5.- El libro de los herederos

Me quedé junto al chef Ferrero mientras él permanecía sentado a la mesa cubierta de harina, con los codos en la masa, y le rogué que me diera una respuesta.

—¿Por qué mató el dux a ese pobre campesino? —Alcé las manos en una actitud de plegaría y las mecí debajo de mí barbilla —. Por favor, maestro. ¿Qué es lo que ha comenzado?

El chef suspiró, luego se levantó y pasó junto a mí blandiendo su cuchara de madera, el cetro de su monarquía culinaria.

—Ésos no son asuntos para un jovencito.

¿Un jovencito? Mi niñez había acabado con la muerte de la Canterina. Algunos dirían que disfruté de una infancia breve y desdichada, pero una infancia feliz es algo sobrevalorado. Tuve una infancia provechosa. Y ahora, marrone, ahora tenía una línea de pelo suave que crecía sobre mi labio superior. Seguí al chef alrededor de la cocina, fastidiándole como un mosquito.

—¿Acaso ese campesino era un criminal? ¿Se trataba de alguna clase de experimento? ¿Ese líquido ambarino era un antídoto? ¿Una poción?

El chef Ferrero alzó las manos.

—Madonna! Luciano, ten piedad. —Su exabrupto me hizo callar. Se enderezó el gorro de cocinero y luego, con tono conciliador, preguntó —: ¿Te gustaría que te diera una lección de cocina?

Él sólo pretendía distraerme, pero siempre hacía las cosas del modo más amable. Para un aprendiz, una lección de cocina impartida por el chef es una gran oportunidad.

Un aprendiz debe ganarse el derecho a ascender en la jerarquía que impera en una cocina, y a mí aún no se me permitía aprender los trucos del oficio. Los cocineros me volvían la espalda o me echaban de los fogones cuando llegaba el momento de seleccionar las hierbas para un guiso o añadir la cantidad precisa de vino a una salsa. Eran secretos muy bien guardados después de un largo aprendizaje y de haber ascendido, puesto a puesto, en la escala jerárquica de la cocina. En aquella cocina, sólo el borracho de Giuseppe estaba por debajo de mí, porque no se encontraba en el camino de conseguir nada mejor.

Yo estaba ansioso por trabajar duro porque necesitaba alcanzar el estatus social y la respetabilidad de un comerciante para conquistar a Francesca. Además, me sentía agradecido al chef por haberme sacado de las calles y no quería decepcionarlo, y ese asunto de cocinar estaba empezando a gustarme cada vez más. La transformación de la carne llena de sangre en platos apetitosos parecía una habilidad muy atractiva. Las plantas arrancadas crudas de la tierra y convertidas luego en sabrosas mezclas sugerían una alquimia fascinante. Comenzaba a darme cuenta de que en el arte de cocinar había gato encerrado.

De modo que cumplí mi período de aprendizaje. Permanecía en la cocina hasta mucho después de que todos se hubieran marchado, lavando los cacharros en una tina tan grande que tenía que subirme a un taburete y tener cuidado de no caer dentro del agua jabonosa. Luego ordenaba los cacharros limpios en un enrejado de madera que iba y venía acarreando cubos de agua caliente para enjuagarlos. Después barría los restos de las verduras y la sal derramada en el suelo —todo lo que el descuidado de Gíuseppe había pasado por alto —, limpiaba las mesas de trabajo, fregaba los tajos donde se cortaba la carne, quemaba azúcar y vinagre para disipar los malos olores y, por último, comprobaba las ollas donde se cocían los caldos a fuego lento durante la noche. Si el fuego era demasiado fuerte, el caldo podía hervir y rebosar, pero si el fuego se apagaba, el caldo se agriaría. Llegué a ser muy bueno encontrando la velocidad de cocción perfecta y controlando el fuego en su punto justo.

Mi tarea más complicada consistía en asegurarme de que en la cocina no quedaba agua estancada durante la noche. Una de las excentricidades del chef Ferrero era su horror al agua estancada; nadie entendía el porqué, pero era una de las reglas que aplicaba con mayor severidad. Todas las noches tenía que quitar el tapón del fondo de la cisterna para permitir que desaguara dentro de una artesa utilizada sólo para regar el jardín, jamás para beber o cocinar. El chef insistía incluso en que secase los cubos de agua con paños limpios después de haberlos vaciado y los dejara junto al fuego para que se secasen completamente. Todo ello significaba que debía volver a llenar la cisterna todas las mañanas. No parecía tener sentido, pero era una regla estricta. Para cuando había acabado todas mis tareas nocturnas, era el último en meterme en la cama y el primero en llegar a la cocina antes de que amaneciera.

Pero ¡una verdadera lección de cocina!

Grazie, maestro —dije.

Incliné la cabeza con humilde entusiasmo pero, por dentro, seguía pensando que aún podría sacarle algo de información acerca del dux y el campesino. En esos días tenía en alta estima mis propias opiniones.

El chef Ferrero dijo:

Bene, empezamos. —Buscó en un cesto y seleccionó una cebolla grande y dorada con la piel intacta —. La cebolla es la reina de las hortalizas —explicó —. Da a la comida color y encanto, y su fragancia mientras se carameliza en la sartén es una promesa de deleite.

—Sí, deleite. Eso me recuerda cuán encantado parecía ese campesino al beber el vino. Es decir, hasta que murió.

El chef cogió una cuchilla.

—Cuando el tiempo lo permita, maneja la cebolla con respeto. Repara en la piel lustrosa. —Alzó la cebolla y la hizo girar lentamente—. Es el color delicado y sutil del jerez añejo cuando la luz pasa a través del cristal del vaso.

El chef cerró los ojos durante un momento. Luego deslizó con sumo cuidado la punta de la cuchilla bajo la fina capa superior de la cebolla.

—Cuando peles la cebolla, no debes desgarrar la pulpa que hay debajo. Dedica un momento a aflojar sólo la hoja. Las pieles de las cebollas viejas se desprenden fácilmente, pero las jóvenes pueden resultar muy obcecadas, ¿sabes? —El chef me dirigió una mirada punzante que simulé no entender. Le quitó la piel a la cebolla y la colocó en la palma de la mano —. Mira la piel, Luciano. Observa su delicadeza, su color y su textura, como si fuesen virutas translúcidas de cobre y oro.

—¡Oro! Ése es un buen motivo para cometer un asesinato. —Las imprudentes palabras parecieron saltar de mí boca antes de que pudiese impedirlo —. Entiendo que se castigue a un ladrón, pero ¿por qué derramar líquido en la garganta de un hombre?

El chef puso los ojos en blanco. Sin mirarme, empujó la fina capa de piel de cebolla hacía una pequeña pila que había en el borde del tajo y, cuando hice un movimiento para recogerlas, el chef detuvo mi mano.

—Deja las pieles de cebolla, Luciano. Sirven como inspiración.

—Inspiración —asentí lentamente y, con avergonzada persistencia, añadí—: Me pregunto qué pudo haber inspirado al dux...

Mira la cebolla pelada, Luciano. Está recién desnudada y nadie la ha visto antes que tú. Sus colores son el blanco virginal teñido de verde primavera. Trátala con cuidado. Para aplicar el primer corte debes deslizar el filo de la cuchilla limpiamente por el centro y contemplar lo que acabas de exponer. —Partió la cebolla para mostrarme su diseño concéntrico y sonrió. Deja abierto su centro íntimo y admira los nidos perfectos dentro de otros nidos. —Reflexiono un momento sobre la estructura de la cebolla y luego musitó —: Había un maestro griego llamado Euclídes que hizo algunas observaciones muy interesantes acerca de la geometría de los círculos... —debió de advertir la confusión en mí rostro porque añadió —: Pero eso ahora no es importante.

Cogió la cebolla y el tono de su voz se tornó brusco.

—Aspira el aroma, el alma, pero tómate tu tiempo. El arte de cocinar, como el arte de vivir, debe ser saboreado por su propio bien. —Pasó la cebolla por debajo de su nariz e inhaló a fondo —. No importa que la comida que hemos preparado sea ingerida en pocos minutos. El acto de la creación lo es todo.

Apoyó la mitad de la cebolla sobre el tajo y la cortó al través, inclinando una oreja hacia la mesa.

Escucha el sonido crujiente de cada corte, Luciano. Escucha la música de la frescura.

Mis ojos se humedecieron a causa de los vapores de la cebolla y las lágrimas picantes distrajeron mi curiosidad.

—¿Por qué las cebollas nos hacen llorar?

El chef Ferrero se encogió de hombros mientras una lágrima corría por su mejilla.

—También podrías preguntar por qué lloramos ante una obra de arte o el nacimiento de un hijo. Son lágrimas de asombro, Luciano. Déjalas que fluyan.

Me sequé los ojos, pero el chef dejó que las lágrimas se deslizaran libremente por su rostro. Una lágrima goteó de su barbilla mientras añadía la cebolla picada al caldo. Su asombro sazonaría la sopa.

—Pero el dux...

—¡Basta! —El chef golpeó el tajo con la cuchilla y se volvió hacía mí con las cejas enarcadas. Déjalo ya, Luciano. Todo tiene su momento, y tu momento aún no ha llegado. Tu lección ha terminado. Vuelve al trabajo, y no quiero oír una palabra más.

Retrocedí haciendo girar los dedos delante de los labios como si estuviese haciendo girar una llave en una cerradura. «Stupido.» Había olvidado con qué facilidad podían echarme nuevamente a la calle. Cogí la escoba y me dediqué a barrer las plumas de ganso hacia un rincón, donde luego las metería dentro de unos sacos para las criadas. El ganso ya se estaba dorando en el asador y había planeado pescar el cuello y la molleja de la sopa a la mañana siguiente, cuando ya estarían tiernos: un obsequio especial para Marco y Domingo.

La reacción del chef había sido estridente e inusual. Eché una mirada alrededor de la cocina para ver la reacción de los cocineros, pero nadie me prestó atención y supuse que por un tiempo me convertiría en una persona non grata. Sólo Giuseppe se fijó en mí para lanzarme una de sus miradas envenenadas. No había duda de que mi increíble suerte como pillo de las calles convertido en aprendiz de un chef me había señalado como el objeto de su odio implacable.

Mi mente bulliciosa y juvenil saltó de Giuseppe al chef, al dux, al campesino muerto y de vuelta. Metí a puñados las plumas del ganso en unos bastos sacos de arpillera, preparándolos para las criadas, quienes se encargarían de escoger las más suaves para el relleno de las almohadas. Preocupado por miss pensamientos, dejé que demasiadas plumas flotasen por encima de mi cabeza y cayeran en el fuego, donde se quemaron con un breve siseo. Mientras las plumas volaban a mi alrededor formando una suave ventisca urdí una manera de descubrir lo que el chef sabía acerca de la muerte del campesino.

Yo sabía dónde vivía él. El domingo, el único día que se quedaba en casa y dejaba que Pellegrino dirigiese la cocina, el chef me llevaba a veces a misa con su familia a la iglesia de San Vicenzo y luego a su casa para que compartiera el almuerzo con ellos. La hora de absoluto aburrimiento en la iglesia era el precio que debía pagar por mi inclusión en la familia del chef, y lo pagaba con gusto. Me bañaba y me ponía ropa limpia preparándome para esos domingos en los que me sentaba en un banco de la iglesia con la gente acomodada en lugar de quedarme atrás con los mendigos.

El servicio religioso me aburría a muerte, pero me consolaba el hecho de que el chef también parecía poco interesado en la misa. Sus ojos vagaban durante el ofertorio; se examinaba las uñas durante el sermón; suspiraba cada vez que tenía que arrodillarse, y cuando el coro entonaba un sonoro canto gregoriano fijaba la vista en la distancia y golpeaba nerviosamente el pie en el reclinatorio. En una ocasión le pregunté cómo se sentía teniendo que asistir a misa.

—Es una simple cuestión de guardar las formas —dijo—. No debemos atraer la clase de atención equivocada.

Después de misa regresábamos a su casa y me emocionaba sentarme a la mesa y comer en vajilla de porcelana con un tenedor de plata, como cualquier miembro de una familia respetable. Esas comidas eran una revelación para mí. La familia hablaba de un mundo que me resultaba ajeno por completo: escuela, iglesia, modistas, parientes y vecinos. Yo escuchaba y hablaba sólo cuando se dirigían a mí, y nunca miraba durante mucho tiempo a ninguna de sus jóvenes hijas.

Yo no entendía por qué el chef me llevaba a su casa los domingos. ¿Por qué no a su ayudante, Pellegrino, o a Enrico, o a Dante o a cualquier otro de los miembros más antiguos de su personal? Pero no le pregunté, no fuera que indagar el porqué de mi buena suerte pudiese, de alguna manera, ponerle fin. Durante la comida, yo mantenía la cabeza gacha y me solazaba en la hermosa sensación de pertenecer a algo. Me envolvía en ese calor familiar prestado y simulaba ser el único hijo varón en la familia del chef.

Él estaba locamente enamorado de su familia. Su esposa, Rosa, era su ancla; su hija mayor, Elena, una niña rubia de diez años, era su orgullo; sus gemelas de ocho años, Adriana y Amalia, imágenes especulares una de la otra, eran su maravilla, y su pequeña de cinco años, Natalia Sophia, con su extravagante mata de rizos oscuros y un temperamento tan dulce como su rostro, era la diminuta emperatriz de su felicidad.

Mientras el chef Ferrero me insistía para que comiese —«Mangia, Luciano, mangia» —, la signora Ferrero pasaba la pasta sin dirigirme ni una mirada. No era una mujer severa, pero su comportamiento distante me aconsejaba mantener mis raciones pequeñas y mi boca cerrada. No me importaba; entendía su actitud mejor que el chef. ¿Qué derecho tenía yo a sentarme a su mesa? Ni ella ni yo parecíamos tener la respuesta.

El último domingo que se me permitiría comer con esa familia nos apoyamos en los respaldos de nuestras sillas, ahítos con el exquisito guiso de pollo con salsa de romero. Nos relajamos con queso fontina y uvas verdes mientras Elena nos describía el vestido que llevaría el día de su confirmación. Me alegra no haber sabido entonces que la conversación provocaría el fin de mis comidas de los domingos con la familia del chef. Si lo hubiese sabido, podría haber llorado sobre mi pollo.

Las mejillas de Elena estaban sonrojadas mientras hablaba de su vestido blanco, acerca de la suavidad de la seda china y los detalles del encaje belga. El chef escuchaba y una sonrisa melancólica se iba dibujando en sus labios. Elena describía el elaborado monograma que llevaría bordado en una de las mangas y, ante la mención del mismo, la sonrisa del chef se debilitó. Dejó la uva que estaba a punto de meterse en la boca y ésta rodó a través del plato.

La mia bella Elena. Hoy tu confirmación; mañana, tu boda.

—Sí, papá.

El rubor de las mejillas de Elena se hizo más intenso.

El chef suspiró.

—Con el tiempo, todas vosotras coseréis encaje en vuestros vestidos de boda y dejaréis atrás a vuestro padre. Bordaréis el monograma de vuestro esposo en los manteles y las sábanas, y el nombre de Ferrero caerá en el olvido.

La signora Ferrero golpeó la mesa con la servilleta.

—No, Amato.

—Lo siento, mí amor. Me pesa.

—Es la voluntad de Dios.

El chef me miró y parecía a punto de decir algo, pero...

—Amato. —La voz de la signora Ferrero era serena y cautelosa —. No lo hagas.

El chef miró la uva en su plato.

—Es un buen chico, Rosa.

—No me quedaré a oír esto. —Se levantó con una afectada dignidad— ¡Camilla! —llamó —. Retira los platos.

La vieja Camilla llegó presurosa de la cocina, alarmada por el tono perentorio de su señora, y comenzó a retirar los platos. La signora Ferrero habló con los labios apretados.

—Amato, tengo que hablar contigo. Por favor.

Mientras el chef acompañaba a su esposa al corredor, sonrió a sus hijas y acarició los suaves rizos de la pequeña Natalia. Agitada como estaba, la signora Ferrero no cerró del todo la puerta detrás de ellos y pudimos oír el tono urgente de su voz. Camilla retiró los platos con más lentitud que de costumbre. Natalia se cubrió la boca con una mano con hoyuelos y las chicas intercambiaron miradas aprensivas. Todos escuchábamos a hurtadillas la conversación del corredor.

—Amato, te estás engañando.

—Rosa, cara, tendrías que verlo en la cocina. Trabaja duro y es un chico listo.

—No dudo que sea listo. Es un chico de la calle que se abrió camino hasta el palacio.

—No es como los otros chicos de la calle. Tiene el instinto para ser mejor. Igual que yo.

—Basta. Sientes lástima por él, y tu deseo de tener un hijo varón te confunde.

—Rosa, estaba robando una granada, no un pan mohoso para llenarse la boca sin pensarlo dos veces. Una granada debe pelarse con cuidado y comerse semilla a semilla. Lleva tiempo. Hay que poner atención para comer una granada.

—¿De qué estás hablando? Robó una granada porque pudo hacerlo. Viene de la calle. Tiene compañeros desagradables. Es un ladrón ¿y tú lo traes a nuestra casa y se lo presentas a nuestras hijas? ¡No! No lo aceptaré. Ese chico nos traerá problemas, Amato. Puedo sentirlo.

Cara, no te alteres. Yo simplemente necesito un aprendiz.

—Pero ¿por qué tiene que ser un ladrón? ¿Y por qué está en nuestra casa? —Su voz se volvió quejumbrosa —. Tengo un mal presentimiento con ese chico, Amato. ¿Por qué él? ¿Por qué está aquí? ¿Qué estás tramando?

En ese momento hubo una pausa. Entonces la voz del chef se tornó grave y adquirió un leve tono de disculpa.

—Rosa, amor mío, tengo algo que decirte. Mucho antes de conocerte hubo alguien...

Una mano —nunca sabré sí fue la del chef o la de su esposa —tiró de la puerta hasta que quedó completamente cerrada, y las palabras del chef quedaron reducidas a un murmullo apagado. ¿Fue entonces cuando le confesó sus sospechas acerca de mí? ¿Fue en ese momento cuando dirigió la atención de su esposa hacia mi marca de nacimiento? ¿Fue ese día cuando el chef le dio una razón para pensar que yo podía representar una amenaza para la paz de su hogar? Eso explicaría por qué ésa fue la última comida que compartí con ellos. Ese día la signora Rosa no regresó a la mesa.

Me sentía triste por la pobre opinión que la mujer tenía de mí, pero también estaba sorprendido y conmovido por la interpretación que había hecho el chef de mi granada robada. Era una idea agradable que alguien pudiera tomarme por un chico cuidadoso capaz de elegir robar una granada y luego quitar una a una las brillantes pepitas, disfrutar de su sabor y limpiarme cuidadosamente los labios. Me imaginé a mí mismo comiendo de esa manera —yo, que me llenaba la boca de comida tan deprisa como podía— y no pude por menos que sonreír. Me pregunté sí alguien era capaz de cambiar tanto. ¿Era acaso posible que dentro de mí hubiesen instintos refinados que yo ni siquiera sabía que existían? Fue un momento emocionante creer que podría convertirme en el chico sensible y gentil que el chef penaba que era, pero...

El momento se esfumó y la deprimente verdad se impuso. Sí me hubiesen permitido comer aquella granada, habría desgarrado la piel con los dientes y devorado la fruta, masticando a grandes bocados, in saborear prácticamente nada, ignorando lo jugos que manchaban mis mejillas y goteaban por mi barbilla. Yo estaba hambriento.

Aún así, lo comentarios que había hecho el chef acerca de la granada me recordaron u forma de cortar la cebolla. ¿Acaso prestar atención a la comida realmente altera la experiencia de ingerirla? Miré las uvas verdes y el queso fontina que había en la mesa y me pregunté si el sabor de las uvas cambiaría si uno prestaba atención.

Cogí una uva y la observé con detenimiento: el color era parecido al de una manzana verde, pero con una frágil translucidez y un brillo desvaído. La hice girar entre mis dedos, la apreté ligeramente y sentí la superficie firme y carnosa debajo de mis dedos. Pronuncié un silencioso «grazie a Dio» antes de depositar la uva en mi lengua y dejar que rodara dentro de la boca, postergando el momento de hincarle el diente. Esa anticipación hizo que me acordase de Francesca... ¿Cuándo volvería a verla? El hecho de pensar en ella me hizo morder con fuerza la uva. Sin embargo, me obligué a tomar nota de la forma en que el pequeño fruto oponía una incitante resistencia. La uva se abrió e inundó mi boca con un sabor tan delicado que era casi un aroma. Cerré los ojos y succioné la uva reventada, disfrutando de las opuestas texturas de piel y pulpa. Mastiqué lentamente y permití que ese néctar saturase el paladar. Era como si nunca antes hubiese comido una uva tan exquisita como ésa. Miré el montón de uvas que había en la mesa y pensé en comerlas todas de ésa manera, de una en una, prestando atención, cada una de ellas un pequeño y perfecto milagro. Pero francamente, encontré agotadora la perspectiva, aunque mastiqué mi uva casi con reverencia durante un largo rato, y era como estar comiendo todas las uvas del mundo al mismo tiempo. Sólo era una uva, pero de alguna manera era un comienzo.

No obstante, la signora Rosa tenía razón. Yo había robado aquella granada porque podía hacerlo. Si hubiese habido un pan mohoso más próximo, lo habría cogido en lugar de la granada. El chef era un hombre de natural generoso que le concedía a la gente el beneficio de la duda y, tal como su esposa había observado, su deseo de un hijo varón podía haberlo confundido. Ella era más realista, como la mayoría de las mujeres, más práctica. La signora Rosa sabía perfectamente bien que los chicos de la calle no eran nobles ante el hambre y, aunque era un hecho triste de la vida, no podía permitir que mi carácter elemental corrompiera a sus hijas.

A pesar de sus diferencias, el chef amaba a su esposa de forma incondicional, y también la respetaba. Amato Ferrero respetaba a todas las mujeres. Recuerdo sus comentarios sobre este tema una tarde en la cocina, cuando el trabajo era lento y el personal languidecía en un letargo inusual. Pellegrino y Enrico estaban repantigados junto al horno de ladrillo, quejándose de sus respectivas esposas. Deseando unirme a ellos —deseando actuar como un miembro más del personal de la cocina —, recordé el cínico comentario de Marco acerca de las mujeres y pensé en compartirlo para hacerlos reír. Entonces sonreí con una mueca desdeñosa, imitando el alarde sardónico de Marco, y dije:

—¡Mujeres, bah! Un mal necesario.

—¿Cómo te atreves? —rugió el chef acercándose a mí—. No permitiré comentarios irrespetuosos acerca de las mujeres en mí cocina. —Pellegríno se escabulló hacia su tajo de cocina y Enrico cogió una pala de madera de las que se usan para sacar el pan del horno. En voz más baja, el chef añadió entonces —: Una mujer no es una cuestión trivial, Luciano. Elige bien y tendrás un alma completa.

—Os pido perdón, maestro —contesté humildemente—. Sé que tenéis razón.

Entonces le hablé de Francesca.

—¿Ella está en un convento? —preguntó.

—Sí, maestro. Pero no quiere estar allí.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Estoy seguro.

Oh, Dio.

—Pero ¡yo la amo!

El chef se frotó la barbilla.

—¿Ella te ama?

—Todavía no, pero lo hará.

Oh, Dio. —se alejó, meneando la cabeza y murmurando para sí—. Una monja en el mercado. Oh, Dio mio. Chicos.

En esa época yo llevaba un mes en la cocina del palacio y había hablado una vez con Francesca en el Rialto, un día que había ido a hacer compras para el chef. Pero antes de eso la había adorado desde lejos en muchas ocasiones. A menudo permanecía a cierta distancia —avergonzado por mis ropas raídas, pero embelesado y anhelante— y la miraba mientras caminaba bajo el sol detrás de la madre superiora. Estudiaba su rostro, tan suave y lleno de luz rosada, y me sentía hechizado. Conocía su nombre porque la vieja monja la reprendía a menudo: «Francesca, deja de haraganear», «Francesca, no sueñes despierta», «Francesca ¿me has oído?». Las reprimendas de la madre superiora ensombrecían la luz de su rostro, pero no la apagaban. Francesca se mostraba compungida durante un momento, pero tan pronto como la madre superiora se daba la vuelta, su rostro volvía a encenderse y continuaba absorbiendo ávidamente los sonidos y las vistas que la rodeaban.

La madre superiora recorría el mercado vestida con una toca blanca almidonada y un amplío hábito, como un barco que entra en el puerto, mientras Francesca la seguía con pasos pequeños y castos, llevando una cesta de mimbre y mirando a hurtadillas todo y a todos. Ella vestía ese sencillo hábito marrón que usan las novicias, con una cuerda atada alrededor de la cintura. Vestía como una monja, pero cualquiera podía ver que su corazón no estaba por la labor. Un velo colocado de manera descuidada en la parte posterior de la cabeza permitía ver un destello de pelo rubio peinado hacia atrás desde la frente bronceada, y unos pocos mechones rebeldes siempre danzaban alegremente alrededor de su rostro. Tenía los ojos grandes de un antílope.

Yo había visto unos ojos iguales en un tapiz de una cacería que estaba colgado en una de las salas públicas del palacio, y el chef me había dicho el nombre del animal. En el tapiz, los cazadores perseguían al elegante animal montados a caballo, con una expresión decidida en los rostros. El antílope parecía, como su nombre, una criatura amable, y yo no alcanzaba a entender la pasión de los cazadores por matarlo. El condenado animal miraba desde el tapiz implorando ayuda, y sus ojos me perturbaban de tal manera que aprendí a pasar junto a él con la mirada fija en el suelo.

Perdido en el recuerdo de los ojos de antílope de Francesca, me sobresalté cuando una de las criadas me dio unos golpecitos en el hombro. Había venido a recoger los sacos con plumas de ganso y, al ver la ligera ventisca que aún flotaba a mi alrededor, hizo una mueca de disgusto y me quitó el último saco de las manos.

—Eres un chico derrochador —dijo.

—Lo siento.

—Bah.

La criada recogió los otros sacos y se marchó.

Su desdén me llevó de nuevo a la cocina. La mayor parte de los días pensaba en Francesca de un modo obsesivo, pero ese largo y extraño día, después de haber presenciado un asesinato y pelado una cebolla, la curiosidad acerca de los motivos del dux consumió los pensamientos sobre Francesca como el fuego consumía las plumas de ganso. Yo quería entender lo que el dux había hecho y se me apareció como una revelación que el chef le confiaría todo a la otra mitad de su alma: su esposa Rosa. Todo cuanto debía hacer era ir esa noche a su casa y escuchar furtivamente su conversación.

Una pluma errante rozó mi nariz como una advertencia, pero la aparté y me concentré en mis planes.