acerca de las siniestras implicaciones de una ciudad que flota en la oscuridad. Esa noche crucé el puente impulsado por la exuberancia de la juventud. Mis largos días en la cocina me habían vuelto lento, pero esa noche la vieja excitación del riesgo se aceleraba en mi pecho. A modo de broma le hice una advertencia al gato que las madres utilizaban para controlar a los hijos revoltosos: «¿Ten cuidado, o los Cappe Nere te cogerán!».

El minino siseó su propia advertencia. Yo me eché a reír y continué mi carrera.

He vuelto a visitar Venecia muchas veces desde mis años de juventud, aunque sólo fuese para sonreír ante la ironía, el persistente engaño de su nobleza. El agua sigue susurrando historias de muerte mientras lame las piedras de los deteriorados palazzi. Los hombres cubiertos con capas continúan apareciendo de entre las sombras para volver a disolverse en la oscuridad. Venecia siempre ha sido un escenario perfecto para los secretos, la seducción y los pensamientos melancólicos de un poeta. Teñida por la iniquidad, la ciudad invita a la rendición moral no con un guiño juguetón, sino con la conciencia de que ella es, y siempre ha sido, una meretriz debajo de su regio disfraz.

Venecia es una ciudad de apariencias, y sólo alguien criado en sus calles puede encontrar su camino en la oscuridad a través de sus circunvoluciones irreales. Habiendo explorado exhaustivamente la ciudad cuando vivía gracias a ella, esa ventaja era mía. Sólo me llevó unos minutos encontrar el estrecho canal que conducía a la casa del chef.

Era una construcción alta con una puerta azul en el frente, ventanas abovedadas y un gran balcón de piedra que discurría a lo largo del piano nobile, ese piso intermedio compuesto de un comedor, la cocina y un salón. Como era típico en la ciudad, la planta baja se utilizaba para lavar la ropa y almacenar productos, y en el piso superior estaban los dormitorios. Cada uno de ellos tenía un balcón de tamaño mediano con una barandilla de hierro abombada que daba a la estrecha acera adoquinada y al canal de aguas verdes. Los escalones de piedra conducían desde la puerta principal del chef directamente hasta el agua, donde su góndola particular, amarrada a un poste pintado de raya, se mecía con suavidad. Era una casa confortable, apropiada para un ciudadano respetable como el chef del dux. Era justo la clase de hogar que yo deseaba para Francesca y para mí.

Me detuve debajo de la oscura sombra que proyectaba el largo balcón de piedra del piano nobile y mi excitación se desvaneció con el avance de la culpa. Hasta ese momento siempre había acudido a esa casa como invitado. El chef había apoyado un brazo paternal sobre mis hombros, me había alimentado, sonreído y recibido en su familia. Ahora, merodeando como un criminal, sentí la punzada de la deslealtad. Pensé en marcharme, pero era joven y ardía en deseos de saberlo... todo. Subí por la escalera hasta alcanzar el piano nobile y recorrí de puntillas el pulido suelo de piedra del balcón, cuidándome mucho de no tropezar con los tiestos de flores que se alineaban contra la pared, hasta llegar a la ventana brillantemente iluminada del comedor. La sangre me latía en los oídos.

La ignorancia adolescente en cuanto a la complejidad natural de la vida me hizo imaginar que el chef y su esposa estarían convenientemente situados, lo bastante cerca como para facilitar mi escucha furtiva, pero no tan cerca como para detectar mi presencia. Por supuesto, ya habrían comenzado a hablar del dux cuando yo pudiese acercarme lo suficiente como para poder oír la conversación. Había anticipado que el chef le contaría a su esposa a todo lo que había sucedido, explicándole las razones y las consecuencias con todo detalle, y señalando el final de la historia al abandonar el salón para irse directamente a la cama. ¡Ja!

Eché un vistazo al acogedor comedor y comprobé que estaba cálidamente iluminado por al menos una docena de gruesas velas de cera de abeja. El chef y su familia estaban sentados alrededor de la larga mesa de castaño, bañados por la suave luz de las velas, relajados y conversando una vez acabada la cena. Pegado a la pared, escuché lo que decían. Los olores combinados de la pierna de cordero y el pan fresco me llegaban en tenues vaharadas, y recordé que no había cenado. Sentí que el estómago se me contraía y le ordené que guardara silencio.

La signora Ferrero estaba hablando de un altercado que había tenido con el carnicero. Jamás se refería a él por su nombre, sino que siempre lo llamaba il ladro, el ladrón.

—No son imaginaciones mías —dijo—. También engaña a mí hermana. Ese hombre tiene una balanza inestable y un pulgar muy pesado.

El chef murmuró algo vagamente complaciente.

Las hijas hablaban de sus maestras y sus amigos de la escuela. Como miembros que eran de la clase acomodada, las niñas nunca hablarían con fluidez el griego y el latín como los hijos de los aristócratas, como la hija del Papa, Lucrecia Borgia, pero habían aprendido a leer y escribir y a hacer sus sumas. Elena dijo que quería estudiar astrología, pero el chef le contestó:

—Es mejor estudiar los trabajos de ese joven profesor polaco, Copérnico. Tiene una teoría muy interesante según la cual la Tierra gira alrededor del Sol, aunque nunca debéis pronunciar su nombre en público, ¿de acuerdo?

La habitación quedó en silencio y me asomé un instante. Elena miraba a su padre con una expresión de perplejidad dibujada en el rostro y la pequeña Natalia apoyó la mejilla en la mesa y bostezó.

—No tiene importancia. Hablaremos de Copérnico cuando seáis mayores.

Permanecí en el balcón escuchando los detalles triviales de la jornada familiar y esperé a que el chef mencionara que se había cometido un asesinato en el palacio, pero se limitó a compadecerse de las quejas de su esposa y a escuchar los informes de sus hijas. Después de unos minutos comprendí que el chef, obviamente, estaba esperando el momento de quedarse a solas con su esposa. ¿Qué padre hablaría de los detalles de un asesinato delante de sus hijas pequeñas? Las niñas se irían a la cama y entonces él se lo contaría... todo.

Finalmente oí el movimiento de las sillas, el tintineo de los tenedores y el ruido de los platos mientras Camilla se encargaba de despejar la mesa. Imaginé las manos huesudas de la vieja criada apilando los platos, su rostro alargado y austero con su nariz en forma de gancho, el pelo fino y gris recogido en la coronilla. Había visto muchas veces a Camilla retirando los platos de esa mesa. Una vez más me asaltó la culpa. ¿Cómo podía estar espiando a esa gente? Aparte de la Canterina, ellos eran la única familia que yo había conocido en mí vida. ¡Qué vergüenza! Sí me marchaba de inmediato sería como si nunca hubiera ido a la casa. Comencé a apartarme de la ventana... y fue entonces cuando empezaron a cantar.

Las niñas, de forma espontánea, se lanzaron a una entusiasta y estridente interpretación de Cielo luna mientras ayudaban a Camilla a apilar los platos en una gran bandeja. Oí la firme voz de tenor del chef que se unía al coro y luego la voz de soprano de la signora Rosa. Incluso la vieja Camilla aportó su voz jadeante. Cuando alguno de ellos desentonaba, todos se echaban a reír, y muy pronto la canción se vio interrumpida por las risas y las bromas amables y el feliz y pequeño alboroto de platos y cubiertos.

Jamás habían cantado cuando yo estaba allí.

Cuando el chef me invitaba a comer, todos se mostraban educados y tranquilos. Cuando yo estaba en la casa se comportaban de una manera apropiada para las visitas de los domingos... extraños. Pero esa noche, sin mí presencia que los inhibiera, eran una auténtica familia, satisfechos después de haber disfrutado de la pierna de cordero, confundiendo sus voces, riendo y cantando...

Me quedé escuchando en la oscuridad, solo y hambriento, y entonces lo comprendí. Yo no era un miembro de la familia. Ellos nunca me habían aceptado, simplemente me habían tolerado. El dolor de la exclusión me afectó mucho y, poco a poco, reuní la ira suficiente como para cerrar ese lugar blando en mi interior. Mi sentimiento de culpa se esfumó sin que me diese cuenta.

Cuando acabó la canción, la signora Ferrero acompañó a las niñas a los dormitorios de la planta superior y yo me arriesgué a echar otro vistazo a través de la ventana. Ahora, el chef estaba sentado solo a la mesa, jugando con el pie de una copa de avino medio llena. Su ánimo alegre había desaparecido junto con su familia, y se quedó contemplando el vino con expresión malhumorada hasta que su esposa lo llamó para que subiera a acostarse.

En el borde de mi campo visual alcancé a ver que las luces del comedor se apagaban cuando el chef sopló las velas, y luego oí el sonido de sus zapatos al subir la escalera. Eché la cabeza hacia atrás y me incliné sobre la baranda de piedra para mirar hacia las ventanas de los dormitorios. Al principio no vi nada pero, después de un momento, alcancé a ver fugazmente las siluetas del chef y su esposa recortadas a la luz de las velas detrás de las cortinas de muselina de la puerta de su balcón. Me senté a horcajadas en la baranda, me agarré con fuerza y me incliné hacia fuera en un ángulo precario para ver mejor.

El chef se pasó los dedos por el pelo y luego realizó unos rápidos movimientos con el canto de la mano en la palma de la otra como si estuviese cortando algo. La signora Ferrero lo apaciguó: apoyó las palmas sobre sus hombros y comenzó a darle un suave masaje. Le susurró cosas al oído hasta que la postura del chef se relajó, y entonces la cogió entre sus brazos y hundió el rostro en su pelo. Hablaban, pero yo no podía oírlos. Tenía que subir hasta allí.

El largo balcón de piedra del piano nobile estaba bordeado de tiestos y urnas de arcilla de diferentes tamaños, todos llenos de alegres geranios rojos. Los más grandes tenían cerca de un metro de alto y pensé que, si me subía encima de uno de ellos y estiraba los brazos por encima de la cabeza, los noventa centímetros restantes podían ser suficientes para poder alcanzar el pequeño balcón de su dormitorio. Me subí al borde del tiesto de arcilla y afirmé los pies antes de intentar alcanzar el suelo de pizarra del balcón superior. Estiré la espalda y extendí los dedos. El tiesto se movió bajo mis pies y el corazón me dio un vuelco mientras trataba de recobrar el equilibrio. Una vez lo hube conseguido me las ingenié para coger con ambas manos la parte inferior de dos agujas de hierro forjado que había encima de mí.

Cuando me impulsé hacia arriba, el tiesto volvió a tambalearse bajo mis pies, cayó de costado, rodó ruidosamente por la escalera y fue a estrellarse contra los adoquines de la acera. Unos cuantos trozos fueron a parar al canal. Contuve el aliento y me quedé allí, colgando entre los dos balcones. Los músculos de los brazos me ardían al aferrar las agujas de hierro con los dedos.

El chef corrió a la puerta del balcón de su dormitorio. Oí el crujido de un gozne oxidado y la voz de Ferrero:

—¿Quién anda ahí?

La signora Ferrero no parecía preocupada.

—Probablemente algún gato ha hecho caer uno de los geranios.

Dio. Gatos

—Mañana enviaré a Camilla al puesto de flores.

Me dolían las muñecas, mis manos habían empezado a resbalar y sentía el peso de mí cuerpo tirando hacía debajo de mis hombros. Pero sí me soltaba y caía a la acera, haría mucho ruido y podrían verme mientras me alejaba corriendo de la casa. Me quedé colgado del balcón.

El chef permaneció junto a la puerta abierta y resopló.

—Venecia... Sólo hay gatos y ladrones. —Imaginé que agitaba el puño a la noche—. Pero esta noche sopla una brisa muy agradable.

Dejó la puerta del balcón entreabierta y sus pasos retrocedieron hacia el dormitorio.

Los músculos de mis brazos temblaron cuando me impulsé hacia arriba con las manos, tratando de no gruñir y manteniendo los labios apretados. Levanté una pierna hasta apoyarla en el suelo de pizarra y el ligero chirrido hizo que la signora Ferrero dijese: —Creo que ese gato está ahora en nuestro balcón.

El chef dio unas palmadas y gritó: «Shooo!». La signora Ferrero se echó a reír y su risa ahogó el sonido de mi cuerpo al pasar por encima de la barandilla. Me agaché junto a la puerta abierta del dormitorio y apoyé la cabeza contra la pared mientras mi respiración se normalizaba y el aire fresco de la noche volvía pegajoso mí rostro cubierto de sudor.

El chef y su esposa se paseaban por la habitación preparándose para irse a dormir. Como todos los buenos católicos, apagaron la luz antes de desvestirse hasta quedarse en ropa interior y se deslizaron púdicamente dentro de la cama. Pero una vez que estuvieron debajo de las sábanas oí murmullos y besos y los susurros espontáneos de la intimidad improvisada.

No podía creer que esa noche, de todas las noches, el chef decidiera hacer el amor despreocupadamente con su esposa como si nada inusual hubiese ocurrido. Oí el crujido de las sábanas de algodón, un bostezo, una almohada que caía al suelo, y luego... nada. ¿Qué estaban haciendo? Resistí el impulso de golpearme la cabeza contra la pared por la frustración. Pero un momento...aún no se habían deseado las buenas noches. Seguro que no se dormirían sin esa muestra de delicadeza.

El chef susurró algo y, mientras yo hacía un esfuerzo por descifrar sus palabras, un gato costroso y lleno de cicatrices se deslizó en silencio desde el balcón contiguo, saltó de la barandilla y avanzó por el suelo de pizarra. Un momento después saltó a mi regazo y me rotó la cara con la cola. Me sujeté la nariz con dos dedos para reprimir un estornudo y aparté lejos de mí al presuntuoso animal.

La voz adormilada de la signora Ferrero llegó desde el interior de la habitación.

—...de modo que envenenó a un campesino. Es despreciable, pero difícilmente debe de tratarse de su primer asesinato. ¿Por qué te preocupas tanto por éste?

Cara, intentó revivir a un hombre muerto. —El chef hizo un ruido desagradable con la nariz—. Primero lo mata y luego vierte un líquido a través de la garganta de ese pobre diablo para resucitarlo. ¡Es una locura! Estoy seguro de que todo este asunto está relacionado con el libro. Son todas esas habladurías absurdas acerca de fórmulas para la inmortalidad y la alquimia... Todo el mundo está perdiendo el juicio. Seguro que algún alquimista astuto engañó al dux para que comprase una poción para vencer a la muerte. Sólo espero que fuera lo bastante listo como para marcharse de Venecia antes de que el dux probase sus efectos. No hay duda de que el viejo pagó una fortuna por un pequeño frasco lleno de orín de gato.

—¿Una poción para vencer a la muerte? ¿Acaso es tan estúpido?

—Tiene sífilis y no quiere morir. La gente cree lo que quiere creer. Pero sí el dux comienza a matar para encontrar ese libro, la gente sentirá pánico y los rumores se volverán aún más alocados. El dux es un hombre bastante malo, pero imagina la carnicería sí Landuccí o Borgia se mostraran interesados en el asunto.

—Bah. —La signora Ferrero cargó la palabra de desprecio —, Landuccí es un hombre detestable. Y Borgia, llamándose a sí mismo Papa...es una desgracia. ¿Sabes que tiene más de veinte hijos bastardos? No me sorprende que lo llamen «el padre de Roma».

El gato que estaba a mi lado arqueó el lomo y bufó, pero no a mí. Otro gato había aterrizado sobre la barandilla del balcón y ambos se miraron con desprecio felino. Los dos retrocedieron y se aprestaron para el combate. Pensé: «Oh, Dio, una pelea de gatos, no»

La signora Ferrero habló en medio de un bostezo.

—Landuccí y Borgia son demasiado listos como para preocuparse por esos ridículos rumores. El dux está desesperado, eso es todo. Es posible que no viva lo suficiente como para encontrar su orinal por la mañana, mucho menos ese libro.

El chef murmuró algo que no alcancé a oír y la voz de su esposa se volvió consoladora.

—Amato, tienes que tranquilizarte. Aunque el dux consiguiera encontrar ese libro, ¿qué ocurriría? Las fórmulas mágicas no existen. Tal vez sería mejor que alguien diera con ese libro y pusiera fin a todas las habladurías.

—No es tan sencillo.

—¿Por qué te preocupas tanto? No hay ninguna alquimia, la inmortalidad no existe. En cuanto a las pociones amorosas...

Contuve el aliento.

Su voz se volvió tímida y juguetona.

—Ven aquí, amore.

La signora Ferrero murmuró algo más, las sábanas volvieron a crujir y se echó a reír como una niña. El corazón me martilleaba en el pecho, golpeaba detrás de mis ojos y latía en las puntas de mis dedos. Sabía que debía marcharme de allí, pero...¿tenían los Ferrero una poción amorosa?

Ella dijo:

—Nuestra poción no sirve para el viejo dux, pero para ti y para mí...ven aquí, amore. —Oí que las sábanas volvían a moverse, otro susurro y una risita débil—. Las niñas están dormidas, ¿verdad?

—Tengo otras cosas en la cabeza.

—Estás muy serio —ronroneó ella —. Un pequeño sorbo hará que te sientas mejor.

Hubo más movimiento de sábanas, se oyó el sonido de un cajón al abrirse, cristal chocando con cristal, un líquido que se vertía y luego un olor extraño se extendió hacía el balcón: ahumado y como de nueces (me hizo pensar en castañas asadas), un aroma raro y oscuro que resultaba tonificante. Oí el susurro provocativo de la signora Ferrero, como una mujer que está comiendo una ruta deliciosa.

—¿Nos damos el gusto, amore mio?

Entretanto, los gatos estaban frente a frente con los lomos arqueados.

—Esta noche no, Rosa.

Hubo una pausa, luego más movimientos en la cama.

—Amato —ella parecía realmente sorprendida —, ¿de verdad me estás rechazando?

Oí el sonido de un vaso al ser apoyado sobre la mesilla de noche.

—Lo siento —dijo el chef—. No puedo dejar de pensar en... Hay cosas de ese libro que tú ignoras.

—¿Qué cosas? —Silencio —. ¿Amato? ¿Qué es?

Mientras yo esperaba a que el chef respondiera, pegué con fuerza la espalda a la pared para alejarme de los gatos. Los pelos de sus lomos estaban erizados como púas y ambos parecían tener el doble de su tamaño. Se mostraron los dientes blancos y puntiagudos, uno bufó, el otro siseó, y luego se lanzaron uno contra otro. Yo no sabía a qué temer más, sí a ser herido en esa guerra de garras o a ser descubierto por el chef Ferrero. Los chillidos de los gatos rasgaron la noche con un sonido escalofriante, como los gritos de un bebé al que estuviesen torturando.

Desde el dormitorio llegó una voz que decía: «Dio. ¿Y ahora qué?». El chef se acercó velozmente a la puerta del balcón y la abrió por completo. Sentía su presencia a escasos centímetros de mí, atisbando en la oscuridad, y yo apreté aún más la espalda contra la pared, con los ojos cerrados como un niño que cree que si no puede ver tampoco pueden verlo. Sentía que las gotas de sudor humedecían mi frente.

—¡Largaos de aquí! —gritó el chef.

Una pantufla salió volando del dormitorio y alcanzó de lleno a uno de los animales en la cabeza.

Los chillidos cesaron de golpe y abrí un ojo. Los gatos habían retrocedido hasta esconderse entre las sombras, sin dejar de mirarse, cautelosos y bravos, calculando el siguiente asalto.

Dio —dijo el chef—. Quizá tendríamos que buscar un perro.

Vi su pie descalzo que avanzaba desde el umbral y se me revolvió el estómago. En ese momento, la signora Ferrero dijo:

—Ven, Amato. Háblame de ese libro.

El chef pareció dudar un momento y luego dijo:

—Sí, creo que esos gatos ya han acabado la pelea.

El pie descalzo retrocedió. El chef regresó junto a su esposa y el silencio volvió a reinar en el dormitorio. El agua lamía los costados de la góndola del chef y los gatos se lanzaban advertencias mudas.

Un minuto después el chef dijo:

—Rosa, tú eres mí piedra de toque.

—¡Cuánto dramatismo! ¿De qué se trata?

—Ese extraño asesinato es muy importante. Creo que ha llegado el momento de que te hable acerca de ese libro. Pero no puedes repetir jamás lo que yo te cuente... a nadie. Y si hay algún problema, si alguna vez no regreso a casa del trabajo, debes ir de inmediato a casa de tu hermana. Pero no te quedes allí mucho tiempo. Tan pronto como te sea posible ve a casa de tu padre en Aosta. Él puede esconderte en las montañas.

—Ahora me estás asustando. Amato, por favor, ¿qué es lo que ocurre?

La cama crujió cuando el chef se acercó a su esposa. Yo también me acerqué más a la puerta, me llevé la mano a la oreja y me esforcé por oír lo que estaban diciendo.

—Rosa... —comenzó a decir el chef.

Uno de los gatos se alzó verticalmente en el aire, como la marioneta de un hechicero, y se abalanzó sobre su rival. Los aullidos volvieron a romper el silencio. Los gatos se encontraban a tiro de piedra de donde estaba yo, y vi unas garras que rasgaban un ojo amarillo. Me arrastré hacia un rincón entre la pared y la barandilla y alcé el antebrazo para protegerme la cara. Se produjo una terrible lucha cuerpo a cuerpo acompañada de chillidos demoníacos.

El chef gritó: «¡Madre de Dios!» y volvió a levantarse de la cama para acercarse a la puerta del balcón.

—Amato —lo llamó su esposa —. No salgas fuera; te arañarán.

Otra pantufla salió volando desde el dormitorio y el chef gritó:

—¡Fuera de aquí, instrumento de Satán!

Luego cerró las puertas del balcón.

Con un gemido lastimero, uno de los gatos se desplomó convertido en un montón de pelos enredados; parecía muerto, y el otro gato arqueó el lomo y profirió un largo maullido de triunfo. Pero no, el animal derrotado se puso nuevamente en pie. Regresando de entre los muertos, saltó desde el balcón y desapareció en la noche. El vencedor se lamió las garras mientras los pelos del lomo se asentaban.

Yo me había apoyado con tanta fuerza contra la barandilla que me dolían las costillas, y ahora, con las puertas del balcón cerradas, no podía oír lo que el chef le estaba contando a su esposa. Sólo se oía un pesado silencio hasta que escuché la apagada exclamación de la signora Ferrero.

—Madonna mia!

Me arriesgué a mirar dentro del dormitorio y vi a la signora Ferrero llorando en brazos de su esposo.