12.- El libro de los escritos prohibidos

Durante toda la semana de la Sensa sufrí intensamente, consumido a través de días aturdidos y noches insomnes, perturbado por la conmoción que había en las calles, por la música disonante, los gritos de los borrachos, las risas horribles y los chillidos. Daba vueltas en mi jergón de paja sobrellevando entresueños y torturado por pesadillas en las que aparecían mujeres acuchilladas con tenedores y hombres estrangulados con pañuelos de seda; el palacio estaba en silencio, ya que el dux y otros aristócratas permanecían apartados del bullicio durante la celebración de la Sensa, aislados de la locura que reinaba en las calles, a la espera de que el jolgorio siguiera su curso. Pellegrino dirigía la cocina con tranquilidad y yo cumplía con mis tareas en un estado de aturdimiento insomne.

Al llegar la mañana del octavo día, cuando la ciudad mostraba su estado más ruinoso a causa de las festividades, me arrastré hasta la cocina más agotado que en cualquier otra celebración de la Sensa. Me ardía el estómago y la arenilla seca de la falta de sueño me arañaba los ojos. Me sentía terriblemente solo con el horror del que había sido testigo y necesitaba hablar con alguien de lo que había pasado. Cuando llegó el chef y se sentó frente a su escritorio, me acerqué a él y le dije:

—Landucci asesinó al Viejo Riccardi y está buscando el libro.

El chef enderezó su gorro de cocinero y se quedó mirándome durante unos minutos mientras tensaba y aflojaba la mandíbula.

—Lo sé —dijo—. Todos lo saben.

—Oh... pensé que...

—Pellegrino —llamó el chef—, tráeme un racimo de uvas y algunas pasas. —Pellegrino le llevó lo que le había pedido y el chef añadió entonces —: Ven, Luciano, demos un paseo.

—¿Un paseo?

—Andiamo.

Dejó el alto gorro de cocinero sobre el escritorio, se guardó las pasas en el bolsillo y echó a andar hacia la parte trasera de la cocina al tiempo que balanceaba el racimo de uvas en la mano.

Atravesamos el patio y salimos a las caóticas calles de la ciudad. El chef se protegió los ojos con una mano, miró a lo largo de un canal barnizado por la luz de la mañana y luego un capitel gótico que se alzaba hacia un cielo azul oscuro. Se metió una uva en la boca y dijo:

—Bonito día, ¿verdad?

—Sí, maestro.

—¿Uvas?

Separó un racimo más pequeño y me lo dio.

Grazie.

Continuamos nuestro camino en dirección al puente del Rialto, atravesamos puentes de piedra y caminamos por calli de adoquines cubiertas con desechos de la Sensa. Los barrenderos empujaban los innumerables trozos de cristales rotos, banderas de papel y restos de comida podrida y lo arrojaban todo a los canales. El agua engullía la basura y la sumaba al cieno putrefacto que las tormentas invernales arrastraban hacia el mar. Venecia parecía capaz de digerir cantidades ilimitadas de materia en descomposición.

El chef se detuvo delante de una pequeña iglesia y señaló uno de los vitrales.

—Ese vidrio se hizo aquí, en Venecia.

Yo no tenía idea de a qué juego estábamos jugando. Me limité a asentir.

—¿Sabes cómo se hace el vidrio, Luciano?

Yo había visto en acción a los sopladores de vidrio de Venecia, con largos tubos metálicos apretados en los labios. Soplaban una burbuja dúctil de vidrio fundido que colgaba del otro extremo del tubo metálico, oscilante y maleable, y antes de que se enfriara la quitaban para darle la forma de un cuenco o un jarrón. Pero yo no sabía nada acerca de fórmulas o técnicas.

—No mucho —dije.

—El vidrio está compuesto de dos partes de ceniza de madera y una parte de arena que se calienta hasta que se funde. —Sonrió —. Combina arena, fuego e ingenio humano y conseguirás eso. —Volvió a señalar el espectacular vitral que brillaba como un cofre de piedras preciosas bajo el sol de la mañana —. Sorprendente, ¿eh?

—Sí, maestro.

El chef señaló ahora los santos del vidrio cubiertos con túnicas de zafiro y amatista.

—Añades cobalto para conseguir el azul, manganeso para el púrpura y cobre para el rojo.

—Sí.

Estaba totalmente perdido.

Su mano se alzó de nuevo hacia el vitral.

—Santos y vírgenes; eso es todo lo que permiten. Bah, qué desperdicio de talento. —Bajó el tono de voz—. En Francia hay cuevas con pinturas en las paredes, cosas en verdad asombrosas. Con unas cuantas pinceladas y un poco de color muestran la belleza y el terror de la naturaleza; unas líneas tan fluidas que esperas que se muevan en cualquier momento. Esas pinturas señalan el nacimiento del arte, pero son muy pocos los que saben... —Echó un vistazo a su alrededor y se aclaró la garganta —. Basta. Dejaremos ese tema para otro momento. —Siguió caminando, pateando una botella de vino vacía aquí y un pescado a medio comer un poco más adelante mientras yo le seguía —. De modo que la arena se convierte en vidrio, se añade mineral y brilla con color. ¿Llamarías a eso alquimia?

Me ofreció más uvas.

Cogí las pequeñas frutas pensando «Ahhh, de modo que es eso».

—¿Es la alquimia el secreto que esconde ese libro?

—¿Es eso lo que quieres que sea?

—¿Qué? No. Quiero decir... No me importa. —Comí una uva y recordé que el Viejo Riccardi había hablado de una fórmula para fabricar bronce y había preguntado: «¿Y por qué no oro?» —. ¿Es posible la alquimia? —pregunté.

—Muchos hombres brillantes muestran interés en ella.

—Queréis decir...

—¿Qué es lo que sabes acerca de ese libro, Luciano?

El chef hizo un alto en el camino y me miró fijamente.

Me rasqué el cuello para ganar tiempo mientras mi cerebro chirriaba buscando la respuesta correcta. Yo quería preguntar: «¿Qué es lo que sabéis vos?». Pero dije:

—El dux y Landucci quieren conseguir ese libro por razones diferentes. Pero nadie parece saber con exactitud qué hay en él. He oído hablar de alquimia y de un elixir para conseguir la inmortalidad...

El chef se rió echando la cabeza hacia atrás, de tal modo que pude ver la forma de herradura de sus dientes superiores.

—Un elixir. Qué equivocados están. ¿Qué más?

—¿Una poción amorosa? —aventuré con voz serena.

—Bah.

Merda! Estaba mintiendo. Hice un esfuerzo para que mi rostro no mostrara ninguna emoción.

—Pero maestro, creo que las pociones de amor son conocidas por algunas personas. Y yo, por lo menos, encontraría una poción amorosa sumamente útil.

El chef enarcó una ceja.

—¿De verdad?

Mi rostro inexpresivo desapareció y mi voz adquirió un tono urgente.

—Ya le he hablado de Francesca. Ella está en un convento y cuando la veo me siento como un imbécil. Necesito un milagro para poder conquistarla.

Dio, Luciano. Ella es una monja. No te comportes como un tonto.

Sentí una presión detrás de los ojos y parpadeé rápidamente para eliminarla.

—Por favor, maestro. No os burléis de mí. Estoy sediento y ella es como agua salada. Cuanto más la veo, más la deseo. Sufro a causa de ella. Es la luz de mi vida.

El chef se pasó la lengua por los dientes y me miró.

—Lamento que sufras, Luciano —dijo—, pero estás equivocado. La luz de la vida está en tu interior.

—¿Qué?

—Basta. —Me miró fijamente a los ojos —. Ese libro..., ¿qué otras cosas has oído?

Intenté reproducir las palabras que tanto habían significado para Landucci.

—He oído algo acerca de unos evangelios.

—Muy bien. —El chef Ferrero asintió —. ¿Qué hay de ellos?

—Nada. Sólo que Landucci quiere usar esos evangelios contra Roma.

—¿Y llamas a eso nada? —El chef agitó una mano en el aire—. ¿Es que has perdido el juicio?

—Maestro, ¿qué es un evangelio?

Su boca se abrió ligeramente.

—Por supuesto. ¿Cómo ibas a conocer tú los evangelios?

Me encogí un poco ante el énfasis que había puesto en la palabra «tú». «¿Cómo ibas a saberlo tú?» Todo el mundo conocía los evangelios excepto el stupido de Luciano. Proyecté la barbilla hacia delante para mostrar mi indignación, pero el chef no pareció reparar en ello.

—Te hablaré de los evangelios —dijo—, pero no debes ir por ahí repitiendo mis palabras. Podrías meterte en serios problemas. ¿Puedo confiar en tu discreción?

—Sí. —La discreción había sido mi forma de vida —. Soy muy bueno guardando secretos.

D'accordo. En una ocasión me preguntaste por qué estaba interesado en los textos de los muertos. Más adelante te enseñaré a leer y entonces empezarás a entender muchas cosas. Por ahora sólo te diré que algunos de esos textos son evangelios, historias que hablan de la vida de Jesús. Por supuesto, tú sabes quién fue Jesús.

—Sí, maestro. Todo el mundo sabe que Jesús es Dios.

—Bah. Jesús era un maestro.

Yo no estaba muy versado en teología, pero esas palabras me sonaron a herejía.

—¿No es Dios?

El chef Ferrero suspiró.

—Ellos hablan de tres dioses en uno o uno en tres, depende de a quién le preguntes. —Puso los ojos en blanco —. Qué fábula. Dios dispone que su hijo, que también es él, sea torturado y asesinado, a fin de perdonar unos pecados que aún no han sido cometidos. No tiene ningún sentido. Si un Dios compasivo quería perdonar, ¿por qué no limitarse a hacerlo? Te diré por qué: en eso no hay suficiente dramatismo. No hay sangre, no hay padecimiento, es algo insulso. Pero el sacrificio humano para expiar los pecados cometidos es una idea que se tomó prestada del paganismo. Es algo primitivo y emocional. Es una de las ideas favoritas de la humanidad.

Para mí era demasiada información administrada demasiado deprisa.

—No entiendo eso de tres dioses en uno.

—Por supuesto que no lo entiendes. Nadie lo entiende. La Iglesia dice que es una virtud sentirse satisfecho con lo que no se entiende. Las preguntas son un incordio.

Me rasqué la cabeza.

—Luciano, presta atención. —El chef arrancó una uva del racimo y la alzó— Esto es una uva, ¿verdad? Suave por fuera y jugosa por dentro.

—Sí.

Con la otra mano sacó una pasa del bolsillo y la alzó junto a la uva.

—Una pasa, ¿eh? Arrugada y seca.

—Sí.

—Así como la arena se convierte en vidrio: la uva se agosta hasta convertirse en una pasa.

—Sí. Como algo mágico.

—No. —El chef me amonestó con la mirada —. Es un proceso natural. Coge un puñado de arena, una uva o un evangelio, luego añádele algo o quítale algo, somételo al tiempo o a la intervención del hombre y el cambio será inevitable.

Luego se comió la uva y la pasa y pareció sentirse satisfecho consigo mismo.

—¿Los evangelios han sido cambiados? —pregunté.

—Sí. —El chef se quitó un pequeño trozo de uva de entre los dientes —. Los evangelios han hecho que los hombres se peleen por ellos, han sido copiados y vueltos a copiar, traducidos y mal traducidos. Madre di Dio, no me sorprendería en absoluto si los hubiesen convertido en pelotas para jugar con ellas.

Yo tenía la impresión de que todo ese manoseo les había quitado todo su valor.

—¿Cómo podemos saber en qué creer?

—¡Exacto! —El chef alzó un dedo rígido y sus ojos brillaron como los santos de los vitrales —. Siempre debes examinar aquello en lo que crees. Los cristianos llaman Jesús a un Dios, como si fuese una idea original, pero los paganos tienen dioses medio humanos por todas partes. —Movió la barbilla como si alguien le hubiese propinado un golpe—. En mi opinión, crear dioses a nuestra imagen y semejanza es una muestra de arrogancia.

»¿Y todo ese asunto de una mujer virgen? ¡Ja! Todos los dioses paganos tenían madres vírgenes. Pero pregúntate a ti mismo, ¿por qué una virgen es mejor que una madre natural, como mi Rosa? —Sorbió el aire con fuerza —. Como si las mujeres fuesen contaminadas por los hombres. Es insultante. Pero Jesús sabía lo que se hacía. Algunos de sus discípulos más íntimos eran mujeres. Dios está dentro de todos nosotros.

—¿De verdad? — Marrone, si Dios estaba en mi interior, eso significaba que aún había esperanza para mí—. Me gusta esa idea —dije—. ¿Por qué tiene que ser un secreto?

—Poder. —El chef Ferrero me miró fijamente—. Ahora llegamos al meollo del asunto. Venga, sentémonos.

Caminó hasta el canal y apartó un montón de gallardetes de papel de los peldaños de un puente de piedra. Luego se sentó y me indicó que me sentara a su lado, lo que hice con una sensación de intranquilidad. El chef parecía abstraído y preocupado.

Apoyó los codos en las rodillas y dijo:

—Quiero contarte una historia. Hace cientos de años un hombre llamado Ireneo condenó la mayoría de los escritos que hablaban de Jesús como herejía y esos textos se volvieron clandestinos. Ireneo eligió cuatro evangelios que eran de su agrado y dedicó su vida a crear una Iglesia alrededor de ellos. La llamó Iglesia católica.

—Pero ¿los evangelios condenados se salvaron? —Comenzaba a entender lo que me estaba contando el chef—. ¿Se encuentran en el libro?

—Algunos se salvaron y otros se perdieron, mientras que pensamos que otros aún siguen ocultos y no han sido descubiertos. Los llamamos evangelios gnósticos (gnosis significa «sabiduría»), y lo que importa es su mensaje. Esos evangelios nos dicen que no necesitamos una Iglesia entre nosotros y Dios. —Nuestras miradas se encontraron—. Dios está dentro de ti, ¿sí?

—¿De mí?

—ti, de mí, de todos nosotros. Acéptate a í mismo, Luciano. Eres mejor de lo que crees.

—Pero si los evangelios han sido cambiados, ¿por qué deberíamos creer en esos evangelios gnósticos más que en los demás?

—Si vas a creer cualquier cosa de un libro, usa la cabeza. —El chef señaló mi frente y alzó las cejas —. Los evangelios gnósticos, e incluso tres de los evangelios aprobados, dicen que Jesús era un hombre que llevaba a Dios en su interior, igual que el resto de nosotros. Jesús quería que mirásemos en nuestro interior y viésemos esa parte de nosotros mismos. Su mensaje no se refería a ningún reino ahí fuera; Jesús hablaba de la luz que hay aquí. —El chef apoyó la mano plana sobre su pecho —. Ese mensaje se repite en muchos textos, pero no ese asunto que habla acerca del Hijo de Dios. De modo que si usas la cabeza, podrías ver que tiene sentido creer aquellas cosas que son repetidas y corroboradas, y no aquellas que no lo son.

—Sí, pero... Ireneo está muerto. —El chef me había dado permiso para que pensara por mí mismo y, de pronto, sentí que las preguntas se agolpaban en mi cabeza —. Bien, si los evangelios gnósticos tienen sentido, ¿por qué siguen siendo secretos?

—Es posible que Ireneo esté muerto, pero su Iglesia no lo está. La idea de que necesitamos sacerdotes para que intercedan por nosotros es algo muy conveniente para una Iglesia que nos gobierna con un poder absoluto. De hecho, el Imperio romano comenzó a través de un juego de poder político. Cuando Constantino, el primer emperador cristiano, trasladó su corte de Roma a Constantinopla, dejó a un supervisor en su lugar. Esa persona fue el primer Papa.

—¿Un supervisor romano?

—Sí. Se trataba de que el emperador conservase el control sobre Roma. —El chef cerró el puño con tanta fuerza que s brazo tembló —. Era un control férreo que provocó siglos de oscuridad intelectual en los que todos aquellos hombres que se atrevían a pensar libremente corrían un grave peligro. La Iglesia sería capaz de hacer cualquier cosa con tal de mantener el control. Incluso han librado sangrientas batallas bajo la bandera de la religión tan sólo para conservar ese poder.

Marrone.

—La historia nos enseña muchas cosas, pero la historia de la Iglesia... bueno... —El chef pareció mostrar cierto abatimiento—. Cuando aprendas más cosas, porque yo te enseñaré, trata de que el conocimiento no te amargue.

Asentí.

—Lo intentaré, maestro.

—¿Lo entiendes ahora? Los evangelios gnósticos tienen poder político porque su mensaje sobaba el poder de la Iglesia. Esos evangelios interesan y mucho a hombres peligrosos, y tú no deberías mezclarte en cosas que no entiendes. En cuando a Landucci y Borgia, se trata de política y poder. En el caso del dux es algo personal, pero aún así es arriesgado interponerse en su camino.

—¿Cómo sabéis todo esto, maestro?

Me miró con una extraña sonrisa en los labios.

—Un maestro tiene la responsabilidad de exponer los hechos correctamente.

—¿Un maestro?

—No lo olvides, las iglesias son un invento del hombre.

No pude evitar pensar en toda la gente decente que acudía como un rebaño a la iglesia todos los domingos y se hincaban de rodillas.

—Pero la gente cree de verdad —dije.

—Sí. La fe ciega es lo que permite a la Iglesia manipular a sus fieles. —El chef apoyó la mano en mi hombro y lo apretó. Parecía muy enfadado y sus ojos se inmovilizaron donde estaba parado —. Nunca creas nada a ciegas, Luciano. ¡Nunca!

Yo estaba fascinado por la pasión del chef, y también un tanto asustado.

—Sí, maestro.

Apartó la mano del hombro y permanecimos un rato sentados contemplando el canal. Al fin, el chef Ferrero murmuró:

—Pobre Jesús. Era un buen judío y predicaba un método decente de vivir. Alguien debería intentarlo alguna vez.

—¿Jesús era judío?

El chef asintió.

—Un devoto judío durante toda su vida. Jesús no tenía ninguna intención de comenzar una nueva religión. Él obedecía la ley judía y sólo predicaba a los judíos. Nunca le dijo a nadie que llevase su mensaje a los paganos griegos, pero Pablo lo hizo de todos modos. Así fue como los mitos griegos se mezclaron con la doctrina cristiana. Qué desastre. Fue como añadir la especia equivocada a una olla de sopa. Le cambia el sabor y no siempre para mejor, ¿verdad?

En ese momento pensé en los judíos venecianos que había visto en el Rialto, gente misteriosa que vestía ropas oscuras, personas separadas y conducidas a su gueto aislado, que tenían prohibido salir después del anochecer... ¿Todas eran restricciones impuestas por los cristianos? Me pregunté qué otras ideas habría cambiado la historia.

—¿Qué más hay en ese libro?

—Ciencia, arte, filosofía, historia, cría de animales domésticos... —El chef alzó una mano y trazó círculos en el aire como si la lista fuese demasiado larga para recitarla —. Incluso un poco de cocina.

Marrone. Entonces debe ser un libro muy grande.

El chef asintió.

—Un maestro llamado Sócrates dijo que el conocimiento es la fuente del bien y la ignorancia es la fuente del mal. —Sonrió con tristeza —. A él también lo mataron. La gente odia que alguien desafíe sus creencias. Pero confía en mí, en esta vida hay muchas más cosas por conocer que la doctrina de la Iglesia. El potencial humano es... bueno... tal vez Jesús no era el único que podía obrar milagros. Tal vez todos podamos hacerlo.

Sonreí.

—Ahora estáis bromeando.

El chef me miró con una media sonrisa extraña.

—Los seres humanos poseen un potencial desaprovechado. Pero son guiados con facilidad porque no tienen confianza en sí mismos. Por esa razón, la Iglesia los llama ovejas. Aprende a confiar en ti mismo, Luciano.

Por primera vez en mi vida comprendí que el hecho de aceptar cualquier cosa sin haberla examinado no era algo virtuoso y quise hacerle al chef una pregunta que, hasta ese momento, me había parecido vagamente blasfema.

—Si se supone que no debemos pensar, ¿por qué entonces Dios nos dio cerebros?

El chef sonrió.

—Muy bien, Luciano. —Se levantó y se quitó el polvo de los pantalones —. Sabía que lo entenderías.

El hecho de ver a mi maestro de buen humor me reconfortó. Tal vez la situación en el palacio no era tan terrible. Tal vez los asesinatos y las maquinaciones no significaban más que hombres que maniobraban para mantener su poder. Tal vez el verdadero poder residía en el conocimiento secreto del chef.

Cuando me sentí más tranquilo, el estómago comenzó a superar mi interés por la historia, y quise algo que fuese más sustancial que unas uvas. Estábamos en el Rialto, y las hormas de queso, los montones de manzanas y los cestos llenos de pescados agudizaban la sensación de vacío que tenía en el estómago. Esperaba que el chef nos comprara algo para desayunar.

Cuando éste hizo un alto en el puesto de un panadero alemán, mi estómago comenzó a ronronear. Aunque los alemanes eran unos individuos menospreciados por sus bastos modales y su comida grasienta, siempre habían sido unos excelentes panaderos. Estuve a punto de soltar un gemido ante la visión de los lustrosos panes de centeno con miel, un pan de huevo en forma de trenza cubierto de almendras tostadas y una fragante baguette con trozos de eneldo en la crujiente corteza. El aroma hizo que se me llenase la boca de saliva.

El chef compró un pan dulce de canela y luego fue al puesto del verdulero, donde adquirió dos manzanas grandes y rojas. Llevamos nuestro desayuno a una tranquila piazza y nos sentamos en un banco público a la sombra de una iglesia vecina. Antes de partir el pan, el chef me preguntó:

—¿Qué sabes acerca de la fabricación del pan, Luciano?

—Algo.

En ese momento sólo sabía que el olor del pan me estaba volviendo loco.

—El pan es una de las mayores proezas de alquimia conseguidas por el hombre. Harina, agua, levadura, un poco de sal, la técnica adecuada, y ya está: pan.

—Lo entiendo, maestro. Alteráis algo y se convierte en otra cosa. ¿Vamos a comernos eso?

Ante mi gran alivio partió la hogaza de pan y me dio la mitad. Lo mordí con gratitud. Mientras ambos masticábamos, observamos a un grupo de mujeres mayores vestidas por completo de negro que acudían a la iglesia para la misa de la mañana. Una de ellas le propinó un violento puntapié a un borracho que dormía la mona en la entrada del templo, una víctima de la Sensa. La mujer exclamó: «Ubriacone», le echó el mal de ojo y se escurrió dentro de la iglesia.

—No puedes escapar de la Iglesia —dijo el chef—. Es algo que vive dentro de la gente.

Con las mejillas henchidas y migas de pan en los labios, asentí educadamente. Ya había tenido suficiente conversación sobre la Iglesia por ese día; ahora estaba más interesado en el hecho de que entre el chef y yo se estaba forjando un nuevo vínculo de confianza.

—Os agradezco que me hayáis confiado la historia de los evangelios gnósticos. Me siento privilegiado, maestro.

—¿Y qué es lo que has aprendido, Luciano?

—Que los evangelios representan algo muy poderoso que merece la pena preservar.

—¿Y?

—¿Qué tengo a Dios dentro de mí?

Bene. —El chef mordió su pan y masticó con expresión pensativa. Su nuez de Adán subía y bajaba al tragar. Luego añadió —: Todo lo que te he contado es un tema polémico, y hablar de ello podría ser peligroso. De modo que te aconsejo que mantengas la boca cerrada, ¿de acuerdo? —Sí, maestro.

Puedes negarte a saber más si lo deseas.

¿Yo, negarme a saber más? No era probable. Con mucho cuidado pregunté:

—Maestro, ¿tenéis vos ese libro?

El chef torció la boca como si yo le hubiese planteado un problema filosófico muy difícil de resolver.

—No es tan simple.

—¿No lo es?

Mordió un costado del pan y masticó lentamente.

—Digamos que comparto cierta información con otras personas.

—Podríais estar en peligro.

—Eso depende.

—¿De qué, maestro?

—Tal vez de ti.

—Bien. Entonces no hay ningún peligro porque yo jamás os traicionaría.

—Ésa es mi esperanza. —El chef apoyó una mano en mi hombro y apretó —. Tú eres mi esperanza, Luciano.

Pensé en sus hijas: Elena, su orgullo; las gemelas, su maravilla; Natalia, su alegría. ¿Y yo era su esperanza? ¿Cómo si fuese su hijo?

—Maestro —dije—, me siento honrado.

—Bien. —Apartó la mano.— Debes estarlo. —Me ofreció una de las manzanas y añadió —: ¿Conoces la historia de Adán y Eva?

—¿La que habla de la primera manzana?

Cogí la manzana y la lustré frotándola contra la manga.

El chef asintió.

—Cuenta la creación de Eva a partir de una costilla de Adán.

—Ésa es una idea muy extraña.

No se me ocurría pensar en ninguna mujer que conociera a la que pudiera gustarle semejante cosa. Le di un gran mordisco a la manzana.

El chef mordió un pedazo de la suya y luego lo exhibió para admirar la carne blanca.

—La historia de Adán y Eva no debe tomarse de manera literal.

—¿No?

—No. —El chef me miró mientras comía y dijo—: La historia es una parábola, como las historias que hablan de Jesús.

Mordí la manzana siguiendo todo su contorno, mientras pensaba: «Marrone, el chef sabe realmente cómo elegir».

—Tus costillas están aquí, cubriendo tu corazón. —Dio unos suaves golpes en el costado izquierdo del pecho —. Algunos de mis escritos dicen que el nacimiento de Eva de la región del corazón de Adán habla de un despertar espiritual. Que este despertar espiritual marca el comienzo de la humanidad.

—Ésa es una historia mejor.

Yo ya había llegado al corazón de la manzana y, siguiendo un viejo hábito, comencé a comerlo también.

—Sí, una historia mejor. Pero la gente puede elegir abrazar o no su espiritualidad. Y también hay una historia acerca de un árbol frutal, el árbol del conocimiento.

Asentí mientras terminaba de comer el corazón de la manzana, con semillas y todo.

—Adán, decidió no comer de los frutos del árbol, pero Eva, su lado espiritual, lo persuadió para que probase el fruto del conocimiento. ¿Lo entiendes, Luciano? El conocimiento: así es como despertaron a la plenitud de su humanidad. —El chef me miró mientras me secaba el jugo de la manzana de la boca con el dorso de la mano y añadió —: El fruto que comieron era una manzana.

—¿Una manzana?

Mi mano permaneció junto a la boca. Tenía el regazo cubierto de migas de pan, pero no había rastros de la manzana. Sentía el peso de la fruta en el estómago, convirtiéndose ya en parte de mí. Si alguna vez me había preguntado cuán estrechamente podía unirme al chef mi hambre por saberlo todo, supe la respuesta en ese momento. Me había comido toda la manzana y no había vuelta atrás.

Esa noche, mientras todos los demás dormían, me deslicé en silencio hacia la cocina para hacer otro intento de preparar un plato para impresionar a mi maestro; quería que supiese que la fe que había depositado en mí no estaba equivocada. Encendí el horno de ladrillo mientras me recordaba a mí mismo que el ajo no tiene lugar en una confitura y que la mantequilla se convierte en una capa de aceite que flota encima del queso. Me sentía seguro y excitado. Esta vez lo haría bien.

Corté un buen pedazo de queso cremoso (aún estaba convencido de que sería una base deliciosa), luego añadí un poco de miel para endulzarlo y suficiente cantidad de crema de leche para rebajarlo para mi mezcla. Desde mi último intento había notado que el vino se utilizaba sobre todo en salsas y cocidos, de modo que, en un momento de inspiración ciega, añadí, en cambio, un poco de licor de almendras, que esperaba que aportase un sabor sutil sin alterar el color cremoso del queso. En lugar de incluir las pasas, que parecían cucarachas, agregué un puñado de almendras cortadas que imaginé que aportarían a la mezcla un crujido satisfactorio y armonizarían con el licor.

Revolví todos los ingredientes hasta conseguir una pasta blanda y fluida y la volqué en una cazuela cuadrada, con la intención de cortar tajadas regulares después de que se hubiese enfriado. Luego metí la cazuela en el horno. Una vez más observé las burbujas en los bordes y reparé con gran satisfacción en que, en lugar de un abrumador olor a ajo, en el aire se percibía un cálido y seductor vestigio a almendras. Las burbujas se convirtieron en una capa de espuma que bailaba encima de toda la superficie, y supuse que era un signo de cohesión. Mi creación saldría del horno como una natilla consistente, con apagados tonos de almendra y una textura inusual. Las porciones rectangulares serían una presentación inusitada; ni queso, ni budín ni natilla, sino algo completamente nuevo y original.

Pero la espuma burbujeante se redujo hasta convertirse en una superficie levemente irregular y, para mi horror, esas condenadas marcas como de viruela comenzaron a filtrarse con el aceite a través de los diminutos cráteres. Las almendras completaron la fractura de la textura cremosa para conferirle a toda la mezcla un aspecto coagulado.

A pesar de su apariencia, el sabor y el aroma no estaban mal. Si esta confitura híbrida adquiriese algo de cohesión, podría ser cortada en cuadrados y servida en un plato con alguna guarnición atractiva, quizá fresas y hojas de menta para darle color. Saqué la cazuela del horno y observé mi creación mientras se enfriaba, deseando que se levantase un poco, que se uniese, que fuese firme. Cuando la cazuela estuvo lo bastante fría para poder cogerla, hundí la cuchara en la mezcla y ésta salió goteando y cubierta por algo que tenía la consistencia de la leche cortada. No sabía mal; de hecho, lamí la cuchara hasta dejarla limpia, disfrutando del sutil equilibrio entre dulzura y almendras, peo no era algo que pudiese presentarse al chef. Era como una sopa dulce y caseosa en la que alguien hubiera dejado caer accidentalmente unas almendras. ¿Por qué se rompía el queso? ¿Por qué no se mantenía amalgamado como un pastel o una natilla?

Desalentado, ni siquiera traté de interesar a Bernardo en este último desastre. Arrojé la mezcla al cubo de la basura, reparando en que la miel había chamuscado el fondo de la cazuela, lo que me obligó a frotarla con un cepillo de cerdas duras y a irme a la cama enfadado. El intento había sido prometedor. El sabor era agradable; había estado muy cerca de conseguirlo. De alguna manera debía descubrir qué haría que la mezcla se mantuviera ligada.